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  • Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

    Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

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    Debemos frenar la disolución que corroe y corrompe las raíces de la sociedad humana.
    El árbol desnudo y estéril puede reverdecer de nuevo. ¿Acaso no estamos preparados?

    ANTONIO GRAMSCI

    Introducción

    Escribimos esto cuando llevamos casi dos meses de aislamiento. Llega a ser abrumadora la cantidad de artículos, columnas y publicaciones en redes sociales acerca del significado de la pandemia del COVID-19, debatiendo qué medidas deberíamos tomar y qué impacto va a tener a largo plazo en nuestra sociedad. En todo caso, si echamos un vistazo a todas las perspectivas distintas al respecto parece que una cosa está clara: como mínimo existe la intuición de que, tal y como reza el título del libro de Naomi Klein, «esto lo cambia todo». Por supuesto, la gran pregunta es cuáles son esas «cosas» que van a cambiar y en qué sentido lo van a hacer. Si la esfera de la sociedad que ha sufrido un impacto más directo por el coronavirus pudiera ser un indicador de por dónde pueden venir los cambios en un futuro, sabemos hacia dónde mirar: necesariamente, hacia el trabajo, entendido en un sentido amplio que alcanza tanto lo que la ortodoxia económica reduce a «recursos humanos» como todas las labores y esfuerzos implicados en la esfera reproductiva de la sociedad.

    La experiencia de los millones de personas que vivimos en países donde el coronavirus sigue haciendo estragos es bastante similar. Para empezar, por supuesto, existe la posibilidad de que tú o una persona cercana a ti hayáis padecido el virus, o incluso que conozcas a alguien que haya fallecido. Por si eso no fuera suficientemente horrible, la crudeza del aislamiento hace que toda emoción se agudice y que todo empeore, pues se nos impide pasar los últimos momentos junto a nuestros seres queridos enfermos. Existe, además, el aislamiento propiamente dicho, el estado de excepción que impide o limita al máximo las salidas del hogar de toda la población. Este confinamiento para minimizar los contactos entre personas y sus efectos en la economía es el detonante de la previsible nueva gran recesión que nos espera. Millones de personas han tenido que dejar de trabajar (en España puede que hayan sufrido un ERTE, o la empresa para la que trabajen haya desaparecido, o que los acuerdos por fuera de la ley se hayan volatilizado; en Estados Unidos, por ejemplo, sabemos que en pocas semanas está habiendo millones de nuevos demandantes de empleo, muchísimos más de los que hubo tras la crisis de 2008). Solo algunas de aquellas personas con un trabajo de oficina pueden seguir teletrabajando y continuar con su actividad desde casa, otras han tenido que volver a su puesto trabajo para que no se hundieran las empresas después de la paralización casi completa de la economía; la otra cara de la moneda la encarnan aquellas personas que desempeñan trabajos que se consideran «esenciales» y que en ningún caso han podido frenar: personal sanitario, de limpieza, trabajadoras y trabajadores de comercios de productos básicos…

    Esta clasificación entre trabajos «esenciales» y «no esenciales» y el gravísimo problema sobre cómo asistir a todas aquellas personas trabajadoras que han visto reducidos sus ingresos, o simplemente los han visto desaparecer, son la forma en que la crisis del COVID-19 ha revelado las ya maltrechas costuras del modo de producción capitalista (neoliberal, pero no solo). De hecho, cuando hablamos de trabajos esenciales, ¿nos preguntamos para qué lo son? ¿Qué implica que existan tantos trabajos no esenciales y que aquellos que sí lo son se den habitualmente manera muy precaria, cuál ha sido la motivación política detrás de esta precarización? Y, por supuesto, la pregunta fundamental: ¿el «derecho a la existencia» lo debe proporcionar tan solo el acceso a un trabajo?

    Tanto los debates que han ido surgiendo conforme la situación ha ido empeorando como muchas de las medidas propuestas para paliarla recuerdan en cierto modo a los que conforman los programas de transición climática justa. Pero mientras que el cambio climático se suele ver como una amenaza en un horizonte lejano y cuyos efectos pareciera que fuesen a afectar a elementos tan inabarcables como «el planeta» o «la humanidad», el COVID-19 ha aparecido como un torbellino súbito y ha trastocado inmediatamente nuestras vidas de formas muy concretas. Sabemos que para luchar contra la emergencia climática necesitamos repensar toda la estructura del trabajo en nuestra sociedad, y la crisis del coronavirus la ha dejado completamente al desnudo. Aquí hablaremos acerca de estos problemas a través del trabajo, sobre cómo debería darse en una sociedad ecosostenible y acerca de los pasos necesarios que nos quedan por delante.

    Sobre el trabajo perdido

    Para intentar comprender cómo el papel del trabajo se ve modificado por la situación tan extraordinaria que vivimos y cómo se verá afectado por las situaciones futuras igualmente extraordinarias que seguro vamos a vivir en los próximos años, reflexionemos un momento sobre qué entendemos hoy por trabajo, sobre cómo nos lo han arrebatado y sobre por qué tenemos que recuperarlo para no salir escaldados de todo esto.

    ¿Cuál es nuestra relación con nuestro propio trabajo? ¿Y con la naturaleza? ¿Puede que esta sensación doble de que de ambos nos separa una brecha cada vez más amplia tenga alguna relación? Para responder, intentemos dar un paso atrás y tomar un poco de perspectiva.

    Durante la modernidad se ha ido refinando y tecnificando un mecanismo que ha ayudado de manera muy eficiente a que el modo de producción y de vida capitalista arraigue, medre y conquiste todos los espacios de nuestras relaciones sociales, y no solo las laborales. Ese mecanismo, que es un mecanismo de dominación y establecimiento de jerarquías, está basado en el establecimiento de divisiones socioeconómicas, o en el aprovechamiento y la asimilación de las ya existentes, y en que esas mismas divisiones comiencen a funcionar en interés del propio capitalismo. Esas dicotomías, es cierto, a menudo provocan que los elementos divididos se enfrenten (el ser humano contra la naturaleza, por ejemplo, o una clase social contra otra), conduciendo al capitalismo a situaciones críticas, a momentos de posible ruptura. Pero no se debe perder de vista que la tendencia de quien se encuentra en una posición dominante es la de mantener esa división dentro de los límites y las normas del propio capitalismo, para así poder afianzar precisamente esa dominación. De alguna manera, y perdón por la aparente paradoja, ese mecanismo nos escinde para reunirnos en tanto que escindidos. Estas dicotomías, en las que vivimos y sufrimos cotidianamente, son múltiples y nos son más que conocidas, pues se han repetido bajo formas diferentes durante siglos: división sexual, división racial, división entre trabajo intelectual y trabajo físico, división nacional, división entre clases, división entre campo y ciudad y, claro, división entre humanidad y naturaleza. Es relevante poner sobre la mesa que estas divisiones se producen (por imposición, por consenso o por la vía que sea), porque esto implica necesariamente que, si ha habido unas condiciones históricas que han dado pie a ello, por esa misma razón puede haber otras condiciones históricas que conduzcan a otro lugar. Quizá un lugar mejor.

    Todas estas dicotomías tienen, de hecho, un papel importante a la hora de explicar las causas y las posibles soluciones al cambio climático, que es a lo que nosotras y nosotros nos dedicamos habitualmente. Pero es evidente que quizá la que más útil nos resulte en este punto sea la división entre ser humano y naturaleza, hasta cierto punto presente desde la existencia misma de la agricultura, al menos a un nivel analítico, pero ahora racionalizada y ampliada hasta límites «exterministas». Y es que, de hecho, y a grandes rasgos, no es la unidad entre ser humano y el resto de la naturaleza (una unidad no desprovista de conflicto y, no nos engañemos, de cierto grado de destrucción) lo que requeriría una justificación o una refutación, sino la brecha abierta entre ambos, una escisión ideológica y material de raíces profundas. A modo de caso de esta condición escindida, uno inmejorable y bien ilustrativo es el de las reservas naturales. Instintivamente nos pueden parecer una opción más que encomiable y digna; ¿cómo iba a ser de otro modo, ante la destrucción continuada y ampliada del medioambiente a la que venimos asistiendo desde hace décadas? ¡Hágase lo necesario por conservar la naturaleza, lo que de ella pueda quedar! Sin embargo, puede parecer que la única manera que se nos ocurre para conservar un ecosistema y sus equilibrios es una en la que los seres humanos estamos ausentes y en torno a la cual se han levantado fronteras y vallas. Son espacios protegidos…, ¿de quién hay que protegerlos?

    Pero, en fin, ¿qué tiene que ver nuestra relación, nuestra unidad o nuestra separación respecto a la naturaleza a la hora de hablar del trabajo? Pues precisamente mucho. Entendemos que esta escisión ―que denominamos «alienación de la naturaleza»― se halla en la base de toda definición de trabajo que podamos dar.

    El trabajo es, bajo nuestro punto de vista, la manera fundamental y el medio a través del cual se organizan no solo nuestras relaciones sociales, sino también nuestra relación con el resto de la naturaleza. Por resumirlo en una fórmula ya clásica: el trabajo es el metabolismo entre los seres humanos y la naturaleza. Lo que esto significa es que el trabajo es necesariamente el «lugar» en el que poner fin a una relación metabólica que ahora mismo es insostenible y que está basada en la dominación, porque lo cierto es que no deberíamos aspirar a gobernar la naturaleza, si es que esto fuera posible: lo que es necesario gobernar ―ordenar, planificar, coordinar, como se lo quiera llamar― es nuestra relación con el resto de la naturaleza. Decíamos antes que el mecanismo de divisiones propio de la modernidad traía siempre un ordenamiento jerárquico y de dominación, y eso mismo ha pasado con nuestro modo de relacionarnos como sociedad (como sociedad capitalista) con la naturaleza. Lo que sucede en este caso es que esa división o fractura no solo ha construido una relación de sometimiento y conquista ―visible en diferentes órdenes: geográfico, alimentario, cultural, simbólico…―, sino que además ha desatado reacciones naturales que han conducido a la crisis ecológica que actualmente estamos afrontando y de la que estos turbulentos meses son en realidad una parte. Esto es así porque la forma en que se ha organizado nuestro trabajo rompe y sigue rompiendo a escala global el metabolismo entre ser humano y naturaleza, y cuando hablamos de metabolismo social-natural nos referimos sencillamente al intercambio de energía que debe tener lugar entre los seres humanos y el resto naturaleza para que nuestra vida pueda sostenerse.

    En ese intercambio, como decimos, el trabajo es el eslabón fundamental, es el espacio en el que ese metabolismo se realiza, donde se da la posibilidad de que todo ello esté en equilibrio, sea sostenible, pueda perdurar. Pero ese metabolismo se ha fracturado: lo que extraemos de la naturaleza ya no somos capaces de devolvérselo y, si lo hacemos, es en condiciones tan brutales que su asimilación es imposible. De esto el ejemplo más evidente y conocido ―pero desgraciadamente no el único, podríamos redactar una larga lista― está en las emisiones de CO2. El modo de producción capitalista, en el que de mejor o peor gana participamos y vivimos y que ha sido dependiente a lo largo de todo su desarrollo de las energías fósiles (tanto, de hecho, que es difícil imaginar que abandonemos estas sin abandonar aquel), ha lanzado y sigue lanzando a la atmósfera una cantidad tan inasumible de CO2 que los ecosistemas no son ya capaces de absorberlo. Recientemente se han superado por primera vez en millones de años las 417 partes por millón de CO2 en la atmósfera, cuando en 1950 apenas se superaban las 300 ppm, y antes de esa fecha, desde que el ser humano habita la Tierra, ni siquiera se habían alcanzado tales niveles. Estas cifras pueden no resultar impresionantes a primera vista, o pueden de hecho no decirnos nada, pero se vuelven angustiantes si entendemos que todos los equilibrios de la Tierra son tremendamente frágiles y que una ruptura del ciclo del carbono como esta pone en riesgo el delicado sistema que permite tanto nuestra supervivencia como la de muchos otros seres vivos y ecosistemas en general. El trabajo, por tanto, que tenía y debería tener una función productiva y reproductiva de las condiciones de vida del ser humano (y de ello hablaremos más adelante), ha adquirido un cariz distinto al insertarse, a su manera, en el modo de producción y acumulación capitalista. Ahora nuestro trabajo es una «fuerza productivo-destructiva».

    Precisamente participamos ―como decíamos, de mejor o peor gana― en estas fuerzas productivo-destructivas porque el impulso que ha alimentado la escisión entre los seres humanos y la naturaleza es el mismo que ha llevado a que nos hayamos escindido de nuestro propio trabajo: no tenemos capacidad ni individual ni colectiva para decidir en qué trabajamos, dónde trabajamos, con quién trabajamos, para qué trabajamos, para quién trabajamos ni de si tiene sentido continuar produciendo, vendiendo, distribuyendo o comunicando tal o cual mercancía, pese a su habitual banalidad, pese a estar a disposición de riquezas ajenas y pese a que nos pueda estar llevando al desastre. El trabajo así, en estas condiciones, en las que tenemos poco que decidir y que únicamente aspira a más y más acumulación, al sostenimiento a cualquier precio de unas tasas de ganancia que ya no son sostenibles en ningún sentido, sigue siendo la actividad que rige nuestra relación con la naturaleza, eso es cierto, pero es una relación en la que la naturaleza es sistemáticamente destruida por las necesidades de acumulación de un puñado de hombres y en la que el trabajo es sistemáticamente sometido y robado. (Y, aquí, una nota relevante: está por demostrarse la conexión necesaria entre aumento de la productividad y de la acumulación, por un lado, y la reducción general de la pobreza, por otro, que es lo que en ocasiones nos convence a todas y todos para seguir funcionando dentro de estos parámetros; si algo ha quedado demostrado precisamente es que, pese a que en términos generales se incremente la riqueza material de las sociedades en su conjunto, lo que reproducen las sociedades capitalistas, tanto fuera de sí como en su seno, es la pobreza).

    Así pues, estas dos escisiones ―la nuestra respecto a nuestro trabajo y la nuestra respecto al resto de la naturaleza―, que en la práctica son en realidad una, requieren con urgencia ser sanadas, y solo pueden hacerlo al mismo tiempo. Y no se trata y nunca se va a tratar de volver a etapas anteriores, igualmente montadas sobre la explotación y la miseria; no se trata de retornar a pasados esplendorosos de comunión con la naturaleza, pues estos probablemente nunca tuvieron lugar. Desde luego que las herramientas que den pie a ello serán herramientas, como toda singularidad humana, cargadas de pasado, pero hechas para trabajar ahora; nuestra relación nueva con la naturaleza tendrá formas que literalmente nunca hemos visto.

    No somos capaces de imaginar una reordenación equilibrada de nuestra relación con el resto de la naturaleza en la que el trabajo sirva a unos intereses privados y minoritarios de acumulación. No somos tampoco capaces de imaginar la desaparición de estos intereses sin un control democrático de todo el proceso de trabajo. No somos capaces porque esto es imposible. Sí o sí y de manera inevitable la lucha contra el cambio climático va a ser la lucha por recuperar nuestro trabajo, por lograr determinar entre todas y todos a qué y a quién dedicamos nuestro tiempo, por construir de manera consciente y colectiva un orden nuevo con el resto de la naturaleza. Esa es una tarea dura que se prolongará probablemente mucho tiempo, para la cual tenemos que empezar a dar uso de manera inmediata a los instrumentos políticos de los que disponemos para golpear y ganar terreno. Esta tarea sí somos capaces de imaginarla, porque no es una tarea imposible, solamente es un poco difícil. Que irrumpa, pues, la posibilidad. Únicamente tenemos que empezar a caminar.

    Sobre dar un primer paso

    Por si la transición ecológica planteara pocos retos respecto de las transformaciones profundas que necesita nuestra sociedad para encaminarse hacia una más justa e igualitaria, a cualquier esfuerzo en este sentido tendremos que sumarle la dificultad extra que impone la venidera crisis económica y social que resulte como una de las consecuencias de la pandemia. De hecho, quizás la velocidad de su impacto sea una de las razones que explique su gravedad. Hace menos de tres meses difícilmente se nos podría ocurrir que hoy nos fuésemos a encontrar en un mundo confinado y con una economía a la que aún le faltan meses para volver a algo parecido a la normalidad. Al mismo tiempo y muy probablemente, la normalidad que hemos conocido hasta ahora no volverá, algo que es al mismo tiempo problemático pero para muchos incluso deseable. No obstante, ello quiere decir que los esquemas que hasta hace poco pretendíamos aplicar para explicar y transformar la realidad solo serán válidos en parte, pues deberán responder a cambios de una magnitud sin precedente desde hace generaciones y cuyas consecuencias ahora mismo solo podemos entrever. En este punto vamos a repasar algunas ideas que se han planteado en las últimas semanas de manera generalizada ―aunque hubiera gente que las viniese defendiendo desde hace muchísimos años― y que consideramos que pueden convertirse en un primer paso para avanzar hacia transformaciones más radicales de la sociedad, tanto para tratar la crisis actual como para abordar la crisis climática. Estas son la renta básica, el reforzamiento profundo y la extensión de los servicios públicos y la reducción de jornada.

    Como en toda crisis, una ruptura aunque sea parcial de las dinámicas económicas puede presentarse también como una «ventana de oportunidad». Esto supone que lo que ocurra a partir de ahora y el sentido en el que lo haga no está mecánicamente determinado, sino que será consecuencia de la pugna entre bloques sociales por poner en marcha soluciones afines a sus intereses. En fin, lo que ha sido la lucha de clases toda la vida. En este sentido, es posible e imperativo empujar para que las medidas que se pongan en marcha para paliar los efectos de la pandemia primero y para construir la nueva realidad después sean aquellas que satisfagan a quienes históricamente hemos sido desposeídos de los frutos de nuestro propio trabajo y la riqueza que éste ha generado. Pero habremos de hacerlo revisando nuestros planes o estrategias, como venimos diciendo. En nuestro caso, por ejemplo, cuando este colectivo echó a andar y hasta hace bien poco nuestra postura respecto a una medida como la renta básica no era la más favorable, pues entendemos que no deja de valorar económicamente la existencia y supervivencia de sus receptoras. Ahora mismo, sin embargo, nos encontramos en una situación en la que a miles de personas se les ha impedido trabajar por imperativo legal, motivo por el cual entendemos que es necesario que se habiliten ya medidas como esta para obtener ingresos que no dependan del trabajo.

    Según lo que vamos sabiendo acerca del COVID-19, más crisis como esta son posibles en el medio plazo debido a su vinculación a la destrucción de ecosistemas de los que emergen este tipo de virus, de modo que es especialmente interesante comenzar a desarrollar y ejecutar estrategias de renta básica siendo conscientes de que no se trata ni mucho menos de la solución a todos nuestros problemas, pero también de que la situación de miles de personas, así como la de nuestras fuerzas políticas, es sumamente precaria y que esto sería solo un primer paso, pero que ha de ser firme. Tras él deben darse muchos más en el proceso de desmercantilización de la vida y no es buena idea desmerecer una medida concreta cuya importancia no reside tanto en los beneficios económicos que reporte (ya se ha podido vislumbrar que no serán muchos) sino en las posibilidades que abre en cuanto a liberación de los criterios del capital para estructurar nuestra vida.

    Con todo, en el corto plazo supone que las situaciones de necesidad a las que muchas personas tendrán que enfrentarse sean al menos paliadas, que se cubran por lo menos necesidades básicas como la alimentación o los suministros y que se abra la puerta a un terreno inexplorado en nuestro país que nos da la oportunidad de poner el acento en los derechos ligados a la propia existencia y no a nuestro empleo como fuerza de trabajo. Debemos hacer lo posible para que este sea solo uno de los mimbres que permitan tejer un sistema público de protección o cuidados que garantice a todas las personas unas condiciones de vida adecuadas, algo para lo que es condición indispensable el crecimiento y fortalecimiento de los servicios públicos, que a muy corto deben recuperar de manos del mercado toda una serie de áreas o servicios, ampliar su alcance y profundizar su incidencia allí donde ya existan. Contar con unos servicios públicos que lleguen adonde no se ha llegado antes, que cubran efectivamente las necesidades o contingencias que sufrimos las personas a lo largo de nuestra vida, con especial atención a quienes cuentan con rentas más bajas o situaciones de especial vulnerabilidad y siempre enfocados a corregir esta desigualdad, es, de hecho, más importante que la propia renta básica. De las dos líneas de intervención planteadas, son los servicios públicos los que desmercantilizan determinadas esferas de la vida al ofrecer unos bienes o servicios bajo criterios distintos a los del mercado. Son, de hecho, el pilar público de cualquier transición ecológica justa; son el futuro ecodemocrático operando desde ya.

    El papel central de los servicios públicos es especialmente patente hoy, cuando todas las miradas y los aplausos se dirigen a los profesionales del sistema sanitario público de salud y cuando desde todas partes surgen voces que reclaman más medios y mejores condiciones de trabajo para el personal sanitario. La escala de los retos que tenemos por delante no puede ser asumida en la situación actual, caracterizada por falta de inversión y sufriendo las consecuencias de una mercantilización presente en cada una de las decisiones al respecto. Esto es algo que desde posturas ecosocialistas se ha venido manifestando desde hace tiempo y que la actual crisis sanitaria ha cristalizado en unas pocas semanas. Hoy más que antes podemos entender que existe un sentido común que sostiene que la salud y la vida humana son elementos que deben estar fuera de cualquier intento mercantilizador, que tienen un valor intrínseco y que no pueden estar sujetos a los caprichos del mercado. Es necesario asumir como objetivo la reorientación de los servicios públicos para que satisfagan las necesidades humanas y no las del capital. Este sentido común ha de hacerse extensivo más allá de la salud a otras áreas críticas para las transformaciones que necesitamos en esta coyuntura concreta y también para la transición ecosocial.

    Por último, la reducción de jornada tiene igualmente la virtud de ser reivindicable tanto como modelo del tipo de trabajo que queremos y necesitamos en una sociedad consciente del cambio climático, de su vulnerabilidad y de su ecodependencia, como para el momento actual en el que las tasas de paro alcanzarán niveles insoportables para quienes tenemos el vicio de comer varias veces al día. Esta no es precisamente una idea novedosa, sino que la aspiración de dedicar menos tiempo al trabajo asalariado para poder contar con más tiempo para la vida en general, para disfrutar, para estar con nuestros seres queridos y para cuidar a quienes nos rodean ha estado presente desde bien temprano en las reivindicaciones obreras. Cualquiera que dedique ocho horas diarias al trabajo puede entender que eso no es vida. Especialmente porque esta porción de tiempo encierra solo una parte de todo el trabajo que realmente tenemos que hacer. Al llegar a casa aún resta el trabajo llamado reproductivo, que históricamente ha recaído sobre las mujeres y que sigue quedando pendiente un ajuste de cuentas. ¿Qué tiempo queda entonces para encontrar recovecos en los que no nos deslomemos física o mentalmente? Es necesario repartir el trabajo, dentro y fuera de los hogares. La reducción de jornada no va a enseñar a los hombres a poner lavadoras, pero liberaría el tiempo suficiente como para dejarlos sin excusas en su implicación y en la redistribución de estas tareas. Fuera del hogar, la reducción de jornada supondría igualmente un reparto del trabajo en el angustioso contexto de paro estructural en el que vivimos y que promete agudizarse. Podría resumirse esta idea en un lema como «Trabajar menos para cuidar y trabajar todas y todos».

    Trabajar menos tiene, además, importantes beneficios para el medioambiente y la lucha contra el cambio climático. Según la forma de aplicar este plan, se pueden reducir los desplazamientos entre hogares y centros de trabajo, eliminando así sus emisiones derivadas. Permite también reevaluar para qué o para quién se va a trabajar, si de nuevo para atender a necesidades humanas o las del capital. Y sabemos que son precisamente estas últimas las que nos han traído hasta este punto.

    Un futuro en el que nos adaptemos y evitemos las peores consecuencias del cambio climático tendrá que ser más justo social y económicamente, y esto pasa necesariamente por unos primeros pasos como la renta básica, trabajar menos pero en mejores empleos y servicios públicos realmente diseñados para responder a las necesidades humanas. Esto último supone empezar a comprender como servicios públicos sectores como el de los cuidados, la agricultura, la distribución de alimentos o la limpieza, tradicionalmente minusvalorados.

    Sobre cómo reverdecer

    El impulso estatal a los sectores mencionados serviría ante todo para reforzar algunos de los trabajos que más se han necesitado en esta crisis al mismo tiempo que se redirige el apoyo estatal que tradicionalmente siempre han recibido otros sectores de la economía como la banca o las empresas extractivistas. Del mismo modo en que de forma gradual y colectiva habremos de reorganizar nuestros desplazamientos y muchas de las máximas que rigen nuestros hábitos como sociedad, tenemos que seguir presionando para que se den al mismo tiempo otros avances que, en lugar de perjudicar a quienes se han visto más afectados y quienes están soportando sobre sus hombros las consecuencias de esta crisis, puedan evitar que en el futuro nos encontremos en situaciones similares. En materia de trabajo, y sobre todo para prepararnos para lo que viene, esto tiene que significar no solo una ruptura radical con las condiciones materiales en las que se desarrolla, sino que debe tener un objetivo social muy alejado de la acumulación de capital en las manos de unos pocos a la que responden ahora mismo nuestros empleos. Nuestro trabajo debe estar destinado a reproducir unas condiciones de vida justas y sostenibles para los seres humanos y para el resto de la naturaleza.

    Si reparamos en muchos de los empleos que durante un tiempo más o menos largo han visto detenida su actividad durante esta crisis, es fácil darse cuenta de que de repente muchos de ellos son también los más nocivos en cuanto a la desigualdad y devastación que provocan. Al mismo tiempo, todos los trabajos, asalariados o no, dedicados al mantenimiento de unas condiciones de vida dignas y básicas también son los que implican por necesidad una menor intensidad en la extracción de recursos naturales y una huella ecológica mucho más reducida. Algunos de ellos, como los del sector sanitario o de mantenimiento y limpieza de hospitales, han recibido gran reconocimiento público, como se puede ver diariamente a las ocho de la tarde. Otros no han sido ensalzados de manera tan amplia, pero han sido igualmente recordados y valorados, como puede ser la atención al público en supermercados o la reposición de productos en estos establecimientos, también se verían incluidos en este impulso como parte, por ejemplo, del suministro de alimentación.

    Entre todos estos trabajos que se han mostrado indispensables podemos encontrar, más que diferencias, similitudes. Entre el personal sanitario, de limpieza o de cuidados a personas en situación de mayor vulnerabilidad, encontramos mayoritariamente a mujeres y personas migrantes. Esto mismo ocurre con el personal que trabaja de cara al público en supermercados y, aunque el componente de género no sea tan pronunciado, en los trabajos de reparto, de transporte o de abastecimiento de productos de primera necesidad. Todos estos trabajos esenciales, anteriormente siempre considerados de baja cualificación, se han revelado revestidos de una esencialidad que antes parecía aplastada dentro de la jerarquía de empleos más o menos reconocidos y recompensados dentro del capitalismo, al mismo tiempo que se han demostrado la precariedad y la indefensión al que este los había condenado. Y es que, del mismo modo en que la emergencia del coronavirus ha vuelto a recordar la importancia de estos trabajos para soportar las bases de nuestra sociedad, también se ha desvelado la desprotección y la prescindibilidad contra la que han tenido que luchar las trabajadoras de estos sectores durante años. Sin embargo, tanto para proceder a la transición ecosocial que necesitamos como dentro de la sociedad ecosocialista que defendemos, son estos los trabajos verdes que van a permitir no solo una relación más justa y equilibrada con nuestro entorno sino una organización social más equitativa. Así, y teniendo en cuenta las características comunes antes mencionadas, la idea de una salida colectiva pasa por eliminar las distinciones falsas y criminales que imponen los papeles y la interminable e imposible burocracia que precede la obtención de la nacionalidad. Esta división y criminalización a la que aboca la existencia de personas consideradas «ilegales», que soportan muchas veces los trabajos más básicos en nuestra sociedad, es también un mecanismo capitalista destinado a crear de partida un grupo de personas que opere como el eslabón más precario y explotado, algo que nunca va a poder estar justificado y debe dejar de existir. La regularización y protección de las personas obligadas a migrar por motivos económicos es una cuestión de justicia que no solo no podemos evitar sino que es una parte fundamental de nuestros debates y reivindicaciones.

    Mientras que ciertos trabajos se han mostrado indispensables y no han podido pararse, también existen otros que, si bien han parado total o parcialmente, han logrado relevancia pública en esta crisis, pese a ser ampliamente denostados y estar fuertemente precarizados. Podemos dar como ejemplo los relacionados con la cultura, salvavidas para muchas personas en este confinamiento, o los trabajos en el ámbito educativo. Las personas que se dedican a educar a niñas y niños, calumniadas por una gran parte de la sociedad y cuya valía se pone en entredicho habitualmente, han sido reconocidos como imprescindibles en estos momentos. En cuestión de días se ha pasado de dudar de la utilidad y calidad de las enseñanzas impartidas en colegios e institutos al surgimiento de debates en torno a si un parón de tres meses en la enseñanza presencial supone un lastre vital en el futuro de niñas y niños. Además, aquí encontramos una vez más los estragos causados por años de desmantelamiento sistemático para beneficio de la escuela privada. La falta de recursos y planes para la docencia virtual, así como el desconcierto reinante en lo que respecta a las evaluaciones de miles de estudiantes hace notar de forma significativa que la escuela pública no pasa por su mejor momento, y mientras hemos podido ver cómo durante las últimas décadas se daban cada vez más facilidades a la escuela privada o concertada. Nuevamente, la existencia de un modelo educativo que discrimina en función de la situación socioeconómica no resulta tolerable para nadie que tenga por horizonte una sociedad igualitaria.

    Este renovado ―o recién estrenado, según el caso― reconocimiento debe ser canalizado como impulso transformador que se marque el objetivo de alcanzar un nuevo orden social. Estos trabajos que solo ahora se consideran imprescindibles, pese a haberlo sido siempre, coinciden con muchos de los menos valorados por el capitalismo. Debemos subvertir la jerarquía capitalista de valoración de los puestos trabajo y construir una nueva sociedad en torno a trabajos y tareas ahora despreciadas. En cuanto a los trabajos reproductivos o de cuidados, habitualmente tan denostados que ni siquiera ocupan un puesto en esta jerarquía por ser trabajos no asalariados e increíblemente feminizados, por fin están siendo puestos en valor después de años y años de reivindicaciones. De esta forma, y al igual que los efectos de la emergencia del coronavirus nos han hecho llevarnos las manos a la cabeza y replantearnos el valor real de trabajos que parecían destinados a quiénes no estuviesen «cualificados», también podemos ver cómo un parón a nivel mundial de ciertos sectores de la economía supone en cierto modo una separación de estas actividades de lo verdaderamente imprescindible y básico a nivel social.

    De hecho, ¿por qué no se piensa en estos trabajos como los verdaderos «trabajados verdes»? En los discursos capitalistas de lucha contra el cambio climático, los «trabajos verdes» son, en su mayoría, especialmente técnicos o forman parte de sectores tradicionalmente masculinizados. Sí, necesitaremos ingenieros e ingenieras. Sí, necesitaremos a trabajadores y trabajadoras mecánicos y profesionales de la construcción. Sin embargo, y como está demostrando la emergencia que vivimos actualmente, todos estos trabajos han de ser soportados por una base social fuerte y robusta que ha de permanecer y resistir ante las crisis y los acontecimientos extremos que seguro afrontaremos. La pervivencia de esa base social no es posible sin todo el trabajo reproductivo invisibilizado y su importancia y carácter indispensable debe estar reconocido y recompensado de manera acorde a ello. Probablemente sean esas tareas las que se hallen en el centro de cualquier definición de «trabajo verde».

    Pero la lucha no debe quedarse solo en otorgar al trabajo reproductivo un papel central. Los esfuerzos deben ir dirigidos también a la transformación de determinados sectores que tendrán que seguir existiendo y siendo relevantes en el futuro. Son sectores productivos que, guiados por la lógica del beneficio económico y la acumulación, ahora mismo están provocando la aniquilación del medioambiente y aumentando la intensidad del cambio climático, y que deben adquirir un cariz «meramente» reproductivo, de forma que la fuerza que los impulse no sea la acumulación sino el sostenimiento equilibrado de la vida. El sector alimentario, por ejemplo, debe dejar de ser víctima de la especulación, y los criterios que lo guíen deben pasar de ser mercantiles a ser aquellos que garanticen el acceso de toda la población a una alimentación sana y equilibrada que, a su vez, minimice el impacto sobre los ecosistemas y otros seres vivos. Esto no quiere decir que se deba volver a una agricultura de subsistencia, sino que deben reorganizarse sus recursos de forma más justa para todos los seres vivos del planeta. De hecho, y como respuesta ante la problemática derivada del cambio climático o porque se entienda que todo el mundo ha de poder comer de forma suficiente sea cual sea su nivel socioeconómico, es también necesario incluir el sector alimentario entre aquellos que habrían de convertirse en un servicio público. Aunque ahora nos resulte difícil de recordar, pocas semanas antes de la pandemia España se encontraba inmersa en unas movilizaciones agrarias como consecuencia de un mercado monopolizado por las grandes distribuidoras y en las que trabajadores del campo y asociaciones patronales exigían la satisfacción de sus respectivos intereses. Dar una justa respuesta a este problema requiere reconocer que existen intereses contrapuestos entre los distintos agentes e intervenir el mercado convirtiendo a las administraciones públicas en las principales distribuidores de esos alimentos, de forma que se asegure que se paga un precio adecuado por la cosecha y que su compra resulta accesible para todo el mundo. Esta accesibilidad podría hacerse efectiva utilizando comedores públicos, como pueden ser los de los colegios, por ejemplo, operados directamente por la administración pública o por asociaciones vecinales u otro tipo de organización popular. La crisis actual nos deja este caso como uno de los mejores ejemplos de una red de servicios ya existente que demuestra ser inoperante mientras es regida por el mercado, ya que los comedores escolares que han cerrado sus contratas podrían y deberían haberse abierto al público con necesidades alimentarias y no se ha hecho. No pretendemos hacer pasar por trivial la ingente tarea de transformar el sector de la alimentación, que ya no sería únicamente distributivo sino que contaría con una finalidad social y de salud fundamental, pero a nadie se le debe escapar que es una cadena que falla en todos sus puntos: la cosecha en peligro por falta de suficientes trabajadores inmigrantes susceptibles de ser explotados; animales que siguen siendo sacrificados pese a la inexistencia de un mercado que los compre, y además en mataderos en los que los trabajadores carecen de las más elementales medidas de protección y presentan tasas de infección por COVID-19 superiores a las del personal sanitario; personas en riesgo de exclusión social que deben aceptar las migajas ultraprocesadas que la Comunidad de Madrid en connivencia con cadenas de comida rápida. Es obvio que hay gran cantidad de cambios que podrían y deberían llevarse a cabo, y que solo redundarían en beneficio de muchos y perjuicio de muy pocos.

    En el caso del transporte es algo que ya se venía percibiendo como la tendencia en la que se ubicaban ciertas medidas por todo el planeta. Cada vez gana más aceptación la idea de que el mundo no puede moverse para siempre en transporte privado y que es necesario cambiar la forma de movernos en las ciudades, en los territorios nacionales y a nivel internacional si queremos conservar un planeta sobre el que movernos. Por este motivo, no es momento de liberalizaciones como la que la Unión Europea fuerza a ejecutar en el servicio ferroviario, sino de devolver este a la función pública, así como de desarrollar nuevas redes de transporte colectivo fundadas en criterios ajenos al beneficio económico.

    Junto a alimentación o transportes, la atención a la dependencia es otra área crítica cuyo peso no puede hacer más que aumentar con el envejecimiento de la población. Nuevamente, durante las últimas semanas habremos visto decenas de titulares refiriendo los numerosísimos casos de infecciones y fallecimientos en las residencias de mayores, la gran mayoría de ellas privadas y que apenas han tomado medidas de protección de sus residentes. Casos como estos o los que aparecen recurrentemente citando situaciones de desatención en determinadas instituciones son muestra de que un servicio como este no debería ni acercarse a las lógicas del beneficio económico. Por otro lado, cualquiera que haya tenido que pasar por la experiencia de ingresar a un familiar en una residencia puede reconocer el enorme desembolso económico que supone, en el caso de que sea posible siquiera planteárselo. No parece descabellado, por estos motivos, reconocer que la atención mejoraría si este se convirtiera en servicio público, con residencias públicas, personal con buenas condiciones y costes cubiertos por el estado.

    Por último, el carácter básico de la vivienda y de sus suministros de energía y agua como vertebradores de la estabilidad de una familia ha debido quedar claro durante la última década de movilizaciones reclamando un derecho a la vivienda digna. Vivimos en un país en el que los lugares en los que habitamos y desarrollamos nuestra vida han sido objeto de especulación a niveles insoportables y cuyos precios de compra o alquiler alcanzan niveles que obligan a un enorme número de personas a destinar la mitad o más de su salario a pagar su propio techo; lo que es más acuciante para un escenario de transición justa: con un porcentaje de vivienda pública realmente insignificante. En general, además, estamos ante un parque de vivienda profundamente envejecido e ineficiente energéticamente, algo lógico si después de pagar la hipoteca o el alquiler no queda dinero y si las inversiones públicas brillan por su ausencia. Por estos motivos, considerar la vivienda un servicio o bien público debería implicar no solo el aumento del número de viviendas controladas democráticamente, sino la rehabilitación de un buen número de inmuebles para dotarlos de condiciones de habitabilidad y eficiencia energética adecuadas al momento y a las posibles coyunturas climáticas extremas que se pudieran experimentar, sin que esto suponga un incremento de su precio de acceso, sino todo lo contrario. El estado ha de actuar como agente ordenador y desplazar a los especuladores y grandes propietarios privados de vivienda, utilizando herramientas que deben convertirse en fundamentales de un proceso ecodemocrático como es la expropiación, y ajustando los precios de la vivienda y los suministros atendiendo a criterios de corrección de la desigualdad y sostenibilidad.

    Todos estos sectores han adquirido una relevancia durante la crisis del coronavirus que realmente ya tenían pero que se había visto desplazada por otros cuya desaparición temporal ha sido irrelevante o incluso beneficiosa. La sociedad que queremos los refuerza para que el futuro no solo sea imaginable sino también tangible.

    Los auténticos trabajos verdes son aquellos que empujen a la sociedad a un futuro que respete y cuide la vida de las personas y del resto de seres vivos, y cuyo principal objetivo sea el sostenimiento de esa sociedad. Esta categoría engloba tanto a aquellos de preservación del medio ambiente como los de sectores como los cuidados, la sanidad, la educación o la rehabilitación de viviendas, entre otros, de los que hemos venido hablando. Debemos luchar por conseguir que estos trabajos sean impulsados y revalorizados por las medidas que se tomen para hacer frente a la crisis provocada por el coronavirus, y debemos luchar por su control democrático en el proceso de transformación económica hacia un sistema sostenible.

    Se ha de entender el cambio climático como un multiplicador de desigualdades. Afecta más a aquellas personas que, ya sea por su género, raza o clase ya sufren algún modo de discriminación y opresión y sencillamente agudiza esas desigualdades. Esto se reproduce a cualquier escala a la que se mire. A nivel global, los países más desfavorecidos sufren más las consecuencias del cambio climático, y si bajamos por ejemplo a un nivel local observaremos también que van a ser las personas más desfavorecidas ―las que perciban menos ingresos, las que vivan en casas peor aisladas― las que sufran peores consecuencias. A los grupos que están en primera línea de los impactos de la crisis climática debido a estas complejidades socioeconómicas se los conoce en inglés como frontline communities. Con este término se denomina, por ejemplo, tanto a los habitantes de las tierras bajas de Bangladesh como a los de un barrio deprimido de Chicago o los agricultores de Marruecos.

    Ya sabíamos que, aunque no de igual forma, el cambio climático estaba destinado a impactar a todos, ricos y pobres, países imperialistas del norte global e imperializados del sur. Esto está siendo así también en el caso del coronavirus, y es que aunque parecía que en los centros imperialistas todavía no habían desembarcado las peores consecuencias de la crisis climática mientras que en el sur global ya llevan años y años viviendo en una situación de emergencia, sufriendo terribles sequías, huracanes o inundaciones ―lo que ha conllevado, además, un importante nivel de organización y lucha política―, de esta no hemos podido librarnos. En esta crisis, las frontline communities se han ampliado. Las consecuencias de la destrucción sobre la que habíamos construido el desarrollo de nuestras sociedades han llamado a nuestra puerta y pueden ahora notarse en nuestras ciudades y centros económicos, que durante tanto tiempo han parecido intocables. De momento parece que el coronavirus está causando mayores estragos en países del norte global que en los del sur, y esperemos que estos últimos no tengan que sufrir mayores azotes de esta pandemia sobre sus territorios. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, las dinámicas del capital por supuesto se mantienen. Dentro de los países que están llevando a cabo medidas de confinamiento, las personas más afectadas por ellas son precisamente las personas que se ven más afectadas por el cambio climático. No es lo mismo pasar el confinamiento en una habitación de piso compartido que hacerlo en un chalé con jardín. Tampoco es igual enfrentarse a esta crisis teniendo un trabajo de oficina que puede realizarse en casa sin problema que un trabajo que te exige estar día a día en la obra. E incluso para ese empleo que permite el teletrabajo, no es igual tener un contrato fijo que ser falsa autónoma a la hora de hacer frente a la parte más puramente económica de la crisis. Estas diferencias van más allá de la comodidad o el ámbito laboral, ya que pueden afectar también a la incidencia de la enfermedad. ¿Qué medidas de aislamiento de una persona enferma pueden llevarse a cabo en una familia de cuatro personas que viven en un piso de dos habitaciones y un único baño? El impulso a los sectores mencionados previamente es una necesidad imperiosa para proteger a las frontline communities tanto del cambio climático como de la pandemia.

    Coda climática

    En el contexto actual, con un alto número de fallecidos diarios, encerrados en casa y superados por la incertidumbre de qué pudiera suceder (médica y socialmente) en los próximos meses, puede parecer prematuro e incluso frívolo estar ya pensando en el futuro, y en la siguiente crisis, que también es la anterior, que la misma son. Sin embargo, los puntos de unión entre nuestra situación actual y la crisis climática son múltiples, como muchas  y muchos han puesto de manifiesto, y las soluciones a una y otra están, como mínimo, emparentadas.

    No vamos a abundar más en cómo el coronavirus ha expuesto crudamente las formas en que el capitalismo destruye la vida, incluyendo la nuestra, pues ya lo han hecho otros. Hasta ahora éramos (el humano occidental) el único ser vivo más o menos a salvo del capitalismo, y ya no lo somos. Hemos pasado de fase, y esta es la primera de las consecuencias. Ahora las consecuencias del capitalismo pueden matar a los capitalistas.

    Sí puede ser interesante reseñar algunas similitudes y diferencias entre ambas crisis. Algo a lo que está acostumbrado cualquiera que trate con las consecuencias políticas del cambio climático, y a las posibles formas de paliarlo, es a la comparación con el agujero de la capa de ozono. Esta crisis, que surgió en los años ochenta y tenía como origen la producción y uso de gases CFCs, se cerró con el protocolo de Montreal, en el que casi todos los países del mundo acordaron dejar de usar CFCs. Esto ha llevado en alguna ocasión a proclamar, inocentemente, que el cambio climático podría atajarse por la misma vía, la del pacto internacional vinculante. Aparte de que esa vía no ha sido realmente puesta en práctica aún (el acuerdo de París no es vinculante), hay algunas diferencias importantes: el agujero de la capa de ozono no tenía consecuencias trágicas a corto plazo y, sobre todo, la sustitución de los CFCs por productos equivalentes pero menos dañinos para el ozono no era económicamente onerosa ni suponía un cambio fundamental en la economía mundial. No hubo una pérdida de trabajos ni de beneficios empresariales. Se parecía más a cambiar la gasolina con plomo por la sin que al cambio climático. Una solución política fácil, un cambio técnico trivial, y éxito.[1]

    El cambio climático es harina de otro costal: para detenerlo, y por todas las razones expuestas, hay que acabar con el capitalismo. No hay soluciones técnicas fáciles, no hay acuerdos políticos sencillos. Incluso ralentizarlo hasta un punto en que la mayoría seamos capaces de adaptarnos a él supondrá, con toda seguridad, cambiar el sistema socioeconómico en una medida tal que es improbable que pueda ser reconocido como el mismo. La tecnología jugará un papel en la revolución contra el cambio climático, como lo ha hecho en todas las revoluciones anteriores, pero en ningún caso la desatará, «solamente» ayudará a afianzar las condiciones socieconómicas y socionaturales que caractericen esta revolución. Pero quien esté fiando su supervivencia a un milagro técnico bien podría estar intentando orientar su día a día según los dictados de los posos del café o sus decisiones económicas según los textos neoclásicos.

    Por eso nos parece importante hacer hincapié en la diferencia entre la crisis del coronavirus y el cambio climático. En última instancia, la crisis pandémica no se resolverá hasta que se encuentre una vacuna. Es en lo que estamos confiando todos, ciudadanos y gobiernos. Podemos hacer promesas (podríamos, no ha sido el caso) de disminuir la presión sobre los ecosistemas, la cantidad de ganado criado para consumo humano, los mercados de animales vivos al aire libre. Y eso podría librarnos de la próxima pandemia mundial. Pero para esta, para recuperar algo parecido a la Vida de Antes, estamos confiando en una vacuna que nos inmunice frente a este virus como otras lo hacen frente a la gripe. Cualquier otra solución (encierros esporádicos, cancelación sine die de todo tipo de reunión más o menos multitudinaria) está contemplada como temporal y claramente indeseable. Estamos, pues, en manos de la técnica. El acuerdo en esto es, al menos superficialmente, transversal a todas las ideologías. Aun así, no es que falten dudas respecto a la universalidad de esta solución.

    A lo largo de la crisis del COVID-19, y tras el shock inicial de ver que esto iba en serio, se establecieron en los medios y en el discurso mayoritario una serie de consensos, sucesivos y superpuestos, acerca de qué caracterizaba una buena respuesta a la pandemia. Estos listones que había que superar tenían un par de cosas en común: que los expertos en cada tema lo tenían mucho menos claro que la mayoría de comentaristas, y que ofrecían métricas relativamente directas y sencillas, comprensibles y abarcables, para poder evaluar la situación y la reacción de las autoridades. Algunos ítems en esta lista serían la calidad y severidad del encierro, primero; la extensión del uso de mascarillas y guantes entre la población, después, y la cantidad de tests de detección temprana del virus (en la primera fase de la epidemia) y de tests serológicos para identificar personas potencialmente inmunes, al final. Un país o comunidad autónoma que hiciera muchos tests estaría teniendo una respuesta ejemplar y la salida de la crisis estaría más cerca; alguien detectado en un supermercado sin mascarilla indicaría, con toda seguridad, un fallo en las defensas sociales. Y, sin embargo, todo esto solo puede funcionar durante un tiempo. Al final de este camino, tras todas esas metas volantes, tiene que haber algo que nos permita volver a funcionar de forma normal. Hemos decidido que ese algo debe ser una vacuna, y está bien que así sea. Es una solución (teóricamente) universalizable y que sabemos utilizar. Sin embargo, no es una solución definitiva: las causas de la aparición y expansión del virus no han sido abordadas, y no parece que vayan a serlo. Hacerlo supondría estar dispuestos a afrontar cambios de mucho más calado que el que supone usar mascarillas en nuestras interacciones diarias. Supondría poner, y no solo de boquilla, la vida por delante del beneficio: reducir el comercio internacional y la explotación de animales y ecosistemas, más allá de la (necesaria) prohibición de los mercados de animales vivos. Supondría, desde luego, que nadie podría proponer, como se ha hecho durante esta crisis, el aislamiento de ancianos durante meses como solución que permitiera volver al trabajo al resto de la población. Supondría, en cualquier caso, mostrar más ambición de la que la tribu de los ingenieritos y gestores cobardes ha mostrado jamás, y mucha más imaginación.

    Para empezar, para llegar a poder aplicar la vacuna (de aquí a dieciocho meses, parece ser la cifra mágica), es necesario que siga existiendo una población a la que inmunizar, así como un estado con capacidad e intención de llevar a cabo la inmunización. Para que eso ocurra son necesarias todas o muchas de las herramientas expuestas anteriormente, y probablemente algunas que tendremos que inventar por el camino: rentas básicas y servicios públicos gratuitos, ambos universales; trabajadores bien pagados… Es decir, un cambio social que requerirá de nuevos acuerdos políticos, en particular si queremos que la inevitable crisis que seguirá a esta pandemia no la paguen los de siempre. Porque este es otro punto importante: como en el caso del cambio climático, la tecnología (sea una vacuna o un paso masivo a energías renovables o nucleares) sí puede llegar a ser una solución, pero solo para unos pocos.

    Hechas estas salvedades, vale la pena comparar cómo será el corto y el largo plazo de las dos grandes crisis actuales. El cuadro de abajo puede servirnos para intentar entender las similitudes entre una y otra.

    En el caso de la pandemia, tenemos un objetivo muy claro en el corto plazo: evitar todo el sufrimiento humano posible. Evitar que enferme gente y, cuando lo hagan, tener los recursos necesarios para atenderles y salvar todas las vidas posibles. Esta fase ha conllevado la movilización de ingentes recursos públicos (económicos y humanos) para transformar plantas enteras de hospital de su uso habitual a la atención de enfermos de COVID-19, adquirir material de protección y de testeo, contratar personal sanitario, etcétera. Con todas las precauciones necesarias, esta fase, al menos en España, está ahora terminando, o al menos ha pasado su máxima intensidad. Ha sido una fase en la que se ha aceptado que las decisiones fueran, principalmente, técnicas[2], y se ha interpretado que, al menos dentro de cada estado, los intereses de todo el mundo eran los mismos.

    Las decisiones tomadas en esta primera fase tendrán consecuencias en el futuro, claro. Quizá la primera disputa importante haya sido la de la suspensión de la actividad económica durante quince días (y su reanudación, atendiendo a criterios de mantenimiento del beneficio empresarial por encima de los de salud pública). La exploración de instrumentos como el ingreso mínimo vital, ya mencionado anteriormente, ha sido otra, cuya resolución está en el aire. Ahora mismo, la pelea está en ver cuándo y de qué forma saldremos (literalmente) de esta. ¿Cómo cambiarán las ciudades y nuestras vidas? ¿Podrá salir todo el mundo? ¿Tendrá que seguir encerrada la población de riesgo? ¿Se permitirá salir solo a quien vaya a trabajar? ¿Tendremos trabajo al que ir? ¿Qué haremos, o qué nos harán, cuando haya un previsible segundo brote en unos meses? No hay respuestas obvias a ninguna de estas preguntas. Esto es desasosegante, claro, pero peor sería la certeza de que la salida va a ser en los peores términos posibles. Tenemos que pelear para que nadie pierda su trabajo, y que quien no lo tenga o ya lo haya perdido disponga de recursos para vivir independientemente del mismo. Que la salida no se haga a costa de arrumbar a un lado a personas mayores y enfermos crónicos para poder mantener la actividad económica, y que cuando volvamos a tener que encerrarnos, aunque sea más brevemente, lo hagamos sin miedo a no poder pagar el alquiler a mitad del encierro.

    La crisis climática, como ya hemos dicho, funciona en otras escalas de tiempo y urgencia. El corto plazo para cualquier plan no es hoy, no es esta tarde, pero sí los próximos meses y años. Y el largo es, para bien y para mal, lo que nos queda de vida. Pero empecemos por el corto: nuestra misión inmediata, si elegimos aceptarla (y, si has llegado hasta aquí, algo de intención debes de tener), es mitigar en lo posible la crisis climática y adaptarnos de la forma más justa posible a los cambios que no podamos evitar. Consideramos que esto solo será posible con un programa de transición ecosocial radical y ambicioso. Un plan que movilice todos los recursos públicos (estatales y populares) existentes, a todos los niveles administrativos y sociales, para garantizar que la vida de la mayoría mejora, y solo los responsables de la crisis pagan. Un plan que saque del mercado todo lo que sea imprescindible para la vida humana: vivienda, alimento, sanidad, educación, cuidados a lo largo de toda la existencia, a la vez que garantiza la continuidad del resto de formas de vida. Un plan que nos ponga en posición de dar un salto adelante a un nuevo equilibrio con la biosfera. Esta sería, en última instancia, nuestra utopía: una sociedad en la que la búsqueda de beneficio económico haya sido abandonada, dejando hueco para echar la tarde en el parque.

    El lector atento habrá notado que muchas de las cosas que consideramos objetivos a corto plazo de una transición ecosocial se parecen mucho a los objetivos a largo plazo en la crisis del coronavirus. Efectivamente, el cuadro anterior bien podría representarse de la siguiente forma:

    Esta concepción lineal del tiempo es suficiente para plantear las tareas de los próximos meses y años: la solución de la crisis del coronavirus debe ser justa y reforzar los mecanismos de sostenimiento de la vida. Debe empezar a reparar la brecha social que décadas de neoliberalismo y lustros de austeridad han provocado entre ricos y pobres. La magnitud de la respuesta va a ser mayor que cualquier cosa vista antes. Tenemos que empujar para que vaya en la dirección correcta, la de la gente, y no la de salvar a aseguradoras médicas, bancos y empresas automovilísticas. Pero, una vez puesta en marcha esa respuesta, hay que trabajar en pos de la reparación de la brecha metabólica. El tipo de políticas que ayudan al mantenimiento del tejido social son, generalmente, bajas en emisiones, de forma que la transformación de puestos de trabajo de actividades contaminantes a otras que no lo sean, avanzaría en la necesaria reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Está claro que esto no es suficiente: será necesario un cambio en las formas de movilidad, en la producción y consumo de energía, en los viajes, en la alimentación, en el trabajo.

    En esta tarea, sin embargo, contaremos con la ventaja de que ya se habrá demostrado la posibilidad de hacer frente a una catástrofe global mediante la movilización de recursos y personas. Los potenciales efectos del cambio climático son órdenes de magnitud mayores que los del coronavirus, pero la forma de hacerle frente no tiene por qué ser tan traumática como lo ha sido esta. Y, sobre todo, el resultado final, si nos decidimos a llevar nuestra lucha hasta sus últimas consecuencias, no será simplemente la vuelta a una normalidad que no valía ya para la mayoría. Será una vida que de verdad valga la pena para todas y todos. Hoy es un día tan bueno como cualquier otro para empezar a trabajar en esta dirección.

    [1] El consenso respecto a la supresión de los CFCs es tal que, cuando en 2019 se detectó un ligero aumento de su uso, se pudo trazar en pocos días a una fábrica concreta situada en China, que fue inmediatamente clausurada por el gobierno chino.

    [2] Dicho sea esto con todas las prevenciones necesarias: la situación de la sanidad pública (mucho peor que hace quince años) es fruto de decisiones políticas; el cierre o no de territorios en cada momento, y la consideración de unos intereses (los de la salud pública) por encima de otros (derechos fundamentales, etc.). Sí que ha habido una asunción por parte de la mayoría de personas y fuerzas políticas de que todas las administraciones tenían como objetivo salvar la mayor cantidad de vidas posibles.

    La ilustración que acompaña a este texto ha sido realizada por Adara Sánchez.

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  • Dosier Wolfgang Harich

    Dosier Wolfgang Harich

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    Podemos empezar esta presentación violentando analíticamente los conceptos de socialismo y ecologismo para oponerlos de la siguiente manera: el ecologismo plantea que existen unos límites físicos absolutos al crecimiento de las sociedades humanas; el socialismo plantea que estos límites no se pueden conocer de antemano de forma absoluta y que, en cualquier caso, interactúan de formas complejas con límites históricos, sociales, coyunturales. Aceptada esta división, hasta cierto punto artificial, Wolfgang Harich sería uno de los mayores y mejores representantes de cierto giro ecológico en la tradición socialista. Ya solo por eso merecería la pena leerle y no tendríamos más que decir; ya estaría justificado este modesto dosier sobre él y su obra. Sin embargo, no nos resistiremos a resaltar algunos aspectos de su trayectoria que lo hacen, creemos, especialmente relevante hoy en día.

    Harich fue siempre un pensador liminal, en tensión constante y a menudo precaria entre la fidelidad a un proyecto político y la lucha por superar sus limitaciones, algunas veces gigantescas, de hecho, en el caso que nos ocupa fueron en última instancia fatales. En este sentido se parece mucho a otros nombres que aparecen a lo largo de este dosier: György Lukács, Ernst Bloch, Bertolt Brecht, Manuel Sacristán. Puede que haya algo en los pensadores liminales que genere una atracción casi irresistible entre ellos. Con ellos, y otros, compartió Harich su dedicación a un marxismo emancipador, a una tradición comunista que tratase de evitar los abismos de la impotencia y la petrificación. Aunque en esta introducción pasaremos por encima de este problema, central en su vida, en los textos recopilados se puede apreciar rápidamente esa dimensión de Harich.

    El motivo fundamental para que desde Contra el diluvio publiquemos este dosier, como decíamos, es el de la relación entre socialismo y ecologismo. Harich convierte en problema inmediato algo que para el socialismo clásico había sido un problema a futuro, un punto límite más o menos teórico. Citado en el texto de Manuel Sacristán, nos dice: «A partir de ahora el proceso de acumulación de capital choca con el límite último, absoluto, detrás del cual están ya al acecho los demonios de la aniquilación de la vida, de la autoaniquilación de toda vida humana». A partir de ahora. Esto ya no es una consideración teórica, un apartado menor, es un problema urgente que requiere una revisión urgente de nuestros presupuestos. Quizás a Harich se le pudiese achacar cierta anticipación excesiva, otros dirían un sentido común demasiado anticipado a su tiempo. Hoy, en 2020, es evidente que sus preocupaciones son ya las nuestras en todos los sentidos.

    El recorrido que hace Harich por la tradición marxista es exhaustivo y no queda prácticamente cuestión a la que no le dé la vuelta en su misión de conceptualizar un comunismo homeostático, de la escasez, quizás hoy podríamos llamarle un comunismo del antropoceno. Las tensiones entre abundancia, libertad, escasez, autoritarismo; el papel del estado como regulador más o menos eterno del metabolismo humano-natural, radicalmente en contra de la veta libertaria nunca abandonada del marxismo clásico; la igualación por abajo del nivel de vida de la humanidad, con el límite teórico de los «valores de uso anticomunistas», esto es, aquellos no universalizables; el problema todavía no resuelto, como cualquiera de los demás, de la desigualdad internacional y los problemas para la cooperación mundial ante la amenaza de una crisis ecológica que por fuerza será mundial. Es una lista larga que no termina aquí, una mina conceptual de la que hoy podemos y debemos hacer uso.

    La lucha de Harich por hacer de este problema, el ecológico, un problema central en los países del socialismo no alcanzó los objetivos que él mismo se propuso. Las cuestiones ecológicas vistas por Harich siempre se mantuvieron supeditadas a la supervivencia política de esos países y a su competencia con el conglomerado capitalista. En última instancia la supuesta Nueva Arca socialista naufragó por completo. ¿Qué queda de su legado? Se podría, de forma provocadora, barruntar sobre el posible papel de China como Nueva Arca para la humanidad. Así lo hace Àngel Ferrero en la elocuente introducción biográfica y teórica que también reproducimos aquí. Como mínimo, nos atrevemos a decir, nos queda el legado de recuperar su papel como un clásico por derecho propio, en el sentido de ser un autor al que cada lectura en momentos históricos diferentes dará claves diferentes, siempre relevantes. Hoy, insistimos, no son solo relevantes sino también urgentes.

    * * *

    Este Dosier Wolfgang Harich incluye, primeramente, la mencionada biografía del autor escrita por Àngel Ferrero con motivo del vigésimo aniversario de la muerte del pensador alemán. A Àngel Ferrero también le agradecemos la traducción de la entrevista realizada a Harich por el diario alemán Der Spiegel en 1979, cuando ya había salido de la RDA, y la carta abierta que le remite Carl Amery en la que establece una comparación entre las posiciones del propio Harich y las de Rudolf Bahro. Finalmente, incluimos en el dosier el prólogo de Manuel Sacristán a la traducción de ¿Comunismo sin crecimiento?, en la que analiza igualmente las particularidades del pensamiento ecologista de Wolfgang Harich, desarrolladas en dicho libro.

    Todas las ilustraciones de este dosier, salvo la que acompaña a esta entrada, son obra de la artista suiza Emma Kunz (1892-1963), que dibujaba a lápiz y, decía, ayudada de los espíritus.

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  • Prólogo a ‘¿Comunismo sin crecimiento?’ – Manuel Sacristán

    Prólogo a ‘¿Comunismo sin crecimiento?’ – Manuel Sacristán

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    Por Manuel Sacristán.

    Este texto fue publicado originalmente como prólogo al libro de Wolfgang Harich, ¿Comunismo sin crecimiento? Babeuf y el Club de Roma, Barcelona, Materiales, 1978.

     

    Esta es la tercera traducción de Wolfgang Harich al castellano. Las anteriores, aunque informan acerca del principal motivo del pensamiento del autor durante estos últimos años, son escritos cortos de poco desarrollo; «Europa, el comunismo español actual y la revolución ecológico-social», entrevista por Rolf Uesseler para Materiales, apareció en el n.º 6 de esta revista (noviembre-diciembre de 1977); «La mujer en el Apocalipsis. Nota sobre feminismo y ecología», en el n.º 8 de Materiales (marzo-abril de 1978). Ambos escritos, junto con otros, se dan en «Apéndice» al volumen ¿Comunismo sin crecimiento?, el cual contiene, pues, todo el Harich castellanizado hasta ahora. Lo primero que habría que traducir ahora de él, después de este urgente ¿Comunismo sin crecimiento? ―que, por lo demás, ha tardado lo suyo en salir― es su último trabajo grande de crítica literaria, Jean-Pauls Revolutionsdichtung. Versuch einer neuen Deutung seiner heroischen Romane [La obra de Jean-Paul sobre la revolución. Ensayo de interpretación nueva de sus novelas heroicas] (Berlín [RDA] y Reinbek bei Hamburg [RFA], 1974). Este libro erudito y elegante es un fruto maduro de la germanística de influencia lukácsiana; sin ningún ánimo impertinente hay que decir que el estudio de Harich tiene toda la solidez cultural de Lukács con una acribia filológica particular y sin las simplificaciones filosóficas y las rudezas de método que el ambiente impuso o inspiró al maestro húngaro.

    La dedicación a J. P. F. Richter ―que es herencia de familia, pues el padre de Wolfgang Harich fue un apreciado biógrafo de Jean Paul― había producido ya antes un texto de menos importancia filológica, pero también interesante desde los puntos de vista crítico y filosófico: Jean Pauls Kritik des philosophischen Egoismus [La crítica del egoísmo filosófico por Jean Paul] (Frankfurt am Main, 1968). De las publicaciones aparecidas entre los dos trabajos mencionados sobre Jean Paul tiene particular interés para el lector del presente volumen Zur Kritik der revolutionären Ungeduld, libro del que hay traducción italiana: Crítica dell’ impazienza rivoluzionaria (Milano, 1972).[1] Leer en paralelismo ese texto y el presente ¿Comunismo sin crecimiento? es un ejercicio esclarecedor de las presentes dificultades del marxismo (de las dificultades reales, no de las quisicosas de los literatos y filósofos, de acuerdo con la oportuna distinción de Paramio y Reverte en el n.º 24 de El Viejo Topo). En la Crítica de la impaciencia revolucionaria Harich entiende por comunismo, al modo tradicional marxista, un libertarismo de la abundancia; en ¿Comunismo sin crecimiento? construye el comunismo como un igualitarismo de la escasez, luego de abandonar, por consideraciones ecológicas, aquella noción clásica. Pero de esto en su lugar.

    El Harich mínimo o imprescindible se podría completar con las siguientes menciones: en 1955 nuestro autor publicó en Sinn und Form, la principal revista literaria de la República Democrática Alemana, el ensayo «Uber die Empfindung des Schönen» [«Sobre el sentimiento de lo hermoso»], que tiene, entre otros, el interés de documentar ya en esa fecha la libertad de economicismo o sociologismo de Harich. Por último, como a menudo ocurre, la tesis doctoral de nuestro autor contiene en germen más de lo que se tiende a esperar de un objeto burocrático. Apareció en Berlín (RDA) en 1952 y versa sobre Ein Kantmotiv im philosophischen Denken Herders [Un motivo kantiano en el pensamiento filosófico de Herder].

    Wolfgang Harich nació en Kónigsberg en 1923. (No viene a cuento, pero todo filósofo debe protestar, cada vez que se acuerda de ello, de que hoy la ciudad de Kant se llame Kaliningrado y no sea alemana. Cumplo con esa obligación). En 1940 era estudiante de filosofía y germanística en Berlín, donde oyó a Nicolai Hartmann y Eduard Spranger. Harich ha contado que él fue quien sugirió a Lukács la lectura de Hartmann que es visible en la Estética. El indiscreto, pero informado, Fritz Raddatz, que en otro tiempo compartió intereses y empeños con Harich, antes de convertirse en Elsa Maxwell de la emigración alemana oriental, ha negado que Harich tuviera nada que ver con la resistencia alemana al nazismo. Pero, por otra parte, el mismo Raddatz alude a los intentos de deserción de Harich durante la guerra mundial (los cuales implicaban un considerable riesgo de fusilamiento) y la circunstancia de que el nombre de nuestro autor figuraba en la lista de antifascistas que llevaba, al entrar en Berlín con el Ejército Rojo, la dirección del Partido Comunista de Alemania. En cualquier caso, Harich era muy activo en las Juventudes Comunistas y en el partido ya el mismo año en que acabó la guerra, 1945. Entre esa fecha y el final de sus estudios en 1948 publicó críticas teatrales y literarias. En 1948 es docente en la Universidad Humboldt de Berlín. Sus primeros artículos filosóficos son de 1950 y su doctorado, de 1951.

    Los trabajos filosóficos de Harich aparecieron en la Deutsche Zeitschrift für Philosophie, cuyo jefe de redacción era desde 1950. La revista tenía una redacción pequeña, pero memorable: los filósofos Ernst Bloch (discípulo del cual se consideraba a Harich) y Arthur Baumgarten, Karl Schröter, uno de los lógicos alemanes más dotados del siglo (es el Schröter autor de Ein allgemeiner Kalkülbegriff) y Harich. Este fue cobrando una influencia político-cultural creciente y desproporcionada con su poder administrativo. Durante mucho tiempo, como es sabido (aunque a menudo se olvide), el gobierno soviético intentó evitar que la división de Alemania se hiciera definitiva, pero fracasó ante la enérgica voluntad norteamericana de asegurarse una frontera muy beneficiosa económica, militar, política y propagandísticamente para el bando capitalista en la guerra fría incipiente o en desarrollo. La percepción del fracaso determinó en la potencia ocupante ―con la influencia, también, de las grandes dificultades de la reconstrucción en el Este― un endurecimiento que repercutió directamente en el modo de gobierno de la Alemania oriental. En el ambiente opresivo y empobrecedor de la vida intelectual alemana, los escritos filosóficos y literarios de Harich, su actividad docente, su estilo intelectual de filósofo prusiano bien puesto en su tradición ―enriquecida con los injertos de Bloch y Lukács―, incluso sus salidas e impertinencias mundanas (Raddatz cotillea que el filósofo se declaró a la actriz Hannelore Schroth con la notable fórmula «Vivo solo para Stalin y para ti») y, sobre todo, el coraje de su crítica política y social, mucho más natural para él ―al fin y al cabo joven y militante comunista― que para sus maduros amigos y colegas, alguno de ellos —Schröter— siempre sin partido, fueron haciendo de Harich un punto de referencia de la oposición al creciente autoritarismo del régimen. Eso puede sorprender al lector español que solo conozca los textos de Harich publicados hasta ahora en castellano, con su enérgico rechazo del «eurocomunismo» y su profesión de fe en la Unión Soviética, considerada Nueva Arca que ha de salvarnos del diluvio industrial destructor de la naturaleza. Pero así fue. Uno de los ecos más serios y valerosos que tuvo el levantamiento del 17 de junio de 1953 en Berlín Este fue el artículo crítico que publicó Harich, menos de un mes después, el 14 de julio, en la Berliner Zeitung.

    La situación se prolonga y complica hasta el XX Congreso el PCUS y la insurrección húngara de aquel año. Y entones hace crisis. El intento de renovación del estado y del partido, indeciso entre la autocrítica y el paternalismo y tan oportunista como el mismo estalinismo ―no fue menos fallido en la RDA que en la Unión Soviética, sino acaso más―. Por entonces empezó en Berlín una escaramuza filosófica detrás de la cual se percibía bien la batalla política. La cosa empezó con una ofensiva de los profesores de filosofía más próximos al gobierno contra la tendencia, característica de Bloch y Lukács, a alimentar el pensamiento marxista con una permanente reasimilación de filosofía clásica, en particular de Hegel. El último Stalin ―esto es, la política cultural zdanovista― había roto con la muy hegeliana tradición del Lenin maduro ―el de los Cuadernos filosóficos―, pronunciando una condena explícita de Hegel e insistiendo en la vaciedad ―heredada del peor Lenin filosofante, el de Materialismo y empiriocriticismo― de que la historia de la filosofía se reduce a la «lucha entre el materialismo y el idealismo».

    Harich interviene en defensa de la línea histórico-filosófica de Bloch y Lukács en el célebre n.º 5 de la Deutsche Zeitschrift für Philosophie, número secuestrado por el gobierno. El arranque de su intervención es la posición de política cultural comunista que probablemente era lo único que los tres hombres tenían sin reparos en común: «En la actualidad nos esforzamos por volver a dar un semblante a la figura de Hegel, partiendo de Marx y de Lenin, y por limpiarla de los falsos juicios sectarios de la era estalinista». El sentido de ese esfuerzo está heredado del Bloch de Subjekt-Objekt y del Lukács de toda la vida. «Solo nosotros ―escribe Harich―, los marxistas, podemos arrancar la gran tradición del pueblo alemán a la ideología de la burguesía imperialista». El contexto inicial de la discusión, situada entre la historia de las ideas y la pugna política, parece empujar a Harich a proclamar su propio «legado»: «Nuestra formación ideológica ha sido particularmente influida por el camarada György Lukács. Bertolt Brecht ha estado hasta su muerte próximo a nuestro grupo, en el cual veía las fuerzas sanas del partido».

    Stefano Zecchi (Ernst Bloch: utopía y esperanza en el comunismo, Barcelona, Península, 1978, trad. cast. de José Francisco Ivars) cree poder afirmar que la intervención de Harich en el n.º 5 de la Deutsche Zeitschrift für Philosophie rechaza la interpretación de la historia de la filosofía como lucha entre idealismo y materialismo. Por lo menos, eso está verosímilmente implicado en el artículo. En cualquier caso, este rebasa el marco de la polémica filosófica y se sitúa en el «gran proceso de clarificación que tiene lugar en la Unión Soviética después de la muerte de Stalin y que se acrecienta con el XX Congreso en un nuevo periodo de florecimiento de la vida cultural soviética».

    Harich usa entonces léxico togliattiano, hasta el punto de proponer una «vía alemana al socialismo» hecha de una lista de reformas del régimen: reforma de la producción para corregir el pesadismo, reducción del abanico salarial (con una enérgica crítica de los privilegios de los intelectuales y los funcionarios), introducción de incentivos materiales y de consejos de fábrica, reconocimiento de la subsistente necesidad de un sector privado en la producción, instauración de las libertades civiles (en particular la de pensamiento), abandono de la hostilidad a las iglesias, cambio del sistema de gobierno en un sentido democratizador; y el punctum saltans: autonomía internacional, aunque sin abandonar la alianza socialista. «La Unión Soviética ―se lee en el documento― es el primer estado socialista del mundo, a pesar del estalinismo. Pero el socialismo soviético no puede pretender ser el modelo de todos los demás países, cuando es ya discutible en la misma Unión Soviética. En el estadio actual obstaculiza el ulterior desarrollo socialista de la Unión Soviética».

    El 29 de noviembre de 1956 la Policía Estatal de Seguridad detiene a Wolfgang Harich. Se le juzga bajo la acusación de «formación de un grupo conspirativo enemigo del estado», se le condena a diez años de presidio y se le expulsa del partido (entonces ya SED, Partido Socialista Unificado de Alemania). A los ocho años de encarcelamiento sale en libertad por indulto (1964). Desde 1965 Harich trabaja para la editorial de la Academia de las Ciencias. No ha vuelto a la Universidad. Padece una seria enfermedad cardiaca, que es la principal causa de la accidentada forma de entrevista que tiene este ¿Comunismo sin crecimiento?

    * * *

    En el repaso de las obras de Harich salta a la vista el apasionado forcejeo del autor con las contradicciones que la evolución de su pensamiento le obliga a trabajar. La más llamativa de las cuales (aunque quizá no la más profunda) se refiere a su actitud respecto del «socialismo real» de los países de la Europa Central y Oriental. Entre el documento de 1956, que le valió la cárcel, y la actual posición de Harich hay un abismo que él se dedica, además, a realzar provocativamente. Es verdad que también intenta rellenarlo con argumentación. El lector de ¿Comunismo sin crecimiento? podría creer que Harich ha cambiado de opinión sobre los países de la Europa del Este a causa de la descubierta urgencia del punto de vista ecológico-social, pues el autor le dice: «Características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica». Desde ¿Comunismo sin crecimiento? repite Harich esa argumentación. Así, por ejemplo, en una de sus publicaciones en Materiales: «Mi creencia en la superioridad del modelo soviético de socialismo se ha hecho inquebrantable desde que he aprendido a no considerarlo ya desde el punto de vista de la ―por otra parte absoluta― competencia económica entre el Este y el Oeste, sino a juzgarlo, ante todo, según las posibilidades que ofrece su estructura para sobreponerse a la crisis ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta, para salvación de la humanidad».

    Pero esas palabras pueden resultar más racionalización que razonamiento. Para que fueran convincentes habría que estar seguros de que la reserva ecológica soviética ―la «nueva Arca de Noé» en que piensa Harich― es efecto de una estructura social y no consecuencia imprevista y transitoria de su mal funcionamiento (malo desde el punto de vista de un designio no diverso en esto del capitalista). No se ve por qué los Volksfiatovich fabricados en Togliattigrado han de contaminar menos o ser más comunistas que los Fiat hechos en Turín o los Volkswagen de Wolfsburgo. Mientras eso no se demuestre, hay derecho a seguir pensando que el Asno del Apocalipsis es igual de siniestro si se llama «Seat» que si se llama «Trabant» y que el quinto jinete que lo cabalga es un pobre hombre tan alienado en un caso como en otro.

    No es solo que falte la imprescindible prueba aludida. Ocurre, además, que Harich había cambiado de opinión antes de llegar a su presente pensamiento ecológico-social. En la Crítica de la impaciencia revolucionaria había escrito esta reflexión, impresionante en la pluma del presidiario de 1956: «¿No nos preguntaremos […] qué dirección habrían tomado las “instituciones transitorias” húngaras de 1956, luego de haber aprobado, como lo hicieron, el terrorismo blanco, de no intervenir el Ejército Rojo? ¿Qué fuerzas de clase se habrían impuesto en semejante parlamento húngaro? Hay que ser fanáticos irrealistas para hacerse ilusiones a ese respecto». No es posible explicarse esa actitud de Harich (en el supuesto de que no satisfaga la que él mismo da) apelando a una caída en el dogmatismo. Harich no me parece nada dogmático, ni ahora ni antes, pese a la contraria opinión de Raddatz. El gusto de Harich por la provocación, hasta por la mera boutade, puede confundir al que se tome en serio tal o cual retórica proclamación de los rimbombantes filosofemas de la escolástica materialista-dialéctica. Pero su modo de razonar, lógicamente pulcro y sensatamente empírico, está libre no solo de dogmatismo, sino también de la especulación metafísica más o menos imaginativa que es la hemofilia roja, la enfermedad hereditaria de las mejores familias marxistas. El estilo discursivo de Harich revela un claro buen sentido científico. Un elegante ejemplo de esa cualidad es su refutación de los poblacionistas marxistas, que se creen obligados ―por herederos del ataque de Marx a Malthus― a seguir tolerando la llegada anual del ángel exterminador sobre los niños de muchos países neocolonizados. «Si digo que la limitación social [de la población en una sociedad] ―observa Harich― no es la limitación natural (y eso es lo que, en cuanto al sentido, han dicho Marx y Engels contra Malthus), no puedo esperar lógicamente que con la abolición de la limitación social [por el socialismo] caiga también eo ipso la limitación natural. Si lo espero así, es que yo también identifico ambas limitaciones».

    Más vale, pues, no buscar la explicación de la afirmación por Harich de la superioridad del modelo soviético en un dogmatismo que en realidad no profesa. En algunas ocasiones da la impresión de que no haya tal convicción, sino que fingirla sea para Harich una especie de argucia «esópica» tendente a influir en su gobierno y en el soviético. A veces, en efecto, parece estar siguiendo la conducta de los astutos padres que elogian en cualquier caso a sus hijos, con razón o sin ella, para reforzar en ellos conductas afines con ideales paternos. «Mi hijo estudia mucho, es muy sensato, no transnocha, etcétera». Un padre así parece Harich cuando intenta convencernos ―¿a nosotros?― de que el Partido Socialista Unificado de Alemania no desea una competición productivista con el capitalismo. «¿Cómo, si no, se habría impuesto a sí mismo y, por lo tanto, a todos los órganos directores de nuestra economía, la obligación —tal como figura en el nuevo programa aprobado en 1976 en el IX Congreso, lo que constituye un elemento pionero en la historia de la totalidad de los programas de partido que hasta ahora se ha dado el movimiento proletario revolucionario internacional— de utilizar los recursos naturales solo desde la plena conciencia de la responsabilidad respecto de las generaciones futuras?». No es malicia suponer que esas palabras se dirigen más a la dirección de la SED que a los jóvenes socialistas que eran formalmente sus destinatarios en 1977.

    Otras veces entra la sospecha de que, más que admiración por el modelo ruso, Harich sienta desprecio por la laxitud intelectual de autores y políticos que propugnan una utopía reformista inconfesada o inconsciente, o por la nebulosa ideológica de los creyentes en perspectivas insurrecionales ochocentistas en Europa. En la Crítica de la impaciencia revolucionaria, por ejemplo, Harich expone (págs. 70 y ss. de la edición italiana) una crítica del carácter ilusorio de lo que allí llama «el anarquismo prematuro». La crítica es objetiva, pero al final Harich le añade un poco de ironía despectiva: «La aceptación de la violencia revolucionaria, predominante en el movimiento anarquista, demuestra que sus seguidores no son, en realidad, tan nobles como para renunciar a medios innobles en la lucha por fines nobles. Lo que pasa es que son tan impacientes y, además, tan románticos que solo les gusta la violencia de la aventura fugaz, del atentado, de los dos o tres días de batalla en las barricadas, con fotogénicos vendajes en las cabezas abolladas. Pero puestos ante la prosaica tarea de construir al servicio de la revolución un mecanismo preciso de represión sistemática y la de mantenerlo en funcionamiento, mientras la correlación de fuerzas entre las clases haga de la actitud de los adversarios internos un peligro real, su entusiasmo se apaga como hoguera de pajas. Eso es todo».

    El intento de condicionar a su propio gobierno y el desprecio aristocrático del democratismo plebeyo o populista de bastantes antiestalinismos (motivaciones ambas tal vez demasiado ingenuas) son explicaciones parciales del optimismo de Harich respecto de la situación y las perspectivas de los poderes de la Europa Central y Oriental. Por otra parte, nuestro autor se quita de vez en cuando la careta provocadora, renuncia a salidas agresivas y resulta más cauto y convincente cuando habla de las disputas entre los partidos procedentes de la Tercera Internacional. En la entrevista con Vesseler, Harich ha dejado caer la siguiente franqueza (cursiva mía): «Está bien, no quiero andarme con rodeos en ninguna de sus preguntas […], la crítica de Carrillo a la Unión Soviética pasa completamente por alto las más urgentes tareas de su propio partido y los presentes problemas de la clase obrera española. Por otra parte, también desearía, como es natural, que los comunistas soviéticos comprendieran que estarían en condiciones de responder a esas críticas con menor irritación, mayor serenidad y más segura salvaguarda de su destino y de su crédito si no se callaran pudorosamente determinadas circunstancias —por lo demás sobradamente conocidas— y se decidieran a aplicar la metodología marxista al análisis crítico de su propia historia de partido».

    * * *

    Desde hace unos cinco años son muy visibles corrientes de pensamiento comunista marxista que coinciden en una revisión del modo o la medida en que los clásicos del marxismo toman como simples datos ciertas características de la civilización capitalista, en particular el crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas materiales, la ricardiana «producción por la producción» en la que Marx vio en algún momento la dinámica básica de la libertad. Esas corrientes, que difieren bastante entre ellas en cuanto a sus métodos y estilos intelectuales y se cruzan con nuevas reflexiones económicas, incluyen, por ejemplo, un trabajo de crítica detallada, particular, protagonizada por científicos y técnicos, que estudia los efectos de determinados procesos de producción (o incluso de investigación aplicada o pura) en el marco de un análisis de clase y de una lucha propagandística explícita contra el imperialismo; a este patrón responden, por ejemplo, los escritores de la parte marxista de la revista norteamericana Science for the People, aunque no todos. Pero también hay que contar aquí con la «escuela de Budapest», la cual trabaja filosóficamente en la definición de un sistema de valores comunitarios, en la identificación de un sistema de «necesidades radicales» (Ágnes Heller) que se contrapone al sistema de necesidades propio del capitalismo y difundido por los persuasores ocultos al servicio de la valorización; esta corriente, de forma mentis más especulativa, supone en última instancia una humanidad esencial, una «esencia humana» contrapuesta a la impropia existencia capitalista. De ahí que el audaz trabajo de György Márkus que, agarrando el toro por los cuernos, se proponía definir dicha «esencia humana», sea el texto fundamental de esa corriente.

    Y también Harich cuenta entre esas corrientes. Él se caracteriza por poner en el centro de una revisión marxista revolucionaria el problema ecológico, el problema de la relación hombre-naturaleza: «nada hay más conforme a la época ―dice Harich en su entrevista al Extra-Dients (1977)― que este lema de Rousseau: ¡Vuelta a la naturaleza! Aunque hay que puntualizar que Rousseau no fue un romántico pasadista, sino un eminente pensador revolucionario, por lo que, en realidad, ese lema suyo debería transformarse, para permanecer fiel a su sentido, así: ¡Adelante a la naturaleza!». Harich piensa que las fuerzas productivas materiales han alcanzado un estadio de desarrollo que ya no se puede rebasar sin consecuencias destructivas irreparables, de modo que «a partir de ahora el proceso de acumulación de capital choca con el límite último, absoluto, detrás del cual están ya al acecho los demonios de la aniquilación de la vida, de la autoaniquilación de toda vida humana».

    En este punto interviene el análisis marxista para evitar una caída en el error en el que lamentablemente está incurriendo, empujada por el ambiente filosófico-literario de «crisis del marxismo» y, sobre todo, por tan evidente sumisión de los estados y partidos sedicentemente socialistas o comunistas a la lógica de la «producción por la producción», una parte del movimiento ecologista. Todavía en el último número de Mazingira (n.º 5, 1978) Paul Thibaud presenta la problemática ecológica francesa como cosa independiente de la opción entre capitalismo y socialismo. Y, entre nosotros, Juan Capdevila, cuya interpelación al poder (Carta abierta al presidente del gobierno, ministros, diputados…, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1977) es tan encomiable cuanto oportuna, digna del apoyo de toda persona que no sea ciega para con la situación de la relación de la sociedad española con la naturaleza, opina simplistamente que «para el hombre esclavizado por el ritmo de la máquina poco importa que la plusvalía de su trabajo vaya íntegramente al estado o parte al estado y parte al bolsillo del capitalista» y cree que se puede salir de nuestro infierno megalopolitano «fomentando las pequeñas empresas familiares», como si no fuera precisamente la dinámica del mundo de las pequeñas empresas privadas lo que llevó de modo clásico al gran capital, a la producción irreparablemente depredadora.

    Harich no pasa eso por alto, naturalmente, y advierte que sin destrucción del capitalismo no tiene sentido ni siquiera la austeridad más estricta, ya que «la limitación del consumo en condiciones capitalistas favorecería la expansión de la producción, y eso es precisamente lo que se trata de impedir». La tesis de Harich según la cual la revolución comunista (no ya socialista) está a la orden del día en los países industrializados se basa en dos argumentos complementarios: uno económico, que es el recién apuntado e implica el análisis marxista de la reproducción ampliada y de las crisis cíclicas; y otro ecológico, que es la consideración de que no existe ninguna posibilidad ecológicamente admisible de expansionar el producto en los países adelantados, porque «la nueva tecnología no basta», por causa del consumo energético que supone en cualquier caso, en particular si se recurre a un reciclaje a gran escala. Puesto que ni la nueva tecnología conservadora basta, «hay que complementarla con otras soluciones: la limitación del consumo y la limitación de la población, cosas ambas […] que, como el mismo reciclaje, se pueden realizar del modo más fácil y más humano en una sociedad socialista, más propiamente comunista, que es la única que permite combinar las medidas necesarias [por ejemplo, el racionamiento] con el principio de igualdad».

    Pero esos argumentos no bastarían para construir de un modo coherente la tesis de Harich si este no diera un paso imprescindible: la redefinición de la noción de comunismo, a la que nuestro autor procede sin vacilar. El siguiente paso de ¿Comunismo sin crecimiento? presenta una síntesis de la reflexión de Harich: «Considero posible el paso inmediato al comunismo en el estadio ya alcanzado del desarrollo de las fuerzas productivas; y, a la vista de la crisis ecológica, el paso al comunismo me parece urgentemente necesario. Pero ya no creo que vaya a existir nunca una sociedad comunista que viva en sobreabundancia, una sociedad comunista que viva de una plenitud material como era aquella a la que los marxistas hemos aspirado hasta ahora. En este punto nos tenemos que corregir».

    La corrección del comunismo de la abundancia por un comunismo sin crecimiento, homeostático (en equilibrio), acarrea una rectificación de gran transcendencia: obliga a cambiar la nota esencial del concepto, desplazando el acento del libertarismo al igualitarismo. En el mismo lugar en que por primera vez invoca a Babeuf, el comunismo ascético autoritario, Harich dice: «Comunismo significa distribución justa, realizada consecuentemente, radicalmente». Y aplica el concepto con su acostumbrada coherencia radical: en un momento de la entrevista Harich dice que «el automóvil de propiedad privada es […] un medio de consumo antisocial y, en cualquier caso, anticomunista». Duve, que es un señor del partido socialdemócrata ―el de las leyes de emergencia, el decreto contra los radicales y el negocio nuclear― se da entonces el gustazo de representar la ortodoxia marxista: «¿Consumo anticomunista?». Harich no se deja desviar por la pequeña provocación y prosigue la construcción de su concepto de comunismo utilizando una especie de «imperativo categórico» ecológico-igualitario, interesante desde el punto de vista metodológico: «Llamo anticomunista a un valor de uso que en ninguna circunstancia social, cualquiera que esta fuera, podría ser consumido por todos los miembros de la sociedad sin excepción». Nuestro autor no evita siquiera la formulación más áspera de sus conclusiones. En el mensaje de 1977 a los jóvenes socialistas de la RFA escribe: «La igualdad comunista para todos solo se podrá conseguir mediante una igualación por abajo».

    El lector de la entrevista a Rolf Uesseler para Materiales se entera, quizá con alguna sorpresa, de que los españoles estamos particularmente maduros para el comunismo, de que estamos más cerca que otros de la «revolución ecológico-social». Harich, que escribe eso conociendo datos sobre contaminación de las grandes ciudades españolas que los españoles ignoran a menudo y recordando los muertos de Erandio, piensa que «en España coinciden los sufrimientos y los horrores —apenas superados todavía— de casi cuarenta años de opresión fascista con los efectos de un proceso de industrialización a toda máquina desarrollado de un modo extraordinariamente rápido en la última década, un proceso de consecuencias sociales y ecológicas mucho más catastróficas que en cualquiera otra parte de Europa. A la luz de todo ello creo que puede afirmarse no solo que España está sobradamente madura para la realización inmediata del comunismo, sino también que, sobre la base de sus condiciones internas, está precisamente llamada a convertirse en detonante de esa revolución en toda Europa Occidental». No deben de ser muchos los españoles dispuestos a creerse eso. Pero, aparte de agradecer a Harich su incitante versión del Spain is different, podemos recoger del contexto español de nuestro autor algunas precisiones o insistencias útiles para perfilar su concepto de comunismo: «Para el comunismo en el que yo pienso no faltan en absoluto los presupuestos materiales en España. No estoy pensando en un comunismo de la abundancia, sino en uno que excluya el ulterior crecimiento demográfico y económico, un comunismo de racionamiento de los bienes de uso que, con una radical nivelación de las diferencias de renta existentes, garantice la igualitaria satisfacción de las necesidades elementales de todos los miembros de la sociedad y sintonice armónicamente con el mantenimiento y el robustecimiento de nuestra base natural actualmente amenazada de muerte: la biosfera».

    No es posible dejar de reseñar otros dos elementos muy importantes de la reflexión y el programa de nuestro autor: la ausencia en su pensamiento de metafísica especulativa tradicional (pese a ocasionales truenos retóricos hegelianos) y su autoritarismo. El primero se puede ejemplificar comparando el tratamiento del concepto de necesidad por Ágnes Heller con el que le da Harich. Por un lado, una apasionante búsqueda de lo humanamente radical, con la esencia humana como horizonte. Por el lado de Harich, una positiva clasificación de las necesidades en necesidades satisfactibles y necesidades que hay que yugular (sin pretender saber sin son más o menos esenciales que otras) por sus consecuencias empíricamente registrables: Harich subdivide el segundo grupo en cinco subgrupos: a) necesidades cuya satisfacción es hostil a la naturaleza; b) necesidades cuya satisfacción es hostil a la vida social; c) necesidades cuya satisfacción es antisocialista; d) necesidades cuya satisfacción es anticomunista; e) combinaciones y transiciones de y entre a) y d). En el «examen diferenciado» que Harich propone de todas las necesidades «se tratará de distinguir selectivamente entre necesidades que hay que mantener, que cultivar como herencia cultural o hasta que habrá que despertar o intensificar, y otras necesidades de las que habrá que desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante medidas represivas rigurosas, como, por ejemplo, la paralización de ramas enteras de la producción, acompañada por tratamientos en masa de desintoxicación ejecutados según la ley». En este punto, el realismo de Harich desemboca en el otro rasgo destacado de su programa ecológico-comunista: el autoritarismo.

    El paso al autoritarismo en la noción de comunismo fue, naturalmente, una dificultad central para el mismo Harich. Este punto de su rectificación del concepto de comunismo muestra la contradicción más llamativa en que se encuentra Harich con su obra anterior. Sin embargo, a veces el autoritarismo de Harich se presenta tan provocativamente que incita a pensar que sus raíces se hundan en una vieja tierra que no es el nuevo terreno de los problemas ecológicos. Cuando, por ejemplo, dice: «A mí el pluralismo, la reivindicación de más libertad, etcétera, no me dice, evidentemente, nada, al contrario», Harich me recuerda inevitablemente el mundo cultural del que viene la insania zarista, la ferocidad reaccionaria antiliberal de las últimas revelaciones del profeta Solzhenitsyn, que han movido a protestar incluso a escritores yanquis moderados, como Schlesinger. Pero hay que sobreponerse a esa tentación de celtíbero libertario, porque el problema material (no solo el moral) no es un invento, está planteado realmente y no se puede reducir a disposiciones culturales de Harich. Cualesquiera que estas sean, está fuera de duda que todo comunista que vea en el problema ecológico el dato hoy básico del problema de la revolución (como es el caso de Harich) se ve obligado a revisar la noción de comunismo. Y una de las revisiones que se ofrecían más inmediatamente consiste, desde luego, en prescindir del elemento libertario y compensar la pérdida acentuando el igualitario. Esta es la solución adoptada por Harich, las estaciones de cuya reflexión se pueden describir resumidamente como sigue.

    Todavía en la Crítica de la impaciencia revolucionaria, cuatro años antes de ¿Comunismo sin crecimiento?, Harich trabaja, como queda dicho, con la noción de comunismo tradicional entre los marxistas. El capítulo segundo de aquel ensayo se titula, precisamente «La abolición del poder, objeto final también del marxismo» (se sobreentiende, no solo del anarquismo). Harich hace allí un poco de filología marxiana y concluye escribiendo que desde 1847, esto es, desde Misére de la Philosophie, «la doctrina marxista del estado ha considerado todo poder político, toda autoridad, como producto de las diferencias de clase y deduce de ello que en la sociedad sin clases del futuro, en la sociedad comunista, el estado resultará ser una institución superflua y se extinguirá». Luego, además, Harich subraya que Lenin ha substituido la idea histórico-social de «extinción del estado» por la idea política de su abolición. Comprueba, finalmente, que la literatura política estalinista no llegó a modificar ese punto y concluye así: «Ni siquiera, pues, el fenómeno histórico del estalinismo, con su terror, cambia el hecho de que los revolucionarios marxistas, como los anarquistas, quieren la desaparición del dominio y la sumisión, quieren la anarquía; que unos y otros tienen ese objeto. Y ni los unos ni los otros se convierten por ello en propagadores del caos».

    Esa noción tradicional marxista de comunismo con la que opera Harich en la Crítica es la de un comunismo de la abundancia. Así, por ejemplo, censura a Bakunin porque «la visión de una sociedad en la que cada cual toma lo que necesita superaba su capacidad de comprensión». Consiguientemente, Harich prefería, de entre los autores anarquistas, otros dotados de esa comprensión. Así elogiaba «el anarcocomunismo representado por Elisée Réclus, Piotr Kropotkin, Errico Malatesta, Jean Grave, Johann Most y otros. Este ha comprendido el vínculo insuprimible entre la ausencia de autoridad y la satisfacción de las necesidades humanas». Pues bien: si el vínculo entre la ausencia de autoridad y la satisfacción de las necesidades humanas es insuprimible ―lo que quiere decir que mientras la producción y la distribución del producto sean problemáticas tiene que haber estado―, lo primero que se le ocurre a uno, visto que, por el imperativo ecológico, las necesidades se tienen que clasificar de nuevo para satisfacer unas y yugular otras, es que lo que se va a extinguir es la perspectiva de extinción del poder político. Harich lo entiende así y desde 1975 construye un comunismo autoritario, su «comunismo homeostático» de la escasez, que implica una ruptura definitiva con el anarquismo (al menos con el tradicional).

    No se puede negar peso a las razones de Harich. Pero, antes de terminar recomendando calurosamente la lectura de todos sus escritos, vale la pena oponerle algunas otras ―nada resolutorias, por lo demás― que también pesan algo.

    Por de pronto, es difícil evitar la impresión de que Harich procede con alguna prisa, con una prisa que no vacila en pasar por alto observaciones críticas tan viejas y elementales como las de Russell o el anarquismo a propósito de la realidad soviética. En el mensaje de 1977 a los jóvenes socialistas, por ejemplo, luego del valiente paso, ya recordado, en el que declara que no hay más remedio que propugnar el igualitarismo comunista «por abajo», aboliendo, por ejemplo, el automóvil privado, Harich escribe la siguiente utopía inverosímil, acrítica en el plano psicológico y curiosamente ciega respecto de la dialéctica entre el poder político y el poder económico: «Y como resultado secundario de ese proceso, se solucionarán por sí mismos los problemas de la deformación burocrática y el carrerismo, de la misma manera que el grano se separa de la paja. Pues un aparato comunista en el que desde el punto de vista material no valga ya la pena ascender quedará reservado a quienes estén consagrados exclusivamente al servicio altruista, desinteresado y pleno a la buena causa, a la comunidad, a la patria, a la clase obrera internacional». ¿Ejerce aquí Harich una ironía infernal, huésped de abismos que jamás barruntara Jean Paul, o de verdad no sabe que el siervo de los siervos de Dios es un amo de Padre y muy Señor mío? El lector podría enfadarse si Harich dijera a menudo cosas como esta, también de ¿Comunismo sin crecimiento?: «Un día, con objeto de conseguir una dispersión más homogénea de la población ―cosa que sería muy recomendable ecológicamente―, un gobierno comunista mundial tendrá de todos modos que ejecutar acciones de traslado a escala global». Muchos pensamos que eso es así, efectivamente. Pero esperamos que no sea un gobierno el que realice esas redistribuciones, y que no las ejecute, para no recordar demasiado, a los que entonces vivan, las odiseas de los indios americanos, los convoyes a Treblinka o las desventuras de los tártaros de Crimea. (Sin discusión se concede a Harich que añada: o las migraciones de los campesinos europeos bajo el capitalismo. Pero, precisamente: eso no sería réplica, sino añadido).

    Luego, también, habría que notar un punto todavía obscuro en la reconstrucción del concepto de comunismo por nuestro autor. En la concepción de los clásicos la relación entre la producción y distribución del producto y, en particular, del excedente (con la laxa manera de decir «producción y distribución» se evita una discusión antropológica que aquí sería engorrosa e innecesaria), por un lado, y el poder político, por otro, está mediada por la constitución de las clases sociales. Estas parecen condición necesaria de la instauración del poder político, del estado. Entonces, el comunismo homeostático y con estado de Harich, ¿es clasista? Para contestar que no, Harich tendría probablemente que restringir mucho el concepto de clase social, encerrándolo en el marco de las relaciones jurídicas de propiedad. Esa salida tiene sus precedentes, incluso en el «marxismo ortodoxo», pero parece poco afín a la acertada actitud de Harich respecto a la empiria.

    ¿Por qué parece tan seguro Harich de que no se puede buscar nuevas perspectivas por el lado de un democratismo directo radical, tal vez con represión democrático-despótica (pero no jacobina ni bolchevique, sino rousseauniana, o babuvista, por hablar con Harich) en áreas definidas desde abajo por las pequeñas comunidades (demografía, parasitismo, medioambiente, violencia, opresión interpersonal)? Partiendo de supuestos filosóficos muy diferentes, pero en substancia de los mismos problemas y de motivaciones comunistas parecidas, Ágnes Heller, por ejemplo, intenta algo así con su concepción de una articulación democrática en un programa de contracultura, comunidades interpersonales nuevas y democracia de productores (autogestión), sin abandono de las instancias representativas, o indirectas. ¿Por qué no se interesa Harich en absoluto por esa búsqueda que obsesiona a tantos comunistas marxistas? Es de temer que por un pesimismo profundo acerca de la posibilidad de que la evolución de la política internacional ―lo que en los buenos tiempos se llamaba «lucha de clases a escala mundial»― permita a esas investigaciones arraigar en la realidad social. Tal vez al hablar de Nueva Arca de Noé a propósito de la Unión Soviética Harich no esté pensando solo en el oxígeno. Pero, pues nuestro autor no ha sido explícito al respecto, será forzoso no seguir tejiendo una red de sospechas acaso inconsistente.

     

    MANUEL SACRISTÁN (1925-1985) fue un filósofo y militante comunista, probablemente el marxista más relevante del país. Estudió derecho y filosofía en la Universidad de Barcelona y lógica matemática y filosofía de la ciencia en Alemania. La precariedad económica le obligó a tener que dedicar buena parte de sus esfuerzos intelectuales a traducir y prologar a otros autores, lo que a su vez hizo que introdujese y colocase en primer plano en España a pensadores como Gramsci, Lukács o E. P. Thompson. Militó durante mucho tiempo en el PSUC, donde ocupó cargos de dirección. Su interés por nuevos problemas políticos como el feminismo y el ecologismo le llevaron a finales de los años setenta a fundar la revista mientras tanto junto a Giulia Adinolfi y a formar parte del Comité Antinuclear de Catalunya.

    [1] Hay traducción al castellano de Antoni Domènech: Crítica de la impaciencia revolucionaria, Barcelona, Crítica, 1988. (N. de Contra el diluvio).

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  • El comunismo de Bahro es oposición

    El comunismo de Bahro es oposición

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    Por Carl Amery.

    Este texto fue publicado originalmente el 26 de junio de 1978 en Der Spiegel con el título «Bahros Kommunismus ist Opposition».

     

    Para el escritor germano-occidental Carl Amery, el crítico del régimen germano-oriental Rudolf Bahro es el único futurólogo a considerar seriamente en la RDA junto con el filósofo Wolfgang Harich. En una carta abierta a Harich, que aparecerá en Solidarität mit Rudolf Bahro [Solidaridad con Rudolf Bahro] junto con otras contribuciones de destacados personajes de izquierdas a finales de junio en la editorial rororo, Amery analiza las diferencias entre ambos pensadores.

     

    Estimado señor Harich:

    Es inevitable que me dirija a usted para hablar de Rudolf Bahro. No tema ninguna llamada ni apelación a la solidaridad. No se trata de destinos personales, tampoco del suyo, y no se trata, a priori y estrictamente, de su posición (o su silencio) sobre el destino de aquel. Se trata simplemente del hecho de que su libro del año 1975, ¿Comunismo sin crecimiento?, y el de Bahro, La alternativa, de 1977, son los únicos intentos coherentes, que operan lógicamente, y por ello a considerar seriamente, en la RDA, de ocuparse de la ecología, esto es, del problema de un futuro que todavía sea habitable…

    La vitalidad innegable que emana del movimiento ecologista, su tremendo efecto fructífero, que ejerce sobre las categorías políticas y sociales existentes, todo ello nos permite permanecer dispuestos a la conversación más allá de nuestras diferencias y por encima de muros (como espero).

    Nos obliga, sin embargo, al debate, y a hablar sobre el libro de Bahro La alternativa… que cae en la categoría de la ecología política. En otras palabras, considera seriamente los postulados que usted plantea en su ¿Comunismo sin crecimiento?, en concreto el de sustituir la actual ciencia dirigente, la economía política, por otra nueva, la ecología política.

    Esto no lo dice sin embargo Bahro en ninguna parte, e intuyo que tampoco es consciente de ello… Dice lo siguiente:

    Si el desarrollo se mantiene en las próximas décadas, la población de la humanidad, en las actuales extrapolaciones, llegará a entre diez y quince mil millones de personas. Si persiguen los máximos de consumo y emisión de los países más desarrollados, las futuras generaciones habrán de ocuparse de preparar el oxígeno para la atmósfera, el agua para los ríos y el frío para los polos […] bajo la creencia tecnocrática y cientista de que el progreso de la ciencia y la técnica, en sus vías realizadas, resolverá los problemas de la humanidad, descansa una de las ilusiones presentes más enemigas de la vida. La llamada revolución científico-técnica, que todavía hoy se promueve en esta peligrosa perspectiva, debe ser reprogramada para una revuelta social. La idea del progreso debe ser radicalmente reinterpretada a como lo hemos hecho hasta la fecha.

    «Debe ser reinterpretada», una forma pasiva. Nada dice del sujeto de la frase, no responde a la pregunta: ¿quién interpreta, quién reprograma? Para usted, señor Harich, no existe ninguna duda: es el partido, y además el partido tal y como es en esencia en los países del socialismo «realmente existente», sin embargo en alianza con la ciencia. Ahora bien, Bahro se ha pronunciado sobre qué tipo de partido desea, seguramente el mismo que usted: una liga de comunistas, que ve, en el aquí y ahora del socialismo realmente existente, claramente como oposición, como palanca e instrumento de crítica y de cambio, y contra los gobernantes.

    Su posición en este punto es muy diferente, ya lo era en cualquier caso en 1975. Usted pronostica una época de comunismo de redistribución basado en el racionamiento, en el que no se puede prever un fin a su carácter coercitivo, menos aún su extinción. Porque en un mundo de escasez no puede haber libertad; tampoco lo que Marx y Engels llamaron un «pleno desarrollo de las fuerzas productivas». De donde llega es de la igualdad. Usted lo dice claramente:

    El sentido de la historia mundial, si acaso tiene alguno, descansa en la realización progresiva del principio de igualdad de todos los hombres. Este principio constituye todos los valores morales que deben subyacer a un orden racional de las relaciones entre las personas. Los órdenes sociales que se oponen a él viven una dinámica interna ―a largo plazo siempre explosiva― que los hace inestables y, de ese modo, frustran la condición homeostática, a la que humanidad debe llegar so pena de su extinción.

    Para Bahro existe otra palabra clave en primer plano:

    El comunismo no puede avanzar de otro modo que demostrando a los hombres su progreso visible y constatable hacia la libertad, y eso significa sobre todo, para el exterior, también su libertad interna. La historia se nos presenta aquí con un desafío ineludible. Nuestra civilización ha alcanzado todas las fronteras en su expansión, allí aparece la libertad interna del individuo como condición de la supervivencia. Se trata, sencillamente, de la condición previa para la razonable renuncia colectiva a la continuación, tan desastrosa como subjetivamente carente de objetivo, de la expansión material. La emancipación colectiva deviene una necesidad histórica absoluta.

    Igualdad en Harich, libertad en Bahro. Está claro que los conceptos no serían excluyentes si fuesen entretejidos con el de fraternidad. Porque solo la fraternidad posibilita la cuadratura del círculo que descansa en la contradicción práctica de libertad e igualdad y, en consecuencia, en la práctica política y social, que raras ocasiones es fraterna, y apenas se ha resuelto.

    Usted mismo habla con frecuencia de la fraternidad. Mucho es lo que usted reclama de la sociedad comunista del futuro: muchos sacrificios por necesidades, lo que es lógico, pues solo hay un único camino para mantener el planeta habitable… Pero al mismo tiempo acentúa, y lo hace inconfundiblemente, que una fraternidad así precisa del refuerzo de los pobres del mundo, prestar apoyo a sus debilidades, y ello supuestamente por un larguísimo período de tiempo.

    Está claro que la propiedad social de todos los medios de producción, gestionada por el estado proletario, es una precondición inevitable. Pero aún insuficiente. El estado proletario debe ir mucho más allá de disponer los instrumentos de poder, también debe controlar el consumo de los individuos, y ello con arreglo a los criterios que la ecología le proporciona.

    ¿Quién o qué es empero este estado proletario del futuro? ¿Con qué se lo controla? Es, como se dijo, el estado del socialismo realmente existente. Es el estado cuyo origen histórico y cuyas raíces Bahro analiza tan implacable y desapasionadamente. Es, en otras palabras, el estado del modo de producción asiático, el despotismo.

    Todo ello se concluye claramente de toda su argumentación, señor Harich. Que considera este como el único curso posible y apropiado para conservar un futuro habitable y con representación de los verdaderos intereses del pueblo, todavía por dilucidar, a través de una minoría inteligente, a través del «partido», asesorado por la «ciencia»:

    Un régimen socialista que contemple el racionamiento de los valores de uso como una obligación no recibirá […] presiones de nadie para encontrar otra salida, de tipo agresivo, y puede fácilmente ocuparse de poner en marcha las medidas necesarias que, al mismo tiempo, preserven con rigor el principio de la justicia social.

    ¿Plenos poderes para los «sabelotodo» sobre los «idiotas»? ¿Y en verdad por qué habría de ser justa una tiranía solo por ser ejercida por una minoría inteligente y asesorada científicamente? ¿Por qué ello iba a ahorrarle a la humanidad el destino que la necesidad histórica reservó a los sumerios, a los egipcios, a los pueblos de Asia? Repitamos la cuestión esencial: ¿es, a la vista de la amenaza global que tenemos ante nosotros, un dominio burocrático como este, de los «sabelotodo» en el sentido más literal, parejo con el pleno control absoluto, también sobre los hábitos de consumo, acaso la única salvación? ¿Son estos «sabelotodo», y con ellos el poder absoluto sobre los ignorantes ―los ciudadanos privados, los «idiotas» (que no son otra cosa más que los ciudadanos inconscientes)― idénticos a la función de alivio de las instituciones, que hasta un cierto punto nos arrebatan la maldición de la libertad de nuestras manos débiles?…

    Permítame, señor Harich, que declare aquí lo siguiente: el gran mérito de Rudolf Bahro en la cuestión ecológica consiste exactamente en haber puesto en el centro el principio opuesto, concretamente el de la emancipación, como condición previa a la supervivencia de la especie. Bahro postula y demuestra en este punto los siguientes hechos: el primero, la incapacidad de los gobernantes-sabios del socialismo realmente existente, esto es, en la constitución surgida históricamente del modo de producción asiático; el segundo, la falta de responsabilidad de los gobernantes; y el tercero, la ausencia de, en cierto modo, un conjunto completo de respuestas.

    Cada uno de estos hechos contradice los requisitos ecológicos del presente y del futuro, y de consuno privan al socialismo realmente existente de todo liderazgo en esta problemática humana decisiva, que podría darse a través de la eliminación del principio de acumulación y la centralización de los mandos de decisión. Esto exige una explicación.

    En primer lugar: la incapacidad/irresponsabilidad del aparato dominante es inexcusable, porque su proceso de toma de decisiones es demasiado complicado, esto es, demasiado centralizado. Ha de tener en cuenta tantos parámetros que es incapaz de conducir el proceso de toma de decisiones de manera plenamente correcta. Por eso, sin que los gobernantes sean conscientes, se anteponen los intereses de conservación del propio aparato sin atenerse a las consecuencias de segundo, tercer y cuarto orden.

    Para ilustrar este punto permítame traer a colación un ejemplo que a usted, señor Harich, le resultará cercano. Durante una visita en Moscú en el verano de 1976 tuve la oportunidad de mantener una larga charla sobre nuestro tema con redactores de la revista Voprosi filosofi [Cuestiones de filosofía], es decir, la revista que en su momento organizó su simposio, con justicia excelentemente apreciado, sobre «El hombre y la humanidad». Al término de nuestra conversación me permití presentar la pregunta de una conciencia suficiente y una motivación suficiente con un ejemplo concreto. Supongamos que las autoridades de planificación envían a un buen hombre a Kazajistán con la misión de aumentar la cosecha en un cincuenta por ciento. ¿Dispondrá este hombre del esquema que le permita incorporar todos los parámetros de la dimensión ecológica? ¿No será este esquema mucho más difícil de conseguir cuanto más centralista sea, esto es, cuanto más grande sea y cuanto más libre de las interferencias que suponen las objeciones y acuerdos locales conciba su plan? ¿No precisará justamente de la mejor voluntad para obligar a aislar el problema y, de ese modo, abordarlo incorrectamente? Concedo que la pregunta es capciosa, pero la respuesta de los redactores fue remarcable: no nos encontramos aquí ante un problema marxista, sino ante un problema humano general.

    Incapacidad para la responsabilidad por arriba, irresponsabilidad desde abajo.

    Así están las cosas. Usted y yo sabemos que no es así, al menos no de ese modo. No fue por ejemplo ningún problema de los pueblos cazadores y recolectores, no fue ningún problema para los agricultores de subsistencia libres europeos y asiáticos, que con su intelecto medio estaban muy bien dispuestos a la hora de crear una estabilidad cultural verdaderamente fértil entre la naturaleza y la sociedad. El problema deviene de la humanidad en el instante en el que la mirada individual sobre sus ámbitos de vida les es arrebatada, y también el conocimiento, por los “sabios” cualificados, que son los únicos autorizados a servir al aparato, delante de sus narices.

    Y esto nos lleva en segundo lugar a la irresponsabilidad de los gobernados; nos conduce, en palabras de Bahro, a la subalternidad.

    A primera vista, un subalterno se encuentra sencillamente en un rango inferior, no puede decidir ni gestionar por sí mismo más allá de una competencia limitada por arriba. Sí determina este rol, sin embargo, el comportamiento social general de quienes están sujetos a él. Si todo su proceso vital sucede principalmente bajo el signo de cualesquiera funciones parciales subordinadas a un todo que no está sujeto a control, entonces deviene la subalternidad […] una característica del individuo en su quehacer. Domina el comportamiento subjetivo, y, al mismo tiempo, se presenta como su equivalente la falta de responsabilidad para la interacción más general.

    Incapacidad para la responsabilidad por arriba, falta de responsabilidad por abajo, esto nos conduce al tercer hecho, con el que realmente llegamos a la ecología: la ausencia de cualquier tipo de respuesta real, de cualquier tipo de ciclo comunicativo. Pues el ciclo, especialmente el ciclo de la información en el sentido más amplio, es el signo más urgente del ciclo vital ecológico. No es inimaginable que, en un sistema político-social que carezca de toda dirección externa, el desafío existente pueda ser resuelto. El estrecho vínculo entre teoría y praxis, el sistema, a prueba de errores, de prueba y error, eso significa empero y sobre todo el control constante y multilateral, no jerárquico: estas son las condiciones previas para las funciones ecológicas, y con ellas también las condiciones previas para superar el dilema ecológico. Ello, me parece, lo ha presentado Rudolf Bahro en su contexto y lo ha comprendido de manera excepcional. (Las soluciones concretas que propone no me han convencido, pero eso debería tratarse en otra ocasión).

    ¿Es la cuestión ecológica, por lo tanto, «neutral» frente la de los sistemas? ¿O categóricamente irresoluble? No lo creo. Comparto la opinión de Bahro y la suya de que el reto de todas nuestras reflexiones políticas y económicas nos conduce, obligatoriamente, a la izquierda; también creo que debe recuperarse mucho del viejo pensamiento conservador, en el mejor sentido de la palabra, que creíamos poder arrojar a la papelera de la historia…

    La supervivencia del aparato se encuentra en una posición superior a la del juicio marxista.

    Pero algo se me antoja seguro: no hay ninguna solución centralista que haga justas las relaciones ni ninguna solución que desatienda las formas de producción y se concentre exclusivamente en las relaciones de producción.

    Llego al fin de mi carta. Él plantea dos preguntas, que ahora deben ser, con todo, personales. La primera, de tipo general: ¿cree usted, con todas las reservas, por los motivos teóricos que pueda albergar contra Bahro, que se puede prescindir de un interlocutor en el debate así de original, valiente y activo en lo ecológico si somos realmente serios con nuestro compromiso?

    La segunda pregunta, que surge de la anterior, es necesariamente más incómoda. En 1975 usted escribía: «Que yo […] de muy mala gana entré nuevamente en conflicto con las autoridades, que siguen empeñadas en perseguir, hoy como ayer, un objetivo de crecimiento. Que yo declare su omnipotencia política, así como las estructuras definitivamente autoritarias de nuestro sistema, como necesarias para la supervivencia, no puede más que resultarles justo […]. Con el pluralismo, con las llamadas a más libertad y similares no sintonizo abiertamente mucho, todo lo contrario.»

    Ahora bien, su conflicto con las autoridades ha permanecido, eso está claro. ¿Pero no considera algo extraño (objetivamente hablando, quiero decir, como teórico marxista) que alguien como usted, que al cabo procede con la enseñanza pura de manera más despiadada que Bahro, que recortó su componente esperanzador, optimista e ilustrado, y remite a la humanidad a una redistribución severa de corte babuvista, que, pese a todo, alguien como usted, «resocializado», esto es, que sigue estando personalmente seguro mientras Rudolf Bahro, que ha llegado a la conclusión de la necesidad determinada por la ecología de reconciliar la tradición marxista con el principio de la esperanza, se pierda en las mazmorras autoritarias? ¿No sugiere eso que, tal y como señala usted a menudo, usted declara la «omnipotencia política» de los gobernantes como necesaria para la supervivencia mientras que Bahro revela esta misma como un obstáculo decisivo a la supervivencia? (Y, por favor, no me responda que Bahro se encuentra en prisión debido a su actividad en los servicios secretos. El debate debería mantenerse a un cierto nivel). ¿Pero no significa eso, en última instancia, que la supervivencia del aparato, tanto da cómo de alienado, cómo de alienante, cómo de asesinas sus estructuras puedan ser en el futuro, siempre antecede los requisitos de la investigación marxista?

    No sin interés espero su respuesta.

    Suyo,

    Carl Amery

     

    CARL AMERY (1922-2005) fue un escritor y ecologista alemán, militante del SPD y posteriormente uno de los fundadores de Los Verdes. Al castellano se ha traducido su ensayo Auschwitz, ¿comienza el siglo XXI? Hitler como precursor (Turner, 2002).

     

    Traducción de Àngel Ferrero.

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  • «Tenía a todo el mundo en mi contra» – Entrevista a Wolfgang Harich [Der Spiegel, 1979]

    «Tenía a todo el mundo en mi contra» – Entrevista a Wolfgang Harich [Der Spiegel, 1979]

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    Esta entrevista, realizada por Romain Leick y Ulrich Schwan, fue publicada originalmente el 11 de junio de 1979 en el semanario Der Spiegel.

    Der Spiegel: Señor Harich, no hace ni dos años criticó usted duramente a los intelectuales germano-orientales que querían abandonar el país. Ahora se encuentra usted en Occidente. ¿Qué le ha hecho cambiar de parecer?

    Wolfgang Harich: Ninguno de los que abandonó entonces la República Democrática Alemana (RDA) recibía una pensión por invalidez. Se trataba de personas que estaban en plena disposición de trabajar. En mi caso quería utilizar de manera útil las energías que me quedan para trabajar, considerablemente reducidas por un problema de corazón. También se trataba de escritores que contribuían al enriquecimiento de la vida cultural de la RDA.

     

    DS: ¿Y usted no?

    WH: Yo en buena medida ya lo hice con mis antiguos trabajos como crítico teatral, como historiador de la filosofía, como teórico literario, como filólogo. De haber continuado con esa profesión, entonces también hubiera encontrado reprobable haber dejado el país. Pero a comienzos de los setenta me orienté hacia la futurología ecológica.

     

    DS: ¿Y no fue eso un enriquecimiento cultural para la RDA?

    WH: He intentado durante tres años y medio ayudar a establecer una comisión interdisciplinar en la Academia de las Ciencias de la RDA que habría de ocuparse de la cuestión ecológica y de escenarios de futuro.

     

    DS: Obviamente, sin éxito.

    WH: En las conversaciones que mantuve con el Comité Central del SED [Partido Socialista Unificado] me aseguraron que se iba a crear. Sin embargo, el resultado de estas conversaciones me llevó a tomar la decisión de marcharme, porque ni mucho menos no se correspondía con mis ideas. La comisión, tal y como ahora está planteada, trabaja completamente desconectada de los problemas medioambientales en la RDA. Únicamente tiene tareas ideológicas. Por ejemplo, debe evaluar posibilidades de coalición con Los Verdes en Occidente, con el Club de Roma y demás. No se prevén propuestas para la propia RDA.

     

    DS: Pero también los otros tenían motivos para abandonar el país. A estos, sin embargo, se los acusa de querer evadir, con su marcha, la «lucha por las ideas».

    WH: Mi caso fue especialmente desabrido. Aunque podía expresar mi opinión en las reuniones de la comisión ―lo que, como me hicieron saber, era incluso deseable, como elemento vivificador―, no podía tener ningún contacto con científicos de la RDA fuera de las reuniones de la comisión. Claramente un intento de aislarme.

     

    DS: ¿No tuvo la oportunidad de unirse a la oposición intelectual en vez de abandonar el país cuyo régimen sigue elogiando hoy desde Viena?

    WH: El gato escaldado, del agua fría huye.[1] Mi aislamiento seguía y empeoraba. Dos ejemplos. El escritor Rolf Schneider, que pertenece a los disidentes, me acusó el año pasado: «Sus Verdes en Occidente son las nuevas SA y SS». El poeta Peter Hacks, que está lejos de ser un disidente y ha recibido varias medallas del Estado, se mofó en petit comité: «El comunismo no me interesa para nada, y menos aún el de Harich, que por ello entiende el cuidado de los jilgueros». Tenía a todo el mundo en mi contra: los viejos estalinistas, porque no me perdonan todavía la historia de 1956, y los disidentes, que no me perdonan que en 1975 escribiese en mi libro ¿Comunismo sin crecimiento? que solamente una dictadura podía resolver los futuros problemas de la humanidad.

     

    DS: ¿El ecologista Harich, él solo, contra todos?

    WH: El único funcionario que se atrevió a tener en cuenta mis ambiciones ecológicas fue el viceministro de Cultura Klaus Höpcke.

     

    DS: Un hombre bastante poco estimado por los escritores.

    WH: Pero muy estimado por mí. Y viceversa. En la cúpula dirigente de la RDA hay diferencias de opinión; no quiero hablar de luchas de poder, ahí se equivoca Der Spiegel, sino de diferencias de opinión y tipos diferentes. Hay Robespierres y Dantons. Höpcke es, claramente, un Robespierre, algo que aprecio: delgado, adusto, ascético, no tiene coche ni dacha, humilde, y además cortés.

     

    DS: ¿Podría mencionar a unos cuantos Dantons?

    WH: Konrad Naumann, por ejemplo, el presidente del SED de Berlín. No le tengo ningún aprecio. Naumann suprimió Die Flüsterparty [La fiesta de los susurros], una pieza de Rudi Strahl, un autor de éxito en la RDA, en la que atacaba el efecto corruptor de las Intershop.[2] Höpcke venía a visitarme en autobús y por la noche andaba hasta la estación de tren, disfrutaba del aire fresco, ahí tiene algo para Los Verdes.

     

    DS: ¿Cómo clasificaría a Honecker?

    WH: Preferiría, si me lo permite, no clasificarlo. Por su pasado como luchador debería ser todo un Robespierre.

     

    DS: Volvamos a su persona. ¿Cree que a la RDA le alegra que usted se haya marchado?

    WH: Creo que sí y no. No porque sea una pérdida, como cualquiera que se marcha, de prestigio. Como teórico literario seguro que me dejaron marchar a desgana. En cualquier caso, yo ya no me dedicaba a eso.

     

    DS: ¿Hubo algún intento para que se quedase?

    WH: En enero me citaron en el departamento científico del Comité Central. Allí dije que  podía abandonar el país sin causar problemas. Razones hay de sobra: mi enfermedad, mi condición de inválido, además tengo una compañera austriaca, lo cual es un motivo privado, y además de todo eso me marcho a un país neutral, así que no es tan grave como si me fuese a la República Federal Alemana. Quería quitar hierro al asunto. Me dijeron: «No, eso nos perjudica, se va a volver a decir que en nuestro país no se puede vivir ni respirar. El cardenal [Alfred] Bengsch puede vivir en nuestro país y a usted lo sentimos más cercano que a él, ¿acaso puede discutirse eso?». Mi respuesta: «No, por supuesto que no». «Así que puede marcharse. Si quiere marcharse, adelante, no pondremos ningún obstáculo. Pero nos perjudica, todo el que se marcha nos perjudica». Luego añadieron: «La situación con su pensión es muy mala». Por mi encarcelamiento de 1956 a 1964 perdí mi derecho a una renta como trabajador intelectual. Se ofrecieron a arreglarlo y darme la pensión que me correspondía, y además otra por invalidez.

     

    DS: Con la condición de que permaneciese.

    WH: Sí. Pero luego vino todo el asunto de la comisión, ahí fue cuando escribí directamente a Honecker mi petición de abandonar el país.

     

    DS: ¿Cómo argumentó su solicitud?

    WH: Sencillamente diciendo que mi libro ¿Comunismo sin crecimiento? no podía ser publicado en la RDA, que todos mis intentos por poner en marcha ciertas ideas en la RDA habían fracasado. No reprochaba nada a la RDA, los errores probablemente fueron míos, durante años he intentado empezar la casa por el tejado. En la brecha de bienestar entre Este y Oeste debe combatirse el consumismo occidental. Me separaría sin sentimientos de amargura de la RDA, la abandonaría incluso como simpatizante, y le desearía todo lo mejor al país y al partido. Luego todo ocurrió muy rápido. Recibí la respuesta: «Puede dejar el país, pero por favor no abandone la nacionalidad. Lo consideramos un simpatizante sincero de nuestro partido, ¿por qué dar al traste con todo?».

     

    DS: ¿Solicitó que se le retirase la nacionalidad?

    WH: Sí, pero me contestaron que podía volver en cualquier momento. «Recibirá de nuevo entonces su pensión por intelectual y nosotros nos alegraremos de ello. Pruebe a marcharse dos años. Se hace usted demasiadas ilusiones sobre las posibilidades que tiene allá».

     

    DS: ¿Pero acaso es falso? ¿Qué puede ofrecer usted a Los Verdes occidentales? Sigue creyendo que solamente una sociedad comunista está en disposición de resolver la crisis ecológica. 

    WH: Así es: creo que las estructuras de propiedad y poder del socialismo, consideradas en abstracto, son más apropiadas. Pero hay obstáculos subjetivos y objetivos realmente complicados.

     

    DS: ¿Como por ejemplo?

    WH: Los obstáculos subjetivos son la interpretación tradicional en el marxismo, en el movimiento obrero, al que es ajeno una relación técnica-crítica. Domina la creencia de la inocencia de las fuerzas de producción. Pero el marxismo tiene también otras tradiciones.

     

    DS: Podría decir cientos de veces que en el marxismo hay otras tradiciones, pero toda la política del SED descansa sobre el dogma del crecimiento constante, de la liberación de las fuerzas productivas. Si lo cuestiona, el sistema se desploma.

    WH: No, no lo he hecho. Usted debe tener en cuenta que en los países socialistas, especialmente en la Unión Soviética, pero también hasta cierto punto en la RDA, la satisfacción de las necesidades de consumo como tarea principal es algo relativamente nuevo. Invertir esa tendencia ahora sería algo muy difícil. Hay algún intento: en el nuevo programa del SED, aprobado en el IX Congreso de 1976, se habla del uso de la naturaleza con plena responsabilidad para las generaciones futuras.

     

    DS: Sin embargo, el SED lo ve de otro modo. Honecker sigue forzando una política de socialismo de consumo. 

    WH: La propia población presiona desde abajo para que haya más automóviles, influida por la publicidad de las televisiones occidentales. El mayor obstáculo objetivo es la diferencia entre los estándares de vida del Este y el Oeste. Esto significa, por una parte, que partido y Estado se encuentran bajo una fuerte presión consumista por parte de su población y que, por otra, con este consumismo, los problemas medioambientales asociados a un país como la RDA, y todavía más en Polonia o en la Unión Soviética, aún no se manifiestan en toda su claridad. Estuve en Greifswald, cerca de la central nuclear, a la población no le inquieta lo más mínimo. Era el único que conservaba su opinión. La población dice que para ellos lo fundamental son otras cosas, como por ejemplo que no les llega un determinado tipo de tornillos. Como ecologista uno concluye naturalmente que quizá valga la pena intentarlo en el Oeste.

     

    DS: ¿Se hubiera quedado usted en la RDA de haber habido un cambio en la política del SED en favor de una mayor austeridad? 

    WH: Ya había recibido mi pasaporte con el visado cuando llegó el anuncio de que el partido quería limitar las ventas de Intershop…

     

    DS: …con la introducción de un sistema de cheques y la prohibición de comprar con divisa occidental.

    WH: Sí. Llamé de inmediato al Comité Central y les dije que si eso significa un cambio de política, si se abrían ahora a nuevas perspectivas, les devolvía el pasaporte y me quedaba. Pero toda esta historia de los cheques en realidad no significa nada más que ahora en la RDA va a haber tres divisas en vez de dos, permitiéndose cambiar la segunda por la tercera. Fue en ese punto cuando me marché.

     

    DS: ¿No pensó en algún momento en emigrar a un país socialista?

    WH: En broma, he dicho en varias ocasiones que me gustaría mudarme a Albania.

     

    DS: ¿Por qué no China?

    WH: Los chinos se encuentran en este momento en un terrible curso de modernización. Junto con los americanos. Si hubieran permanecido con el Mao clásico o si hubiera ganado la Banda de los cuatro…

     

    DS: No es usted el único filósofo de la RDA que se ocupa de cuestiones medioambientales. Rudolf Bahro también ha intentado desarrollar una política ecológica y ha terminado siendo encarcelado por ello. El ecologista germano-occidental Carl Amery le ha acusado de guardar silencio en el caso Bahro.

    WH: Carl Amery no tiene absolutamente ninguna idea de todo lo que he hecho por Bahro desde octubre de 1977, y recientemente de nuevo en España, sin ir por ahí pregonándolo. Me gustaría poder hablar de ello con Amery. Me he distanciado críticamente de las posiciones básicas de Bahro, pero me pronunciaré sobre todo lo que respecta a estas teorías cuando él pueda responder a mis críticas como hombre libre. A lo que me gustaría añadir que deseo que este hombre de talento, erudito y de pensamiento fértil pueda disfrutar pronto de libertad.

     

    DS: Sus adversarios opinan que usted guarda aún otro esqueleto en el armario: el del viejo comunista Walter Janka. El cantante Wolf Biermann le acusó el año pasado de haberlo denunciado a los servicios de seguridad del Estado [Staatssicherheitsdienst] a cambio de obtener beneficios. El Frankfurter Allgemeine Zeitung ha hecho suya ahora esta acusación.

    WH: No hay ni una palabra cierta.

     

    DS: ¿Por qué no presentó entonces una denuncia contra Biermann como había anunciado previamente?

    WH: Porque solo podría haber denunciado a Biermann por difamación e injurias, que son delitos menores, y no por calumnia. Biermann no me calumnió, simplemente citó a otro.

     

    DS: ¿A Janka?

    WH: Sí, a Janka y a Havemann. Tras la publicación de Biermann escribí a Janka, que vive en la RDA, para pedirle hablar del asunto. No me respondió. Su mujer me contestó a una llamada de teléfono pidiéndome que dejase a su marido tranquilo con cosas con las que no tiene nada que ver. Yo les pregunto: ¿Debería haber presentado acaso una denuncia contra Janka, contra Havemann, que estuvieron encarcelados conmigo en la RDA?

     

    DS: Incluso si tiene usted razón, debido a estas historias no aparece usted bajo una luz favorable en Occidente. ¿No cree que en estas circunstancias perjudica más que beneficia a Los Verdes?

    WH: No lo sé. Una vez me reuní con un grupo alternativo de autónomos, más o menos casualmente. Tengo relaciones con grupos en Suiza y me gustaría también echar un vistazo a lo que ocurre en Alemania occidental.

     

    DS: ¿Dónde?

    WH: Allí no espero poder jugar un papel destacado. También creo que hay diferencias considerables de opinión. No puedo excluir que perjudique a Los Verdes en bastantes aspectos. Aunque supuestamente les sería de mayor utilidad. Ya veremos. No quiero tener contacto solamente con Herbert Gruhl,[3] sino intentarlo con Erhard Eppler.[4]

     

    DS: El socialdemócrata Eppler rechazará la ayuda del comunista autoritario Harich.

    WH: Ante todo, creo que nos dirigimos a una crisis muy profunda de la democracia. Es una expresión de ceguera histórica, condicionada por la experiencia con el fascismo, y también de Stalin, contemplar la democracia como garante de la humanidad. En la historia hubo déspotas humanitarios y democracias terribles y sangrientas. Nos encontramos en un momento para replantearnos este asunto, también dentro de la izquierda socialdemócrata.

     

    DS: ¿Quiere decir que continúa defendiendo su dictadura de los ecologistas?

    WH: Desde que lo planteé en mi libro de 1975 han ocurrido muchas cosas en el debate ecológico. Hasta cierto punto ahora soy partidario de una autarquía local, una idea de la que son representantes Carl Amery y Yona Friedman.

     

    DS: Disculpe, ¿pero qué significa una autarquía local?

    WH: La posibilidad de soluciones democráticas de base en un marco local. La existencia de muchas autarquías locales posiblemente ofrezca mayores posibilidades de supervivencia que un sistema en el que todo está centralizado. Sigo manteniendo que hay parámetros de alcance global que solo pueden resolverse con un poder centralizado y que este, en mi opinión, debe contar con plenos poderes dictatoriales. ¿Cómo quiere usted mantener los niveles de los océanos con una autarquía local? Debe encontrarse un equilibrio óptimo entre una política autárquica y unilateral, con sus objetivos a corto plazo destinados a satisfacer las necesidades de los votantes, y mis ideas unilaterales centralistas, las buenas, viejas y sencillas tradiciones estalinistas con las que crecí.

     

    DS: ¿Quién debería recibir los plenos poderes dictatoriales que usted reclama?

    WH: La ONU, pero una ONU transformada por una revolución mundial y unificada.

     

    DS: Para ello se necesitaría la resolución del conflicto norte-sur.

    WH: El conflicto norte-sur es una gran esperanza y al mismo tiempo un gran peligro. El conflicto norte-sur implica que los países del tercer mundo, como ahora Irán, pueden explotar sus propios recursos naturales gradualmente y exportar tanto como incondicionalmente les sea necesario para sus propias importaciones. Ello obligaría a que los países industriales prestasen atención a las advertencias de los ecologistas para ahorrar y abrir paso a otros estilos de vida y otras relaciones de propiedad.

     

    DS: O también para apropiarse de los recursos naturales con violencia.

    WH: Sin duda, y ahí reside el gran peligro. El frente ecologista es insuficiente para el cerco de la bestia capitalista. Esta bestia ha de ser cercada desde diferentes frentes.

     

    DS: ¿Cuáles son?

    WH: En primer lugar el movimiento obrero, que se opone a los recortes y el desmantelamiento del estado del bienestar, y que estaría dispuesto a sacrificarse por sus hijos y nietos, pero no por la burguesía. Luego el frente ecologista, que lucha por el mantenimiento de la vida sobre el planeta y bloquea de ese modo el crecimiento económico. El tercer frente es el pacifista, que bloquea una salida militar. Es necesario construir puentes entre estos tres frentes.

     

    DS: Los sindicatos prefieren debatir antes del mantenimiento de los puestos de trabajo que de perspectivas a largo plazo.

    WH: Cierto. Pero una tecnología a gran escala para racionalizar los puestos de trabajo debería hacer a los sindicatos más receptivos a mis reflexiones. Incluso si aún no están de acuerdo, se trata de un potencial a ganar. Cuando Los Verdes en Occidente se conviertan en un movimiento con éxito, uno que supere sus divisiones, su confusión y sus enfermedades infantiles izquierdistas, entonces existirá la esperanza de que irradie al Este y de que los estados socialistas pongan a sus enormes aparatos a trabajar en la solución de los problemas. Por eso subrayo tanto que no conviene descartar al Este, a pesar de que haya podido decir algunas cosas aquí que conduzcan a pensar en eso.

     

    DS: Una vez más reaparece su confianza en la razón de enormes aparatos de poder.

    WH: No soy un sádico. No me gustan las dictaduras duras, no me despiertan ninguna simpatía. Únicamente anticipo que si todo sigue como hasta ahora, entonces revertir las consecuencias solo será posible con una tiranía terrible, temible. La única alternativa será entonces la autodestrucción en libertad, democracia y economía de mercado o un golpe de timón con medidas muy duras. Entonces quizá venga, como teme el socialdemócrata Richard Löwenthal, un nuevo cesarismo con una nueva guardia pretoriana, que destruya todo lo que se cruza a su paso. El riesgo está ahí. Yo estoy contra esta guardia pretoriana, por eso estoy a favor de un comunismo sin crecimiento.

     

    DS: Muchas gracias por la entrevista, señor Harich.

     

    Traducción de Àngel Ferrero.

     

    [1] Harich fue condenado por un tribunal de la RDA en 1956 a una pena diez años de prisión ―que cumplió íntegramente― por su participación en un grupo opositor junto con el editor jefe de la editorial Aufbau, Walter Janka. El grupo promovía una «vía alemana al socialismo», aproximándose al modelo yugoslavo, con el establecimiento de sindicatos libres y empresas autogestionadas, para hacer así atractiva la RDA a ojos de los trabajadores germano-occidentales. El proceso habría de terminar con una Alemania reunificada socialista y neutral. (Todas las notas son del traductor).

    [2] Intershop fue una cadena estatal de venta al por menor en la RDA. Solo se aceptaba divisa fuerte, con el marco germano-oriental excluido. Originalmente pensadas para los visitantes occidentales, fueron utilizadas finalmente por muchos alemanes del Este. Una de las consecuencias fue que muchos de ellos pudieron ver qué tipo de mercancías se vendían en Alemania occidental y compararlas con la oferta en el propio país.

    [3] Herbert Gruhl (1921-1993), diputado cristianodemócrata y posteriormente uno de los fundadores de Los Verdes. Acabó abandonando el partido en 1981 por desacuerdos con la dirección del partido.

    [4] Erhard Eppler (1926-2019) fue un destacado político del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), perteneciente a su ala izquierda. Desde 1968 hasta 1974 fue ministro de Cooperación Económica y Desarrollo.

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  • En el vigésimo aniversario de la muerte de Wolfgang Harich

    En el vigésimo aniversario de la muerte de Wolfgang Harich

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    Por Àngel Ferrero.

    Este texto fue publicado originalmente en marxismocritico.com el 20 de marzo de 2015.

     

    Sobre grandes intelectuales pesan en ocasiones grandes e injustos silencios. Mientras las modas intelectuales vienen y van, las reflexiones de estos soportan mucho mejor el paso del tiempo y siempre terminan de un modo u otro regresando para iluminar los problemas político-filosóficos de nuestros tiempos. Wolfgang Harich (Königsberg, 1923 – Berlín, 1995) pertenece sin duda a esa categoría de intelectuales. Hasta hace solo unas décadas la situación era, sin embargo, muy diferente. La traducción al castellano de sus libros Crítica de la impaciencia revolucionaria y ¿Comunismo sin crecimiento? tuvieron una considerable difusión en España entre la izquierda y varios escritos suyos fueron traducidos por revistas como Materiales, mientras tanto, El Viejo Topo y La Calle. ¿Quién era Wolfgang Harich? ¿Y por qué importa su obra?

     

    Intento de una biografía

    La vida de Wolfgang Harich fue en extremo azarosa. El propio Harich tituló sus memorias Ahnenpaß. Versuch einer Autobiographie, «Intento de una autobiografía», porque nunca logró terminarla. Comenzada en 1972 en colaboración con la periodista Marlies Menge, el desacuerdo entre biógrafo y biografiado dio al traste con la colaboración y Harich prosiguió en solitario con la redacción del texto, que finaliza en el decisivo año de 1956.

    Wolfgang Harich nació en 1923 en Königsberg, Prusia oriental (hoy Kaliningrado, enclave ruso), en el seno de una familia burguesa de inclinación socialdemócrata. Su padre, Walther Harich, era un conocido escritor e historiador de la literatura, responsable de la edición de las obras completas de E. T. A. Hoffmann. Durante el periodo de entreguerras, las simpatías de la familia Harich estaban del lado la República de Weimar y en contra del nazismo, pero, como muchos alemanes que no pudieron exiliarse, hubieron de contemporizar con la llegada del nuevo régimen.

    El joven Harich fue movilizado en 1941, el mismo año en que comienza la invasión a la Unión Soviética, pero por problemas de salud su incorporación a filas se retrasó hasta 1942. Gracias a sus contactos con la embajada japonesa en Berlín ―en la que impartía clases privadas de alemán a sus funcionarios― y a su habilidad para simular ataques de ciática, Harich se libró en varias ocasiones de ir al frente oriental y pasó todo el conflicto en hospitales militares en Berlín y Brandeburgo. En 1943, ya miembro del grupo de resistencia antifascista ERNST, Harich intentó desertar de la Wehrmacht, pero fue descubierto por la policía. Tras un juicio exprés de diez minutos, Harich fue condenado a prisión, cumpliendo su condena desde octubre de 1943 hasta enero de 1944 en la cárcel de Torgau, donde durante semanas fue alimentado solamente a base de pan y agua. Las malas condiciones del encarcelamiento le llevaron a sufrir una angina de pecho que arrastraría durante el resto de su vida.

    Tras la llegada de las tropas soviéticas a Berlín y el fin de la guerra, Wolfgang Harich trabajó como crítico literario y teatral en el Kurier de Berlín occidental (1945-1946), en la zona de ocupación francesa, y en el Täglichen Rundschau (1946-1950) en Berlín oriental, así como en el quincenal Neue Welt, editado por las autoridades soviéticas, alcanzando la celebridad gracias a una inusual combinación de penetración analítica y lo que Manuel Sacristán llamó «salidas e impertinencias mundanas» ―se dice que el filósofo llegó a declararse a la actriz Hannelore Schroth con la fórmula «vivo solo para Stalin y para ti»―, que se convertiría en su marca de fábrica.

    En 1946 Wolfgang Harich se afilió al Partido Comunista de Alemania (KPD), lentamente comienza a apartarse de la crítica cultural y a trabajar como profesor de filosofía. Harich, un marxista sólido y poco ortodoxo, se considera a sí mismo discípulo a la vez del metafísico Nicolai Hartmann ―a cuyas lecciones atendió en Berlín― y del marxista György Lukács. Como miembro del Comité de Redacción del Deutschen Zeitschrift für Philosophie (1952-1956) ―donde coincidió con Ernst Bloch―, Harich luchó contra los postulados del marxismo vulgar y por rehabilitar la lógica formal en la Academia de las Ciencias de la República Democrática Alemana (RDA). Compaginó estas tareas con su trabajo como lector en la editorial Aufbau, donde se ocupó de reeditar las obras completas de Lessing, Herder, Goethe, Schiller, E. T. A. Hoffmann, Heine y otros. Las autoridades soviéticas se percataron rápidamente de su capacidad intelectual y le confiaron la tarea de devolver a la normalidad la vida cultural en el Berlín oriental de la inmediata posguerra. En ese cometido Harich fue uno de los responsables de convencer a las autoridades de la RDA de la importancia de que Brecht regresase a Berlín, y particularmente a Berlín Este, a pesar de que entonces los responsables de cultura, que favorecían las teorías de Stanislavski en consonancia con la línea soviética, consideraban que Brecht tenía «teorías formalistas y decadentes».

     

    Una «vía alemana al socialismo»

    En junio de 1953, mientras se produce el alzamiento en Berlín Este, Wolfgang Harich se encuentra internado en un hospital por motivos de salud. Lo ocurrido le inquieta, pero, como muchos otros comunistas alemanes, ve motivos legítimos en la insurrección de los trabajadores de la construcción. Por esa razón comienza a contemplar la posibilidad de poner en marcha en Alemania un «titoísmo tolerado y promocionado por la Unión Soviética», una idea que trata de quitarle de la cabeza Bertolt Brecht, cuya relación comienza a deteriorarse y queda finalmente rota después de que el dramaturgo sedujese a la esposa de Harich, la actriz Isot Kilian, de la que acabó divorciándose en 1955.

    Harich encontró apoyo a su idea entre sus colegas de la editorial Aufbau y especialmente en su editor jefe, Walter Janka. Janka, veterano de la guerra civil española (en la que combatió en el ejército republicano), llegó a ser visto por Harich como un posible sustituto al presidente del Consejo de Estado de la RDA, Walter Ulbricht. El plan del grupo Harich-Janka, que, siguiendo el léxico togliattiano, llamaron una «vía alemana al socialismo» ―para toda Alemania, no solo para la RDA―, abogaba por alejarse del modelo socialista soviético y aproximarse al yugoslavo, con el establecimiento de sindicatos libres y empresas autogestionadas, para hacer así atractiva la RDA a los trabajadores de Alemania occidental y favorecer una rápida reunificación. La esperanza de Harich era que en las elecciones generales de 1957 un SED ―el Partido Socialista Unificado de Alemania, resultado de la fusión entre el KPD y el SPD en Alemania oriental― reformado obtuviese una mayoría electoral, formase coalición de gobierno con los socialdemócratas y proclamase una Alemania reunificada socialista y neutral. El acercamiento entre la Unión Soviética y Yugoslavia en 1955, con la visita de Nikita Jruschov a Belgrado, y el impacto del informe secreto del XX Congreso del PCUS en 1956, donde Jruschov reveló algunos de los crímenes del estalinismo, así como la subida en Polonia de Władysław Gomulka ―un antiguo represaliado―, animaron a Harich a llevar adelante su idea y comunicársela al embajador ruso, quien, temiendo que un intento de reforma en Alemania Oriental acabase desestabilizando el entonces frágil equilibrio en el campo socialista, alertó a las autoridades germano-orientales, que detuvieron a Harich y al resto del grupo. El propio Harich recuerda en sus memorias que la situación internacional hacía muy difícil una operación como la que plantearon, con la insurrección húngara ―en la que el Club Petőfi, del que formaba parte Lukács, y muy similar en objetivos al grupo Harich-Janka, jugó un papel destacado― o la crisis del Canal de Suez. Además, Berlín Este tenía todavía una frontera abierta a Occidente que complicaba las cosas. El riesgo de conflagración era grande.

    Janka fue condenado por un tribunal a cinco años de prisión en Bautzen y liberado en 1960 gracias a una amnistía general; se le impidió regresar a la edición, aunque consiguió un puesto como dramaturgo en la DEFA, la compañía cinematográfica estatal. Harich fue condenado a diez años de prisión, la mayor parte de los cuales fueron en una celda de aislamiento de una cárcel de los servicios de seguridad del Interior en Berlín Este. Un año antes de su excarcelación, en 1964, un inspector de la Stasi le advirtió muy seriamente de que su carrera filosófica estaba oficialmente acabada: Harich había sido inhabilitado por las autoridades por un período de veinticinco años y no podría volver a impartir clases en la universidad. «Pero usted es germanista, piense en hacer otra cosa», añadió. «Políticamente estaba muerto ―escribe Harich en sus memorias―. Hice todo lo posible por intentar continuar donde pude: en la edición de Feuerbach, en mi trabajo de investigación sobre Jean Paul, en el intento de lucha contra los sinsentidos del neoanarquismo, en el intento de encontrar una síntesis entre el comunismo científico y las advertencias del Club de Roma, en mi lucha contra el renacimiento de Nietzsche».

    Cuando la inhabilitación de Harich estaba a punto de concluir, cayó el Muro de Berlín. Entonces Janka publicó un libro acusando a Harich de haber colaborado con la fiscalía de la RDA. La cosa acabó en litigio y con Harich en la cárcel por unos días, convirtiéndolo, así, en una de las pocas personas ―sino la única― que conoció las cárceles de la Alemania nazi, la Alemania oriental y la Alemania reunificada.

     

    Harich contra la «nueva» izquierda

    Crítica de la impaciencia revolucionaria (1969), uno de los pocos libros de Harich publicados en castellano, es una crítica demoledora de lo que Harich denominó como neoanarquismo, epitomado en Linksradikalismus [El radicalismo izquierdista], el libro de los hermanos Cohn-Bendit, quienes participaron como es sabido de manera destacada en los desórdenes estudiantiles en París y la huelga general de seis semanas de duración durante la primavera de 1968 en Francia.

    En su prólogo al libro, Antoni Domènech ―que también fue su traductor― señala que «Harich quiere influir en la nueva izquierda cautivada por el neoanarquismo recordándole, por lo pronto, la escasa “novedad” de muchas de sus consignas y formas de lucha; poniéndola ante la evidencia de que está reanudando ―sin apenas consciencia de ello― la vieja y venerable tradición anarquista finisecular. […] La Crítica de la impaciencia revolucionaria, a diferencia de otros “ajustes de cuentas” marxistas con el anarquismo, no busca primordialmente hostigarlo por el flanco de su concepción normativa del Estado. Harich se cuida muy bien de resaltar que en este punto no hay diferencias de principio entre marxistas y anarquistas. […] Tampoco las diferencias de “ritmo” en punto a la abolición del poder político le parecen esenciales, sino derivadas».

    Lo que Harich achaca al neoanarquismo es sobre todo su pensamiento desiderativo, «este opio para socialistas que, mientras pesa como plomo en sus miembros, les engaña con la ilusión de una enorme aceleración del proceso histórico y, sobre todo, de una gigantesca efectividad de la propia acción»; en otras palabras, la impaciencia revolucionaria, la que quiere revolucionar «simultáneamente, de golpe, todos y cada uno de los ámbitos de la sociedad, simplemente porque en todos ellos se aprecian los efectos de la explotación, de la opresión y de la manipulación». Esa es la razón, según Harich, «de que el anarquismo antropologice de tan buen grado, esa es la razón de su falta de interés por los análisis económicos». Según el autor, ello conduce en última instancia a que «el anarquismo se enfrente a los problemas políticos más serios con una confusión y una desorientación desconcertantes, mientras que, por otra parte, desarrolle una curiosa predilección por dedicarse fanáticamente a revolucionar aspectos de la vida a tal punto irrelevantes políticamente».

    Por ejemplo, la estética. En un paso que no podemos sino reproducir en toda su integridad, para que el lector pueda así apreciar los conocimientos en la historia del movimiento obrero y la mordacidad del autor, el neoanarquismo, dice Harich, «reproduce la manía de todos los viejos movimientos radicales de malinterpretar la revolución como un asunto de estilo de vida y de aspecto externo. Y cuenta de buen grado al vestido y a la moda de peluquería entre las instituciones a “desestabilizar”, sin sospechar que la historia ha superado hace ya tiempo tales chiquillerías: Bebel, Mehring, Lenin, Trotski, Liebknecht padre y Liebknecht hijo, todos ellos se vistieron como ciudadanos normales y corrientes de su tiempo; Plejánov hasta se arreglaba como un grand seigneur; cuando iba a una asamblea obrera, Rosa Luxemburg se ponía su más elegante sombrero de plumas de avestruz y Clara Zetkin reservaba para esas ocasiones su mejor vestido de seda. Si quiere retrocederse más en el tiempo, piénsese que ya el más grande y consecuente de los sans-culottes no era nada sans-culotte en lo que a asuntos de moda respeta: ni siquiera en el año del Terror, en 1793, dejó Maximilien Robespierre de llevar su trenza y su chorrera de puntillas, y no porque diera especial valor a esos atributos de caballero rococó, sino, al revés, porque le traían tan sin cuidado que ni siquiera se le ocurrió prescindir de ellos. Como corresponde a un revolucionario, Robespierre tenía cosas más importantes que hacer: llevar a los enemigos del pueblo a la guillotina, por ejemplo».

    Sin embargo, tras revertirse la tendencia en los setenta, con la llegada de “los años de plomo” y el auge de un marxismo autoritario de ascendencia maoísta en Europa occidental (del que formaba parte una dura e injusta crítica hacia los anarquistas), Harich añadió un epílogo a su libro, pidiendo “que no se tomen a la ligera a los compañeros anarquistas, para que no se olvide su sobresaliente contribución como pioneros de la presente radicalización de la juventud y de la intelectualidad y, muy particularmente, para que no cometan nunca el error de tomarlos por enemigos del movimiento revolucionario a causa de las abstrusas ideas que profesan y de las actividades objetivamente dañinas que practican.”

    La Crítica de la impaciencia revolucionaria fue, como quedó dicho, escrito como una respuesta a los hermanos Cohn-Bendit. Tras recordar el apoyo de Piotr Kropotkin al gobierno de Kérenski, escribe Harich: «Parece increíble, pero es verdad. Si cosas de este género han podido ocurrir, nadie puede garantizar que el apoliticismo de nuestros actuales antiautoritarios no se acabará rompiendo algún día con alguna toma de partido igualmente chocante en favor de una política reaccionaria y chovinista al servicio de una guerra imperialista». Piénsese por un momento no solamente en el destino político y filosófico de tantos representantes del 68 francés y alemán, sino en el del propio Daniel Cohn-Bendit, mástil de proa de aquellas protestas, hoy acomodado eurodiputado de Los Verdes en Bruselas y uno de los más firmes partidarios de «las intervenciones humanitarias» desde la agresión de la OTAN a Yugoslavia en 1999.

     

    ¿Hacia un comunismo homeostático?

    En 1972 apareció Los límites del crecimiento, un informe de diecisiete investigadores del MIT hecho por encargo del Club de Roma, una organización no gubernamental con sede en Suiza. Los resultados de este informe alertaron a la opinión pública mundial: el aumento de la población mundial, la industrialización y el incremento de la polución consustancial a ella, sumados al elevado consumo de los recursos naturales estaban amenazando, según los autores, la continuidad de la vida humana misma sobre el planeta. De no poner fin a esta tendencia, la Tierra podría llegar a colapsar a mediados del siglo xxi. Los límites del crecimiento fue el toque a rebato para el movimiento ecologista moderno.

    Wolfgang Harich fue uno de los muchos intelectuales que leyó aquel informe y quedó impresionado por las advertencias del mismo. Además, la crisis ecológica obligaba a modificar por completo la teoría marxista, ya que ponía límites a la abundancia material con la que el marxismo tradicional había vinculado la libertad comunista y la consiguiente extinción (o abolición) del Estado. De aquel punto de partida salió ¿Comunismo sin crecimiento?, una larga conversación con Freimut Duve, un socialdemócrata germano-occidental.

    La nueva situación trocaba las cosas por completo. Así, según Harich, «características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica». Y con ello, aseguraba el autor, «mi creencia en la superioridad de modelo soviético de socialismo se ha hecho inquebrantable desde que he aprendido a no considerarlo ya desde el punto de vista de la ―por otra parte absoluta― competencia económica entre el Este y el Oeste, sino a juzgarlo, ante todo, según las posibilidades que ofrece su estructura para sobreponerse a la crisis ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta, para salvación de la humanidad». Según el autor, ya entonces era «posible el paso inmediato al comunismo en el estadio ya alcanzado del desarrollo de las fuerzas productivas; y, a la vista de la crisis ecológica […] urgentemente necesario». Es más, según Harich, solo un sistema comunista permitiría combinar medidas de emergencia como la limitación del consumo y de la población o el racionamiento de productos con el principio de igualdad. El resultado sería un comunismo sin crecimiento, homeostático (en equilibrio), que desplaza el acento del componente libertario al igualitario. En este punto en realidad Harich no se alejaba de Marx, quien nunca vio en el aumento de la producción un fin en sí mismo. El horizonte de superación de las relaciones de producción capitalistas, una vez agotadas sus potencialidades y llegados a los límites de lo que estas pueden dar de sí en términos de desarrollo, no consistía en una abundancia per se (a pesar de la frase del Manifiesto comunista de que la riqueza brotaría como una fuente). El horizonte poscapitalista, para Marx, es aquel en el que las necesidades están en el centro de la producción, y que esta sirve para suministrar valores de uso para cubrir las necesidades sociales e individuales en un régimen basado en la libre asociación de productores.

    En este sistema, Harich proponía «distinguir selectivamente entre las necesidades que hay que mantener, que cultivar como herencia cultural, o hasta que habrá que despertar o intensificar, y otras necesidades de las que habrá que desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante medidas represivas rigurosas, como, por ejemplo, la paralización de ramas enteras de la producción, acompañada por tratamientos de masas de desintoxicación ejecutados según la ley».

    Aquí es donde el realismo de Harich conduce a uno de los rasgos más polémicos de su programa ecocomunista: el autoritarismo. Pues muchas de estas medidas no podrían sino aplicarse con coerción por parte de un Estado socialista, y la grave situación de emergencia ecológica, a tenor del autor, así lo exige.

    El libro de Wolfgang Harich fue ampliamente debatido en España. Sacristán ―quien, como Harich, se interesó vivamente por la cuestión medioambiental― achacó a ¿Comunismo sin crecimiento? tres defectos: «En primer lugar, es inverosímil si se tiene en cuenta la experiencia histórica, incluida la más reciente, que es la ofrecida por la aristocracia de los países del llamado “socialismo real”; en segundo lugar, el despotismo pertenece a la misma cultura del exceso que se trata de superar; en tercer lugar, es poco probable que un movimiento comunista luche por semejante objetivo. La conciencia comunista pensará más que bien que para ese viaje no se necesitaban las alforjas de la lucha revolucionaria. A la objeción (repetidamente insinuada por Harich) de que el instinto de conservación se tiene que imponer a la repugnancia al autoritarismo, se puede oponer al menos la duda acerca de lo que puede hacer una humanidad ya sin entusiasmos, defraudada en su aspiración milenaria de justicia, libertad y comunidad». Probablemente las experiencias de planificación estatal y mercado y de redes cooperativas como las que existen en el llamado socialismo del siglo xxi (cuyos defectos no pueden abordarse aquí), con las que Harich no podía contar hace décadas, le hubieran ofrecido una salida democrática a sus ideas de fuerte planificación centralizada, del mismo modo que los avances tecnológicos de estos últimos treinta años facilitarían ese «transitar hacia el comunismo» del que hablaba en su libro.

    Con todo, conviene insistir en la idea, central en el libro de Harich, de la imposibilidad de combatir las crisis ecológicas sin una superación del capitalismo, sin superar las relaciones de producción capitalistas. Pocas cosas ejemplifican tanto este punto como los Tratados de Kioto por los que se estableció un sistema de compraventa de derechos de contaminación. Medidas como esta son contrarias a lo que plantea Harich por dos motivos. Por una parte, porque Harich considera, como todo marxista, que el mercado no es una institución que pueda repartir justamente la producción. Sí que sirve para distribuir mercancías y riqueza, pero de manera totalmente injusta, favoreciendo a los sectores de población capaces de obtener más dinero, pues el hecho de que la distribución esté mediada por el dinero ―característica central del capitalismo― facilita que esta sea desigual. Por otra parte, la aplicación de reformas sin perturbar la dinámica de acumulación del capital es a medio término estéril. Lo único que se consigue es dificultar la obtención de rentabilidad de las inversiones, y como el capital vive de estas, se produce un traslado de la presión al trabajo, ya sea con aumentos de la explotación o con despidos y cierres de empresas. El marco capitalista no permite entorpecer la obtención de beneficios sin que las empresas, los sectores industriales o las economías afectadas por las nuevas regulaciones vean amenazada su viabilidad. Por ese motivo, si realmente se quiere atacar los problemas medioambientales, conviene ir más allá de una economía cuyo motor se basa en el beneficio.

    Han pasado ya varias décadas desde la publicación de ¿Comunismo sin crecimiento? Hoy los pronósticos son más sombríos aun si cabe; los partidos verdes, desprovistos de mordiente social; y el debate, menos presente, desplazado actualmente por la crisis económica. Pero es insoslayable. Poco antes de morir ya lo señaló el propio Harich utilizando la metáfora del «Reloj del Apocalipsis» del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago: «No nos encontramos a cinco minutos de la medianoche, sino a cinco minutos pasada la medianoche».

     

    China es la respuesta, pero no recuerdo la pregunta

    Las ideas de Wolfgang Harich en ¿Comunismo sin crecimiento?, huelga decirlo, no solo no han perdido actualidad, sino que la han ganado, especialmente a medida que el capitalismo alcanza, lograda ya su máxima expansión geográfica, sus límites naturales.

    En 1991 se desintegró el campo socialista en Europa Oriental. Como consecuencia, el resto de países socialistas terminó integrándose en mayor o menor grado en el mercado mundial, adoptando lo que oficialmente se denomina «economía de mercado orientada al socialismo» (en Vietnam) y «socialismo con características chinas» (en la República Popular China). Este socialismo de mercado particular ha tenido sin duda consecuencias positivas para China, que dejó de encontrarse entre los receptores del Programa Mundial de Alimentos para figurar entre los donantes, por ejemplo. China ha desbancado a Estados Unidos como primera economía mundial, ha construido el ferrocarril más rápido y la central hidroeléctrica más grande del mundo y ha enviado una misión tripulada al espacio. Sin embargo, este desarrollo ha creado a su vez, como es notorio, grandes problemas, particularmente medioambientales. Por ese motivo, cuando el periodista británico Jonathan Watts tituló a su libro de investigación When a Billion Chinese Jump (Simon and Schuster, 2010), añadió de inmediato «cómo puede China salvar a la humanidad o destruirla».

    Watts no es un periodista dado a las exageraciones. Por eso la pregunta ―«cómo puede China salvar a la humanidad o destruirla»― es bien real y urgente. «Para proporcionar a todas las personas de China el estilo de vida de Shanghái ―escribe― las fábricas necesitarían producir unos 159 millones de refrigeradores extra, 213 millones de televisores, 233 millones de ordenadores, 166 millones de microondas, 260 millones de aparatos de aire acondicionado y 187 millones de automóviles. Las plantas de energía tendrían que duplicar su producción. La demanda de materias primas y combustible agravaría la carga sobre el medioambiente y la seguridad mundial». Todo eso en cuanto al «estilo de vida de Shanghái». Con el estilo de vida occidental ―que muchos chinos asumen como el normal en todo Occidente debido a la presión de la cultura de masas occidental, sobre todo angloestadounidense― las proyecciones resultan más preocupantes. El consumo de leche y carne de vacuno, por ejemplo, aumenta en China. Para criar a una vaca se requieren cuatro veces el grano que es necesario para criar a una gallina y, para alimentar a su ganado, China ha de importar cantidades cada vez mayores de soja de Brasil, lo que ha acelerado la deforestación del Amazonas. Según Watts, que cita cálculos del Earthwatch Institute, si China consumiese al mismo nivel que los estadounidenses, «la producción mundial de acero, papel y automóviles tendría que duplicarse, la extracción de petróleo tendría que aumentar en veinte millones de barriles diarios, y los mineros tendrían que extraer 5.000 millones de toneladas de carbón. […] China consumiría el 80% de la producción cárnica mundial y dos tercios de las cosechas mundiales de grano». También aumentaría proporcionalmente el volumen de desechos: China podría alcanzar los 400 millones de toneladas de basura dentro de cinco años, el equivalente a toda la basura mundial de 1997.

    ¿Cómo pueden los dirigentes chinos mantener su promesa de una «sociedad moderadamente próspera» (xiaokang shei) para 2020 ―ese es el objetivo oficial― para su población y, a la vez, crear un modelo sostenible de desarrollo? Muchos de sus proyectos más criticados, como la Presa de las Tres Gargantas, presentaban escasas alternativas en el contexto actual. A pesar de sus errores de diseño y el desplazamiento de población, frecuentemente criticados por los medios occidentales, la única alternativa a la Presa de las Tres Gargantas era el consumo de cincuenta millones de toneladas de carbón anuales. Y con todo, su construcción ha servido en última instancia para atraer industrias contaminantes en lugar de sustituirlas por otras limpias.

    El motivo último de estos desequilibrios es, en efecto, la integración de China en la economía mundial. En cuanto a polución, China tiene una responsabilidad histórica menor que otras naciones, como Estados Unidos o Reino Unido, que comenzaron a contaminar mucho antes. En relación a su demografía, su huella de dióxido de carbono sobre el medioambiente supone solamente un tercio o una cuarta parte de la de Estados Unidos y Europa respectivamente, y la mayor parte de estas emisiones procede de la fabricación de productos que más tarde se exportan a los mercados occidentales. Por eso, China no puede cambiar sin que cambie, a su vez, la economía mundial.

    Algo parecido ocurre con la «política de hijo único». Su objetivo era controlar el vertiginoso crecimiento de su población. La otra cara de la moneda son las distorsiones demográficas que esta política tendrá en el futuro: diez millones de hombres adultos incapaces de encontrar esposa, millones de personas que tendrán que soportar los costes económicos de la generación anterior (dos padres, cuatro abuelos), etcétera.

    El tres veces ganador del premio Pulitzer, Thomas Friedman, escribió que «la autocracia de un solo partido tiene ciertamente sus inconvenientes. Pero cuando está dirigida por un grupo de personas razonablemente ilustradas, como en China hoy, también puede presentar grandes ventajas». En su artículo, Friedman se refería concretamente a la aprobación de determinadas medidas que, aun siendo necesarias, el electorado de los países industriales no está dispuesto a aceptar. Ciertamente, el eslogan «consuma menos» es extremadamente difícil de «vender» a una audiencia, particularmente la occidental, a la que los políticos cortejan periódicamente con promesas de unos estándares de vida cada vez más altos y para la que el descenso del consumo está vinculado a las crisis y el aumento de la pobreza. China, evidentemente, carece de ese problema. Las tesis de Harich merecen por lo tanto ser reconsideradas a la luz de la consolidación de China como potencia mundial y, a su vez, objeto de crítica, ya que, debido a que el Partido Comunista de China (PPCh) carece de mandato electoral, el crecimiento económico constituye una de sus más importantes fuentes de legitimación frente a la población.

    Tras el estallido de la crisis financiera de 2008, Watts recogió el siguiente chiste en las calles de Beijing:

    1949: solo el socialismo podrá salvar a China.

    1979: solo el capitalismo podrá salvar a China.

    1989: solo China podrá salvar el socialismo.

    2009: solo China podrá salvar el capitalismo.

     

    La pregunta hoy es, ¿podrá China liderar en algún punto del siglo xxi el cambio hacia un comunismo sin crecimiento y salvar, así, al mundo?

     

     

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  • Lo que el duelo climático me enseñó sobre el coronavirus

    Lo que el duelo climático me enseñó sobre el coronavirus

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    Por Mary Heglar.

    Este texto fue publicado originalmente en The New Republic con el título «What Climate Grief Taught Me About the Coronavirus».

    He estado llorando mucho. Tanto que me preocupa que mis vecinos puedan escucharme a través de las paredes de yeso de mi apartamento en el sur del Bronx.

    La parte más difícil de cada día es cuando abro los ojos por primera vez y me reencuentro con mi nueva irrealidad: estoy confinada en mi apartamento a menos que sea estrictamente necesario. Si salgo, tengo que armarme de desinfectante de manos, mantenerme a dos metros de otras personas y evitar tocarme la cara. Las personas no deberíamos tener que vivir así. Lo que lo empeora es que nadie parece saber cuando terminará.

    El sueño se vuelve cada vez más escurridizo y menos fiable a medida que la pandemia ―su incertidumbre, su aislamiento, su posible número de muertes, sus despidos masivos― convierte mis sueños en pesadillas. Me despierto a las 2:00, a las 3:00 y a las 4:00 de la mañana a ver series que ya he visto una y mil veces en Netflix. Me transmiten una sensación de normalidad, son un recordatorio de un mundo que ahora mismo parece estar en caída libre entre mis dedos.

    Como muchos neoyorquinos, había visto las señales antes de que nuestro gobernador pusiese al estado oficialmente «en pausa». Salí corriendo bajo la lluvia a llenar la nevera y la despensa todo lo que pude. Hice bien, pero ahora ni siquiera sé qué hacer con ello. Solía ser buena cocinera ―como diría mi madre, tenía «el toque»―, pero ahora cocino mal. No consigo centrarme. Quemo cosas. Uso demasiada sal o la olvido completamente. Es mejor así. De todas maneras, no tengo hambre.

    Siento como si estuviese flotando en una nube ominosa de terror sordo, o revolviéndome dentro de un bote de miel. Tengo un nudo en la garganta. Todo es pesado. Todo es duro. Aún mientras escribo esto, me tiemblan los dedos y tengo que hacer pausas largas para hacer algo, literalmente lo que sea. A menudo me quedo mirando la pared.

    Esto lo he sentido antes.

    En 2014, decidí que era hora de dejar de huir de los titulares y mirar por fin al  cambio climático a la cara. No sabía qué podía hacer al respecto, pero no creía que pudiese seguir mirando hacia otro lado y tener la conciencia tranquila. Ya he escrito sobre mi viaje a través del duelo climático: el shock, el tira y afloja, la desesperación, la depresión, la ira y mi negación a aceptarlo.

    Todas las «personas del clima», como las ha llamado el meteorólogo y columnista Eric Holthaus, pueden señalar el momento en que la enormidad de la crisis les rompió el corazón. La experiencia es tan común como única. No todos hemos dado los mismos pasos en el mismo orden, pero todos hemos pasado por alguna versión de ello. En los últimos años, cada vez más personas hemos ido sintiéndonos cómodos hablando de ello en público. Es un ciclo que nunca termina porque es una crisis que nunca termina.

    Mi duelo climático y mi duelo por la pandemia del coronavirus son demoledoramente similares. Ambas crisis representan cambios tectónicos en la forma en la que funciona el mundo. Ambas traen consigo un sentido de finalidad, de que «nada volverá a ser lo mismo». Ambas me obligan a aceptar el final de algo grande y precioso e irremplazable. Y no sé qué viene después.

    También está la enloquecedora y exasperante similitud de ver al Poder Establecido ignorar la ciencia y descuidar su deber de proteger al público, haciendo que todos tengamos que valernos por nosotros mismos para luchar contra esta abrumadora y arrolladora amenaza a través de nuestras propias «acciones individuales». No tendríamos que estar pegándoles gritos a quienes van a los bares y a los que vienen de vacaciones si nuestro gobierno hubiera actuado a su debido tiempo con la información que tenía y hubiera cortado esto de raíz.

    Los paralelismos entre la pandemia de coronavirus y la crisis climática tienen sus límites. Por un lado, si bien las acciones personales son importantes en la lucha contra el cambio climático, no son, de ninguna manera, la única opción. La acción colectiva será mucho más efectiva para lograr el gran cambio sistémico que realmente necesitamos. Sin embargo, respecto al coronavirus, todo lo que tenemos son acciones individuales. Por miedo a propagar la enfermedad, lo cierto es que no podemos unirnos para llevar a cabo una acción colectiva. Claro que podemos y debemos llamar a nuestros representantes, pero debemos hacerlo desde el aislamiento de nuestros propios hogares.

    Tal vez la diferencia más difícil y vertiginosa sea la del tiempo. Me ha llevado cerca de cuatro años procesar del todo mi duelo climático (en la medida en que una puede hacer algo así), mientras que mi duelo por el coronavirus ha tenido que cumplir con una escala cruelmente comprimida a tan solo unas semanas. Además, el duelo climático era difícil de procesar porque no todo el mundo veía lo que yo veía. Sentía que podía ver el futuro próximo, tan cerca que podía tocarlo, pero para la gente de mi alrededor resultaba invisible. Veían un mundo que aún era seguro, que aún era estable. Por mucho que lo intentara, no podía quitarles la venda de los ojos. Eso no así en el caso del coronavirus, al menos ya no. Todo el mundo lo ve.

    Resulta irónico y cruel, pero cuando he llorado por la crisis climática, lo he hecho por la llegada de pandemias. Sabía que el aumento de las temperaturas iba a permitir que las enfermedades peligrosas viajaran más lejos. Sabía que la intensificación de las tormentas e incendios iba a devastar nuestra infraestructura médica y que obligaría a la gente a vivir en condiciones que eran verdaderas zonas de recreo para el contagio. Sabía que el derretimiento del permafrost iba a desencadenar enfermedades literalmente prehistóricas y que nadie sabía cómo se se iba a desarrollar todo eso. Todo ello sigue siendo cierto, y solo sirve para agravar mi dolor por una pandemia que, hasta ahora, parece no haberse originado en ninguno de los escenarios que me atormentaban en sueños.

    Esto es doloroso. Se supone que lo debe ser. Estamos sufriendo un trauma colectivo. Estamos viendo cómo cambia nuestro mundo y tenemos la sensación de que se está desmoronando. No es algo que deba hacernos sentir bien: es algo que no está bien.

    Por duro que sea, por doloroso que sea, tenemos que aceptar la realidad de esta crisis. La negación, a menudo un paso crítico en el proceso de duelo, no es una opción. No va a haber vuelta a la «normalidad». De todas formas, eso siempre fue una ilusión. Ahora, frente a un virus altamente contagioso, volver a nuestras vidas cotidianas, con sus viajes de trabajo y visitas al gimnasio y grandes reuniones, sería una sentencia de muerte para muchos.

    Creo que tenemos la capacidad de enfrentarnos a la gran incógnita que se halla al otro lado de este trauma colectivo. Pero solo si nos permitimos llorar nuestras pérdidas, ya sean temporales o permanentes. Si uno se fuerza a manterse entero, precisamente eso puede ser lo que haga que se venga abajo. Si algo he aprendido trabajando en el clima es que los corazones rotos, como los huesos rotos, no se arreglan hasta que los cuidas. He aprendido que la gente rota no arregla las cosas, sino que las rompe sin posibilidad de reparación. He aprendido que no se puede crear un mundo nuevo hasta que no se llora el viejo. He aprendido que tienes que curar tus propias heridas antes de poder curar a nadie, o nada.

    No importa lo que venga después, nos vamos a necesitar los unos a los otros para enfrentarnos a ello. Eso quiere decir que aunque tengamos que mantenernos a distancia ahora mismo, seguimos teniendo que sostenernos unos a otros. Esta pérdida de intimidad no puede conllevar una pérdida de empatía. Es nuestro recurso natural más valioso y, en este momento, necesitamos cultivarlo como si nuestras vidas dependieran de ello. Porque es así. Si el mundo se desmorona, va a depender de nosotros el mantenernos unidos, el mantenernos en pie.

    Tanto la crisis del coronavirus como la climática demuestran que nuestro mundo está inextricablemente interconectado y que es tan fuerte o tan frágil como lo sean esas conexiones. Tenemos que fortalecer esas conexiones. Es nuestra única opción. El sol va a salir de nuevo. Y yo estaré ahí contigo. Puede que no lo parezca, pero ya estemos a kilómetros de distancia o a solo dos metros, estamos todos juntos en esto.

    Mary Annaïse Heglar, en sus propias palabras, escribe sobre justicia climática, despotrica, desvaría. Vive en el Bronx, pero sus raíces están en Alabama y Mississippi. James Baldwin es su héroe personal.

    La ilustración de cabecera «Noche en el lago Ilmen» (Ivan Jakovlevich Bilibin, 1914), un diseño para la ópera Sadko.

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  • El espíritu de 2025: la revolución contra el cambio climático

    El espíritu de 2025: la revolución contra el cambio climático

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    Este artículo fue escrito y publicado en La Marea en la primavera de 2018. Desde entonces, el debate sobre la necesidad de planes ambiciosos para enfrentarse al cambio climático sin dejar a nadie atrás se ha intensificado en casi todos los países occidentales. Lo que hace dos años parecía muy lejano ya forma parte del núcleo de muchísimas propuestas progresistas, más o menos radicales. Seguimos, sin embargo, sin ser capaces de forzar la aplicación de estas políticas. En la crisis provocada por el COVID-19 las cuestiones que se abordan aquí son, si cabe, más urgentes todavía. Recuperamos el artículo, por tanto, con la intención de animar el debate acerca de cómo seguir adelante desde donde ya estamos.

    Las únicas soluciones realistas contra el cambio climático son las que ahora se consideran poco realistas. Esto es cierto tanto en el largo como en el corto plazo. A largo plazo nuestra supervivencia colectiva pasa por la abolición del capitalismo. No en un futuro distante, sino en la vida natural de las personas que ya habitan este planeta. A corto plazo las estrategias de adaptación y mitigación deben empezar lo antes posible y ser lo más agresivas posibles. Lo que hagamos en los próximos cinco, diez, quince años puede ser determinante para el próximo siglo y más allá. Nos enfrentamos a esta realidad en una época donde ha muerto el espíritu de la política con mayúscula, de los grandes cambios sociales. Donde un consenso tecnocrático solo aspira a gestionar la descomposición del presente y donde un falso realismo solo admite como posible aquello que ya está sucediendo.

    No podemos abandonar el horizonte de la superación del capitalismo. Su lógica de acumulación y crecimiento sin límites es irreformable. Tenemos que recuperarnos de nuestra gran derrota, que es la incapacidad de imaginar que el mundo podría ser de otra forma, el abandono de toda perspectiva revolucionaria. Pero también tenemos que empezar a descartar posibilidades, porque el tiempo apremia. No nos sirve un objetivo difuso y etéreo, que igual que las estrellas nos ilumine muy poco por estar demasiado lejos. Tampoco nos sirve una visión detallada de un futuro mejor que nunca se ponga a prueba en el presente. La urgencia nos obliga a actuar ya, a elegir el paso más audaz en nuestras condiciones que nos ponga en el buen camino. Está de nuestra parte un secreto olvidado: toda reforma profunda y exitosa siempre ha ido de la mano de una acción revolucionaria que aspiraba y amenazaba con ir más allá. Las reformas más duraderas dentro del capitalismo siempre ocurrieron como respuesta a los intentos más creíbles de superar el propio capitalismo. Una de las ironías del siglo XX es que reforma y revolución, además de ser caminos antagónicos, también eran caminos hermanos. Cuando decidimos que la revolución era imposible descubrimos aterrorizados que al mismo tiempo habíamos olvidado cómo ser sensatos reformadores.

    A unos sensatos reformadores, precisamente, se refiere el título de este texto. La historia la cuenta Ken Loach en su Spirit of ’45 (Espíritu del 45). Omitiendo casi todos los problemas, que no fueron pocos, pero recordando cosas que merecen ser recordadas. Cómo la clase trabajadora británica, después de la segunda guerra mundial, decidió que si se podía organizar la sociedad para matar nazis también se podía organizar para construir hospitales. Cómo la clase trabajadora decidió que las cosas ya no podían seguir como hasta entonces, y que ahora votarían a los laboristas. A pesar de Churchill, que atraía a multitudes en sus mítines. Fue el mayor vuelco electoral de la historia del país, y en las imágenes de Clement Attlee anunciando que había aceptado la petición del Rey de formar un gobierno laborista (con un programa socialista, matiza) se respira la promesa.

    No fue socialismo, pero fue impresionante. En unos pocos años se construyó el sistema nacional público de salud, se nacionalizaron las minas, los ferrocarriles, se construyeron viviendas dignas y accesibles para millones de familias trabajadoras. Muchas de las cosas que durante décadas se dieron por sentadas en la mayoría de países occidentales empezaron aquí, por una decisión política. Entre esas cosas, debemos decirlo, también estaba el construir esa sociedad más igualitaria sobre el expolio colonial (el Rey Jorge todavía era «Emperador de la India»), en contra de cualquier proyecto de liberación nacional. También estaba el anticomunismo más feroz, en casa y también fuera, seña de identidad y razón de ser de la socialdemocracia europea.

    Otra cosa impresionante: a pesar de sus enormes éxitos los laboristas no tardaron demasiado en perder unas elecciones. En 1951 ya estaban fuera del gobierno. Antes de salir consiguieron forjar un nuevo sentido común, una verdadera hegemonía. Los conservadores tuvieron que prometer no tocar las reformas laboristas para poder ganar, y de hecho no las tocaron. Margaret Thatcher no llegaba a los 30 años y la edad de oro del Keynesianismo solo estaba empezando.

    ¿Por qué esta historia? Está claro por qué la recupera Loach. El sentido común del laborismo acabó saltando por los aires y los restos del corto siglo XX de Hobsbawm ya casi han terminado de extinguirse. El consenso neoliberal se hizo absoluto («No Hay Alternativa») y hoy en día los socialdemócratas profundizan en casi todos lados su largo suicidio ritual, tratando de ganar elecciones con programas económicos cada vez más neoliberales que movilizan cada vez a menos gente (seguramente Gramsci no tenía esto en mente al hablar del optimismo de la voluntad). ¿Por qué no recurrir al mito fundacional? El espíritu del 45 es la apuesta de recuperar un momento glorioso del pasado y destilar su esencia para una nueva urgencia que requiere lo mejor de nosotros.

    El imaginario de la derrota del fascismo y la generación que ganó la guerra es muy fuerte en el Reino Unido. No podremos copiarles eso, porque aquí no les derrotamos. Nuestros mitos progresistas son, sin excepción, derrotas, lo que quizás explique muchas cosas. Por eso nuestra primera propuesta: espíritu del 2025, en el futuro cercano y no en nuestro pasado.

    Ejes del espíritu de 2025

    El espíritu del 2025 tiene que ser capaz de movilizar a amplias mayorías, de conseguir victorias tangibles e inmediatas. Pero también debe apuntar siempre más allá, facilitar la tarea pendiente o al menos no entorpecerla. Quizás una quimera, la historia aquí pesa como una losa, pero una que por el momento estamos obligados a perseguir. Así nuestra segunda propuesta: el camino hacia la victoria consiste en ganar todas las posiciones posibles en el enfrentamiento contra la mercantilización de la vida, restringir de manera metódica e implacable los ámbitos de nuestra vida en los que el ánimo de lucro sean la fuerza motora. Frente a las relaciones capitalistas de mercado proponer la producción y gestión colectiva de nuestras necesidades. Sin ignorar su coste, pero aboliendo su carácter de mercancía. La república del valor de uso frente al imperio del valor de cambio. La administración de las cosas y no el dominio sobre nuestros semejantes.

    Para los primeros momentos de esta revolución contra el cambio climático sí que podemos inspirarnos en la historia de la socialdemocracia. Las primeras victorias que necesitamos son victorias que ya se consiguieron una vez. Tres ejes para empezar: energía, transporte, agua. Son algunos de los llamados monopolios naturales, en los que incluso los liberales clásicos reconocían que la competencia no traía beneficios tangibles. Lo hemos comprobado en nuestras propias carnes, y ninguno de los tres pueden permanecer en manos privadas más tiempo: expropiación y nacionalización inmediatas. Una primera gran diferencia: no pueden ser gestionados como empresas privadas que ofrezcan únicamente precios razonables y buenas condiciones laborales. Hay que avanzar en su socialización real para que su expropiación sea, esta vez sí, irreversible. Otra gran diferencia: el objetivo no puede ser la «rentabilidad», la eficiencia en sentido capitalista. Todos sus recursos y las posibilidades de planificación política que traerá la nacionalización deben ponerse al servicio de la lucha contra el cambio climático.

    Los primeros golpes energéticos son peticiones que vienen de lejos. Abandono inmediato del carbón (según Greenpeace España representa el 65% de las emisiones para cubrir un 14% de la demanda eléctrica). Abandono progresivo del gas natural (prohibición de nuevas instalaciones en 2025, eliminación en 2035). Ningún trabajo tiene que perderse por esto, ni ninguna comunidad tiene que sentirse amenazada. La gestión pública de la energía va a necesitar muchas manos y podrá proporcionar muchos trabajos dignos y socialmente necesarios. Seguimos: al ritmo actual de conversión a energías renovables necesitaríamos varios siglos para eliminar las energías fósiles. En un primer plan de choque a tan corto plazo puede obviarse hasta cierto punto el debate sobre cuánto debemos o queremos reducir nuestro consumo energético, pero hagamos lo que hagamos debemos ir más rápido. Tasas de autoconsumo solar o termosolar del 20 o 25% no son imposibles con las ayudas necesarias, y debemos recuperar todo el tiempo perdido en estos años de legislación a la carta para los monopolios energéticos privados.

    En materia de transporte, las medidas menos controvertidas deberían empezar por una inversión masiva en transporte público, incluyendo la subvención de su uso para todo aquel que lo necesite. Ni una sola persona debe dejar de utilizarlo por no poder pagarlo. También tenemos que incorporar el transporte de mercancías a la planificación pública. Somos el país con mayor cantidad de líneas de alta velocidad de Europa, pero el último en transporte electrificado de mercancías (más del 95% de las mismas viajan por carretera). Tenemos que revertir esa tendencia recuperado y electrificando vías antiguas, construyendo otras nuevas para el transporte comercial o intercalando en las de alta velocidad trenes más lentos sin pasajeros. Finalmente, lo que seguramente vaya a ser la batalla política más compleja: la peatonalización progresiva de las ciudades. Tenemos que desincentivar el uso del coche por cualquier medio necesario. Reducción de carriles, tasas de acceso… siempre que se garantice el acceso universal a un transporte público y de calidad todo lo que se haga en este aspecto será poco.

    En la gestión del agua el consumo por sectores está tan sesgado que señalarlo ya es señalar la solución: según el Ministerio de Agricultura más del 75% del uso del agua se da en la agricultura. Los dos frentes son la racionalización de los cultivos para un entorno en su mayoría de secano, y la mejora de la eficiencia en los sistemas de riego.

    A estos tres grandes sectores industriales más clásicos podemos añadir un cuarto: la alimentación. Ya hemos mencionado la racionalización agrícola, a la que podemos añadir la soberanía alimentaria o la potenciación de la producción y el consumo de cercanía en la medida de lo posible. Queda el gran problema: la ganadería es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, y sin embargo es uno de los más olvidados en estos debates. El objetivo debe ser la mayor reducción posible en el consumo de carne en el menor tiempo posible. Muchas voces ya hablan de lo inevitable de un impuesto a la carne. Un modelo impositivo que subvencionase alimentos saludables y de baja huella ecológica y gravase lo contrario no solo sería bueno para el medio ambiente, también lo sería para la salud y los bolsillos de la gran mayoría. Aquí tampoco nos hacemos ilusiones, esta cuestión seguramente también se convierta en una verdadera «guerra cultural» en nuestro futuro cercano. Lo que comemos también será política, por necesidad.

    Podríamos mencionar otros posibles ejes: un gran programa de vivienda pública con inversiones masivas en eficiencia energética, la restauración de ecosistemas, la reducción general de la jornada laboral manteniendo el sueldo, etcétera. Sin embargo acabaremos con uno ligeramente diferente: el disciplinamiento del sistema financiero. Por dos razones fundamentales: primero, los billones de euros que circulan en procesos especulativos tienen que ponerse a trabajar a nuestras órdenes. Segundo, el control de esos billones de euros conlleva un enorme poder. Al servicio del capital puede y de hecho se usa de manera cotidiana para extorsionar y aplastar a cualquier proyecto político mínimamente progresista.

    En una economía capitalista quien controla el flujo de capitales controla el futuro político, sin confrontar este hecho no podremos hacer nada. Así también señalamos a un Otro que por inversión crea una identidad: a un lado, aquellos que buscamos trabajar para solucionar la crisis climática. Por otro, los que quieren seguir especulando con nuestro futuro en el mercado de derivados. Seguramente los segundos sean más que el célebre 1%, pero la ventaja es que aquí las líneas de demarcación definen un mapa político absolutamente material. Esta lucha será larga. Podrá empezar con leyes modestas que traten de coartar lo nocivo e incentivar lo beneficioso: tasas a la especulación, a la inversión contaminante… todo se ha propuesto ya, todo es difícil de hacer a nivel nacional en un mundo globalizado. Pero la «libertad» de dominar la capacidad inversora es la libertad básica del capital. Ceder aquí es ceder todo, en cierto sentido. Se ha matado a muchos por conservar esa «libertad», y nada nos indica que la intención no sea matar a muchos más. Por acción o por inacción, no deberíamos ver gran diferencia entre los dos tipos de violencia. Lo único que históricamente ha sido capaz de plantar cara a ese poder ha sido la organización decidida de una gran mayoría.

    Precisamente porque nuestra lucha es la de la gran mayoría cerramos con nuestra tercera gran propuesta: la única posición progresista es la de hacer todo lo posible para garantizar la supervivencia de una sociedad humana que ya se acerca a los 8000 millones de personas. La sensibilidad aristocrática del pequeño grupo siempre es reaccionaria. Ya sea la genocida, vieja conocida, que busca eliminar a la «población excedente» (en la que uno nunca se encuentra), o la que fantasea con soluciones individuales o a pequeña escala para problemas que son planetarios en todos los sentidos. El escapismo fuera de la sociedad, incluyendo al escapismo tecno-utópico, solo sirve para profundizar la injusticia y la miseria que reina en nuestra Tierra.

    Hemos aprendido a olvidar el pasado, despreciar el presente y temer el futuro. Hemos aprendido que nada está garantizado y que todo lo ganado puede perderse muy rápidamente. Si podemos forjar algo así como un espíritu del 2025 tendremos que transformar completamente nuestra percepción de la política. Poner sobre la mesa programas ambiciosos pero concretos, crear la organización para conseguirlos, volver a dar miedo a quienes hace mucho que no lo tienen, volver a ganar después de tanto tiempo. Proponemos para señalar un camino, y proponemos para señalar limitaciones. Empezábamos diciendo que las únicas soluciones realistas son las que ahora se consideran poco realistas. Con toda legitimidad se podría decir que lo que planteamos no es solo poco realista, sino imposible. A lo que contestaríamos, como ya se dijo muchas veces, que nunca se habría conseguido lo posible si no se hubiese intentado alcanzar lo imposible una y otra vez.

    La ilustración de cabecera es «Velas en el mar» (1908), de Joaquín Sorolla y Bastida.

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  • Cambio climático y capitalismo. Una mirada política marxista

    Cambio climático y capitalismo. Una mirada política marxista

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    Por Simon Mair

    Este texto fue publicado originalmente en New Socialist con el título «Climate Change and Capitalism: A Political Marxist View».

     

    Desde la perspectiva de la historia geológica, las condiciones climáticas y económicas actuales son atípicas. En general, durante los últimos sesenta millones de años el clima ha sido muy inestable. El clima se estabilizó en su estado actual hace solo diez mil años y fue en este periodo, en el que surgió el Holoceno, cuando las sociedades humanas cambiaron su relación con la naturaleza a través de la agricultura y, después, creando formas socioeconómicas complejas, entre las que se incluye el capitalismo.

    A pesar de que en la actualidad es omnipresente, el capitalismo es algo muy reciente, por mucho que halle sus raíces en la estabilización del clima y en el desarrollo posterior de la agricultura. El capitalismo global lleva con nosotros menos de trescientos años. En los 4.500 millones de años de la historia de la Tierra, el capitalismo no es más que un breve instante dentro del abrir y cerrar de ojos que es la existencia humana.

    Pero este instante es una potencia a escala global. El capitalismo nos ha llevado a una senda que conduce al abandono del clima estable propio del Holoceno. Debido al desarrollo capitalista, actualmente en la Tierra hay una temperatura 0,8 ºC mayor que la media preindustrial. Si no se acaba con el capitalismo, es probable que causemos que la Tierra se caliente hasta unos niveles en los que los seres humanos como especie nunca hemos vivido.

    A las y los socialistas esto les debería aterrar. Como afirmaré más adelante, el sistema medioambiental y la economía han coevolucionado. La economía depende del medioambiente y, una vez abandonadas las condiciones climáticas estables de los últimos diez mil años, no disponemos de un rumbo claro con el que construir un sistema socioeconómico que funcione. No hay ninguna razón para pensar que los sistemas que hemos desarrollado bajo unas condiciones medioambientales dadas puedan prosperar bajo otras condiciones diferentes. Tampoco hay ninguna razón para creer que estas condiciones vayan a ofrecer un terreno fértil para el desarrollo de un sistema socioeconómico más humano o empático.

    Si queremos tener una oportunidad para construir el socialismo en un futuro próximo tenemos que convertirnos en ecosocialistas y detener cuanto antes la catástrofe del cambio climático. A su vez, para parar esta catástrofe, los ecologistas también tienen que convertirse en ecosocialistas. Las dinámicas que están causando el cambio climático están en el centro del capitalismo. Una acción radical contra el cambio climático necesariamente tiene que corresponderse con los primeros pasos de un programa para acabar con el capitalismo.

     

    La economía, el sistema energético y el medioambiente: sistemas coevolutivos

    La economía, el sistema energético y el medioambiente han evolucionado manera conjunta. Se aprovechan los unos de los otros transmitiéndose materiales entre ellos y asimilando los residuos que generan. Toda actividad económica descansa en último lugar en la transformación de recursos materiales, los cuales hay que extraer del medioambiente y deben ser transformados mediante el trabajo. Marx explicita esta interdependencia:

    Los valores de uso ―[…] en suma, los cuerpos de las mercancías― son combinaciones de dos elementos: materia natural y trabajo. Si se hace abstracción, en su totalidad, de los diversos trabajos útiles […], quedará siempre un sustrato material, cuya existencia se debe a la naturaleza.[1]

    Marx utiliza el ejemplo del lino, producido por los trabajadores (fuerza de trabajo) que transforman las fibras de la planta (medioambiente). Pero esta interdependencia también está presente en mercancías más actuales. Por ejemplo, los servidores que almacenan los archivos que se utilizan en servicios de música en streaming están hechos de diferentes minerales y metales que han sido modificados a través del trabajo.

    Hay una interdependencia adicional con la energía. En cada una de las etapas de la producción de una mercancía se utiliza la energía para transformar la materia natural de una forma a otra. Los metales se calientan, se funden y se transforman en iPhones. El algodón se cultiva, se cosecha, se teje y se tiñe para hacer los uniformes de los cirujanos. La energía que se usa en esos procesos no puede ser creada, solo puede ser transformada.

    Toda la energía que se usa en la economía es entrópica: proviene de una reutilización de la energía hallada el sistema terrestre y de su sustracción a cambio de un precio. El carbón se extrae de la tierra y se quema, la energía solar es capturada por paneles fotovoltaicos o por las plantas que cocinamos y comemos. El sistema energético, que permite la actividad económica, depende totalmente del medioambiente.

    Aquí se ve cómo influye el medioambiente en la economía. La economía es el proceso de transformación de los materiales extraídos del medioambiente mediante la reutilización de los flujos de energía del sistema terrestre. El resultado es que, citando la referencia que Marx hacía del economista William Petty, en lo que se refiere a la riqueza material «el trabajo es el padre de esta […] y la tierra, su madre».[2] Pero a su vez, el sistema medioambiental y el energético están moldeados por la economía. Las prioridades del sistema económico determinan el valor de los diferentes elementos y también qué materiales se extraen, lo que cambia la composición, la apariencia y las dinámicas del medio ambiente.

    La extracción no es en sí misma exclusiva del capitalismo, de hecho las prácticas agrícolas anteriores al capitalismo remodelaron nuestros paisajes. Consideremos la ganadería ovina, por ejemplo.[3] El pastoreo tiende a cambiar la estructura de los brezales y, a la larga, los arbustos y las especies leñosas de los brezales desaparecen y se convierten en pastizales. Dado que los pastos sobreviven más tiempo a medida que las ovejas se alimentan de ellos en comparación con las especies leñosas, la transición de brezales a pastizales puede generar condiciones favorables para el pastoreo ovino, ya que las ovejas disponen de más alimento. Este proceso no favorece a las aves, ya que los pastizales son un hábitat más pobre, las ovejas compiten con las aves por ciertos tipos de fruta y se reduce la disponibilidad de determinados insectos. A través de la actividad económica del pastoreo, pues, se transformaron los antiguos paisajes de brezales.

    El cambio climático es otro ejemplo de coevolución de la economía y el medio ambiente, pero en este caso, es exclusivo del capitalismo; como veremos, están indisolublemente relacionados. Sin depósitos de combustibles fósiles, el capitalismo no habría llegado a ser la fuerza dominante que es hoy en día. Del mismo modo, sin el capitalismo, los combustibles fósiles nunca habrían llegado a ser el pilar de la economía.

     

    Carbón, la gran divergencia y los orígenes del capitalismo

    Entre mediados del siglo xvi y 1900 hubo un auge en el uso del carbón en Inglaterra. Durante este periodo, de media el uso del carbón se duplicó cada cincuenta años. En 1900 representaba el 92% de la energía y proveía veinticinco veces más energía que todas las fuentes de energía juntas a mediados del siglo xvi.

    Durante este periodo, la economía inglesa también creció con rapidez. Para los historiadores económicos convencionales, el periodo que arranca en 1700 señala el comienzo de «la gran divergencia». Inglaterra comenzó la revolución industrial y su economía despegó, llegando a ser mucho más importante que otras economías que hasta ese momento habían tenido un tamaño similar.

    No es una coincidencia que el uso del carbón y el desarrollo económico creciesen de manera simultánea. El carbón es un combustible de alta calidad que proporciona una cantidad de energía mucho mayor por cada unidad de energía necesaria para su producción que la madera, por ejemplo. Debido a ello, el carbón permite que se realice más trabajo ―transformar una cantidad mayor de materiales― que el trabajo físico por sí mismo e incluso que mediante el uso de la leña o del agua, que eran fuentes energéticas dominantes en la incipiente economía industrial de Inglaterra.

    Pero la distribución geográfica del carbón no es, en sí misma, suficiente para explicar el crecimiento económico de Inglaterra ni la «gran divergencia». En 1700, en China se había generalizado el uso doméstico del carbón, al igual que en Inglaterra. Hasta 1700 el tamaño de la economía China era parejo y el nivel de actividad de su mercado era también similar. Pero en China, ni el uso del carbón, ni la economía crecieron exponencialmente como ocurrió en Inglaterra.

    La diferencia fue la consolidación de las relaciones sociales capitalistas en Inglaterra. Es posible identificar las presiones que llevaron al capitalismo y a la explotación capitalista del carbón en la economía agraria inglesa del siglo xvi. A medida que estas presiones iban creciendo, condujeron a un aumento del uso del carbón y al crecimiento económico en Inglaterra. Aunque la China precapitalista estuviese increíblemente desarrollada y tuviera un uso extenso del trabajo asalariado dentro del mercado, nunca llegó a estar dominada por protocapitalistas y, por ello, no desarrolló las mismas presiones sistemáticas. Por eso, el uso del carbón y la economía no experimentaron allí la misma expansión cualitativa.

     

    Marxismo político y la economía fósil

    Desde la visión arquetípica del marxismo político sobre los sistemas de producción, Ellen Meiksins Wood, argumenta que la economía capitalista es la única en la que la mayoría de la población depende del mercado para satisfacer sus necesidades básicas.[4] Esta es la diferencia entre el capitalismo y el feudalismo, en el que había una amplia clase campesina enormemente autosuficiente en cuanto a sus necesidades básicas y en el que la capacidad de consumo de las clases más poderosas dependía no del poder del mercado, sino del poder militar y extraeconómico. Wood también diferencia entre los mercados en el capitalismo y aquellos presentes en las economías precapitalistas. Wood argumenta que los mercados originalmente funcionaban y generaban beneficios proveyendo los medios para obtener bienes que solo podían ser producidos en determinadas partes del mundo a otros lugares, en los cuales no se podían producir esos bienes. Sin embargo, los mercados capitalistas operan de manera diferente: el beneficio se consigue reduciendo costes y aumentando la productividad.

    Aunque se ha debatido mucho, este enfoque fue desarrollado por Wood (junto con Richard Brenner) como reacción a lo que ella entendió que eran explicaciones ahistóricas del papel de los mercados en el desarrollo del capitalismo; en concreto, la afirmación de Adam Smith de que el capitalismo es «la consecuencia necesaria, aunque muy lenta y gradual, de una cierta propensión de la naturaleza humana […], la propensión a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra».[5] Frente a esto, Wood argumenta que el capitalismo comenzó en Inglaterra porque se daba una constelación única de condiciones sociales.

    En su obra fundamental The Origin of Capitalism [El origen del capitalismo],[6] Wood afirma que el capitalismo solo podría haber aparecido en la Inglaterra agrícola. A diferencia de otras naciones con una economía de igual tamaño, Inglaterra disponía de una combinación única: un gran mercado nacional, un número considerable de arrendatarios agrícolas o aparceros (en oposición a campesinos, vinculados a la tierra por convención social) y un poder estatal muy centralizado. Estos tres componentes convergieron para dar lugar a una transición hacia una economía dominada por el mercado. El poder del estado centralizado les arrebató el poder militar y político a los propietarios de la tierra. Así pues, al contrario de lo ocurrido en Holanda, por ejemplo, la principal vía que tuvieron los terratenientes ingleses para explotar el excedente de sus trabajadores fue a través del mercado y no a través de la coerción directa. Esto fue posible por la existencia de un gran mercado nacional en el que se podían vender bienes para obtener beneficios y por la existencia de aparceros, lo que significaba que podían echar de sus tierras a los agricultores improductivos.

    Es el desarrollo de los mercados capitalistas, como Wood los describe, el que crea las condiciones para la explotación de los combustibles fósiles. Los mercados capitalistas, como todos los sistemas económicos, incentivan la necesidad de usar herramientas económicas para extraer excedente. Esta dinámica genera en el capitalismo el estímulo de reinvertir para hacer que crezca la productividad y para disciplinar a la fuerza de trabajo y que aumente la producción. Dado que los medios de vida de los terratenientes dependían del mercado, estos procuraron reducir costes y maximizar la producción. Este cambio fundamental en la naturaleza de la producción creó un sistema en el que la capacidad de la energía para realizar trabajo adicional se volvió muy atractiva. Aunque Wood nunca aborda directamente el tema de la energía, su trabajo ha influido a Andreas Malm, cuyo libro Fossil Capital sí recoge esta cuestión.[7]

    Malm defiende que bajo las condiciones capitalistas, el carbón se convirtió en una herramienta de control social. El carbón centraliza la producción y reúne a los trabajadores bajo un mismo techo. Ello posee la doble función de hacer que los trabajadores tengan menos capacidad de hurtar a sus empleadores, lo que hace posible escalas de producción más elaboradas, y de permitir que los empresarios regulen más fácilmente los tiempos de trabajo y los niveles de producción. Además, el carbón ―junto con la maquinaria a la que da pie― hace que aumente la productividad: al ofrecer una fuente de energía mucho más significativa que el alimento y los músculos, incrementa la producción que puede ser generada por los trabajadores.

    Solo en Inglaterra se benefició la clase capitalista de estas características del carbón. En los demás países las estructuras económicas seguían otras lógicas que no recompensaban el aumento del rendimiento y la producción. Aunque los mercados existiesen fuera de Inglaterra, el poder centralizado y el excedente se obtuvieron a través del poder militar y político, y solo de manera secundaria mediante el poder económico. Por lo tanto, aunque el aumento de la productividad pudiera haberse dado por casualidad, las sociedades no se guiaban de modo sistemático por la necesidad de estar siempre aumentando la producción o la productividad. Como dicen Deléage et al., el carbón chino «no dio lugar a nuevas necesidades sociales, no expandió los límites de su propio mercado […], la protoindustrialización y el crecimiento económico fueron logros considerables, pero no consiguieron generar una rápida división del trabajo».[8] Para entender esta cuestión, analicemos la naturaleza de los mercados capitalistas con más detalle.

      

    Mercados capitalistas y las presiones para crecer

    Los economistas ecológicos Tim Jackson y Peter Victor llaman a esta dinámica la «trampa de la productividad».[9] Esto ocurre porque, en el capitalismo, los trabajadores tienen que ser capaces de vender su trabajo para poder acceder a un nivel de vida decente. Los capitalistas dependen del poder del mercado para obtener beneficios y, por ello, constantemente vuelven a invertir para incrementar la productividad. El aumento de la productividad implica que se necesitan menos trabajadores para producir una misma unidad de determinado producto. Así que si la producción deja de crecer, el empleo cae. Esto hace que los trabajadores deseen, de manera legítima, un crecimiento mayor y encarguen a los gobiernos que hagan todo lo posible para que aumente la actividad económica.

    Además, esta «trampa de la productividad» se retroalimenta a sí misma. La expansión de los mercados conduce a la división del trabajo; Adam Smith argumentaba que, ya que los trabajadores llegan a especializarse más, tienen una mayor capacidad para mejorar los procesos productivos en los que están involucrados. A un mayor nivel de especialización, se desarrolla una clase de trabajadores cuyo trabajo es únicamente hacer que la producción sea más eficiente. Pero a medida que la especialización de la gente aumenta, se depende en mayor medida de los mercados para obtener los bienes que necesitan, porque (y aquí utilizo un ejemplo personal) quienes nos dedicamos a estar sentados en un despacho leyendo a economistas que murieron hace tiempo no pasamos mucho tiempo cultivando nuestra propia comida, cosiéndonos nuestra propia ropa o salvando vidas. En este sentido, la expansión de los mercados crea las condiciones para un crecimiento posterior y la necesidad de que este tenga lugar.

    También es necesario hablar del capitalismo de consumo. Las innovaciones destinadas al crecimiento de la productividad no crean por sí mismas un mercado para un mayor volumen de mercancías. Esto implica que el capitalismo tiene que transformar no solo la producción sino también el consumo. Hoy en día esta transformación implica ―cada vez en mayor medida― el estímulo y la creación artificial de necesidades y de deseos de consumo por parte de la clase capitalista, que necesita que sigamos consumiendo para seguir obteniendo beneficios. William Morris afirmó que, para conseguir y mantener los beneficios, los capitalistas tienen que vender una «montaña de basura […], cosas que todos sabemos que no sirven para nada». Para crear la demanda de esos bienes inútiles los capitalistas fomentan «un deseo extraño y febril por las pequeñas emociones, por símbolos visibles, conocidos por el nombre de modas, un monstruo extraño que nace de la aspiración de tener una vida como la de los ricos».

    Buena parte de los estudios más actuales sugieren que la sociedad actual fomenta la idea de que el consumo es el camino hacia la mejora personal. El psicólogo Philip Cushman defiende que la actual configuración dominante del «yo» es un recipiente vacío que debe llenarse con bienes de consumo.[10] Este vacío, prosigue, viene de la ausencia de comunidad, tradición y significados colectivos. Estas cuestiones no van a resolverse a través del consumo. Bajo el capitalismo de consumo existe una incapacidad para imaginar el cambio social y personal si no es a través del propio consumo. Por ello, hasta los futuros que imagina la izquierda «radical» tienden a articularse en torno a niveles de consumo incluso mayores en lugar de imaginar nuevos modos de vida que prioricen nuestra necesidad de pertenencia a una comunidad y de tener un objetivo que esté más allá del consumo.

     

    No hay descarbonización bajo el capitalismo 

    Debido a la necesidad estructural de crecimiento que se da en el capitalismo, es altamente improbable que por sí mismo sea capaz de evitar un cambio climático catastrófico. Las tendencias estructurales hacia el crecimiento van a hacer que los esfuerzos por reducir las emisiones de carbono se vean sobrepasados por la expansión de la actividad económica. Esta es una cuestión polémica para la mayor parte de los ecologistas (y para muchos socialistas). Pero se trata de la elocuente historia del capitalismo.

    De momento, bajo el capitalismo los recursos no han sido conservados; al contrario, cuando aumenta la eficiencia o se encuentran nuevos recursos, se liberan otros que son utilizados por otras partes de la maquinaria capitalista. Por eso, la energía renovable y la energía nuclear todavía representan solo una parte pequeña del sistema energético global [imagen 1]. En el capitalismo han ido creciendo las fuentes de energía bajas en emisiones de carbono, pero no han sustituido de manera significativa a los combustibles fósiles. Al contrario, la energía baja en emisiones de carbono no es más que otro nicho disponible para alimentar el crecimiento de la actividad económica y obtener beneficios.

     

    Imagen 1. Uso global de energía primaria por tipo, 1900-2014. Fuente Cálculos propios del autor basados en los datos de De Stercke, 2014.

    Lo mismo se puede decir sobre el aumento de la eficiencia energética, que puede contribuir de manera fundamental a la descarbonización de la economía global, pero solo si se ve acompañada por un plan para limitar el tamaño de la economía. Bajo el capitalismo, las medidas de eficiencia energética conducen en realidad al crecimiento económico. Esto ocurre por la misma razón por la que la energía renovable no lleva necesariamente a la descarbonización. La eficiencia energética mejora la productividad y reduce los costes así que, en este sentido, refuerza los imperativos del crecimiento capitalista e impulsa la expansión económica, que en su conjunto requiere más energía.

    Es también por esto por lo que una práctica progresista contra el cambio climático irá en menoscabo del capitalismo. Solo vamos a evitar un cambio climático catastrófico si somos capaces de romper con la hegemonía del mercado y superar el imaginario social que, de manera ineficaz, vincula la satisfacción con el consumo.

     

    Entonces, ¿hacia dónde vamos?

    La economía, el sistema energético y el medioambiente están estrechamente relacionados. Combinando la economía ecológica y el marxismo político he propuesto un marco de trabajo en el que el cambio climático es parte fundamental del capitalismo y no solo consecuencia de él. El uso generalizado de los combustibles fósiles fue necesariamente puesto en marcha por y para las dinámicas capitalistas de crecimiento y expansión de la productividad. El cambio climático es por tanto una característica y no un defecto del capitalismo.

    Para evitar la catástrofe del cambio climático tenemos que romper con el ciclo expansivo de la economía. De lo contrario, las mejoras tecnológicas, la energía renovable y el aumento de la eficiencia energética solo van a ser un camino más para que los capitalistas hagan que crezcan la economía y sus beneficios. De igual modo, los impuestos al carbón y otros mecanismos de mercado simplemente van a reforzar las dinámicas centrales del mercado y cualquier efecto positivo va a verse sobrepasado por el crecimiento económico. Este crecimiento hará que se incremente el uso de energía, incluyendo el uso de energía fósil y ello nos sumergirá en un mundo en el que no sabemos cómo vivir. Es probable que a la larga la «Tierra invernadero» acabe con el capitalismo, pero antes destruirá los medios de vida de millones de personas debido a la meteorología extrema, a una mayor incidencia de enfermedades y al colapso ecológico. No hay razón para creer que esto nos vaya a conducir a un futuro mejor.

    Para poner fin al ciclo expansivo de la economía de una manera justa hay que ponerles límites a los mercados. Tenemos que hacer uso de la producción comunal, doméstica y estatal como medio principal para satisfacer las necesidades colectivas de la sociedad. Solo de este modo podemos poner fin a una sociedad orientada al crecimiento de la productividad. No hay nada en las formas de producción no mercantiles que las haga inherentemente más sostenibles (todas las actividades económicas utilizan energía), pero estos sistemas carecen de la vocación expansionista de los mercados. Por ello, las nuevas tecnologías y el aumento de la eficiencia podrían ser utilizados para sustituir a los combustibles fósiles en lugar de sumarse a ellos.

    Esta transición tiene el potencial de ser esperanzadora, una oportunidad para construir un sistema más humano. Un sistema que sea materialmente más pobre que la sociedad actual, pero no me refiero a «ecoausteridad». Mucha de la energía que se usa hoy en día se utiliza para producir bienes que no necesitemos y que no satisfacen nuestras necesidades. Richard Seymour lo expresa en el contexto de la teoría del valor-trabajo:

    La sobreproducción de «cosas» se obtiene a través de una costosa extracción del cuerpo de los trabajadores, una forma de austeridad que empobrece la vida. Y buena parte de esas «cosas» no son para el consumo de los trabajadores, sino que, la parte que no se consume en forma de beneficios y dividendos, es trabajo muerto cuyo efecto principal es el de lograr una extracción de trabajo posterior. Podríamos pensar en la conservación de energía como autodefensa de clase.

    Dicho de otro modo, el consumo es una manera ineficaz de construir una vida buena. Limitar nuestro consumo de manera colectiva podría abrir camino hacia un sistema económico mejor.

    Existen vínculos entre este y otros programas de izquierda radical: liberarse del mercado y reconvertir la producción en función de las necesidades sociales en lugar del beneficio son cuestiones centrales en el movimiento postrabajo,[11] pero este movimiento carece de una crítica al consumismo y su análisis del capitalismo no consigue incorporar con rigor las ideas de la economía ecológica. La perspectiva de una huida masiva al espacio prosigue con la fantasía de que el consumo puede satisfacernos y se basa en la idea de una expansión continua de la producción y del uso de energía. No está claro por qué aquellos que defienden un «comunismo de lujo completamente automatizado» (por ejemplo) creen que un programa político cuyo mayor atractivo está en poseer más cosas va a ser capaz de liberarse del ciclo expansivo que se halla en el centro de la catástrofe ecológica. Si la promesa es laaumentar el consumo de masas, va a ser difícil publicitar políticas para acabar con las fuentes de energía más eficientes y fiables a las que tenemos acceso. Bajo el capitalismo no se puede evitar el aumento del uso de los combustibles fósiles, pero esto no significa que todos los programas anticapitalistas representen soluciones igual de buenas. El camino a seguir está en la incorporación estos ímpetus radicales, pero criticando su fijación con el consumo y destacando las dinámicas destructivas que comparten con el capitalismo.

    Esto lo que hace es señalar cuál es el terreno para la lucha política. Los socialistas deben involucrarse con los ecologistas corrientes y trabajar con ellos. Tenemos un enemigo común en el gran capital de la industria de los combustibles fósiles. Muchos ecologistas se muestran críticos con la economía actual, pero carecen de un análisis completo de sus mecanismos. Extinction Rebellion es un ejemplo clave: un movimiento crítico que todavía es «apolítico».

    Sin embargo, quizás ellos sean nuestra mayor esperanza para construir instituciones que nos proporcionen comunidad, autonomía y un objetivo y, además, para acabar con la economía fósil del capitalismo expansivo.

     

     

    SIMON MAIR trabaja en la Universidad de Surrey, donde estudia historia económica y modelos económicos buscando salidas a la crisis ecológica.

    La ilustración de cabecera es Primitive Coal Mine (1943), de Harry Gottlieb. La traducción del artículo es de Alberto Martín.

     

    [1] Karl Marx, Capital: A Critique of Political Economy, vol. 1, Londres, Penguin, (1856) 1990, p.133, trad. Ben Fowkes [El capital. Crítica de la economía política, vol. 1, Madrid, Siglo XXI, (1975) 2017, p. 91, trad. Pedro Scaron].

    [2] Ibíd., p. 134 [trad. cast.: p. 92].

    [3] Louiss C. Ross, Gunnar Austrheim, Leif-Jarle Asheim et al., «Sheep Grazing in the North Atlantic Region: A Long-Term Perspective on Environmental Sustainability», Ambio, 45(5), 2016, pp. 551-566.

    [4] Ellen Meiksins Wood, The Origin of Capitalism: A Longer View, Londres, Verso Books, 2017.

    [5] Adam Smith, An Enquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Chicago, University of Chicago Press, (1776) 1976, p. 17 [La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza, 1994,p. 44, trad. Carlos Rodríguez Braun].

    [6] Wood, óp. cit.

    [7] Andreas Malm, Fossil Capital: The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming, Londres, Verso Books, 2016, pp. 258, 263.

    [8] Jean-Paul Deléage, Jean-Claude Debeir, Daniel Hémery, In the Servitude of Power: Energy and Civilisation Through the Ages, Londres, Zed Books, 1991, p. 59.

    [9] Tim Jackson y Peter Victor, «Productivity and Work in the ‘Green Economy’: Some Theoretical Reflections and Empirical Tests», Environmental Innovation and Societal Transitions, 1 (1), junio de 2011, pp. 101-108.

    [10] Philip Cushman, «Why the Self is Empty: Toward a Historically Situated Psychology», American Psychologist, 45 (5), 1990, pp. 599-611.

    [11] Kathi Weeks, The Problem with Work: Feminism, Marxism, Anti-Work Politics and Post-Work Imaginaries, Durham, Duke University Press, 2011.

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  • ¿Qué pasa con el Green New Deal?

    ¿Qué pasa con el Green New Deal?

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    Por Richard Seymour

    Este texto fue publicado originalmente en el Patreon de Richard Seymour con el título «What’s the Deal with the Green New Deal?».

    El texto que publicamos hoy tiene menos de un año. Aún así, a finales de marzo de 2020, puede dar la sensación de pertenecer a otro siglo. Algunas de sus preocupaciones fundamentales, centradas en los puntos débiles de un proyecto de Green New Deal para luchar contra los peores efectos del cambio climático, siguen estando vigentes. Otras, como la reacción de resistencia del capital internacional ante estímulos fiscales sustantivos, la necesidad de la nacionalización de sectores estrátegicos para evitar un colapso económico o la complicada interrelación entre políticas expansivas de empleos verdes públicos y decrecimiento, por mencionar algunas, parecen menores ante la enormidad de la crisis a la que se enfrenta el mundo a causa del virus COVID-19. Pese a ello, pensamos que algunas de sus reflexiones de fondo sobre a qué fuerzas se podría enfrentar un país que intentase ir contracorriente del capital internacional pueden ser relevantes en los meses y años futuros, y merecen publicarse y ser leídas. Si no fuese así, que el texto sirva al menos para reflexionar sobre lo rápido que pueden quedar obsoletos problemas y preocupaciones que hasta hace muy poco nos parecían centrales. (Contra el diluvio, 23 de marzo de 2020)

     

    Uno de los desarrollos políticos más prometedores en la actualidad en Estados Unidos y Reino Unido, dos de los estados más contaminantes del mundo, es el impulso creciente de algo llamado «Green New Deal». Quiero plantear algunas dudas sobre el tema, pero antes de nada merece la pena reconocer lo alto que ha conseguido llegar en la agenda política.

    En Estados Unidos, Alexandria Ocasio-Cortez ha demostrado una habilidad considerable a la hora de recabar apoyos para el Green New Deal con la resolución H. Res.0109. Entre sus apoyos en el Senado se puede encontrar una mezcla de liberales americanos tradicionales como Elizabeth Warren y oportunistas como Kamala Harris, Kirsten Gillibrand, Amy Klobuchar y Cory Booker. Una prueba de que Ocasio-Cortez es una defensora muy efectiva del proyecto.

    En Reino Unido existe desde hace años el Green New Deal Group, apoyado por un amplio abanico de economistas, miembros de Los Verdes y más gente, cuyo trabajo ha sido reconocido por el grupo Labour for a Green New Deal. Es probable que en el próximo manifiesto electoral del Partido Laborista aparezca una versión del Green New Deal. Algunos de sus elementos, en especial la idea de utilizar la inversión pública para potenciar la industria verde, ya han sido adoptados. Estas son únicamente dos versiones del Green New Deal, y no las más radicales. Sin embargo, me centro en ellas porque parecen tener trás de sí cierta autoridad e impulso.

    Hay algunas diferencias importantes entre los planes de Estados Unidos y Reino Unido. Ambos contienen un llamamiento a realizar grandes inversiones que transformen la red eléctrica y generen «trabajos verdes». Ambos hacen hincapié en la expansión de la red de transporte público y el uso de incentivos y garantías fiscales que promuevan el «reverdecimiento». Sin embargo, la diferencia fundamental es que el grupo británico pide una serie de controles económicos, sobre todo controles de capitales, restricciones de los mecanismos financieros, la división de los grandes bancos y la reducción en el papel de la City de Londres, mientras que la resolución H.Res.0109 no menciona ni la reducción en el poder de Wall Street ni el control de capitales.

    Se trata de una diferencia muy importante. Lo que uno pueda opinar sobre ella dependerá de la opinión que tenga acerca de la ideología win-win implícita en parte de la literatura sobre el Green New Deal; esta ideología sostiene que es posible contar con un crecimiento capitalista, salarios más altos, muchos trabajos sindicados y una esplendorosa y renovada economía verde sin que nadie salga perdiendo. Si crees, por el contrario, que una política restrictiva respecto al carbono sería costosa para el capital, entonces asumirás de modo sensato que el capital va a oponer resistencia ante una política de ese estilo. Dicho de forma más cruda: si cae la rentabilidad de las inversiones ―en una economía que ya parte de una situación de acaparamiento de capitales―, podría tener lugar una huelga de inversiones; el capital podría huir del país. Cualquier gobierno que carezca de herramientas para el control de capitales se va a encontrar en una situación imposible. Va a soportar una presión enorme para reducir de manera rápida el precio de la contaminación, la extracción y la explotación. Esto es lo que ocurrió con el esquema de comercio de emisiones de carbono de la Unión Europea.

    Sin embargo, esta diferencia puede no tener efectos prácticos. A día de hoy no está en los planes del laborismo la ruptura con las instituciones del capitalismo liberal global. Y todas esas instituciones, desde la Unión Europea hasta la Organización Mundial del Comercio, se oponen esencialmente al control de capitales. Este no es un consenso irreversible y podríamos imaginar cierta aceptación del control de capitales con unos objetivos «pragmáticos» y conservadores, pero un gobierno de izquierdas estaría sometido a más presión de la habitual. Por lo tanto, es posible que el laborismo no se sienta capaz de defender el control de capitales, o de dividir los grandes bancos, o básicamente de hacer nada que suponga un ataque frontal al poder de la City de Londres.

    En cualquier caso, todos los defensores del Green New Deal, ya sean radicales o progresistas, coinciden en la idea de utilizar el estado para llevar a cabo inversiones verdes financiadas con impuestos a la riqueza y al capital, la construcción de un nuevo sistema energético, la creación de puestos de trabajo, y el aumento de los salarios; modernización ecológica, y justicia social. Y aquí llegamos a mis preguntas; deben ser preguntas, obviamente, porque no soy un científico que estudie la tierra, así que quien pueda responderlas será más que bienvenido. Las preguntas son: ¿depende el Green New Deal, a pesar de su ambición admirable, del pensamiento mágico en lo que respecta a la tecnología y el capitalismo?; ¿son las herramientas legales que pretende utilizar las adecuadas?; ¿es o puede ser un plan internacionalista?; ¿corre el riesgo de mercantilizar todavía más la naturaleza?

    Empezaré explicando el motivo de mi primera pregunta. Si ―siendo conservadores― quisiéramos seguir las recomendaciones del Quinto Informe del IPCC (2013) para mantener las temperaturas por debajo de 2 ºC sobre los niveles preindustriales, nuestro presupuesto de carbono sería de 800.000 millones de toneladas. Este es nuestro límite absoluto. Lo que es peor: incluso este límite presupone un modelo lineal de cambio climático, algo que es absolutamente incompatible con la evidencia empírica de los últimos años y que muy probablemente subestima variables como las emisiones de metano. Además, 2 ºC adicionales ya traerán consigo muchos males. En cualquier caso, y basándonos en ese objetivo, en 2013 se estimaba que todavía teníamos 270.000 millones de toneladas en el presupuesto de carbón. Puede que el cálculo fuese erróneo. Puede que ya hayamos gastado todo nuestro presupuesto. Puede que las emisiones que ya se han producido valgan para subir las temperaturas globales más de 2 ºC. Pero aceptemos esa estimación por un momento. Si emitimos unos 10.000 millones de toneladas al año, nos quedan poco más de veinticinco años; es decir, la fecha límite se sitúa en torno al año 2040. Por supuesto, aunque tenemos que tener en cuenta la tendencia decreciente de la «intensidad global del carbono» (la cantidad de carbono emitido por cada dólar de crecimiento), las emisiones de carbono tienden a acelerarse con el crecimiento económico. Como señala George Monbiot, el desacoplamiento del crecimiento y la utilización de recursos se ha revertido en los últimos tiempos. Pero aunque esto no fuese así, las emisiones absolutas de carbono todavía seguirían creciendo. Si el año pasado emitimos 11.000 millones de toneladas, en 2023, con diez billones de dólares adicionales de PIB mundial, podríamos emitir ―hago los cálculos por encima― unos 12.500 millones de toneladas al año. Incluso si las emisiones permaneciesen estáticas en 11.000 millones, y es seguro que no lo van a hacer, nuestro presupuesto de carbono se agotaría como muy tarde en 2038.

    El Green New Deal reconoce el peligro inherente en este escenario. Tanto la versión de Ocasio-Cortez como la del Green New Deal Group proponen un objetivo de cero emisiones netas. Para conseguir esto en el marco del Green New Deal, el crecimiento económico tiene que desacoplarse radicalmente de las emisiones de carbono y metano. La industria, el transporte y la agricultura deben «reverdecerse». La propuesta más optimista para conseguirlo, dejando a un lado las fantasías nucleares, requiere un 100% de energías renovables y el desarrollo de tecnologías de captura y almacenamiento de carbono. En Estados Unidos, alrededor del 15% de la energía consumida en los mercados domésticos proviene de fuentes renovables. Para alcanzar un 100% de energías renovables que sean capaces de alimentar una economía en perpetua expansión deben darse una serie de requisitos. Primero, por supuesto, la industria de la energía fósil, con un valor mundial de unos 4,65 billones de dólares, debe desaparecer. Esto supondría un shock económico, además de una ruptura con los sistemas políticos que se han construido en torno a dicha industria. Segundo, y a no ser que tenga lugar un milagro tecnológico, la industria de la aviación va a tener que colapsar. Aunque se han hecho algunos vuelos experimentales con biocombustibles, la cantidad de producción agrícola necesaria para mantener todos los vuelos que se hacen hoy en día es simplemente insostenible. Tercero, la agricultura, que el año pasado supuso un 9% de las emisiones domésticas en Estados Unidos y Reino Unido (y más todavía si contamos las importaciones de carne, cereales y aceite de palma), tendría que menguar de forma muy severa. No hay alternativa: incluso con una mejora de las técnicas de cultivo, los hábitos alimentarios tendrían que cambiar de forma dramática, con un uso mucho más eficiente de los alimentos y una reducción en el consumo de carne. Otras industrias tradicionalmente dependientes de los combustibles fósiles y sus cadenas de distribución tendrían que adaptarse de manera muy rápida. La modificación de precios como incentivo para este cambio, asumiendo que funcionase, tendría que ser drástica. Para conseguir que el Green New Deal funcione va a ser necesario un golpe demoledor a la circulación de valores y beneficios.

    Al enfrentarse a estos dilemas, uno puede refugiarse en las ideas de la economía de «estado estacionario» o en el «decrecimiento». A fin de cuentas, el PIB es una forma muy mala de medir el desarrollo humano o la verdadera naturaleza de la producción en una economía capitalista. Debería ser posible promover el bienestar sin tener que asociarlo al valor añadido en dólares a la producción cada año. El primer problema de esta forma de pensar es sistémico. El capitalismo no puede no crecer. No es una elección de la que se pueda persuadir a otros con argumentos morales, desvíos o reformas incrementales. Ser capitalista implica invertir para que, en competencia con otros, tenga lugar un retorno que sea mayor que la inversión original. ¿Podría una economía capitalista sin crecimiento tener un aspecto que no sea el de un sistema roto? El segundo problema es político, y nos lleva de nuevo a la pregunta sobre si las herramientas que el Green New Deal quiere utilizar son las adecuadas. Es sensato esperar, como ya he dicho, que los capitalistas opongan resistencia a medidas que busquen restringir, si no destruir, su capacidad de expandirse perpetuamente y de extraer nuevo valor. Incluso si un gobierno nacional empezase a utilizar una medida del desarrollo diferente a la del PIB, necesitaría algún tipo de estabilidad macroeconómica en la que operar. ¿Cómo podría resistir una huelga de inversiones o movimientos especulativos contra su moneda? ¿Cuánta inversión pública en una «revolución industrial verde» sería necesaria para hacerse cargo del desempleo resultante? ¿Cuántas empresas debería nacionalizar el gobierno para evitar un colapso generalizado? El Green New Deal Group habla de control de capitales, pero, a pesar de que se trata de una herramienta esencial, ¿sería suficiente ante el tipo de crisis que estamos contemplando?

    Esto tiene relación con otro problema: no el de la resistencia capitalista, sino el de la cooptación capitalista. Hemos visto cómo los esquemas de comercio de carbono, al tiempo que han sido especialmente incapaces de frenar el aumento en las emisiones, han llevado a la creación de vastos y lucrativos mercados financieros mundiales. Los países que más redujeron sus emisiones en el esquema de comercio de carbono de la Unión Europea fueron aquellos cuyas industrias se fueron a pique, que fueron los mismos capaces de vender sus derechos de polución a economías con una economía industrial más poderosa. El Green New Deal busca utilizar algún mecanismo de precios sobre la naturaleza y los recursos para desincentivar la explotación y extracción y al mismo tiempo continuar dentro de los mecanismos de mercado. Por supuesto, hay varias formas de hacer esto. Pero ¿existe el riesgo de que estos mecanismos sirvan simplemente para mercantilizar todavía más el mundo natural, creando nuevos mercados especulativos sobre los derechos a la contaminación, en los que las empresas más contaminantes fuesen capaces de comprar ese derecho? En otras palabras, ¿no pudiera ser que un sistema de precios dejase fuera de juego a los pequeños productores y beneficiase a los monopolios?

    La siguiente pregunta nos alerta sobre un problema de una escala de otro tipo. El Green New Deal acepta el estado-nación como su terreno de acción natural. Por una parte, esto era de esperar, ya que ese es el nivel en el que puede tener lugar una intervención democrática en una economía capitalista. Y no sería mala cosa que fuesen los estados capitalistas ricos los que liderasen los trabajos de mitigación, ya que son ellos los mayores emisores y contaminadores. El problema, por supuesto, es que una ecología capitalista global requiere de una acción global. No serviría de nada hacer que el capital dejase de contaminar el agua en Detroit si dejamos que siga deforestando la Amazonia. No serviría de nada «reverdecer» la agricultura en Norfolk solo para dejar que el capital británico se beneficie del aceite de palma en Sumatra. El extractivismo es global y tiene una dimensión imperialista. Además, sin una acción coordinada en todo el planeta, el colapso de las industrias de extracción fósiles derivado de la desaparición de los mercados más grandes sería un golpe devastador a los trabajadores de las economías que dependen de dicha producción. En Oriente Medio, esto incluiría a muchos trabajadores migrantes cuyas condiciones son ya muy precarias. Todo esto solo para señalar algunos problemas de la justicia climática que trascienden a los estados nacionales. ¿Qué propuestas concretas tendría un Green New Deal para esta gente? ¿Sería un tipo de política con la que poner nuestra casa en orden, cerrar las puertas y desearles suerte a los demás? No parece que algo así sea compatible con las motivaciones detrás del proyecto.

    Hago estas preguntas como un amateur interesado y, por aclararlo, favorable en términos generales al Green New Deal. No las hago para «desprestigiarlo», sino para tratar de encontrar los límites de su punto de vista. Y si resultase que sí se puede encontrar cierta cantidad de pensamiento mágico en el proyecto, y si sí hay cierta miopía «nacional», entonces hago estas preguntas para sugerir que entonces vamos a necesitar un Green New Deal y algo más.

    RICHARD SEYMOUR es escritor y divulgador. Escribe habitualmente para The Guardian, Jacobin o The London Review of Books, entre otros medios. Es autor de ensayos como Against Austerity (2014), Corbyn (2017) y The Twittering Machine (2019).

    La ilustración de cabecera es obra de Peter Ryan.

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