Por Mary Heglar.
Este texto fue publicado originalmente en The New Republic con el título «What Climate Grief Taught Me About the Coronavirus».
He estado llorando mucho. Tanto que me preocupa que mis vecinos puedan escucharme a través de las paredes de yeso de mi apartamento en el sur del Bronx.
La parte más difícil de cada día es cuando abro los ojos por primera vez y me reencuentro con mi nueva irrealidad: estoy confinada en mi apartamento a menos que sea estrictamente necesario. Si salgo, tengo que armarme de desinfectante de manos, mantenerme a dos metros de otras personas y evitar tocarme la cara. Las personas no deberíamos tener que vivir así. Lo que lo empeora es que nadie parece saber cuando terminará.
El sueño se vuelve cada vez más escurridizo y menos fiable a medida que la pandemia ―su incertidumbre, su aislamiento, su posible número de muertes, sus despidos masivos― convierte mis sueños en pesadillas. Me despierto a las 2:00, a las 3:00 y a las 4:00 de la mañana a ver series que ya he visto una y mil veces en Netflix. Me transmiten una sensación de normalidad, son un recordatorio de un mundo que ahora mismo parece estar en caída libre entre mis dedos.
Como muchos neoyorquinos, había visto las señales antes de que nuestro gobernador pusiese al estado oficialmente «en pausa». Salí corriendo bajo la lluvia a llenar la nevera y la despensa todo lo que pude. Hice bien, pero ahora ni siquiera sé qué hacer con ello. Solía ser buena cocinera ―como diría mi madre, tenía «el toque»―, pero ahora cocino mal. No consigo centrarme. Quemo cosas. Uso demasiada sal o la olvido completamente. Es mejor así. De todas maneras, no tengo hambre.
Siento como si estuviese flotando en una nube ominosa de terror sordo, o revolviéndome dentro de un bote de miel. Tengo un nudo en la garganta. Todo es pesado. Todo es duro. Aún mientras escribo esto, me tiemblan los dedos y tengo que hacer pausas largas para hacer algo, literalmente lo que sea. A menudo me quedo mirando la pared.
Esto lo he sentido antes.
En 2014, decidí que era hora de dejar de huir de los titulares y mirar por fin al cambio climático a la cara. No sabía qué podía hacer al respecto, pero no creía que pudiese seguir mirando hacia otro lado y tener la conciencia tranquila. Ya he escrito sobre mi viaje a través del duelo climático: el shock, el tira y afloja, la desesperación, la depresión, la ira y mi negación a aceptarlo.
Todas las «personas del clima», como las ha llamado el meteorólogo y columnista Eric Holthaus, pueden señalar el momento en que la enormidad de la crisis les rompió el corazón. La experiencia es tan común como única. No todos hemos dado los mismos pasos en el mismo orden, pero todos hemos pasado por alguna versión de ello. En los últimos años, cada vez más personas hemos ido sintiéndonos cómodos hablando de ello en público. Es un ciclo que nunca termina porque es una crisis que nunca termina.
Mi duelo climático y mi duelo por la pandemia del coronavirus son demoledoramente similares. Ambas crisis representan cambios tectónicos en la forma en la que funciona el mundo. Ambas traen consigo un sentido de finalidad, de que «nada volverá a ser lo mismo». Ambas me obligan a aceptar el final de algo grande y precioso e irremplazable. Y no sé qué viene después.
También está la enloquecedora y exasperante similitud de ver al Poder Establecido ignorar la ciencia y descuidar su deber de proteger al público, haciendo que todos tengamos que valernos por nosotros mismos para luchar contra esta abrumadora y arrolladora amenaza a través de nuestras propias «acciones individuales». No tendríamos que estar pegándoles gritos a quienes van a los bares y a los que vienen de vacaciones si nuestro gobierno hubiera actuado a su debido tiempo con la información que tenía y hubiera cortado esto de raíz.
Los paralelismos entre la pandemia de coronavirus y la crisis climática tienen sus límites. Por un lado, si bien las acciones personales son importantes en la lucha contra el cambio climático, no son, de ninguna manera, la única opción. La acción colectiva será mucho más efectiva para lograr el gran cambio sistémico que realmente necesitamos. Sin embargo, respecto al coronavirus, todo lo que tenemos son acciones individuales. Por miedo a propagar la enfermedad, lo cierto es que no podemos unirnos para llevar a cabo una acción colectiva. Claro que podemos y debemos llamar a nuestros representantes, pero debemos hacerlo desde el aislamiento de nuestros propios hogares.
Tal vez la diferencia más difícil y vertiginosa sea la del tiempo. Me ha llevado cerca de cuatro años procesar del todo mi duelo climático (en la medida en que una puede hacer algo así), mientras que mi duelo por el coronavirus ha tenido que cumplir con una escala cruelmente comprimida a tan solo unas semanas. Además, el duelo climático era difícil de procesar porque no todo el mundo veía lo que yo veía. Sentía que podía ver el futuro próximo, tan cerca que podía tocarlo, pero para la gente de mi alrededor resultaba invisible. Veían un mundo que aún era seguro, que aún era estable. Por mucho que lo intentara, no podía quitarles la venda de los ojos. Eso no así en el caso del coronavirus, al menos ya no. Todo el mundo lo ve.
Resulta irónico y cruel, pero cuando he llorado por la crisis climática, lo he hecho por la llegada de pandemias. Sabía que el aumento de las temperaturas iba a permitir que las enfermedades peligrosas viajaran más lejos. Sabía que la intensificación de las tormentas e incendios iba a devastar nuestra infraestructura médica y que obligaría a la gente a vivir en condiciones que eran verdaderas zonas de recreo para el contagio. Sabía que el derretimiento del permafrost iba a desencadenar enfermedades literalmente prehistóricas y que nadie sabía cómo se se iba a desarrollar todo eso. Todo ello sigue siendo cierto, y solo sirve para agravar mi dolor por una pandemia que, hasta ahora, parece no haberse originado en ninguno de los escenarios que me atormentaban en sueños.
Esto es doloroso. Se supone que lo debe ser. Estamos sufriendo un trauma colectivo. Estamos viendo cómo cambia nuestro mundo y tenemos la sensación de que se está desmoronando. No es algo que deba hacernos sentir bien: es algo que no está bien.
Por duro que sea, por doloroso que sea, tenemos que aceptar la realidad de esta crisis. La negación, a menudo un paso crítico en el proceso de duelo, no es una opción. No va a haber vuelta a la «normalidad». De todas formas, eso siempre fue una ilusión. Ahora, frente a un virus altamente contagioso, volver a nuestras vidas cotidianas, con sus viajes de trabajo y visitas al gimnasio y grandes reuniones, sería una sentencia de muerte para muchos.
Creo que tenemos la capacidad de enfrentarnos a la gran incógnita que se halla al otro lado de este trauma colectivo. Pero solo si nos permitimos llorar nuestras pérdidas, ya sean temporales o permanentes. Si uno se fuerza a manterse entero, precisamente eso puede ser lo que haga que se venga abajo. Si algo he aprendido trabajando en el clima es que los corazones rotos, como los huesos rotos, no se arreglan hasta que los cuidas. He aprendido que la gente rota no arregla las cosas, sino que las rompe sin posibilidad de reparación. He aprendido que no se puede crear un mundo nuevo hasta que no se llora el viejo. He aprendido que tienes que curar tus propias heridas antes de poder curar a nadie, o nada.
No importa lo que venga después, nos vamos a necesitar los unos a los otros para enfrentarnos a ello. Eso quiere decir que aunque tengamos que mantenernos a distancia ahora mismo, seguimos teniendo que sostenernos unos a otros. Esta pérdida de intimidad no puede conllevar una pérdida de empatía. Es nuestro recurso natural más valioso y, en este momento, necesitamos cultivarlo como si nuestras vidas dependieran de ello. Porque es así. Si el mundo se desmorona, va a depender de nosotros el mantenernos unidos, el mantenernos en pie.
Tanto la crisis del coronavirus como la climática demuestran que nuestro mundo está inextricablemente interconectado y que es tan fuerte o tan frágil como lo sean esas conexiones. Tenemos que fortalecer esas conexiones. Es nuestra única opción. El sol va a salir de nuevo. Y yo estaré ahí contigo. Puede que no lo parezca, pero ya estemos a kilómetros de distancia o a solo dos metros, estamos todos juntos en esto.
Mary Annaïse Heglar, en sus propias palabras, escribe sobre justicia climática, despotrica, desvaría. Vive en el Bronx, pero sus raíces están en Alabama y Mississippi. James Baldwin es su héroe personal.
La ilustración de cabecera «Noche en el lago Ilmen» (Ivan Jakovlevich Bilibin, 1914), un diseño para la ópera Sadko.