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  • Green New Deal: una transición justa para los animales

    Green New Deal: una transición justa para los animales

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    Por J. K. Hafthorsson.

    En los últimos tiempos parece haber cierta unanimidad en el movimiento ecologista sobre la necesidad de cuestionarse al menos algunos aspectos de la explotación a la que sometemos a los animales. Esto se está asumiendo principalmente respecto a la ganadería industrial por su contribución al cambio climático, pero la actual pandemia ha hecho que también se pongan de relieve otros aspectos que normalmente quedan en un segundo plano, como el tráfico de animales salvajes o la fragmentación y destrucción de sus hábitats naturales. Habitualmente este tipo de cuestiones se plantean desde una óptica antropocéntrica, por los perjuicios que causan a la humanidad, y no suelen implicar un replanteamiento más profundo de las relaciones que establecemos con los animales no humanos. Sin embargo, estamos inmersos en una crisis ecosocial que requiere la necesidad de rehacer de forma global el sistema en el que vivimos para lograr un mundo que sea tanto viable a largo plazo como socialmente justo. Nos parece que este es un contexto que favorece poder empujar el debate de manera que también se tenga en cuenta la justicia en relación con los animales. Con el siguiente texto, originalmente publicado en We Animals Media, querríamos empezar a aportar ideas en este sentido, ya que expone de manera clara la importancia de que las políticas de transición ecosocial se realicen con criterios de justicia social, cómo el Green New Deal puede ser un instrumento político para ello y cómo eso requiere de los activistas por los animales que se involucren en el debate para dotarlo de contenidos al respecto.

    «La crisis climática podría ser la mayor oportunidad de justicia animal del siglo XXI». 

    La frase anterior replica una afirmación sobre la salud mundial hecha en 2015 en la respetada revista médica The Lancet. Los editores de la revista sostenían que las transformaciones sociales necesarias para abordar la crisis climática crean una oportunidad para enfrentar los problemas de salud mundial que preceden (y superan) la crisis. Lo mismo ocurre con nuestra violenta relación con los animales.

    La crisis climática no es la causa del brutal maltrato que la humanidad ejerce sobre los animales. Pero al hacer frente a la crisis climática tenemos una oportunidad sin precedentes de transformar esa relación para mejor. Los activistas por la justicia animal deben liderar los esfuerzos para asegurar que los no humanos formen parte de una «transición justa» hacia una sociedad poscarbono.

    El concepto «transición justa» surgió junto a las demandas por un Green New Deal. Se trata de una exigencia para que, mientras luchamos contra la crisis climática, no perjudiquemos a los grupos históricamente desfavorecidos y oprimidos, incluidos las trabajadoras y los trabajadores, las comunidades de color y los pueblos indígenas. El tipo de cambios sociales audaces y sustanciales necesarios para hacer frente a la crisis climática ofrece una oportunidad para crear un mundo más justo. Esa justicia puede, y debe, extenderse a los animales.

     

    Los combustibles fósiles y la economía animal

    Los animales están completamente insertados en nuestros sistemas económicos. Desde conejos para experimentación en laboratorios hasta mulas de carga y perros rastreadores de drogas, hemos reclutado animales para una serie de tareas. El papel más obvio y violento es el de fuente de alimento. La industrialización incrementó enormemente el número de animales utilizados para la alimentación.

    La industrialización de la producción de alimentos, incluyendo pescado, carne, lácteos y huevos, precedió a la Gran Depresión. Sin embargo, el desarrollo de nuevas tecnologías productivas de alta velocidad y a gran escala durante la Segunda Guerra Mundial se extendió a la producción alimenticia. Esto dio lugar a que que un número aún mayor de animales fueron arrastrados al sistema industrial. A medida que el número aumentaba, los animales eran tratados cada vez menos como seres vivos y mucho más como insumos materiales.

    El aumento de la escala y el ritmo de producción fue posible gracias a los combustibles fósiles. Los combustibles fósiles de alta densidad energética fueron los que impulsaron las nuevas máquinas. Además, también facilitó el transporte que fomentó la concentración para sacar partido de las economías de escala. El resultado fueron las llamadas de forma eufemística «operaciones concentradas de alimentación animal» (CAFO), más conocidas como granjas industriales. Los piensos cultivados de manera deslocalizada podían transportarse a grandes distancias para llevarlos hasta los animales alojados en enormes graneros atemperatura controlada, en los que se les sometía a la racionalización y normalización de la producción industrial. Los animales o los productos animales podían, de esta forma, ser transportados a mercados lejanos.

    Las granjas industriales aumentaron en escala y bajaron el precio relativo de los productos animales. A medida que aumentaba la oferta de animales como insumos, las tecnologías de procesamiento también se ampliaron, exigiendo cada vez más energía. La fuente de energía primaria provino del carbón y del petróleo crudo. Los combustibles fósiles están implicados en nuestro uso cada vez más inhumano de los animales. Además, traen consigo un número incalculable de efectos secundarios perjudiciales de las operaciones de cría de animales a gran escala. Esos daños están contribuyendo al cambio climático y a su vez empeorando a causa de este.

    En Carolina del Norte, el volumen de residuos producidos por los cerdos de las granjas industriales están expoliando el aire y el agua. Estos daños se pusieron de manifiesto con la llegada del huracán Florence, que provocó el fallo de los pozos negros donde se recogen los desechos de los cerdos. El cambio climático está haciendo que los huracanes sean más intensos y más frecuentes, aumentando la amenaza tanto para los animales que se encuentran en su camino como para los humanos que viven junto a las nocivas granjas industriales.

    El aumento de la escala y la concentración de la producción animal también ha conllevado la destrucción de la selva amazónica. Brasil exporta el 20% de la carne de vacuno del mundo. Tanto la creación de pastos como la producción de alimentos para el ganado están impulsando la deforestación. Entre las muchas consecuencias de la destrucción de la selva tropical está la pérdida de un importante sumidero de carbono: las selvas tropicales capturan grandes cantidades de carbono, que se libera cuando se destruyen los bosques.

    Estos ejemplos encierran otras formas de opresión. Las granjas industriales de Carolina del Norte están ubicadas en un número desproporcionadamente mayor en condados con alto porcentaje de personas racializadas. La deforestación del Amazonas invade los territorios de los pueblos indígenas. Las incontables injusticias del capitalismo están tan interconectadas que el cambio en una parte del sistema tendrá efectos incalculables en otras partes. Por eso un Green New Deal debe ser sensible a las muchas y complejas relaciones que están enmarcadas en los combustibles fósiles y las emisiones de carbono.

     

    (Green) New Deal

    El Green New Deal toma su nombre del New Deal de los años treinta. El New Deal fue un conjunto de políticas destinadas a sacar a la economía de Estados Unidos. de la Gran Depresión. Incluía reformas bancarias, nuevos y ampliados programas de bienestar social, y ambiciosos gastos en obras públicas.

    El nombre «Green New Deal» fue acuñado hace más de una década en un informe del Reino Unido en el que se esbozaban las políticas para hacer frente tanto a la crisis financiera como a la crisis climática. El concepto ha ganado visibilidad a lo largo del último año gracias a su más destacada defensora, la congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez. Otra defensora de alto perfil es Naomi Klein, cuyo último libro lleva el subtítulo de The Burning Case for a Green New Deal. Recientemente, jóvenes activistas organizaron una sentada en la Cámara de los Comunes de Canadá para exigir un Green New Deal.

    La aspiración del Green New Deal, al igual que el New Deal original, es la transformación económica para proteger a la gente de los daños actuales y para mitigar o eliminar las causas de esos daños. En el caso de la Gran Depresión, la causa (muy simplificadamente) fue la falta de inversión que creó una retroalimentación positiva entre la falta de empleos y la falta de demanda de los consumidores. En el caso de la crisis climática, la causa es la excesiva inversión en sistemas de producción de altas emisiones.

    El New Deal original necesitaba crear empleos para todos aquellos que no los tenían. El Green New Deal necesita mover a la gente de los trabajos de altas emisiones a los de bajas emisiones. Debe terminar con las prácticas insostenibles de producción y consumo. Esto requerirá algunos cambios radicales en nuestros sistemas económicos, lo que hace que la tarea del Green New Deal sea mucho más desalentadora que la de su homónimo. Pero es la magnitud del cambio necesario la que nos ofrece la oportunidad de cambiar nuestra relación industrializada con los animales.

     

    Aprendiendo del New Deal

    El New Deal tenía algunos defectos significativos; principalmente, que no logró su objetivo. Aunque el New Deal disminuyó la carga de la Gran Depresión, las políticas no devolvieron a la economía estadounidense los niveles de ingresos y empleo anteriores a la depresión. Hizo falta una ambiciosa transformación de la economía de cara a combatir en la Segunda Guerra Mundial para conseguir una verdadera recuperación económica. Esto sugiere que nuestros planes para cambiar la sociedad han de comenzar con la enorme transformación económica necesaria para derrotar al fascismo en Europa, que ya se consiguió en otros momentos históricos.

    Otro gran defecto del New Deal fue que favorecía de manera explícita a los estadounidenses blancos. Antes de la Gran Depresión, los estadounidenses negros tenían ingresos más bajos y sufrían un mayor desempleo que los americanos blancos, así que se vieron más afectados por la recesión económica. El gobierno de Estados Unidos podría haber aprovechado la oportunidad del New Deal para abordar la división económica entre los estadounidenses blancos y negros, pero las políticas mantuvieron y afianzaron esta división.

    El fracaso del New Deal para reconocer y abordar la injusticia racial es una de las razones por las que los defensores del Green New Deal hablan de una «transición justa». No podemos permitir que las políticas destinadas a crear una economía de cero emisiones refuercen los sistemas de opresión.

     

    Una transición justa para los animales

    Una de las preocupaciones planteadas sobre el Green New Deal es el aumento de la demanda de recursos para producir energía y productos de emisiones bajas o nulas. Este aumento afectará sin duda a las comunidades indígenas que históricamente se han visto afectadas negativamente por la extracción de recursos. Por ello, una transición justa no puede ser negociable. Sin una transición justa, la batalla contra el cambio climático agravará las desigualdades existentes.

    Afrontar el cambio climático podría perfectamente amplificar la violencia que ejercemos contra los animales. Por ejemplo, las leyes de bienestar animal existentes —conquistadas con dificultad gracias a décadas de activismo por los derechos de los animales— podrían ser tachadas de distracciones o cargas costosas por parte de las granjas industriales que tienen que hacer la transición a fuentes de energía de menor emisión. Si los costos aumentan como consecuencia de la acción climática, es probable que el recorte de costos en otros sectores de las operaciones de producción de carne, pescado, huevos y productos lácteos perjudique aún más a los animales.

    Por el contrario, si se contemplara mejora del tratamiento de los animales como un resultado importante y deseado, entonces la acción climática podría tener efectos positivos para la vida de los animales.

    Pensemos en el impacto de un impuesto a las emisiones. El aumento de los precios del combustible se transferiría los costes de producción de las granjas industriales, aunque no los eliminaría necesariamente. Si los costes de transporte aumentasen, la producción se ubicaría más cerca de los puntos de venta. Puesto que una misma explotación no podría suplir a tantos mercados como ocurre ahora, su escala se reduciría. Esto no eliminaría todos los daños causados a los animales, pero reduciría su sufrimiento.

    El precio de las emisiones de carbono es una medida importante, pero es insuficiente a la hora de abordar la crisis climática, especialmente si queremos una transición justa. Las políticas gubernamentales basadas en las demandas de los activistas son necesarias y debemos dar prioridad a una acción gubernamental contrastada, que es la que puede cambiar de una forma única y a la velocidad y escala necesarias los sistemas de producción para que tengan emisiones netas nulas. En ese cambio, hay una oportunidad increíble: por un lado, las políticas que priorizan la seguridad alimentaria local también cambiarían la economía de la agricultura industrial; por otro, la innovación apoyada por el gobierno en la producción de proteínas podría reemplazar la proteína derivada de los animales, que es cruel y produce altas emisiones.

    Los movimientos populares también son necesarios. Los activistas pueden enfrentarse a las empresas y los gobiernos que se niegan a aplicar políticas justas de carbono; sin embargo, los movimientos deben entender cómo la crisis climática se cruza con otros problemas sociales. Como se ha señalado anteriormente, los daños de las granjas industriales de Carolina del Norte intersectan con la opresión racial; los daños de la deforestación en el Amazonas se cruzan con los derechos de los indígenas. Siempre va a haber consecuencias no deseadas, pero la justicia debe ser nuestra guía.

    Ante el empeoramiento de los huracanes, deben reducirse las operaciones con ganado porcino a gran escala de Carolina del Norte para disminuir la amenaza de los desechos de los cerdos, lo que aumentaría el precio del cerdo, reduciendo la demanda. Un boicot a la carne de vacuno brasileña tendría un efecto similar. En ambos casos, debemos ser conscientes de las consecuencias negativas, especialmente la pérdida de puestos de trabajo. La solución más rápida a estas pérdidas requiere la acción gubernamental. Algunas de las personas que defienden un Green New Deal incluyen reivindicaciones de que se garantice el empleo. Esto traería consigo una red de seguridad para aquellos cuyos empleos dependen de la producción de altas emisiones. Sin embargo, también reduciría la necesidad de aceptar trabajos indeseables, peligrosos y mal pagados asociados con la producción animal.

    El futuro poscarbono está llegando, lo queramos o no. Puede implicar un descenso brutal a la barbarie, en el que los intereses particulares apuntalen sus privilegios o puede ser una transición justa que incluya cambios drásticos y positivos en nuestra relación con los demás, con los animales y con la Tierra.

     

    WE ANIMALS MEDIA (WAM) es una organización sin ánimo de lucro con una perspectiva internacional y afincada en Toronto, Canadá. Se dedica a documentar las vidas de los animales en entornos humanos: aquellas utilizadas para la alimentación, la moda, el entretenimiento, el trabajo, la religión y la experimentación. El objetivo de WAM es dar visibilidad a estos animales a través de la fotografía y las películas y extender sus historias a través de alianzas con diferentes organizaciones y medios de comunicación. El We Animals Archive es un archivo accesible en todo el mundo que contiene miles de imágenes y vídeos sobre nuestra relación con los animales a lo largo y ancho de todo el mundo. Este trabajo está disponible de manera gratuita para toda persona u organización dedicada a ayudar a los animales.

    La ilustración de cabecera es «Hügel» (2017), de Hartmut Kiewert.

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  • Teletrabajo, tecnoutopías e ideologías de lo doméstico

    Teletrabajo, tecnoutopías e ideologías de lo doméstico

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    Por Àngel Ferrero.

    En los últimos meses un número sin precedentes de personas han tenido que trabajar desde sus casas. No todas, ni en todos los sectores productivos, ni en las condiciones que a muchas les hubiese gustado. Aun así la crisis del COVID-19 ha supuesto uno de los primeros experimentos a gran escala y a nivel mundial de una transición al «teletrabajo». Como aportación al debate colectivo sobre esta experiencia publicamos esta tribuna de Àngel Ferrero, en la que se analizan críticamente tanto la realidad desigual como la potencialidad y limitaciones del teletrabajo.

    Una de las medidas decretadas estas últimas semanas por numerosos gobiernos para reducir el contagio del SARS-CoV-2 ha sido el confinamiento de la población. Para no detener su actividad económica, son muchas las empresas que han recurrido al teletrabajo y los principales medios de comunicación han publicado varios artículos ensalzando sus virtudes. Sin embargo, desde las redes sociales y algunos medios no se tardó en señalar lo obvio: no sólo todos los empleos no lo permiten, sino que muchos de ellos pertenecen a la categoría de trabajos esenciales en época de pandemia, y algunos de éstos se encuentran, además, entre los peor remunerados. Solamente en Francia se calcula que pueden recurrir a esta modalidad de empleo un 60% de los trabajadores especializados, pero únicamente un 1% de los trabajadores sin especialización o que desempeñan trabajos manuales, según una encuesta del Institut national d’études démographiques (Ined). Pero incluso entre los trabajadores de cuello blanco el teletrabajo está lejos de ser la panacea que han presentado estos días los utopistas tecnológicos.

    Las ventajas, reales o supuestas, del teletrabajo acostumbran a presentarse más o menos como sigue: este permite trabajar cómodamente desde el propio hogar, organizar de manera flexible el horario laboral, conciliar el empleo con el trabajo doméstico y la vida familiar, evitar el contacto con colegas desagradables y así sucesivamente. En este sentido, esta promoción del teletrabajo puede enmarcarse en lo que John Hartley llamó «ideología de lo doméstico» en su análisis sobre el papel de la televisión en los cambios en el urbanismo y la distribución de los espacios en los hogares durante la segunda mitad del siglo XX, cuando «el problema era la incontrolada y siempre creciente clase trabajadora urbana». «En lugar de controlarla como a una fiera desde el exterior, mediante aparatos represivos del Estado como la ley, el gobierno, las fuerzas armadas, las prisiones, la policía y, finalmente, los psicólogos, se pensó que resultaría mejor crear las condiciones para el autocontrol y la autoadministración por parte del pueblo», escribe Hartley. En esta ideología de lo doméstico –«una campaña tanto política como comercial»–, el hogar «se convirtió en algo más que una vivienda, más que un refugio, se convirtió en un estilo de vida en sí mismo y en las actividades que debía sostener».

    En estos artículos los inconvenientes se reducen generalmente a la capacidad de los propios trabajadores para organizar su horario laboral, mantener una disciplina y evitar la tentación de procrastinar. Se olvida, o se quiere olvidar, que el trabajo también es para millones de personas un espacio de socialización, con todo lo que ello implica. No sorprende que el teletrabajo sea un modelo tan bien valorado por muchas empresas: la atomización social dificulta la organización sindical. ¿Cuántos inspectores de trabajo acuden a los hogares para comprobar que se cumplen las condiciones y los horarios de trabajo? Además, como sabemos por los casos de autónomos y falsos autónomos, el teletrabajo puede acabar desplazando algunos costes al propio trabajador, que corre así con los gastos de electricidad, teléfono y en no pocas ocasiones su propio equipo informático. Los precedentes invitan por lo demás a la desconfianza: el acceso de millones de personas a Internet en la década de los noventa, en ausencia de otras medidas (y más bien en presencia de medidas regresivas en lo laboral), no ha conducido a ninguna utopía tecnológica, y la intensidad y la duración de la jornada laboral, así como el control de las empresas sobre sus empleados, no únicamente se han mantenido, sino que en ocasiones se han intensificado debido a esas mismas nuevas herramientas tecnológicas, también en aquellos que trabajan desde casa, por ejemplo mediante programas que supervisan el uso del teclado, el cursor o el tiempo que el monitor está encendido antes de que se active el protector de pantalla.

    Trabajar desde casa, ¿menos trabajo?

    Las quejas habituales de quienes trabajan en casa van por lo común desde la difuminación de los límites temporales y espaciales entre trabajo y vida personal hasta la exigencia de las empresas hacia sus empleados de presentar plena disponibilidad a la hora de responder correos electrónicos y llamadas de teléfono, pasando por problemas en la comunicación con otros miembros del equipo, pérdida de motivación y sensación de soledad. No son pocos los casos que terminan en el llamado síndrome de desgaste profesional –popularmente conocido como burnout– y, si el trabajador no responde a las demandas de sus jefes, puede ser despedido sin contemplaciones y sin el temor a esperar ninguna contestación: al fin y al cabo, entre él y sus compañeros de trabajo no existen apenas vínculos emocionales y seguramente ni siquiera hayan tenido que verse en persona. Mientras el trabajador cree que se ha liberado del yugo empresarial y retomado las riendas de su vida (incluso, en no pocas ocasiones, que se ha convertido “en su propio jefe”), desde las cumbres de su empresa se le ha despojado de prácticamente todos sus atributos humanos y convertido imaginariamente en pura fuerza productiva, y, si no cumple con los resultados, se cambia por otro, sin más.

    Sobre la productividad, resulta revelador un estudio de la consultora estadounidense Airtasker realizado el pasado mes de marzo entre más de 1.000 empleados, 505 de ellos en régimen de teletrabajo. De media, quienes trabajaban desde casa lo hacían 1’4 días más por mes, o unos 16’8 días más al año, que aquellos que trabajaban en la oficina. Del mismo modo, se calculó que los empleados en una oficina perdían una media de 37 minutos diarios en distracciones (sin contar las pausas para comer o tomar un café), frente a los 27 minutos de quienes trabajaban desde casa. El estudio también demostró que los empleados en oficinas socializaban más con sus colegas: hasta una hora diaria de conversación no relacionada con el trabajo, mientras el tiempo se reducía a 29 minutos para quienes trabajaban desde casa. El porcentaje de éstos que dijo tener problemas para conciliar su vida laboral y personal (29%) fue superior al de quienes trabajan en una oficina (23%). Finalmente, cuando se entraba en preguntas concretas en este capítulo, prácticamente todos y cada uno de los porcentajes eran peores para el teletrabajo con respecto al trabajo en oficina: estrés excesivo durante la jornada laboral (54%-49%), elevado nivel de ansiedad (45%-42%), procrastinación (37%-35%), abandono de la tarea por el estado mental del trabajador (31%-30%), abandono del trabajo antes de tiempo por sentirse sobrepasado (26%-17%), evitar interactuar con otros trabajadores (23%-29%), dificultad a la hora de gestionar las emociones en el trabajo (21%-21%), saltarse el trabajo debido a la baja motivación (18%-17%).

    La perspectiva ecológica

    Del teletrabajo también se ha dicho que ayudaría en la lucha contra el cambio climático al reducir o incluso eliminar el desplazamiento hasta el puesto de trabajo, y que atesora el potencial de modificar planes urbanos por completo, favoreciendo la descentralización y la creación de entornos más amables para el ciudadano en detrimento de la especialización por barrios y los conocidos rascacielos de oficinas de vidrio. Dejando de lado que este argumento tiene exclusivamente en cuenta el transporte individual en automóvil y olvida el transporte público, considérese este otro ejemplo: el 22 de marzo Bank of America y Wells Fargo anunciaron el cierre de todas sus oficinas en India y enviaron a sus empleados a continuar trabajando desde casa. El problema, como no tardó en descubrirse, es que no todos los empleados disponían de ordenadores portátiles ni tabletas con las que realizar su trabajo. Solamente Wells Fargo cuenta con unos 20.000 trabajadores en India (datos de 2019). Cabe preguntarse cuál es el coste no ya económico, sino ecológico de multiplicar el número de dispositivos –cuya fabricación requiere por lo demás un elevado consumo de energía y cuyo uso incrementa considerablemente el consumo de electricidad– en comparación con un equipo informático en un centro de trabajo que puede ser compartido por varios empleados. En efecto, en la publicidad de los fabricantes se destaca la capacidad de almacenamiento de estos dispositivos y la posibilidad de ejecutar diversas tareas con ellos como parte de su saldo positivo en lo ecológico, pero se calla convenientemente que están enfocados más a un uso individual que colectivo. A este respecto resulta conveniente recuperar el concepto de «anticomunista» propuesto por Wolfgang Harich en Comunismo sin crecimiento (1972). «Defino como anticomunista aquel medio de consumo que no podría jamás ser consumido, fuesen cuales fuesen las condiciones de organización de la sociedad, por todos y cada uno –sin excepción– de los integrantes de la sociedad», escribía Harich, «por lo que en caso de que se quisiera prolongar indefinidamente su producción, haría imposible el tránsito al comunismo, puesto que este excluye por definición un consumo ligado a diferencias de ingreso y a privilegios».

    Los problemas, sin embargo, no terminan aquí. «Se puede tener un edificio muy eficiente en una ciudad donde la gente camina o utiliza el transporte público, pero si quienes trabajan desde su hogar encienden la calefacción en toda la casa, [el balance ecológico] es negativo», observaba hace unos años Paul Swift, asesor de Carbon Trust, en declaraciones a la agencia Bloomberg. Así, continuaba este medio, «sólo los trabajadores que viven lejos de la oficina, que de lo contrario tendrían que ir en automóvil, contribuyen una reducción global de la contaminación […] los que caminan o toman el transporte público incrementarían sus emisiones trabajando desde casa.» Todo ello sin entrar en cuestiones como la obsolescencia planificada o, en un plano ideológico, la cultura de consumo.

    Nada de esto constituye, por supuesto, un rechazo frontal al teletrabajo. Este no es per se negativo, pero depende, como tantas otras cosas, del marco de relaciones sociales y laborales en el que se implementa. En el actual muy bien pudiera ocurrir que, en vez de llevarnos a las utopías tecnológicas de liberación individual recicladas de los años noventa, nos condujese a escenarios de más explotación laboral y un mayor control social y desintegración social.

     

    La ilustración de cabecera es «En el taller de un tejedor», de Cornelis Gerritsz Decker (1625-1678).

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  • Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

    Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

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    Debemos frenar la disolución que corroe y corrompe las raíces de la sociedad humana.
    El árbol desnudo y estéril puede reverdecer de nuevo. ¿Acaso no estamos preparados?

    ANTONIO GRAMSCI

    Introducción

    Escribimos esto cuando llevamos casi dos meses de aislamiento. Llega a ser abrumadora la cantidad de artículos, columnas y publicaciones en redes sociales acerca del significado de la pandemia del COVID-19, debatiendo qué medidas deberíamos tomar y qué impacto va a tener a largo plazo en nuestra sociedad. En todo caso, si echamos un vistazo a todas las perspectivas distintas al respecto parece que una cosa está clara: como mínimo existe la intuición de que, tal y como reza el título del libro de Naomi Klein, «esto lo cambia todo». Por supuesto, la gran pregunta es cuáles son esas «cosas» que van a cambiar y en qué sentido lo van a hacer. Si la esfera de la sociedad que ha sufrido un impacto más directo por el coronavirus pudiera ser un indicador de por dónde pueden venir los cambios en un futuro, sabemos hacia dónde mirar: necesariamente, hacia el trabajo, entendido en un sentido amplio que alcanza tanto lo que la ortodoxia económica reduce a «recursos humanos» como todas las labores y esfuerzos implicados en la esfera reproductiva de la sociedad.

    La experiencia de los millones de personas que vivimos en países donde el coronavirus sigue haciendo estragos es bastante similar. Para empezar, por supuesto, existe la posibilidad de que tú o una persona cercana a ti hayáis padecido el virus, o incluso que conozcas a alguien que haya fallecido. Por si eso no fuera suficientemente horrible, la crudeza del aislamiento hace que toda emoción se agudice y que todo empeore, pues se nos impide pasar los últimos momentos junto a nuestros seres queridos enfermos. Existe, además, el aislamiento propiamente dicho, el estado de excepción que impide o limita al máximo las salidas del hogar de toda la población. Este confinamiento para minimizar los contactos entre personas y sus efectos en la economía es el detonante de la previsible nueva gran recesión que nos espera. Millones de personas han tenido que dejar de trabajar (en España puede que hayan sufrido un ERTE, o la empresa para la que trabajen haya desaparecido, o que los acuerdos por fuera de la ley se hayan volatilizado; en Estados Unidos, por ejemplo, sabemos que en pocas semanas está habiendo millones de nuevos demandantes de empleo, muchísimos más de los que hubo tras la crisis de 2008). Solo algunas de aquellas personas con un trabajo de oficina pueden seguir teletrabajando y continuar con su actividad desde casa, otras han tenido que volver a su puesto trabajo para que no se hundieran las empresas después de la paralización casi completa de la economía; la otra cara de la moneda la encarnan aquellas personas que desempeñan trabajos que se consideran «esenciales» y que en ningún caso han podido frenar: personal sanitario, de limpieza, trabajadoras y trabajadores de comercios de productos básicos…

    Esta clasificación entre trabajos «esenciales» y «no esenciales» y el gravísimo problema sobre cómo asistir a todas aquellas personas trabajadoras que han visto reducidos sus ingresos, o simplemente los han visto desaparecer, son la forma en que la crisis del COVID-19 ha revelado las ya maltrechas costuras del modo de producción capitalista (neoliberal, pero no solo). De hecho, cuando hablamos de trabajos esenciales, ¿nos preguntamos para qué lo son? ¿Qué implica que existan tantos trabajos no esenciales y que aquellos que sí lo son se den habitualmente manera muy precaria, cuál ha sido la motivación política detrás de esta precarización? Y, por supuesto, la pregunta fundamental: ¿el «derecho a la existencia» lo debe proporcionar tan solo el acceso a un trabajo?

    Tanto los debates que han ido surgiendo conforme la situación ha ido empeorando como muchas de las medidas propuestas para paliarla recuerdan en cierto modo a los que conforman los programas de transición climática justa. Pero mientras que el cambio climático se suele ver como una amenaza en un horizonte lejano y cuyos efectos pareciera que fuesen a afectar a elementos tan inabarcables como «el planeta» o «la humanidad», el COVID-19 ha aparecido como un torbellino súbito y ha trastocado inmediatamente nuestras vidas de formas muy concretas. Sabemos que para luchar contra la emergencia climática necesitamos repensar toda la estructura del trabajo en nuestra sociedad, y la crisis del coronavirus la ha dejado completamente al desnudo. Aquí hablaremos acerca de estos problemas a través del trabajo, sobre cómo debería darse en una sociedad ecosostenible y acerca de los pasos necesarios que nos quedan por delante.

    Sobre el trabajo perdido

    Para intentar comprender cómo el papel del trabajo se ve modificado por la situación tan extraordinaria que vivimos y cómo se verá afectado por las situaciones futuras igualmente extraordinarias que seguro vamos a vivir en los próximos años, reflexionemos un momento sobre qué entendemos hoy por trabajo, sobre cómo nos lo han arrebatado y sobre por qué tenemos que recuperarlo para no salir escaldados de todo esto.

    ¿Cuál es nuestra relación con nuestro propio trabajo? ¿Y con la naturaleza? ¿Puede que esta sensación doble de que de ambos nos separa una brecha cada vez más amplia tenga alguna relación? Para responder, intentemos dar un paso atrás y tomar un poco de perspectiva.

    Durante la modernidad se ha ido refinando y tecnificando un mecanismo que ha ayudado de manera muy eficiente a que el modo de producción y de vida capitalista arraigue, medre y conquiste todos los espacios de nuestras relaciones sociales, y no solo las laborales. Ese mecanismo, que es un mecanismo de dominación y establecimiento de jerarquías, está basado en el establecimiento de divisiones socioeconómicas, o en el aprovechamiento y la asimilación de las ya existentes, y en que esas mismas divisiones comiencen a funcionar en interés del propio capitalismo. Esas dicotomías, es cierto, a menudo provocan que los elementos divididos se enfrenten (el ser humano contra la naturaleza, por ejemplo, o una clase social contra otra), conduciendo al capitalismo a situaciones críticas, a momentos de posible ruptura. Pero no se debe perder de vista que la tendencia de quien se encuentra en una posición dominante es la de mantener esa división dentro de los límites y las normas del propio capitalismo, para así poder afianzar precisamente esa dominación. De alguna manera, y perdón por la aparente paradoja, ese mecanismo nos escinde para reunirnos en tanto que escindidos. Estas dicotomías, en las que vivimos y sufrimos cotidianamente, son múltiples y nos son más que conocidas, pues se han repetido bajo formas diferentes durante siglos: división sexual, división racial, división entre trabajo intelectual y trabajo físico, división nacional, división entre clases, división entre campo y ciudad y, claro, división entre humanidad y naturaleza. Es relevante poner sobre la mesa que estas divisiones se producen (por imposición, por consenso o por la vía que sea), porque esto implica necesariamente que, si ha habido unas condiciones históricas que han dado pie a ello, por esa misma razón puede haber otras condiciones históricas que conduzcan a otro lugar. Quizá un lugar mejor.

    Todas estas dicotomías tienen, de hecho, un papel importante a la hora de explicar las causas y las posibles soluciones al cambio climático, que es a lo que nosotras y nosotros nos dedicamos habitualmente. Pero es evidente que quizá la que más útil nos resulte en este punto sea la división entre ser humano y naturaleza, hasta cierto punto presente desde la existencia misma de la agricultura, al menos a un nivel analítico, pero ahora racionalizada y ampliada hasta límites «exterministas». Y es que, de hecho, y a grandes rasgos, no es la unidad entre ser humano y el resto de la naturaleza (una unidad no desprovista de conflicto y, no nos engañemos, de cierto grado de destrucción) lo que requeriría una justificación o una refutación, sino la brecha abierta entre ambos, una escisión ideológica y material de raíces profundas. A modo de caso de esta condición escindida, uno inmejorable y bien ilustrativo es el de las reservas naturales. Instintivamente nos pueden parecer una opción más que encomiable y digna; ¿cómo iba a ser de otro modo, ante la destrucción continuada y ampliada del medioambiente a la que venimos asistiendo desde hace décadas? ¡Hágase lo necesario por conservar la naturaleza, lo que de ella pueda quedar! Sin embargo, puede parecer que la única manera que se nos ocurre para conservar un ecosistema y sus equilibrios es una en la que los seres humanos estamos ausentes y en torno a la cual se han levantado fronteras y vallas. Son espacios protegidos…, ¿de quién hay que protegerlos?

    Pero, en fin, ¿qué tiene que ver nuestra relación, nuestra unidad o nuestra separación respecto a la naturaleza a la hora de hablar del trabajo? Pues precisamente mucho. Entendemos que esta escisión ―que denominamos «alienación de la naturaleza»― se halla en la base de toda definición de trabajo que podamos dar.

    El trabajo es, bajo nuestro punto de vista, la manera fundamental y el medio a través del cual se organizan no solo nuestras relaciones sociales, sino también nuestra relación con el resto de la naturaleza. Por resumirlo en una fórmula ya clásica: el trabajo es el metabolismo entre los seres humanos y la naturaleza. Lo que esto significa es que el trabajo es necesariamente el «lugar» en el que poner fin a una relación metabólica que ahora mismo es insostenible y que está basada en la dominación, porque lo cierto es que no deberíamos aspirar a gobernar la naturaleza, si es que esto fuera posible: lo que es necesario gobernar ―ordenar, planificar, coordinar, como se lo quiera llamar― es nuestra relación con el resto de la naturaleza. Decíamos antes que el mecanismo de divisiones propio de la modernidad traía siempre un ordenamiento jerárquico y de dominación, y eso mismo ha pasado con nuestro modo de relacionarnos como sociedad (como sociedad capitalista) con la naturaleza. Lo que sucede en este caso es que esa división o fractura no solo ha construido una relación de sometimiento y conquista ―visible en diferentes órdenes: geográfico, alimentario, cultural, simbólico…―, sino que además ha desatado reacciones naturales que han conducido a la crisis ecológica que actualmente estamos afrontando y de la que estos turbulentos meses son en realidad una parte. Esto es así porque la forma en que se ha organizado nuestro trabajo rompe y sigue rompiendo a escala global el metabolismo entre ser humano y naturaleza, y cuando hablamos de metabolismo social-natural nos referimos sencillamente al intercambio de energía que debe tener lugar entre los seres humanos y el resto naturaleza para que nuestra vida pueda sostenerse.

    En ese intercambio, como decimos, el trabajo es el eslabón fundamental, es el espacio en el que ese metabolismo se realiza, donde se da la posibilidad de que todo ello esté en equilibrio, sea sostenible, pueda perdurar. Pero ese metabolismo se ha fracturado: lo que extraemos de la naturaleza ya no somos capaces de devolvérselo y, si lo hacemos, es en condiciones tan brutales que su asimilación es imposible. De esto el ejemplo más evidente y conocido ―pero desgraciadamente no el único, podríamos redactar una larga lista― está en las emisiones de CO2. El modo de producción capitalista, en el que de mejor o peor gana participamos y vivimos y que ha sido dependiente a lo largo de todo su desarrollo de las energías fósiles (tanto, de hecho, que es difícil imaginar que abandonemos estas sin abandonar aquel), ha lanzado y sigue lanzando a la atmósfera una cantidad tan inasumible de CO2 que los ecosistemas no son ya capaces de absorberlo. Recientemente se han superado por primera vez en millones de años las 417 partes por millón de CO2 en la atmósfera, cuando en 1950 apenas se superaban las 300 ppm, y antes de esa fecha, desde que el ser humano habita la Tierra, ni siquiera se habían alcanzado tales niveles. Estas cifras pueden no resultar impresionantes a primera vista, o pueden de hecho no decirnos nada, pero se vuelven angustiantes si entendemos que todos los equilibrios de la Tierra son tremendamente frágiles y que una ruptura del ciclo del carbono como esta pone en riesgo el delicado sistema que permite tanto nuestra supervivencia como la de muchos otros seres vivos y ecosistemas en general. El trabajo, por tanto, que tenía y debería tener una función productiva y reproductiva de las condiciones de vida del ser humano (y de ello hablaremos más adelante), ha adquirido un cariz distinto al insertarse, a su manera, en el modo de producción y acumulación capitalista. Ahora nuestro trabajo es una «fuerza productivo-destructiva».

    Precisamente participamos ―como decíamos, de mejor o peor gana― en estas fuerzas productivo-destructivas porque el impulso que ha alimentado la escisión entre los seres humanos y la naturaleza es el mismo que ha llevado a que nos hayamos escindido de nuestro propio trabajo: no tenemos capacidad ni individual ni colectiva para decidir en qué trabajamos, dónde trabajamos, con quién trabajamos, para qué trabajamos, para quién trabajamos ni de si tiene sentido continuar produciendo, vendiendo, distribuyendo o comunicando tal o cual mercancía, pese a su habitual banalidad, pese a estar a disposición de riquezas ajenas y pese a que nos pueda estar llevando al desastre. El trabajo así, en estas condiciones, en las que tenemos poco que decidir y que únicamente aspira a más y más acumulación, al sostenimiento a cualquier precio de unas tasas de ganancia que ya no son sostenibles en ningún sentido, sigue siendo la actividad que rige nuestra relación con la naturaleza, eso es cierto, pero es una relación en la que la naturaleza es sistemáticamente destruida por las necesidades de acumulación de un puñado de hombres y en la que el trabajo es sistemáticamente sometido y robado. (Y, aquí, una nota relevante: está por demostrarse la conexión necesaria entre aumento de la productividad y de la acumulación, por un lado, y la reducción general de la pobreza, por otro, que es lo que en ocasiones nos convence a todas y todos para seguir funcionando dentro de estos parámetros; si algo ha quedado demostrado precisamente es que, pese a que en términos generales se incremente la riqueza material de las sociedades en su conjunto, lo que reproducen las sociedades capitalistas, tanto fuera de sí como en su seno, es la pobreza).

    Así pues, estas dos escisiones ―la nuestra respecto a nuestro trabajo y la nuestra respecto al resto de la naturaleza―, que en la práctica son en realidad una, requieren con urgencia ser sanadas, y solo pueden hacerlo al mismo tiempo. Y no se trata y nunca se va a tratar de volver a etapas anteriores, igualmente montadas sobre la explotación y la miseria; no se trata de retornar a pasados esplendorosos de comunión con la naturaleza, pues estos probablemente nunca tuvieron lugar. Desde luego que las herramientas que den pie a ello serán herramientas, como toda singularidad humana, cargadas de pasado, pero hechas para trabajar ahora; nuestra relación nueva con la naturaleza tendrá formas que literalmente nunca hemos visto.

    No somos capaces de imaginar una reordenación equilibrada de nuestra relación con el resto de la naturaleza en la que el trabajo sirva a unos intereses privados y minoritarios de acumulación. No somos tampoco capaces de imaginar la desaparición de estos intereses sin un control democrático de todo el proceso de trabajo. No somos capaces porque esto es imposible. Sí o sí y de manera inevitable la lucha contra el cambio climático va a ser la lucha por recuperar nuestro trabajo, por lograr determinar entre todas y todos a qué y a quién dedicamos nuestro tiempo, por construir de manera consciente y colectiva un orden nuevo con el resto de la naturaleza. Esa es una tarea dura que se prolongará probablemente mucho tiempo, para la cual tenemos que empezar a dar uso de manera inmediata a los instrumentos políticos de los que disponemos para golpear y ganar terreno. Esta tarea sí somos capaces de imaginarla, porque no es una tarea imposible, solamente es un poco difícil. Que irrumpa, pues, la posibilidad. Únicamente tenemos que empezar a caminar.

    Sobre dar un primer paso

    Por si la transición ecológica planteara pocos retos respecto de las transformaciones profundas que necesita nuestra sociedad para encaminarse hacia una más justa e igualitaria, a cualquier esfuerzo en este sentido tendremos que sumarle la dificultad extra que impone la venidera crisis económica y social que resulte como una de las consecuencias de la pandemia. De hecho, quizás la velocidad de su impacto sea una de las razones que explique su gravedad. Hace menos de tres meses difícilmente se nos podría ocurrir que hoy nos fuésemos a encontrar en un mundo confinado y con una economía a la que aún le faltan meses para volver a algo parecido a la normalidad. Al mismo tiempo y muy probablemente, la normalidad que hemos conocido hasta ahora no volverá, algo que es al mismo tiempo problemático pero para muchos incluso deseable. No obstante, ello quiere decir que los esquemas que hasta hace poco pretendíamos aplicar para explicar y transformar la realidad solo serán válidos en parte, pues deberán responder a cambios de una magnitud sin precedente desde hace generaciones y cuyas consecuencias ahora mismo solo podemos entrever. En este punto vamos a repasar algunas ideas que se han planteado en las últimas semanas de manera generalizada ―aunque hubiera gente que las viniese defendiendo desde hace muchísimos años― y que consideramos que pueden convertirse en un primer paso para avanzar hacia transformaciones más radicales de la sociedad, tanto para tratar la crisis actual como para abordar la crisis climática. Estas son la renta básica, el reforzamiento profundo y la extensión de los servicios públicos y la reducción de jornada.

    Como en toda crisis, una ruptura aunque sea parcial de las dinámicas económicas puede presentarse también como una «ventana de oportunidad». Esto supone que lo que ocurra a partir de ahora y el sentido en el que lo haga no está mecánicamente determinado, sino que será consecuencia de la pugna entre bloques sociales por poner en marcha soluciones afines a sus intereses. En fin, lo que ha sido la lucha de clases toda la vida. En este sentido, es posible e imperativo empujar para que las medidas que se pongan en marcha para paliar los efectos de la pandemia primero y para construir la nueva realidad después sean aquellas que satisfagan a quienes históricamente hemos sido desposeídos de los frutos de nuestro propio trabajo y la riqueza que éste ha generado. Pero habremos de hacerlo revisando nuestros planes o estrategias, como venimos diciendo. En nuestro caso, por ejemplo, cuando este colectivo echó a andar y hasta hace bien poco nuestra postura respecto a una medida como la renta básica no era la más favorable, pues entendemos que no deja de valorar económicamente la existencia y supervivencia de sus receptoras. Ahora mismo, sin embargo, nos encontramos en una situación en la que a miles de personas se les ha impedido trabajar por imperativo legal, motivo por el cual entendemos que es necesario que se habiliten ya medidas como esta para obtener ingresos que no dependan del trabajo.

    Según lo que vamos sabiendo acerca del COVID-19, más crisis como esta son posibles en el medio plazo debido a su vinculación a la destrucción de ecosistemas de los que emergen este tipo de virus, de modo que es especialmente interesante comenzar a desarrollar y ejecutar estrategias de renta básica siendo conscientes de que no se trata ni mucho menos de la solución a todos nuestros problemas, pero también de que la situación de miles de personas, así como la de nuestras fuerzas políticas, es sumamente precaria y que esto sería solo un primer paso, pero que ha de ser firme. Tras él deben darse muchos más en el proceso de desmercantilización de la vida y no es buena idea desmerecer una medida concreta cuya importancia no reside tanto en los beneficios económicos que reporte (ya se ha podido vislumbrar que no serán muchos) sino en las posibilidades que abre en cuanto a liberación de los criterios del capital para estructurar nuestra vida.

    Con todo, en el corto plazo supone que las situaciones de necesidad a las que muchas personas tendrán que enfrentarse sean al menos paliadas, que se cubran por lo menos necesidades básicas como la alimentación o los suministros y que se abra la puerta a un terreno inexplorado en nuestro país que nos da la oportunidad de poner el acento en los derechos ligados a la propia existencia y no a nuestro empleo como fuerza de trabajo. Debemos hacer lo posible para que este sea solo uno de los mimbres que permitan tejer un sistema público de protección o cuidados que garantice a todas las personas unas condiciones de vida adecuadas, algo para lo que es condición indispensable el crecimiento y fortalecimiento de los servicios públicos, que a muy corto deben recuperar de manos del mercado toda una serie de áreas o servicios, ampliar su alcance y profundizar su incidencia allí donde ya existan. Contar con unos servicios públicos que lleguen adonde no se ha llegado antes, que cubran efectivamente las necesidades o contingencias que sufrimos las personas a lo largo de nuestra vida, con especial atención a quienes cuentan con rentas más bajas o situaciones de especial vulnerabilidad y siempre enfocados a corregir esta desigualdad, es, de hecho, más importante que la propia renta básica. De las dos líneas de intervención planteadas, son los servicios públicos los que desmercantilizan determinadas esferas de la vida al ofrecer unos bienes o servicios bajo criterios distintos a los del mercado. Son, de hecho, el pilar público de cualquier transición ecológica justa; son el futuro ecodemocrático operando desde ya.

    El papel central de los servicios públicos es especialmente patente hoy, cuando todas las miradas y los aplausos se dirigen a los profesionales del sistema sanitario público de salud y cuando desde todas partes surgen voces que reclaman más medios y mejores condiciones de trabajo para el personal sanitario. La escala de los retos que tenemos por delante no puede ser asumida en la situación actual, caracterizada por falta de inversión y sufriendo las consecuencias de una mercantilización presente en cada una de las decisiones al respecto. Esto es algo que desde posturas ecosocialistas se ha venido manifestando desde hace tiempo y que la actual crisis sanitaria ha cristalizado en unas pocas semanas. Hoy más que antes podemos entender que existe un sentido común que sostiene que la salud y la vida humana son elementos que deben estar fuera de cualquier intento mercantilizador, que tienen un valor intrínseco y que no pueden estar sujetos a los caprichos del mercado. Es necesario asumir como objetivo la reorientación de los servicios públicos para que satisfagan las necesidades humanas y no las del capital. Este sentido común ha de hacerse extensivo más allá de la salud a otras áreas críticas para las transformaciones que necesitamos en esta coyuntura concreta y también para la transición ecosocial.

    Por último, la reducción de jornada tiene igualmente la virtud de ser reivindicable tanto como modelo del tipo de trabajo que queremos y necesitamos en una sociedad consciente del cambio climático, de su vulnerabilidad y de su ecodependencia, como para el momento actual en el que las tasas de paro alcanzarán niveles insoportables para quienes tenemos el vicio de comer varias veces al día. Esta no es precisamente una idea novedosa, sino que la aspiración de dedicar menos tiempo al trabajo asalariado para poder contar con más tiempo para la vida en general, para disfrutar, para estar con nuestros seres queridos y para cuidar a quienes nos rodean ha estado presente desde bien temprano en las reivindicaciones obreras. Cualquiera que dedique ocho horas diarias al trabajo puede entender que eso no es vida. Especialmente porque esta porción de tiempo encierra solo una parte de todo el trabajo que realmente tenemos que hacer. Al llegar a casa aún resta el trabajo llamado reproductivo, que históricamente ha recaído sobre las mujeres y que sigue quedando pendiente un ajuste de cuentas. ¿Qué tiempo queda entonces para encontrar recovecos en los que no nos deslomemos física o mentalmente? Es necesario repartir el trabajo, dentro y fuera de los hogares. La reducción de jornada no va a enseñar a los hombres a poner lavadoras, pero liberaría el tiempo suficiente como para dejarlos sin excusas en su implicación y en la redistribución de estas tareas. Fuera del hogar, la reducción de jornada supondría igualmente un reparto del trabajo en el angustioso contexto de paro estructural en el que vivimos y que promete agudizarse. Podría resumirse esta idea en un lema como «Trabajar menos para cuidar y trabajar todas y todos».

    Trabajar menos tiene, además, importantes beneficios para el medioambiente y la lucha contra el cambio climático. Según la forma de aplicar este plan, se pueden reducir los desplazamientos entre hogares y centros de trabajo, eliminando así sus emisiones derivadas. Permite también reevaluar para qué o para quién se va a trabajar, si de nuevo para atender a necesidades humanas o las del capital. Y sabemos que son precisamente estas últimas las que nos han traído hasta este punto.

    Un futuro en el que nos adaptemos y evitemos las peores consecuencias del cambio climático tendrá que ser más justo social y económicamente, y esto pasa necesariamente por unos primeros pasos como la renta básica, trabajar menos pero en mejores empleos y servicios públicos realmente diseñados para responder a las necesidades humanas. Esto último supone empezar a comprender como servicios públicos sectores como el de los cuidados, la agricultura, la distribución de alimentos o la limpieza, tradicionalmente minusvalorados.

    Sobre cómo reverdecer

    El impulso estatal a los sectores mencionados serviría ante todo para reforzar algunos de los trabajos que más se han necesitado en esta crisis al mismo tiempo que se redirige el apoyo estatal que tradicionalmente siempre han recibido otros sectores de la economía como la banca o las empresas extractivistas. Del mismo modo en que de forma gradual y colectiva habremos de reorganizar nuestros desplazamientos y muchas de las máximas que rigen nuestros hábitos como sociedad, tenemos que seguir presionando para que se den al mismo tiempo otros avances que, en lugar de perjudicar a quienes se han visto más afectados y quienes están soportando sobre sus hombros las consecuencias de esta crisis, puedan evitar que en el futuro nos encontremos en situaciones similares. En materia de trabajo, y sobre todo para prepararnos para lo que viene, esto tiene que significar no solo una ruptura radical con las condiciones materiales en las que se desarrolla, sino que debe tener un objetivo social muy alejado de la acumulación de capital en las manos de unos pocos a la que responden ahora mismo nuestros empleos. Nuestro trabajo debe estar destinado a reproducir unas condiciones de vida justas y sostenibles para los seres humanos y para el resto de la naturaleza.

    Si reparamos en muchos de los empleos que durante un tiempo más o menos largo han visto detenida su actividad durante esta crisis, es fácil darse cuenta de que de repente muchos de ellos son también los más nocivos en cuanto a la desigualdad y devastación que provocan. Al mismo tiempo, todos los trabajos, asalariados o no, dedicados al mantenimiento de unas condiciones de vida dignas y básicas también son los que implican por necesidad una menor intensidad en la extracción de recursos naturales y una huella ecológica mucho más reducida. Algunos de ellos, como los del sector sanitario o de mantenimiento y limpieza de hospitales, han recibido gran reconocimiento público, como se puede ver diariamente a las ocho de la tarde. Otros no han sido ensalzados de manera tan amplia, pero han sido igualmente recordados y valorados, como puede ser la atención al público en supermercados o la reposición de productos en estos establecimientos, también se verían incluidos en este impulso como parte, por ejemplo, del suministro de alimentación.

    Entre todos estos trabajos que se han mostrado indispensables podemos encontrar, más que diferencias, similitudes. Entre el personal sanitario, de limpieza o de cuidados a personas en situación de mayor vulnerabilidad, encontramos mayoritariamente a mujeres y personas migrantes. Esto mismo ocurre con el personal que trabaja de cara al público en supermercados y, aunque el componente de género no sea tan pronunciado, en los trabajos de reparto, de transporte o de abastecimiento de productos de primera necesidad. Todos estos trabajos esenciales, anteriormente siempre considerados de baja cualificación, se han revelado revestidos de una esencialidad que antes parecía aplastada dentro de la jerarquía de empleos más o menos reconocidos y recompensados dentro del capitalismo, al mismo tiempo que se han demostrado la precariedad y la indefensión al que este los había condenado. Y es que, del mismo modo en que la emergencia del coronavirus ha vuelto a recordar la importancia de estos trabajos para soportar las bases de nuestra sociedad, también se ha desvelado la desprotección y la prescindibilidad contra la que han tenido que luchar las trabajadoras de estos sectores durante años. Sin embargo, tanto para proceder a la transición ecosocial que necesitamos como dentro de la sociedad ecosocialista que defendemos, son estos los trabajos verdes que van a permitir no solo una relación más justa y equilibrada con nuestro entorno sino una organización social más equitativa. Así, y teniendo en cuenta las características comunes antes mencionadas, la idea de una salida colectiva pasa por eliminar las distinciones falsas y criminales que imponen los papeles y la interminable e imposible burocracia que precede la obtención de la nacionalidad. Esta división y criminalización a la que aboca la existencia de personas consideradas «ilegales», que soportan muchas veces los trabajos más básicos en nuestra sociedad, es también un mecanismo capitalista destinado a crear de partida un grupo de personas que opere como el eslabón más precario y explotado, algo que nunca va a poder estar justificado y debe dejar de existir. La regularización y protección de las personas obligadas a migrar por motivos económicos es una cuestión de justicia que no solo no podemos evitar sino que es una parte fundamental de nuestros debates y reivindicaciones.

    Mientras que ciertos trabajos se han mostrado indispensables y no han podido pararse, también existen otros que, si bien han parado total o parcialmente, han logrado relevancia pública en esta crisis, pese a ser ampliamente denostados y estar fuertemente precarizados. Podemos dar como ejemplo los relacionados con la cultura, salvavidas para muchas personas en este confinamiento, o los trabajos en el ámbito educativo. Las personas que se dedican a educar a niñas y niños, calumniadas por una gran parte de la sociedad y cuya valía se pone en entredicho habitualmente, han sido reconocidos como imprescindibles en estos momentos. En cuestión de días se ha pasado de dudar de la utilidad y calidad de las enseñanzas impartidas en colegios e institutos al surgimiento de debates en torno a si un parón de tres meses en la enseñanza presencial supone un lastre vital en el futuro de niñas y niños. Además, aquí encontramos una vez más los estragos causados por años de desmantelamiento sistemático para beneficio de la escuela privada. La falta de recursos y planes para la docencia virtual, así como el desconcierto reinante en lo que respecta a las evaluaciones de miles de estudiantes hace notar de forma significativa que la escuela pública no pasa por su mejor momento, y mientras hemos podido ver cómo durante las últimas décadas se daban cada vez más facilidades a la escuela privada o concertada. Nuevamente, la existencia de un modelo educativo que discrimina en función de la situación socioeconómica no resulta tolerable para nadie que tenga por horizonte una sociedad igualitaria.

    Este renovado ―o recién estrenado, según el caso― reconocimiento debe ser canalizado como impulso transformador que se marque el objetivo de alcanzar un nuevo orden social. Estos trabajos que solo ahora se consideran imprescindibles, pese a haberlo sido siempre, coinciden con muchos de los menos valorados por el capitalismo. Debemos subvertir la jerarquía capitalista de valoración de los puestos trabajo y construir una nueva sociedad en torno a trabajos y tareas ahora despreciadas. En cuanto a los trabajos reproductivos o de cuidados, habitualmente tan denostados que ni siquiera ocupan un puesto en esta jerarquía por ser trabajos no asalariados e increíblemente feminizados, por fin están siendo puestos en valor después de años y años de reivindicaciones. De esta forma, y al igual que los efectos de la emergencia del coronavirus nos han hecho llevarnos las manos a la cabeza y replantearnos el valor real de trabajos que parecían destinados a quiénes no estuviesen «cualificados», también podemos ver cómo un parón a nivel mundial de ciertos sectores de la economía supone en cierto modo una separación de estas actividades de lo verdaderamente imprescindible y básico a nivel social.

    De hecho, ¿por qué no se piensa en estos trabajos como los verdaderos «trabajados verdes»? En los discursos capitalistas de lucha contra el cambio climático, los «trabajos verdes» son, en su mayoría, especialmente técnicos o forman parte de sectores tradicionalmente masculinizados. Sí, necesitaremos ingenieros e ingenieras. Sí, necesitaremos a trabajadores y trabajadoras mecánicos y profesionales de la construcción. Sin embargo, y como está demostrando la emergencia que vivimos actualmente, todos estos trabajos han de ser soportados por una base social fuerte y robusta que ha de permanecer y resistir ante las crisis y los acontecimientos extremos que seguro afrontaremos. La pervivencia de esa base social no es posible sin todo el trabajo reproductivo invisibilizado y su importancia y carácter indispensable debe estar reconocido y recompensado de manera acorde a ello. Probablemente sean esas tareas las que se hallen en el centro de cualquier definición de «trabajo verde».

    Pero la lucha no debe quedarse solo en otorgar al trabajo reproductivo un papel central. Los esfuerzos deben ir dirigidos también a la transformación de determinados sectores que tendrán que seguir existiendo y siendo relevantes en el futuro. Son sectores productivos que, guiados por la lógica del beneficio económico y la acumulación, ahora mismo están provocando la aniquilación del medioambiente y aumentando la intensidad del cambio climático, y que deben adquirir un cariz «meramente» reproductivo, de forma que la fuerza que los impulse no sea la acumulación sino el sostenimiento equilibrado de la vida. El sector alimentario, por ejemplo, debe dejar de ser víctima de la especulación, y los criterios que lo guíen deben pasar de ser mercantiles a ser aquellos que garanticen el acceso de toda la población a una alimentación sana y equilibrada que, a su vez, minimice el impacto sobre los ecosistemas y otros seres vivos. Esto no quiere decir que se deba volver a una agricultura de subsistencia, sino que deben reorganizarse sus recursos de forma más justa para todos los seres vivos del planeta. De hecho, y como respuesta ante la problemática derivada del cambio climático o porque se entienda que todo el mundo ha de poder comer de forma suficiente sea cual sea su nivel socioeconómico, es también necesario incluir el sector alimentario entre aquellos que habrían de convertirse en un servicio público. Aunque ahora nos resulte difícil de recordar, pocas semanas antes de la pandemia España se encontraba inmersa en unas movilizaciones agrarias como consecuencia de un mercado monopolizado por las grandes distribuidoras y en las que trabajadores del campo y asociaciones patronales exigían la satisfacción de sus respectivos intereses. Dar una justa respuesta a este problema requiere reconocer que existen intereses contrapuestos entre los distintos agentes e intervenir el mercado convirtiendo a las administraciones públicas en las principales distribuidores de esos alimentos, de forma que se asegure que se paga un precio adecuado por la cosecha y que su compra resulta accesible para todo el mundo. Esta accesibilidad podría hacerse efectiva utilizando comedores públicos, como pueden ser los de los colegios, por ejemplo, operados directamente por la administración pública o por asociaciones vecinales u otro tipo de organización popular. La crisis actual nos deja este caso como uno de los mejores ejemplos de una red de servicios ya existente que demuestra ser inoperante mientras es regida por el mercado, ya que los comedores escolares que han cerrado sus contratas podrían y deberían haberse abierto al público con necesidades alimentarias y no se ha hecho. No pretendemos hacer pasar por trivial la ingente tarea de transformar el sector de la alimentación, que ya no sería únicamente distributivo sino que contaría con una finalidad social y de salud fundamental, pero a nadie se le debe escapar que es una cadena que falla en todos sus puntos: la cosecha en peligro por falta de suficientes trabajadores inmigrantes susceptibles de ser explotados; animales que siguen siendo sacrificados pese a la inexistencia de un mercado que los compre, y además en mataderos en los que los trabajadores carecen de las más elementales medidas de protección y presentan tasas de infección por COVID-19 superiores a las del personal sanitario; personas en riesgo de exclusión social que deben aceptar las migajas ultraprocesadas que la Comunidad de Madrid en connivencia con cadenas de comida rápida. Es obvio que hay gran cantidad de cambios que podrían y deberían llevarse a cabo, y que solo redundarían en beneficio de muchos y perjuicio de muy pocos.

    En el caso del transporte es algo que ya se venía percibiendo como la tendencia en la que se ubicaban ciertas medidas por todo el planeta. Cada vez gana más aceptación la idea de que el mundo no puede moverse para siempre en transporte privado y que es necesario cambiar la forma de movernos en las ciudades, en los territorios nacionales y a nivel internacional si queremos conservar un planeta sobre el que movernos. Por este motivo, no es momento de liberalizaciones como la que la Unión Europea fuerza a ejecutar en el servicio ferroviario, sino de devolver este a la función pública, así como de desarrollar nuevas redes de transporte colectivo fundadas en criterios ajenos al beneficio económico.

    Junto a alimentación o transportes, la atención a la dependencia es otra área crítica cuyo peso no puede hacer más que aumentar con el envejecimiento de la población. Nuevamente, durante las últimas semanas habremos visto decenas de titulares refiriendo los numerosísimos casos de infecciones y fallecimientos en las residencias de mayores, la gran mayoría de ellas privadas y que apenas han tomado medidas de protección de sus residentes. Casos como estos o los que aparecen recurrentemente citando situaciones de desatención en determinadas instituciones son muestra de que un servicio como este no debería ni acercarse a las lógicas del beneficio económico. Por otro lado, cualquiera que haya tenido que pasar por la experiencia de ingresar a un familiar en una residencia puede reconocer el enorme desembolso económico que supone, en el caso de que sea posible siquiera planteárselo. No parece descabellado, por estos motivos, reconocer que la atención mejoraría si este se convirtiera en servicio público, con residencias públicas, personal con buenas condiciones y costes cubiertos por el estado.

    Por último, el carácter básico de la vivienda y de sus suministros de energía y agua como vertebradores de la estabilidad de una familia ha debido quedar claro durante la última década de movilizaciones reclamando un derecho a la vivienda digna. Vivimos en un país en el que los lugares en los que habitamos y desarrollamos nuestra vida han sido objeto de especulación a niveles insoportables y cuyos precios de compra o alquiler alcanzan niveles que obligan a un enorme número de personas a destinar la mitad o más de su salario a pagar su propio techo; lo que es más acuciante para un escenario de transición justa: con un porcentaje de vivienda pública realmente insignificante. En general, además, estamos ante un parque de vivienda profundamente envejecido e ineficiente energéticamente, algo lógico si después de pagar la hipoteca o el alquiler no queda dinero y si las inversiones públicas brillan por su ausencia. Por estos motivos, considerar la vivienda un servicio o bien público debería implicar no solo el aumento del número de viviendas controladas democráticamente, sino la rehabilitación de un buen número de inmuebles para dotarlos de condiciones de habitabilidad y eficiencia energética adecuadas al momento y a las posibles coyunturas climáticas extremas que se pudieran experimentar, sin que esto suponga un incremento de su precio de acceso, sino todo lo contrario. El estado ha de actuar como agente ordenador y desplazar a los especuladores y grandes propietarios privados de vivienda, utilizando herramientas que deben convertirse en fundamentales de un proceso ecodemocrático como es la expropiación, y ajustando los precios de la vivienda y los suministros atendiendo a criterios de corrección de la desigualdad y sostenibilidad.

    Todos estos sectores han adquirido una relevancia durante la crisis del coronavirus que realmente ya tenían pero que se había visto desplazada por otros cuya desaparición temporal ha sido irrelevante o incluso beneficiosa. La sociedad que queremos los refuerza para que el futuro no solo sea imaginable sino también tangible.

    Los auténticos trabajos verdes son aquellos que empujen a la sociedad a un futuro que respete y cuide la vida de las personas y del resto de seres vivos, y cuyo principal objetivo sea el sostenimiento de esa sociedad. Esta categoría engloba tanto a aquellos de preservación del medio ambiente como los de sectores como los cuidados, la sanidad, la educación o la rehabilitación de viviendas, entre otros, de los que hemos venido hablando. Debemos luchar por conseguir que estos trabajos sean impulsados y revalorizados por las medidas que se tomen para hacer frente a la crisis provocada por el coronavirus, y debemos luchar por su control democrático en el proceso de transformación económica hacia un sistema sostenible.

    Se ha de entender el cambio climático como un multiplicador de desigualdades. Afecta más a aquellas personas que, ya sea por su género, raza o clase ya sufren algún modo de discriminación y opresión y sencillamente agudiza esas desigualdades. Esto se reproduce a cualquier escala a la que se mire. A nivel global, los países más desfavorecidos sufren más las consecuencias del cambio climático, y si bajamos por ejemplo a un nivel local observaremos también que van a ser las personas más desfavorecidas ―las que perciban menos ingresos, las que vivan en casas peor aisladas― las que sufran peores consecuencias. A los grupos que están en primera línea de los impactos de la crisis climática debido a estas complejidades socioeconómicas se los conoce en inglés como frontline communities. Con este término se denomina, por ejemplo, tanto a los habitantes de las tierras bajas de Bangladesh como a los de un barrio deprimido de Chicago o los agricultores de Marruecos.

    Ya sabíamos que, aunque no de igual forma, el cambio climático estaba destinado a impactar a todos, ricos y pobres, países imperialistas del norte global e imperializados del sur. Esto está siendo así también en el caso del coronavirus, y es que aunque parecía que en los centros imperialistas todavía no habían desembarcado las peores consecuencias de la crisis climática mientras que en el sur global ya llevan años y años viviendo en una situación de emergencia, sufriendo terribles sequías, huracanes o inundaciones ―lo que ha conllevado, además, un importante nivel de organización y lucha política―, de esta no hemos podido librarnos. En esta crisis, las frontline communities se han ampliado. Las consecuencias de la destrucción sobre la que habíamos construido el desarrollo de nuestras sociedades han llamado a nuestra puerta y pueden ahora notarse en nuestras ciudades y centros económicos, que durante tanto tiempo han parecido intocables. De momento parece que el coronavirus está causando mayores estragos en países del norte global que en los del sur, y esperemos que estos últimos no tengan que sufrir mayores azotes de esta pandemia sobre sus territorios. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, las dinámicas del capital por supuesto se mantienen. Dentro de los países que están llevando a cabo medidas de confinamiento, las personas más afectadas por ellas son precisamente las personas que se ven más afectadas por el cambio climático. No es lo mismo pasar el confinamiento en una habitación de piso compartido que hacerlo en un chalé con jardín. Tampoco es igual enfrentarse a esta crisis teniendo un trabajo de oficina que puede realizarse en casa sin problema que un trabajo que te exige estar día a día en la obra. E incluso para ese empleo que permite el teletrabajo, no es igual tener un contrato fijo que ser falsa autónoma a la hora de hacer frente a la parte más puramente económica de la crisis. Estas diferencias van más allá de la comodidad o el ámbito laboral, ya que pueden afectar también a la incidencia de la enfermedad. ¿Qué medidas de aislamiento de una persona enferma pueden llevarse a cabo en una familia de cuatro personas que viven en un piso de dos habitaciones y un único baño? El impulso a los sectores mencionados previamente es una necesidad imperiosa para proteger a las frontline communities tanto del cambio climático como de la pandemia.

    Coda climática

    En el contexto actual, con un alto número de fallecidos diarios, encerrados en casa y superados por la incertidumbre de qué pudiera suceder (médica y socialmente) en los próximos meses, puede parecer prematuro e incluso frívolo estar ya pensando en el futuro, y en la siguiente crisis, que también es la anterior, que la misma son. Sin embargo, los puntos de unión entre nuestra situación actual y la crisis climática son múltiples, como muchas  y muchos han puesto de manifiesto, y las soluciones a una y otra están, como mínimo, emparentadas.

    No vamos a abundar más en cómo el coronavirus ha expuesto crudamente las formas en que el capitalismo destruye la vida, incluyendo la nuestra, pues ya lo han hecho otros. Hasta ahora éramos (el humano occidental) el único ser vivo más o menos a salvo del capitalismo, y ya no lo somos. Hemos pasado de fase, y esta es la primera de las consecuencias. Ahora las consecuencias del capitalismo pueden matar a los capitalistas.

    Sí puede ser interesante reseñar algunas similitudes y diferencias entre ambas crisis. Algo a lo que está acostumbrado cualquiera que trate con las consecuencias políticas del cambio climático, y a las posibles formas de paliarlo, es a la comparación con el agujero de la capa de ozono. Esta crisis, que surgió en los años ochenta y tenía como origen la producción y uso de gases CFCs, se cerró con el protocolo de Montreal, en el que casi todos los países del mundo acordaron dejar de usar CFCs. Esto ha llevado en alguna ocasión a proclamar, inocentemente, que el cambio climático podría atajarse por la misma vía, la del pacto internacional vinculante. Aparte de que esa vía no ha sido realmente puesta en práctica aún (el acuerdo de París no es vinculante), hay algunas diferencias importantes: el agujero de la capa de ozono no tenía consecuencias trágicas a corto plazo y, sobre todo, la sustitución de los CFCs por productos equivalentes pero menos dañinos para el ozono no era económicamente onerosa ni suponía un cambio fundamental en la economía mundial. No hubo una pérdida de trabajos ni de beneficios empresariales. Se parecía más a cambiar la gasolina con plomo por la sin que al cambio climático. Una solución política fácil, un cambio técnico trivial, y éxito.[1]

    El cambio climático es harina de otro costal: para detenerlo, y por todas las razones expuestas, hay que acabar con el capitalismo. No hay soluciones técnicas fáciles, no hay acuerdos políticos sencillos. Incluso ralentizarlo hasta un punto en que la mayoría seamos capaces de adaptarnos a él supondrá, con toda seguridad, cambiar el sistema socioeconómico en una medida tal que es improbable que pueda ser reconocido como el mismo. La tecnología jugará un papel en la revolución contra el cambio climático, como lo ha hecho en todas las revoluciones anteriores, pero en ningún caso la desatará, «solamente» ayudará a afianzar las condiciones socieconómicas y socionaturales que caractericen esta revolución. Pero quien esté fiando su supervivencia a un milagro técnico bien podría estar intentando orientar su día a día según los dictados de los posos del café o sus decisiones económicas según los textos neoclásicos.

    Por eso nos parece importante hacer hincapié en la diferencia entre la crisis del coronavirus y el cambio climático. En última instancia, la crisis pandémica no se resolverá hasta que se encuentre una vacuna. Es en lo que estamos confiando todos, ciudadanos y gobiernos. Podemos hacer promesas (podríamos, no ha sido el caso) de disminuir la presión sobre los ecosistemas, la cantidad de ganado criado para consumo humano, los mercados de animales vivos al aire libre. Y eso podría librarnos de la próxima pandemia mundial. Pero para esta, para recuperar algo parecido a la Vida de Antes, estamos confiando en una vacuna que nos inmunice frente a este virus como otras lo hacen frente a la gripe. Cualquier otra solución (encierros esporádicos, cancelación sine die de todo tipo de reunión más o menos multitudinaria) está contemplada como temporal y claramente indeseable. Estamos, pues, en manos de la técnica. El acuerdo en esto es, al menos superficialmente, transversal a todas las ideologías. Aun así, no es que falten dudas respecto a la universalidad de esta solución.

    A lo largo de la crisis del COVID-19, y tras el shock inicial de ver que esto iba en serio, se establecieron en los medios y en el discurso mayoritario una serie de consensos, sucesivos y superpuestos, acerca de qué caracterizaba una buena respuesta a la pandemia. Estos listones que había que superar tenían un par de cosas en común: que los expertos en cada tema lo tenían mucho menos claro que la mayoría de comentaristas, y que ofrecían métricas relativamente directas y sencillas, comprensibles y abarcables, para poder evaluar la situación y la reacción de las autoridades. Algunos ítems en esta lista serían la calidad y severidad del encierro, primero; la extensión del uso de mascarillas y guantes entre la población, después, y la cantidad de tests de detección temprana del virus (en la primera fase de la epidemia) y de tests serológicos para identificar personas potencialmente inmunes, al final. Un país o comunidad autónoma que hiciera muchos tests estaría teniendo una respuesta ejemplar y la salida de la crisis estaría más cerca; alguien detectado en un supermercado sin mascarilla indicaría, con toda seguridad, un fallo en las defensas sociales. Y, sin embargo, todo esto solo puede funcionar durante un tiempo. Al final de este camino, tras todas esas metas volantes, tiene que haber algo que nos permita volver a funcionar de forma normal. Hemos decidido que ese algo debe ser una vacuna, y está bien que así sea. Es una solución (teóricamente) universalizable y que sabemos utilizar. Sin embargo, no es una solución definitiva: las causas de la aparición y expansión del virus no han sido abordadas, y no parece que vayan a serlo. Hacerlo supondría estar dispuestos a afrontar cambios de mucho más calado que el que supone usar mascarillas en nuestras interacciones diarias. Supondría poner, y no solo de boquilla, la vida por delante del beneficio: reducir el comercio internacional y la explotación de animales y ecosistemas, más allá de la (necesaria) prohibición de los mercados de animales vivos. Supondría, desde luego, que nadie podría proponer, como se ha hecho durante esta crisis, el aislamiento de ancianos durante meses como solución que permitiera volver al trabajo al resto de la población. Supondría, en cualquier caso, mostrar más ambición de la que la tribu de los ingenieritos y gestores cobardes ha mostrado jamás, y mucha más imaginación.

    Para empezar, para llegar a poder aplicar la vacuna (de aquí a dieciocho meses, parece ser la cifra mágica), es necesario que siga existiendo una población a la que inmunizar, así como un estado con capacidad e intención de llevar a cabo la inmunización. Para que eso ocurra son necesarias todas o muchas de las herramientas expuestas anteriormente, y probablemente algunas que tendremos que inventar por el camino: rentas básicas y servicios públicos gratuitos, ambos universales; trabajadores bien pagados… Es decir, un cambio social que requerirá de nuevos acuerdos políticos, en particular si queremos que la inevitable crisis que seguirá a esta pandemia no la paguen los de siempre. Porque este es otro punto importante: como en el caso del cambio climático, la tecnología (sea una vacuna o un paso masivo a energías renovables o nucleares) sí puede llegar a ser una solución, pero solo para unos pocos.

    Hechas estas salvedades, vale la pena comparar cómo será el corto y el largo plazo de las dos grandes crisis actuales. El cuadro de abajo puede servirnos para intentar entender las similitudes entre una y otra.

    En el caso de la pandemia, tenemos un objetivo muy claro en el corto plazo: evitar todo el sufrimiento humano posible. Evitar que enferme gente y, cuando lo hagan, tener los recursos necesarios para atenderles y salvar todas las vidas posibles. Esta fase ha conllevado la movilización de ingentes recursos públicos (económicos y humanos) para transformar plantas enteras de hospital de su uso habitual a la atención de enfermos de COVID-19, adquirir material de protección y de testeo, contratar personal sanitario, etcétera. Con todas las precauciones necesarias, esta fase, al menos en España, está ahora terminando, o al menos ha pasado su máxima intensidad. Ha sido una fase en la que se ha aceptado que las decisiones fueran, principalmente, técnicas[2], y se ha interpretado que, al menos dentro de cada estado, los intereses de todo el mundo eran los mismos.

    Las decisiones tomadas en esta primera fase tendrán consecuencias en el futuro, claro. Quizá la primera disputa importante haya sido la de la suspensión de la actividad económica durante quince días (y su reanudación, atendiendo a criterios de mantenimiento del beneficio empresarial por encima de los de salud pública). La exploración de instrumentos como el ingreso mínimo vital, ya mencionado anteriormente, ha sido otra, cuya resolución está en el aire. Ahora mismo, la pelea está en ver cuándo y de qué forma saldremos (literalmente) de esta. ¿Cómo cambiarán las ciudades y nuestras vidas? ¿Podrá salir todo el mundo? ¿Tendrá que seguir encerrada la población de riesgo? ¿Se permitirá salir solo a quien vaya a trabajar? ¿Tendremos trabajo al que ir? ¿Qué haremos, o qué nos harán, cuando haya un previsible segundo brote en unos meses? No hay respuestas obvias a ninguna de estas preguntas. Esto es desasosegante, claro, pero peor sería la certeza de que la salida va a ser en los peores términos posibles. Tenemos que pelear para que nadie pierda su trabajo, y que quien no lo tenga o ya lo haya perdido disponga de recursos para vivir independientemente del mismo. Que la salida no se haga a costa de arrumbar a un lado a personas mayores y enfermos crónicos para poder mantener la actividad económica, y que cuando volvamos a tener que encerrarnos, aunque sea más brevemente, lo hagamos sin miedo a no poder pagar el alquiler a mitad del encierro.

    La crisis climática, como ya hemos dicho, funciona en otras escalas de tiempo y urgencia. El corto plazo para cualquier plan no es hoy, no es esta tarde, pero sí los próximos meses y años. Y el largo es, para bien y para mal, lo que nos queda de vida. Pero empecemos por el corto: nuestra misión inmediata, si elegimos aceptarla (y, si has llegado hasta aquí, algo de intención debes de tener), es mitigar en lo posible la crisis climática y adaptarnos de la forma más justa posible a los cambios que no podamos evitar. Consideramos que esto solo será posible con un programa de transición ecosocial radical y ambicioso. Un plan que movilice todos los recursos públicos (estatales y populares) existentes, a todos los niveles administrativos y sociales, para garantizar que la vida de la mayoría mejora, y solo los responsables de la crisis pagan. Un plan que saque del mercado todo lo que sea imprescindible para la vida humana: vivienda, alimento, sanidad, educación, cuidados a lo largo de toda la existencia, a la vez que garantiza la continuidad del resto de formas de vida. Un plan que nos ponga en posición de dar un salto adelante a un nuevo equilibrio con la biosfera. Esta sería, en última instancia, nuestra utopía: una sociedad en la que la búsqueda de beneficio económico haya sido abandonada, dejando hueco para echar la tarde en el parque.

    El lector atento habrá notado que muchas de las cosas que consideramos objetivos a corto plazo de una transición ecosocial se parecen mucho a los objetivos a largo plazo en la crisis del coronavirus. Efectivamente, el cuadro anterior bien podría representarse de la siguiente forma:

    Esta concepción lineal del tiempo es suficiente para plantear las tareas de los próximos meses y años: la solución de la crisis del coronavirus debe ser justa y reforzar los mecanismos de sostenimiento de la vida. Debe empezar a reparar la brecha social que décadas de neoliberalismo y lustros de austeridad han provocado entre ricos y pobres. La magnitud de la respuesta va a ser mayor que cualquier cosa vista antes. Tenemos que empujar para que vaya en la dirección correcta, la de la gente, y no la de salvar a aseguradoras médicas, bancos y empresas automovilísticas. Pero, una vez puesta en marcha esa respuesta, hay que trabajar en pos de la reparación de la brecha metabólica. El tipo de políticas que ayudan al mantenimiento del tejido social son, generalmente, bajas en emisiones, de forma que la transformación de puestos de trabajo de actividades contaminantes a otras que no lo sean, avanzaría en la necesaria reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Está claro que esto no es suficiente: será necesario un cambio en las formas de movilidad, en la producción y consumo de energía, en los viajes, en la alimentación, en el trabajo.

    En esta tarea, sin embargo, contaremos con la ventaja de que ya se habrá demostrado la posibilidad de hacer frente a una catástrofe global mediante la movilización de recursos y personas. Los potenciales efectos del cambio climático son órdenes de magnitud mayores que los del coronavirus, pero la forma de hacerle frente no tiene por qué ser tan traumática como lo ha sido esta. Y, sobre todo, el resultado final, si nos decidimos a llevar nuestra lucha hasta sus últimas consecuencias, no será simplemente la vuelta a una normalidad que no valía ya para la mayoría. Será una vida que de verdad valga la pena para todas y todos. Hoy es un día tan bueno como cualquier otro para empezar a trabajar en esta dirección.

    [1] El consenso respecto a la supresión de los CFCs es tal que, cuando en 2019 se detectó un ligero aumento de su uso, se pudo trazar en pocos días a una fábrica concreta situada en China, que fue inmediatamente clausurada por el gobierno chino.

    [2] Dicho sea esto con todas las prevenciones necesarias: la situación de la sanidad pública (mucho peor que hace quince años) es fruto de decisiones políticas; el cierre o no de territorios en cada momento, y la consideración de unos intereses (los de la salud pública) por encima de otros (derechos fundamentales, etc.). Sí que ha habido una asunción por parte de la mayoría de personas y fuerzas políticas de que todas las administraciones tenían como objetivo salvar la mayor cantidad de vidas posibles.

    La ilustración que acompaña a este texto ha sido realizada por Adara Sánchez.

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  • Cambio climático y capitalismo. Una mirada política marxista

    Cambio climático y capitalismo. Una mirada política marxista

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    Por Simon Mair

    Este texto fue publicado originalmente en New Socialist con el título «Climate Change and Capitalism: A Political Marxist View».

     

    Desde la perspectiva de la historia geológica, las condiciones climáticas y económicas actuales son atípicas. En general, durante los últimos sesenta millones de años el clima ha sido muy inestable. El clima se estabilizó en su estado actual hace solo diez mil años y fue en este periodo, en el que surgió el Holoceno, cuando las sociedades humanas cambiaron su relación con la naturaleza a través de la agricultura y, después, creando formas socioeconómicas complejas, entre las que se incluye el capitalismo.

    A pesar de que en la actualidad es omnipresente, el capitalismo es algo muy reciente, por mucho que halle sus raíces en la estabilización del clima y en el desarrollo posterior de la agricultura. El capitalismo global lleva con nosotros menos de trescientos años. En los 4.500 millones de años de la historia de la Tierra, el capitalismo no es más que un breve instante dentro del abrir y cerrar de ojos que es la existencia humana.

    Pero este instante es una potencia a escala global. El capitalismo nos ha llevado a una senda que conduce al abandono del clima estable propio del Holoceno. Debido al desarrollo capitalista, actualmente en la Tierra hay una temperatura 0,8 ºC mayor que la media preindustrial. Si no se acaba con el capitalismo, es probable que causemos que la Tierra se caliente hasta unos niveles en los que los seres humanos como especie nunca hemos vivido.

    A las y los socialistas esto les debería aterrar. Como afirmaré más adelante, el sistema medioambiental y la economía han coevolucionado. La economía depende del medioambiente y, una vez abandonadas las condiciones climáticas estables de los últimos diez mil años, no disponemos de un rumbo claro con el que construir un sistema socioeconómico que funcione. No hay ninguna razón para pensar que los sistemas que hemos desarrollado bajo unas condiciones medioambientales dadas puedan prosperar bajo otras condiciones diferentes. Tampoco hay ninguna razón para creer que estas condiciones vayan a ofrecer un terreno fértil para el desarrollo de un sistema socioeconómico más humano o empático.

    Si queremos tener una oportunidad para construir el socialismo en un futuro próximo tenemos que convertirnos en ecosocialistas y detener cuanto antes la catástrofe del cambio climático. A su vez, para parar esta catástrofe, los ecologistas también tienen que convertirse en ecosocialistas. Las dinámicas que están causando el cambio climático están en el centro del capitalismo. Una acción radical contra el cambio climático necesariamente tiene que corresponderse con los primeros pasos de un programa para acabar con el capitalismo.

     

    La economía, el sistema energético y el medioambiente: sistemas coevolutivos

    La economía, el sistema energético y el medioambiente han evolucionado manera conjunta. Se aprovechan los unos de los otros transmitiéndose materiales entre ellos y asimilando los residuos que generan. Toda actividad económica descansa en último lugar en la transformación de recursos materiales, los cuales hay que extraer del medioambiente y deben ser transformados mediante el trabajo. Marx explicita esta interdependencia:

    Los valores de uso ―[…] en suma, los cuerpos de las mercancías― son combinaciones de dos elementos: materia natural y trabajo. Si se hace abstracción, en su totalidad, de los diversos trabajos útiles […], quedará siempre un sustrato material, cuya existencia se debe a la naturaleza.[1]

    Marx utiliza el ejemplo del lino, producido por los trabajadores (fuerza de trabajo) que transforman las fibras de la planta (medioambiente). Pero esta interdependencia también está presente en mercancías más actuales. Por ejemplo, los servidores que almacenan los archivos que se utilizan en servicios de música en streaming están hechos de diferentes minerales y metales que han sido modificados a través del trabajo.

    Hay una interdependencia adicional con la energía. En cada una de las etapas de la producción de una mercancía se utiliza la energía para transformar la materia natural de una forma a otra. Los metales se calientan, se funden y se transforman en iPhones. El algodón se cultiva, se cosecha, se teje y se tiñe para hacer los uniformes de los cirujanos. La energía que se usa en esos procesos no puede ser creada, solo puede ser transformada.

    Toda la energía que se usa en la economía es entrópica: proviene de una reutilización de la energía hallada el sistema terrestre y de su sustracción a cambio de un precio. El carbón se extrae de la tierra y se quema, la energía solar es capturada por paneles fotovoltaicos o por las plantas que cocinamos y comemos. El sistema energético, que permite la actividad económica, depende totalmente del medioambiente.

    Aquí se ve cómo influye el medioambiente en la economía. La economía es el proceso de transformación de los materiales extraídos del medioambiente mediante la reutilización de los flujos de energía del sistema terrestre. El resultado es que, citando la referencia que Marx hacía del economista William Petty, en lo que se refiere a la riqueza material «el trabajo es el padre de esta […] y la tierra, su madre».[2] Pero a su vez, el sistema medioambiental y el energético están moldeados por la economía. Las prioridades del sistema económico determinan el valor de los diferentes elementos y también qué materiales se extraen, lo que cambia la composición, la apariencia y las dinámicas del medio ambiente.

    La extracción no es en sí misma exclusiva del capitalismo, de hecho las prácticas agrícolas anteriores al capitalismo remodelaron nuestros paisajes. Consideremos la ganadería ovina, por ejemplo.[3] El pastoreo tiende a cambiar la estructura de los brezales y, a la larga, los arbustos y las especies leñosas de los brezales desaparecen y se convierten en pastizales. Dado que los pastos sobreviven más tiempo a medida que las ovejas se alimentan de ellos en comparación con las especies leñosas, la transición de brezales a pastizales puede generar condiciones favorables para el pastoreo ovino, ya que las ovejas disponen de más alimento. Este proceso no favorece a las aves, ya que los pastizales son un hábitat más pobre, las ovejas compiten con las aves por ciertos tipos de fruta y se reduce la disponibilidad de determinados insectos. A través de la actividad económica del pastoreo, pues, se transformaron los antiguos paisajes de brezales.

    El cambio climático es otro ejemplo de coevolución de la economía y el medio ambiente, pero en este caso, es exclusivo del capitalismo; como veremos, están indisolublemente relacionados. Sin depósitos de combustibles fósiles, el capitalismo no habría llegado a ser la fuerza dominante que es hoy en día. Del mismo modo, sin el capitalismo, los combustibles fósiles nunca habrían llegado a ser el pilar de la economía.

     

    Carbón, la gran divergencia y los orígenes del capitalismo

    Entre mediados del siglo xvi y 1900 hubo un auge en el uso del carbón en Inglaterra. Durante este periodo, de media el uso del carbón se duplicó cada cincuenta años. En 1900 representaba el 92% de la energía y proveía veinticinco veces más energía que todas las fuentes de energía juntas a mediados del siglo xvi.

    Durante este periodo, la economía inglesa también creció con rapidez. Para los historiadores económicos convencionales, el periodo que arranca en 1700 señala el comienzo de «la gran divergencia». Inglaterra comenzó la revolución industrial y su economía despegó, llegando a ser mucho más importante que otras economías que hasta ese momento habían tenido un tamaño similar.

    No es una coincidencia que el uso del carbón y el desarrollo económico creciesen de manera simultánea. El carbón es un combustible de alta calidad que proporciona una cantidad de energía mucho mayor por cada unidad de energía necesaria para su producción que la madera, por ejemplo. Debido a ello, el carbón permite que se realice más trabajo ―transformar una cantidad mayor de materiales― que el trabajo físico por sí mismo e incluso que mediante el uso de la leña o del agua, que eran fuentes energéticas dominantes en la incipiente economía industrial de Inglaterra.

    Pero la distribución geográfica del carbón no es, en sí misma, suficiente para explicar el crecimiento económico de Inglaterra ni la «gran divergencia». En 1700, en China se había generalizado el uso doméstico del carbón, al igual que en Inglaterra. Hasta 1700 el tamaño de la economía China era parejo y el nivel de actividad de su mercado era también similar. Pero en China, ni el uso del carbón, ni la economía crecieron exponencialmente como ocurrió en Inglaterra.

    La diferencia fue la consolidación de las relaciones sociales capitalistas en Inglaterra. Es posible identificar las presiones que llevaron al capitalismo y a la explotación capitalista del carbón en la economía agraria inglesa del siglo xvi. A medida que estas presiones iban creciendo, condujeron a un aumento del uso del carbón y al crecimiento económico en Inglaterra. Aunque la China precapitalista estuviese increíblemente desarrollada y tuviera un uso extenso del trabajo asalariado dentro del mercado, nunca llegó a estar dominada por protocapitalistas y, por ello, no desarrolló las mismas presiones sistemáticas. Por eso, el uso del carbón y la economía no experimentaron allí la misma expansión cualitativa.

     

    Marxismo político y la economía fósil

    Desde la visión arquetípica del marxismo político sobre los sistemas de producción, Ellen Meiksins Wood, argumenta que la economía capitalista es la única en la que la mayoría de la población depende del mercado para satisfacer sus necesidades básicas.[4] Esta es la diferencia entre el capitalismo y el feudalismo, en el que había una amplia clase campesina enormemente autosuficiente en cuanto a sus necesidades básicas y en el que la capacidad de consumo de las clases más poderosas dependía no del poder del mercado, sino del poder militar y extraeconómico. Wood también diferencia entre los mercados en el capitalismo y aquellos presentes en las economías precapitalistas. Wood argumenta que los mercados originalmente funcionaban y generaban beneficios proveyendo los medios para obtener bienes que solo podían ser producidos en determinadas partes del mundo a otros lugares, en los cuales no se podían producir esos bienes. Sin embargo, los mercados capitalistas operan de manera diferente: el beneficio se consigue reduciendo costes y aumentando la productividad.

    Aunque se ha debatido mucho, este enfoque fue desarrollado por Wood (junto con Richard Brenner) como reacción a lo que ella entendió que eran explicaciones ahistóricas del papel de los mercados en el desarrollo del capitalismo; en concreto, la afirmación de Adam Smith de que el capitalismo es «la consecuencia necesaria, aunque muy lenta y gradual, de una cierta propensión de la naturaleza humana […], la propensión a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra».[5] Frente a esto, Wood argumenta que el capitalismo comenzó en Inglaterra porque se daba una constelación única de condiciones sociales.

    En su obra fundamental The Origin of Capitalism [El origen del capitalismo],[6] Wood afirma que el capitalismo solo podría haber aparecido en la Inglaterra agrícola. A diferencia de otras naciones con una economía de igual tamaño, Inglaterra disponía de una combinación única: un gran mercado nacional, un número considerable de arrendatarios agrícolas o aparceros (en oposición a campesinos, vinculados a la tierra por convención social) y un poder estatal muy centralizado. Estos tres componentes convergieron para dar lugar a una transición hacia una economía dominada por el mercado. El poder del estado centralizado les arrebató el poder militar y político a los propietarios de la tierra. Así pues, al contrario de lo ocurrido en Holanda, por ejemplo, la principal vía que tuvieron los terratenientes ingleses para explotar el excedente de sus trabajadores fue a través del mercado y no a través de la coerción directa. Esto fue posible por la existencia de un gran mercado nacional en el que se podían vender bienes para obtener beneficios y por la existencia de aparceros, lo que significaba que podían echar de sus tierras a los agricultores improductivos.

    Es el desarrollo de los mercados capitalistas, como Wood los describe, el que crea las condiciones para la explotación de los combustibles fósiles. Los mercados capitalistas, como todos los sistemas económicos, incentivan la necesidad de usar herramientas económicas para extraer excedente. Esta dinámica genera en el capitalismo el estímulo de reinvertir para hacer que crezca la productividad y para disciplinar a la fuerza de trabajo y que aumente la producción. Dado que los medios de vida de los terratenientes dependían del mercado, estos procuraron reducir costes y maximizar la producción. Este cambio fundamental en la naturaleza de la producción creó un sistema en el que la capacidad de la energía para realizar trabajo adicional se volvió muy atractiva. Aunque Wood nunca aborda directamente el tema de la energía, su trabajo ha influido a Andreas Malm, cuyo libro Fossil Capital sí recoge esta cuestión.[7]

    Malm defiende que bajo las condiciones capitalistas, el carbón se convirtió en una herramienta de control social. El carbón centraliza la producción y reúne a los trabajadores bajo un mismo techo. Ello posee la doble función de hacer que los trabajadores tengan menos capacidad de hurtar a sus empleadores, lo que hace posible escalas de producción más elaboradas, y de permitir que los empresarios regulen más fácilmente los tiempos de trabajo y los niveles de producción. Además, el carbón ―junto con la maquinaria a la que da pie― hace que aumente la productividad: al ofrecer una fuente de energía mucho más significativa que el alimento y los músculos, incrementa la producción que puede ser generada por los trabajadores.

    Solo en Inglaterra se benefició la clase capitalista de estas características del carbón. En los demás países las estructuras económicas seguían otras lógicas que no recompensaban el aumento del rendimiento y la producción. Aunque los mercados existiesen fuera de Inglaterra, el poder centralizado y el excedente se obtuvieron a través del poder militar y político, y solo de manera secundaria mediante el poder económico. Por lo tanto, aunque el aumento de la productividad pudiera haberse dado por casualidad, las sociedades no se guiaban de modo sistemático por la necesidad de estar siempre aumentando la producción o la productividad. Como dicen Deléage et al., el carbón chino «no dio lugar a nuevas necesidades sociales, no expandió los límites de su propio mercado […], la protoindustrialización y el crecimiento económico fueron logros considerables, pero no consiguieron generar una rápida división del trabajo».[8] Para entender esta cuestión, analicemos la naturaleza de los mercados capitalistas con más detalle.

      

    Mercados capitalistas y las presiones para crecer

    Los economistas ecológicos Tim Jackson y Peter Victor llaman a esta dinámica la «trampa de la productividad».[9] Esto ocurre porque, en el capitalismo, los trabajadores tienen que ser capaces de vender su trabajo para poder acceder a un nivel de vida decente. Los capitalistas dependen del poder del mercado para obtener beneficios y, por ello, constantemente vuelven a invertir para incrementar la productividad. El aumento de la productividad implica que se necesitan menos trabajadores para producir una misma unidad de determinado producto. Así que si la producción deja de crecer, el empleo cae. Esto hace que los trabajadores deseen, de manera legítima, un crecimiento mayor y encarguen a los gobiernos que hagan todo lo posible para que aumente la actividad económica.

    Además, esta «trampa de la productividad» se retroalimenta a sí misma. La expansión de los mercados conduce a la división del trabajo; Adam Smith argumentaba que, ya que los trabajadores llegan a especializarse más, tienen una mayor capacidad para mejorar los procesos productivos en los que están involucrados. A un mayor nivel de especialización, se desarrolla una clase de trabajadores cuyo trabajo es únicamente hacer que la producción sea más eficiente. Pero a medida que la especialización de la gente aumenta, se depende en mayor medida de los mercados para obtener los bienes que necesitan, porque (y aquí utilizo un ejemplo personal) quienes nos dedicamos a estar sentados en un despacho leyendo a economistas que murieron hace tiempo no pasamos mucho tiempo cultivando nuestra propia comida, cosiéndonos nuestra propia ropa o salvando vidas. En este sentido, la expansión de los mercados crea las condiciones para un crecimiento posterior y la necesidad de que este tenga lugar.

    También es necesario hablar del capitalismo de consumo. Las innovaciones destinadas al crecimiento de la productividad no crean por sí mismas un mercado para un mayor volumen de mercancías. Esto implica que el capitalismo tiene que transformar no solo la producción sino también el consumo. Hoy en día esta transformación implica ―cada vez en mayor medida― el estímulo y la creación artificial de necesidades y de deseos de consumo por parte de la clase capitalista, que necesita que sigamos consumiendo para seguir obteniendo beneficios. William Morris afirmó que, para conseguir y mantener los beneficios, los capitalistas tienen que vender una «montaña de basura […], cosas que todos sabemos que no sirven para nada». Para crear la demanda de esos bienes inútiles los capitalistas fomentan «un deseo extraño y febril por las pequeñas emociones, por símbolos visibles, conocidos por el nombre de modas, un monstruo extraño que nace de la aspiración de tener una vida como la de los ricos».

    Buena parte de los estudios más actuales sugieren que la sociedad actual fomenta la idea de que el consumo es el camino hacia la mejora personal. El psicólogo Philip Cushman defiende que la actual configuración dominante del «yo» es un recipiente vacío que debe llenarse con bienes de consumo.[10] Este vacío, prosigue, viene de la ausencia de comunidad, tradición y significados colectivos. Estas cuestiones no van a resolverse a través del consumo. Bajo el capitalismo de consumo existe una incapacidad para imaginar el cambio social y personal si no es a través del propio consumo. Por ello, hasta los futuros que imagina la izquierda «radical» tienden a articularse en torno a niveles de consumo incluso mayores en lugar de imaginar nuevos modos de vida que prioricen nuestra necesidad de pertenencia a una comunidad y de tener un objetivo que esté más allá del consumo.

     

    No hay descarbonización bajo el capitalismo 

    Debido a la necesidad estructural de crecimiento que se da en el capitalismo, es altamente improbable que por sí mismo sea capaz de evitar un cambio climático catastrófico. Las tendencias estructurales hacia el crecimiento van a hacer que los esfuerzos por reducir las emisiones de carbono se vean sobrepasados por la expansión de la actividad económica. Esta es una cuestión polémica para la mayor parte de los ecologistas (y para muchos socialistas). Pero se trata de la elocuente historia del capitalismo.

    De momento, bajo el capitalismo los recursos no han sido conservados; al contrario, cuando aumenta la eficiencia o se encuentran nuevos recursos, se liberan otros que son utilizados por otras partes de la maquinaria capitalista. Por eso, la energía renovable y la energía nuclear todavía representan solo una parte pequeña del sistema energético global [imagen 1]. En el capitalismo han ido creciendo las fuentes de energía bajas en emisiones de carbono, pero no han sustituido de manera significativa a los combustibles fósiles. Al contrario, la energía baja en emisiones de carbono no es más que otro nicho disponible para alimentar el crecimiento de la actividad económica y obtener beneficios.

     

    Imagen 1. Uso global de energía primaria por tipo, 1900-2014. Fuente Cálculos propios del autor basados en los datos de De Stercke, 2014.

    Lo mismo se puede decir sobre el aumento de la eficiencia energética, que puede contribuir de manera fundamental a la descarbonización de la economía global, pero solo si se ve acompañada por un plan para limitar el tamaño de la economía. Bajo el capitalismo, las medidas de eficiencia energética conducen en realidad al crecimiento económico. Esto ocurre por la misma razón por la que la energía renovable no lleva necesariamente a la descarbonización. La eficiencia energética mejora la productividad y reduce los costes así que, en este sentido, refuerza los imperativos del crecimiento capitalista e impulsa la expansión económica, que en su conjunto requiere más energía.

    Es también por esto por lo que una práctica progresista contra el cambio climático irá en menoscabo del capitalismo. Solo vamos a evitar un cambio climático catastrófico si somos capaces de romper con la hegemonía del mercado y superar el imaginario social que, de manera ineficaz, vincula la satisfacción con el consumo.

     

    Entonces, ¿hacia dónde vamos?

    La economía, el sistema energético y el medioambiente están estrechamente relacionados. Combinando la economía ecológica y el marxismo político he propuesto un marco de trabajo en el que el cambio climático es parte fundamental del capitalismo y no solo consecuencia de él. El uso generalizado de los combustibles fósiles fue necesariamente puesto en marcha por y para las dinámicas capitalistas de crecimiento y expansión de la productividad. El cambio climático es por tanto una característica y no un defecto del capitalismo.

    Para evitar la catástrofe del cambio climático tenemos que romper con el ciclo expansivo de la economía. De lo contrario, las mejoras tecnológicas, la energía renovable y el aumento de la eficiencia energética solo van a ser un camino más para que los capitalistas hagan que crezcan la economía y sus beneficios. De igual modo, los impuestos al carbón y otros mecanismos de mercado simplemente van a reforzar las dinámicas centrales del mercado y cualquier efecto positivo va a verse sobrepasado por el crecimiento económico. Este crecimiento hará que se incremente el uso de energía, incluyendo el uso de energía fósil y ello nos sumergirá en un mundo en el que no sabemos cómo vivir. Es probable que a la larga la «Tierra invernadero» acabe con el capitalismo, pero antes destruirá los medios de vida de millones de personas debido a la meteorología extrema, a una mayor incidencia de enfermedades y al colapso ecológico. No hay razón para creer que esto nos vaya a conducir a un futuro mejor.

    Para poner fin al ciclo expansivo de la economía de una manera justa hay que ponerles límites a los mercados. Tenemos que hacer uso de la producción comunal, doméstica y estatal como medio principal para satisfacer las necesidades colectivas de la sociedad. Solo de este modo podemos poner fin a una sociedad orientada al crecimiento de la productividad. No hay nada en las formas de producción no mercantiles que las haga inherentemente más sostenibles (todas las actividades económicas utilizan energía), pero estos sistemas carecen de la vocación expansionista de los mercados. Por ello, las nuevas tecnologías y el aumento de la eficiencia podrían ser utilizados para sustituir a los combustibles fósiles en lugar de sumarse a ellos.

    Esta transición tiene el potencial de ser esperanzadora, una oportunidad para construir un sistema más humano. Un sistema que sea materialmente más pobre que la sociedad actual, pero no me refiero a «ecoausteridad». Mucha de la energía que se usa hoy en día se utiliza para producir bienes que no necesitemos y que no satisfacen nuestras necesidades. Richard Seymour lo expresa en el contexto de la teoría del valor-trabajo:

    La sobreproducción de «cosas» se obtiene a través de una costosa extracción del cuerpo de los trabajadores, una forma de austeridad que empobrece la vida. Y buena parte de esas «cosas» no son para el consumo de los trabajadores, sino que, la parte que no se consume en forma de beneficios y dividendos, es trabajo muerto cuyo efecto principal es el de lograr una extracción de trabajo posterior. Podríamos pensar en la conservación de energía como autodefensa de clase.

    Dicho de otro modo, el consumo es una manera ineficaz de construir una vida buena. Limitar nuestro consumo de manera colectiva podría abrir camino hacia un sistema económico mejor.

    Existen vínculos entre este y otros programas de izquierda radical: liberarse del mercado y reconvertir la producción en función de las necesidades sociales en lugar del beneficio son cuestiones centrales en el movimiento postrabajo,[11] pero este movimiento carece de una crítica al consumismo y su análisis del capitalismo no consigue incorporar con rigor las ideas de la economía ecológica. La perspectiva de una huida masiva al espacio prosigue con la fantasía de que el consumo puede satisfacernos y se basa en la idea de una expansión continua de la producción y del uso de energía. No está claro por qué aquellos que defienden un «comunismo de lujo completamente automatizado» (por ejemplo) creen que un programa político cuyo mayor atractivo está en poseer más cosas va a ser capaz de liberarse del ciclo expansivo que se halla en el centro de la catástrofe ecológica. Si la promesa es laaumentar el consumo de masas, va a ser difícil publicitar políticas para acabar con las fuentes de energía más eficientes y fiables a las que tenemos acceso. Bajo el capitalismo no se puede evitar el aumento del uso de los combustibles fósiles, pero esto no significa que todos los programas anticapitalistas representen soluciones igual de buenas. El camino a seguir está en la incorporación estos ímpetus radicales, pero criticando su fijación con el consumo y destacando las dinámicas destructivas que comparten con el capitalismo.

    Esto lo que hace es señalar cuál es el terreno para la lucha política. Los socialistas deben involucrarse con los ecologistas corrientes y trabajar con ellos. Tenemos un enemigo común en el gran capital de la industria de los combustibles fósiles. Muchos ecologistas se muestran críticos con la economía actual, pero carecen de un análisis completo de sus mecanismos. Extinction Rebellion es un ejemplo clave: un movimiento crítico que todavía es «apolítico».

    Sin embargo, quizás ellos sean nuestra mayor esperanza para construir instituciones que nos proporcionen comunidad, autonomía y un objetivo y, además, para acabar con la economía fósil del capitalismo expansivo.

     

     

    SIMON MAIR trabaja en la Universidad de Surrey, donde estudia historia económica y modelos económicos buscando salidas a la crisis ecológica.

    La ilustración de cabecera es Primitive Coal Mine (1943), de Harry Gottlieb. La traducción del artículo es de Alberto Martín.

     

    [1] Karl Marx, Capital: A Critique of Political Economy, vol. 1, Londres, Penguin, (1856) 1990, p.133, trad. Ben Fowkes [El capital. Crítica de la economía política, vol. 1, Madrid, Siglo XXI, (1975) 2017, p. 91, trad. Pedro Scaron].

    [2] Ibíd., p. 134 [trad. cast.: p. 92].

    [3] Louiss C. Ross, Gunnar Austrheim, Leif-Jarle Asheim et al., «Sheep Grazing in the North Atlantic Region: A Long-Term Perspective on Environmental Sustainability», Ambio, 45(5), 2016, pp. 551-566.

    [4] Ellen Meiksins Wood, The Origin of Capitalism: A Longer View, Londres, Verso Books, 2017.

    [5] Adam Smith, An Enquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Chicago, University of Chicago Press, (1776) 1976, p. 17 [La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza, 1994,p. 44, trad. Carlos Rodríguez Braun].

    [6] Wood, óp. cit.

    [7] Andreas Malm, Fossil Capital: The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming, Londres, Verso Books, 2016, pp. 258, 263.

    [8] Jean-Paul Deléage, Jean-Claude Debeir, Daniel Hémery, In the Servitude of Power: Energy and Civilisation Through the Ages, Londres, Zed Books, 1991, p. 59.

    [9] Tim Jackson y Peter Victor, «Productivity and Work in the ‘Green Economy’: Some Theoretical Reflections and Empirical Tests», Environmental Innovation and Societal Transitions, 1 (1), junio de 2011, pp. 101-108.

    [10] Philip Cushman, «Why the Self is Empty: Toward a Historically Situated Psychology», American Psychologist, 45 (5), 1990, pp. 599-611.

    [11] Kathi Weeks, The Problem with Work: Feminism, Marxism, Anti-Work Politics and Post-Work Imaginaries, Durham, Duke University Press, 2011.

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  • El control de la población no es la respuesta a la crisis climática

    El control de la población no es la respuesta a la crisis climática

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    Por Yifat Susskind.

    Este texto fue publicado originalmente en Ms. en 2017 con el título «Population Control Isn’t the Answer to Our Climate Crisis».

    «Si podemos deshacernos de suficiente genteescribió aquel terrorista de El Paso en su grotesco manifiesto—, entonces nuestro estilo de vida puede ser más sostenible». Su masacre racista dejó pocas dudas acerca de a quién se refería con «nosotros» y «nuestro estilo de vida». El ecofascismo de la extrema derecha disfraza su intención racista de preocupación por el medio ambiente, demoniza a las mujeres de color debido a la «superpoblación» y aviva los temores de que se vaya a acabar con la «pureza» y el poder de la raza blanca. Utiliza el fantasma de un inminente colapso ecológico para reavivar un impulso genocida tan antiguo como los Estados Unidos con el que eliminar a los que se considere no aptos para sobrevivir.

    Solo unas pocas personas defienden la expresión más horrible de estas creencias. Pero, hoy en día, la defensa del control de la población está resurgiendo en los debates mainstream —e incluso en entornos progresistas— acerca de la limitación de la fecundidad de las mujeres en pos de la sostenibilidad medioambiental.

    No es esta la primera vez que el cuerpo de las mujeres es tratado como un medio para un fin demográfico. Recordemos iniciativas tan horrendas (todas ellas de sentido común en su época) como la esterilización forzosa de mujeres negras, latinas e indígenas, el trato a las mujeres puertorriqueñas propio de ratas de laboratorio en los ensayos de anticonceptivos para mantener una baja población en la isla y la financiación de los campamentos de esterilización en la India.

    De manera invariable incluso los proyectos de control de la población más nefastos pretenden servir a algún bien social incuestionable, como la reducción de la pobreza o la paz. Después del huracán Katrina, un diputado de Luisiana propuso pagar mil dólares a las personas que reciben asistencia estatal a cambio de ser esterilizadas. Explicó los beneficios de reducir el número de personas pobres e hizo referencia a la posibilidad de que los huracanes sean cada vez más frecuentes y a la necesidad de conservar los recursos.

    El movimiento por la justicia reproductiva se manifestó entonces para denunciar estas políticas como un abuso contra los derechos humanos. Pero hoy el monstruo del control de la población ha sido resucitado y estos logros se ven  amenazados de nuevo.

    Ahora mismo la mayoría de la gente tiene claro que no debe usar el desacreditado concepto de «control poblacional». Tampoco vais a escuchar a los voceros del sentido común hablar de «superpoblación de negros». Estad atentos, eso sí, al lenguaje que parte de los derechos y de la justicia sociales que sitúa la anticoncepción y la planificación familiar como estrategias centrales para reducir las emisiones de carbono.

    Por ejemplo, una entrada en el blog de la USAID [Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional] en el Día Mundial de la Población vincula la planificación familiar con la protección de «la gente, el planeta, la prosperidad, la paz y las relaciones sociales» y pasa a decir que «al frenar el rápido crecimiento demográfico, la planificación familiar puede ayudar a reducir la cantidad de personas pobres».

    Los principales defensores del control de la población de hoy en día ofrecen un apoyo total a los derechos reproductivos y subrayan la feliz coincidencia de que la libertad de las mujeres de poner límites a la maternidad sea también una solución clave para el cambio climático. Estas propuestas en las que todo el mundo sale ganando son intrínsecamente atractivas, pero debemos mostrarnos escépticas ante las soluciones que exigen poca cosa a los causantes del problema.

    Las mujeres de todo el mundo coincidirán en que el acceso a la atención médica, la planificación familiar, los métodos anticonceptivos y el aborto siguen siendo necesidades críticas insatisfechas. La verdadera justicia reproductiva, tal y como la conciben las mujeres que durante tanto tiempo han sido el objetivo del control de la población, incluye la opción de elegir cuántos hijos tener y criarlos en un entorno seguro y saludable, pero los que tratan de instrumentalizar estos derechos básicos como soluciones frente al cambio climático pasan demasiado rápidamente a hacer hincapié en los beneficios para la reducción de emisiones que hay en que las mujeres tengan menos hijos: no cualquier mujer, sino las mujeres pobres negras y latinas a las que siempre se ha culpado de «tener demasiados hijos».

    Cualesquiera que sean sus fundamentos políticos, los enfoques frente al cambio climático basados en lo poblacional están impregnados de tres falsedades.

    Una es que la población mundial se ha disparado. En realidad, el ritmo de crecimiento ha ido disminuyendo desde los años sesenta; de 1990 a 2019, la tasa de fecundidad mundial se redujo de 3,2 nacimientos por mujer a 2,5.

    Otra es que la principal amenaza a la que nos enfrentamos es la escasez de recursos, cuando en realidad el problema no son los números en sí mismos, sino la distribución desigual de las necesidades básicas. El planeta no puede albergar a 7.500 millones de personas que se dediquen a explotar los recursos al ritmo de los más ricos, pero podría albergar a muchas más si los más ricos se quedaran con una parte  más justa y las políticas públicas permitieran a las comunidades más pobres poner fin a su excesiva dependencia respecto de los ecosistemas frágiles.

    Por último, existe el mito de que las poblaciones más grandes aceleran el cambio climático, cuando no pueden extrapolarse las emisiones de carbono de un país solo a partir del tamaño de su población. Estados Unidos tiene menos del 5% de la población mundial, pero es responsables del 15% de las emisiones. Mientras tanto, los países de África subsahariana, a los que a menudo se señala como los principales candidatos para las políticas de control demográfico, se encuentran entre los que menos emiten carbono.

    Eso resulta obvio cuando se recuerda que el caos climático es una consecuencia directa de la política industrial, pero reconocer esa verdad conduce a un conjunto de estrategias muy diferente que al de animar a las mujeres pobres a tener menos hijos. El uso de mujeres como chivos expiatorios desvía la atención respecto a los verdaderos culpables de nuestra catástrofe climática: las empresas de combustibles fósiles y de energía y el escandaloso éxito que tienen al evitar la regulación gubernamental con subsidios y vericuetos fiscales. Ello desvía la atención respecto a la necesidad de cambiar un sistema económico que exige la explotación ilimitada de los recursos y la búsqueda de beneficios.

    Los políticos deben aprovechar el cambio para rechazar la idea de que el control poblacional es una solución al colapso climático. Además, podrían aprender de las mujeres que están en la primera línea del cambio climático a lo largo de todo el mundo, cuyas innovadoras soluciones y sus llamamientos en pos de la justicia económica mundial son la verdadera respuesta al colapso del clima.

    YIFAT SUSSKIND dirige MADRE, una organización internacional de derechos humanos de la mujer que colabora con comunidades de mujeres de todo el mundo que están haciendo frente a guerras y desastres de diverso tipo. Ha escrito para The New York Times, The Washington Post, Foreign Policy in Focus, The Guardian y The Huffington Post

    La ilustración que encabeza el texto es «Cavalos vermelhos», de María Helena Vieira da Silva.

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  • Huracanes y cambio climático: afianzando la relación

    Huracanes y cambio climático: afianzando la relación

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    El tifón Mangkhut y el huracán Florence me han recordado una anécdota de una amiga que trabaja en la tele, una nacional. El año pasado fueron a entrevistar a un científico por los huracanes de categoría 4-5 –Harvey, Irma y María– que tuvieron lugar en el Atlántico y el Caribe por entonces.

    El redactor iba decidido a enfocar el tema desde la perspectiva del cambio climático, relacionando dichos huracanes con el calentamiento global pero, para su sorpresa, el científico dijo que no se puede demostrar una relación entre el número de huracanes y el calentamiento global, que aún no está demostrado y que si dijese lo contrario, “faltando a la objetividad”, estaría dando argumentos y armas a los negacionistas del cambio climático. Total, que debido a la negativa del experto (que, dejémoslo claro, sí que lo es), el reportaje acaba enfocado de otra manera, diciendo que «no es excepcional el número de huracanes» que hubo el septiembre pasado y que «los expertos descartan que la causa sea atribuible al cambio climático hasta que no haya pruebas concluyentes, pero sí apuntan a un incremento de su virulencia medida sobre todo en un aumento de la precipitación» [¿Lo habéis oído? Son mis cabezazos contra la pared] La cosa es ¿esto es falso? Pues técnicamente no. O sea, es cierto que no está clara la relación entre el número de huracanes y el cambio climático, pero probablemente esta sea una manera errónea de enfocar el asunto.

    Uno de los mantras más repetidos es que no podemos asociar eventos extremos concretos al cambio climático. Es decir, en términos técnicos, no se debe afirmar que esta sequía o aquel huracán se deben o han sido causados por el cambio climático. Lo que debemos estudiar, y afirmar, es  si existe una mayor tendencia a que ocurran determinados fenómenos extremos a medida que aumenta la temperatura global. En el caso concreto de los huracanes no tenemos evidencias concluyentes de que el cambio climático esté aumentando el número de huracanes por temporada. Esto es verdad. Sin embargo, el problema del cambio climático necesita que comuniquemos mejor la  la relación entre huracanes y cambio climático. Porque esa relación sí que existe.

    Pero antes, ¿qué es un huracán?

    Un huracán (o ciclón tropical) es un sistema de circulación cerrado que tiene un núcleo cálido de baja presión. Se produce sobre océanos y mares cálidos (Atlántico y Pacífico tropical, Caribe), ya que necesita altas temperaturas y humedad para formarse y mantenerse. Sus efectos son bien conocidos: fortísimos vientos (con ráfagas de más de 300 km/h) y abundantes precipitaciones, lo que hace que la destrucción que provocan al tocar tierra sea enorme tanto a corto como a medio plazo.

    Pues bien, volviendo a su relación con el cambio climático, se ha señalado, por ejemplo, que lo que sí está aumentando es la frecuencia de huracanes de categorías 4 y 5. Es decir, puede que no haya más huracanes debido al cambio climático, pero los que hay son más potentes. Cuando se hizo la entrevista de la que hablaba al principio se señaló esto varias veces, por ejemplo…

    Pero, además, es que conocemos mecanismos físicos por los que el cambio climático puede hacer que los huracanes sean más potentes y, por tanto, más destructivos. Es decir, a parte de cierta evidencia estadística, tenemos varias intuiciones causales. Ahí van:

    1. La intensidad de los huracanes, que es lo que mide lo que llamamos categoría, depende de la temperatura superficial del agua. Sabemos que los océanos se están calentando debido al cambio climático, por lo que éste aumentaría su potencial destructivo.
    2. Por otro lado, sabemos que una mayor temperatura aumenta la capacidad de contener humedad (un 3% más cada 0.5º C, más o menos). Una mayor humedad ambiental facilita que los huracanes se intensifiquen más rápidamente, y además hace que sean mayores las lluvias asociadas y, por tanto, también las inundaciones.
    3. Por último, sabemos que el nivel del mar ha aumentado en los últimos años debido al calentamiento global (unos 15cm en las últimas décadas), lo que hace que las inundaciones costeras (marejadas ciclónicas, por ser más estrictos) sean mayores y afecten a más territorios, tal y como se vio con la tormenta Sandy en 2012.
    4. Finalmente, y aquí la evidencia científica es más débil, se cree que el cambio climático está aumentando la amplitud de las ondas planetarias, lo que podría contribuir a un fenómeno muy llamativo de Harvey, Irma y Florence: el llamado “stalling” (que consiste, esencialmente, en que lo que eventos meteorológicos extremos que solían ser intensos pero rápidos ahora se prolonguen durante más días, aumentando los daños asociados).

    No es fácil comunicar ciencia de una manera rigurosa, es verdad. Es un problema de siempre.  El caso del cambio climático, con todas sus implicaciones sociales, económicas y políticas, la complicación seguramente sea aún mayor.  La evidencia científica de que la Tierra se está calentando y que este calentamiento se deba casi exclusivamente al aumento de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera debido a la quema de combustibles fósiles y la deforestación es indiscutible. Pero es cierto que hay otros aspectos científicos más concretos del mismo, como si está aumentando el número de huracanes o si están aumentando los eventos extremos por cambios en la corriente de chorro) que siguen sujetos a investigación y debate académico.

    Ahora bien, dada la importancia del cambio climático y la urgencia con la que tenemos que afrontarlo haríamos bien en aprovechar los momentos en los que el foco mediático se centre en huracanes, sequías y otros desastres climáticos para tratar de empujar el calentamiento global al centro de la agenda política y social. Y al intentarlo, haríamos bien en afirmar con contundencia lo que sabemos con claridad en vez de resaltar las incertidumbres que aún están sometidas a debate científico.

    Bibliografía:

    https://blogs.scientificamerican.com/observations/what-we-know-about-the-climate-change-hurricane-connection/

    https://www.theguardian.com/commentisfree/2017/aug/28/climate-change-hurricane-harvey-more-deadly

    https://www.democracynow.org/2017/8/30/ex_nasa_scientist_james_hansen_there

    https://www.washingtonpost.com/news/energy-environment/wp/2017/09/07/the-science-behind-the-u-s-s-strange-hurricane-drought-and-its-sudden-end/?utm_term=.10783e33edb0

    https://www.washingtonpost.com/news/posteverything/wp/2017/09/07/irma-and-harvey-should-kill-any-doubt-that-climate-change-is-real/?tid=ss_tw&utm_term=.f1376eb3f25e

    https://www.washingtonpost.com/news/energy-environment/wp/2017/09/11/four-underappreciated-ways-that-climate-change-could-make-hurricanes-worse/?utm_term=.38407d520047

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  • Feminismo y cambio climático

    Feminismo y cambio climático

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    El día 8 de Marzo tenemos una oportunidad para reflexionar sobre la escasa representación femenina en todos los ámbitos. Queremos poner el foco especialmente en las esferas científicas y en las cumbres climáticas.

    Mencionamos continuamente en el blog al IPCC ya que es el grupo que aglutina distintos sectores  y ramas del conocimiento para analizar y establecer estrategias de respuesta al Cambio Climático. Esta organización, a pesar de ser una de las que más considera la perspectiva de género, nos puede servir como un oportuno ejemplo de lo mucho que queda por hacer.

    Afortunadamente se han producido aumentos, aunque modestos, en la participación de mujeres en el panel; sin embargo resulta significativo ver como en las encuestas hechas por Miriam Gay-Antaki y Diana Liverman, las contestaciones de las mujeres expertas reseñan su falta de comodidad, e incluso destacan que no tienen casi nunca la palabra.

    Sabemos qué sucede cada vez que se establecen reuniones para la toma de decisiones significativas, como comentaba Cristina Monge en Efe Verde:

    “La ausencia de mujeres en estos foros de debate y toma de decisión supone directamente que su visión no aparezca en una normativa tan transcendental.”

    Y es que ha sucedido lo mismo en España, el Gobierno está elaborando una Ley de Cambio climático y Transición Energética y en las jornadas para su preparación de 75 participantes solo 13 eran mujeres.

    Es más difícil adquirir poder si eres mujer y ser agente de transformación, pero además somos las principales víctimas del cambio climático.

    ¿Por qué insistimos en que es crítico el cambio climático en mujeres?

    Ahí van algunos datos:

    •  Las mujeres y niños representan la mayoría de muertes  causadas por catástrofes relacionadas con agua, es decir, ellas realizan la mayor parte de tareas relacionadas con el agua pero apenas deciden en las políticas en la materia.
    •  Aproximadamente el 70% de las personas que viven bajo el umbral de pobreza en el Norte económico global y por tanto más vulnerables, son mujeres.
    •  Si analizamos por ejemplo los datos de África solo el 15% de las superficies de cultivo en África subsahariana están administradas por mujeres y por tanto carecen del recurso de resiliencia que supone la tierra para adaptarse al futuro. En India el 13% y se reduce hasta un 9% en Indonesia.

           WeDo.Infographic: Gender and Climate Change: A Closer Look at Existing Evidence. 2016 (la infografía entera cubre todos los continentes, muy recomendada).

    Las actividades de las mujeres en la producción de alimentos, gestión de comunidades, recursos naturales y biodiversidad, junto con educación de niños y cuidado familiar, las sitúa en el centro fundamental del desarrollo.

    En este punto, el ecologismo y el feminismo se reúnen en torno al ecofeminismo, una filosofía y una práctica que entiende que el capitalismo y el patriarcado han desarrollado un sistema de explotación sobre las mujeres, los pueblos colonizados y la naturaleza, subordinando las tareas que sostienen la vida a la esfera productivista económica. Frente al desprecio por nuestra doble dependencia: a otras personas y a la naturaleza, necesitamos un enfoque que pongan los cuidados y lo cotidiano en el epicentro de la vida pública.

    Es esencial que las consecuencias del cambio climático no nos lleven a que sectores que ya están marginados de las comunidades sufran una privación aún mayor de recursos y derechos.

    Porque somos la mitad del mundo. Porque entendemos que la lucha contra el cambio climático va de la mano del feminismo. Mañana 8 de marzo huelga laboral, de consumo, de cuidados y estudiantil.

    Nos vemos en las calles.

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  • Ley catalana de cambio climático: anticonstitucional

    Ley catalana de cambio climático: anticonstitucional

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    Es un placer publicar esta colaboración de Salvador Lladó, doctor en microbiología ambiental y biotecnología y miembro del grupo de trabajo sobre cambio climático de la Candidatura de Unidad Popular (CUP) [en catalán]

    Estas últimas semanas hemos visto distintas “personalidades” de la política española muy preocupadas por el cambio climático, desde el Borbón hasta Pablo Iglesias. No analizaré el discurso del Borbón por poco relevante y porque tampoco esperaba mucho de él, pero me impactó algo que dijo Pablo Iglesias: «hay quien nos dice que somos catastrofistas, pero nos estamos jugando el futuro de la humanidad, porque si el planeta se va al garete, no habrá posibilidad de que la vida siga existiendo». Este es el nivel. La vida va a ser arrasada en plan ataque alienígena de peli americana de serie B. Entonces, y sintiéndolo mucho, yo también le tengo que decir a Pablo que es catastrofista. Pablo, la vida no va a desaparecer, pero lo que está claro es que, si no ponemos freno a las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), la vida en el planeta Tierra puede llegar a ser bastante diferente de como la conocemos en un plazo de pocas décadas. Seguramente Pablo, desde su visión antropocentrista, estaba pensando en la extinción de la especie humana, pero, bueno, también eso es poco probable, aunque quizás nos lo merezcamos.

    El lector interesado puede observar en la ley una serie de características que la hacen, objetivamente, una de las más avanzadas de Europa y del mundo

    No digo yo que lo del Foro del Clima sea una mala idea, ni mucho menos, ojalá salgan de allí muy buenas ideas para hacer una ley de cambio climático y transición energética a la altura de lo que necesita el país del impuesto al sol. Lo que si me extraña es no haber oído a Pablo Iglesias (ni a otra gente de Unidos Podemos) quejarse cuando el Gobierno español impugnó en el Tribunal Constitucional (TC) la Ley catalana de cambio climático, aprobada por el Parlamento Catalán a finales de julio de 2017. Eso, si tengo que ser sincero, me entristece particularmente. Hubo muchísimo trabajo en esa ley, y fue aprobada con gran consenso (124 votos a favor y 11 abstenciones, las del PP). El lector interesado puede observar en la ley una serie de características que la hacen, objetivamente, una de las más avanzadas de Europa y del mundo. Las negociaciones entre partidos muy separados entre sí en el eje izquierda-derecha (PDCat, ERC y CUP) fueron intensas, pero podemos estar orgullosos de los resultados obtenidos teniendo en cuenta el peso de la derecha catalana en el Ejecutivo catalán. Además el trabajo no fue solo de políticos y asesores, sino que hubo gran participación de la sociedad civil, representada en mayor parte por organizaciones ecologistas. El objetivo de este breve artículo no va a ser otro que intentar explicar los artículos más destacados de esa ley, y porque creo que ha sido llevada al TC, aparte de por ser catalana, tema en el que no quiero entrar en el presente artículo.

    La Ley catalana de cambio climático (texto íntegro en la web de la Generalitat de Catalunya) destaca a mi parecer por los siguientes puntos: presupuestos de carbono, nuevos impuestos y eco-etiquetaje.

    Presupuestos de carbono: cuota de emisiones de GEI asignada a una entidad, una organización o un territorio durante un determinado periodo. Son un mecanismo de planificación y seguimiento para la integración de los objetivos de esta ley en las políticas sectoriales. Se establecen por períodos de cinco años y se aprueban con una antelación de diez años. Se explican en el artículo 7 del redactado y su objetivo es crear límites más duros a los actuales dentro del Sistema Europeo de Emisiones (EU-ETS), sistema que se ha demostrado más que ineficaz y basado en las injustas leyes de mercado. Este artículo fue impugnado al TC porque, siempre según el Gobierno español, invade sus competencias de ordenación económica, energética y de protección del medio ambiente. Así a bote pronto, me parece que lo que invade en realidad son las pocas ganas que tiene el Gobierno del Reino de España de poner límites duros a los grandes emisores y, por lo tanto, contaminadores. Pero vaya, no me gustaría ser malpensado.

    Impuestos: hay tres grandes impuestos descritos en la Ley catalana de cambio climático, pero uno solo detallado y listo para entrar en vigor, el impuesto sobre emisiones de dióxido de carbono de vehículos de tracción mecánica. Lejos de ser perfecto (al no ser un impuesto ligado al kilometraje del vehículo puede ser considerado injusto), este fue una aproximación de consenso para tasar las emisiones contaminantes de los vehículos privados. El impuesto queda detallado en los artículos del 40 al 50 de la ley y también fue impugnado, exponiendo los mismos motivos que hemos visto para los presupuestos de carbono. Podría parecer así, que el Gobierno del Estado no tiene interés en solucionar los problemas de contaminación de las grandes ciudades. La recaudación de este impuesto iba a ser destinada al Fondo Climático, creado en esta misma ley, para subvencionar proyectos públicos y privados que ayuden a cumplir los ambiciosos objetivos planteados de adaptación y mitigación del cambio climático. Esto podría haber sido, por ejemplo, potenciar el transporte público catalán, del cual el Gobierno del Estado se desentendió hace tiempo, como hemos podido constatar con las quejas del Ayuntamiento de Barcelona. Los otros dos impuestos (actividades económicas y grandes barcos) no han sido impugnados ya que entraron en disposiciones finales de la ley y el propósito del Ejecutivo catalán es crear leyes específicas para ellos. De todas formas, viendo la gran ambición de estos dos impuestos, tocando de lleno al Puerto de Barcelona y a los grandes emisores de GEI industriales respectivamente, no les auguro un futuro diferente al de su hermano menor. El objetivo es claro, complementar un sistema de mercado (EU-ETS) con uno impositivo como ya se hace en Reino Unido para las emisiones de dióxido de carbono y empezar a tasar las emisiones NOx de cruceros y grandes barcos mercantes, un gravísimo problema particularmente en la ciudad de Barcelona debido a modelos de consumo y turismo globalizados, muy poco dados a respetar el derecho a un ambiente saludable.

    Eco-etiquetaje: evaluación de la huella de carbono de productos de consumo. Establecerá las bases para un sistema de evaluación de la huella de carbono de productos. Este sistema se desarrollará reglamentariamente para que los consumidores puedan decidir su consumo conociendo las emisiones que ha generado la producción y el transporte de un determinado bien. Los productos deben incorporar una evaluación de la huella de carbono visible en el etiquetado y el embalaje. Los resultados de la huella deben ser legibles y fácilmente visibles y deben desempeñar un mínimo del 10% de la superficie del etiquetado. Muy extrañamente, este artículo (Art. 56) no ha sido impugnado. Se les habrá olvidado.

    Aparte de estos, que son los puntos que yo considero cruciales para hacer de esta ley una de las más avanzadas de Europa, hay muchos más que han sido impugnados. Como por ejemplo el peligrosísimo artículo 2.2.e: establecer mecanismos que provean información objetiva y evaluable sobre todos los aspectos relacionados con el cambio climático, su evolución temporal y sus impactos. Crear conocimiento es algo que obviamente debe ser inconstitucional en cualquier Estado que se precie. Me extraña también que no hayan impugnado la creación de la Mesa Social del Cambio Climático, ya que también es horrible intentar que el tejido social catalán participe y opine sobre cómo se implementan las leyes.

    No lucháis solo contra el cambio climático, también lucháis contra un Estado con muy pocas ganas de cambiar un modelo productivo asesino y caníbal

    Todo esto, de forma muy resumida, solo pretende ser un aviso a navegantes. Es decir, un pequeño aviso para todas esas personas que vayan a participar en hacer enmiendas al proyecto de ley de cambio climático española y en particular al Foro del Clima. No lucháis solo contra el cambio climático, también lucháis contra un Estado con muy pocas ganas de cambiar un modelo productivo asesino y caníbal. Una ley de cambio climático sin nuevos impuestos que recauden dinero para potenciar una transición a un modelo que realmente minimice la fractura metabólica con la naturaleza, será solo un redactado de buenas intenciones, que es básicamente en lo que pretenden dejar la Ley catalana. No me parece que el Gobierno español actual tenga muchas ganas de aplicar el principio de quien contamina paga. De todas formas, por mi parte, todo mi apoyo al foro del clima, si consiguen una buena ley saldremos ganando todos. Y, finalmente, agradecer a Contra el Diluvio su iniciativa nacida en Twitter y mis mejores deseos para el futuro, me consta que a ellos si les cabreó el tema de la Ley de cambio climático catalana, no como a otros que van de progres, pero se han tragado de lleno la gran falacia de que el crecimiento infinito es posible en un planeta finito.

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  • Mad Max in the city. Movilidad urbana y cambio climático [charla]

    Mad Max in the city. Movilidad urbana y cambio climático [charla]

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    Charlas sobre movilidad urbana y cambio climático a cargo de Miguel Álvarez, de Nación Rotonda y Floridea Di Ciommo, urbanista.

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  • ¡Premios del concurso de microrrelato #navidad2050!

    ¡Premios del concurso de microrrelato #navidad2050!

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    Es un honor, estimado público, comunicaros que, entre comer y dar la tabarra climática a nuestros familiares, hemos encontrado tiempo para leer los 178 relatos recibidos por tuiter y correo electrónico. Y, tras deliberar, pensar, disfrutar -y también llorar un poco ante el tono y el fondo desesperanzado de muchos de ellos, algo sobre lo que escribiremos en los próximos días-, estamos preparados para emitir un dictamen.

    Como se estableció en las bases, hemos elegido los diez relatos que más nos han gustado, en general, y uno de ellos ha sido escogido como ganador absoluto del premio Microrrelatos contra el diluvio 2018. El relato elegido, del que el jurado ha apreciado su ir al grano y la siempre efectiva mención a las abuelas que quizá seremos, es esta exquisitez de Santiago Saez:

    ¡Enhorabuena al premiado! ¡Ha ganado un libro importante e interesante sobre cambio climático que acordaremos con él en un par de días!

    Pero es que hay más. Somos conscientes de que las actitudes y esperanzas ante el cambio climáticos son muy variadas, y en muchos casos no coinciden con las del jurado (que es diverso, pero se adhiere a la férrea doctrina diluvista de que esto no está perdido, no). Así que hemos decidido poner en valor ambos extremos, y hemos seleccionado el relato que más nos ha gustado de los pochos, y dos que nos han parecido particularmente esperanzadores:

    Premio Lluvia fresca tras cinco años de sequía (ex-aequo porque en el colectivo somos un número par de personas y no hemos podido desempatar) para:

    y

    https://twitter.com/Pozuelen/status/940176353747402757

    Dos microrrelatos que nos alegran y enlazan con nuestra idea de que no está todo perdido y que, aunque tengamos tarea por delante, es posible evitar lo peor del cambio climático.

    Sin embargo, no todo el mundo lo ve tan claro. De hecho, el tono general de los participantes ha sido… bajonero. Muy bajonero. Y, entre todos los microrrelatos tristes, el competente jurado ha concedido el premio Para qué me levanto de la cama, si fuera solo hay polvo y lluvia ácida a @srdaine por:

    https://twitter.com/srdaine/status/941291024114225152

    Enhorabuena también a los otros nueve microrrelatos que los acompañan en nuestra cuidadísima selección:

    https://twitter.com/MeriOhara/status/941051153864937472

    https://twitter.com/Jesus_Margar_/status/940166675474894848

    https://twitter.com/morganrcu/status/941429726354305024

    https://twitter.com/malvartinez/status/940181113749889025

    Y uno recibido por email, de Iris:

    Os dije que se iba a acabar el mundo y no me hicisteis caso. Dices lo mismo de todas las cenas. Y no me hicisteis caso. Ahora hace 360 días que no llueve y la tierra está tan dura y seca que no sé ni cómo enterraros. #navidad2050

    Muchísimas gracias a todos por la participación y la difusión. Os recordamos que los relatos aquí arriba presentados serán publicados en el número 2 de nuestro fanzine, cuando sea que salga.

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