Por Àngel Ferrero.

En los últimos meses un número sin precedentes de personas han tenido que trabajar desde sus casas. No todas, ni en todos los sectores productivos, ni en las condiciones que a muchas les hubiese gustado. Aun así la crisis del COVID-19 ha supuesto uno de los primeros experimentos a gran escala y a nivel mundial de una transición al «teletrabajo». Como aportación al debate colectivo sobre esta experiencia publicamos esta tribuna de Àngel Ferrero, en la que se analizan críticamente tanto la realidad desigual como la potencialidad y limitaciones del teletrabajo.

Una de las medidas decretadas estas últimas semanas por numerosos gobiernos para reducir el contagio del SARS-CoV-2 ha sido el confinamiento de la población. Para no detener su actividad económica, son muchas las empresas que han recurrido al teletrabajo y los principales medios de comunicación han publicado varios artículos ensalzando sus virtudes. Sin embargo, desde las redes sociales y algunos medios no se tardó en señalar lo obvio: no sólo todos los empleos no lo permiten, sino que muchos de ellos pertenecen a la categoría de trabajos esenciales en época de pandemia, y algunos de éstos se encuentran, además, entre los peor remunerados. Solamente en Francia se calcula que pueden recurrir a esta modalidad de empleo un 60% de los trabajadores especializados, pero únicamente un 1% de los trabajadores sin especialización o que desempeñan trabajos manuales, según una encuesta del Institut national d’études démographiques (Ined). Pero incluso entre los trabajadores de cuello blanco el teletrabajo está lejos de ser la panacea que han presentado estos días los utopistas tecnológicos.

Las ventajas, reales o supuestas, del teletrabajo acostumbran a presentarse más o menos como sigue: este permite trabajar cómodamente desde el propio hogar, organizar de manera flexible el horario laboral, conciliar el empleo con el trabajo doméstico y la vida familiar, evitar el contacto con colegas desagradables y así sucesivamente. En este sentido, esta promoción del teletrabajo puede enmarcarse en lo que John Hartley llamó «ideología de lo doméstico» en su análisis sobre el papel de la televisión en los cambios en el urbanismo y la distribución de los espacios en los hogares durante la segunda mitad del siglo XX, cuando «el problema era la incontrolada y siempre creciente clase trabajadora urbana». «En lugar de controlarla como a una fiera desde el exterior, mediante aparatos represivos del Estado como la ley, el gobierno, las fuerzas armadas, las prisiones, la policía y, finalmente, los psicólogos, se pensó que resultaría mejor crear las condiciones para el autocontrol y la autoadministración por parte del pueblo», escribe Hartley. En esta ideología de lo doméstico –«una campaña tanto política como comercial»–, el hogar «se convirtió en algo más que una vivienda, más que un refugio, se convirtió en un estilo de vida en sí mismo y en las actividades que debía sostener».

En estos artículos los inconvenientes se reducen generalmente a la capacidad de los propios trabajadores para organizar su horario laboral, mantener una disciplina y evitar la tentación de procrastinar. Se olvida, o se quiere olvidar, que el trabajo también es para millones de personas un espacio de socialización, con todo lo que ello implica. No sorprende que el teletrabajo sea un modelo tan bien valorado por muchas empresas: la atomización social dificulta la organización sindical. ¿Cuántos inspectores de trabajo acuden a los hogares para comprobar que se cumplen las condiciones y los horarios de trabajo? Además, como sabemos por los casos de autónomos y falsos autónomos, el teletrabajo puede acabar desplazando algunos costes al propio trabajador, que corre así con los gastos de electricidad, teléfono y en no pocas ocasiones su propio equipo informático. Los precedentes invitan por lo demás a la desconfianza: el acceso de millones de personas a Internet en la década de los noventa, en ausencia de otras medidas (y más bien en presencia de medidas regresivas en lo laboral), no ha conducido a ninguna utopía tecnológica, y la intensidad y la duración de la jornada laboral, así como el control de las empresas sobre sus empleados, no únicamente se han mantenido, sino que en ocasiones se han intensificado debido a esas mismas nuevas herramientas tecnológicas, también en aquellos que trabajan desde casa, por ejemplo mediante programas que supervisan el uso del teclado, el cursor o el tiempo que el monitor está encendido antes de que se active el protector de pantalla.

Trabajar desde casa, ¿menos trabajo?

Las quejas habituales de quienes trabajan en casa van por lo común desde la difuminación de los límites temporales y espaciales entre trabajo y vida personal hasta la exigencia de las empresas hacia sus empleados de presentar plena disponibilidad a la hora de responder correos electrónicos y llamadas de teléfono, pasando por problemas en la comunicación con otros miembros del equipo, pérdida de motivación y sensación de soledad. No son pocos los casos que terminan en el llamado síndrome de desgaste profesional –popularmente conocido como burnout– y, si el trabajador no responde a las demandas de sus jefes, puede ser despedido sin contemplaciones y sin el temor a esperar ninguna contestación: al fin y al cabo, entre él y sus compañeros de trabajo no existen apenas vínculos emocionales y seguramente ni siquiera hayan tenido que verse en persona. Mientras el trabajador cree que se ha liberado del yugo empresarial y retomado las riendas de su vida (incluso, en no pocas ocasiones, que se ha convertido “en su propio jefe”), desde las cumbres de su empresa se le ha despojado de prácticamente todos sus atributos humanos y convertido imaginariamente en pura fuerza productiva, y, si no cumple con los resultados, se cambia por otro, sin más.

Sobre la productividad, resulta revelador un estudio de la consultora estadounidense Airtasker realizado el pasado mes de marzo entre más de 1.000 empleados, 505 de ellos en régimen de teletrabajo. De media, quienes trabajaban desde casa lo hacían 1’4 días más por mes, o unos 16’8 días más al año, que aquellos que trabajaban en la oficina. Del mismo modo, se calculó que los empleados en una oficina perdían una media de 37 minutos diarios en distracciones (sin contar las pausas para comer o tomar un café), frente a los 27 minutos de quienes trabajaban desde casa. El estudio también demostró que los empleados en oficinas socializaban más con sus colegas: hasta una hora diaria de conversación no relacionada con el trabajo, mientras el tiempo se reducía a 29 minutos para quienes trabajaban desde casa. El porcentaje de éstos que dijo tener problemas para conciliar su vida laboral y personal (29%) fue superior al de quienes trabajan en una oficina (23%). Finalmente, cuando se entraba en preguntas concretas en este capítulo, prácticamente todos y cada uno de los porcentajes eran peores para el teletrabajo con respecto al trabajo en oficina: estrés excesivo durante la jornada laboral (54%-49%), elevado nivel de ansiedad (45%-42%), procrastinación (37%-35%), abandono de la tarea por el estado mental del trabajador (31%-30%), abandono del trabajo antes de tiempo por sentirse sobrepasado (26%-17%), evitar interactuar con otros trabajadores (23%-29%), dificultad a la hora de gestionar las emociones en el trabajo (21%-21%), saltarse el trabajo debido a la baja motivación (18%-17%).

La perspectiva ecológica

Del teletrabajo también se ha dicho que ayudaría en la lucha contra el cambio climático al reducir o incluso eliminar el desplazamiento hasta el puesto de trabajo, y que atesora el potencial de modificar planes urbanos por completo, favoreciendo la descentralización y la creación de entornos más amables para el ciudadano en detrimento de la especialización por barrios y los conocidos rascacielos de oficinas de vidrio. Dejando de lado que este argumento tiene exclusivamente en cuenta el transporte individual en automóvil y olvida el transporte público, considérese este otro ejemplo: el 22 de marzo Bank of America y Wells Fargo anunciaron el cierre de todas sus oficinas en India y enviaron a sus empleados a continuar trabajando desde casa. El problema, como no tardó en descubrirse, es que no todos los empleados disponían de ordenadores portátiles ni tabletas con las que realizar su trabajo. Solamente Wells Fargo cuenta con unos 20.000 trabajadores en India (datos de 2019). Cabe preguntarse cuál es el coste no ya económico, sino ecológico de multiplicar el número de dispositivos –cuya fabricación requiere por lo demás un elevado consumo de energía y cuyo uso incrementa considerablemente el consumo de electricidad– en comparación con un equipo informático en un centro de trabajo que puede ser compartido por varios empleados. En efecto, en la publicidad de los fabricantes se destaca la capacidad de almacenamiento de estos dispositivos y la posibilidad de ejecutar diversas tareas con ellos como parte de su saldo positivo en lo ecológico, pero se calla convenientemente que están enfocados más a un uso individual que colectivo. A este respecto resulta conveniente recuperar el concepto de «anticomunista» propuesto por Wolfgang Harich en Comunismo sin crecimiento (1972). «Defino como anticomunista aquel medio de consumo que no podría jamás ser consumido, fuesen cuales fuesen las condiciones de organización de la sociedad, por todos y cada uno –sin excepción– de los integrantes de la sociedad», escribía Harich, «por lo que en caso de que se quisiera prolongar indefinidamente su producción, haría imposible el tránsito al comunismo, puesto que este excluye por definición un consumo ligado a diferencias de ingreso y a privilegios».

Los problemas, sin embargo, no terminan aquí. «Se puede tener un edificio muy eficiente en una ciudad donde la gente camina o utiliza el transporte público, pero si quienes trabajan desde su hogar encienden la calefacción en toda la casa, [el balance ecológico] es negativo», observaba hace unos años Paul Swift, asesor de Carbon Trust, en declaraciones a la agencia Bloomberg. Así, continuaba este medio, «sólo los trabajadores que viven lejos de la oficina, que de lo contrario tendrían que ir en automóvil, contribuyen una reducción global de la contaminación […] los que caminan o toman el transporte público incrementarían sus emisiones trabajando desde casa.» Todo ello sin entrar en cuestiones como la obsolescencia planificada o, en un plano ideológico, la cultura de consumo.

Nada de esto constituye, por supuesto, un rechazo frontal al teletrabajo. Este no es per se negativo, pero depende, como tantas otras cosas, del marco de relaciones sociales y laborales en el que se implementa. En el actual muy bien pudiera ocurrir que, en vez de llevarnos a las utopías tecnológicas de liberación individual recicladas de los años noventa, nos condujese a escenarios de más explotación laboral y un mayor control social y desintegración social.

 

La ilustración de cabecera es «En el taller de un tejedor», de Cornelis Gerritsz Decker (1625-1678).