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  • Ecología y socialismo – Entrevista a Wolfgang Harich

    Ecología y socialismo – Entrevista a Wolfgang Harich

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    Publicamos una nueva traducción de un documento inédito de Wolfgang Harich de mano de Àngel Ferrero, en esta ocasión una entrevista del año 1976 en la que aborda la relación entre ecología y socialismo. A pesar de su brevedad encontramos materiales que pensamos pueden ser útiles hoy en día para pensar la crisis ecológica. Hay posicionamientos lúcidos contra el «optimismo científico-tecnológico» y contra el «pesimismo sin esperanza», el «otro extremo falso» de ese optimismo sin fundamento. Reflexiones tempranas sobre los Verdes alemanes (de los que pronto tendremos más que decir), la evolución del bloque socialista y su posible convergencia ideológica en ciertos aspectos con el bloque capitalista. La vigencia de una postura «comunista» en su día, que sigue siendo pertinente para el nuestro, y de qué raíces podría tomar sustento en la larga tradición del socialismo marxista. Hay, sin duda, algunas cosas que querríamos matizar, que querríamos debatir, como la insistencia en la superpoblación en tanto que problema fundamental a nivel político (del que ya hemos hablado en otros lugares). En cualquier caso, esperamos que este documento sirva para hacer más rico el repertorio de textos disponibles en español de un pensador del calibre de Harich, del que seguimos aprendiendo.

    Entre los documentos legados por Harich se encuentra una versión mecanografiada de una entrevista con la revista Positionen. Theoretisches Magazin (POCH).[i] El texto, de siete páginas, contiene diversas correcciones de Harich, que se han incluido y editado. El manuscrito no está fechado, pero procede posiblemente de la segunda mitad del año 1976. En éste Harich desarrolla y profundiza, en contenido y en argumentación, las tesis expuestas en una entrevista anterior con el diario Frankfurter Rundschau. El título procede del editor. (Nota del editor de las Obras Completas de Wolfgang Harich, Andreas Heyer)

    Pregunta: El resultado de los dos primeros estudios del Club de Roma, que son el punto de partida de sus propias reflexiones en el libro ¿Comunismo sin crecimiento?, sugieren que en lo tocante a la crisis ecológica nos encontramos a cinco minutos antes de la medianoche. ¿Sigue manteniendo esta apreciación? ¿Confirman los nuevos conocimientos científicos este posible Apocalipsis histórico?

    Harich: Sí, cuando escribí mi libro, en 1974-1975, aún no conocía, por ejemplo, los estudios sobre las consecuencias del uso de espráis en la destrucción de la capa de ozono de la estratosfera. Pero no se trata solamente de los nuevos conocimientos científicos, sino más todavía de las catástrofes reales, que, entre tanto, me han reafirmado en mis posiciones: hablamos de Seveso[ii], de la explosión en Stavanger[iii], de una serie de espantosas averías en barcos petroleros, de los terremotos cada vez más frecuentes en los últimos años, etcétera. Después de todo esto estoy más convencido que nunca que de mantenerse las actuales tendencias del desarrollo global la humanidad pronto encontrará su propia destrucción, y ello sin una guerra nuclear, un riesgo que, pese a todo, se ha agravado e incluso a corto plazo podría incluso ser el más amenazador. En cuanto al Club de Roma, recientemente, en su reunión en Filadelfia de abril de 1976, ha dado un giro de 180 grados bajo la presión de poderosos intereses capitalistas y la advertencia directa de nadie menos que del vicepresidente de Estados Unidos, el multimillonario Nelson D. Rockefeller. Con la desaprobación del informe Meadows del MIT de 1972, incómodo para ellos, el Club quiere olvidar que entonces cuestionó el sentido del crecimiento económico. Razón de más para la izquierda para mantener viva la conciencia de la crisis ecológica, que los gobernantes, con las condiciones del último boom económico, aún creían poder tolerar y manipular, y que ahora, en tiempos de recesión y creciente desempleo, quieren volver a marginar y eutanasiar.

    P.: Desde el shock de la crisis del petróleo de 1973-1974 se ha puesto en marcha una búsqueda a marchas forzadas de depósitos de materias primas por explorar, tecnologías de reciclaje y formas alternativas de energía. Por descontado, de este modo lo único que puede hacerse es posponer el agotamiento definitivo de las fuentes de energía fósiles. Tan sólo quedaría una volátil intensificación y expansión de la investigación científica. ¿O ve posible otra vía?

    Harich: No hay autoengaño más estúpido que el optimismo científico-tecnológico, como el que se expresa en la siguiente conclusión: «Hasta ahora la ciencia siempre ha encontrado una solución, así que también lo hará en el futuro.» Por la misma lógica, alguien a quien hasta ahora los médicos han logrado comprender cómo curar sus enfermedades puede llegar a la conclusión de su propia inmortalidad. A eso mismo se lo denomina una extrapolación inválida. De manera grotesca, se decantan por ella como supuesto argumento quienes acusan a los Meadows de haber extrapolado incorrectamente. Naturalmente, no quiero disputar la necesidad de impulsar investigaciones en las direcciones que usted ha mencionado. Pero de ello no se deriva que debamos confiar, con una credibilidad cuasi religiosa, que este tipo de investigaciones logrará los resultados deseados en cualquiera de los casos. Deberíamos mantener una prudente distancia y una constante posición crítica con las alternativas que la ciencia tiene que ofrecernos. Las formas de energía alternativas a la fisión del átomo son, por ejemplo, inaceptables, porque los riesgos asociados a éstas superan con creces los correctivos que prometen: aumentan la confianza en la capacidad de los hombres para poner límites a su proliferación, reducir su consumo y renunciar, al menos, a la simplificación del trabajo. Todo ello tiene efectos aún más perjudiciales para la salud con un enorme incremento de la energía fósil.

    P.: ¿Puede la toma de conciencia de los problemas ecológicos basarse en citas de Marx? Marx se encontraba en el siglo XIX en unas relaciones sociales y un contexto intelectual en el que la orientación al crecimiento era prácticamente equivalente al progreso humano. Desde entonces la situación se ha modificado radicalmente. ¿No deberíamos nosotros, los marxistas de hoy, destacar la condición del hombre de su dependencia de la naturaleza de manera mucho más marcada que Marx? ¿Ve usted la posibilidad de que el marxismo se apropie de manera crítica de otras tradiciones del pensamiento, también las no europeas, que han situado el elemento de la naturaleza en los hombres más bien en el centro de sus consideraciones?

    Harich: Debido justamente a que en el siglo XIX la contaminación medioambiental y el agotamiento de las materias primas eran todavía problemas relativamente sin importancia y lejanos, que, en correspondencia, la ciencia podía descuidar con una cierta justificación, puede atribuirse a Marx aún más el mérito de que ya entonces no sólo no ignoró la base natural de la sociedad humana, sino que ocasionalmente reflexionó de manera netamente ecológica, antes de que existiese una disciplina científica con ese nombre. Los pasajes sobre esta cuestión en su obra y en la de Engels tienen hoy, teniendo en cuenta la crisis ecológica, incluso mayor valor que en la época en que se formularon. Por otra parte, por las mismas razones puede que hoy ya no baste recurrir solamente a ellos. Lo que se requiere es, más aún, que el marxismo actual adopte críticamente los resultados de la ecología en toda su amplitud y el estado del conocimiento más actualizado, y que, al mismo tiempo, se ocupe de manera especial de la elaboración de su propia economía del valor de uso en los estudios económicos marxistas sobre la actualidad de la transición al comunismo. Esto último sería una suerte de retorno al peldaño más elevado de Aristóteles, que respaldó una “economía” en un sentido auténtico, que distinguió con claridad de su odiada “crematística” como enseñanza de las relaciones de intercambio contrarias a la naturaleza, de la circulación de mercancías y de dinero [iv].

    Más allá de eso, me parece que el análisis de las tradiciones filosóficas que usted ha mencionado, como lo que Lévy-Strauss ha llamado “pensamiento salvaje”, o con una religión de alcance mundial como es el budismo, son plenamente fructíferos. A este respecto, entre los comunistas de Laos está en marcha una evaluación sin prejuicios. Hablar de una “adopción crítica” es algo de lo que ciertamente dudo. Lo que yo, con modestia y precaución, inicialmente propondría, sería un diálogo entre marxistas y budistas. En el espacio lingüístico alemán posiblemente primero con Gottfried Gummerer, quien, como budista, es quien más se ha ocupado de las cuestiones de la futurología basadas en el ecologismo. En este diálogo habría que librar una lucha decidida contra el pesimismo sin esperanzas de Gummerer. Pues la gestión de la crisis ecológica sería una resignación pesimista que inevitablemente genera un sentimiento de “después de mí, el diluvio”, sin duda el extremo más perjudicial, al menos no menos perjudicial que el otro extremo falso opuesto, el optimismo tecnológico.

    P.: En su introducción al libro que hemos mencionado usted se ocupa de los esfuerzos de los científicos de los países socialistas por abordar seriamente las cuestiones ecológicas. ¿Se ha ampliado desde entonces esta discusión y se ha ido más allá del estrecho círculo del debate científico? Más concretamente: entre el transporte individual, destructor del medio ambiente, y el transporte público, favorable al mismo, ¿se ha decantado la República Democrática Alemana (RDA) a favor de este último? ¿Hay en los Estados socialistas voces críticas a la construcción de centrales nucleares? Y de haberlas, ¿podría hablar abiertamente de ellas?

    Harich: Por desgracia he de responder negativamente a todas las preguntas. En los países del socialismo realmente existente tiene lugar a este respecto el mismo desarrollo equivocado que en el resto del mundo. En la RDA he intentado luchar contra ello durante tres años a diferentes niveles con los modestos medios a mi alcance, en vano, excluido de la opinión pública, de acuerdo con las reglas del sistema político aquí establecido.

    P.: ¿Qué conclusiones extrae de esta experiencia suya?

    Harich: La solución a los problemas ecológicos globales la espero de un comunismo homeostático, sin crecimiento. No he cambiado en este punto. La cuestión de dónde se realizará por primera vez es algo que sin embargo he dejado abierta en mi libro (p. 134 y siguientes). Con todo, veo las condiciones estructurales más favorables en los países socialistas. Añado no obstante (ídem, p. 137) que esto puede que no sea decisivo. Factores como el grado de industrialización, de productividad laboral, los ingresos per cápita, el consumo per cápita de materias primas y energía, etcétera, pueden demostrarse bajo determinadas circunstancias como más importantes. Hoy estoy lejos de transformar la consideración hipotética de 1975-1975 en una afirmación apodíctica: la brecha en bienestar entre el Oeste y el Este, entre el Norte y el Sur, no deja ninguna otra esperanza que el comunismo sin crecimiento se abra paso en las metrópolis del capital, allí donde el despilfarro, el agotamiento de las materias primas y la destrucción medioambiental están más avanzados, donde la sociedad de consumo comienza a llevarse a sí misma ad absurdum y donde las crisis de crecimiento económico siguen agudizándose sin poder ser ya superadas.

    P.: En consecuencia, parece que se equivocó de lugar en sus esfuerzos.

    Harich: Quizá fue un prejuicio moral que creyese tener que “limpiar la propia casa” primero. A pesar de todo, no quisiera perder las experiencias adquiridas: me han ayudado a sondear lo que es posible e imposible en una política motivada ecológicamente en el socialismo realmente existente de hoy.

    P.: Nos preguntamos si no existe un riesgo en que el incremento del fetichismo del crecimiento, de hacer aumentar las cifras del Producto Interior Bruto de manera puramente cuantitativa, como también ocurre en los países socialistas con un elevado grado de industrialización, acabe derivando en una línea de convergencia con las ideologías de crecimiento del capital monopolista.

    Harich: Afirmar que la política económica en el Este está orientada todavía a un incremento de la producción “puramente cuantitativo” es, creo yo, injusto. Piense solamente en el tiempo que ha transcurrido desde que se ha abandonado la llamada ideología de toneladas [v]. Sin embargo, el riesgo de una convergencia en la práctica existe de hecho. Por ejemplo, representantes de Yugoslavia, Polonia, Rumanía y Hungría, no solamente científicos sino también, en parte, miembros del gobierno, incorporaron en su trabajo los resultados del informe del Club de Roma exactamente en el momento en que el Club, como quedó dicho, en abril de 1976 en Filadelfia, comenzó a apartarse de su crítica al crecimiento original. Esta cooperación se plasmó incluso en una de las primeras publicaciones conjuntas entre Este y Oeste, Global Goals for Global Societies, de Ervin László, entre otros. No conozco aún este trabajo. Posiblemente su lectura me induzca a una polémica. En cualquier caso, considero la lucha contra las teorías de convergencia todavía de suma actualidad, y ello hoy incluso más que desde que se alinease con ella un político llamado Zbigniew Brzeziński.

    P.: Las fuerzas antiimperialistas libran en todo el mundo una lucha por el desarme. En esta lucha el peso de la agitación se pone de manera casi exclusiva en la reducción cuantitativa del potencial militar, esto es, el número de tropas, sistemas de defensa, etcétera. ¿No podría este debate llevarse de una manera más decidida y activa políticamente si se llevase a un primer plano la dimensión ecológica de la cuestión armamentística?

    Harich: Sobre esta cuestión existen ya iniciativas prometedoras. No se olvide de la propuesta que en septiembre de 1974 Gromyko remitió a la Asamblea General de la ONU y que se ha convertido en un correspondiente tratado internacional después, con las negociaciones de desarme en Ginebra. También la lucha actual contra la construcción de la bomba de neutrones tiene un componente claramente ecológico. Naturalmente todo ello es insuficiente, en esa misma dirección debe emprenderse mucho, mucho más. A lo que me sigo resistiendo es al extendido mal hábito de oponerse a una regulación de la población mundial, a una protección medioambiental drástica, al ahorro de materias primas y energía y a las reivindicaciones de desarme, como si no fuesen justificadas y urgentes. ¡Como si una cosa excluyese a la otra! ¡Como si no se tratase de luchas contra todos los riesgos al mismo tiempo!

    P.: Desde su fundación, POCH se ha ocupado con frecuencia de cuestiones medioambientales. Al hacerlo nos encontramos ante el siguiente problema: ¿Cómo logramos que nuestras reivindicaciones no sirvan para hacer avanzar la agenda de recortes sociales impulsada por la burguesía? ¿En qué términos pueden unificarse la lucha ecologista y la lucha contra el desmantelamiento del Estado del bienestar?

    Harich: Le planteo la pregunta opuesta: ¿Recortes sociales para qué y para quién? Cuando el presidente del USPD [vi], Arthur Crispien, en el II Congreso del Komintern, en verano de 1920 en Moscú, expresó que una revolución sólo podía llevarse a cabo si “no empeoraba demasiado las condiciones de vida del trabajador”, Lenin le respondió que este punto de vista era contrarrevolucionario por dos motivos: por una parte, la revolución exigía a los trabajadores sacrificios, y, por la otra, no había de olvidarse que la aristocracia obrera, como base social del oportunismo, se había llevado exactamente por ese motivo, para asegurarse mejores salarios, a apoyar a “su” burguesía en la conquista y explotación de todo el mundo.[vii] ¿Se prestaba con ello Lenin a un “recorte social” a favor de la burguesía? ¡Por descontado que no, todo lo contrario! Aplique esto análogamente a su problema y entonces se dará cuenta de que POCH hace bien, a la vista del síndrome político-ecológico, en convertirse en altavoz de la conciencia de la clase obrera suiza y aclarar en consecuencia: “Sí, estamos preparados, por la supervivencia de la humanidad, a cualquier sacrificio material necesario y a reclamárselo al trabajador, a condición que se haga con el principio de una estricta igualdad, esto es, que en primer lugar los ricos desaparezcan de la superficie terrestre.” De existir sobre esta cuestión desde un buen comienzo claridad, más adelante ocurrirá que POCH analizará el valor en el fondo cuestionable del actual bienestar de las masas y elevará su conciencia. El hecho de que la pauperización de las masas, considerada atentamente, no haya desaparecido, sino que meramente se hayan transformado sus manifestaciones, que las personas, a través de sus préstamos, de sus prisas y estrés en el trabajo, inseguridad existencial, enfermedades civilizatorias de todo tipo, paisaje arruinado, aire polucionado, accidentes de tráfico, creciente criminalidad, atrofia cultural, frustración sexual, etcétera, no en último lugar debido al permanente temor de una catástrofe nuclear civil o militar, que pende sobre ellos como una espada de Damocles, son más infelices que nunca. ¿Pues de qué sirve tener una casa propia en el campo cuando la naturaleza hasta entonces intacta se urbaniza? ¿De qué sirve reducir la jornada laboral, cuyas consecuencias perjudiciales y dolorosas para el corazón y la circulación sanguínea se curan en el hospital y han de compensarse después a través de un agotador entrenamiento de fitness? ¿De qué sirve elevar el nivel educativo si va de la mano de la anulación del espíritu mediante la televisión? Una pregunta tras otra. El material argumentativo que ofrece una agitación social y ecológica combinada es inconmesurablemente rico.

    P.: ¿Cómo se posiciona respecto al movimiento de los ecologistas en Francia y de Los Verdes en la República Federal Alemana (RFA)?

    Harich: Forma parte de uno de los acontecimientos más prometedores de nuestra época que la voluntad de luchar por la conservación de la vida en nuestro planeta y subordinar a esta tarea todo lo demás haya comenzado a formarse ahora también a nivel de partido político. Es a bien seguro obvio que también este movimiento, como los partidos tradicionales en sus comienzos, atraviese una fase de enfermedad infantil, que sobre todo ellos no consigan alcanzar una amplia y razonada posición común sobre todo el espectro de cuestiones políticas que hoy están pendientes de solución. Esto no va suceder tampoco en el estadio presente. La mera existencia de listas verdes, incluso partidos, es un logro que no se valorará nunca lo suficiente. Para poder expresarme con justicia sobre las diferencias que hay entre mí y Los Verdes primero debería conocerlos con exactitud y escrutado con detalle. Por ahora mis informaciones son demasiado escasas, aunque suficientes como para declararme en principio solidario con los iniciadores de este nuevo comienzo.

    P.: ¿Puede seguir manteniendo con una posición así su afirmación de que es comunista?

    Harich: El término “comunista” tiene diferentes significados. Yo defiendo el comunismo como un orden social que es más que sólo socialista, esto es, en el que no sólo los medios de producción son propiedad de todos, sino en el que también la distribución del consumo se rige por el principio de igualdad. En este sentido soy comunista. Ya no lo soy en el otro sentido, el de ser miembro de un partido surgido de la Tercera Internacional, la Internacional Comunista, el Komintern, por su acrónimo. Entre estos partidos existen, como es sabido, desde hace algún tiempo fuertes discrepancias de opinión, e incluso contradicciones, que pueden llegar a alcanzar la hostilidad. Pero, entre otras cosas, tienen en común que no consideran el comunismo algo para nada actual, que en el mejor de los casos han degradado el tema a un sermón dominical, no vinculante. Una posición “verde” realmente consecuente, por el contrario, incluye una concepción del comunismo como tarea presente, pues las limitaciones en la sociedad que demanda la ecología únicamente son realizables en la igualación de las condiciones materiales de todos, y aún más mediante una nivelación hacia abajo [viii].

    La ilustración de cabecera es «Work no. 307», de Emma Kunz (1892 – 1963).

     

     

    [i]POCH (Progressive Organisationen der Schweiz) fue un partido político suizo de orientación comunista nacido del movimiento estudiantil del 68. A partir de 1987 se distanció definitivamente del marxismo-leninismo y cambió su nombre a POCH-Grüne. En 1993 el partido fue disuelto, pasando la mayoría de sus militantes al Partido Verde de Suiza (GPS).

    [ii]El 10 de julio de 1976 ocurrió una de las peores catástrofes medioambientales en Europa cuando se produjo una fuga de seis toneladas de productos químicos en una planta cerca de Seveso, al norte de Milán, exponiendo a sustancias tóxicas a la población de los municipios circundantes, a la fauna y a la flora. Un estudio médico realizado por Andrea Baccarelli, Sara M. Giacomini, Carlo Corbetta y otros en 2008 reveló el impacto de la contaminación al revelar que las alteraciones hormonales neonatales en un grupo de estudio compuesto por miles de afectados eran 6’6 veces superiores a los del grupo de control.

    [iii]El 5 de junio de 1976 una parte de la plataforma petrolífera noruega Alexander L. Kielland, en el campo de Ekofisk, se desplomó debido a las condiciones climatológicas, acabando con la vida de 123 de los 212 trabajadores.

    [iv]Aristóteles distinguió la economía, el arte de la gestión del hogar o el arte de la adquisición natural, de la crematística, el arte de la adquisición desviado de su origen, que sirve exclusivamente a la acumulación de capital y, de ese modo, fomenta la ilusión de una riqueza ilimitada e independiente del bien común. Harich trató esta cuestión con detalle en Kommunismus heute. Sobre este tema puede consultarse también la conferencia de Harich sobre filosofía clásica en el sexto volumen de las Obras Completas. (Nota de Andreas Heyer)

    [v]“Ideología de toneladas” era uno de los términos utilizados para criticar a las economías planificadas de los Estados socialistas, particularmente durante el estalinismo, por primar la producción sin tener en cuenta la demanda, el uso o la calidad de lo producido.

    [vi]El Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD) fue una escisión del SPD posterior a la Primera Guerra Mundial que agrupó a los socialdemócratas de diferentes tendencias políticas unidos por su oposición común al conflicto.

    [vii]Entre corchetes, Harich incluye la referencia: Lenin, Werke, vol. 31, p. 236 y siguientes. (Nota de Andreas Heyer)

    [viii]Esta posición es una constante en la filosofía política de Harich, se la encuentra tanto en sus escritos de juventud como en el marco de su crítica al anarquismo. (Nota de Andreas Heyer)

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  • Lo que el duelo climático me enseñó sobre el coronavirus

    Lo que el duelo climático me enseñó sobre el coronavirus

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    Por Mary Heglar.

    Este texto fue publicado originalmente en The New Republic con el título «What Climate Grief Taught Me About the Coronavirus».

    He estado llorando mucho. Tanto que me preocupa que mis vecinos puedan escucharme a través de las paredes de yeso de mi apartamento en el sur del Bronx.

    La parte más difícil de cada día es cuando abro los ojos por primera vez y me reencuentro con mi nueva irrealidad: estoy confinada en mi apartamento a menos que sea estrictamente necesario. Si salgo, tengo que armarme de desinfectante de manos, mantenerme a dos metros de otras personas y evitar tocarme la cara. Las personas no deberíamos tener que vivir así. Lo que lo empeora es que nadie parece saber cuando terminará.

    El sueño se vuelve cada vez más escurridizo y menos fiable a medida que la pandemia ―su incertidumbre, su aislamiento, su posible número de muertes, sus despidos masivos― convierte mis sueños en pesadillas. Me despierto a las 2:00, a las 3:00 y a las 4:00 de la mañana a ver series que ya he visto una y mil veces en Netflix. Me transmiten una sensación de normalidad, son un recordatorio de un mundo que ahora mismo parece estar en caída libre entre mis dedos.

    Como muchos neoyorquinos, había visto las señales antes de que nuestro gobernador pusiese al estado oficialmente «en pausa». Salí corriendo bajo la lluvia a llenar la nevera y la despensa todo lo que pude. Hice bien, pero ahora ni siquiera sé qué hacer con ello. Solía ser buena cocinera ―como diría mi madre, tenía «el toque»―, pero ahora cocino mal. No consigo centrarme. Quemo cosas. Uso demasiada sal o la olvido completamente. Es mejor así. De todas maneras, no tengo hambre.

    Siento como si estuviese flotando en una nube ominosa de terror sordo, o revolviéndome dentro de un bote de miel. Tengo un nudo en la garganta. Todo es pesado. Todo es duro. Aún mientras escribo esto, me tiemblan los dedos y tengo que hacer pausas largas para hacer algo, literalmente lo que sea. A menudo me quedo mirando la pared.

    Esto lo he sentido antes.

    En 2014, decidí que era hora de dejar de huir de los titulares y mirar por fin al  cambio climático a la cara. No sabía qué podía hacer al respecto, pero no creía que pudiese seguir mirando hacia otro lado y tener la conciencia tranquila. Ya he escrito sobre mi viaje a través del duelo climático: el shock, el tira y afloja, la desesperación, la depresión, la ira y mi negación a aceptarlo.

    Todas las «personas del clima», como las ha llamado el meteorólogo y columnista Eric Holthaus, pueden señalar el momento en que la enormidad de la crisis les rompió el corazón. La experiencia es tan común como única. No todos hemos dado los mismos pasos en el mismo orden, pero todos hemos pasado por alguna versión de ello. En los últimos años, cada vez más personas hemos ido sintiéndonos cómodos hablando de ello en público. Es un ciclo que nunca termina porque es una crisis que nunca termina.

    Mi duelo climático y mi duelo por la pandemia del coronavirus son demoledoramente similares. Ambas crisis representan cambios tectónicos en la forma en la que funciona el mundo. Ambas traen consigo un sentido de finalidad, de que «nada volverá a ser lo mismo». Ambas me obligan a aceptar el final de algo grande y precioso e irremplazable. Y no sé qué viene después.

    También está la enloquecedora y exasperante similitud de ver al Poder Establecido ignorar la ciencia y descuidar su deber de proteger al público, haciendo que todos tengamos que valernos por nosotros mismos para luchar contra esta abrumadora y arrolladora amenaza a través de nuestras propias «acciones individuales». No tendríamos que estar pegándoles gritos a quienes van a los bares y a los que vienen de vacaciones si nuestro gobierno hubiera actuado a su debido tiempo con la información que tenía y hubiera cortado esto de raíz.

    Los paralelismos entre la pandemia de coronavirus y la crisis climática tienen sus límites. Por un lado, si bien las acciones personales son importantes en la lucha contra el cambio climático, no son, de ninguna manera, la única opción. La acción colectiva será mucho más efectiva para lograr el gran cambio sistémico que realmente necesitamos. Sin embargo, respecto al coronavirus, todo lo que tenemos son acciones individuales. Por miedo a propagar la enfermedad, lo cierto es que no podemos unirnos para llevar a cabo una acción colectiva. Claro que podemos y debemos llamar a nuestros representantes, pero debemos hacerlo desde el aislamiento de nuestros propios hogares.

    Tal vez la diferencia más difícil y vertiginosa sea la del tiempo. Me ha llevado cerca de cuatro años procesar del todo mi duelo climático (en la medida en que una puede hacer algo así), mientras que mi duelo por el coronavirus ha tenido que cumplir con una escala cruelmente comprimida a tan solo unas semanas. Además, el duelo climático era difícil de procesar porque no todo el mundo veía lo que yo veía. Sentía que podía ver el futuro próximo, tan cerca que podía tocarlo, pero para la gente de mi alrededor resultaba invisible. Veían un mundo que aún era seguro, que aún era estable. Por mucho que lo intentara, no podía quitarles la venda de los ojos. Eso no así en el caso del coronavirus, al menos ya no. Todo el mundo lo ve.

    Resulta irónico y cruel, pero cuando he llorado por la crisis climática, lo he hecho por la llegada de pandemias. Sabía que el aumento de las temperaturas iba a permitir que las enfermedades peligrosas viajaran más lejos. Sabía que la intensificación de las tormentas e incendios iba a devastar nuestra infraestructura médica y que obligaría a la gente a vivir en condiciones que eran verdaderas zonas de recreo para el contagio. Sabía que el derretimiento del permafrost iba a desencadenar enfermedades literalmente prehistóricas y que nadie sabía cómo se se iba a desarrollar todo eso. Todo ello sigue siendo cierto, y solo sirve para agravar mi dolor por una pandemia que, hasta ahora, parece no haberse originado en ninguno de los escenarios que me atormentaban en sueños.

    Esto es doloroso. Se supone que lo debe ser. Estamos sufriendo un trauma colectivo. Estamos viendo cómo cambia nuestro mundo y tenemos la sensación de que se está desmoronando. No es algo que deba hacernos sentir bien: es algo que no está bien.

    Por duro que sea, por doloroso que sea, tenemos que aceptar la realidad de esta crisis. La negación, a menudo un paso crítico en el proceso de duelo, no es una opción. No va a haber vuelta a la «normalidad». De todas formas, eso siempre fue una ilusión. Ahora, frente a un virus altamente contagioso, volver a nuestras vidas cotidianas, con sus viajes de trabajo y visitas al gimnasio y grandes reuniones, sería una sentencia de muerte para muchos.

    Creo que tenemos la capacidad de enfrentarnos a la gran incógnita que se halla al otro lado de este trauma colectivo. Pero solo si nos permitimos llorar nuestras pérdidas, ya sean temporales o permanentes. Si uno se fuerza a manterse entero, precisamente eso puede ser lo que haga que se venga abajo. Si algo he aprendido trabajando en el clima es que los corazones rotos, como los huesos rotos, no se arreglan hasta que los cuidas. He aprendido que la gente rota no arregla las cosas, sino que las rompe sin posibilidad de reparación. He aprendido que no se puede crear un mundo nuevo hasta que no se llora el viejo. He aprendido que tienes que curar tus propias heridas antes de poder curar a nadie, o nada.

    No importa lo que venga después, nos vamos a necesitar los unos a los otros para enfrentarnos a ello. Eso quiere decir que aunque tengamos que mantenernos a distancia ahora mismo, seguimos teniendo que sostenernos unos a otros. Esta pérdida de intimidad no puede conllevar una pérdida de empatía. Es nuestro recurso natural más valioso y, en este momento, necesitamos cultivarlo como si nuestras vidas dependieran de ello. Porque es así. Si el mundo se desmorona, va a depender de nosotros el mantenernos unidos, el mantenernos en pie.

    Tanto la crisis del coronavirus como la climática demuestran que nuestro mundo está inextricablemente interconectado y que es tan fuerte o tan frágil como lo sean esas conexiones. Tenemos que fortalecer esas conexiones. Es nuestra única opción. El sol va a salir de nuevo. Y yo estaré ahí contigo. Puede que no lo parezca, pero ya estemos a kilómetros de distancia o a solo dos metros, estamos todos juntos en esto.

    Mary Annaïse Heglar, en sus propias palabras, escribe sobre justicia climática, despotrica, desvaría. Vive en el Bronx, pero sus raíces están en Alabama y Mississippi. James Baldwin es su héroe personal.

    La ilustración de cabecera «Noche en el lago Ilmen» (Ivan Jakovlevich Bilibin, 1914), un diseño para la ópera Sadko.

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  • Un Green New Deal entre quiénes y para qué

    Un Green New Deal entre quiénes y para qué

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    Por Nicolas Beuret.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «A Green New Deal Between Whom and For What?».

    ¿Que conllevaría la implementación de un Green New Deal? La pregunta no es qué correlación de fuerzas necesitamos para ello ―como si estuviéramos jugando a un juego de mesa o algo así― ni qué medidas legales harían falta ―ya tenemos un montonazo de planes y propuestas―, sino a qué conduciría un Green New Deal. Para responder a esta cuestión debemos analizar este proyecto en tanto que paquete de medidas y como una corriente en sentido más amplio. Tenemos que dejar atrás preguntas como «qué podemos hacer con el estado» y elaborar un análisis material más profundo, que se centre de hecho en el mundo material: flujos de energía, materias primas y explotaciones mineras, océanos, motores, carreteras, vidas. Ello no implica un posicionamiento «a favor» o «en contra» del Green New Deal, sino más bien un análisis que tenga claras las transformaciones tan radicales que nos hacen falta al tiempo que cortamos el paso o mostramos resistencia a sus peores rasgos y consecuencias. Ya no estamos en la época de «resolver» el cambio climático ni tenemos muchas respuestas adecuadas para las preguntas a las que nos enfrentamos. Estamos en un periodo dominado por la política de la opción menos mala.

    Han corrido ríos de tinta acerca del Green New Deal, casi siempre haciendo hincapié en dos aspectos: qué debería incorporar y si es viable o no. El debate se ha centrado en la cuestión de la financiación, la reforma sobre la propiedad de la tierra y el poder sindical; en cómo incluir los océanos, la agricultura, cómo llevar a un primer plano los cuidados y la reproducción social; en los esfuerzos por constreñir a las grandes empresas y por impulsar impuestos tanto a estas como a los ricos en general con los que sufragar el acuerdo. Este debate ha alcanzado su punto álgido en Europa, y toda la atención política en torno a este proyecto está puesta sobre Reino Unido, particularmente sobre el Partido Laborista, que hace poco ha adoptado el Green New Deal ―o más bien la «Green Industrial Revolution» o «revolución industrial verde», que es como lo llaman― como uno de sus proyectos principales.

    En el debate también se ha planteado si esto es de hecho factible; si es viable o no el crecimiento económico y material que requiere un sistema capitalista mundial, si lo permitirá la clase dominante (o si lo harán las empresas de los combustibles fósiles), si se posicionarán en contra las fuerzas sociales reaccionarias (o incluso simplemente los sindicatos actuales), si hay algún actor social capaz de sacarlo adelante y, por último, si disponemos del tiempo y de las materias primas para hacerlo posible.

     

    La corriente del Green New Deal

    A menudo ambas cuestiones son concebidas del mismo modo, como si lo que se estuviera debatiendo fuera algo que aún debiera adoptarse; como si el Green New Deal fuera una propuesta a la que todavía hubiera que dar cuerpo o que hubiese que desarrollar en tanto que estrategia. Sin embargo, pese a que las discusiones en torno al proyecto hayan resurgido ahora, como corriente ha estado en desarrollo durante al menos una década. El Green New Deal no es una opción que uno pueda escoger, sino que ya está teniendo aplicaciones concretas aquí y allá por parte de diversas instituciones de gobierno alrededor del mundo. Hay dos razones por las que es útil distinguir entre el nombre por el que se lo conoce y la corriente. La primera es que ser claros acerca de lo que define a esta corriente permite que podamos diferenciar más fácilmente las verdaderas propuestas del Green New Deal de las medidas políticas neoliberales de greenwashing. La segunda es que podemos examinar la trayectoria que ha tenido esta idea y cómo se ha aplicado, y definir qué es, entre quiénes se supone que es ese acuerdo y qué implica políticamente.

    Parece raro presentar el Green New Deal no solo como una corriente, sino también como algo que ya está siendo aplicado, pero eso es exactamente lo que es. Es una forma de llevar a cabo medidas y concebir la política que pretende solucionar los problemas aún evidentes de la crisis financiera de 2008, de los efectos sociales perjudiciales del neoliberalismo y del cambio climático y es uno de los elementos centrales del resurgir político neokeynesiano que está teniendo lugar actualmente. Lo que promete esta corriente tan amplia ―que todavía es, sobre todo, un terreno en disputa aún por definir de manera consistente― es que el cambio climático pueda ser utilizado para producir un futuro socialmente justo, construido dentro de un marco social y democrático en el que haya trabajo y seguridad para todo el mundo.

    La idea de impulsar un «keynesianismo verde» con el fin de hacer frente a los problemas medioambientales y producir trabajos sostenibles se remonta a mediados de los años noventa, cuando en círculos de producción política varios think tanks, economistas y ONG se dedicaron a elaborar documentos detallados en los que se exponía cómo se podían reconciliar los límites medioambientales con la creación de empleo y con otras medidas sociales. Esta idea llegó al público general tras la crisis financiera de 2008, cuando su énfasis en la creación de una nueva infraestructura «verde» fue ensalzado como la solución a la gran recesión. Del Deutsche Bank a Lawrence Summers, el keynesianismo verde ha pasado a formar parte del amplio debate acerca de las políticas económicas. En Reino Unido se ha conformado un grupo a favor del Green New Deal para hacer campaña a favor de la adopción de medidas similares; por su parte, el economista Lord Stern ha firmado un análisis clave acerca de la economía del cambio climático para el gobierno del país ―justo antes de que el gobierno adoptase de manera formal las leyes para reducir un 80% las emisiones de carbono para el año 2050― que defendía que la mejor manera de hacer frente al cambio climático era la puesta en marcha de un inmenso proyecto de keynesianismo verde. Podemos encontrar otras manifestaciones del Green New Deal en tanto que corriente más amplia en documentos del gobierno de Reino Unido, en documentos políticos del Partido Conservador durante su etapa en la oposición, en documentos del Congreso de Sindicatos británico acerca de la necesidad de una «transición justa», y en otros ejemplos, como el plan de «crecimiento verde» de Corea del Sur y el plan de Obama popularmente conocido como cash for clunkers, o ‘pasta por tu tartana’, en el plan de transición ecológica del PSOE y con mucho detalle en el programa de DIEM 25, el partido paneuropeo de Yanis Varoufakis.

    El modo en que se siga desarrollando el Green New Deal como corriente va a ser consecuencia de luchas, alianzas, accidentes y crisis y de cómo los sujetos humanos y no humanos resistan o se enfrenten a ello. También va a ser cuestión de cómo evolucione dentro del contexto de una economía global que aún debe recuperarse de la recesión de 2008 (algo que, según muchos informes, parece improbable que suceda dentro de poco) y de los efectos de un cambio climático que ya ha llegado. Es importante comprender que incluso dentro de los programas y las medidas más ambiciosos para lograr un Green New Deal y reducir las emisiones de carbono a cero, la legislación se plantea ese objetivo para el año 2030. Aunque parezca radical ―que en términos institucionales lo es―, esto aún implicaría un cambio climático de 1,5 ºC. Si con lo que nos encontramos al final es con una mezcla de todo lo anterior y con que por entonces hay buena parte de la economía del planeta que no es de «emisiones cero», es bastante más probable que tengamos un calentamiento global de 2 ºC, dado que contener el cambio climático a 1,5 ºC requiere que el mundo entero haya reducido sus emisiones de carbono a cero en 2030, esto es, que se desconecte la mayor parte de la actual infraestructura de carbono ―coches, centrales de energía y demás― y que se abandone sin más. Esta posibilidad es tremendamente improbable, por no decir que es casi inalcanzable.

    No olvidemos que 1,5 ºC es el umbral de «peligrosidad» del cambio climático fijado por el IPCC y la ONU y que se trata de un nivel de calentamiento global que daría como resultado huracanes, tormentas y fenómenos meteorológicos más intensos y frecuentes, más inundaciones y sequías, una reducción en el rendimiento de los cultivos, reducciones en las reservas de pescado y marisco (esto es, menos alimento en general), aumentos en el nivel del mar que obligarían a que hubiera migraciones desde regiones de baja altitud y desde países insulares, un crecimiento en las tasas de extinción y una mayor desertificación. El cambio climático está causando ya decenas de miles de muertes al año, así como muchos de los efectos aquí descritos, y se ha señalado que un calentamiento de 1,5 ºC sería una sentencia de muerte para muchas poblaciones indígenas y de países insulares. Un cambio climático de 1,5 ºC es una catástrofe, no un nivel de calentamiento global «aceptable».

    Dado que el Green New Deal ya existe en tanto que corriente, deberíamos verlo como un terreno de lucha, de hecho más favorable a programas radicales que otras tendencias políticas contemporáneas que también se enfrentan a la crisis ecológica, como es el caso de varios «planes de emisiones cero de carbono» o del surgimiento de regímenes de apartheid climático.[1] Con ello no quiero decir que debamos entregarnos incondicionalmente al Green New Deal. Tal y como se nos presenta ahora mismo, el plan promete combinar trabajos para todo el mundo con reducciones masivas en las emisiones de carbono, pero no puede reconciliar estos dos puntos dado que el «crecimiento verde» en el que se basa es imposible. En última instancia, es muy probable que profundice en el grado de explotación del sur global, intensifique la industria extractiva mundial y fracase en su promesa de crear trabajos o de recortar las emisiones de carbono. En lo que sigue, analizaré las contradicciones del Green New Deal para así poder navegarlas y distinguir entre los elementos que empujan en la dirección del establecimiento de un nuevo y ―según defenderé― imposible régimen de «crecimiento verde» y aquellos que son compatibles con un futuro próximo que sea justo y no demasiado catastrófico.

     

    La revolución industrial verde del laborismo

    Si vamos a abordar todas las implicaciones del Green New Deal en tanto que paquete de medidas, entonces deberíamos hacerlo empezando por las propuestas más radicales que tengamos a nuestra disposición, con las más ambiciosas en lugar de con las perspectivas que más concesiones hacen. Hoy en día eso nos lleva al plan para un Green New Deal del Partido Laborista de Reino Unido.

    El Partido Laborista adoptó el Green New Deal como parte de su programa en la conferencia anual de septiembre de 2019, junto a un montón de medidas progresistas y de planes de gobierno. Ello viene precedido de múltiples declaraciones de apoyo por parte de John McDonnell, ministro de Hacienda en la sombra, en favor de lo que él llama «revolución industrial verde». El plan de McDonnell se centra de manera específica en la combinación de justicia económica y justicia medioambiental y en no tratar «con frivolidad los miedos de la población de clase trabajadora, cuya experiencia con las transiciones económicas ha sido tremendamente angustiosa».[2] Defiende que la transición a un socialismo verde debe «rechazar el modelo de crecimiento que antepone el crecimiento económico a la sostenibilidad, [pero] también la aciaga creencia del maltusianismo de que la alternativa es poner límites a la gente o a sus estándares de vida […]. Los límites medioambientales existen, pero los límites que podemos alcanzar dentro de ellos son principalmente políticos, no naturales». Esta combinación contradictoria de medidas medioambientales y rechazo a los límites, articulada como una defensa de los estándares de vida actuales en el norte global, recorre de cabo a rabo toda la corriente del Green New Deal.

    Mientras que en Estados Unidos el Sunrise Movement ha sido fundamental para la popularización del Green New Deal, en Reino Unido y Europa el planteamiento de un Green New Deal como solución se remonta a la formación en 2008 del Green New Deal Group, que contaba con miembros de la New Economics Foundation (NEF) y del Partido Verde (que apoya el Green New Deal desde hace tiempo y que ha sido decisivo a la hora de difundir la propuesta por Europa y por el resto del mundo), activistas de organizaciones medioambientales como Greenpeace y Friends of the Earth y diversos economistas, entre quienes estaba Larry Elliott, editor jefe de la sección de economía de The Guardian. Las interconexiones entre este grupúsculo, el Partido Laborista y diversos sindicatos hace que las medidas y los planes del Green New Deal estén mucho mejor desarrollados en Reino Unido y en Europa de lo que lo están en Estados Unidos.[3]

    El acuerdo del Partido Laborista, si bien toma su nombre del debate estadounidense en torno al Green New Deal, forma parte de una tradición más larga de pensamiento político que ha querido hacer frente tanto a las preocupaciones medioambientales como al legado que el neoliberalismo y a la desindustrialización han dejado en Reino Unido, y hacerlo mediante la combinación de inversiones, una legislación sobre las emisiones de carbono y la creación de empleo. Los laboristas han defendido que se emprendieran acciones contra el cambio climático desde mediados de los años 2000, bastante antes de la etapa corbynista, como leyes que obligaban a reducir un 80% las emisiones para 2050, la creación de un banco de inversiones verdes y, ya desde la oposición, se asumieron posiciones institucionales contundentes. Desde que Jeremy Corbyn se convirtió en el líder del Partido Laborista, ha aumentado el flujo de propuestas políticas entre círculos de izquierdas y think tanks, muy especialmente la NEF, y ha habido una inyección de propuestas e ideas desde los movimientos sociales debido a la afluencia de miembros nuevos al laborismo y la polinización recíproca de ideas entre la conferencia anual oficial del Partido Laborista y la conferencia oficiosa de The World Transformed, que durante los últimos tres años ha tenido lugar al mismo tiempo. Durante el último año, la aparición de movimientos sociales como Extinction Rebellion y las huelgas estudiantiles por el clima, así como del movimiento Labour for a Green New Deal, ha conducido a que el Partido Laborista haya adoptado formalmente el Green New Deal como propuesta y a la cristalización de buena parte del trabajo ya existente de manera efectiva y en un marco legal único y reconocible.

    Pese a la ofensiva coordinada por parte de una sólida red de actores, los planes que tiene el laborismo respecto al clima han sacado a la luz unas tensiones internas considerables dentro del partido. Multitud de sindicatos y de miembros del partido intentaron bloquear con sus votos la adopción del Green New Deal en la conferencia del partido de 2019, y también con tácticas de intimidación física directa. Unas diferencias políticas tan importantes van a dar lugar a estrategias radicalmente diferentes en torno a la implementación ―o a la no implementación― del Green New Deal. No obstante, podemos aprender mucho si nos fijamos en la propuesta adoptada por el Partido Laborista para ver qué implica y para preguntar, de modo crítico, entre quiénes es el acuerdo del Green New Deal y qué es exactamente.

     

    ¿Quién paga?

    Ha habido una cantidad de trabajo importante dedicada a la financiación del Green New Deal y a qué tipo de instituciones haría falta crear para llevarlo a cabo. El plan será sufragado a través de una combinación de gastos en financiación e inversiones, e impuestos progresivos a los más ricos, incluidas las «cien empresa» que tienen mayor responsabilidad del cambio climático, y también conllevará la nacionalización de las compañías energéticas y de transporte. Aquí es igual de importante lo que no se dice: quién va a sustentar el acuerdo con su puesto de trabajo, con sus tierras ―debido a la descarbonización― y con su estilo de vida.

    Al tiempo que se apela a una «transición verde» de los trabajos ya existentes, hay muchos empleos que no se pueden convertir en puestos sin huella de carbono ni hacer que sean sostenibles y van a tener que ser suprimidos. Hay miles de empleos dentro de las industrias contaminantes que van a tener que ser eliminados gradualmente para que se puedan reducir las emisiones de carbono, lo que afectará tanto directamente a trabajadores como a poblaciones y regiones enteras que dependen de estos sectores. Estas industrias no son solamente las de la minería del carbón y la de la producción de energía, sino también las compañías de transportes y logística, los aeropuertos y las compañías aéreas, así como todas aquellas industrias y sectores que se basan mayoritariamente en lo que gastan los ricos, como el sector de los bienes de lujo, que emplea directamente a más de 150.000 personas. En Reino Unido, la industria de los combustibles fósiles da trabajo directamente a 40.000 personas, e indirectamente a 375.000. La industria de la aviación, que es otra que no puede llegar a ser sostenible y que en buena medida debe ir siendo eliminada, directa e indirectamente emplea a 500.000 personas. También haría falta una reducción masiva en el número de camiones que transportan bienes por las carreteras para dejar su sitio a los trenes y a un reducido número de vehículos eléctricos, lo que significa que algunos de los 60.000 puestos de camionero están en riesgo. La industria de la automoción da trabajo directamente a 180.000 personas y a otras 640.000 de manera indirecta. Añádase todo ello a los múltiples trabajos demenciales y los trabajos de mierda que no están entre los mencionados y que habría que ir eliminando y estaríamos hablando de cientos de miles de puestos de trabajo, si no de más de un millón, afectados directamente y muchos más afectados de modo indirecto. Una «transición justa dirigida por los trabajadores» implica que los trabajos actuales que hayan sido eliminados sean remplazados por otros empleos «verdes», cualificados y bien pagados, pues no está nada claro que sea posible hacerlo, especialmente dado el evidente número de trabajadores, poblaciones e industrias involucrados. Una lectura que se hace ello es la que sugiere que necesitamos sustituir los empleos con una alta huella de carbono por otros con una huella baja, especialmente por aquellos de los sectores reproductivo y de los cuidados. Si bien esto es crucial, también debemos señalar que tener una huella de carbono baja no es lo mismo que no tener huella de carbono, y que es ahí adonde nos debemos dirigir. Lo segundo que debemos señalar es que es improbable que podamos dar el cambiazo de unos puestos de trabajo industriales por unos puestos de trabajo de cuidados así sin más, y no simplemente porque sean formas de trabajo muy diferentes o debido a barreras culturales o sociales, sino porque dada la escala de las transformaciones requeridas, apenas hay suficientes puestos de trabajo verdes. De todas formas, el principal problema sigue siendo que incluso el intercambio de unos puestos de trabajo con una huella de carbono alta por otros con una huella baja implica todavía que las emisiones sigan creciendo año tras año.

    La manera en la que la mayor parte de las expresiones del Green New Deal, como corriente y como plan de medidas concretas, se enfrentan al problema del empleo es a través de la idea de crecimiento verde, esto es, una forma de crecimiento económico que no conlleva ni destrucción medioambiental ni produce emisiones de carbono. Esto es evidente gracias a la denominación que el laborismo ha escogido para su acuerdo, Green Industrial Revolution, y gracias al énfasis evidente en la creación de industrias y trabajos nuevos junto a programas de inversiones masivas tanto en nuevas infraestructuras como en servicios sociales más extensos. En las políticas del Partido Laborista ha existido desde hace tiempo un énfasis en el crecimiento verde como vehículo para alcanzar tanto protecciones medioambientales como la creación de empleo, desde las medidas de la Ley de Cambio Climático hasta los documentos actuales del partido acerca del medioambiente. Entre las propuestas que están circulando en Estados Unidos, el vínculo que se establece entre el plan y el crecimiento es habitualmente explícito, como sucede en las obras de sus defensores más reconocidos, como Mariana Mazzucato y Robert Pollin, o bien implícito, como en el Green New Deal que ha puesto sobre la mesa Alexandria Ocasio-Cortez.[4] En última instancia todos ellos plantean que podemos seguir haciendo que la economía crezca y crear empleos para todo el mundo al tiempo que se reduce su impacto medioambiental; producir crecimiento económico y reducir a la vez las emisiones de carbono.

    Cualquier programa que se base en el crecimiento se basa también en la idea de que se puede desvincular el crecimiento económico de las emisiones de carbono. Eso no es posible. El crecimiento verde no existe. Nunca ha sucedido a escala global y no existen indicios fiables de que pueda darse. Si bien se ha sugerido que la actividad económica en el norte global sí ha sido desvinculada de las emisiones de manera efectiva,[5] con ello se está ignorando el modo en que la economía global ha desplazado la producción al sur global, externalizando de esta manera el problema de las emisiones de carbono. Para reducir las emisiones y lidiar con otras cuestiones ecológicas acuciantes, debemos situar en el punto de mira el crecimiento económico como el principal problema.

    Pese a que una transición inmediata a una economía con bajas emisiones de carbono inevitablemente afectará de manera negativa a algunos trabajadores, es evidente quién va a pagar, según el acuerdo, la mayor parte de la transición: los ricos, a través de impuestos y de la nacionalización de activos de propiedad privada. También perderán el acceso a la mayoría de los lujos obscenos de un estilo de vida de altas emisiones, como coger aviones ―en Reino Unido, el uno por ciento más rico de la población realiza el veinte por ciento de los vuelos internacionales, el diez por ciento más rico realiza la mitad―. Hay una disparidad profunda en las emisiones del consumo entre los ricos y los pobres en países como Estados Unidos y Reino Unido, donde el diez por ciento de los hogares más ricos emite cinco veces más que el cincuenta por ciento más pobre, por lo que atacar a los ricos traerá reducciones enormes.

    Sin embargo, estamos ante dos cuestiones con unas ramificaciones notables. Incluso aunque hagamos hincapié en los ricos, es necesario hacer frente al consumo diario que tiene lugar en el norte global para alcanzar las reducciones necesarias en emisiones de carbono que permitan cumplir los compromisos internacionales respecto a la justicia climática. En segundo lugar, el desarrollo y la implantación de tecnologías de energías renovables exigen que continúen y se intensifiquen actividades mineras peligrosas y destructivas con el medioambiente a fin de que se puedan garantizar los recursos que hacen falta para llevar a cabo la descarbonización.

    ¿Por qué es necesario que descienda el consumo general y cotidiano en el norte global (y dentro de la franja demográfica más rica en algunas partes del sur global)? A fin de cuentas, ¿el problema no son los ricos y sus empresas? Es así en buena medida. Las personas más ricas del planeta, de las cuales una amplia mayoría vive en el norte global, consumen mucho más que cualquier otra. En torno a la mitad de las emisiones que provienen del consumo asociado al estilo de vida son producidas por el diez por ciento más rico de la población mundial, y el siguiente cuarenta por ciento es responsable de otro cuarenta por ciento de las emisiones. La mitad más pobre del planeta no emite nada a efectos prácticos. Esta desigualdad se repite en el interior de los diferentes países, donde el diez por ciento más rico a menudo consume entre tres y cinco veces más por hogar que el cincuenta por ciento más pobre. Poner el foco sobre los ricos y sus emisiones ―lo cual debería ser la piedra angular de cualquier Green New Deal― tendría un impacto enorme e inmediato. Una reducción a niveles de la media europea eliminaría en torno a un tercio de las emisiones de carbono procedentes del consumo, lo cual, si bien es relevante, queda muy lejos de lo que hace falta.

    Sin embargo, el problema no son solo los ricos. La reducción de las emisiones del cuarenta por ciento de la población que va a continuación ―esto es, la mayoría de la gente que vive en el norte global― implicaría hacer frente a todo lo que va de las emisiones del transporte a la industria de la moda (responsable de en torno al ocho por ciento de las emisiones globales), la agricultura, las dietas y los servicios. Esta última categoría de los «servicios», en la que cabe todo, desde apuntarse al gimnasio hasta salir a comer fuera, es responsable de alrededor de un cuarto de las emisiones por hogar. Alcanzar el objetivo de «emisiones cero» que plantea el Green New Deal exige que se hagan recortes de forma generalizada. Lograr que no haya emisiones y hacerlo a tiempo, algo crucial y que realmente no es negociable, y tener que hacerlo con los escasos recursos con los que contamos requiere que reduzcamos el consumo en el norte global.

    En este punto la discusión se convierte en la típica historia ecologista acerca del sobreconsumo: se consume demasiado, tanto directamente en los hogares como indirectamente a través de los procesos productivos. Sobre lo que hay que insistir es sobre que la mayoría de la gente está «atrapada» en una reproducción social de altas emisiones. El problema que hay con los relatos en torno al sobreconsumo es, además, que el consumo aparece como algo sobre lo que se pudiera elegir. La renta disponible ―la parte de dinero que te queda después de haber pagado por todo lo que necesitas― aumenta cuanto más rico te haces, pero la renta disponible de la mayoría de la gente es casi nula. La mayor parte de las personas en realidad no pueden hacer ninguna elección relevante acerca de lo que consumen y aquello entre lo que pueden escoger está profundamente determinado por enormes compañías transnacionales.

    Esto lo podemos denominar consumo estructural y hace que se ponga el foco sobre aquello que hace falta cambiar para que la gente pueda vivir de un modo distinto: esas «cien compañías» que menciona el Green New Deal del Partido Laborista son las empresas que de hecho determinan cómo se producen las cosas y qué impacto tienen en la biosfera de la Tierra. Si bien este aspecto es crucial a nivel político y debe servir para dar forma a nuestras estrategias, la realidad es que los niveles generales de consumo en el norte global aún deben verse reducidos, al tiempo que queda asegurado que estos cambios y reducciones no empobrecen aún más a aquellas personas del sur global que dependan de los trabajos que sostienen los modos de vida de alto consumo de las personas del norte.

    En las propuestas actuales sobre el Green New Deal, no obstante, hay muy poca información acerca de cómo abordar el consumo. Si nos fijamos en las múltiples declaraciones y documentos de medidas dentro de la amplia corriente por el Green New Deal, encontramos más discusiones sobre el consumo, aunque no hay nada mucho más concreto sobre cómo hacerle frente. La atención ha estado puesta casi unánimemente en la reducción de la demanda de energía gracias a programas de eficiencia y aislamiento para los hogares, en la electrificación de los transportes y ―esto es revelador― en los planes para incrementar la riqueza pública en lugar de la privada. Este último aspecto conlleva que probablemente vaya a haber una reducción en el consumo individual, pero compensada por unos servicios públicos gratuitos y de mejor calidad, como por ejemplo un transporte público sin coste.

    A menudo se resta importancia a la reducción del consumo individual y en ocasiones se intenta colar a través de una semana laboral reducida, que produciría menos emisiones gracias a un consumo menor tanto en el trabajo como en casa, o a través de un régimen impositivo progresivo, o mediante un cambio en las conductas que pasa por alto el consumo estructural. Dicho lo cual, con lo que nos encontramos es con una combinación de cambios no rupturistas vinculados a algo que solo puede ser calificado como ilusorio: que menos trabajo y más tiempo de ocio, junto a unos planes de cambios conductuales, den como resultado que haya menos emisiones porque la gente «escogerá» consumir menos. Pareciera que entre los defensores del Green New Deal (o entre los ecologistas en general) no hubiera ninguna fe en que un movimiento de masas o las victorias electorales ―y para que haya un Green New Deal se necesitan ambos― puedan cimentarse sobre la exigencia de una reducción del consumo obligada. En el mejor de los casos, se puede introducir de tapadillo un menor consumo y tiene que coordinarse con recompensas, como un mayor tiempo de ocio o la mejora de los servicios públicos. Siendo esto así, resulta del todo improbable que a la amplia mayoría de los consumidores del norte global se les vaya a pedir que hagan un gran esfuerzo en cuanto a la reducción del consumo, al menos a corto plazo.

     

    A escala global, ¿quién paga?

    La propuesta de Green New Deal del Partido Laborista exige un programa de electrificación total del sistema ferroviario y del parque de vehículos de carretera. Para que en el año 2050 Reino Unido haya cumplido únicamente sus objetivos respecto a los coches eléctricos (esto es, dejando a un lado la transformación de la producción energética, los sistemas logísticos y de transporte público y otros procesos de fabricación, y sin tener en cuenta los planes y esfuerzos de cualquier otro país del mundo que esté emprendiendo el mismo proceso), sería necesario que se duplicase la producción mundial de cobalto y requeriría de toda la producción mundial de neodimio, de tres cuartas partes de la producción mundial de litio y de la mitad de la producción mundial de cobre. También necesitaría un aumento del veinte por ciento en el suministro de electricidad únicamente para cargar los coches. Los parques eólicos y los paneles solares necesitan las mismas materias primas. La construcción de una cantidad suficiente de paneles solares como para proveer de electricidad a los coches eléctricos exigiría treinta años de la producción anual global actual de telurio. Si durante un momento tuviésemos en cuenta a otros países, sencillamente no hay suficientes materias primas como para lograrlo y ahora mismo no se están produciendo todo lo rápido que haría falta. Debido a una aceleración en la demanda, el suministro que hay en la actualidad se está volviendo más caro y está provocando tanto una avalancha de inversiones como nuevas formas de extractivismo y la intensificación de las modalidades de neocolonialismo.[6] Lo más probable es que no haya suficiente «margen para el carbono» como para permitir una transición para todo el mundo. Cualquier transición va exigir la construcción de unas cantidades inmensas de infraestructuras nuevas; los coches eléctricos, por ejemplo, tal y como pide el Green New Deal, necesitan no solo una producción mayor y más minería, que ya de por sí implican una alta intensidad de carbono, sino también enormes cantidades de acero y cemento, lo cual conlleva más emisiones. Llegados a cierto punto, estas nuevas emisiones socavan de manera efectiva los intentos por reducir el carbono.

    La respuesta a la pregunta «¿quién paga?» resulta aquí menos clara de lo que sugiere el relato de ricos contra trabajadores. El Green New Deal exigiría una expansión en las industrias primarias de la minería y, si los biocombustibles cobran relevancia, de la agricultura, dos sectores que se basan en la explotación de la tierra y de las personas por lo general en el sur global. No resulta complicado ver cómo se desarrollaría todo ello mientras se endurece la crisis climática. La apropiación masiva de tierra y de agua ya está en marcha y los conflictos que están teniendo lugar en torno al acceso a los recursos son innumerables. La producción de biocombustible y la sequía han tenido un papel fundamental en las crisis de los precios de los alimentos de 2007-2009 y 2010-2012, las cuales coadyuvaron a instigar los movimientos sociales, las rebeliones y las revoluciones de aquel periodo. Las limitaciones reales a las reservas de recursos existentes ya están conduciendo a nuevos procesos mineros más destructivos, incluida la minería en el fondo marino, redoblando el destructivo legado del extractivismo sobre el medioambiente. En otras palabras, además de las poblaciones y las naciones pobres, también la naturaleza va a tener que pagar por el Green New Deal. El hecho de que este proyecto esté diseñado para hacer sostenibles aquellos países que lo implementen no debería hacernos suponer que en el proceso vaya a hacerse sostenible el planeta.

    Aunque esté habiendo alguna discusión en los debates sobre el Green New Deal acerca de qué sucede con la gente de fuera de Reino Unido, en buena medida se las puede considerar ilusorias. Un incremento de las finanzas climáticas, de la transferencia tecnológica y del desarrollo de las capacidades (mediante la educación y el entrenamiento) solo resultan útiles si se dispone de los materiales para construir nuevos sistemas de energías renovables. Y eso no va a pasar. Bienvenido sea el apoyo a los refugiados climáticos, pero dadas las actuales posiciones del Partido Laborista respecto a la limitación de la libre circulación de los migrantes y al auge de las posturas políticas xenófobas de extrema derecha en Reino Unido y a escala global, deberíamos suponer que todo ello no se va a traducir en nada remotamente similar a una apertura de las fronteras del país, y mucho menos a un programa adecuado para tratar con las miles (si no millones) de personas, la mayoría del sur global, que ya se están viendo desplazadas debido al cambio climático. Si bien el Partido Laborista se ha comprometido a deshacerse de algunos de los peores aspectos del brutal régimen fronterizo actual, la inmigración y dicho régimen van a continuar.

     

    ¿Quién lo protagoniza?

    ¿Quién va a llevar a cabo el Green New Deal? El acuerdo lo promulgará el estado a través de un plan de inversiones y de regulaciones, así como de nacionalizaciones orientadas al sistema energético. También será el producto de la colaboración entre «sindicatos y la comunidad científica». En todo el documento se habla de la idea de una transición justa liderada por los trabajadores, que otorgue un papel central a los sindicatos actuales, como cabría esperar de un partido en el que estas organizaciones aún ejercen una influencia inmensa, pese al enorme empeño puesto en contra por parte de los elementos neoliberales dentro del partido. A ello se une que el proyecto del Green New Deal incluye una cláusula en la que se declara que el objetivo de que en 2030 no haya emisiones debería traducirse en una ley solo «si se logra una transición justa para los trabajadores», lo cual es resultado de la presión de algunos sindicatos, pues los sindicatos solo van a apoyar las medidas de este proyecto si supone la creación de empleo o la «transición sostenible» de los trabajos actuales.

    También es de esperar que haya organizaciones y think tanks que sigan teniendo un papel influyente a la hora de dar forma al Green New Deal, como hacen en general con las medidas del Partido Laborista. Lo que falla aquí es que hay pocos movimientos sociales e instituciones que no pertenezcan al estado con el poder suficiente como para actuar fuera y contra el estado y el capital y forzar cambios particulares o que se promulguen planes concretos. Esto define al Green New Deal como algo drásticamente diferente del New Deal original estadounidense y de otros proyectos socialdemócratas similares de otras partes del mundo, que contaban como actores como el IWW o el Partido Comunista para presionar al estado. Efectivamente, si bien el Green New Deal sin duda está haciendo que crezcan las expectativas, no queda claro si está ayudando a componer un electorado combativo y un poder social arraigado en los lugares de trabajo y en la población, o si por el contrario simplemente está devolviendo la fe en la política parlamentaria y en la efectividad del voto.

    Podemos transformar la pregunta de «quién protagoniza el acuerdo» en la de «quiénes forman parte de él». El Green New Deal será un pacto entre los estados y sus ciudadanos, un acuerdo negociado entre partidos políticos, organizaciones ecologistas, think tanks y sindicatos. Pese a la retórica internacionalista, no se trata de un acuerdo a escala global entre los estados ni entre el estado y la humanidad en un sentido amplio, sino entre el gobierno de Reino Unido y los ciudadanos de Reino Unido.

    Aquí resulta crucial saber quién está involucrado y quién no. No se trata de un pacto que provenga de un malestar masivo a nivel social, laboral o civil, así que de alguna manera debe contar con la participación del mundo de los negocios. Y aunque estén en posición de salir perdiendo con este acuerdo, algunos negocios potencialmente van a lograr enormes beneficios: las industrias de gestión de fronteras, de seguridad y de migraciones, las compañías mineras o las de transporte marítimo internacional van a salir beneficiadas de un modo sustancial. Lo mismo sucederá con las industrias que produzcan infraestructuras para las energías renovables y los coches eléctricos, o las que se ocupen de las plantas de desalinización y de la contención de las inundaciones, así hasta todo lo que va de la industria de los seguros hasta un sinnúmero de compañías de rehabilitación y gestión frente a las catástrofes. Dada la ausencia de una lucha de clases feroz, el capital puede afirmar sus intereses bajo la forma de una transición a un régimen de acumulación más sostenible. Pero si bien el capital puede ayudar a hacer posible un Green New Deal, no va a hacerlo con todos sus aspectos por igual. ¿Recuperar medidas de industrialización y vivienda pública? Quizá. ¿Una reducción radical del tiempo de trabajo, un amplio programa de impuestos y nacionalizaciones y una rebaja del consumo privado e industrial? Por desgracia, eso parece mucho menos probable.

    El Green New Deal no es un acuerdo con otras naciones o pueblos, así que deja fuera la cuestión de la justicia climática internacional por estar motivada únicamente por el voluntarismo, y no es tampoco un pacto con el mundo «más que humano». Es parte de un nuevo «ecologismo pero sin la naturaleza», una forma de ecologismo que se centra no en «salvar» el mundo natural sino en salvarnos a nosotros de la catástrofe ecológica producida por el capitalismo; una ruptura drástica con la historia de este movimiento.

     

    ¿Para hacer qué?

    ¿Qué aspira a hacer el Green New Deal? En la parte más importante del acuerdo encontramos una serie de propuestas que plantean un programa social en buena medida keynesiano de nacionalización de la producción de energía, desarrollo de planes de aislamiento de las viviendas, aumento de la producción de energía renovable y básicamente la electrificación de todo el transporte por carretera, todo lo cual está destinado a reducir las emisiones de carbono y crear puestos de trabajo. Habrá un aumento en la provisión de servicios universales que posiblemente incluya algún tipo de renta básica universal así como un aumento en los salarios sociales (mejora del sistema sanitario, vivienda pública, transporte público gratuito, etcétera). También habrá planes centrados en abordar ciertas prácticas ganaderas y agrícolas.

    La esencia del pacto se puede encontrar en el énfasis crucial que se hace en el empleo y el escaso compromiso que hay para hacer frente a las emisiones del consumo. El hincapié hecho en la electrificación del transporte en carretera es porque se trata del concepto básico en torno al cual se intenta hallar la cuadratura del círculo entre los trabajos y el medioambiente. La electrificación de ese tipo de transporte parece una fórmula para proteger (y crear) un número enorme de empleos, para que no haya que alterar de manera fundamental demasiados rasgos de la economía de Reino Unido (incluidos los sistemas logísticos, los patrones de consumo y por tanto de distribución, cómo va la gente al trabajo, etcétera) y, al mismo tiempo, reducir las emisiones del sector de los transportes ―un sector que es responsable de la cuota más amplia de las emisiones de carbono―. Aquí hay varios problemas. El primero es que los coches eléctricos aún traen consigo una inmensa cantidad de carbono, tanto a través del proceso de producción como debido a la extracción de los recursos que esta requiere. El segundo es que la electrificación de todo el transporte en carretera hará que aumente de manera masiva la demanda de electricidad en cifras que, de acuerdo a algunas estimaciones, superan el veinte por ciento, lo que a su vez hará que crezca la demanda de los recursos ya escasos que hacen falta para producir las fuentes de energía renovable. Tampoco trata la enorme cantidad de desperdicio generada por todos los procesos implicados en la producción de coches, baterías, etcétera. El tercero es que tampoco hace nada por abordar cómo la cultura del coche produce formas de vida insostenibles medioambientalmente: desde el crecimiento ubrano y una construcción de carreteras que no tiene fin hasta los modos de consumo particulares con una alta huella de carbono. Es este último punto el que resulta más perverso. La electrificación interpela a un deseo por cambiar todo lo que se pueda para cambiar lo menos posible. La razón para electrificar coches y camiones es por tanto la de preservar los sistemas social y económico que los permiten y los crean; mantener la fabricación como sector clave en el empleo ―o, más bien, aumentar su producción― para así conservar los puestos de trabajo a pesar de la necesidad de consumir y producir menos.

    El hecho de que se evite la cuestión del consumo y se haga tanto hincapié en la creación de empleo dentro de la sección «Empleos y medidas por el clima» ya nos dice todo lo que hay que saber acerca del acuerdo. Este pacto se basa en el mantenimiento, en la medida de lo posible, del sistema económico en el que estamos y de los modos de vida actuales al tiempo que se emprenden algunas acciones contra el cambio climático para minimizarlo todo lo que se pueda sin poner en riesgo nuestros estándares de vida. Consiste también en que las personas de fuera del norte global, las que viven en países que carecen del poder geopolítico o económico para competir por unos recursos que son escasos, se van a quedar fuera de la transición a una economía de bajas emisiones; de hecho, van a ser sacrificadas a cambio de nuevas minas o plantaciones de biocombustible, por ejemplo, las cuales permitirán la transición a las renovables por un nuevo sistema económico verde.

     

    Que las cosas sigan igual

    El trabajo con lo mejor que el Green New Deal tiene que ofrecer hace que nos quede claro que el objetivo último del acuerdo es el de intentar que las cosas sigan como están todo lo que sea posible, aunque con una observación: que cambie la distribución actual de la riqueza y que volvamos a algo que se pueda asemejar a la época dorada de la socialdemocracia (que resulta que también es la época dorada del capitalismo). Se trata de un programa de pleno empleo, de electrificación de los modos de vida existentes a través de las renovables, de pactos sólidos por la justicia climática internacional mientras aumenta de modo masivo la extracción de recursos y se mantienen unos controles fronterizos lo suficientemente fuertes. El pacto que ha propuesto el Partido Laborista viene a decir: «Tú vótanos y nosotros encontraremos la manera de generar mejores puestos de trabajo y seguridad en el ámbito social al tiempo que nos enfrentamos al cambio climático». Pero no van a ser capaces de hacer las dos cosas de manera efectiva, así que el acuerdo tácito es que se aprobarán medidas por el clima siempre y cuando se puedan reconciliar con la creación de empleo.

    En cuanto aumenten las contradicciones entre la reducción de emisiones de carbono y la creación de empleo, la tendencia va a ser a generar puestos de trabajo y proteger los modos de vida antes que a reducir emisiones. No nos queda otra más esperar que haya movimientos por el clima aún más grandes, aún más comprometidos, y organizarnos para ello, pero esto está lejos de ser así, y la tendencia política en la izquierda va a ser a tratar las injusticias sociales y económicas como una prioridad, por lo que es probable que el Green New Deal se convierta en un campo de batalla entre «los ecologistas» y «la izquierda» en lugar de un lugar donde encontrarse.

    A fin de cuentas lo que estamos viendo es la base del conflicto entre lo que es científicamente necesario y lo que es políticamente realista. Parte del peligro del Green New Deal radica en que sea visto como la solución en lugar de como un intento parcial por remodelar toda la política económica nacional. El problema aquí es que si es percibido como la solución, la izquierda va a verse atrapada en una lucha institucional en la que ceder y arrastrase por propuestas más «realistas» pasa a ser lo que lo domina todo, al tiempo que la pelea ya no es por la reducción de emisiones, sino por conservar la propuesta como tal del Green New Deal.

    Hay que dejar claro de todos modos que, si bien el Green New Deal no es la solución, tampoco es un trampolín con el que llegar a ella. La expansión y la intensificación del extractivismo, el aumento de la explotación del sur global y la implementación de nuevas formas de imperialismo «sostenible», seguir destrozando la biosfera y continuar con las emisiones contaminantes de carbono; ninguna de estas cosas puede ser asumida como un paso adelante hacia un futuro mejor. Más allá del brutal realismo político con el que se justifica un sacrificio aún mayor de vidas y de la propia vida por un modo más verde de consumismo sostenible, en el futuro que promete el Green New Deal no se habrá frenado el cambio climático antes de haber llegado a ser catastrófico.

    Pero aunque el Green New Deal no sea la solución, eso no justifica que lo ignoremos o que nos opongamos a él. Esta iniciativa es tanto una iniciativa institucional como una corriente. En tanto que iniciativa institucional, es un paquete de medidas con el que debemos tratar o contra el que podemos luchar con la intención de desplazarlo en una dirección más positiva. En tanto que corriente, necesitamos involucrarnos para dotarlo de forma pero también para generar algo más, algo con lo que ir más allá de los limitados esfuerzos por reformar el sistema en el que estamos y con lo que construir algo que nos asegure una vida rica y abundante a todos nosotros y a todo ser vivo en general.

    Hay dos tareas inmediatas. La primera es trabajar por ampliar aquellas partes del Green New Deal que dan pie o representan un programa de decrecimiento y justicia.[7] Entre ellas están la reducción del horario laboral, el aumento de los servicios sociales, la desmercantilización de los servicios básicos…; en definitiva, trabajar por que los ingresos estén desvinculados del trabajo y asegurarnos de que nuestra propia reproducción no se basa en un trabajo asalariado precario. También hace falta que, por encima de cualquier otra cosa, nos aseguremos de abolir a los ricos y sus privilegios, lo cual tendrá un impacto enorme e inmediato; y además cualquier ataque a los ricos tendrá también el efecto de debilitar su poder para enfrentarse a nosotros.

    Pero no va a ser suficiente con que intentemos llevar más lejos las exigencias actuales, también va a hacer falta un compromiso militante para oponernos y trabajar para detener el desarrollo de nuevas infraestructuras para los combustibles fósiles, o de las ya existentes, y de nuevos proyectos extractivos, especialmente aquellos que tienen lugar en el sur global. No puede haber una transición justa que dependa de un extractivismo neocolonial ampliado y no puede haber una descarbonización rápida sin clausurar la actual infraestructura de los combustibles fósiles. Al cerrar ambas vías, el estado, así como el capital, se verán forzados a buscar otras posibilidades para la generación, descarbonización y producción de la energía. Si las múltiples historias del capitalismo fósil nos han enseñado algo, es que los regímenes energético y económico son el producto tanto de nuestra resistencia y oposición como de las necesidades del capital y tienen lugar a través de la innovación tecnológica.

    También debemos ser conscientes de que no todos los decrecimientos son equivalentes entre sí. Hace falta un decrecimiento igualitario y comunista. En los últimos años han salido muchos artículos científicos que básicamente han exigido el fin del capitalismo. En cierto sentido, la ciencia reclama nada menos que el comunismo pleno, pero no el comunismo de esta parte de la izquierda que solo están interesada en comunizar el consumismo en lugar de acabar con él y en la redistribución del botín y de los beneficios del extractivismo sin cambiar el sistema económico que de él depende. Y si bien debemos cuestionarnos y transformar políticamente el deseo y los valores que van unidos al consumismo como forma de vida, en última instancia los pilares del consumismo son estructurales y no hay cambio posible hacia una forma de vida sostenible sin buscar la manera de construir nuevas infraestructuras y entornos que nos permitan ser autónomos respecto al mercado capitalista.

    El decrecimiento como modo de producir una abundancia radical debe convertirse en un elemento nuclear de las políticas de izquierdas. Podemos empezar por recuperar la crítica al capitalismo de consumo que surgió durante las décadas de los sesenta y de los setenta y reconocer que el consumismo beneficia sobre todo a la minoría rica. Para la amplia mayoría de la población mundial, el decrecimiento puede implicar y únicamente traerá consigo una vida mejor. No es suficiente con intentar reducir las emisiones al tiempo que hacemos que todo siga igual. La única vía que tenemos para continuar es hacer que todo cambie de manera radical. En este momento es la única propuesta realista.

     

     

    NICHOLAS BEURET es activista, investigador y actualmente da clases en la Universidad de Essex, en Reino Unido. Su investigación ahora mismo se centra en el cambio climático y su logística, las migraciones climáticas y las políticas contra la catástrofe.

    La ilustración de cabecera es «Downs in winter» (1934), de Eric Ravilious.

    [1] En este punto, véanse Christian Parenti, Tropic of Chaos: Climate Change and the New Geography of Violence, Nueva York, Hachette Book Group, 2011, y Todd Miller, Storming the Wall: Climate Change Migration, and Homeland Security, San Francisco: City Lights, 2017.

    [2] John McDonnell, «A Green New Deal for the UK», Jacobin Magazine, 30 de mayo de 2019.

    [3] Este desarrollo se ha visto acelerado gracias a los últimos trabajos del think tank relativamente nuevo Common Wealth, que ha reunido un paquete de medidas para el Green New Deal.

    [4] Véase, por ejemplo, «McDonnell Pledges Green Revolution Jobs», BBC News, 10 de marzo de 2019, y McDonnell, óp. cit.

    [5] Véase, por ejemplo, Nate Aden, «The Roads to Decoupling: 21 Countries Are Reducing Carbon Emissions While Growing GDP», World Resources Institute, 5 de abril de 2016.

    [6] Véanse, entre otros, Asad Rehman, «A Green New Deal Must Deliver Global Justice»,” Red Pepper, 29 de abril de 2019, y «The ‘Green New Deal’ Supported By Ocasio-Cortez and Corbyn Is Just a New Form of Colonialism», The Independent, 4 de mayo de 2019.

    [7] Acerca de este punto y del debate entre decrecimiento y Green New Deal, véase Mark Burton y Peter Somerville, «Degrowth: A Defence»New Left Review, II/155, enero-febrero de 2019 [trad. cast.: «Decrecimiento: una defensa», New Left Review, 115, marzo-abril de 2019]. Para una discusión más fina acerca del decrecimiento, véase Chertkovskaya, Paulsson, Kallis, Barca y D’Alisa, «The Vocabulary of Degrowth: A Roundtable Debate», Ephemera, 17, n.º 1, 2017, pp. 189-208

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  • Socialismo y ecología

    Socialismo y ecología

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    Por Raymond Williams

    Introducción

    Algunos llevamos los últimos años reflexionando sobre el socialismo ecológico, aunque el concepto sea un poco enrevesado. Sin embargo, en muchos países y a un ritmo cada vez mayor, se intenta unir dos formas de pensamiento que, evidentemente, son muy importantes en nuestro presente; pero no se trata de una tarea ni mucho menos fácil. Hay una serie de cuestiones que debemos abordar, tanto en términos prácticos para la actualidad como en la forma en la que se han desarrollado los diferentes corpus de ideas.

    Resulta irónico que el inventor del concepto de ecología fuera el biólogo alemán Haeckel, en la década de 1860, y que este tuviera una influencia significativa en el movimiento socialista en toda Europa a principios de este siglo [el siglo XX, N. del. T.]. De hecho, según Lenin su influencia había sido enorme, pero no en lo que hoy entendemos por ecología, por mucho que fuese invención de Haeckel; su obra fue influyente porque se trataba de un relato materialista del mundo natural y, entre otras cosas, de un relato fisiológico del alma que encontró su lugar en el encarnizado debate sobre la relación entre el socialismo y la religión y otros sistemas éticos, un debate primordial en el movimiento socialista de aquel entonces. De modo que, aunque en aquella época existía una relación entre cierta versión de la ecología y cierto problema del socialismo, actualmente no tiene mucha importancia. Sin embargo, si vamos más allá de dicho término en particular —ecología— y observamos el tipo de cuestiones que ahora representa de una manera amplia, podemos encontrar una relación muy complicada a principios del siglo XIX y, en particular, desde la revolución industrial. Las relaciones de ese tipo de pensamiento con el pensamiento socialista han sido y siguen siendo importantes, polémicas y complicadas.

    La revolución industrial

    La revolución industrial sacó a la luz los efectos de la intervención humana en el mundo natural de tal manera que, aunque al principio eran bastante aislados, saltaban a la vista de cualquier observador atento. Si digo que «sacó a la luz los efectos» es porque uno de los errores comunes de aquel periodo ―y de la actualidad― es el de creer que la interferencia sustancial en el medioambiente empezó entonces. Sin embargo, las principales industrias extractivas, las industrias siderúrgica y química y la concentración de la producción en fábricas ―que trajo consigo problemas de vivienda masificada y polución dado que hasta ese momento no se habían construido ciudades de esa manera― sí que tuvieron efectos extraordinarios que aún hoy son imposibles de exagerar. El mundo estaba cambiando físicamente allí donde hubiera bajo tierra cualquiera de estos preciados materiales. Como es comprensible, hubo una respuesta extraordinaria, planteada normalmente en términos de un orden natural que estaba siendo perturbado por la temeraria intervención humana. Este tipo de cosas las decían personas de las que no cabría esperar esta reacción, no solo la gente del campo o gente de la literatura que lo estuviera viendo a cierta distancia. Uno de los relatos más notables es el de James Nasmyth, el inventor del martillo pilón, quien se encontraba justo en el centro de los nuevos procesos industriales. Su descripción de las fundiciones de Coalbrookdale, hacia 1830, es un texto clásico sobre la devastación ambiental: «Los vapores de ácido sulfuroso arrojados por las chimeneas habían resecado y acabado con la hierba; cada objeto herbáceo era de un gris espantoso, el símbolo de la muerte vegetal en su apariencia más triste. Vulcano había expulsado a Ceres». Los efectos fueron así de dramáticos. Y los términos en los que se describían habitualmente se centraban en la idea de que este tipo de intervención industrial había perturbado y expulsado lo «natural».

    Ahora bien, esta forma de pensar, que aún es poco conocida, sigue siendo una parte crucial del pensamiento social moderno. Y digo que es poco conocida porque me sorprendió mucho un fragmento de un interesante artículo de Hans Magnus Enzensberger sobre las relaciones entre la ecología y el socialismo. Fue el número 84 de la New Left Review, en 1974. En él trataba de desarrollar un argumento contra el movimiento ecologista moderno al recordar que, especialmente «en las minas y fábricas inglesas», la industrialización «hizo que hace ciento cincuenta años ciudades y regiones rurales enteras fueran inhabitables», pero que «a nadie se le ocurrió extraer de estos hechos conclusiones pesimistas sobre el futuro de la industrialización».[1] «Solo hemos empezado a discutir sobre el medioambiente ―continuaba― cuando los efectos han llegado a los barrios en los que vivía la burguesía».

    Pues bien, esto es simplemente falso. Desde Blake, Southey y Cobbett, en las primeras décadas de la industrialización, hasta Dickens y William Morris, pasando por Carlyle y Ruskin, las observaciones y las argumentaciones de este tipo fueron constantes. En Cultura y sociedad reflexioné sobre muchas de estas aportaciones. Sigue siendo curioso que todas estas observaciones y debates sociales, que surgieron muy pronto en Reino Unido por la razón obvia de que era aquí donde estaba teniendo lugar la industrialización más espectacular, a menudo no sean conocidos por los socialistas continentales más formados, que se construyen entonces una historia de las ideas totalmente equívoca. Después de todo, fue un observador alemán, Engels, en el Mánchester de la década de 1840, quien proporcionó uno de los relatos más devastadores ―si bien no el primero― de las terribles condiciones de vida en las nuevas ciudades industriales, que estaban creciendo de manera explosiva.

     

    Reacciones diferentes

    Esa corriente de pensamiento tiene varias tendencias, desde quienes se oponían por completo a la industrialización, pasando por quienes pretendían mitigar sus efectos o humanizar sus condiciones, hasta quienes ―y estos eran muchos, algunos de ellos socialistas― querían modificar sus relaciones sociales y económicas, pues desde su punto de vista eran lo que más daño causaba. Sin embargo, hubo sin duda una tendencia muy general a ver la industrialización como la perturbación de un «orden natural». En las primeras etapas, el orden preindustrial estaba demasiado cerca en el tiempo como para cometer los errores de bulto que se cometieron más tarde, cuando sí se llegó a idealizar el orden preindustrial y se supuso, por ejemplo, que no había habido ninguna intervención significativa y destructiva en el entorno natural antes de la industrialización. De hecho, y esto probablemente se remonta al neolítico, ciertos métodos de cultivo, el pastoreo excesivo o la destrucción de los bosques han producido desastres físicos naturales a gran escala. Muchos de los grandes desiertos se crearon o crecieron en esos periodos y hubo muchas alteraciones climáticas locales. Nunca vamos a comprender estos problemas si pensamos que las formas específicas de la producción industrial moderna son las únicas que nos impiden vivir bien y de manera sensata en la Tierra.

    Sin embargo, este énfasis, esta deformación de la historia, tuvo importantes efectos intelectuales. En sus inicios, en gran parte del movimiento ecologista —utilizo ese concepto para referirme a todas esas tendencias incluso aunque aún no se emplease el término ecologista— hubo una propensión intrínseca a oponer el nocivo orden industrial al orden preindustrial, natural e inocuo.

    Ahora bien, aunque existen importantes diferencias de grado y aunque algunos de los nuevos procesos causaron un daño y una destrucción más graves que cualquiera de los procesos productivos previos, esa oposición es falsa. Es especialmente importante que los socialistas tengan esto presente, pues nos permite distinguir la historia real ―y, por lo tanto, un futuro posible― de una versión muy débil de la causa medioambiental, la cual defiende que deberíamos volver a salir de la sociedad industrial y dirigirnos al orden preindustrial, que no causaba este tipo de daño. Tanto en esta falsa oposición entre condiciones físicas como en su característica omisión de las condiciones sociales y económicas, este argumento, tan débil como popular, carece de sentido.

    Cuando digo esto debo aclarar que pienso que la economía rural ha sido estafada y marginada en muchos lugares, pero especialmente en este país [Reino Unido]. Yo nací y me crie en una economía rural y todavía encuentro en ella lo que más me importa, pero de nada sirve hablar históricamente como si se pudieran producir de manera tan simple esa oposición o ese retorno. Buena parte de los peores daños que se impusieron a la economía rural, tanto a la población como a la tierra, fueron provocados por la propia economía rural. Para saber acerca de uno de los casos mejor registrados de este tipo de daños podemos remontarnos a Tomás Moro y a la expansión del comercio de la lana en el siglo XVI, cuando, como él mismo decía, las ovejas se comían a los hombres. El pastoreo de ovejas puede ser hermoso, muy diferente de los «vapores sulfurosos», pero lo cierto es que en Reino Unido es tan poco natural lo uno como lo otro. Lo que importa es el efecto total y en lo que realmente debemos centrarnos es en la explotación comercial incontrolada de la tierra y los animales, que no tiene en cuenta sus efectos sobre otras personas. Si uno se queda solo con las apariencias físicas, es probable que pierda de vista las cuestiones sociales y económicas centrales, que es donde el pensamiento ecológico y el social convergen de manera necesaria.

    Por otra parte, a la inversa también puede caerse en la simplificación. A partir de mediados del siglo XIX, y a medida que el socialismo empezaba a distinguirse de todo un conjunto de movimientos asociados y superpuestos, se tendió a un enfoque muy distinto: se empezó a afirmar que el problema central de la sociedad moderna era la pobreza y que la solución a la pobreza consistía en aumentar la producción. Aunque habría costes relacionados a esta producción, incluyendo cambios y quizá hasta cierto punto daños al entorno natural más cercano, estos estaban justificados al ser la pobreza un mal mayor. El problema de la pobreza se solucionaría con una mayor producción, así como con una política más específica de transformación de las relaciones sociales y económicas. Así pues, durante tres o cuatro generaciones los socialistas plantearon, con contadas excepciones —y dentro del socialismo actual esta sigue siendo la principal tendencia—, que la producción es una prioridad humana absoluta y que quienes se oponen a sus efectos son en el mejor de los casos unos sentimentales, que hablan, además, con mala fe, desde una posición de comodidad y privilegio, sobre los efectos de la reducción de la pobreza en las vidas de los demás.

    «La conquista de la naturaleza»

    Esto tuvo un efecto todavía mayor cuando se asoció con esa idea central de la sociedad del siglo XIX, concentrada en expresiones que aún se pueden escuchar, como «la conquista de la naturaleza» o «el dominio sobre la naturaleza»; actitudes que se pueden observar en obras tan antiguas como La Nueva Atlántida, de Bacon. De hecho, si comparamos la Utopía de Moro y La Nueva Atlántida, encontramos estas dos posturas opuestas en los comienzos del debate. La producción científica moderna era lo único que hacía falta para aumentar la riqueza, disminuir la pobreza y extender el dominio humano sobre la naturaleza. Estas expresiones las seguimos escuchando, y no solo en el pensamiento burgués dominante, sino también en la tradición socialista y marxista de la segunda mitad del siglo XIX. Son incluso ideas clave en la Dialéctica de la Naturaleza de Engels, aunque llegado a cierto punto él mismo se dio cuenta de lo que estaba diciendo, de lo que implicaba esta metáfora de conquista. Porque, por supuesto, estas actitudes de dominio y conquista se habían asociado desde el principio no solo con el dominio de la tierra o de las sustancias naturales o con hacer que el agua hiciera lo que uno quisiera, sino con mover a otras personas de un lado a otro, con ir a dondequiera que hubiera cosas que uno desease, mediante la subyugación y la conquista. Esa era la procedencia de las metáforas de la conquista y el dominio; son la justificación clásica del imperialismo durante esa fase expansiva y dan forma a toda la ética interna de un capitalismo en expansión: dominar la naturaleza, conquistarla, desplazarla para hacer con ella lo que uno quiera. Engels siguió ese camino hasta que repentinamente recordó de dónde venía la metáfora y dijo, con toda razón: nunca entenderemos este problema si no recordamos que nosotros mismos somos parte de la naturaleza y que lo que suponen el dominio y la conquista va a tener un efecto sobre nosotros; no podemos simplemente llegar y marcharnos, como un conquistador extranjero. Pero incluso a pesar de haberse dado cuenta de esto, acabó dando marcha atrás debido a la influencia de aquel fortísimo triunfalismo del siglo XIX sobre la naturaleza y volvió a utilizar esas metáforas. Todavía hoy se pueden leer razonamientos triunfalistas acerca de la producción. Quizá un poco menos seguros de sí mismos, pero si leemos una defensa típica del socialismo, en su forma habitual de entreguerras dentro de la tendencia dominante, todo se plantea en términos de dominio de la naturaleza, establecimiento de nuevos horizontes humanos, generación de abundancia como respuesta a la pobreza.

    Tenemos que tomarnos en serio esa postura. Es una postura con mucho peso y existe mucha hipocresía y muchas posiciones falsas que hay que erradicar si queremos un debate serio y honesto sobre el socialismo y la ecología en nuestros días. Pero bajo el hechizo de las nociones de conquista y dominio, con su mística en torno a la superación de todos los obstáculos, a que no existe nada tan grande que el ser humano no lo pueda abordar, el socialismo dejó de hecho de poner el foco sobre el asunto principal. No se fijó realmente en lo que estaba ocurriendo a la vista de todo el mundo en las sociedades más desarrolladas y civilizadas del planeta, en lo que estaba ocurriendo en Inglaterra, este país industrial avanzado y rico que todavía estaba lleno de pobreza y de un caos y una miseria increíbles. Porque decir que si se produce más estas cosas se van a arreglar por sí solas es una respuesta capitalista al problema. El argumento socialista fundamental es que la riqueza y la pobreza, el orden y el desorden, la producción y el daño, son partes del mismo proceso. En cualquier relato honesto se puede ver que están conectadas y que si se hace más de unas no significa necesariamente que se vaya a tener menos de las otras.

    Siempre se ha planteado esa reflexión fundamental dentro del socialismo; no ha habido ninguna generación en la que alguien no lo plantease de manera convencida. Sin embargo, bajo la influencia capitalista e imperialista, y especialmente desde 1945 y bajo la influencia estadounidense, la posición mayoritaria entre los socialistas ha sido la de que la respuesta a la pobreza, la única respuesta y con la cual bastaría, es la del aumento la producción. Esto ha sido así a pesar de que un siglo y medio de crecimiento dramático de la producción, aunque ha transformado y en general ha mejorado nuestras condiciones, no ha abolido la pobreza e incluso ha creado nuevos tipos de pobreza, de la misma manera que ciertos modos de desarrollo generan subdesarrollo en otras sociedades. Para los socialistas este es ahora el asunto principal.

    William Morris

    Fue William Morris quien comenzó a unir estas tradiciones distintas dentro del pensamiento social británico. Sobre todo al final de su vida, este escritor socialista —de hecho socialista revolucionario— fue profundamente consciente, desde la práctica directa, el uso de sus propias manos y la observación de los procesos naturales, de lo que realmente significa el trabajo con los objetos físicos. Sabía que se puede producir fealdad con la misma facilidad con la que se puede crear belleza. Y que se puede producir lo inútil o lo dañino con la misma facilidad que lo útil. Morris fue capaz de ver cuántos tipos de trabajo parecían específicamente diseñados para crear fealdad y hacer daño, tanto en su realización como en su uso y pensó en ello no solo de una manera general, sino también desde su propia práctica como artesano. Su crítica de la idea abstracta de producción fue una de las intervenciones más decisivas en el debate socialista. En lugar de seguir la simple contabilidad capitalista de la producción, empezó a hacer preguntas sobre el tipo de producción. En esto, de hecho, estaba siguiendo a Ruskin, quien defendió casi lo mismo e insistió en que la producción humana, si se guiaba por la ganancia o la conveniencia, en lugar de por estándares humanos generales, podría conducir a la «Miseria» [«Illth»] tan fácilmente como a la «Riqueza» [«Wealth»]. Pero Ruskin carecía de la orientación explícitamente socialista de Morris.

    Morris dijo: «No tengas en casa nada que no sepas que es útil o que no consideres bello». Parece una recomendación trivial, pero va al corazón del problema y si nos la tomásemos en serio, aún hoy, nos conduciría a hacer una limpieza bastante extraordinaria, y no solo en casa. Supongamos que decimos: «No tengan en sus tiendas nada más que lo que consideren bello o que sepan que es útil». Se trata de un criterio de producción que, en lugar de ser un simple cálculo cuantitativo, relaciona la producción con las necesidades humanas. Además, ve la necesidad humana como algo más que el consumo, una idea increíblemente popular en nuestro tiempo y a la cual, desde el dominio del marketing y la publicidad capitalistas, se trata de reducir toda necesidad y deseo humanos. Es una palabra extraordinaria: consumidor. Es una forma de ver a las personas como si fueran hornos o estómagos. «¿Y cómo afectará esto al consumidor?», se preguntan los políticos. El consumidor debe de ser entonces una variedad de ser humano muy particular: sin cerebro, sin ojos, sin sentidos, pero capaz de tragar. Además, si se tiene una noción de la producción que consiste en asegurar ese tipo de consumo, solo se va a poder pensar en términos cuantitativos, nunca va a haber un momento para preguntarse: «¿Tenemos que aceptar ciertos costes y daños locales porque necesitamos producir esto?». No cabe preguntarse si necesitamos producir esto o aquello por necesidad o por belleza. La producción se convierte así, de forma imperceptible, en un fin en sí mismo, como en el pensamiento capitalista ordinario, pero también dentro de esta corriente de pensamiento socialista —el pensamiento socialista débil— en la que se la considera valiosa por sí misma y, como tal, la respuesta a la pobreza.

    Así pues, cuando Morris reunió estas cuestiones e hizo campaña sobre tantos temas, estaba enlazando dos tradiciones de pensamiento diferentes y de la forma en que se debería haber hecho antes, de una manera en la que se debería haber seguido haciendo después de él y que debería ser aún más clara y más fuerte de lo que lo es hoy en día. Sin embargo, una de las razones por las que no se continuó reforzando ese vínculo inmediatamente después de la época de Morris es que él también fue víctima de esa ilusión que antes decía que estuvo tan extendida a principios de siglo; me refiero a la ilusión de que antes de la producción fabril, antes de la producción industrial y mecánica, había habido un orden natural, limpio y sencillo. Para Morris, igual que para muchos otros radicales y socialistas del siglo XIX, este orden se ubicaba en la Edad Media. Así, se estableció profundamente en su pensamiento la idea de que el futuro, un futuro socialista, sería una especie de reconstitución del mundo medieval, aunque ello le causase siempre cierta preocupación. Admitía que si una máquina nos podía evitar el trabajo tedioso para que pudiéramos dedicar nuestro tiempo a otras cosas, entonces deberíamos usarla. Pero la tendencia principal fue siempre la de reconstituir un orden social simple de campesinos y artesanos.

    Creo que no hace falta decir que este tipo de razonamiento aún está muy extendido dentro del movimiento ecologista. Todavía muchas personas honestas lo ven como la única forma de salvar el mundo; otras lo perciben como algo que ellas mismas preferirían hacer: salir de la sociedad industrial moderna y tomar un camino diferente que resulte más satisfactorio. Incluso es considerado —y esto es más difícil de defender, aunque moralmente puede que tenga más fuerza— como un futuro posible para los países aún densamente poblados.

    Sin embargo, para cualquier otra persona Morris parece fácil de despreciar, porque en ese mundo que imaginó para el siglo XXI tras la revolución socialista de 1952 (no hace falta que mencione que la predicción de la fecha no fue del todo acertada), en ese mundo del siglo XXI hay un Londres limpio y pequeño en el que más o menos todo transcurre de manera fácil y natural. Si te apetece hacer algo, lo haces, porque en cualquier caso hay suficiente para todo el mundo. Sin embargo, toda aquella abundancia proviene de algún lugar que misteriosamente permanece fuera de foco. Al volver a la orilla del río solo se ve belleza, la sensibilidad de la amistad y la camaradería. Una sensación de ocio, amplitud y paz lo impregna todo; parece que se pudieran desarrollar y fomentar todos los valores humanos. Pero eso es todo. Es un mundo pequeño, agradable, espacioso y limpio, donde los problemas de la producción no solo no se han planteado, como en aquella ineludible intervención previa —«no me digas que esto hace falta para la producción; dime producción para qué y quién la requiere»—, sino que ahora, en tanto que  problemas de producción, de sustento humano, han sido apartados de nuestra vista. En realidad, Morris acertó al señalar hacia el final de su vida que probablemente esa había sido su manera de pensar e imaginar porque él mismo había sido rico de nacimiento y porque siempre había podido ―dado que era un maravilloso artesano― ganarse la vida haciendo un trabajo gratificante que otras personas querían que hiciera. Los ricos eran, en fin, los únicos clientes que podían permitirse comprar artesanías de esa calidad. Morris afirmó que todo ello seguramente había influido en su punto de vista.

    Bueno, de hecho así fue, y se trata de una confesión honesta. Es uno de los enredos que tenemos que resolver. La asociación de esa noción de simplificación deliberada, incluso de retorno, con la idea de una solución socialista a la fealdad, la miseria y el derroche de la sociedad capitalista ha sido muy perjudicial. En realidad solo conduce a una serie de soluciones individuales y de pequeños grupos, como el movimiento de artes y oficios, o personas como Edward Carpenter, y a toda un conjunto de personas buenas, sencillas, honestas y respetables que han encontrado esta forma de lidiar con el siglo xx y de sobrevivir a él sin perjudicar a nadie y ayudando a mucha gente. Pero en general han fomentado la idea de que de alguna manera esto resolvería el problema de todo el orden social, cancelando de forma efectiva todas las demás cosas que habían sucedido. Y si se asocia eso con cierto tipo de socialismo, es esperable que la gente diga: «Bueno, mira, el mundo del siglo xx no es así. Hemos avanzado demasiado, somos demasiados. Los problemas que tenemos tienen que ser resueltos desde un punto de vista moderno o no se van a resolver nunca».

    Esa es mi postura, a pesar de todo el respeto que tengo por Morris y por el resto. Es desde este punto de vista desde el que reconozco la importancia del movimiento ecologista en nuestra propia época, que todavía hace avances necesarios, especialmente entre las personas jóvenes más inteligentes, y, sin embargo, también veo las reticencias del movimiento para reflexionar en toda su complejidad sobre su verdadera y compleja relación con el socialismo.

    Ecología apolítica

    Señalemos en primer lugar que buena parte de la ecología más generalizada es, por decirlo así, «apolítica». Se trata de una postura bastante común hoy en día entre muchas personas respetables: que la política es un asunto superficial, que no va más allá de las pugnas entre partidos rivales, la vieja balanza entre izquierda y derecha que, al fin y al cabo, tan solo reconstituye el mismo orden antiguo, nocivo y aburrido. «Tenemos que atacar ―dicen― desde otro ángulo y no queremos tener nada que ver con lo que ustedes llaman política; abordamos los problemas sociales a un nivel más profundo». Esta es una postura respetable. Pero no es apropiada, aunque solo sea porque, como todo el mundo sabe, la «no política» es también política y no tener una postura política es una forma de tenerla, a menudo muy efectiva. Lo que sucede en la práctica es que surge una especie de movimiento (esto es particularmente notable en algunos países, especialmente en Estados Unidos) que busca soluciones a través de pequeños grupos o soluciones individuales, a escala familiar, y que se basan en que la gente pueda empezar a vivir de una manera diferente de manera inmediata. Esta es, en mi opinión, la posición más sostenible desde un punto de vista intelectual.

    La cuestión cambia mucho cuando uno presta atención al ecologismo apolítico más extendido, en el que un grupo de personas, a menudo muy informadas, bien capacitadas para hablar de lo que están hablando —el problema de la alimentación en relación con el crecimiento de la población, los problemas energéticos, de la contaminación industrial o los de la energía nuclear—, que publican manifiestos y advertencias, normalmente dirigidos a los líderes mundiales y diciendo que se deben diseñar planes de choque de modo inmediato, que en los próximos cinco años tenemos que reducir el consumo de energía en un tanto por ciento, que se deben prohibir ciertos procesos de producción perjudiciales, etcétera. Estas son listas de objetivos que yo firmaría sin dudarlo y que firmaríamos la mayoría de nosotros. Pero el carácter especial de estos informes y comunicados se revela cuando uno se fija en a quién van dirigidos. Si se ha llegado a tales conclusiones, ¿a quién puede uno dirigirse? Es razonable que se dirijan a una opinión pública específica, porque así las personas que necesitan conocer los problemas y preocuparse por ellos reciben información y motivos para el cambio. Pero normalmente no se hace eso. Lo habitual es que este enfoque apolítico se dirija a la opinión pública general o al «mundo». Pero en este último caso, están pidiendo que reviertan sus propios procesos a los líderes de los mismos órdenes sociales que han producido esta devastación. Les piden que vayan en contra de los intereses y relaciones sociales que han construido su liderazgo. Además, en un momento dado, aunque los informes y comunicados sean realmente honestos e importantes, su posición política puede tener peores resultados que un error inocente, porque crea y sostiene la idea de que los líderes pueden resolver estos problemas por sí mismos. Por supuesto que los líderes pueden contestar inmediatamente: «Sí, bueno, nos encantaría haceros caso y reducir severamente ciertos tipos de producción nociva, pero entre el electorado eso no sería popular. Nos encantaría hacerlo, ¿pero quién iba a votar a favor de ello?». Esto es al menos lo que la clase dominante más ilustrada dice cuando está bajo presión: sería impopular, sería demasiado difícil de hacer. A la vez, mientras tanto, la clase con un dominio realmente efectivo desecha este problema como si fuera una bobería sentimental que simplemente limita o frena la producción y la pujanza nacionales.

    Llegados a este punto, no basta con seguir lanzando estas advertencias generales, que a medida que se multiplican (me preocupan las fechas, ya que algunos de los planes de choque a cinco años que han sido propuestos ya tienen por lo menos veinte años) enfocan el problema de forma bastante equivocada. No me estoy burlando de quienes han sido derrotados, porque todo el mundo en la izquierda ha sido derrotado, a todos nos han derrotado. No estoy criticando estos pronunciamientos porque no hayan tenido éxito. Solo digo que debemos mirar hasta dónde llega realmente el movimiento cuando hace esas interpelaciones a los líderes mundiales o a la opinión pública en general. Porque los hechos dicen, tal y como yo lo veo, que los cambios necesarios implican de hecho alteraciones sociales y económicas de gran importancia que irían más allá de unos meros cambios. En mi opinión, cualquier programa serio de ahorro y gestión de recursos y, sobre todo, de disminución radical de la pobreza en las partes más pobres del mundo provocaría grandes perturbaciones. Este no es un argumento en contra de dichos programas, pero, si estoy en lo cierto, esto lo debemos decir abiertamente y ver con qué fuerzas reales podemos contar para apoyarlos. Y aquí es donde volvemos a la relación con el socialismo, que considero crucial.

    Alternativas socialistas

    Miremos primero a los países industrializados, que, de alguna manera, ignorando las cuestiones sobre las que la ecología llama ahora la atención, se han enriquecido y, a pesar de las desigualdades que aún existen dentro de sus sociedades, han producido tipos de trabajo, niveles de vida y usos habituales de los recursos, que evidentemente las personas dan por hechos y esperan hoy en día. Todo esto solo puede desaparecer a través de una negociación socialmente justa. Nunca se puede eliminar con discusiones o conversiones, se trata de cambios que se han de negociar cuidadosamente. Es inútil decir simplemente a los mineros del sur de Gales que todo lo que les rodea es un desastre ecológico. Ya lo saben. Viven en él. Han vivido en él durante generaciones. Lo llevan en los pulmones. Ahora sucede que el carbón podría ser una de las alternativas energéticas más deseables,[2] aunque los costes de ese tipo de minería nunca puedan ser olvidados. Pero no se puede decir a quienes han dedicado sus vidas y sus comunidades a ciertos tipos de producción que todo esto tiene que cambiar. No se puede decir sin más: «Dejen esas industrias dañinas, salgan de esas industrias peligrosas, hagamos algo mejor». Todo tendrá que negociarse, negociarse de manera justa y equitativa, y tendrá que llevarse a cabo de manera constante durante un largo tiempo. De lo contrario, como en demasiados conflictos medioambientales y de planificación en este país —por ejemplo, en un nuevo aeropuerto o en un nuevo desarrollo industrial en una región que antes no era industrial—, se verá que hay un grupo medioambiental de clase media que protesta contra los daños y que hay un grupo sindical que apoya la llegada de nuevos trabajos. Para los socialistas, se trata un tipo de conflicto terrible en el que verse involucrado. Porque si cada grupo no escucha realmente lo que el otro dice, se dará un conflicto estéril que pospondrá cualquier solución real, en un momento en el que ni siquiera está claro que quede tiempo para cualquier tipo de solución.

    Creo que solo los socialistas pueden conseguir la unión necesaria. Porque no vamos a ser los que simplemente digan —al menos, eso espero— «mantén este lugar limpio, mantén esta especie amenazada viva, a toda costa». El caso de una especie amenazada es un buen ejemplo general. Se puede tener un tipo de animal que es perjudicial para el cultivo local, y entonces ocurre el tipo de problema que se produce una y otra vez en las cuestiones medioambientales. Las eminencias del mundo vendrán volando y dirán: «Debes salvar a esta hermosa criatura salvaje». Que pueda matar a los aldeanos de vez en cuando, que pisotee sus cosechas, es mala suerte. Pero es una criatura hermosa y debe ser salvada. Estas personas no son amigas de nadie, y pensar que son aliadas del movimiento ecologista es una alucinación extraordinaria. Es como el industrial o banquero con una casa de campo en Reino Unido, que a menudo apoya ocasionalmente el medioambiente o lo que él llama «nuestras tradiciones», que durante la semana gana dinero del derroche y la ruina, y luego —porque es algo típicamente inglés— se cambia de ropa y se va al campo el fin de semana; se siente renovado espiritualmente por este lugar, que está muy ansioso por mantener intacto, hasta que puede regresar, renovado, a volver a producir humo y suciedad, que son precisamente lo que permite sus escapadas de fin de semana. No creo que vaya a suceder, porque hay demasiada gente que viene del otro lado, pero si ese es el tipo de planteamiento que van a hacer los ecologistas, entonces espero que los socialistas estén en contra, porque es el tipo de situación en la que no tenemos nada que ganar.

    El hecho de los límites materiales

    Por otra parte, está perfectamente claro que a cierto nivel, en las principales cuestiones ecológicas no se trata realmente de una cuestión de elegir. Este es el argumento que los socialistas pueden empezar a poner sobre la mesa: el hecho de que podamos seguir con ciertos patrones y condiciones de producción existentes, con todo el saqueo de los recursos de la tierra y con todo el daño infligido a la vida y la salud, no es algo que podamos elegir. O incluso cuando su uso no sea perjudicial, sabemos con seguridad que muchos de los recursos se van a acabar agotando si se siguen empleando a los niveles actuales. Esta es la cuestión que cualquier socialista debería asumir: existen unos límites materiales reales para el modo de producción existente y a las condiciones sociales que produce.

    Uno de los inconvenientes de la ecología más difundida es que ha sido muy libre en las proyecciones sobre cuándo ocurrirán estos límites y fracasos. La realidad es —y todo trabajador honesto en el campo lo sabe— que la mayoría de las proyecciones son, en el mejor de los casos, hipótesis. Pero son hipótesis serias. La idea de que existe algún límite, al que llegaremos en algún momento, es, supongo, incuestionable. Y si esto es así, entonces, incluso en el nivel material más simple, la idea de una expansión indefinida de ciertos tipos de producción, pero incluso más de ciertos tipos de consumo, va a tener que ser abandonada. Es interesante recordar que apenas han pasado diez años desde que oíamos proyecciones sobre la familia con dos coches en 1982 y de la familia con tres coches en 1988. Dios sabe cuántos coches podría haber tenido una familia, siguiendo esas líneas de extrapolación, en el año 2000. ¡Ahora ya sabemos la respuesta! La idea de que el consumo de electricidad per cápita de la familia norteamericana típica podría convertirse en el estándar de nivel de vida para el mundo —o al menos para el mundo industrializado— ahora ya se ve que era una fantasía. Es este tipo de cálculo racional, a partir de la mejor información y teniendo en cuenta las tendencias, lo que evidencia el hecho de los límites materiales, y que ahora debería obligar a nuestras sociedades a reflexionar sobre sí mismas de forma más profunda que nunca.

    Es aquí donde el socialismo genuino puede hacer una conexión contemporánea con los cálculos racionales de la ecología. Tenemos que basarnos en el argumento socialista de que el crecimiento productivo, como tal, no implica la abolición de la pobreza. Lo que importa, siempre, es la forma en que se organiza la producción, la forma en que se distribuyen los productos. También importa, y ahora de forma crucial, la forma en que se deciden las prioridades entre las diferentes formas de producción. Y son entonces las relaciones sociales y económicas entre personas y entre clases, que surgen de tales decisiones, las que determinan si una mayor producción reducirá o eliminará la pobreza o simplemente creará nuevos tipos de pobreza, así como nuevos tipos de daños y destrucción.

    La pobreza y el «pastel nacional»

    En ese contexto, la cuestión trasciende lo nacional, aunque es un componente muy importante de una redefinición del socialismo dentro de países como el nuestro. Siempre ha sido un debate recurrente dentro del Partido Laborista, especialmente desde 1945: unos defienden que para conseguir la igualdad, y lo que normalmente se conoce como «las cosas que todos queremos» —las escuelas y los hospitales suelen ocupar los primeros puestos de la lista— primero hemos de tener una economía en condiciones, producir lo suficiente, ampliar el pastel nacional, etc.; otros defienden que la igualdad y priorizar la satisfacción de las necesidades humanas requieren, como primera y necesaria condición, cambios fundamentales en nuestras instituciones y relaciones sociales y económicas. Creo que hoy en día tenemos que considerar este debate zanjado. La postura habitual del «pastel nacional», la opción política blanda, se basa en la falacia, demostrada al resto del mundo por Estados Unidos —y ninguna sociedad va a ser nunca relativamente más rica en producción bruta indiscriminada—, de que al llegar a un cierto nivel de producción se resuelven automáticamente los problemas de pobreza y desigualdad. ¡Atrévase a decir eso en los barrios bajos y las zonas marginales de la América rica! Todos los socialistas se ven entonces obligados a reconocer que tenemos que intervenir a partir de unos principios muy diferentes. Tenemos que decir, como lo hizo Tawney hace sesenta años, que ninguna sociedad es demasiado pobre para permitirse un orden de vida adecuado. Y ninguna sociedad es tan rica que pueda permitirse el lujo de prescindir de un orden adecuado, o esperar conseguirlo simplemente haciéndose rica. Esta es, en mi opinión, la posición socialista básica. Nunca podremos aceptar las supuestas soluciones a nuestros problemas sociales y económicos que se basan en los habituales programas de choque de producción indiscriminada, después de los cuales obtendremos «las cosas que todos queremos». Debido a la forma en la que producimos, y la forma en que organizamos la producción y sus prioridades —incluyendo, sobre todo, la prioridad del beneficio, inherente al capitalismo— creamos relaciones sociales que después determinan cómo distribuimos la producción y cómo vive realmente la gente.

    Norte y Sur

    Esto ocurre a nivel nacional. Pero es todavía más cierto a nivel internacional. Porque no podemos evitar percibir —y los pueblos de las regiones más pobres del mundo lo hacen cada vez más— que la economía mundial está organizada y dominada por los intereses de los patrones de producción y consumo de los países altamente industrializados, que también son en un sentido estricto, en toda su diversidad de formas políticas, las potencias imperialistas. Esto se observa de forma más dramática actualmente en el caso del petróleo. Pero también en una amplia gama de metales necesarios, de ciertos minerales de importancia estratégica y, en algunos casos, incluso en los alimentos. Podría decirse, con mucha razón, que las cuestiones centrales de la historia mundial durante los próximos veinte o treinta años serán la distribución y el uso de estos recursos, que son a la vez necesarios para un modelo contemporáneo de vida humana, pero que también son desigualmente necesarios en la actual distribución del poder económico. Las luchas por la producción y el precio del petróleo y de otros productos básicos ya determinan no solo el funcionamiento de la economía mundial, sino también las relaciones políticas clave entre los Estados.

    Aquí es donde pueden entrelazarse el problema de un programa económico socialista reformulado y práctico en los viejos países industrializados como Reino Unido, y los problemas en rápido desarrollo de la economía mundial. Porque se puede esperar —aunque esta forma de expresarlo es dudosa, pues nadie que haya tomado verdadera conciencia del problema podría esperarlo [matiz difícil de traducir provocado por el doble sentido de la expresión «look forward to», N. del T.]— anticipar una situación en la que la escasez de ciertas materias primas y productos básicos clave, necesarios para mantener los patrones de producción y los altos niveles de consumo existentes, creará tales tensiones dentro de las sociedades acostumbradas a estos patrones que podrían en su mayoría estar dispuestas a recurrir a todo tipo de presiones —no solo políticas y submilitares, sino abiertamente militares— para asegurar lo que ven como los suministros necesarios para el mantenimiento de su estilo de vida. Esta ya es una corriente de opinión peligrosa en los Estados Unidos. Todos podemos ver, a medida que se producen escaseces o aumentan los costes, el peligro de que esto ocurra. Es posible también que sectores amplios de la opinión pública tomen como enemigos a los países pobres a los que se ha asignado el papel de suministrar las materias primas, el petróleo, toda la gama de productos básicos, a precios que sean convenientes para el funcionamiento, en sus formas establecidas, de las economías industriales más antiguas.

    Existen otras amenazas de guerra, en la rivalidad y la carrera armamentista entre las superpotencias y en la miseria del comercio internacional de armas. De hecho, incluso ahí, las cuestiones económicas están profundamente implicadas en las rivalidades políticas y militares. Pero, en términos más generales, existe la certeza casi absoluta de que el conflicto por los recursos escasos y sus precios se están convirtiendo en un intento de dominar la economía mundial por otras vías. Este proceso lo iniciarán las sociedades industriales avanzadas que, por la naturaleza de su desarrollo, disponen de las armas de guerra y sometimiento/dominación tecnológicamente desarrolladas, incluidas las armas nucleares, que es donde ahora confluyen todas las cuestiones. Así que esta es una respuesta cuando la gente pregunte: ¿cómo vamos a defender un uso sensato de los recursos dentro de nuestro tipo de sociedad y economía, cuando esto implicará cambios —en algunos casos reducciones— en los patrones de uso existentes? ¿Cómo vamos a persuadir a la gente para que acepte esto? Es algo que va tanto en contra de sus propios intereses que, como programa político, ni siquiera es capaz de arrancar. Bien, ya hemos examinado las otras maneras de enfrentarnos al hecho de que existen límites materiales a los tipos de producción y consumo en los que nos hemos especializado. También está el argumento, que está obteniendo un apoyo significativo, del desarrollo de otros tipos de producción, en particular el renovado interés en la agricultura y la silvicultura, nuevas formas de producción de energía y de transporte, y diversos tipos de trabajo más local, sin explotación, renovable y que produzca bienes duraderos, no obsolescentes. Pero está claro que por muy fuerte que se desarrolle esta corriente alternativa, no será suficiente, en lo inmediato, para resolver los problemas del conjunto de la economía. Y luego vendrá el momento de crisis, cuando haya un desafío profundo a los estilos de vida existentes. El problema de los recursos —el punto álgido sobre todo el modo de producción capitalista existente— se convertirá en la clave de la guerra o de la paz.

    Este problema se presentará, mediante todos los poderosos recursos de los medios de comunicación modernos, como un problema de extranjeros hostiles que se están interponiendo entre nosotros y los suministros que necesitamos. Se movilizará la opinión pública para lo que se llamará «mantenimiento de la paz»: guerras, redadas y agresivas intervenciones para asegurar los suministros o para mantener bajos los precios.

    La ecología y el movimiento por la paz

    Por lo tanto, que se mantengan los patrones existentes de consumo desigual de los recursos de la Tierra nos llevará inevitablemente a varios tipos de guerra, de diferentes escalas y magnitudes. Así, la necesidad de cambiar nuestro modo de vida actual debe argumentarse no solo en términos de daños locales o desechos o contaminación, sino planteándonos si tendremos la posibilidad de paz y relaciones internacionales amistosas, o la casi certeza de guerras destructivas, todo porque no estamos dispuestos a acabar con las desigualdades de la economía mundial actual.

    Si se plantea la cuestión de esta forma, si somos capaces de ver claramente lo que en realidad implica un estilo de vida, deberíamos poder llegar a más gente con el argumento de que un componente crucial de cualquier definición racional de un estilo de vida es el mantenimiento de la paz. De las muchas causas de la guerra, esta es la que me parece que será central en el próximo medio siglo. Por lo tanto, la relación con agendas políticas más amplias, que debe ser el objetivo de cualquiera que se preocupe seriamente por los problemas medioambientales, nos la da, en cierto sentido, la propia naturaleza del argumento. Podemos relacionar adecuadamente el argumento sobre los recursos, sobre su distribución equitativa y su renovación cuidadosa, con el argumento sobre la necesidad de evitar la guerra. Irónicamente, aquí, podríamos encontrar aliados insospechados entre los partidarios más ingenuos de la sociedad de consumo, ya que, por supuesto, ese consumo feliz e irreflexivo depende de la producción pacífica, sin grandes interrupciones, o sin que se dé prioridad al rearme y al estado militarizado. Incluso podría argumentarse a favor del mantenimiento de la paz basándonos en algunos de los hábitos y supuestos más profundos de una sociedad de consumo, porque nadie querría que estos se interrumpieran. Sin embargo, podría suceder, por una especie de inercia. Cuanto más se abstrae el consumo de todos los procesos reales del mundo, más probable es que nos encontremos en estas peligrosas situaciones de guerra y preguerra. Todos los atractivos del consumo deseable podrían empujarnos, de manera contradictoria, hacia la guerra, hacia un chovinismo de los viejos países ricos, hacia campañas contra los líderes de los movimientos y pueblos de los países pobres que se esfuerzan por corregir estas enormes e imperdonables desigualdades.

    Una nueva política

    Para cualquier ecologista esto es un reto especialmente complicado. Es demasiado fácil decir, en el rico norte industrial, que hemos tenido nuestra revolución industrial, nuestro desarrollo industrial y urbano avanzado, incluidos algunos de sus efectos indeseables, por lo que estamos en condiciones de advertir a los países pobres de que no sigan el mismo camino. En efecto, tenemos que intentar compartir toda nuestra experiencia de producción indiscriminada. Pero debemos hacerlo de buena fe, lo que no suele ocurrir. No debe convertirse en un argumento para mantener a los países pobres en un estado de subdesarrollo radical, con sus economías estructuradas para seguir abasteciendo a los países ricos que ya existen. No debe convertirse en un argumento contra el tipo de industrialización sensata que les permitirá, de manera más equilibrada, utilizar y desarrollar sus propios recursos y superar sus problemas, a menudo terribles, de pobreza. La argumentación, en fin, tiene que hacerse desde una intención genuina de compartir nuestra experiencia y desde una profunda creencia en la igualdad humana, y no desde los prejuicios explícitos o implícitos, que son más peligrosos, de las sociedades desarrolladas del norte.

    Uniendo estos temas, pues, podemos ver que en términos locales, nacionales e internacionales ya hay planteamientos que pueden convertirse en los elementos de un socialismo ecológicamente consciente. Podemos empezar a pensar en un nuevo tipo de análisis social en el que la ecología y la economía se conviertan, como siempre deberían haber sido, en una sola ciencia. Podemos bosquejar las orientaciones políticas que se puedan relacionar con las realidades materiales de maneras que aportan esperanza práctica de un futuro compartido.

    Pero nada de esto va a ser fácil. Serán necesarios cambios profundos en nuestros sistemas de valores. No solo entre las élites de poder existentes y las clases ricas del mundo, lo que sería una postura tan cómoda como imposible, sino en todos nosotros, que ya estamos inmersos en esto. Estamos condenados a enfrentarnos a la habitual reticencia humana al cambio, y debemos aceptar el hecho de que los cambios serán muy considerables y que tendrán que ser negociados en lugar de impuestos. Pero la causa por un nuevo tipo de socialismo internacional, ilustrado y consciente de los problemas materiales tiene mucho potencial, y creo que ahora estamos en el principio —el difícil principio de las negociaciones— de la construcción de un nuevo tipo de política a partir de ella.

    Este texto, que publicamos gracias a un acuerdo con Verso Books, apareció originalmente en la revista Socialist Environment and Resources Associated en 1982 y posteriormente fue incluido en el volumen recopilatorio de Raymond Williams, Resources of Hope. Culture, Democracy, Socialism, Londres, Verso Books, 1989.

    RAYMOND WILLIAMS (1921-1988) fue un pensador y ensayista galés reconocido por obras tan importantes como Cultura y sociedad, Marxismo y literatura o El campo y la ciudad.

    El cuadro que acompaña al texto es «Jonsokbål» (circa 1915), del pintor noruego Nikolai Astrup.


    [1] Hans Magnus Enzensberger, «Para una crítica de la ecología política», en New Left Review, 84, marzo-abril de 1974, pp. 3-31 [trad. en Para una crítica de la ecología política, Barcelona, Anagrama, 1974].

    [2] Es obvio que esta idea ha quedado desfasada con el paso del tiempo y actualmente resulta insostenible [N. de los E.].

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  • La geología te cronoalfabetiza [artículo invitado]

    La geología te cronoalfabetiza [artículo invitado]

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    Una científica nos cuenta cómo su disciplina inculca la cronosciencia.

    Por Marcia Bjornerud

    Original publicado en Nautilus el 13 de septiembre de 2018. Traducido por Íñigo Vitón.

    Como geóloga y profesora hablo y escribo sobre eras y eones con bastante facilidad. Uno de los cursos que imparto habitualmente es “Historia de la Vida y la Tierra”, un resumen de los 4.500 millones de años de historia del planeta –en un trimestre de 10 semanas. Pero como humana, y más específicamente como hija, madre y viuda, me esfuerzo como una más en mirar al Tiempo honestamente a la cara. Es decir, admito ser un poco hipócrita con el tiempo (cronohipócrita).

    La aversión hacia el tiempo nubla el pensamiento personal y colectivo. La ahora cómica crisis “Y2K” (Año 2000) que amenazó con paralizar la economía y los sistemas informáticos de todo el mundo en el cambio de milenio fue causado por los programadores de los 60 y ’0 que al parecer nunca pensaron que el año 2000 fuera a llegar. A lo largo de la pasada década, los tratamientos de Botox y cirugía plástica han sido vistos como maneras saludables de levantar la autoestima en vez de como lo que realmente son: evidencias de que tememos y odiamos nuestro tiempo de vida. Nuestra aversión natural a la muerte es amplificada en una cultura que posiciona al Tiempo como un enemigo y hace todo lo posible para negar su paso. Como Woody Allen dijo: “los estadounidenses creen que la muerte es opcional”.

    Este tipo de negación del tiempo, enraizada en la combinación tan humana de vanidad y temor existencial, es quizá la forma más frecuente y remisible de lo que podemos llamar cronofobia. Pero hay otras variedades más tóxicas que van de la mano de las más benignas para crear un analfabetismo temporal omnipresente, obstinado y peligroso en nuestra sociedad. En el siglo XXI nos sorprendería que un adulto instruido fuera incapaz de identificar los continentes en un mapa, aunque estamos cómodos con la inconsciencia generalizada sobre todo lo que no sea lo más superficial de la larga Historia del Planeta (Uhm ¿estrecho de Bering… dinosaurios… Pangea?). La mayoría de personas, incluidas aquellas que viven en países enriquecidos y técnicamente avanzados, no tienen el sentido de la proporción temporal –las duraciones de los grandes capítulos en la Historia de la Tierra, las tasas de cambio durante intervalos previos de inestabilidad ambiental, las escalas temporales intrínsecas del “capital natural” como los sistemas de agua subterránea. Como especie, tenemos un desinterés ingenuo y una reticencia parcial al tiempo antes de nuestra aparición en la Tierra. Sin gusto por historias en las que no haya protagonistas humanos, mucha gente simplemente no se toma ninguna molestia en la Historia Natural. Somos, por tanto, intransigentes y cronoignorantes analfabetos del tiempo. Como conductores inexpertos pero sobreconfiados, aceleramos hacia paisajes y ecosistemas sin conocimiento de sus patrones de tráfico paulatina y largamente establecidos, y entonces reaccionamos con sorpresa e indignación cuando nos enfrentamos a catástrofes por haber ignorado las leyes naturales. Esta ignorancia de la historia planetaria socava cualquier reivindicación que hagamos de la modernidad. Estamos navegando temerariamente hacia nuestro futuro usando concepciones del tiempo tan primitivas como un mapa del siglo XIV, cuando los dragones acechaban en los bordes de una tierra plana. Los dragones de la negación del tiempo aún persisten en una sorprendente variedad de hábitats.

    Entre los varios enemigos del tiempo, el creacionismo de la Tierra Joven exhala la mayoría del fuego, pero al menos es predecible en su oposición. En los años de enseñanza de geología en la universidad, he tenido estudiantes de entornos cristianos evangélicos que han luchado seriamente para reconciliar su fe con el conocimiento científico de la Tierra. Sinceramente empatizo con su angustia e intento señalar caminos para la resolución de este conflicto interno. Primero, enfatizo que mi trabajo no es desafiar sus creencias personales, sino enseñar la lógica de la geología (geo-¿lógica?), los métodos y herramientas de la disciplina que nos permiten no solo comprender cómo funciona la Tierra en el presente, sino también documentar en detalle su elaborada e impresionante historia. Algunos estudiantes parecen satisfechos manteniendo aisladas la ciencia de las creencias religiosas a través de esta separación metodológica. Pero a menudo, como aprenden a leer rocas y paisajes por sí mismos, las dos visiones del mundo parecen cada vez más incompatibles. En estos casos, uso una variación del argumento de Descartes en sus Meditaciones sobre si su experiencia del Ser es real o una elaborada ilusión creada por un dios o un demonio malevolente.[i]

    En un curso de introducción a la geología, rápidamente uno empieza a entender que las rocas no son nombres (sustantivos) sino verbos, evidencias visibles de los procesos: una erupción volcánica, el crecimiento de un arrecife de coral, la elevación de una cadena montañosa. En cualquier sitio que uno mire, las rocas dan testimonio de eventos que se han desarrollado en largos periodos de tiempo. Poco a poco, a lo largo de más de dos siglos, las historias locales contadas por las rocas en cada rincón del mundo han sido hiladas en un gran tapiz global: la escala de tiempo geológico. Este “mapa” del Tiempo Profundo representa uno de los grandes logros intelectuales de la humanidad, arduamente construido por estratígrafos, paleontólogos, geoquímicos y geocronologistas de diversas culturas y credos. Es todavía un trabajo en progreso en el que constantemente se están añadiendo detalles y cada vez se están realizando calibraciones más precisas. Hasta ahora, nadie en más de 200 años ha encontrado una roca o fósil anacrónico –como el biólogo J.B.S. Haldane supuestamente dijo, “un conejo precámbrico”[ii]– que represente una inconsistencia interna fatídica en la lógica de la escala de tiempo.

    Si uno reconoce la credibilidad del trabajo metódico por incontables geólogos alrededor del mundo (muchos al servicio de compañías petrolíferas), y uno cree en un dios como creador, la elección es entonces aceptar la idea de (1) una Tierra vieja y compleja con cuentos épicos para contar, puesta en marcha por un creador benevolente hace muchos eones, o bien (2) una Tierra joven fabricada hace solo unos pocos miles de años por un creador retorcido y deshonesto que sembró evidencias de especies de un planeta viejo en cada rincón y grieta, desde los yacimientos fósiles hasta los cristales de zircón, anticipándose a nuestras exploraciones y análisis de laboratorio. ¿Qué es más herético? Un corolario de este argumento, a desplegar con tacto y cuidado, es que comparado con la profunda, rica y gran historia geológica de la Tierra, la versión del Génesis es una simplificación ofensiva, una reducción tan extrema que llega a ser irrespetuosa con la Creación.

    Por más exasperantes que lleguen a ser los profesionales de la Tierra Joven y creacionistas, al menos son completamente francos sobre su cronofobia. Más penetrantes y corrosivas son las formas casi invisibles de negar el tiempo que están incrustadas en lo más profundo de nuestra sociedad. Por ejemplo, en la lógica de la economía, en la que la productividad laboral siempre debe aumentar para justificar salarios más altos, profesiones que se centran en tareas que simplemente requieren tiempo –educación, enfermería, o artes escénicas– constituyen un problema porque no pueden hacerse significativamente más eficientes. Tocar un cuarteto de cuerda de Haydn lleva tanto tiempo en el siglo XXI como en el XVIII; ¡no ha habido progreso! Esto a veces se llama “enfermedad de Baumol”, por el economista que describió por primera vez este dilema.[iii] Que sea considerado una patología muestra mucho acerca de nuestra actitud hacia el tiempo y el poco valor que en Occidente le damos al proceso, desarrollo y maduración.

    Los años fiscales y las legislaturas imponen una visión miope del futuro. Los pensadores cortoplacistas son recompensados con bonus y reelecciones, mientras que aquellos que se atreven a tomarse en serio nuestra responsabilidad para con las futuras generaciones normalmente se encuentran en minoría, silenciados y sin cargos. Pocas instituciones públicas modernas son capaces de hacer planes más allá de los ciclos bienales de presupuestos (o de los cuatro años electorales). Incluso dos años de planificación parecen hoy en día más allá de la capacidad del Congreso y las legislaciones estatales, donde las medidas de gasto temporales y de última hora se han convertido en la norma. Las instituciones que aspiran a una visión a largo plazo –Parques Naturales y Nacionales, bibliotecas públicas y universidades– son cada vez más vistas como cargas para el contribuyente (u oportunidades sin aprovechar para patrocinios corporativos).

    Conservar recursos naturales –suelo, bosques, agua– para el futuro de la nación fue una vez considerado una causa patriótica, evidencia del amor por el país. Pero hoy en día, el consumismo y la modernización se han mezclado de manera extraña con la idea de la buena ciudadanía (un concepto que ahora incluye a las corporaciones). De hecho, la palabra consumidor se ha convertido más o menos en sinónimo de ciudadano, y esto no parece molestar a nadie. “Ciudadano” implica compromiso, contribución, dar y recibir. “Consumidor” sugiere solo dar, como si nuestro único papel es devorar todo a la vista, como langostas descendiendo sobre un campo de cultivo. Nos podemos burlar del pensamiento apocalíptico, pero la idea aún más omnipresente –de hecho, el credo económico– de que los niveles de consumo pueden y deben aumentar continuamente es igual de ilusa. Y mientras la necesidad de una visión a largo plazo se hace más urgente, nuestra capacidad de atención se reduce al escribir y twittear en un Ahora hermético y narcisista.

    La Academia debe, también, asumir alguna responsabilidad por amparar una proclama disimulada de negación del tiempo, al privilegiar ciertos tipos de investigación. La física y la química ocupan los primeros niveles en la jerarquía de la actividad intelectual debido a su exactitud cuantitativa. Pero esta precisión en caracterizar cómo funciona la Naturaleza solo es posible bajo condiciones muy controladas, totalmente antinaturales, disociadas de una historia o momento particular. Su denominación como ciencias “puras” es reveladora; son puras en tanto que son esencialmente atemporales – in corromper por el tiempo, interesadas únicamente en las verdades universales y las leyes eternas[iv]. Como las “formas” de Platón, estas leyes inmortales son a menudo consideradas más reales que cualquier manifestación específica de ellas (por ejemplo, la Tierra). Por el contrario, las disciplinas de la biología y la geología ocupan rangos bajos en la pirámide académica porque son muy “impuras”, carentes de los embriagadores matices de la certeza porque están impregnados de la cabeza a los pies de tiempo. Las leyes de la física y la química obviamente se aplican a las formas vivas y a las rocas, y es posible también abstraer algunos principios generales sobre cómo funcionan los sistemas bio y geológicos, pero el corazón de estas disciplinas reside en la abundancia idiosincrásica de organismos, minerales y paisajes que han emergido a lo largo de la larga historia de este particular rincón del cosmos.

    La biología como disciplina ha ascendido por su rama molecular, con su enfoque de laboratorio de bata blanca y sus venerables contribuciones a la medicina. Pero la humilde geología nunca ha conseguido el brillante prestigio de otras ciencias. No tiene Premio Nobel, ni cursos avanzados en el instituto, y un prototipo de persona anticuada y aburrida. Esto por supuesto que molesta a los geólogos, pero también tiene serias consecuencias para la sociedad en un momento en que los políticos, CEOs y ciudadanos ordinarios necesitan urgentemente conocimientos sobre la historia del planeta, anatomía y fisiología.

    En primer lugar, la percepción del valor de una ciencia influye profundamente en los fondos que recibe. Por frustración con las limitadas inversiones en investigaciones de geología básica, algunos geoquímicos y paleontólogos que estudian los orígenes de la Tierra y los rastros más antiguos de vida en el registro geológico se han reinventado astutamente como “astrobiólogos” para aprovecharse de los proyectos de la NASA que apoyan investigaciones acerca de la posibilidad de vida en algún otro lugar del Sistema Solar o más allá. Aunque admiro esta maniobra inteligente, es descorazonador que los geólogos tengamos que colarnos en el eximio programa espacial para conseguir interesar al público y a los legisladores por su propio planeta.

    En segundo lugar, la ignorancia y la desconsideración de la geología por parte de otros científicos tiene serias consecuencias medioambientales. Los grandes avances en física, química e ingeniería conseguidos en los años de la Guerra Fría – desarrollo de tecnologías nucleares; síntesis de nuevos plásticos, pesticidas, fertilizantes y refrigerantes; mecanización de la agricultura; expansión de las autopistas – han dado lugar a una era de prosperidad sin precedentes, pero también dejan un negro legado de contaminación de aguas subterráneas, destrucción del ozono, pérdida de suelos y de biodiversidad, y un cambio climático, a pagar por las generaciones venideras. Hasta cierto punto, los científicos e ingenieros responsables de estos logros no pueden ser culpados; si uno es entrenado para pensar en los sistemas naturales de manera muy simplificada, excluyendo los casos particulares para aplicar las leyes idealizadas, y uno no tiene experiencia en cómo las perturbaciones a estos sistemas pueden repercutir a lo largo del tiempo, entonces las consecuencias indeseadas de estas intervenciones se presentarán como sorpresas. Y para ser justos, hasta los 70, las propias geociencias no tenían las herramientas analíticas necesarias para conceptualizar el comportamiento de sistemas naturales complejos en escalas de tiempo de décadas o siglos.

    A estas alturas, sin embargo, ya deberíamos haber aprendido que tratar el planeta como si fuera un objeto simple, predecible y pasivo en un experimento controlado de laboratorio es científicamente inexcusable. No obstante, la misma vieja arrogancia de la crono-ceguera le está permitiendo a la seductora idea de la ingeniería climática, algunas veces llamada geoingeniería, ganar peso en ciertos círculos académicos y políticos. El método mayoritariamente más debatido para enfriar el planeta sin tener que hacer el duro trabajo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero es la inyección de aerosoles de sulfato, partículas reflectantes, en la estratosfera –la capa más alta de la atmósfera– para imitar el efecto de las grandes erupciones volcánicas, que en el pasado han conseguido enfriar temporalmente el planeta. Por ejemplo, la erupción en Filipinas del Monte Pinatubo en 1991, causó una pausa de dos años en el aumento continuo de la temperatura global. Los principales defensores de este tipo de jugueteos planetarios son físicos y economistas, quienes argumentan que sería barato, efectivo y tecnológicamente fiable, y lo promueven bajo el benigno, casi burocrático nombre de “Gestión de la Radiación Solar”.

    Pero la mayoría de los geocientíficos, muy conscientes de que incluso los pequeños cambios en los complejos sistemas naturales pueden tener consecuencias graves e imprevistas, son profundamente escépticos. Los volúmenes de sulfato requeridos para revertir el calentamiento global serían el equivalente a una erupción del tamaño de la del Pinatubo cada pocos años –durante al menos un siglo– ya que detener las inyecciones sin una reducción significativa de los gases de efecto invernadero desembocaría en un aumento brusco de la temperatura global que podría estar más allá de la capacidad de adaptación de gran parte de la biosfera. Peor aún, la efectividad de la estrategia disminuye con el tiempo, porque al incrementarse las concentraciones de sulfato estratosférico, las pequeñas partículas se fusionan en otras mayores, que son menos reflectivas y tienen un tiempo menor de permanencia en la atmósfera. Y lo que es más importante, incluso aunque probablemente hubiera una reducción neta en la temperatura global, no tenemos manera de saber exactamente cómo se verían afectados los sistemas climáticos locales o regionales. (Y dicho sea de paso, no tenemos mecanismos de gobernanza internacional para vigilar y regular la manipulación de la atmósfera a escala planetaria).

    Dicho de otro modo, es hora de que todas las ciencias adopten un respeto geológico por el tiempo y su capacidad de transfigurar, destruir, renovar, amplificar, erosionar, propagar, enredar, innovar y exterminar. Se puede decir que comprender el tiempo profundo es la mayor contribución de la geología a la humanidad. Al igual que el microscopio y el telescopio ampliaron nuestra visión a reinos espaciales que una vez fueron demasiado pequeños o demasiado grandes para nosotros, la geología nos proporciona unas lentes por las que poder ser testigos del tiempo de un modo que trasciende los límites de nuestra experiencia humana.

    Pero ni siquiera la geología puede eximirse de la culpabilidad por las ideas falsas que la gente tiene sobre el tiempo. Desde el nacimiento de la disciplina en los primeros años del siglo XIX, los geólogos –congénitamente recelosos de los creacionistas de la Tierra Joven– han hablado sin cesar sobre la inimaginable lentitud de los procesos geológicos, y de la idea de que los cambios geológicos se acumulan solo durante inmensos periodos de tiempo. Además, los libros de texto de geología señalan invariablemente (casi regodeándose) que si los 4.500 millones de años de la historia de la Tierra se escalaran a un día de 24 horas, toda la historia humana transcurría en la última fracción de segundo antes de la media noche. Pero esta es una manera errónea, e incluso irresponsable, de entender nuestro lugar en el Tiempo. Por un lado, sugiere un grado de insignificancia y desempoderamiento que no solo es psicológicamente alienante, sino que nos permite ignorar la magnitud de nuestros efectos sobre el planeta en este cuarto de segundo. Por otro, niega nuestras raíces profundas y nuestro permanente entrelazamiento con la Historia de la Tierra; nuestro clan específico tal vez no haya aparecido hasta justo antes de las doce campanadas, pero nuestra extensa familia de organismos vivos ha estado aquí desde al menos las 6am. Por último, la analogía implica que, apocalípticamente, no hay futuro. ¿Qué ocurre después de medianoche?

    Aunque nosotros, humanos, nunca dejemos totalmente de preocuparnos y aprender a amar el tiempo (por tomar prestada una frase del Dr. Strangelove), quizá podamos encontrar algún punto medio entre la cronofobia y la cronofilia, y desarrollar la práctica de la cronosciencia, una visión clara de nuestro lugar en el Tiempo, del pasado que vino antes de nosotros y del futuro que transcurrirá sin nosotros.

    La cronosciencia incluye un sentimiento de distancias y proximidades en la geografía del tiempo profundo. Centrarse solo en la edad de la Tierra es como describir una sinfonía por su número de compases. Sin tiempo, una sinfonía es un apilamiento de notas; la duración de las notas y la recurrencia de temas le dan forma. Análogamente, la grandeza de la historia de la Tierra reside en los ritmos gradualmente desarrollados y entrelazados de sus muchos movimientos, con pequeños motivos que se precipitan sobre tonos que resuenan a lo largo de toda la historia del planeta. Estamos aprendiendo que el tempo de muchos procesos geológicos no es tan larghissimo como una vez se pensó; las montañas crecen a velocidades que pueden ser medidas en tiempo real, y el ritmo acelerado del sistema climático es sorprendente incluso para aquellos que lo han estudiado durante décadas.

    Aún así, me consuela saber que vivimos en un planeta muy antiguo y duradero, no uno inmaduro, novato y posiblemente frágil. Y mi experiencia diaria como terrícola se enriquece con la conciencia de la presencia prolongada de tantos moradores y versiones previas de este lugar. Comprender las razones de la morfología de un paisaje en particular, es similar a la sensación de comprensión que uno tiene al aprender la etimología de una palabra ordinaria. Una ventana se abre, iluminando un pasado distante aunque reconocible, casi como recordando algo largamente olvidado. Esto encanta al mundo con capas de significado, y cambia la manera de percibir nuestro lugar en él. Aunque deseemos fervientemente negar el tiempo por cuestiones de vanidad, de angustia existencial o arrogancia intelectual, nos empequeñecemos a nosotros mismos proclamando nuestra temporalidad. Por encantadora que sea la fantasía de la atemporalidad, hay una belleza mucho más profunda y misteriosa en la cronosciencia.

    Marcia Bjornerud es profesora de Geología en la Universidad de Lawrence. Es Miembro de la Geographical Society of America, y fue becada Fulbright en 2000-2001.

    Extracto traducido de Timefulness: How Earth’s Deep Past Can Change the Way We See the Future. Marcia Bjornerud. Copyright © 2018 by Princeton University Press.

    [i] Descartes, R. Meditations on First Philosophy, with Selections from the Objections and Replies (1641). Translated by Moriarty, M. Oxford: Oxford World’s Classics (2008).

    [ii] Se supone que Haldane dijo esto cuando le preguntaron qué le haría abandonar su convicción sobre la evolución. Esta frase memorable ha sido citada muchas veces, pero su origen no está claro.

    [iii] Baumol, W. & Bowen, W. Performing Arts – The Economic Dilemma: A Study Problems Common to Theater, Opera, Music, and Dance. New York: Twentieth Century Fund (1966).

    [iv] El físico teórico Lee Smolin es una voz minoritaria reprendiendo a su disciplina por lo que él llama la sistemática “expulsión del tiempo”. Smolin, L. Time Reborn Boston: Houghton Mifflin Harcourt (2013).

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  • El planeta puede limitar el calentamiento global a  1.5ºC sin emisiones negativas

    El planeta puede limitar el calentamiento global a  1.5ºC sin emisiones negativas

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    [Traducción del artículo de Simon Evans publicado el 13 de abril de 2018 en CarbonBrief]

    Un nuevo estudio indica que es posible limitar el calentamiento a 1.5ºC por encima de las temperaturas pre-industriales sin utilizar las emisiones negativas de la Bioenergía con captura y almacenamiento de carbono (BECCS: BioEnergy with Carbon Capture and Storage).

    El estudio, recientemente publicado en Nature Climate Change, abre el debate sobre cómo cumplir los estrictos objetivos de temperatura del Acuerdo de París. Muestra por primera vez cómo se puede minimizar o incluso eliminar la necesidad de los BECCS mediante una serie de planes de mitigación altamente ambiciosos.

    Los BECCS son una tecnología de emisiones negativas controvertida y en gran medida no probada, que se ha convertido en un componente básico de las trayectorias propuestas hacia los 1.5ºC.

    Este nuevo artículo, en cambio, explora otras alternativas, que incluyen cambios de estilo de vida, intensificación agrícola y carne cultivada en laboratorio, así como el aumento de la eficiencia energética y la adopción aún más rápida de energías renovables. Algunas de estas alternativas han sido ignoradas en los debates hasta ahora porque los científicos tienen dificultades para implementarlas en sus modelos.

    En palabras del autor principal del artículo, el debate sobre cómo cumplir los objetivos de París «debería ser más amplio», porque existen riesgos en depender de las emisiones negativas de los BECCS.

    Metas estrictas

    El Acuerdo de París, aceptado por casi todos los países en 2015, dice que el calentamiento debería mantenerse «muy por debajo» de los +2ºC por encima de los niveles pre-industriales, e intentar mantenerlo por debajo de los +1.5ºC. Para alcanzar estos objetivos, las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero deben mantenerse dentro de un presupuesto de carbono que se está reduciendo  rápidamente.

    Para explorar cómo se podría lograr esto los científicos han desarrollado varios escenarios. Hasta la fecha, las trayectorias para evitar los 1.5ºC han dependido de las emisiones negativas de BECCS para absorber el exceso de CO2 de la atmósfera a finales de este siglo. En parte, esto refleja el supuesto de que la inercia en el sistema energético mundial hace que sea difícil alcanzar un pico y luego eliminar el CO2.

    La siguiente figura muestra el punto de partida para la investigación actual: una trayectoria consistente con una probabilidad del 66% de mantener la temperatura en 2100 por debajo de 1.5ºC.

    (Como la mayoría, este es un escenario de «rebasamiento», donde las temperaturas alcanzan 1.5ºC en la segunda mitad del siglo antes de volver a caer por debajo de ese nivel en 2100. Las trayectorias de no rebasamiento hasta 1.5ºC solo son posibles, incluso teóricamente, si el presupuesto de carbono restante considerado se encuentra en el extremo superior de las estimaciones actuales).

    Emisiones y remociones de CO2 en el escenario estándar de 1.5ºC. (Van Vuuren et al., 2018).

    En este escenario por defecto, las emisiones de combustibles fósiles, mostradas en negro, alcanzan su máximo alrededor de 2020 y luego caen abruptamente. El uso residual de combustibles fósiles hasta 2100 se compensa con BECCS (azul claro), lo que hace que el mundo tenga unas emisiones netas de CO2 (asociadas a la producción de energía) nulas para alrededor de 2045 (línea gris) y emisiones netas nulas de CO2 para 2050 (línea amarilla).

    El CO2 emitido durante las próximas décadas que excede el presupuesto de carbono para 1.5ºC se ve compensado por las emisiones netas negativas de BECCS a finales de siglo (azul oscuro). Para el año 2100, los BECCS estarían eliminando alrededor de 15.000 millones de toneladas de CO2 (GtCO2) por año, lo que equivale a casi dos quintas partes de las emisiones actuales.

    Las trayectorias muy por debajo de 2ºC son muy similares. Por ejemplo, el escenario “Sky” recientemente publicado por Shell es típico en que también depende en gran medida de las emisiones negativas de BECCS.

    Esto es controvertido, esencialmente porque los BECCS no han sido probados,  podrían no estar disponibles en los niveles previstos y podrían requerir un terreno equivalente al área de Australia para los cultivos bioenergéticos.

    El Dr. Alexander Popp, que no formó parte del reciente estudio, es el jefe del grupo de gestión del uso de la tierra en el Instituto de Potsdam para la Investigación del Impacto Climático (PIK: Climate Impact Research). Dice lo siguiente:

    “Existe una gran preocupación sobre la sostenibilidad de la implementación a gran escala de las tecnologías de eliminación de CO2, en especial en relación a los BECCS, pero también respecto a la aforestación a gran escala.”

    Por tanto, según Popp, el nuevo trabajo sobre trayectorias alternativas al 1.5ºC es de «gran importancia».

    Un artificio del escenario

    La reciente investigación sugiere que esta dependencia de BECCS podría, hasta cierto punto, ser un artificio del modo en que se han desarrollado los escenarios. Estas trayectorias exploran los cambios futuros en la población, el crecimiento económico, la demanda de energía y otros factores utilizando modelos de evaluación integrados (IAM: integrated assessment models).

    Los IAM generalmente están diseñados para ser «rentables», lo que significa que priorizan las soluciones de bajo coste. Se pueden modificar para incluir dificultades técnicas, políticas o sociales para su implementación, pero el coste sigue siendo el principal motor. El nuevo artículo explica las consecuencias de este diseño:

    “Como los IAM seleccionan las tecnologías sobre la base de los costes relativos, normalmente se concentran en las medidas de reducción para las que pueden hacerse estimaciones razonables del rendimiento y los costos futuros. Esto implica que algunas posibles estrategias de respuesta reciben menos atención, ya que su rendimiento futuro es más especulativo o su introducción se basaría en otros factores además del coste, como el cambio de estilo de vida o una electrificación más rápida.”

    «Además, los estudios existentes apenas analizan una implementación más agresiva de otras opciones, como la implementación rápida de las mejores tecnologías disponibles o la reducción drástica de GEI (gases de efecto invernadero) distintos del CO2. El desarrollo de la tecnología también podría ser más rápido de lo que normalmente se supone en los modelos IAM .»

    Esto explica en parte por qué los BECCS dominan los escenarios de 1.5ºC, a pesar de que su implementación a gran escala se enfrenta a enormes dificultades sociopolíticas. En cambio, las soluciones alternativas a menudo han sido ignoradas porque es difícil estimar su rendimiento o su coste.

    El Dr. Glen Peters, director de investigación del instituto climático noruego Cicero, que no formó parte del estudio, dice:

    «[Este] es un buen artículo y un paso adelante. Afortunadamente, para los demás será un desafío considerar estrategias de mitigación alternativas a  aquellas basadas únicamente en el coste… Creo que vale la pena discutir cuáles son los costes y cómo deben interpretarse, especialmente cuando las cosas no son tan fácilmente ‘costeables’ (como la reducción del consumo de carne)».

    Rutas alternativas

    El estudio analiza una variedad de escenarios alternativos «agresivos» para cumplir con la meta de 1.5ºC, reduciendo la dependencia de BECCS. El artículo dice que la implementación de cada opción de mitigación está diseñada para ser «ambiciosa pero no poco realista». Las alternativas son las siguientes:

    Electrificación renovable: todos los sectores del uso final de la energía se electrifican rápidamente, incluida la calefacción. Se superan las limitaciones técnicas para integrar las energías renovables variables en la red. Algunas centrales eléctricas alimentadas con combustibles fósiles se cierran antes de tiempo y, en 2030, todos los coches nuevos son eléctricos.

    Alta eficiencia: se adoptan rápidamente las mejores tecnologías disponibles para todos los usos energéticos y materiales, incluidos el cemento y el acero. A partir de 2025, solo se venderán coches y aviones de alta eficiencia y solo se permitirán los electrodomésticos más eficientes.

    Intensificación agrícola: las hipótesis optimistas para la mejora del rendimiento de los cultivos se combinan con la adopción a nivel mundial del 80% de los sistemas ganaderos más eficientes, incluida la mejora de la digestibilidad de los piensos y las «mejoras genéticas».

    Reducción de gases de efecto invernadero (no CO2): los gases de efecto invernadero que no son CO2 se reducen utilizando las mejores tecnologías disponibles y el progreso tecnológico adicional. Por ejemplo, para 2050, las fugas de metano en el sector del petróleo se reducirán en un 100% y un 90% en el sector minero. Las emisiones de metano del ganado se reducen significativamente y, para 2050, el 80% de la carne y los huevos se sustituyen por proteínas cultivadas, incluida la carne cultivada en laboratorio.

    Población: la mejora del acceso a la educación acelera la tendencia decreciente de la natalidad, de modo que la población mundial pasa de 7.000 millones de personas en la actualidad a 8.400 millones en 2050, antes de disminuir a 6.900 millones en 2100. Esto está de acuerdo con el escenario de población más bajo de la ONU. En el extremo superior las proyecciones de las Naciones Unidas llegan a 13.200 millones de personas en 2100.

    Cambio de estilo de vida: la mayoría de la población mundial adopta estilos de vida sostenibles, que incluyen, para 2050, que el 100%  de la población adopte dietas saludables con bajo consumo de carne. Se utiliza menos el coche privado y se camina o anda más en bicicleta, mientras que el transporte aéreo se reduce.

    La investigación analiza cada opción, así como su efecto combinado, en términos de emisiones de gases de efecto invernadero y el nivel de BECCS requerido para mantenerse dentro de un presupuesto de carbono de 1.5ºC.

    Minimizar las BECCS

    El menor presupuesto de carbono para 1.5ºC significa que los escenarios existentes se basan más en BECCS que para  un límite de 2ºC. Esto se puede ver en el siguiente gráfico, a la izquierda, donde el nivel de BECCS casi se duplica entre una trayectoria para los  2ºC (línea morada, «Def_2.6») y una para 1.5ºC (línea azul, «Def_1.9»). El aumento de uso de BECCS también requiere un mayor uso de tierras agrícolas para cultivar bioenergía, como se muestra en el gráfico a la derecha (línea azul, «Def_1.9»).

    Izquierda: energía primaria de BECCS (exajulios) y derecha: uso de la tierra agrícola (millones de hectáreas) en un escenario de 2ºC y una variedad de escenarios alternativos de 1.5ºC. (Van Vuuren et al. 2018).

    Cada una de las alternativas de mitigación reduce las emisiones, con los escenarios de electrificación y eficiencia que afectan principalmente al CO2 y los otros que tienen un mayor impacto en otros gases de efecto invernadero. Esto, a su vez, reduce la necesidad de los BECCS (gráfico, arriba a la izquierda) y de tierras agrícolas (arriba a la derecha).

    La combinación de todas las opciones de mitigación juntas («Total») elimina efectivamente la necesidad de los BECCS para permanecer por debajo de 1.5ºC. Esto libera importantes áreas de tierras agrícolas en el modelo, algunas de las cuales son reforestadas, lo que conlleva la eliminación «natural» de CO2.

    Como tal, la ruta con cero-BECCS  a 1.5ºC presentada en el estudio no está completamente libre de emisiones negativas.

    El profesor Detlef van Vuuren, investigador principal de la Agencia de Evaluación Ambiental de los Países Bajos (PBL) y autor principal del informe dice:

    «Demostramos que hay opciones disponibles para reducir significativamente los BECCS, pero es muy, muy difícil llegar a cero BECCS (o emisiones negativas)… Las emisiones negativas no son necesariamente malas, pero significa que uno acepta ciertos riesgos. Si no quieres tomar esto en cuenta o encuentras otras opciones más atractivas por otras razones -por ejemplo, sinergias con otros ODS [objetivos de desarrollo sostenible], facilidad de implementación, apoyo social- [entonces] creo que [nuestro nuevo artículo] permite una mejor consideración de los pros y los contras… Creo que eliminar totalmente las emisiones negativas no es posible en su totalidad -pero minimizarlas podría ser atractivo.»

    Van Vuuren fue una figura clave en el uso inicial de BECCS dentro de los modelos climáticos. Él mismo añade que es «desafortunado» que el trabajo hasta la fecha para lograr los 1.5ºC haya estado tan dominado por los BECCS.

    Un debate más amplio

    Como todas las trayectorias  para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París, estas nuevas alternativas son muy ambiciosas. Tampoco cambian el panorama general para los responsables políticos.

    El Dr. Joeri Rogelj, investigador del Instituto Internacional de Análisis de Sistemas Aplicados (IIASA), que no formó parte del trabajo, dice:

    «El núcleo del desafío de la mitigación sigue siendo el mismo: las emisiones globales de CO2 deben reducirse a cero. Lo que los responsables políticos deberían tener en cuenta de esta investigación sobre los escenarios 1.5C es que hay una variedad de vías que se pueden seguir para limitar las emisiones de CO2 y que estas diferentes vías o estrategias permiten limitar la contribución de tecnologías potencialmente indeseables como los BECCS».

    Es importante destacar que las barreras para la adopción de las diversas estrategias alternativas van más allá de la métrica de costes priorizada por la investigación previa, que abarca la política, la aceptación social y la viabilidad técnica.

    Bert Metz, ex copresidente del grupo de trabajo sobre mitigación del IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change) y ahora asesor principal de la Fundación Europea del Clima (ECF), dice:

    «Es muy poco probable que todas las opciones investigadas puedan aplicarse simultáneamente en la medida en que se supone en el documento y que todos los efectos de cada una de las opciones puedan lograrse en la práctica, ya que los supuestos son muy ambiciosos».

    «Cada una de estas opciones merece un examen minucioso y una acción apropiada por parte de los responsables políticos, si quieren tomar en serio los objetivos de París y evitar apostar por la disponibilidad a gran escala de la eliminación de CO2 y, en particular, de los BECCS».

    Un estudio publicado la semana pasada explora los límites de plausibilidad para evitar el uso de emisiones negativas. Demuestra que sólo son evitables si el presupuesto de carbono para 1.5ºC se sitúa en el extremo superior de las estimaciones actuales y si se adoptan radicalmente tecnologías y estilos de vida bajos en carbono, junto con esfuerzos sin precedentes para limitar las necesidades energéticas, de modo que la demanda en 2100 caiga a la mitad de los niveles actuales. Un presupuesto de carbono de valores bajos haría inalcanzable el objetivo de 1.5ºC, incluso con BECCS.

    El Dr. Stephan Singer, asesor principal sobre políticas energéticas globales de la la ONG Climate Action Network, dice:

    «Es extremadamente útil para la comunidad académica evaluar alternativas a los BECCS a gran escala, en particular [porque] es probable que esto tenga un impacto significativo en la seguridad alimentaria y el uso de la tierra… Cuanto más fuerte, más temprano y más profundamente nos embarquemos en políticas y medidas de mitigación ‘convencionales’, menor será la necesidad de emisiones negativas en el mundo, como los BECCS a gran escala, para alcanzar los objetivos de París».

    Singer añade: «Los cambios en el estilo de vida de las personas de alto consumo y emisiones ricas a nivel mundial… son [una] parte fundamental de la ecuación… Esto no se limita a los cambios dietéticos individuales… [sino que] también incluye un cambio significativo en los hábitos de transporte y viaje, una mayor durabilidad institucionalizada de los productos, una mayor reutilización de los componentes, nuevos materiales y, en general, una economía circular».

    Independientemente de que se puedan cumplir o no los objetivos de París, la investigación actual sugiere que los responsables políticos deberían debatir un conjunto más amplio de opciones para abordar el cambio climático, además de los BECCS y las emisiones negativas, que se han llegado a considerar como un «respaldo» de facto.

    Peters dice:

    «Los IAMs tienen un conjunto limitado de herramientas [para reducir las emisiones] y, en realidad, hay muchas más herramientas en la caja de herramientas. Esta es una buena señal, ya que cuantas más herramientas tengamos, más opciones tendremos para llegar a 2ºC o 1.5ºC. Necesitamos más estudios para ampliar la caja de herramientas, en vez de usar tecnologías como los BECCS o la captura directa de aire».

    Vale la pena añadir esta investigación dista mucho de ser una exploración exhaustiva de esa «caja de herramientas». De hecho, concluye mencionando una serie de otras opciones para reducir las emisiones, que también se han excluido en general de los trabajos anteriores. Entre ellas figuran la gestión del carbono en el suelo y el «cierre forzado y rápido de centrales eléctricas alimentadas con combustibles fósiles».

    Finalmente, ninguno de los escenarios actuales considera un mundo sin crecimiento económico, considerado por algunos investigadores como el único camino hacia un futuro sostenible.

    Referencia: Van Vuuren, D. et al. (2018) Alternative pathways to the 1.5C target reduce the need for negative emission technologies, Nature Climate Change, doi:10.1038/s41558-018-0119-8

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  • Además, estaré muerto [Meehan Crist]

    Además, estaré muerto [Meehan Crist]

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    [Esta es una traduccción de este artículo de Meehan Crist aparecido en London Review of Books. Se trata de una reseña deThe Water Will Come: Rising Seas, Sinking Cities and the Remaking of the Civilised World, de Jeff Goodell.]

    Después del huracán Sandy en 2012, ayudé a una amiga a retirar la batería de su coche, guardarla en una mochila y arrastrarla hasta Wall Street. El metro estaba inundado, así que cruzamos el río Este hasta el centro de Manhattan en ferry, en el que la marca del agua, gris y embarrada, atravesaba las paredes y ventanas de la planta baja. El océano había venido y se había ido, y las calles pútridas estaban desiertas. El aire desprendía un hedor salado y el único sonido era el del zumbido industrial de los generadores bombeando agua desde los sótanos inundados. La tubería naranja del acordeón serpenteaba dentro y fuera de los edificios anegados. Entramos al vestíbulo de un edificio de apartamentos donde los residentes deambulaban aturdidos y un hombre de uniforme exhibía un plato de fruta fresca, probablemente adquirida en algún lugar al norte, donde la gente aún tenía electricidad, agua corriente y la absurdez del brunch. Una amiga parapléjica del piso superior necesitaba la batería del coche para su ventilador. Los ascensores estaban fuera de servicio, así que subimos andando los estrechos veinte tramos de escaleras, mientras iluminábamos nuestro camino en la oscuridad con antorchas. Dentro del apartamento, su amiga y una compañera, también parapléjica, habían abandonado sus sillas de ruedas motorizadas y yacían sobre sus camas en un salón soleado, riendo y conversando. No estaba claro cuándo volvería la electricidad, pero estaban planeando organizar una fiesta cuando las cosas regresasen a la normalidad. No creo que nadie en esa habitación captara completamente que el océano volvería para quedarse.

    El aumento global del nivel del mar es difícil de predecir para los científicos. No obstante, la tendencia es clara. Capas inmensas de hielo en Groenlandia y la Antártida han empezado a derretirse, en un fenómeno conocido como inestabilidad de las capas de hielo marinas, que las previsiones anteriores sobre el aumento del nivel del mar mundial no habían considerado. Cuando se redactó el Acuerdo de París hace poco más de dos años, la asunción fue sobre informes que defendían que  las capas de hielo se mantendrían estables y que los niveles del mar podrían aumentar casi un metro a finales de siglo.
    En 2015, la NASA estimó un mínimo de noventa centímetros. En 2017, un informe de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), la principal agencia científica sobre el clima en Estados Unidos, modificó las estimaciones de manera espectacular indicando que para 2100 el nivel del mar podría subir más de dos metros. El año pasado, un estudio estimó que si las emisiones de carbono continúan en los niveles actuales, para el 2100  el nivel del mar aumentará hasta tres metros. El aumento en el nivel del mar implica un aumento en la frecuencia de mareas ciclónicas (como por ejemplo el aumento de 2.7 metros que afectó gravemente a los barrios de Long Island y Nueva Jersey), pero también las áreas costeras bajas, desde Bangladesh a Amsterdam, estarán bajo el agua en menos de un siglo. Merece la pena recordar que dos tercios de las ciudades del mundo se asientan sobre el litoral. En un escenario de altas emisiones, el promedio de mareas altas en Nueva York podría ser superior a los niveles observados durante Sandy. Un aumento en los niveles mundiales del mar de 3 metros sumergiría por completo ciudades como Mumbai y una gran parte de Bangladesh. La pregunta ya no es si (ocurrirá), sino cómo de alto y cómo de rápido (sucederá).

    Jeff Goodell, que ha informado sobre el cambio climático durante años (sus libros anteriores incluyen How to Cool the Planet: Geoengineering and the Audacious Quest to Fix Earth’s Climate, y  Big Coal: The Dirty Secret behind America’s Energy Future), también estuvo en el Bajo Manhattan después del huracán Sandy, y la experiencia le espantó de tal manera que pasó los siguientes cuatro años tratando de comprender cómo las comunidades costeras harán frente al inevitable aumento del nivel del mar. Goodell viaja desde Norfolk, Virginia a los parques acuáticos de Rotterdam, hablando con científicos, políticos, arquitectos, artistas, refugiados y personas que viven a nivel del mar, donde las inundaciones periódicas ya son un hecho. Camina descalzo por las aguas contaminadas que inundan Miami Beach durante las grandes mareas, visita a una familia que vive en el ‘arrabal de aguas negras’ de Makoko, en las afueras de Lagos, y entrevista a Barack Obama durante su histórico viaje a Alaska. El libro narra al ritmo trepidante del periodismo de revista -algunas versiones de los capítulos aparecieron inicialmente en otras publicaciones como Rolling Stone-. Goodell se encuentra con personas con ideas visionarias, esquemas inseguros y cabezas asentadas sobre arenas movedizas. La mayoría de las veces el autor es un observador más que un polemista, pero su profunda preocupación resuena por todos los rincones, como cuando pregunta a Obama: «¿Cómo estimar qué hay de verdad en las acciones de América? Porque usted sabed lo que viene”. Este es un libro mojado y empapado. Allá donde Goodell va, el agua está subiendo. «Para cualquiera que viva en Miami Beach, el sur de Brooklyn, en Back Bay de Boston o cualquier otro barrio costero de poca altura, -escribe- la diferencia entre un metro de elevación del nivel del mar en 2100 y un metro y medio es la diferencia entre una ciudad humedad pero habitable y una ciudad sumergida… La diferencia entre un metro y algo más de un metro y medio es la diferencia entre una crisis costera manejable y un desastre de refugiados durante décadas».

    Esta no es la primera vez en la historia  de la humanidad que los niveles mundiales del mar han aumentado dramáticamente en un breve período de tiempo. La evidencia arqueológica muestra que cuando los glaciares se derritieron y los niveles del mar aumentaron al final de la primera Edad de Hielo, los humanos que vivían en el litoral se trasladaron tierra adentro. Pero la infraestructura costera actual es mucho menos móvil. «Es una terrible ironía el hecho de que es la misma infraestructura de la Era de los Combustibles Fósiles -el desarrollo de viviendas y oficinas en las costas, carreteras, ferrocarriles, túneles o aeropuertos- lo que nos hace más vulnerables», escribe Goodell. Los principales aeropuertos como JFK y el Aeropuerto Internacional de San Francisco probablemente estarán bajo agua dentro de cien años. La costa este de Reino Unido se transformará para siempre. El reactor nuclear Turkey Point de Florida, que se sitúa en una isla expuesta en Biscayne Bay, es una de las tragedias que están por venir. Se han invertido trillones de dólares en infraestructuras y economías costeras construidas sobre tierras que pronto se inundarán, y eso sin considerar la erosión de las carreteras y las playas, y el hundimiento de las propiedades a lo largo de las costas, lo que podría provocar quiebras económicas más dramáticas que la Gran Recesión. Hoy, más de 145 millones de personas en todo el mundo viven a un metro o menos del nivel del mar, muchas en países pobres del sur global. «A medida que las aguas suban», escribe Goodell, «millones de estas personas serán desplazadas, muchas de ellas en países pobres, creando generaciones de refugiados climáticos que harán que la actual crisis de refugiados sirios parezca una obra teatral de instituto». No hay ninguna duda de que el aumento en el nivel del mar reconfigurará la civilización humana.

    Goodell se centra en la ciudad, esa unidad de organización humana lo suficientemente pequeña como para tener líderes locales capaces de coordinar acciones y lo suficientemente grande como para parecer organizada por fuerzas más allá del control humano. A lo largo de sus viajes, la presuntuosa y brillante ciudad de Miami se mantiene en su visión periférica. La más estadounidense de las ciudades es joven, ya que se construyó en el último siglo, cuando los promotores convirtieron pantanos y costas en un patio de recreo para una generación que apreciaba lo que habían sido zonas yermas como un lugar para sombrillas, bocadillos y ocio. «El negocio principal de Miami es el inmobiliario y el turismo», escribe Goodell. «Es un imperio de propiedad y placer”. Los inmuebles siguen siendo el motor económico de Miami, donde las propiedades se venden y revenden tan rápido que «nadie quiere gastar el dinero en construir una ciudad más resiliente porque nadie quiere asumir el riesgo». El auge inmobiliario actual está ligado a la estabilidad de la liquidez de los compradores extranjeros en condominios; gran parte del dinero proviene de productos básicos como el petróleo, lo que la convierte en «una ciudad que literalmente se está ahogando como resultado de la combustión de los combustibles fósiles que la enriquecieron». Miami ahora está atrapada en una paradoja mortal: el desarrollo costero debe continuar para mantener la ciudad en funcionamiento, pero desarrollar la costa es una temeridad suicida frente al aumento del nivel del mar. A lo largo de la costa y en las zonas bajas de Everglades, los edificios y las infraestructura fundamentales están amenazadas. «Temo que mi gente va a perder todo», dice Xavier Cortada, artista e hijo de refugiados cubanos que en su comunidad trata de crear conciencia sobre los riesgos del aumento del nivel del mar. Y sin embargo, el crecimiento continúa. Como un agente inmobiliario apopléjico, dice Goodell después de una conversación sobre si se debería exigir a los intermediarios que revelasen los riesgos de inundación, “Eso sería una idiotez… Simplemente acabaría con el mercado”.

    Goodell dibuja un retrato convincente de una ciudad paralizada por conflicto de intereses, avaricia y un ejercicio de negación profunda. En un hecho que describe como testimonios breves para la intelligentsia del aumento del nivel del mar, un geólogo de la Universidad de Miami explica con franqueza a una mesa de agentes inmobiliarios de Florida que el nivel del mar podría subir más de cuatro metros y medio en los próximos ochenta años. Un agente inmobiliario vestido con un caro atuendo en la mesa responde como un niño de seis años al borde de una rabieta: «Esto no puede ser un festival del miedo ¿Por qué todos están metiéndose con Miami?”. En una inauguración de arte (de Michele Oka Doner, cuya línea de trabajo gira sobre el cambio climático), Goodell logró acorralar a Jorge Pérez, un magnate inmobiliario de Miami y un influyente donante del Partido Demócrata. Le preguntó si le preocupaba que las inundaciones pudiesen afectar al valor de su imperio, Pérez respondió: «No, no estoy preocupado…Creo que en veinte o treinta años, alguien encontrará una solución para esto… Además, para entonces estaré muerto, así que ¿qué importa? » Esta respuesta despreocupada refleja un sentimiento común: alguien nos va a salvar. Goodell escribe, «En Miami como en cualquier otra ciudad, hay esperanza en que si el nivel del mar aumenta con la lentitud suficiente, la política de negación se desgastará e incentivará  la innovación y el pensamiento creativo, y toda la crisis será manejable”

    La velocidad a la que sube el nivel del mar es tremendamente relevante para las ciudades costeras, dado que un aumento lento y progresivo podría permitir estrategias de adaptación como una retirada planificada de las costas o la elevación las ciudades (en la década de 1860, la ciudad de Chicago fue elevada algo más de dos metros para hacer frente a  inundaciones y problemas de alcantarillado), o macroproyectos de ingeniería para desviar el agua del mar en áreas muy pobladas. La relación entre el agua y la tierra no es la misma en Amsterdam que en Yakarta o Lagos, de modo que las estrategias que se propongan también deben ser distintas. En Nueva York, los urbanistas están considerando un dique conocido como la Gran U alrededor del Bajo Manhattan, pero un muro no funcionará en Miami, construida sobre piedra caliza porosa. En Venecia, las elegantes barreras MOSE (Modulo Sperimentale Elettromeccanico), diseñadas ajustándose a  los canales, suben y bajan con las mareas para evitar inundaciones. Pero el proyecto de 6 mil millones de dólares aún no está concluido (y casi se frustró por la corrupción) y el mantenimiento costará entre 5 y 80 millones de dólares al año, dependiendo de la frecuencia con que se levanten las barreras. Cuando Goodell pregunta a un representante de la empresa de ingeniería qué aumento de los niveles del mar pueden soportar las barreras, queda estupefacto al escuchar que aproximadamente medio metro. MOSE podría ser inútil en 2050. «Después de eso», responde con naturalidad, «el mar llegará desde otros lugares… No hay nada que podamos hacer para detenerlo». La barrera del Támesis en Londres próximamente necesitará ser sustituida, pero por el momento los responsables se abstienen dado que la vasta infraestructura es “muy costosa, su construcción se extenderá en el tiempo y no es muy flexible a las condiciones cambiantes”.

    El precio que paguen las comunidades costeras dependerá de las facilidades de sus habitantes para dejar atrás el status quo. En Toms River, Nueva Jersey, una versión obrera de Miami ubicada sobre una fina isla de arena frente al Atlántico y propensa a las inundaciones, el huracán Sandy destruyó diez mil viviendas. Al año siguiente, un equipo de científicos e investigadores de la Universidad de Rutgers trabajó con el personal gubernamental y la comunidad para elaborar un plan del futuro:

    El equipo de Rutgers quería crear un espigón o pasaje interior para conectar la costa con el planeado Pine Barrens, un área boscosa con un ecosistema costero único (orquídeas y plantas carnívoras), permitiendo la fácil circulación de personas hasta el campo. Idearon conectar la playa con las áreas del interior por medio de nuevos sistemas de transporte más adaptados a la subida del nivel del mar, incluyendo tranvías aéreos y taxis acuáticos. Imaginaron además que a medida que subiese el mar en Pine Barrens,  el turismo de playa transitaría a un tipo de ecoturismo más sostenible, incluyendo senderismo, ciclismo y observación de aves. El plan incluía cinco mil nuevas viviendas en terrenos más altos para facilitar la transición fuera de la costa… se había comenzado a transformar la ciudad en un lugar que pudiera prosperar en un mundo de mares crecientes y tormentas cada vez mayores.

    Goodell habla con admiración de estos visionarios arquitectos y urbanistas, pero actuar a largo plazo y a gran escala implica a corto plazo costes económicos, políticos y personales que actúen como potentes desincentivos. En Miami, sigue siendo un suicidio político sugerir acciones que socaven el mercado de la vivienda. En Toms River, los habitantes a los que les gustaba sus casas junto al mar y “votaron dos a uno a favor de Trump”, optaron por utilizar el dinero federal para reconstruir la ciudad a semejanza de la anterior.

    Incluso si una ciudad puede aunar los recursos y la voluntad política necesaria para proyectos de adaptación, persiste una razonable inquietud sobre quiénes serán protegidos. En Nueva York, la Gran U desviaría el agua del centro financiero del Bajo Manhattan, pero el agua desviada se vertiría a lo largo del muro. Quién estaría protegido y quién sería perjudicado continua siendo una pregunta abierta. A escala global, el aumento del nivel del mar es inherentemente injusto. El uso de combustibles fósiles por una escasa minoría de la humanidad está promoviendo el deshielo, y el agua no aumentará de manera homogénea en todas las costas. En Bangladesh la tierra se está sumergiendo, por lo que el mar se elevará más que en otros puntos. El deshielo de Groenlandia tendrá un mayor impacto en el hemisferio sur, mientras que el de la Antártida tendrá un efecto más notable en el norte. «Los científicos denominan a este efecto regional huella dactilar», escribe Goodell. «Las capas de hielo se derriten y su masa disminuye, lo que reduce su atracción gravitacional sobre el agua que las rodea. Esto lleva a que el nivel del  mar baje en el área inmediatamente adyacente, pero esa reducción empuja al agua hacia el lado opuesto de la Tierra”.Mientras que el deshielo de los glaciares en la Antártida Occidental causaría un aumento medio de tres metros en los niveles globales del mar, en la costa de Nueva York el incremento sería de 4 metros, que es muy superior a lo que cualquier ciudad costera puede amortiguar. Para los isleños del Pacífico en lugares como Kiribati y las Islas Marshall, la amenaza es existencial.

    *

    El aumento del nivel del mar es un problema para el que la humanidad está particularmente poco preparada. No se nos da bien pensar en escalas geológicas de tiempo y no estamos hechos para tomar decisiones sobre amenazas apenas perceptibles que se aceleran gradualmente con el tiempo. Para ayudar a explicar la inacción frente al aumento del nivel del mar Goodell recurre, como tantos otros, a las cinco etapas del duelo descritas por la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross: negación, ira, negociación, depresión, y aceptación. Sugiere que, al menos en Miami, la negación está dando paso a la ira y la negociación con un trasfondo temeroso. Pero el paradigma clásico sobre el duelo, en el que la ausencia del objeto de apego debe llorarse, no se corresponde claramente con la experiencia de vivir en una ciudad que pronto puede quedar sumergida. Al leer esto, me pareció que hay otro paradigma psicológico que podría encajar mejor y al que se alude menos frecuentemente  en las discusiones sobre el luto climático. En la década de 1970 Pauline Boss, que estudiaba a familias de los soldados que habían desaparecido en combate, acuñó el término pérdida ambigua para referirse al dolor pausado secundario a una pérdida sin cierre o en circunstancias desconcertantes.

    Boss describe dos tipos de pérdida ambigua: cuando el objeto está físicamente ausente pero psicológicamente presente (como los soldados caídos en combate), y cuando el objeto está físicamente presente pero ausente psicológicamente (como las personas enfermedad de Alzheimer). El primero ayuda a ilustrar el dolor que a menudo experimentan los refugiados climáticos. ¿Cómo llorar un hogar que se sumerge bajo un mar lejano, pero permanece psicológicamente presente? El segundo tipo es aplicable a la experiencia de vivir en un área amenazada por un aumento en los niveles del mar. El objeto de apego está todavía presente, pero va desapareciendo lentamente. ¿Cómo lloras la pérdida de alguien cuya mano aún puedes sujetar? ¿Cómo lloras por un hogar vulnerable a las inundaciones pero que aún no se ha hundido? Las analogías no son perfectas, pero estas situaciones ponen de relieve que el duelo por el clima puede ser perversamente difícil. Cuando una persona amada desaparece lentamente en la niebla de la senectud el desenlace es conocido. Con el aumento de los mares, el final es aún desconocido. ¿Un metro? ¿Dos metros y medio? El dolor se paraliza por la incertidumbre ¿Para qué contingencia debe prepararse usted y su comunidad? ¿Qué dejar atrás para avanzar?  El incentivo para ver y esperar es poderoso. Sin embargo, esperar a que en 2100 el nivel del mar aumente un tercio o medio metro comienza a parecerse a un autoengaño, y un lujo para quienes pueden elegir. Aferrarse a la vida en la costa es un ejercicio contraproducente. Para los políticos y los ricos que se enriquecen gracias al status quo, una  actitud expectante es inadmisible.

    En los próximos años, a medida que ciudades de todo el mundo precisen ser levantadas, reconstruidas, amuralladas frente al mar o abandonadas, millones de personas serán desplazadas, empobrecidas y abandonadas a su suerte por gobiernos que no quieren o no pueden ayudarlas. Conduciendo a lo largo de la costa de Jersey, Goodell escucha en la radio a un hombre llamado Anthony Caronia suplicándole al gobierno la compra de su casa para así poder trasladarse a terrenos más altos:

    ¡Soy honesto contigo, me rindo!… Esto no está bien. Esto no es justo. Se necesita hacer algo hoy. Hoy. Por favor, compréndanme – esto es un grito de ayuda. Para todas y cada una de las personas de Estados Unidos que están escuchando, el Sr. Anthony Caronia le ruega al Estado de Luisiana y al gobierno de los Estados Unidos que vengan a comprar mi casa. Por favor, ahórrenle a mi familia el sufrimiento. Por favor, compréndanme. Estoy listo para irme. Pido ayuda.

    Goodell escribe con piedad y claridad: “No todos van a salvarse. Las personas pudientes se las arreglarán, ya sea mudándose, elevando sus viviendas, construyendo diques o simplemente deshaciéndose de sus casas mientras desaparecen en el mar, pero para la gran mayoría de las personas que viven en las costas, el día que se despierten y se den cuenta de que el gobierno estatal o federal no tiene el dinero o la voluntad política para rescatarlos será un día terrible”. En un inmenso suburbio de las afueras de Lagos donde las casas se elevan en pilotes sobre agua sucia y solamente son accesibles en barco, ”las viviendas serán cortadas o quemadas y los residentes se verán obligadas a vivir en las calles o a encerrarse en edificios que, como prácticamente todos los edificios en Lagos, se han construido a nivel del mar y por tanto, están sentenciados en los próximos años, creando una nueva generación de refugiados”. No tiene pelos en la lengua: ”estos refugiados pagarán la estupidez y la avaricia de otros con la salud de sus hijos y sus vidas brutalmente acortadas”. Ya está en marcha la mayor migración humana desde el final de la primera Edad de Hielo, y aunque las personas no son agua (la novela favorita de Steve Bannon es una fantasía racista que describe a los migrantes como una inundación), no es difícil imaginar cada vez más gobiernos nacionalistas aliándose con el cierre de fronteras como medida salvaje frente a las inundaciones.  

    Este melancólico libro no está exento de resquicios de esperanza. Goodell escribe en términos nostálgicos sobre un pasado en el que las personas convivían con el agua, no en oposición a ella. Mirando hacia el futuro, está enamorado de la escuela flotante del arquitecto nigeriano Kunlé Adeyemi en Makoko, «una estructura asombrosamente simple y elegante, que sugiere que podríamos resolver el conflicto de vivir con el agua si solo lo pensamos un poco diferente». Entrena su mirada en Rotterdam, una ciudad joven construida para adaptarse quizá mejor que ninguna otra al aumento del nivel del mar. Las últimas páginas del libro abrazan la idea de que las personas pudieran unirse para compartir recursos y trabajar para salvarse mutuamente. El arquitecto paisajista holandés Adriaan Geuze compara la reconstrucción global de las costas con otras catástrofes transformadoras como el Dust Bowl* de la década de 1930, “un desastre natural parcialmente fruto de la acción del hombre que cambió profundamente la geografía de América y que amplió la responsabilidad del gobierno para garantizar el bienestar de sus ciudadanos a largo plazo, incluso de las personas más vulnerables». Geuze asegura a Goodell que lo que está por venir requerirá un replanteamiento del contrato social entre el gobierno y sus ciudadanos. La respuesta de Goodell es cauta: «Quizá lo haga».

    Lo que sucederá en los próximos ochenta años está lejos de ser conocido con certeza. Hay un punto crítico después de que las capas de hielo se derritan por completo -Groenlandia alberga suficiente agua como para elevar el nivel del mar más de seis metros y medio- pero los investigadores desconocen dónde se encuentra exactamente ese punto. En enero, la NOAA publicó un revelador informe sobre el aumento del nivel del mar considerando el estado actual de deshielo, y las previsiones duplican el valor medio pronosticado en el Acuerdo de París, de 0.7 a 1.5 metros. La conclusión de Goodell es muy clara: «Si queremos minimizar el impacto del aumento del nivel del mar en el próximo siglo, aquí está el cómo: abandonar los combustibles fósiles y mudarnos a tierras más altas”. Si los humanos dejaran de usar combustibles fósiles por completo para 2050, podríamos hacer frente a un aumento del nivel del mar de 0.7-0.9 metros hacia finales de siglo. En lugar de 1.5 metros. O más de 3 metros. Pero el agua vendrá. El futuro depende de cómo la humanidad lo afronte.

    * N.T. Dust Bowl, literalmente Cuenco de Polvo, fue un desastre ecológico de los años 30 en los que una intensa sequía afectó desde México hasta Canadá.




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  • «No hay desastres naturales»: una conversación con Jacob Remes

    «No hay desastres naturales»: una conversación con Jacob Remes

    Traducido de https://psmag.com/economics/there-are-no-natural-disasters

    por @reimongu.

    Image: A combination of NOAA Satellite images taken at night shows Puerto Rico before and after Hurricane Maria

    Fotos de Satelite de Puerto Rico en 2014 (arriba) y después del paso del Huracán María (2017)

    David M. Perry

    ¿Quién tiene la culpa de la crisis de Puerto Rico? Mucha gente tiende a culpar al presidente Donald Trump: justo después de que el huracán María tomara tierra, en lugar de enviar a la isla la mayor cantidad posible de recursos federales, Trump pasó el fin de semana jugando al golf y tuiteando sobre la Liga Nacional de Fútbol. Más tarde publicó en Twitter un hilo racista y sexista contra la alcaldesa de San Juan, Carmen Yulín Cruz, y contra los puertorriqueños en general. Aun así, al margen de lo despreciable que nos pueda parecer Trump, el historiador Jacob Remes avisa de que para evaluar los hechos no podemos limitarnos a criticar la incompetencia de una sola persona. Conviene en su lugar fijarse en la larga historia de colonialismo que ha dejado a Puerto Rico en una situación tan precaria. Trump podría dimitir mañana, y Puerto Rico, junto con muchos otros lugares, aún estaría sujeto a fuerzas estructurales que magnifican las consecuencias de los desastres que están por llegar.

    Remes, un profesor adjunto de Historia en la Gallatin School of Individualized Study de la Universidad de Nueva York, aplica las herramientas de su disciplina para estudiar los desastres y la manera en que la gente responde a ellos. Representa un campo conocido como «estudios críticos de desastres», en el que académicos de un amplio espectro que abarca desde las Humanidades a las ciencias sociales interpretativas observan los factores humanos relacionados con los desastres.

    María ha sido la tercera gran tormenta tropical en golpear Estados Unidos y otras partes del Caribe esta temporada. En este nuevo mundo caliente, es probable que veamos muchos más episodios como este, por lo que los análisis de Remes sobre cómo los sistemas humanos interactúan con el mundo natural se hacen cada vez más urgentes. Lo que tenemos a continuación es una entrevista que este historiador concedió a Pacific Standard.

    ¿Cuál es la idea central tras el campo de estudio de los desastres?

    Estos estudios giran alrededor de un dicho que se hizo común en los 70: «No existen los desastres naturales». Hay riesgos, algunos de las cuales son naturales (terremotos, tornados, crecidas de los ríos) y otros no (incendios industriales, contaminación, derrumbamiento de presas, bombas nucleares). Pero lo que los convierte en desastres es cómo se interrelacionan con la vulnerabilidad individual y comunitaria, que está construida socialmente. Una vez queda clara esta idea fundamental, podemos entender en qué sentido los desastres son acontecimientos políticos con causas y soluciones políticas, y no solo (o ni siquiera principalmente) fallos técnicos.

    ¿Cómo se estructura la disciplina? ¿Quién hace qué tipo de trabajo?

    Hay dos (o quizá tres) versiones de estudios de desastres, todos importantes. Hay centros y programas en los que se estudia cómo la gente y las instituciones responden a los desastres y cómo mejorar esa respuesta. Nos ayudan a entender, por ejemplo, cómo actúan los individuos y los grupos de forma prosocial, en lugar de antisocial, cuando tiene lugar un desastre. Por ejemplo, cuando hay gente atrapada en un edificio por un terremoto, la mayoría de las personas que son rescatadas lo son por amigos y vecinos. Además, como ya debería estar claro, tras los desastres apenas hay saqueos que no tengan como objetivo la supervivencia.

    Relacionado con esto, hay una serie de campos de la ciencia y la tecnología, como la sismología y la meteorología, por ejemplo, pero también ingenieros de estructuras, que estudian cómo hacer que los edificios ardan más lentamente cuando hay incendios o que no se caigan cuando hay terremotos.

    ¿Y cuál es tu cometido?

    Yo soy parte de lo que llamo «estudios críticos de desastres ». Somos historiadores, antropólogos, geógrafos y algunos sociólogos. Tratamos de utilizar el desastre como una manera de pensar en la sociedad de forma más general. ¿Cómo ha imaginado los desastres la gente de diferentes culturas en distintos momentos? ¿Cómo se ha preparado la gente para los desastres? ¿Cómo han modelado los académicos nuestras experiencias y nuestras formas de entender los desastres?

    ¿Qué revela el paradigma crítico de desastres sobre la crisis de Puerto Rico tras el huracán María?

    Debo decir que no soy ningún experto en Puerto Rico. Algo que considero realmente importante es el conocimiento local. Los expertos en la experiencia de Puerto Rico con María son los puertorriqueños que lo han vivido, y no deberíamos dejar que los llamados expertos en desastres —entre los que me incluyo— nos hagan creer que existe una suerte de experiencia universal del desastre.

    Quizá lo realmente universal es que las condiciones locales, en particular las condiciones políticas locales, son lo que realmente importa. Los desastres normalmente reproducen cualquier división, desigualdad o exclusión ya existente en una sociedad. Esto es porque los excluidos son más vulnerables —por ejemplo, los pobres solo se pueden permitir una vivienda menos segura, o las mujeres se ven forzadas a seguir viviendo con sus maridos maltratadores por razones económicas o culturales, o las personas con discapacidades no tienen acceso a los servicios y las infraestructuras que les habrían ayudado a sobrevivir— en la vida ordinaria, antes (y después) del desastre. Pero también se debe a que la respuesta al desastre es política, y por eso reproduce las distinciones políticas.

    Así pues, para pensar en Puerto Rico, podemos ver de qué modo el imperialismo (que por supuesto está envuelto en la supremacía blanca y el capitalismo) modela la vulnerabilidad de los puertorriqueños ante el peligro de huracán, y también la respuesta de EE UU. Puerto Rico ha sufrido una ley con el nombre orwelliano de PROMESA Act, que básicamente sirvió para crear un equipo de control fiscal seleccionado federalmente con el cometido de gobernar la isla a beneficio de sus acreedores del continente, en lugar de sus ciudadanos. Esto ha vaciado el Estado puertorriqueño durante muchos años y ha hecho que Puerto Rico sea menos capaz de responder a cosas como los huracanes. Y, por supuesto, tras el desastre, podemos ver como el hecho de que los puertorriqueños sean ciudadanos de segunda clase —sí, son ciudadanos estadounidenses, pero sin representación en el Congreso o derecho a elegir presidente— implica que el Estado no acuda en su socorro en caso de desastre.

    Entonces, ¿en qué lugar deja todo esto a Trump?

    Reconocer las causas estructurales no absuelve a los líderes de cada momento. Donald Trump es un presidente terrible no solo por sus políticas —que son terribles—, sino porque simplemente no hace bien el trabajo que debe hacer un presidente. No es un buen gestor, no se ha asegurado de que los recursos van adonde deben ir, ni ha indicado a la burocracia que se necesita una respuesta rápida y competente. También es nefasto en la parte ceremoniosa de su trabajo, que también es importante porque hace que la gente se sienta cuidada.

    ¿Cómo te implicaste tú personalmente en los «desastres» como campo de estudio?

    Cuando el huracán Katrina, yo estaba en un seminario sobre la historia urbana norteamericana dirigido por Sarah Deutsch. Esta profesora dijo que con el tiempo se vería que aquellas horribles historias de saqueo y actitudes justicieras eran un mito. Y estaba en lo cierto. Como actividad para su clase, redacté un ensayo historiográfico sobre el empleo que los historiadores habían hecho de los desastres. Este ensayo creció y dio lugar a mi libro (Disaster Citizenship: Survivors, Solidarity, and Power in the Progressive Era), que trata sobre cómo las personas de clase obrera respondieron a dos desastres a comienzos del siglo XX entre EE UU y Canadá: un incendio en Salem, Massachusetts, que empezó en una fábrica de charol y se extendió hasta dejar sin hogar o sin trabajo a 18.000 personas, y una explosión de un barco en Halifax, Nueva Escocia, que acabó con la vida de casi 2.000 personas y arrasó con una cuarta parte de la ciudad. Escribo sobre lo que llamo «ciudadanía del desastre»: cómo la gente negoció con el Estado tras los desastres sobre cuál sería a partir de entonces la relación entre el Estado y el ciudadano.

    Así que Katrina fue tu punto de entrada a este campo. ¿Hay algo que haya ido mejor desde entonces?

    Si me hubieras preguntado hace dos semanas, te habría dicho que pensaba que se había progresado mucho. Con notables excepciones, la respuesta a Irma y Harvey demostró que se han aprendido importantes lecciones de lo ocurrido hace 12 años con el Katrina: se ha prestado mucha menos atención a mantener el orden y evitar los saqueos, y mucha más a cómo el desarrollo de la ciudad modeló la inundación, y ha habido preocupación por los trabajadores de bajos ingresos y otras personas especialmente afectadas por las inundaciones.

    Dicho esto, creo que la respuesta al huracán María es señal de lo que aún nos queda por avanzar. Como alguien que empezó en esto por el Katrina, me indigna profundamente ver que vuelve a ocurrir lo mismo. La forma en que el Gobierno federal hizo caso omiso a la crisis durante una semana, la manera como se incapacita sistemáticamente los Gobiernos local y «estatal» («estatal» entrecomillado porque Puerto Rico no es un Estado) para dar una respuesta. Todo esto me es tristemente familiar.

    Tras el Katrina, los neoliberales aprovecharon al máximo lo ocurrido en Nueva Orleans, empleando la reconstrucción como excusa para privatizar todo el sistema público de enseñanza y buena parte de la vivienda pública. En Puerto Rico, el equipo de control fiscal ya había puesto en marcha la agenda neoliberal de privatización. Creo que tendremos que ver si la reconstrucción tras el María acelera este proyecto o da a Puerto Rico más poder para luchar contra él. Ninguno de los dos resultados será fruto de la naturaleza; será una lucha por uno u otro, y espero que ganen los buenos.

    Si estamos en una era de continuos acontecimientos meteorológicos intensos, desde la perspectiva de los estudios críticos de desastres, ¿qué ha de cambiar? ¿Hay pasos que podamos dar, o basta con reconocer que los desastres revelan e intensifican las desigualdades actuales?

    Una de las lecciones cruciales que saco de estudiar los desastres es que lo que hace que las comunidades sean más resilientes —igualitarismo, inclusividad, alto capital social, densas redes sociales, culturas políticas democráticas— es también, de cualquier manera, lo que queremos que haya en una comunidad.

    Una de las amenazas cuya probabilidad ya sabemos que aumenta por el cambio climático es la de las olas de calor. Personas que son más vulnerables a las olas de calor por la intersección de pobreza, discapacidad, edad y aislamiento social es menos probable que mueran si están en un barrio con poco crimen, muchas tiendas e instituciones de la sociedad civil. Y esos son los barrios en los que todos queremos vivir, incluso cuando no hay una ola de calor.

    Hay muchas formas de construir comunidades y sociedades más igualitarias, más inclusivas, y que tengan más capital social, redes sociales más densas y culturas políticas más democráticas, pero estoy seguro de que para ello lo mejor es organizar sindicatos. Una clase obrera organizada es una clase obrera más resiliente.

     

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  • El IPCC y su último informe – Out of the woods (2014)

    El IPCC y su último informe – Out of the woods (2014)

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    [NdE: Presentamos a continuación la traducción de un artículo de 2014 del blog británico Out of the Woods escrito tras la publicación del Quinto Informe del IPCC]

    El IPCC – Contexto e historia

    El Panel Intergubernamental de Cambio Climático o IPCC es una colaboración científica internacional -la más grande de su tipo- establecida bajo los auspicios de Naciones Unidas. Fue fundado en 1988 por la Organización Meteorológica Mundial y el Programa Medioambiental de Naciones Unidas, y apoyada más tarde a través de la asamblea general de Naciones Unidas. El IPCC sirve para revisar y sintetizar sistemáticamente el estado actual del conocimiento en lo referente al cambio climático, de forma que representa la mejor referencia del consenso científico. El trabajo para el IPCC se realiza de forma voluntaria, pero conlleva un gran prestigio en la comunidad científica.

    Este consenso se ha fortalecido de forma constante, a medida que la evidencia científica se ha acumulado -y, por supuesto, a medida que el clima se calienta, confirmando y permitiendo refinar los modelos climáticos. El primer informe del IPCC (FAR; 1990) decía que los gases de efecto invernadero eran “capaces de” calentar el clima. En 1995, el segundo informe (SAR) elevaba esta apreciación a una “influencia discernible”. Para el tercer informe (2001), esto era “probablemente debido a actividades humanas”. En el cuarto informe (AR4, debido a un cambio en la nomenclatura), se precisaba que esta influencia humana era “muy probable”. Por último, la última parte del AR5, publicada el año pasado (2013) volvía a aumentar esta probabilidad, que se consideraba “extremadamente probable”.

    El IPCC está formado por tres grupos de trabajo, cada uno de los cuales produce un informe, los cuales se combina en un informe de síntesis. El grupo de trabajo I se encarga de las bases físicas, el grupo de trabajo II aborda los impactos y adaptación, y el grupo de trabajo III se centra en la mitigación (cómo evitar el cambio climático). Una vez que los tres informes están publicados, se lleva a cabo un Informe de Síntesis. El informe que salió el pasado lunes era el del grupo II, el más relacionado con la economía, y por tanto el más abierto a la crítica social (ya hablamos de esto en “Let them eath growth” ((Richard Tol, al que criticamos en «Que coman crecimiento«, pidió que se retirara su nombre del AR5 WGII, tras acusar al IPCC de alarmismo. En general, estamos asumiendo una posición de realismo crítico en este tema: el conocimiento científico es una creación social, pero se refiere a una realidad que es independiente del pensamiento humano. Las ciencias físicas ciertamente describen esta realidad y pueden por lo tanto reivindicar una cierta universalidad, mientras que la economía tiende a mezclar elementos específicos de la sociedad capitalista con hechos universales de la naturaleza. Esto no quiere decir que las ciencias físicas estén a salvo de la crítica social, sino que desde el punto de vista del realismo crítico, el objeto de las ciencias físicas es intransitivo (independiente de la construcción social), mientras que para la economía es transitivo, dado que este campo estudia relaciones sociales y formas sociales emergentes.)). Antes de discutir el informe del grupo de trabajo II del AR5, señalaremos brevemente dos críticas bien establecidas al IPCC.

    En primer lugar, al ser un cuerpo basado en el consenso, el IPCC es intrínsecamente conservador. Cada línea del “Resumen para políticos” (SPM) de cada nuevo informe tiene que ser aprobada por los representantes de todos los países participantes (más de 120, en general). Esto sirve para evitar controversia, pero también elimina visiones discordantes y, debido a los plazos de envío de artículos y al largo proceso de revisión de estos, excluye las investigaciones más recientes. Dado que estas últimas publicaciones suelen ser peores noticias que las anteriores, el consenso tiende a ser conservador, y lleva algo de retraso frente a las investigaciones más punteras (Algunos ven esto como una ventaja, ya que solo se incluyen investigaciones contrastadas, lo que da tiempo a que los resultados espúreos sean cribados y algunas conclusiones dudosas sean debidamente criticadas). Por ejemplo, el IPCC ha tendido siempre a subestimar la pérdida de hielo marino, de forma que los datos observados [de extensión de hielo marino] son siempre menores que el límite inferior de las proyecciones.

    En segundo lugar, el IPCC está constreñido por el mandato de ser “relevante para las políticas pero sin prescribir políticas”, En esencia, esto supone la obligación de ser apolítico, aunque la ciencia publicada muestra de forma irrebatible que seguir como hasta ahora es incompatible con los objetivos declarados de cambio climático (por ejemplo, limitar el calentamiento a 2 grados centígrados por encima de los niveles preindustriales). El conservadurismo inherente al IPCC está de esta forma mediado/amplificado por una diplomática discreción. Normalmente han sorteado estos condicionantes mediante la creación de escenarios [diferentes proyecciones futuras, condicionadas por la concentración de gases de efecto invernadero que haya en la atmósfera en un año dado, normalmente a mediados del siglo XXI], que muestran que las políticas actuales llevan al desastre, y que son necesarias alternativas, sin meterse a discutir en detalle cómo se llega a esos escenarios. Recientemente, esto ha implicado la creación de “caminos de concentración representativos” (RCPs), que son indiferentes a las políticas. David Pratt realiza una buena crítica del “presupuesto de carbono” en el que se basan los RCPs  aquí:

    “Por desgracia, dado que mucha gente piensa que si tienes un presupuesto debes gastarte hasta el último dólar, el mensaje del “presupuesto de carbono” podría ser interpretado como que hay mucho presupuesto disponible para gastar.” 

    En cualquier caso, estas críticas generales no deberían hacernos olvidar que los informes del IPCC son las obras más importantes de literatura sobre cambio climático, ya que sintetizan una inmensa cantidad de investigaciones publicadas.

    El último informe

    Tras leer el Resumen para políticos del último informe (el informe completo no estaba disponible todavía*), hay cinco cosas que destacan.

    1) Una humildad refrescante. Pese a la habitual caricatura de los pronunciamientos científicos y económicos, el informe reconoce varios de los errores más comunes de la tecnocracia. Primero, hay un reconocimiento explícito de que:

    “las prácticas y sistemas de conocimiento indígenas, locales y tradicionales, incluida la visión holística de la comunidad y el medio ambiente de los pueblos indígenas son un recurso fundamental para adaptarse al cambio climático”

    En primer lugar, el SPM reconoce los límites de la valoración económica, “ya que muchos impactos, como la pérdida de vidas humanas, patrimonio cultural y servicios de ecosistema, son difíciles de evaluar y asignarles un valor”. Aunque el enmarcar los ecosistemas como “servicios” parte de la presunción de un determinado sistema económico, la frase anterior supone una precaución importante ante las cifras que se citan a continuación en el informe.

    Se afirma también que el amplio rango de predicciones económicas se debe al amplio abanico de «factores de descuento». Esto es importante, dado que los factores de descuento, que son utilizados por los economistas para valorar las relaciones futuras de coste/beneficio, a menudo dan lugar a un razonamiento circular: se usa un factor de descuento alto, lo que hace que los costes futuros parezcan pequeños, lo que lleva a que actuar como si no importara el futuro parezca racional ((Esto no quiere decir que los factores de descuento no sean útiles: pueden ser utilizados para modelar comportamientos realistas para actores económicos. De hecho, las grandes corporaciones en particular operan pensando en el muy corto plazo, uno de los motivos que nos han llevado a esta situación. El problema aparece cuando hay un movimiento circular entre el dominio descriptivo y el normativo: cuando lo que ocurre se utiliza para determinar lo que debería ocurrir.)).

    2) Las Cinco ‘Razones para la Preocupación’ (RFCs, de sus siglas en inglés). El Quinto Informe resume las malas noticias sobre los impactos del cambio climático en cinco puntos clave. Aunque la extrema brevedad está claramente dirigida al deseo de los políticos de tener resúmenes ejecutivos de resúmenes ejecutivos, la verdad es que estos puntos resumen una cantidad enorme y muy compleja de literatura. Las cinco RFCs son:

    1. sistemas únicos amenazados (en particular el hielo marino del Ártico y los arrecifes de coral).
    2. episodios de tiempo extremo (olas de calor, precipitación extrema e inundaciones en las zonas costeras).
    3. Distribución del impacto (en particular en lo referente a la producción agrícola y el desarrollo desigual).
    4. Efectos agregados de los impactos globales (impactos en la economía y en la biodiversidad de múltiples tendencias combinadas).
    5. Acontecimientos puntuales de gran escala (impactos específicos asociados al cruce irreversible de puntos de inflexión, como la pérdida de hielo continental y el aumento del nivel del mar subsiguiente).

    Por estas aseveraciones, el IPCC ha sido acusado de “alarmismo”. Pero si esto es alarmante, es solo porque las consecuencias de seguir como hasta ahora son así de malas. Si acaso, las RFCs son enunciadas en términos secos y tecnocráticos, teniendo en cuento que describen guerras, hambrunas, sequía, migraciones masivas y el colapso de ecosistemas.

    3) La interseccionalidad. El SPM apoya explícitamente una aproximación interseccional a los impactos y la vulnerabilidad. Siendo cínicos, este énfasis en considerar múltiples causas podría ser visto como una forma de evitar criticar al capitalismo (lo que iría contra el mandato apolítico del IPCC). Pero, en general, este enfoque debe ser bienvenido. El informe menciona dice:

    » …procesos sociales que se entrecruzan y resultan en desigualdades de estatus socieconómico e ingresos, así como en exposición [al riesgo]. Estos procesos sociales incluyen, por ejemplo, discriminación debido a género, clase, raza, edad y (dis)capacidad.((Obviamente, el concepto de «clase» de la ONU no es marxista ni comunista libertario.))»

    Se podría hacer una distinción entre interseccionalidad tecnocrática o dirigida a resolver problemas, que considera los procesos citados como inevitables, y una interseccionalidad crítica que enfatizara las luchas sociales que rodean su (re)producción((En otras palabras, reconocer que la desigualdad existe no es lo mismo que analizar las relaciones de poder que la (re)constituyen.)). Esto tiene implicaciones prácticas: la primera tiende a ver la solución como más «libertad, igualdad, propiedad y Bentham«, mientras que la segunda se fija más en cómo estas exclusiones y jerarquías se reproducen mutuamente bajo condiciones capitalistas((Para un ejemplo de interseccionalidad crítica, léase la argumentación de Jasbir Puar sobre cómo la inclusión limitada (el matrimonio entre personas del mismo sexo) para gays «homonacionalistas» ha significado simultáneamente la exclusión y patologización del «otro» musulmán en la Guerra contra el Terror. En un contexto específico de cambio climático, un buen ejemplo es Wrath of capital, de Adrian Parr, que insiste en la importancia de las relaciones de clase, sin excluir el análisis de género, raza y otros condicionantes sociales.)). Esto nos lleva a uno de los defectos del SPM:

    4) La relación entre la reducción de la pobreza y el crecimiento económico. El SPM relaciona la reducción del crecimiento económico debido al cambio climático con las crecientes dificultades en la reducción de la pobreza. Esto se hace eco de la conocida pero completamente errónea idea del «trickle-down» y la curva de Kuznets. El reciente trabajo de Thomas Piketty sobre la desigualdad hace hincapié en que la tendencia es hacia un aumento de la polarización y la pauperización relativa, con breves inversiones a lo largo del siglo XX debido a factores excepcionales. De la página 15 de El capital en el siglo XXI:

    «La aguda reducción de la desigualdad de ingresos que se observa en casi todos los países ricos entre 1914 y 1945 se debió sobre todo a las guerras mundiales y a los violentos cambios políticos y económicos que conllevaron, especialmente para gente con grandes fortunas. Tuvo muy poco que ver con el pacífico proceso de movilidad entre clases descrito por Kuznets((Piketty es un socialdemócrata al que le gusta enfatizar que Marx se equivocaba, pero ha reunido una gran cantidad de datos económicos muy útiles (que, además, sugieren lo contrario)))»

    Además, el análisis de Beverly Silver del sector automovilístico ha demostrado que la mejora de las condiciones locales están fuertemente relacionadas con el nivel de lucha de clases. Dicho esto, el informe del IPCC incide en que el cambio climático afectará desproporcionadamente a los que ya viven en la pobreza y la marginalidad, por lo que el titular de que el cambio climático es malo para la reducción de la pobreza sigue siendo válido.

    5) El énfasis en la resiliencia. Para terminar, el informe da una definición útil de resiliencia, un término que despierta cada vez más dudas. Es la siguiente:

    «La capacidad de los sistemas sociales, económicos y medioambientales de enfrentarse a un acontecimiento, una tendencia o una perturbación peligrosa, y responder o reorganizarse de forma que se mantenga su función, identidad y estructura esenciales, pero sin perder la capacidad de adaptación, aprendizaje y transformación.»

    El término viene de la ecología, pero está siendo recuperado e incorporado al lenguaje político. La definición dada muestra por qué: los estados enfatizan el aspecto conservador de «mantener su función esencial», mientras que los ecologistas (y quizá los radicales) hacen hincapié en «la capacidad de adaptarse, aprender y transformarse». Un crítico señala cómo el uso por parte de los estados de «resiliencia» se concreta en insistir continuamente en que nos conformemos y aguantemos calamidades, convirtiéndose básicamente en «aguantaos y seguid adelante». Pero este significado recuperado no agota los significados del concepto, y la capacidad de transformación social bajo condiciones adversas es sin duda central al problema del cambio climático.

    Mientras…

    …el Secretario de Estado de los Estados Unidos ha avisado de que la inacción frente al cambio climático puede ser catastrófica, mientras los Estados Unidos siguen adelante con el proyecto del oleoducto Keystone XL (la construcción del proyecto Keystone XL fue finalmente detenida por la administración Obama debido a la presión activista. Tras la llegada de Donald Trump al poder, el proyecto se retomó)  para aumentar aún más la producción de combustibles fósiles no convencionales. Los gobernantes ven la catástrofe en el horizonte… y aceleran. Ninguna cantidad de consenso científico va a cambiar eso, solo el bloqueo del desarrollo basado en combustibles fósiles.

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  • Crítica al catastrofismo climático (Daniel Aldana Cohen)

    Crítica al catastrofismo climático (Daniel Aldana Cohen)

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    Traducido de https://www.jacobinmag.com/2017/07/climate-change-new-york-magazine-response.

    Un ejemplo clásico de eco-apartheid, visto desde el cielo, en São Paulo. Luiz Arthur Leirao Vieira

    El artículo «The Uninhabitable Earth» (La Tierra inhabitable), de Wallace-Wells, publicado en la revista New York, fetichiza de forma selectiva la ciencia natural y es social y políticamente inútil.

    Voy a dejar la ciencia a Michael Mann, que la expone en su página de Facebook. Sí, obviamente, si no llevamos a cabo ninguna acción real para reducir las emisiones estamos jodidos. PERO: Eso no va a suceder. La zona de peligro realmente realista es una combinación de muy poca descarbonización, que ocurra demasiado tarde, en el contexto de un endurecimiento de las desigualdades de clase, raza y género —en suma, un eco-apartheid—. Esas brutales desigualdades y las balas que las mantienen —no las moléculas de metano— son lo que matará a la gente.

    Y que la violencia climática no resultaría de que no se redujeran en absoluto las emisiones. Es totalmente compatible con una enorme reducción de emisiones. Aunque, por supuesto, cuanto menos reduzcamos las emisiones mediante un amplio programa de intervención económica igualitaria (o «ecologías democráticas»), más probable es que haya violencia.

    Es más, el colapso ecológico no resultará del calentamiento desbocado porque no hay ninguna posibilidad de que alcancemos los +4 °C sin que se dé una serie masiva —y potencialmente horripilante, pero también potencialmente salvadora— de esfuerzos en geoingeniería. Un solo país pobre podría llenar la atmósfera de azufre, bloqueando mucha luz solar. Y esto sería muy peligroso. También es concebible que la luz del sol fuera más tenue durante cinco años a fin de comprar tiempo para eliminar el carbono. Deberíamos hacer todo lo posible para evitar llegar a ese punto, pero eso no significa que no vaya a suceder.

    No apoyo la geoingeniería o el eco-apartheid, pero esas son las dos pesadillas más probables. Y la primera podría, en el contexto de una intervención muy breve y específica e inteligente, ayudar a prevenir la segunda. (Aunque, como se desprende de todo lo que he dicho o escrito, estoy de acuerdo con el aplastante consenso de todas las personas de buena voluntad de que debemos ir con todo a una descarbonización de manera increíblemente rápida y radical.)

    La palabra «capitalismo» aparece cuatro veces en este artículo de muchos miles de palabras. Si bien aparentemente entra en el debate acerca de lo que los humanos se están haciendo a sí mismos, en su lugar fetichiza la parte que le conviene de las ciencias naturales, junto con un resumen del aspecto más débil y menos crítico de la ciencia social del clima.

    ¿Es cierto que prácticamente todo el mundo subestima los peligros que plantea el cambio climático? Sí. Pero ¿la mayor amenaza es simplemente el cambio climático sin control? No: es el «demasiado poco, demasiado tarde», sumado a la guerra racial y de clases y a los experimentos con el planeta. Es, básicamente, el peligro de que una despiadada minoría de derechas imponga el privilegio de unos pocos ricos sobre todos los demás. Esa es la verdadera y aterradora (y política) historia.

    Si la política climática satisface las aspiraciones de la mayoría global a través de «ecologías democráticas», podremos luchar contra el eco-apartheid y descarbonizar la prosperidad.

    Y de ello resulta que la solución no es una mejor comprensión de la ciencia. Son las campañas políticas las que ponen de relieve la igualdad, la prosperidad y la esperanza. Siento la autocita, pero acabo de escribir sobre este tema:

    Independientemente de cuáles sean en última instancia los puntos de inflexión del sistema tierra, cada fracción de un grado de calentamiento que evitamos significa salvar millones de vidas —personas que podrían jugar en las ciudades que, esperamos, habremos liberado totalmente del patriarcado—. Cada centímetro de elevación del nivel del mar que evitamos aleja en mayor medida a Nueva York —y Miami, y Shanghai, y Dhaka, y Ciudad Ho Chi Minh— del derrumbe. Cada tonelada extra de combustible fósil que mantenemos en el suelo significa que más casas cerca del borde del agua se mantendrán en pie. Cada unidad de energía que nunca usamos, porque organizamos nuestras ciudades de manera más justa y eficiente, nos da más tiempo para construir una infraestructura más inteligente, una energía más limpia. Y a medida que corremos para mantenernos a salvo, la lucha contra el racismo se convierte en una lucha contra el eco-apartheid.

    Vale la pena ganar cada pequeña victoria. Así es como veo la «guerra de posiciones» de Antonio Gramsci en el siglo XXI: la guerra de trincheras del carbón. Desde cada posición excavada, la posibilidad de un avance repentino. No sabemos cuándo llega ese momento. Pero luchamos obstinadamente hasta que lo haga, para estar listos. Para mantener el ánimo, compartimos historias: sobre destellos de heroísmo y sobre una larga vida incierta, sobre peligros líquidos y placeres cálidos.

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