Una científica nos cuenta cómo su disciplina inculca la cronosciencia.

Por Marcia Bjornerud

Original publicado en Nautilus el 13 de septiembre de 2018. Traducido por Íñigo Vitón.

Como geóloga y profesora hablo y escribo sobre eras y eones con bastante facilidad. Uno de los cursos que imparto habitualmente es “Historia de la Vida y la Tierra”, un resumen de los 4.500 millones de años de historia del planeta –en un trimestre de 10 semanas. Pero como humana, y más específicamente como hija, madre y viuda, me esfuerzo como una más en mirar al Tiempo honestamente a la cara. Es decir, admito ser un poco hipócrita con el tiempo (cronohipócrita).

La aversión hacia el tiempo nubla el pensamiento personal y colectivo. La ahora cómica crisis “Y2K” (Año 2000) que amenazó con paralizar la economía y los sistemas informáticos de todo el mundo en el cambio de milenio fue causado por los programadores de los 60 y ’0 que al parecer nunca pensaron que el año 2000 fuera a llegar. A lo largo de la pasada década, los tratamientos de Botox y cirugía plástica han sido vistos como maneras saludables de levantar la autoestima en vez de como lo que realmente son: evidencias de que tememos y odiamos nuestro tiempo de vida. Nuestra aversión natural a la muerte es amplificada en una cultura que posiciona al Tiempo como un enemigo y hace todo lo posible para negar su paso. Como Woody Allen dijo: “los estadounidenses creen que la muerte es opcional”.

Este tipo de negación del tiempo, enraizada en la combinación tan humana de vanidad y temor existencial, es quizá la forma más frecuente y remisible de lo que podemos llamar cronofobia. Pero hay otras variedades más tóxicas que van de la mano de las más benignas para crear un analfabetismo temporal omnipresente, obstinado y peligroso en nuestra sociedad. En el siglo XXI nos sorprendería que un adulto instruido fuera incapaz de identificar los continentes en un mapa, aunque estamos cómodos con la inconsciencia generalizada sobre todo lo que no sea lo más superficial de la larga Historia del Planeta (Uhm ¿estrecho de Bering… dinosaurios… Pangea?). La mayoría de personas, incluidas aquellas que viven en países enriquecidos y técnicamente avanzados, no tienen el sentido de la proporción temporal –las duraciones de los grandes capítulos en la Historia de la Tierra, las tasas de cambio durante intervalos previos de inestabilidad ambiental, las escalas temporales intrínsecas del “capital natural” como los sistemas de agua subterránea. Como especie, tenemos un desinterés ingenuo y una reticencia parcial al tiempo antes de nuestra aparición en la Tierra. Sin gusto por historias en las que no haya protagonistas humanos, mucha gente simplemente no se toma ninguna molestia en la Historia Natural. Somos, por tanto, intransigentes y cronoignorantes analfabetos del tiempo. Como conductores inexpertos pero sobreconfiados, aceleramos hacia paisajes y ecosistemas sin conocimiento de sus patrones de tráfico paulatina y largamente establecidos, y entonces reaccionamos con sorpresa e indignación cuando nos enfrentamos a catástrofes por haber ignorado las leyes naturales. Esta ignorancia de la historia planetaria socava cualquier reivindicación que hagamos de la modernidad. Estamos navegando temerariamente hacia nuestro futuro usando concepciones del tiempo tan primitivas como un mapa del siglo XIV, cuando los dragones acechaban en los bordes de una tierra plana. Los dragones de la negación del tiempo aún persisten en una sorprendente variedad de hábitats.

Entre los varios enemigos del tiempo, el creacionismo de la Tierra Joven exhala la mayoría del fuego, pero al menos es predecible en su oposición. En los años de enseñanza de geología en la universidad, he tenido estudiantes de entornos cristianos evangélicos que han luchado seriamente para reconciliar su fe con el conocimiento científico de la Tierra. Sinceramente empatizo con su angustia e intento señalar caminos para la resolución de este conflicto interno. Primero, enfatizo que mi trabajo no es desafiar sus creencias personales, sino enseñar la lógica de la geología (geo-¿lógica?), los métodos y herramientas de la disciplina que nos permiten no solo comprender cómo funciona la Tierra en el presente, sino también documentar en detalle su elaborada e impresionante historia. Algunos estudiantes parecen satisfechos manteniendo aisladas la ciencia de las creencias religiosas a través de esta separación metodológica. Pero a menudo, como aprenden a leer rocas y paisajes por sí mismos, las dos visiones del mundo parecen cada vez más incompatibles. En estos casos, uso una variación del argumento de Descartes en sus Meditaciones sobre si su experiencia del Ser es real o una elaborada ilusión creada por un dios o un demonio malevolente.[i]

En un curso de introducción a la geología, rápidamente uno empieza a entender que las rocas no son nombres (sustantivos) sino verbos, evidencias visibles de los procesos: una erupción volcánica, el crecimiento de un arrecife de coral, la elevación de una cadena montañosa. En cualquier sitio que uno mire, las rocas dan testimonio de eventos que se han desarrollado en largos periodos de tiempo. Poco a poco, a lo largo de más de dos siglos, las historias locales contadas por las rocas en cada rincón del mundo han sido hiladas en un gran tapiz global: la escala de tiempo geológico. Este “mapa” del Tiempo Profundo representa uno de los grandes logros intelectuales de la humanidad, arduamente construido por estratígrafos, paleontólogos, geoquímicos y geocronologistas de diversas culturas y credos. Es todavía un trabajo en progreso en el que constantemente se están añadiendo detalles y cada vez se están realizando calibraciones más precisas. Hasta ahora, nadie en más de 200 años ha encontrado una roca o fósil anacrónico –como el biólogo J.B.S. Haldane supuestamente dijo, “un conejo precámbrico”[ii]– que represente una inconsistencia interna fatídica en la lógica de la escala de tiempo.

Si uno reconoce la credibilidad del trabajo metódico por incontables geólogos alrededor del mundo (muchos al servicio de compañías petrolíferas), y uno cree en un dios como creador, la elección es entonces aceptar la idea de (1) una Tierra vieja y compleja con cuentos épicos para contar, puesta en marcha por un creador benevolente hace muchos eones, o bien (2) una Tierra joven fabricada hace solo unos pocos miles de años por un creador retorcido y deshonesto que sembró evidencias de especies de un planeta viejo en cada rincón y grieta, desde los yacimientos fósiles hasta los cristales de zircón, anticipándose a nuestras exploraciones y análisis de laboratorio. ¿Qué es más herético? Un corolario de este argumento, a desplegar con tacto y cuidado, es que comparado con la profunda, rica y gran historia geológica de la Tierra, la versión del Génesis es una simplificación ofensiva, una reducción tan extrema que llega a ser irrespetuosa con la Creación.

Por más exasperantes que lleguen a ser los profesionales de la Tierra Joven y creacionistas, al menos son completamente francos sobre su cronofobia. Más penetrantes y corrosivas son las formas casi invisibles de negar el tiempo que están incrustadas en lo más profundo de nuestra sociedad. Por ejemplo, en la lógica de la economía, en la que la productividad laboral siempre debe aumentar para justificar salarios más altos, profesiones que se centran en tareas que simplemente requieren tiempo –educación, enfermería, o artes escénicas– constituyen un problema porque no pueden hacerse significativamente más eficientes. Tocar un cuarteto de cuerda de Haydn lleva tanto tiempo en el siglo XXI como en el XVIII; ¡no ha habido progreso! Esto a veces se llama “enfermedad de Baumol”, por el economista que describió por primera vez este dilema.[iii] Que sea considerado una patología muestra mucho acerca de nuestra actitud hacia el tiempo y el poco valor que en Occidente le damos al proceso, desarrollo y maduración.

Los años fiscales y las legislaturas imponen una visión miope del futuro. Los pensadores cortoplacistas son recompensados con bonus y reelecciones, mientras que aquellos que se atreven a tomarse en serio nuestra responsabilidad para con las futuras generaciones normalmente se encuentran en minoría, silenciados y sin cargos. Pocas instituciones públicas modernas son capaces de hacer planes más allá de los ciclos bienales de presupuestos (o de los cuatro años electorales). Incluso dos años de planificación parecen hoy en día más allá de la capacidad del Congreso y las legislaciones estatales, donde las medidas de gasto temporales y de última hora se han convertido en la norma. Las instituciones que aspiran a una visión a largo plazo –Parques Naturales y Nacionales, bibliotecas públicas y universidades– son cada vez más vistas como cargas para el contribuyente (u oportunidades sin aprovechar para patrocinios corporativos).

Conservar recursos naturales –suelo, bosques, agua– para el futuro de la nación fue una vez considerado una causa patriótica, evidencia del amor por el país. Pero hoy en día, el consumismo y la modernización se han mezclado de manera extraña con la idea de la buena ciudadanía (un concepto que ahora incluye a las corporaciones). De hecho, la palabra consumidor se ha convertido más o menos en sinónimo de ciudadano, y esto no parece molestar a nadie. “Ciudadano” implica compromiso, contribución, dar y recibir. “Consumidor” sugiere solo dar, como si nuestro único papel es devorar todo a la vista, como langostas descendiendo sobre un campo de cultivo. Nos podemos burlar del pensamiento apocalíptico, pero la idea aún más omnipresente –de hecho, el credo económico– de que los niveles de consumo pueden y deben aumentar continuamente es igual de ilusa. Y mientras la necesidad de una visión a largo plazo se hace más urgente, nuestra capacidad de atención se reduce al escribir y twittear en un Ahora hermético y narcisista.

La Academia debe, también, asumir alguna responsabilidad por amparar una proclama disimulada de negación del tiempo, al privilegiar ciertos tipos de investigación. La física y la química ocupan los primeros niveles en la jerarquía de la actividad intelectual debido a su exactitud cuantitativa. Pero esta precisión en caracterizar cómo funciona la Naturaleza solo es posible bajo condiciones muy controladas, totalmente antinaturales, disociadas de una historia o momento particular. Su denominación como ciencias “puras” es reveladora; son puras en tanto que son esencialmente atemporales – in corromper por el tiempo, interesadas únicamente en las verdades universales y las leyes eternas[iv]. Como las “formas” de Platón, estas leyes inmortales son a menudo consideradas más reales que cualquier manifestación específica de ellas (por ejemplo, la Tierra). Por el contrario, las disciplinas de la biología y la geología ocupan rangos bajos en la pirámide académica porque son muy “impuras”, carentes de los embriagadores matices de la certeza porque están impregnados de la cabeza a los pies de tiempo. Las leyes de la física y la química obviamente se aplican a las formas vivas y a las rocas, y es posible también abstraer algunos principios generales sobre cómo funcionan los sistemas bio y geológicos, pero el corazón de estas disciplinas reside en la abundancia idiosincrásica de organismos, minerales y paisajes que han emergido a lo largo de la larga historia de este particular rincón del cosmos.

La biología como disciplina ha ascendido por su rama molecular, con su enfoque de laboratorio de bata blanca y sus venerables contribuciones a la medicina. Pero la humilde geología nunca ha conseguido el brillante prestigio de otras ciencias. No tiene Premio Nobel, ni cursos avanzados en el instituto, y un prototipo de persona anticuada y aburrida. Esto por supuesto que molesta a los geólogos, pero también tiene serias consecuencias para la sociedad en un momento en que los políticos, CEOs y ciudadanos ordinarios necesitan urgentemente conocimientos sobre la historia del planeta, anatomía y fisiología.

En primer lugar, la percepción del valor de una ciencia influye profundamente en los fondos que recibe. Por frustración con las limitadas inversiones en investigaciones de geología básica, algunos geoquímicos y paleontólogos que estudian los orígenes de la Tierra y los rastros más antiguos de vida en el registro geológico se han reinventado astutamente como “astrobiólogos” para aprovecharse de los proyectos de la NASA que apoyan investigaciones acerca de la posibilidad de vida en algún otro lugar del Sistema Solar o más allá. Aunque admiro esta maniobra inteligente, es descorazonador que los geólogos tengamos que colarnos en el eximio programa espacial para conseguir interesar al público y a los legisladores por su propio planeta.

En segundo lugar, la ignorancia y la desconsideración de la geología por parte de otros científicos tiene serias consecuencias medioambientales. Los grandes avances en física, química e ingeniería conseguidos en los años de la Guerra Fría – desarrollo de tecnologías nucleares; síntesis de nuevos plásticos, pesticidas, fertilizantes y refrigerantes; mecanización de la agricultura; expansión de las autopistas – han dado lugar a una era de prosperidad sin precedentes, pero también dejan un negro legado de contaminación de aguas subterráneas, destrucción del ozono, pérdida de suelos y de biodiversidad, y un cambio climático, a pagar por las generaciones venideras. Hasta cierto punto, los científicos e ingenieros responsables de estos logros no pueden ser culpados; si uno es entrenado para pensar en los sistemas naturales de manera muy simplificada, excluyendo los casos particulares para aplicar las leyes idealizadas, y uno no tiene experiencia en cómo las perturbaciones a estos sistemas pueden repercutir a lo largo del tiempo, entonces las consecuencias indeseadas de estas intervenciones se presentarán como sorpresas. Y para ser justos, hasta los 70, las propias geociencias no tenían las herramientas analíticas necesarias para conceptualizar el comportamiento de sistemas naturales complejos en escalas de tiempo de décadas o siglos.

A estas alturas, sin embargo, ya deberíamos haber aprendido que tratar el planeta como si fuera un objeto simple, predecible y pasivo en un experimento controlado de laboratorio es científicamente inexcusable. No obstante, la misma vieja arrogancia de la crono-ceguera le está permitiendo a la seductora idea de la ingeniería climática, algunas veces llamada geoingeniería, ganar peso en ciertos círculos académicos y políticos. El método mayoritariamente más debatido para enfriar el planeta sin tener que hacer el duro trabajo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero es la inyección de aerosoles de sulfato, partículas reflectantes, en la estratosfera –la capa más alta de la atmósfera– para imitar el efecto de las grandes erupciones volcánicas, que en el pasado han conseguido enfriar temporalmente el planeta. Por ejemplo, la erupción en Filipinas del Monte Pinatubo en 1991, causó una pausa de dos años en el aumento continuo de la temperatura global. Los principales defensores de este tipo de jugueteos planetarios son físicos y economistas, quienes argumentan que sería barato, efectivo y tecnológicamente fiable, y lo promueven bajo el benigno, casi burocrático nombre de “Gestión de la Radiación Solar”.

Pero la mayoría de los geocientíficos, muy conscientes de que incluso los pequeños cambios en los complejos sistemas naturales pueden tener consecuencias graves e imprevistas, son profundamente escépticos. Los volúmenes de sulfato requeridos para revertir el calentamiento global serían el equivalente a una erupción del tamaño de la del Pinatubo cada pocos años –durante al menos un siglo– ya que detener las inyecciones sin una reducción significativa de los gases de efecto invernadero desembocaría en un aumento brusco de la temperatura global que podría estar más allá de la capacidad de adaptación de gran parte de la biosfera. Peor aún, la efectividad de la estrategia disminuye con el tiempo, porque al incrementarse las concentraciones de sulfato estratosférico, las pequeñas partículas se fusionan en otras mayores, que son menos reflectivas y tienen un tiempo menor de permanencia en la atmósfera. Y lo que es más importante, incluso aunque probablemente hubiera una reducción neta en la temperatura global, no tenemos manera de saber exactamente cómo se verían afectados los sistemas climáticos locales o regionales. (Y dicho sea de paso, no tenemos mecanismos de gobernanza internacional para vigilar y regular la manipulación de la atmósfera a escala planetaria).

Dicho de otro modo, es hora de que todas las ciencias adopten un respeto geológico por el tiempo y su capacidad de transfigurar, destruir, renovar, amplificar, erosionar, propagar, enredar, innovar y exterminar. Se puede decir que comprender el tiempo profundo es la mayor contribución de la geología a la humanidad. Al igual que el microscopio y el telescopio ampliaron nuestra visión a reinos espaciales que una vez fueron demasiado pequeños o demasiado grandes para nosotros, la geología nos proporciona unas lentes por las que poder ser testigos del tiempo de un modo que trasciende los límites de nuestra experiencia humana.

Pero ni siquiera la geología puede eximirse de la culpabilidad por las ideas falsas que la gente tiene sobre el tiempo. Desde el nacimiento de la disciplina en los primeros años del siglo XIX, los geólogos –congénitamente recelosos de los creacionistas de la Tierra Joven– han hablado sin cesar sobre la inimaginable lentitud de los procesos geológicos, y de la idea de que los cambios geológicos se acumulan solo durante inmensos periodos de tiempo. Además, los libros de texto de geología señalan invariablemente (casi regodeándose) que si los 4.500 millones de años de la historia de la Tierra se escalaran a un día de 24 horas, toda la historia humana transcurría en la última fracción de segundo antes de la media noche. Pero esta es una manera errónea, e incluso irresponsable, de entender nuestro lugar en el Tiempo. Por un lado, sugiere un grado de insignificancia y desempoderamiento que no solo es psicológicamente alienante, sino que nos permite ignorar la magnitud de nuestros efectos sobre el planeta en este cuarto de segundo. Por otro, niega nuestras raíces profundas y nuestro permanente entrelazamiento con la Historia de la Tierra; nuestro clan específico tal vez no haya aparecido hasta justo antes de las doce campanadas, pero nuestra extensa familia de organismos vivos ha estado aquí desde al menos las 6am. Por último, la analogía implica que, apocalípticamente, no hay futuro. ¿Qué ocurre después de medianoche?

Aunque nosotros, humanos, nunca dejemos totalmente de preocuparnos y aprender a amar el tiempo (por tomar prestada una frase del Dr. Strangelove), quizá podamos encontrar algún punto medio entre la cronofobia y la cronofilia, y desarrollar la práctica de la cronosciencia, una visión clara de nuestro lugar en el Tiempo, del pasado que vino antes de nosotros y del futuro que transcurrirá sin nosotros.

La cronosciencia incluye un sentimiento de distancias y proximidades en la geografía del tiempo profundo. Centrarse solo en la edad de la Tierra es como describir una sinfonía por su número de compases. Sin tiempo, una sinfonía es un apilamiento de notas; la duración de las notas y la recurrencia de temas le dan forma. Análogamente, la grandeza de la historia de la Tierra reside en los ritmos gradualmente desarrollados y entrelazados de sus muchos movimientos, con pequeños motivos que se precipitan sobre tonos que resuenan a lo largo de toda la historia del planeta. Estamos aprendiendo que el tempo de muchos procesos geológicos no es tan larghissimo como una vez se pensó; las montañas crecen a velocidades que pueden ser medidas en tiempo real, y el ritmo acelerado del sistema climático es sorprendente incluso para aquellos que lo han estudiado durante décadas.

Aún así, me consuela saber que vivimos en un planeta muy antiguo y duradero, no uno inmaduro, novato y posiblemente frágil. Y mi experiencia diaria como terrícola se enriquece con la conciencia de la presencia prolongada de tantos moradores y versiones previas de este lugar. Comprender las razones de la morfología de un paisaje en particular, es similar a la sensación de comprensión que uno tiene al aprender la etimología de una palabra ordinaria. Una ventana se abre, iluminando un pasado distante aunque reconocible, casi como recordando algo largamente olvidado. Esto encanta al mundo con capas de significado, y cambia la manera de percibir nuestro lugar en él. Aunque deseemos fervientemente negar el tiempo por cuestiones de vanidad, de angustia existencial o arrogancia intelectual, nos empequeñecemos a nosotros mismos proclamando nuestra temporalidad. Por encantadora que sea la fantasía de la atemporalidad, hay una belleza mucho más profunda y misteriosa en la cronosciencia.

Marcia Bjornerud es profesora de Geología en la Universidad de Lawrence. Es Miembro de la Geographical Society of America, y fue becada Fulbright en 2000-2001.

Extracto traducido de Timefulness: How Earth’s Deep Past Can Change the Way We See the Future. Marcia Bjornerud. Copyright © 2018 by Princeton University Press.

[i] Descartes, R. Meditations on First Philosophy, with Selections from the Objections and Replies (1641). Translated by Moriarty, M. Oxford: Oxford World’s Classics (2008).

[ii] Se supone que Haldane dijo esto cuando le preguntaron qué le haría abandonar su convicción sobre la evolución. Esta frase memorable ha sido citada muchas veces, pero su origen no está claro.

[iii] Baumol, W. & Bowen, W. Performing Arts – The Economic Dilemma: A Study Problems Common to Theater, Opera, Music, and Dance. New York: Twentieth Century Fund (1966).

[iv] El físico teórico Lee Smolin es una voz minoritaria reprendiendo a su disciplina por lo que él llama la sistemática “expulsión del tiempo”. Smolin, L. Time Reborn Boston: Houghton Mifflin Harcourt (2013).