Categoría: Green New Deal

El Green New Deal es un paraguas bajo el que se agrupa una serie de políticas que tienen como objetivo declarado el empezar a poner en marcha medidas para superar la crisis ecosocial de la forma más justa posible. Hay muchas variedades de Green New Deal, pero todas tienen en común un énfasis en la transición energética a fuentes de electricidad renovables, la creación de puestos de trabajo bien pagados y de buena calidad y la reestructuración de las ciudades y la forma de vida, de cara a hacerla más sostenible y agradable.

Aunque el término Green New Deal fue acuñado a principio de los dos mil, alcanzó más fama tras la propuesta de la congresista estadounidense Alexandria Ocasio Cortez y el senador Ed Markey en 2018, convirtiéndose en la referencia para todas las propuestas políticas desde el centro izquierda hasta la izquierda en cuestión de transición ecológica, al menos en el mundo anglosajón.

En Europa, el término ha tenido diferente suerte. Algunas formaciones políticas lo intentaron trasplantar a la política española y, ya fuera por la dificultad de traducirlo al castellano o por otros problemas, no tuvieron éxito electoral. La idea, sin embargo, sí ha ido encontrando su hueco en el debate político. Ya sea en la forma de la Green Industrial Revolution de los laboristas británicos, el Green New Deal For Europe impulsado por, entre otros DIEM25, el European Green Deal de la Comisión Europea o la Transición justa del Gobierno español, diversas formas de políticas más o menos expansivas de transformación de la economía y la sociedad están siendo discutidas a diversos niveles. Por supuesto, estas propuestas son muy diferentes entre sí.

Esta indefinición ha mostrado ser, por un lado, una de las grandes fortalezas del plan, que permite que cada grupo module su propuesta de acuerdo a sus prioridades e intereses, sin perder el paraguas del término que ya es famoso. Por otra parte, también ha permitido que planes que no responden en absoluto a las intenciones iniciales de los proponentes (por estar excesivamente basados en el mercado o, en la mayoría de los casos, tratarse de simples reempaquetados del siempre recurrente e injusto plan de subvencionar a grandes grupos industriales) se apropien del término.

Las críticas al Green New Deal han consistido, desde la derecha, en advertir de que se trata de intervenir en la economía para regularla y atacar a los beneficios de las empresas en aras del bien común. Desde la izquierda, y sobre todo desde los grupos ecologistas, se ha insistido en que no puede haber una transición ecosocial sin poner en cuestión las bases mismas del capitalismo, y que no es factible producir toda la energía que ahora mismo necesitamos de forma renovable.

  • Todo el campo

    Todo el campo

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    Por Max Krahé.

    Este artículo fue originalmente publicado bajo el título The whole field en Phenomenal World, revista de economía política y análisis social. 

    En los últimos años, se ha desarrollado un intenso debate sobre los programas y la política de la transición verde[1]. Pero, tras un breve pico, el momento político que dio nueva vida a este tema parece estar retrocediendo. La agenda de Biden ha perdido impulso, la inflación ha pasado a ser el centro de atención y las perspectivas a corto plazo de una legislación tipo Green New Deal se han desvanecido. Sin embargo, con la pandemia de Covid-19 se rompió un dogma económico muy arraigado, y justo cuando la economía política de una transición verde parece más difícil que nunca, el debate político está floreciendo. Ha llegado, pues, el momento de reflexionar sobre los medios estratégicos y las perspectivas políticas de la transformación verde.

    En cuanto a los medios, la planificación será esencial. El enfoque, la energía y la reducción de la incertidumbre de una planificación bien ejecutada son esenciales para afrontar el reto que tenemos ante nosotros, dado el alcance y la velocidad de la transición, que serán necesariamente amplios. Las alternativas –depender de la toma de decisiones locales independientes o de la coordinación basada en el mercado– van desde lo inviable hasta lo intolerablemente arriesgado.

    En cuanto a la política, la situación es complicada pero no desesperada. Ya no es evidente que el marco del Green New Deal –que vincula la desigualdad con la política climática– vaya a tener éxito. En las sociedades desiguales que habitamos, esta estrategia genera tantas coaliciones de oposición como de apoyo. Además, teniendo en cuenta su historial y la debilidad de sus planes, no podemos depositar esperanzas en que unas élites racionales y con visión de largo plazo actúen preventivamente. Sin embargo, como en la naturaleza, hay puntos de inflexión en la política. Debemos fijarnos en ellos si queremos generar la voluntad política necesaria para planificar la transición.

    Diseñar la transformación

    El legítimo debate sobre el futuro de la sostenibilidad no versa sobre los fines –acercar la vida humana en la Tierra a los límites planetarios– sino sobre los medios. ¿Qué hacer, en estas circunstancias?[2]

    La respuesta es bastante sencilla: reducir a cero las emisiones netas de gases de efecto invernadero, renaturalizar buena parte de la tierra, reducir gradualmente el consumo de proteínas animales y transformar el uso de materiales a una economía circular. Pero la ejecución es diabólicamente difícil: cerrar todas las minas de carbón y los pozos de petróleo y gas es una prioridad obvia[3], pero ¿en qué orden, cuándo y dónde? ¿Qué pasa con las fábricas y las centrales eléctricas? ¿Empezamos por la fábrica de coches de Ford en Colonia (Alemania), la moderna central eléctrica de gas de West County en Palm Beach (Florida), la acería integrada de Port Talbot (Gales) o los mataderos de cerdos cerca de Sioux Falls (Dakota del Sur)? ¿Deben cerrarse o reconvertirse? ¿En qué plazos y para qué? ¿Qué deberían hacer los trabajadores de estas plantas? ¿Qué zonas de la tierra deberían retirarse de la agricultura o de otros usos humanos y volver a ser silvestres? ¿Cómo deberían repartirse estos ajustes entre el Norte Global y el Sur Global?

    Y lo que es igual de importante: ¿en qué alternativas se debe invertir? ¿Cómo se pueden satisfacer de forma sostenible las necesidades masivas de vivienda, alimentación, movilidad, atención sanitaria y educación? ¿Desde qué fábricas, utilizando qué materias primas y tecnologías?

    Rápidamente, los detalles prácticos de la transformación convergen en torno a una vieja cuestión: cómo coordinar una compleja división del trabajo. Lo hacen en nuevas circunstancias pero enfrentándose a los mismos retos: ¿qué debe producirse, quién debe hacerlo y quién debe recibirlo? ¿Quién lo decide, según qué directrices y principios, y con qué responsabilidad y ante quién? ¿Cómo se consigue que las elecciones de cada uno encajen con las de todos?

    Las respuestas a estas preguntas pueden dividirse a grandes rasgos en tres categorías: toma de decisiones independientes desde lo local, coordinación basada en el mercado, y planificación[4]. Un estudio de sus respectivos puntos fuertes y débiles muestra que, dada la tarea que tenemos por delante, la planificación es clave.

    Los límites de la toma de decisiones local

    La primera categoría, la toma de decisiones local independiente, tiene evidentes resonancias con la historia del movimiento ecologista[5]. Sin embargo, como técnica de coordinación, la toma de decisiones local tiene un alcance intrínsecamente limitado: la verdadera reducción de la producción a nivel local implicaría probablemente renunciar a las comodidades básicas de la vida moderna, lo que la haría políticamente inviable. Si se intenta preservar las redes de producción extensas, el localismo o bien fracasa en su coordinación, o bien converge en la coordinación de mercado o planificada[6].

    ¿Los mercados al rescate?

    Dada la trayectoria de los experimentos económicos a lo largo del siglo XX, la coordinación del mercado es el medio preferido por poderosos grupos de interés de todo el espectro político. Y de hecho, aunque tiene importantes defectos, la coordinación basada en los mercados es una poderosa tecnología social.

    ¿Cómo funciona en la práctica? Una buena descripción se encuentra en el clásico de Hayek El uso del conocimiento en la sociedad:

    Supongamos que en algún lugar del mundo ha surgido una nueva oportunidad para el uso de alguna materia prima, digamos el estaño, o que se ha eliminado una de las fuentes de suministro de estaño. No importa para nuestro propósito –y es muy significativo que no importe– cuál de estas dos causas ha hecho que el estaño sea más escaso. Todo lo que los usuarios de estaño necesitan saber es que […] [porque los precios del estaño han aumentado] en consecuencia deben economizar estaño. […] el efecto se extenderá rápidamente por todo el sistema económico e influirá no sólo en todos los usos del estaño, sino también en los de sus sustitutos y en los sustitutos de estos sustitutos, en el suministro de todas las cosas hechas de estaño, y en sus sustitutos, y así sucesivamente.[7]

    A diferencia de la planificación, argumentaba Hayek, la coordinación del mercado no requiere que nadie «inspeccione todo el campo». En cambio, los mercados entrelazan muchos «campos de visión individuales limitados» a través de las señales de los precios, como el aumento del coste del estaño. De este modo, los mercados movilizan el conocimiento tácito y local disperso entre diferentes personas y coordinan las diversas acciones así emprendidas, sin necesidad de ningún plan o visión global.

    ¿Cómo puede utilizarse este mecanismo para coordinar la transición hacia la sostenibilidad? La opción por defecto es poner un precio a las externalidades. Para generar esta nueva señal, se cuantifica el problema en cuestión –ya sean emisiones, uso de la tierra, uso de fósforo o nitrógeno–, es decir, se obliga a las empresas a registrar sus emisiones de CO2, su uso de nitrógeno, sus residuos de plástico, etc. Una vez cuantificado, se pone un precio a cada incremento, ya sea con un impuesto o con un sistema de tope y comercio. Los precios cambian y el mecanismo hayekiano impulsa los cambios correspondientes en la división del trabajo.

    Otra posibilidad es decretar medidas directas en las fases previas del proceso -prohibición de la extracción de combustibles fósiles y del uso de la tierra- y dejar que los precios se ajusten al nuevo panorama de la oferta.

    Una vez modificados los precios, todo lo demás procede como antes: el mismo algoritmo de competencia de mercado, pero trabajando con datos actualizados. A través de los efectos de los precios de primera y segunda ronda, los nuevos precios se filtrarán por el sistema económico, de modo que los ajustes se producen no solo en la producción y el uso de los combustibles fósiles, sino también en sus «sustitutos y los sustitutos de estos sustitutos, la oferta de todas las cosas [relacionadas con los combustibles fósiles], y sus sustitutos, etc.». Este es el poder del mecanismo de mercado, especialmente cuando se combina con prohibiciones y mandatos claros.

    Aunque es potente, la coordinación a través del mercado plantea tres problemas en el caso de la transición hacia la sostenibilidad: el conocimiento, la precaución y la dependencia del camino. Estos problemas hacen que una confianza excesiva en los mecanismos de mercado sea arriesgada, de hecho demasiado arriesgada para que los mercados actúen como la única o principal herramienta para coordinar la transición.

    El problema del conocimiento surge de la siguiente forma. En tiempos de calma y estabilidad, el éxito comercial de una nueva tecnología o industria es una señal fiable para la inversión. Tomemos el caso de los teléfonos móviles y su infraestructura de red. A pesar de una serie de fallos del mercado[8] , los precios y los beneficios comunicaron un conocimiento sobre productividad y prosperidad, atrayendo el capital hacia una industria en alza. Se construyeron redes de comunicación (al menos en zonas densamente pobladas) y se produjo un proceso schumpeteriano de destrucción creativa que cambió el perfil tecnológico del sector de las comunicaciones.

    Sin embargo, cuando los precios cambian rápidamente, el proceso schumpeteriano puede perder el norte. En un contexto de incertidumbre generalizada, ni las empresas ni los inversores financieros sabrán qué tecnologías y modelos de negocio tendrán éxito mañana. Si bien esto no acaba necesariamente con la inversión, tiende a hacerla azarosa: al igual que el concurso de belleza keynesiano[9] , las inversiones financieras pueden llegar a ser rentables sólo si un número suficiente de inversores cree que son una buena inversión. Las burbujas y las profecías autocumplidas se imponen[10], desvirtuando la fiabilidad de la lógica del mercado. Pueden expandir (o forzar el cierre de) las tecnologías e industrias adecuadas, pero también de las equivocadas[11].

    En tiempos de volatilidad, los mercados de inversión pierden así su orientación: comunican expectativas –caprichosas y sujetas a caprichos y modas– en lugar de conocimientos. Incluso cuando se ajustan con la fijación de precios de las externalidades, pueden guiar la actividad económica en la dirección equivocada.

    El problema de la cautela también surge de la volatilidad y la incertidumbre. Cuando las empresas no están seguras de las perspectivas económicas futuras, suelen responder reduciendo la inversión real, prefiriendo la liquidez a los activos fijos y el pago de dividendos o la recompra de acciones a la financiación de nuevas aventuras empresariales. Incluso cuando se evita el problema del conocimiento, y la fijación de precios por externalidades o las prohibiciones en la fase previa modifican los precios como se pretende, haciendo que sólo las empresas sostenibles resulten rentables, un clima de cautela puede estrangular los flujos de capital en la dirección de éstas. En su lugar, los inversores pueden preferir los bonos del Estado, las acciones de primera categoría, los bienes inmuebles y otros activos con un supuesto riesgo más bajo. Esta precaución –preferencia por la liquidez, en el vocabulario de Keynes– ralentiza la transición. Los nuevos negocios orientados a la sostenibilidad se verían obligadas a depender de la lenta acumulación de financiación generada internamente, mientras que las empresas ya establecidas, capaces de pedir préstamos con la garantía de sus activos existentes, seguirían recibiendo financiación en condiciones excesivamente generosas.

    Un tercer problema, el de la dependencia de la trayectoria, reduce aún más la eficacia de los mercados y los precios para coordinar una rápida transición verde: los efectos de cerrojo (“lock-in”) predisponen a las empresas hacia el cambio marginal, alejándolas del cambio sistémico.[12] Cuando las presiones de los precios empiecen a afectarles, es probable que una empresa de carbón, por ejemplo, responda primero buscando eficiencias en sus operaciones, recortando personal, invirtiendo en la última generación de maquinaria conocida y pidiendo rebajas a sus proveedores y subvenciones al Estado, mientras sigue extrayendo carbón. Es poco probable que la empresa responda abandonando rápidamente su negocio principal para hacer la transición a las energías renovables o abandonando por completo el sector energético. Las presiones sobre los precios deben alcanzar niveles elevados –en ese momento tanto su viabilidad política[13] como su contenido informativo[14] empiezan a ser cuestionados– para que se abandonen los caminos bien conocidos[15].

    Este problema de la dependencia del camino puede superarse prohibiendo directamente la producción y el consumo de combustibles fósiles. Pero esto solo mueve el problema a una fase anterior. Sería irresponsable y políticamente suicida decretar una prohibición de un día para otro: las tiendas de comestibles y las farmacias vacías, los apagones y los cortes de luz, y los hogares y escuelas heladas desestabilizarían a la sociedad en general y harían caer al gobierno de turno. Por otro lado, decretar una futura prohibición de los combustibles fósiles dentro de diez, veinte o treinta años sin un plan para su sustitución sería muy similar a poner precios a las externalidades: la toma de decisiones esencial –qué cerrar y cuándo, qué aumentar y dónde– se dejaría en manos de un sistema de mercado que no es muy bueno en la tarea de coordinar un cambio sistémico rápido en un contexto de incertidumbre.

    La urgencia de la transición hacia la sostenibilidad pone a la coordinación a través del mercado en un aprieto: ajustar los precios gradualmente, para preservar el funcionamiento de los mecanismos de mercado, pero arriesgarse a una transformación tardía debido a la dependencia del camino; o ajustar los precios agresivamente para acelerar la transformación, pero arriesgarse a que los mecanismos de mercado funcionen mal debido a los problemas de conocimiento y precaución que surgen en los mercados que operan bajo una profunda incertidumbre.

    Planificación: ¿quién, cómo y para qué? 

    Esto nos lleva a la tercera familia de mecanismos de coordinación: la planificación.

    La planificación, es decir, el establecimiento de prioridades económicas a través de medios diferentes al mercado, debe distinguirse de la economía dirigida. La economía dirigida, a diferencia de la planificación, es una forma particular de introducir planes en la división del trabajo, a saber, con medidas de mando y control[16]. Como demostraron Francia, Suecia, Japón y otras economías mixtas tras la Segunda Guerra Mundial, hay muchas otras formas de introducir planes en una economía: desde la inversión pública directa, pasando por los impuestos y las subvenciones, hasta la regulación bancaria, la orientación del crédito y la asignación de divisas, por nombrar solo algunas[17]. La ventaja de la planificación es su capacidad para concentrar recursos, crear y canalizar energías y reducir la incertidumbre. Pierre Massé, antiguo Comisario General de Planificación de Francia, la llamó l’anti-hasard.[18]

    Cuando se introdujo el Plan Monnet en Francia en 1946, su objetivo era alcanzar el nivel de producción anterior a la guerra en 1948, y superarlo en un 50% en 1950. Bajo el lema «modernización o decadencia», daba prioridad a la inversión sobre el consumo, asignaba las escasas reservas de dólares a sus usos más importantes y canalizaba los recursos hacia los sectores identificados como cruciales para la reactivación y el crecimiento de la economía francesa. «Los cuellos de botella se rompieron muy pronto»[19] y, aunque no se alcanzaron todos los objetivos, el plan proporcionó «disciplina, dirección, visión, confianza y esperanza «[20].

    El Plan Monnet se desarrolló en una situación no del todo diferente a la nuestra. En la posguerra, tanto los fondos nacionales como las divisas extranjeras escaseaban. Como los dólares y los francos no eran de libre cambio en aquella época, había que presupuestarlos por separado, lo que suponía una doble restricción presupuestaria. Hoy nos enfrentamos de nuevo a una doble restricción presupuestaria: económica y ecológica.

    El Plan Monnet sorteó esta doble restricción tan determinante mediante el establecimiento de prioridades. En lugar de intentar planificar todos los sectores, el Plan se centró en seis industrias estratégicas: electricidad, acero, minería del carbón, transporte, cemento y maquinaria agrícola[21]. La lección para hoy es obvia. Hay que centrarse en los cinco sectores que impulsan el cambio climático, el uso del suelo y la pérdida de biodiversidad en la actualidad: la energía, el transporte, la industria[22] , la vivienda y la agricultura.

    El proceso de planificación sectorial fue dirigido por un núcleo de personal en el Commissariat général du Plan, que contaba con un centenar de personas. Este personal central cooperaba con una serie de comisiones llamadas de modernización, compuestas por representantes del Estado, los empresarios y los sindicatos, que abordaban sectores específicos o temas transversales como las finanzas o el trabajo. Estas comisiones, según el alto funcionario Massé, fueron «probablemente la creación más importante de Jean Monnet»[23]. Con entre diez y treinta miembros cada una, actuaban como correas de transmisión de doble sentido: en una dirección, proporcionando al Commissariat général du Plan conocimientos especializados sobre la viabilidad; en la otra, generando el compromiso de las empresas y los sindicatos para ayudar a realizar los objetivos del plan.

    Podemos imaginar un proceso de planificación similar hoy en día: podría crearse un pequeño núcleo de planificación como núcleo central, cuya tarea principal sería reunir comisiones de transición para cada uno de los cinco sectores, así como para cuestiones interrelacionadas como la financiación, el trabajo y el equilibrio regional. Estas comisiones, facilitadas por el personal central, trazarían vías de transición que respondan a la doble restricción presupuestaria actual. Al igual que el antiguo Commissariat général du Plan, la unidad central tendría que estar situada en los niveles más altos del gobierno, para poder cumplir su función más importante: aportar coherencia a la acción gubernamental.

    Una vez elaborado un conjunto de planes de transición, el proceso político determinaría qué herramientas utilizar para inyectar estos planes en la economía: inversión pública, impuestos y tasas selectivos, prohibiciones totales, subvenciones, nacionalizaciones, etc. Al igual que en la economía mixta de la posguerra, los precios y la competencia seguirían coordinando gran parte de la actividad económica, para garantizar el espacio para las iniciativas espontáneas (“bottom-up”) y para preservar las presiones comerciales que facilitan el uso eficiente de los recursos. Los precios y los beneficios también proporcionarían datos importantes que la unidad de planificación de la transición podría utilizar a medida que los planes se fueran desarrollando.

    La forma general de la transición se guiaría por los planes sectoriales, cuya eficacia se desarrollaría en dos etapas: primero, en la fase de elaboración, en la que proporcionan un punto focal para agregar los conocimientos e intereses de los diferentes actores.[24] Segundo, en la fase de implementación, la inversión pública, la regulación, la política fiscal y otras palancas de política pública se utilizan para dirigir los sectores hacia sus trayectorias planificadas.

    Es inevitable que la planificación sectorial se equivocará, tanto por el conocimiento imperfecto como por la incertidumbre inherente al futuro. Además, la planificación se centra en la eficacia, es decir, en el cumplimiento de los objetivos, y no necesariamente en la eficiencia, es decir, en la obtención de resultados al menor coste[25].

    Sin embargo no se encontrará un método perfecto para coordinar la transición, y desde luego no lo suficientemente pronto. La cuestión es: ¿cuánto riesgo y aprendizaje social permite cada enfoque? ¿Y qué probabilidades hay de que la transición se lleve a cabo a tiempo? Al dar una dirección sistémica a la inversión pública y privada, la planificación sectorial permite una experimentación audaz y rápida, y una acción coherente y eficaz, precisamente lo que se necesita ahora mismo.

     

    De las políticas a la política

    Lo anterior es, por supuesto, un conjunto de consideraciones técnico-administrativas, que conlleva un conjunto de supuestos y condiciones previas.

    Un primer conjunto de condiciones previas incluye elementos de carácter administrativo-cultural. Tanto la planificación indicativa francesa como la política industrial japonesa (planificación sectorial con otro nombre) se basaban en tradiciones preexistentes de administraciones estatales capaces y seguras. Pero aunque la capacidad del Estado insuficiente es un reto serio, el problema más profundo es otro: ¿cuál es la política de una transición rápida y planificada? ¿Qué mayoría lo exigirá y aprobará?

    Cuando se dan las condiciones políticas previas, es probable que la planificación tenga éxito. En caso de emergencia, se pueden adaptar las viejas instituciones y construir otras nuevas.[26] De hecho, según Massé, «más que definirse por su propósito, estructura o medios, la planificación francesa [se] caracterizó por su espíritu. El espíritu del plan [era] el concierto de todas las fuerzas económicas y sociales de la nación».[27] En otras palabras, la política es la limitación más básica: el apoyo de una amplia mayoría «de todas las fuerzas económicas y sociales» es la condición necesaria para la planificación.

    En Estados Unidos, el plan Build Back Better del presidente Biden fue recortado por la plutocracia y las limitaciones estructurales del Congreso[28]. En Europa, la política energética divide a la Francia nuclear de la Alemania dependiente del gas, y a la Polonia comprometida con el carbón de los campeones de las renovables como España y Suecia.

    Y lo que es más preocupante, la estrategia discursiva dominante para construir una mayoría suficientemente amplia y poderosa, el enfoque del Green New Deal[29], ha desencadenado una poderosa oposición, lo que hace dudar de sus perspectivas fundamentales de éxito. La oposición es estructural. Una gran cantidad de investigaciones han mostrado que las sociedades occidentales se caracterizan por una gran desigualdad económica y una gran desigualdad en cuanto a las emisiones de carbono[30]. Por lo tanto, un Green New Deal golpearía a los ricos por partida doble: se atacaría tanto su extraordinario consumo de carbono como su desproporcionada cuota de prosperidad.

    Subiendo aún más la apuesta, la manzana de la discordia no es sólo la distribución. Un instrumento clave para llevar a cabo el Plan Monnet era la asignación de capital dirigida por el Estado. Si se quiere restablecer el control estatal sobre los flujos de capital, esto sería o bien prohibitivamente caro, si se hace con derisking y subvenciones[31], o bien un ataque frontal a una fracción especialmente influyente de los ricos, si se hace a través de la represión financiera. Como recordaba el periódico económico francés Les Êchos «el gran olvidado de los años de la reconstrucción de la posguerra fue, por supuesto, el mercado de valores «[32].

    En combinación con la desigualdad política de nuestros tiempos, en la que las voces más suaves de unos pocos tienden a resonar más fuerte que los gritos de la mayoría[33], no es obvio que un New Deal verde sea una estrategia ganadora. Al menos a nivel interno de las reglas de la política actual, los votos adicionales ganados entre los muchos pueden ser superados por la resistencia adicional que oponen los pocos.

    Aunque el cambio climático será una característica permanente de nuestra política en el futuro, las tensiones y divisiones creadas por esta triple desigualdad -riqueza, carbono, poder- pueden empeorar, no mejorar, según las tendencias actuales. A medida que el cambio climático empeore, es posible que se fortalezca la coalición del Green New Deal[34] . Pero esto asustará a los ricos -con razón-, que pueden responder intentando debilitar la capacidad del Estado o el funcionamiento de la economía[35], al tiempo que redoblan su apuesta por el preparacionismo y el escapismo (ya sea de la variedad neozelandesa, la fundación de estados insulares o la colonización espacial). Esta no es una receta para generar «el concierto de todas las fuerzas económicas y sociales de [una] nación».

    Una alternativa a la política de clase de un Green New Deal podría ser apostar conscientemente por «los miembros ilustrados de la clase dominante»[36]. Tal vez con la vista puesta en las horcas, los disturbios por el pan y los refugiados climáticos que se avecinan, esto podría denominarse una «política de sostenibilidad del miedo»[37]. Podría decirse que el Green Deal de la UE es el intento más avanzado en este sentido.

    Sin embargo, el tiempo se está agotando para este enfoque. Tratando de adelantarse a la movilización popular, y condenada a encontrar cambalaches dentro de las élites, la estrategia se ha centrado en políticas mínimamente invasivas. Hasta ahora, estas no han bastado para hacer que ninguno de los grandes bloques se sitúe en una trayectoria de 1,5 grados. Por lo tanto, Richard Seymour tiene razón al describir «un frente burgués unido» como muy probablemente «verde por fuera, marrón por dentro», al menos con respecto a las escalas de tiempo a corto y medio plazo.

    Si un Green New Deal no puede reunir mayorías realpolíticas; si «un frente burgués unido» no puede actuar con la suficiente rapidez; y si estos impases se profundizarán con el tiempo, ¿estamos ya ante el fin de la política climática?

    La conclusión es peligrosamente incompleta[38]. Pintar con colores distópicos puede causar resignación tanto como estimular la acción directa. Y lo que es más importante, el miedo provoca miedo, la violencia violencia. Como sostienen Battistoni y Mann, «si todo el mundo espera que este «caos climático» nos lleve a enfrentarnos unos a otros… eso es lo que obtendremos»[39].

    Así que sí, la política climática está atascada. Sí, no se puede contar con el marco del Green New Deal ni con la tecnocracia climática. Pero, como los historiadores de las transformaciones estructurales llevan tiempo señalando, haríamos bien en recordar que el futuro está abierto. Pensemos que el Bloque del Este parecía estable hasta la víspera de su colapso. En 1989, ocurrió lo inimaginable: el gobierno polaco celebró elecciones abiertas, el Muro de Berlín cayó y los regímenes socialistas estatales abdicaron. «Los diplomáticos perspicaces y los periodistas más capaces se sorprendieron… Dentro de la propia Europa del Este, la revolución fue una sorpresa incluso para los principales disidentes». El ahora salió de la nada.[40]

    Lo que hizo que la sorpresa fuera casi universal fue la dinámica del punto de inflexión de la revolución: mientras la mayoría de la gente creyera que los regímenes del Bloque del Este durarían mucho tiempo en el futuro, la resistencia se consideraba tonta, incluso peligrosa. Pero una vez que aparecieron las primeras grietas, el dique se rompió y millones de personas dieron a conocer su descontento de inmediato. Una configuración política que había parecido estable hasta que se alcanzó su punto de inflexión se derrumbó rápidamente una vez que se cruzó ese umbral.

    2022 no es 1989. La transformación verde es una tarea generacional, no una revolución que se desarrolla en cuestión de meses. Pero las estructuras políticas aparentemente estables pueden cambiar rápidamente cuando se les empuja a cruzar un punto de inflexión. Lo que creemos que es posible depende de lo que otros creen que es posible. Lo que estamos dispuestos a hacer y a sacrificar depende de las acciones y ofrecimientos de quienes nos rodean. Dadas estas interdependencias, las constelaciones congeladas durante mucho tiempo pueden fundirse de repente en cascadas de actividad furiosa. Con el catalizador adecuado, lo que un día parece un problema de acción colectiva irresoluble puede ser superado por un estallido de energía al día siguiente.

    La ilustración de cabecera es una ilustración para tejidos de Ilya Grigorievich Chashnik (1902-1929). 

    Notas

    [1] Han aparecido contribuciones importantes a este debate en publicaciones como la New Left Review (véase la serie «Debating Green Strategy»), The New Statesman (por ejemplo, varios artículos en 2021 de Richard Seymour, James Meadway, Andreas Malm y Alyssa Battistoni y Geoff Mann), así como en Phenomenal World (véase Farooqui y Sahay «Investment and Decarbonization: Rating Green Finance», y el debate entre Farooqui, Sahay, Adam Tooze, Daniela Gabor, Robert Hockett, Saule Omarova y Yakov Feygin)

    [2] Robert Pollin, «De-Growth vs a Green New Deal», New Left Review 112 (2018), 5.

    [3] Si bien existe la posibilidad de que la captura y el almacenamiento de carbono (CAC) se conviertan en una opción viable en el futuro, lo que podría abrir posibilidades para el uso continuado de combustibles fósiles a pequeña escala, se trata de una posibilidad demasiado arriesgada como para apostar por ella.

    [4] Éstas se corresponden con los tres modos básicos de coordinación de la división del trabajo identificados por Karl Polanyi: el intercambio de regalos, la coordinación a través del intercambio de mercado mediado por el precio y la coordinación por un agente central. Polanyi, The Great Transformation (Nueva York: Rinehart & Co, 1944), capítulos 4 y 5.

    [5] Véase, por ejemplo: Ernst F. Schumacher, Small is Beautiful, (Londres: Blond and Briggs, 1973). Aunque hay que tener en cuenta que las propuestas reales de Schumacher son, en gran medida, modificaciones de la toma de decisiones coordinada por el mercado, y no un llamamiento a abandonar este modo de coordinación en favor de la toma de decisiones local independiente. Véase también D’Alisa y Kallis, «Degrowth and the State», Ecological Economics 169 (2020), especialmente la página 5.

    [6] Esta convergencia se refleja en la combinación, a menudo visible en los escritos ecológicos, de esperar «el florecimiento de iniciativas de base» mientras se pide «una acción gubernamental de arriba abajo» (véase D’Alisa y Kallis 2020, p. 5, y Cosme, I., Santos, R. y D.W. O’Neill, «Assessing the degrowth discourse: a review and analysis of academic degrowth policy proposals», Ecological Economics 149, 2017).

    [7] Hayek F.A, «The Use of Knowledge in Society, «American Economic Review 35, no. 4 (1945): 526. Véase también Aaron Benanav, «How to Make a Pencil», Logic 12, 20 de diciembre de 2020 para una descripción concisa y clara.

    [8] Los elevados costes fijos de la infraestructura de red crean los clásicos problemas de monopolio y oligopolio de beneficios anómalos, precios excesivos y falta de inversión en los márgenes. Además, el criterio de rentabilidad hizo que los operadores de redes orientados a la obtención de beneficios rara vez extendieran sus infraestructuras a las zonas rurales y poco pobladas, a no ser que se vieran obligados por la regulación o se vieran incentivados por las subvenciones. Para una útil visión general de los fallos del mercado, véase John Cassidy, How Markets Fail (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2009).

    [9] John Maynard Keynes, The General Theory of Employment, Interest and Money, Volume VIII of the Collected Works (Cambridge: Cambridge University Press, 1973 [1936]), 156.

    [10] Véase: Robert Shiller, Narrative Economics (Princeton: Princeton University Press, 2019); George Akerlof y Robert Shiller, Phishing for Fools (Princeton: Princeton University Press, 2016); Jens Beckert, Imagined Futures (Cambridge: Harvard University Press, 2016); o Akerlof y Shiller, Animal Spirits (Princeton: Princeton University Press, 2010).

    [11] Algunos ejemplos recientes de mercados de inversión que funcionan mal en este sentido son las acciones meme y las criptodivisas. Actualmente son inversiones populares y financieramente atractivas, aunque es difícil argumentar que empresas específicas como AMC y GameStop, o una clase de activos como las criptodivisas (con niveles de consumo de energía exorbitantes) encajen en una economía global sostenible.

    [12] Véase, por ejemplo: Gregory Unruh, «Understanding carbon lock-in», Energy Policy 28, nº 12 (2000) o Karen Seto et al. «Carbon Lock-In: Types, Causes, and Policy Implications», Annual Review of Environment and Resources 41, nº 1 (2016).

    [13] Vera Huwe, Max Krahé y Philippa Sigl-Glöckner, «Effektiv und mehrheitsfähig? Der Emissionshandel auf dem Prüfstand», (Berlín: Dezernat Zukunft, 2021).

    [14] «Cuando una gran cantidad de precios se ajustan por una gran margen en un corto espacio de tiempo, dan mucho más que una señal eficaz. Lo que se recibe es más parecido a una bomba de información». Adam Tooze, «Why inflation and the cost-of-living crisis won’t take us back to the 1970s» (Por qué la inflación y la crisis del coste de la vida no nos devolverán a los años 70), The New Statesman, 4 de febrero de 2022.

    [15] Véase también Moe, «Energy, industry and politics: Energy, vested interests, and long-term economic growth and development», Energy 35, no. 4 (2010), quien, basándose en Schumpeter y Mancur Olson, destaca la importancia del Estado para posibilitar el cambio estructural mediante el rechazo de los intereses creados, deseosos de preservar el statu quo.

    [16] Véase especialmente John H. Wilhelm, «The Soviet Union Has an Administered, Not a Planned, Economy», Soviet Studies 37, nº 1 (1985).

    [17] Véase, por ejemplo, Chalmers Johnson, MITI and the Japanese Miracle (Stanford: Stanford University Press, 1982).

    [18] Pierre Massé, le plan ou l’anti-hasard (París: Gallimard, 1965).

    [19] Charles Kindleberger, «French Planning», en National Economic Planning, M.F. Millikan ed., (Washington, D.C.: NBER, 1967), 295.

    [20] Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights (Nueva York: Simon & Schuster, 2002), 14.

    [21] Aunque los planes franceses posteriores se extendieron al conjunto de la economía, la cuestión es que el alcance de la planificación debe estar a la altura del reto que se plantea.

    [22] Dentro del sector industrial, la producción de acero, cemento, fertilizantes y plásticos es responsable de la gran mayoría de las emisiones sectoriales.

    [23] Massé, Le plan ou l’anti-hasard (1965), 154.

    [24] Al igual que en el caso histórico de la planificación de posguerra, esta primera etapa también puede afectar a los propios actores: desde el punto de vista sociológico, es probable que surja un cierto compromiso hacia la realización de lo que los propios participantes afirmaban anteriormente que era factible.

    [25] Massé: «El respeto a los órdenes de magnitud es esencial. Es absurdo centrarse supersticiosamente en los dígitos detrás de la coma». (Massé 1965, 176)

    [26] Para un estudio sobre la tantas veces invocada creación de un aparato de planificación bélica en los Estados Unidos de la Segunda Guerra Mundial, véase Mark Wilson, Destructive Creation: American Business and the Winning of World War II (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2016).

    [27] «Antes de definirse por su objeto, su estructura o sus medios, la planificación francesa se caracteriza por su espíritu. L’esprit du Plan, c’est le concert de toutes les forces économiques et sociales de la Nation,» (Pierre Massé 1965, p. 152, cursiva original.)

    [28] Jonathan Chait, «Joe Biden’s Big Squeeze», New York Magazine, 22 de noviembre de 2021.

    [29] Inspirándose en el New Deal del presidente Roosevelt y en la movilización estadounidense para la Segunda Guerra Mundial, el marco del Green New Deal se refiere a los planes de reestructuración económica rápida (Green) que están vinculados con las políticas económicas igualitarias (New), o integrados en ellas, para crear un paquete global (Deal) que, se espera, sea capaz de conseguir el apoyo de una mayoría.

    [30] Piketty, El capital en el siglo XXI (Cambridge: Harvard University Press, 2014); Lukas Chancel y Thomas Piketty, Carbono y desigualdad: de Kioto a París (París: Escuela de Economía de París, 2015); Ilona M. Otto, Kyoung Mi Kim, Nika Dubrovsky y Wolfgang Lucht, «Shift the focus from the super-poor to the super-rich, «Nature Climate Change 9 (2019): 82-87; Yannick Oswald, Anne Owen y Julia Steinberger, «Large inequality in international and intranational energy footprints between income groups and across consumption categories, «Nature Energy 5, no. 3 (2020): 231-239.

    [31] Daniela Gabor, «The Wall Street Consensus», Development and Change 52, no. 3 (2021): 429-459.

    [32] Les Echos, «La modernización o la decadencia» – Nuestra serie del verano (5/8), «30 de agosto de 2016.

    [33] Martin Gilens, Affluence and Influence (Princeton: Princeton University Press, 2012); Benjamin Page y Martin Gilens, ¿Democracia en América? (Chicago: University of Chicago Press, 2020); Lea Elsässer, Wessen Stimme zählt?, (Frankfurt: Campus Verlag, 2018).

    [34] Cédric Durand articula la visión positiva: «No veo qué debería impedir que un gran frente progresista se manifieste a favor de las restricciones a las emisiones evitables relacionadas con los patrones de consumo de los ultrarricos. Una ecología punitiva con sesgo de clase podría convertirse en un medio eficaz para impedir que el gasto ecológicamente perverso repercuta en los más pobres. También podría ser un trampolín para movilizaciones sociales más amplias». Cedric Durand, «Zero-Sum Game», New Left Review Sidecar 17, noviembre de 2021.

    [35] Por ejemplo, a través del alarmismo climático-kaleckiano; véase Adam Tooze, «Why the so-called ‘energy crisis’ is both a threat and an opportunity», The New Statesman, 27 de octubre de 2021.

    [36] Richard Seymour, «¿Es la crisis energética una mayor oportunidad para la izquierda o la derecha?» The New Statesman, 5 de noviembre de 2021.

    [37] Judith Shklar, «El liberalismo del miedo», en Rosenblum ed. Liberalism and the Moral Life (Cambridge: Harvard University Press, 1989).

    [38] Seymour lo llama «una escatología secularizada […] una esclavitud insípida para el juicio final de la historia» (Seymour 2021)

    [39] Alyssa Battistoni y Geoff Mann, «¿Fue real la «guerra contra el carbón» de Donald Trump, o sólo el mercado en funcionamiento?» The New Statesman, 22 de noviembre de 2021.

    [40] Timur Kuran, «Now Out of Never: The Element of Surprise in the East European Revolution of 1989», World Politics 44, nº 1 (1991).

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  • La prisa por la electrificación conlleva un coste oculto: la destructiva minería de litio

    La prisa por la electrificación conlleva un coste oculto: la destructiva minería de litio

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    Por Thea Riofrancos.

    Este texto fue originalmente publicado bajo el título «The rush to ‘go electric’ comes with a hidden cost: destructive lithium mining» en The Guardian.

    El salar de Atacama es una majestuosa extensión, situada a gran altitud, de gradaciones de gris y blanco, moteada de lagos rojos y rodeada por enormes volcanes. Me llevó un momento orientarme en mi primera visita, de pie sobre este ventoso plateau de 3.000 km cuadrados. Había llegado allí junto con otros dos investigadores tras un vertiginoso trayecto atravesando tormentas de arena y de lluvia y los picos y valles de esta montañosa región del norte de Chile. El sol quemaba –el desierto de Atacama presume de los niveles más altos de radiación solar en la Tierra, y solo algunas partes de la Antártida son más secas.

    Había llegado al salar para investigar sobre un dilema medioambiental emergente. A fin de evitar lo peor de la creciente crisis climática, necesitamos reducir rápidamente las emisiones de carbono. Para ello, los sistemas energéticos de todo el mundo deben transicionar de los combustibles fósiles a la energía renovable. Las baterías de litio juegan aquí un papel clave: aportan energía a los vehículos eléctricos y la almacenan en redes renovables, ayudando a recortar las emisiones de los sectores del transporte y la energía. Bajo el salar de Atacama se encuentra la mayor parte de las reservas de litio del mundo; Chile proporciona actualmente casi un cuarto del mercado global. Pero la extracción del litio de este paisaje único tiene graves costes sociales y medioambientales.

    En las instalaciones mineras, que ocupan más de 78 kilómetros cuadrados y están explotadas por las multinacionales SQM y Albermarle, la salmuera se bombea a la superficie y se acumula en balsas de evaporación, con lo que se obtiene un concentrado rico en litio; visto desde arriba, las piscinas son tonos de chartreuse. Todo el proceso utiliza enormes cantidades de agua en un ecosistema que ya es de por sí árido. Como resultado, se limita el acceso al agua fresca a las 18 comunidades indígenas atacameñas que viven en el perímetro de la llanura, y se ha alterado el hábitat de  especies como los flamencos andinos. Esta situación se ha agravado por la sequía generada por el cambio climático y los efectos de la extracción y el procesado del cobre, del que Chile es uno de los  principales productores globales. A todos estos daños ecológicos se le suma el hecho de que el Estado chileno no siempre ha asegurado el derecho de los pueblos indígenas al consentimiento previo.

    Estos hechos suscitan una pregunta incómoda que resuena por todo el mundo: ¿luchar contra el cambio climático implica sacrificar las comunidades y los ecosistemas? Las cadenas de suministro que producen tecnologías verdes empiezan en las fronteras extractivas como el desierto de Atacama.  Y estamos al borde de un boom global en la minería relacionada con la transición energética. Un informe reciente publicado por la Agencia Internacional de la Energía indica que alcanzar los objetivos climáticos del acuerdo de París dispararía la demanda de «minerales críticos» utilizados para producir tecnologías de energía limpia. Los datos son especialmente dramáticos para las materias primas empleadas en la fabricación de vehículos eléctricos: para 2040, la AIE prevé que la demanda de litio se habrá multiplicado por 42 con respecto a los niveles dse 2020. Estos recursos se han convertido en un nuevo punto controvertido en las tensiones geopolíticas. En EE UU y Europa, los políticos hablan cada vez más de una «carrera» por asegurar los minerales relacionados con la transición energética y asegurar las reservas domésticas; se invoca a menudo la idea de una «nueva guerra fría» con China. Como resultado, se programan  nuevos proyectos de litio en el norte de Portugal y en Nevada. A través de la frontera global del litio, desde Chile al oeste de EE UU y Portugal, los ecologistas, las comunidades indígenas y los habitantes de estas regiones, preocupados por las amenazas a la subsistencia agrícola, protestan por lo que consideran un greenwashing de la minería destructora.

    De hecho, los sectores de los recursos naturales, que incluyen actividades extractivas como la minería, son responsables del 90% de la pérdida de biodiversidad y de más de la mitad de las emisiones de carbono. Un informe estima que el sector de la minería produce 100 billones de toneladas de residuos al año. Los procesos de extracción y procesado son intensivos en el uso de agua y energía, y contaminan los cursos de agua y el suelo. Junto con estos dramáticos cambios en el medioambiente natural, la minería está relacionada con vulneración de los derechos humanos, enfermedades respiratorias, desposesión de territorio indígena y explotación laboral. Una vez los minerales han sido arrebatados del suelo, las compañías mineras tienden a acumular beneficios y dejar atrás pobreza y contaminación. Estos beneficios se multiplican a lo largo de las vastas cadenas de suministro que producen vehículos eléctricos y paneles solares. El acceso a estas tecnologías es muy desigual, y los beneficios de la extracción a menudo se les niegan a las comunidades que sufren los perjuicios.

    La transición a un nuevo sistema energético a menudo se entiende como un conflicto entre las compañías de combustibles fósiles y los defensores de la acción climática. En tanto que se trata de un conflicto existencial, se intensifican las luchas entre las visiones en conflicto sobre un mundo bajo en emisiones, y serán cada vez más cruciales para la política en todo el mundo. Estas visiones en conflicto reflejan la realidad de que hay múltiples vías para la rápida descarbonización. La cuestión no es si descarbonizar o no, sino cómo.

    Un sistema de transporte basado en vehículos eléctricos individuales, por ejemplo, con paisajes dominados por autopistas y expansión suburbana, es mucho más intensivo en recursos y energía que otro que favorezca el transporte púbico y alternativas como caminar o montar en bicicleta. De igual manera, disminuir la demanda energética global reduciría la huella material de las tecnologías y la infraestructura que conecta los hogares y los lugares de trabajo a la red eléctrica. Y no toda la demanda de minerales para baterías debe ser satisfecha con nueva minería: el reciclaje y la recuperación de metales de baterías gastadas son un sustituto prometedor, especialmente si los Gobiernos invierten en infraestructura de reciclaje y obligan a los fabricantes a utilizar materiales reciclados.

    Además, las explotaciones mineras deberían respetar las leyes internacionales que protegen los derechos indígenas al consentimiento, y los gobiernos deberían considerar la moratoria sobre las minas en ecosistemas y cuencas sensibles. Los movimientos de base en Chile están articulando esta postura. El Observatorio Plurinacional de Salares Andinos, (OPSAL, del que formo parte) une a los activistas ecologistas e indígenas de todo el llamado «triángulo del litio» de Chile, Bolivia y Argentina y ha promovido una regulación holística para este vulnerable humedal desértico, priorizando su valor ecológico, científico y cultural intrínseco y respetando el derecho de las comunidades a participar en su gobernanza/gobierno.

    Este enfoque alternativo tiene ahora visos de convertirse en una realidad. En mayo, los progresistas arrollaron en las elecciones para una asamblea destinada a reescribir la constitución chilena heredera de la dictadura pinochetista, y para los gobiernos locales y regionales. Muchos de los delegados de la convención constitucional están relacionados con los movimientos estudiantil, feminista, ecologista e indígena; una de ellos es Cristina Dorador, una microbióloga y fuerte defensora de proteger el salar de la extracción desenfrenada. Mientras tanto, el OPSAL está trabajando con miembros del Congreso para redactar un borrador de ley que preservaría los salares y los humedales actualmente amenazados por la minería de litio y cobre, así como por las plantas hidroeléctricas.

    Los activistas chilenos lo tienen claro: no hay un conflicto de suma cero entre luchar contra la crisis climática y preservar el medioambiente y la forma de vida locales. Las comunidades indígenas en el desierto de Atacama también están en la primera línea de los impactos devastadores del calentamiento global. Más que una excusa para intensificar la minería, la cada vez más grave crisis climática debería suponer un impulso para la transformación de los patrones de producción y consumo, rapaces y dañinos para el medioambiente, que han causado esta crisis en primer lugar.

    La ilustración de cabecera es «Rust Red Hills», de Georgia O’Keeffe (1887-1986). El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

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  • La muerte de la industria fósil puede resultar desastrosa para los trabajadores. Es el momento de nacionalizarla. 

    La muerte de la industria fósil puede resultar desastrosa para los trabajadores. Es el momento de nacionalizarla. 

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    Por Kate Aronoff.

    Este texto fue originalmente publicado bajo el título «The Death of the Fossil Fuel Industry Could Be Disastrous for Workers. Now’s the Time to Nationalise It» en Novara.

    En 2020 todo ha entrado en crisis, y la industria fósil no ha sido una excepción. La West Texas Intermediate, la referencia del petróleo en Estados Unidos, entró brevemente en números rojos la pasada primavera, algo que muchos observadores de la industria consideraban imposible. Esto parecía señalar el principio de algo que se veía venir hace muchos años. Ahora la pregunta no es si la industria fósil morirá, si no cuando lo hará. Lo que no está claro es quién saldrá ganando.

    La crisis se venía venir desde hace tiempo. Los bajos intereses tras la crisis del 2008 abarataron la deuda, y los contaminadores aprovecharon la ocasión. Los signos del desgaste se podían ver desde 2018, cuando los inversores empezaron a impacientarse con los productores de gas y petróleo, que de manera regular fracasaban a la hora de producir beneficios y gastaban dinero a un ritmo prodigioso. La crisis de la COVID-19 y las restricciones de movimiento impuestas para frenarlo han supuesto otro golpe, dejando a cientos de miles de personas sin trabajo y poniendo en grave riesgo los presupuestos de los estados dependientes de recursos naturales de todo el mundo.

    El paquete de medidas que la Reserva Federal de Estados Unidos ha presentado como respuesta a la crisis ha sido una bendición para los productores de petróleo en apuros. Las empresas privadas de gas y petróleo vendieron 100.000 millones de dólares en bonos entre abril y septiembre. No solo se les incluyó en la lista producida por BlackRock de compañías de las que el estado compraría bonos, sino que además los productores de energías fósiles han recibido ayudas en forma de préstamos del estado y generosos recortes en impuestos, además de los 20.000 millones de dólares que se estima reciben cada año desde el gobierno federal y diversos gobiernos locales de los Estados Unidos.

    Es difícil que el carbón repunte en Estados Unidos o Reino Unido. Pero con un generoso apoyo del estado no cuesta ver una recuperación, aunque sea temporal, de la industria del petróleo y el gas. Las compañías pequeñas quebrarán. Las empresas con mayores beneficios, que han invertido en automatización para aumentar los beneficios con menos trabajadores, absorberán a sus competidores menos afortunados. Cuando llegue la vacuna y la demanda de combustible reaparezca con el reinicio de la actividad, los intereses bajos pueden ser un incentivo para que los inversores abran la cartera. Los gobiernos que han prometido “reconstruir mejor” invertirán en expandir la producción de vehículos eléctricos, por ejemplo, con incentivos para los fabricantes, y en renovar viviendas financiando programas de formación. La energía limpia crea empleo y ahorra carbono, y ayuda a re-impulsar la economía. Pero cuando millones de personas tratan de recuperarse, despedidos de trabajos que ya no existen, la limitación de la industria que ayudó a apuntalar la última recuperación no será una medida muy popular. Especialmente en las zonas de Estados Unidos donde la recesión ha pegado más duro, y son políticamente sensibles para los demócratas a la hora de expandir y afianzar sus mayorías, desde Pensilvania a Texas.

     Incluso con una recuperación de la industria fósil, la inestabilidad acecha. Este verano ExxonMobil perdió su lugar en el índice SxP500, un puesto que había ocupado durante casi un siglo; las compañías de gas y petróleo han visto reducido el valor de sus acciones en varios miles de millones de dólares, y los productores europeos han empezado a hablar como ecologistas radicales, debatiendo si la era del petróleo finalmente ha llegado a su fin. La próxima década supondrá una gran cantidad de deuda para los extractores que están en números rojos, y no parece que muchos puedan recuperar los beneficios de antes de la pandemia. Deseosos de salvarse a sí mismos, los ejecutivos de la industria fósil asentados en países que no han tenido gobiernos negacionistas del cambio climático durante los últimos cuatro años han aumentado sus promesas al planeta: han anunciado inversiones verdes simbólicas en ahorro de carbono y almacenamiento de hidrógeno, las cuales se quedan cortas. La empresa BP ha ido más lejos con la promesa de reducir en un 40% su producción para 2040. Aunque todo esto está muy bien, y es prueba del trabajo de los activistas medioambientales durante los últimos años, no es suficiente ni de lejos.

    Alejar a la sociedad del consumo de energías fósiles requiere un equilibrio. El informe de Reducción de Producción 2020 de la ONU asegura que para evitar la catástrofe climática la producción de gas, carbón y petróleo debe descender cada año de aquí hasta 2030 un 3%, un 11% y un 4% respectivamente. En contraste, se espera que la producción de combustibles fósiles crezca un 2% cada año durante el mismo período. Con el paso del tiempo los pozos ya existentes producen menos combustible de manera natural, aunque los avances tecnológicos de los últimos años los mantienen productivos durante más tiempo. Esto significa que en las próximas décadas, mientras la industria se reduce de manera dramática, solo se necesitará una pequeña cantidad de producción de gas y petróleo para satisfacer la demanda de energía.

    Con tantas compañías pidiendo ayuda, los gobiernos podrían limitarse a exigir acciones a cambio de apoyo, utilizando las competencias que el gobierno de Obama abandonó alegremente cuando rescató la industria del automóvil en 2009. Comprar un 51% de los principales productores de carbón, gas y petróleo resultaría relativamente barato, especialmente en Estados Unidos, como sugieren los expertos de Democracy Collaborative; la última capitalización total de ExxoMobile resultó en solo 173.000 millones de dólares. BP solo valía 73.000 millones. Comprar y reunir estas compañías bajo el paraguas de una compañía nacional de energía sentaría unos objetivos claros desde el principio: comenzar un declive controlado de las industrias del carbón, el gas y el petróleo que satisfaga las necesidades energéticas del país mientras las energías limpias se consolidan, a la vez que se asegura la manutención de los trabajadores y las comunidades durante esta transición. Con un mandato tan claro, las nuevas compañías nacionales, dirigidas al menos en parte por los sindicatos de la industria extractiva, podrían funcionar como núcleos de coordinación para que los trabajadores siguieran cobrando y encontraran nuevos trabajos mientras la producción se reduce. No tiene sentido echar a los ingenieros y demás trabajadores de sus puestos de trabajo cuando podrían ayudar a construir una industria sin carbono. Por ejemplo, en Estados Unidos estos trabajadores podrían dedicarse a taponar los 3,2 millones de pozos abandonados que actualmente emiten sin control a la atmósfera gases de efecto invernadero.

    Más allá, los investigadores que ya se dedican a investigar combustibles bajos en carbono podrían asociarse con la Agencia de Investigación Avanzada de Proyectos Energéticos de Estados Unidos (ARPA-E en sus siglas en inglés) para desarrollar técnicas innovadoras de captura de carbono, que se pueden utilizar en el interés público, antes que ser secuestradas para el beneficio de los inversores de la industria de combustibles fósiles. La energía geotérmica, que podría cubrir el 20% de la demanda energética en Estados Unidos, también podría beneficiarse de la investigación del sector público. Consolidar estas energías requiere el material y la experiencia con las que los extractores de petróleo ya cuentan. No solo eso, las ingentes cantidades de dinero público invertidas en promocionar los combustibles fósiles podrían redirigirse al desarrollo de cualquier tipo de energías bajas en carbono.

    Esta transición no puede darse de manera aislada en uno o dos países. Estados Unidos y Reino Unido, junto a sus innovadoras compañías energéticas nacionales orientadas al futuro, podrían ir un paso más allá y unirse, o por lo menos colaborar de buena fe, con la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), abogando por una nueva era de multilateralismo energético capaz de enfrentar los retos del siglo XXI.

    Desde que surgió como un bastión frente al imperialismo, la OPEP se ha convertido en un instrumento ideológico en occidente. En concreto, décadas de fervor nacionalista por parte de los políticos estadounidenses han dado a la nacionalización de combustibles una imagen propia de la guerra contra el terror: dictadores brutales, conspiradores y corruptos que odian nuestra libertad. La única alternativa durante mi vida ha sido la ideología que Donald Trump caracterizó acertadamente como “dominación energética”: incentivar la producción americana dedicando grandes cantidades de dinero público y recursos diplomáticos a las empresas de combustibles fósiles. Los políticos han insistido durante años: si no lo hacemos, los terroristas ganan.

    Lo que es indiscutible es que la mayor parte de la producción de petróleo actual se da bajo el auspicio de compañías propiedad del estado. Estas empresas, por lo general, no suelen estar dispuestas a liderar la rápida transición desde los combustibles fósiles que según la ciencia necesitamos para evitar un calentamiento catastrófico. Desde luego los estados petroleros han establecido malas políticas, tanto interiores como exteriores, aunque la soberanía de recursos no puede entenderse como la principal causa de estas. Incluso en manos de gobiernos igualitaristas y de izquierdas, las riquezas petroleras no han supuesto un camino a un crecimiento amplio y sostenible. El hecho de que este año se espere que los ingresos por exportación de los miembros de la OPEP sean los más bajos desde 2002 no ayuda a promover las energías limpias entre sus sus miembros.

     No sería justo decir que los estados petroleros actuales, tan variados como son, no han hecho nada para ganarse su mala reputación. Pero la propiedad pública debería considerarse una tecnología como cualquier otra. Puede usarse para fines igualitarios y de carbono cero o para la cleptocracia y las altas emisiones. Reino Unido y Estados Unidos no tienen las limitaciones objetivas a las que se enfrentan los países en los que la riqueza petrolera han favorecido políticas internas dañinas, pues ninguno de los dos depende de las exportaciones de combustible para mantener su economía a flote. Y cualquier líder que considere convertir los recursos fósiles en propiedad pública seguramente no lo haga con la intención de crear un estado petrolero. Y lo que es más importante: EE.UU y Reino Unido seguramente no tendrán que enfrentarse a golpes de estado respaldados por ellos mismos si nacionalizan sus recursos naturales.

    La gestión pública y la nacionalización de los combustibles fósiles tienen una historia interesante en EE.UU y Reino Unido. El consorcio de la Comisión de Ferrocarril de Texas (TRC en sus siglas en inglés) junto a la compañía petrolera Seven Sisters, que incluía los restos del imperio de la Standard Oil, sirvió de modelo para la OPEP. La TRC estableció cuotas de producción restringidas en cada pozo para estabilizar los precios y conservar los recursos, y llegó a movilizar a la Guardia Nacional para parar la extracción. Y no fue hasta finales de los 80 que Margaret Thatcher privatizó British Petroleum y la industria carbonera de Reino Unido. El período desde mitad de los 80 ha sido testigo, por diferentes razones explicadas en profundidad por la historia reciente del petróleo, de un experimento radical con la gestión del carbono marcada por el libre mercado. Aunque la OPEP+ (que incluye a Rusia) puede golpear a los productores estadounidenses, como hizo la primavera pasada, no existe un “productor regulador” que pueda ocupar el lugar que los EE.UU y la OPEP han tenido durante el último siglo. En una era de caos climático, seguir adelante con la anarquía energética podría significar el caos, tanto a nivel nacional como global. No hay una alternativa fácil, pero si la OPEP actúa como una institución multilateral funcional con el objetivo de gestionar de manera equitativa el presupuesto de carbono mundial, conectando con sus raíces conservacionistas e internacionalistas, podría tener mucho poder a la hora de llevar a cabo una transición para alejar al mundo de los combustibles fósiles.

    Sin una transferencia de recursos significativa, los países más dependientes de los ingresos por petróleo, a menudo los más vulnerables al cambio climático, y los grandes perdedores de los paquetes de ajuste estructural predatorios, se moverán a la perforación sin límites para pagar rápidamente su deuda nacional y los destrozos climáticos. La respuesta financiada por el FMI en Mozambique, rico en gas y petróleo, al ciclón Idai, nos da una imagen terrorífica de lo que está por venir. En EE.UU y Reino Unido, décadas de abandono de las inversiones públicas han provocado que las comunidades cuyos sustentos dependían de los combustibles fósiles, desde el carbón inglés hasta el oeste de Virginia, hayan virado hacia la derecha, y que no encuentren razones para apoyar a partidos de centro izquierda que no  les ofrecen nada a cambio de sus votos. Un declive ordenado y controlado de la producción, la propiedad privada y la gestión global podrían evitar esta espiral de muerte que lleva hacia deudas trampa en el Sur y movimientos políticos revanchistas en el Norte. Con la llamada por parte de naciones con ideologías similares a un futuro económico y climático estable, la OPEP podría, si somos optimistas, ser un foro crítico para evitar que el mundo se hunda sin la economía del carbono.

    Un nuevo multilateralismo energético puede sentar las normas para la economía global con un bajo consumo de carbono. Como han escrito Thea Riofrancos y Harpreet Kay Paul, entre otros, el fin de la producción de combustibles fósiles no supondrá el fin de la extracción. Las prometedores tecno-utopías en las que cambiamos nuestros coches de combustión interna por Teslas esconden nuevos horizontes de extracción, que repiten la destrucción social y ecológica que han definido la era fósil. Mientras los países del norte global buscan reducir y descarbonizar su demanda de energía, las compañías energéticas nacionales pueden desarrollar energías verdes con los metales que se pueden extraer de manera local a través de la minería y el reciclaje. El respeto por la soberanía de recursos significa, por ejemplo, que las minas de litio de Bolivia no son asaltadas por Elon Musk, sino que apoyan el desarrollo de energías masivas de bajo consumo. Si se crea con cariño, y con humildad por parte de los países ricos, una sociedad más ecológica también puede ser más decente.

    Evidentemente, todo esto no puede pasar, ni pasará, en una burbuja. Cuando las bases energéticas de la economía global cambien, unas redes de seguridad fuertes serán la mejor protección para los trabajadores desplazados. Estas redes son imposibles de construir en los países que luchan por pagar sus deudas nacionales, que deberían ser canceladas. Las instituciones del acuerdo Bretton Woods que pueden llevar a cabo estos cambios deben de ser re-imaginadas junto a la dominación del dólar americano; no hay ni que decir que esto está a kilómetros del consenso actual en Londres y Washington. Dada la ubicuidad que tiene la gestión pública de la energía en todo el mundo, sin embargo, la nacionalización de BP o ExxonMobil podría ser más fácil de lo que parece. Si nacionalizar o renacionalizar las energías fósiles está a millas de distancia de las políticas actuales en Estados Unidos y Reino Unido, la alternativa es el infierno.

    Kate Aronoff escribe en The New Republic y es autora del libro Overheated: How Capitalism Broke the Planet – and How We Fight Back (2021).

    La ilustración de cabecera es una imagen de la patente del pozo de petróleo perforador inventado por Howard. R. Hughes en 1916. 

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  • Apropiarse y resistir – La cadena global de suministros está en disputa

    Apropiarse y resistir – La cadena global de suministros está en disputa

    Por Thea Riofrancos.

    Este texto fue originalmente publicado bajo el título «Seize and Resist» en The Baffler.

    La globalización está siendo asediada desde todos los flancos. Resulta difícil precisar cuándo empezó el conflicto: el concepto —y el proceso al que se refiere— casi es indistinguible de la polémica que lo rodea. El 1 de enero de 1994, el día que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio para América del Norte, fue también el día que el EZLN le declaró la guerra al gobierno mexicano. En el año 1999 apareció en Estados Unidos el movimiento altermundista en la Batalla de Seattle; en el sur, aquello llegó a su punto álgido con el Foro Social Mundial de 2005 en la ciudad brasileña de Porto Alegre, que contó con la participación de quince mil personas. Unos años más tarde, el «movimiento de las plazas» ocupó espacios públicos desde El Cairo a Nueva York pasando por Atenas. Estos hechos coincidieron con toda una etapa de movimientos de resistencia al libre comercio y a la hegemonía estadounidense en Latinoamérica, que culminó con el giro a la izquierda, que a su vez precedió a la dispersión global de los populismos de izquierdas y derechas que, aunque diametralmente opuestos en sus diagnósticos, apuntaban a las insípidas políticas de gestión de las democracias de mercado.

    Y aquello fue solo el comienzo. Después de sobrevivir a la inestabilidad causada por los movimientos sociales y las crisis financieras, el destino de aquella utopía en torno a una Tierra aplanada —el sueño de una humanidad global conectada entre sí a través de las nervaduras de un comercio pacífico, de la comunicación digital y de las instituciones internacionales, con la protección del benévolo imperialismo estadounidense— entró en otra fase de incertidumbre. Hubo varios continentes en los que el nacionalismo de derechas, nutrido por el neoliberalismo, se hizo con el poder estatal. Tuvieron lugar guerras comerciales, se abandonó el multilateralismo y se reconfiguraron las alianzas históricas. La integración global ya estaba en su punto más bajo cuando en China surgió el coronavirus para después expandirse por todo el mundo gracias a los canales de interconexión transnacional. Se paralizaron las cadenas de suministro, que tienen su base en una circulación sin fricciones y en la producción just in time; mientras tanto, los líderes políticos de todo signo ideológico lamentaban la «dependencia» no solo de China, sino de una producción globalmente dispersa, que se encarga de fabricarlo todo, desde lo más superficial (la moda) a lo más esencial (los equipos de protección). En su lugar, apelaron a una «relocalización» de las cadenas de suministro, a la reducción de la escala productiva a niveles domésticos y regionales y a mantener el equilibrio entre la eficiencia económica y las recientes exigencias de salud pública. ¿Estamos contemplando el ocaso de la globalización?

    Como siempre ocurre en el capitalismo, las apariencias engañan. Desmantelar los procesos mundiales de extracción, producción, distribución y finanzas sería una tarea extremadamente compleja. Estos procesos están mediados por tecnologías de transporte (contenedores, tránsito intermodal) e informática (IA, aprendizaje automático, robótica); organizados en geografías económicas diversas (corredores, pasarelas, clústers, zonas económicas especiales); estructurados por relaciones interempresariales e intraempresariales en desarrollo (deslocalización, subcontratación, reintegración vertical) y formas de poder mercantil (monopolios y monopsonios); y, en última instancia, vienen posibilitados por la autoridad estatal, que pone a su disposición la infraestructura logística y regulatoria que requieran y su aparato represivo para defender a toda costa el flujo de mercancías. El «capitalismo desglobalizado» roza el oxímoron. Desde sus albores, con en el comercio de esclavos transatlántico y la desposesión indígena, la lógica del beneficio viene ejerciendo una fuerza centrífuga; el anhelo de acumulación es espacialmente totalizador. En la teoría el capitalismo puede ser cualquier cosa, pero el capitalismo realmente existente siempre ha confiado en la desvalorización globalmente desigual del trabajo y la naturaleza, en el sacrificio de las vidas y los ecosistemas más remotos en el altar de la producción incesante y en la expulsión continuada de poblaciones que o bien sobran o bien son superexplotadas.

    El repliegue nacionalista es, por tanto, una fantasía, pero las fantasías pueden ser políticamente muy potentes: en la práctica, la exigencia de «traer de nuevo la producción a casa» es el presagio de un mundo sombrío con políticas migratorias aún más duras y cadenas de suministros cada vez más protegidas por la violencia estatal. Hoy la tarea de la izquierda es la de comprender la escala fundamentalmente planetaria del capitalismo global —y los horizontes planetarios de nuestros proyectos transformadores—. Es esta interdependencia planetaria —su realidad brutal y su posibilidad emancipatoria— lo que Martín Arboleda describe con rigor y generosidad en Planetary Mine. Territories of Extraction Under Late Capitalism (Verso Books, 2020). Y, al hacerlo desde la atalaya de las vastas zonas de extracción que se extienden desde Chile hasta China —minas, refinerías, puertos, barcos, centrales eléctricas, centros de procesamiento de datos y ciudades enteras que funcionan como centros logísticos para el capital—, Arboleda no solo coloca la periferia en el centro, sino que le da la vuelta a nuestro depauperado vocabulario espacial. Los márgenes del sistema mundial no están ni mucho menos atrasados: en ellos se ponen en práctica las técnicas de explotación más novedosas y son la vanguardia de los futurismos subalternos.

     

    Leviatán fragmentado

    Hay fragmentos de esta mina planetaria por todas partes. Dada la procedencia de los materiales utilizados como accesorios para fontanería, cableado eléctrico, ventanas y demás, los paisajes urbanos son «minas invertidas»: los rascacielos no solo son levantados con materiales minerales; su construcción es posible gracias al alumbrado, la ventilación y los ascensores que originalmente fueron inventados para la industria de la extracción subterránea. Los fragmentos también están presentes en las «prácticas y costumbres casi imperceptibles que […] tejen juntas la fábrica de la vida cotidiana»; tierras raras, litio, cobalto, níquel y cobre son ingredientes esenciales para un sinfín de dispositivos electrónicos. La mina planetaria permite que tengan lugar nuestros encuentros románticos y nuestras rutinas de ejercicio, así como los extendidísimos ámbitos de la vigilancia estatal y la disciplina laboral.

    El progreso tecnológico es el producto y el instrumento de la extracción. Es gracias al «salto cualitativo en […] la robotización e informatización» por lo que la frontera extractiva sigue extendiéndose y ya alcanza las impresionantes cimas de los Andes que se ciernen de modo amenazador en Planetary Mine y, de una manera más especulativa, llega también a los tesoros minerales del fondo oceánico y a los depósitos extraplanetarios de los asteroides más cercanos. Los minerales sirven para alimentar las máquinas que, a su vez, extraen más minerales. El trabajo humano —ya sea el trabajo degradado en los sectores de servicios informales que proliferan alrededor de las minas y los centros logísticos, o el cada vez más proletarizado trabajo profesional de ingenieros y programadores— funciona como un apéndice del aparato técnico. El ritmo de automatización se ha acelerado con el crecimiento del comercio entre Latinoamérica y China, cuyo volumen se multiplicó más de tres veces entre 2000 y 2011. Buena parte de este comercio es el de minerales, soja, petróleo y carne de vaca, lo que conforma una densa red de «interdependencias sociometabólicas» entre estas dos regiones. Para dar una idea de la escala, cabe mencionar el Valemax, «el segundo barco carguero más grande del mundo», con capacidad para transportar 450.000 toneladas de peso muerto, y que transporta carbón de China a Brasil y porta hierro en el viaje de vuelta. La descripción de Arboleda representa un culmen industrial, «aterrador e imponente» a partes iguales, que recuerda el bestiario victoriano de los vampiros y los monstruos de Frankenstein, aunque ahora actualizados a cíborgs, como los «megabulldozers» robotizados capaces de «operar en condiciones de gran altitud, nula visibilidad y condiciones atmosféricas adversas».

    Por supuesto, es solo en combinación con el trabajo como estas máquinas adquieren su fuerza vital. Desde 1992, cuatrocientos millones de campesinos chinos han sido forzosamente «descampesinizados» para que empezasen a trabajar en las fábricas, pero también en la otra costa del Pacífico los campesinos y los pueblos indígenas son expulsados de sus tierras. A este proceso Marx lo llamó «acumulación primitiva»: la forzosa separación de las personas de sus medios de subsistencia, empujándolas así al trabajo asalariado y al nexo a través del dinero. Estos cambios en la estructura de clases no se desarrollan en paralelo, sino que están relacionados entre sí. La reproducción de la clase obrera china depende de la desposesión de los campesinos latinoamericanos, y la deforestación, la contaminación y las epidemias de cáncer que implican la extracción rapaz y la megaagricultura. La condición de subordinación que comparten es, para Arboleda, una de las claves para las condiciones compartidas de su emancipación: los trabajadores chinos y chilenos tienen más en común entre sí que con sus respectivas clases dominantes. Y, en lo que sirve como un útil correctivo a los tropos sinófobos, China no debería ser vista como un hegemón manipulador y conspirador obcecado con la dominación mundial. Más bien, y parafraseando a Stuart Hall, el imperialismo es la forma que a través de la cual es vivido el capitalismo. Desde este punto de vista, el papel de la banca y de las empresas chinas en la expansión de la frontera extractiva es una expresión de un proceso de carácter global.

    Desde esta perspectiva planetaria, las categorías de «centro» y «periferia» de la teoría tradicional del sistema mundo no cuadran en tanto que unidades con delimitaciones nacionales. Más bien se dan en una relación fractal que se repite a distintas escalas. Arboleda pone el foco en lo urbano. En Chile, la mina planetaria se despliega a través de un «asombroso, árido y fracturado paisaje urbano», la desértica región del norte «en la cual se dan la mano la riqueza y la miseria». La ciudad de Antofagasta constituye un nodo clave en la economía minera; su espacio urbano funciona como infraestructura para posibilitar «el flujo, la conectividad y la velocidad» en las cadenas de suministro de la minería. Bajo la circulación sin costuras de productos, trabajo y capital hay un «frenético movimiento de grúas portuarias, buques de carga, trenes, camiones y trabajadores industriales». Tanto los trabajadores como las ciudades existen para servir a lo que el difunto académico marxista Moishe Postone llamó la «rueda» de la acumulación. Los paisajes y el trabajo están íntimamente vinculados: el mismo entorno artificial transformado por la extracción intensiva en capital y las infraestructuras logísticas de apoyo es lo que produce el llamado «trabajador colectivo», un organismo internamente heterogéneo que comprende ingenieros y trabajadores domésticos, programadores y camioneros que residen en un espacio segregado de torres brillantes y contaminados poblados chabolistas.

    La otra cara de tener un flujo de bienes sin sobresaltos es la incesante precarización de los trabajadores. Esta condición es experimentada tanto en el trabajo (la mayoría de los estibadores chilenos tiene contratos temporales) como en la esfera habitacional, donde predominan asentamientos urbanos inseguros. Y el lugar del estado es el de ensamblar estos «espacios escleróticos» al «aparato mecánico autónomo» de la logística de la cadena de suministro. La regulación tecnocrática y la fuerza represora son lo que hacen que la rueda no se detenga.

    Los cuellos de botella del capital

    Es el poder del estado lo que establece las condiciones para el capitalismo. En Chile, el marco legal heredado de la brutal dictadura neoliberal de Augusto Pinochet (1973-1990) transformó el agua en una mercancía, privatizó compañías estatales y estableció un sistema de concesiones mineras que permitía la expropiación de las tierras de campesinos y pequeños propietarios. En el proceso, se transfirieron a los capitalistas vastos depósitos de gran riqueza natural, poniendo los cimientos del llamado «milagro económico chileno». El surgimiento de la propiedad privada y el intercambio mercantil fueron de la mano de una violenta «lógica de la expulsión», gracias a una legitimidad estatal basada en el aislamiento institucional de los tecnócratas respecto al dominio de la violencia militar. Pero el desarrollo de la fuerza extraeconómica no es solo una aberración histórica, es también un garante permanente de la «libertad económica». La unidad organizativa del estado y el capital se expresa en «camiones de policía, cañones de agua y botes de humo empleados contra los estibadores y los mineros en huelga». De hecho, la insurgencia minera —que brota al unísono junto al régimen de trabajo flexibilizado— preocupa especialmente a los gestores de la cadena de suministro que hay en la burocracia estatal y en las empresas privadas. Tal como relata Deborah Cowen, desde sus orígenes en el desarrollo de la logística militar, las cadenas de suministros siempre han reunido capital y coerción. Tras el 11 de septiembre, estas redes globales están gobernadas por una lógica seguritaria que identifica huelgas, terrorismo y piratería como amenazas al traslado ágil de bienes a través de «corredores» y «pasarelas» transnacionales.

    Resistir frente a este gigante es una tarea titánica, y no hablemos ya de transformarlo. Pero Arboleda encuentra esperanza en la acción insumisa de trabajadores, campesinos y pueblos indígenas que se enfrentan a la explotación, la desposesión y la contaminación. Ve este sujeto popular «plebeyo» no como una comunidad romántica y precapitalista, sino más bien como una articulación. Parte humana y parte máquina, esta colectividad insurgente otorga una nueva función a la interdependencia mediada tecnológicamente por la modernidad capitalista. El capital puede ser una criatura de Frankenstein, pero para el capital el monstruo es el sujeto emancipatorio que él mismo desata. Cuando los trabajadores y las diferentes comunidades hacen una huelga, sabotean infraestructuras y ocupan las minas y los territorios que estas engullen, lo que hacen es afirmar su control sobre el movimiento de personas, mercancías y beneficios. Estas acciones son al mismo tiempo económicas y políticas; exponen la totalidad interrelacionada del estado y el poder empresarial.

    Las luchas en las minas van más allá de las meras reivindicaciones laborales. En 2006, durante la ocupación de la mina de cobre de La Escondida, explotada por varias empresas extranjeras, el sindicato organizó, junto con un movimiento de mujeres, un campamento en el que se celebraban asambleas, se tocaba música y se enseñaba pedagogía radical. Las políticas subalternas también se extienden más allá de la mina. En el largo conflicto de la mina de oro de Pascua Lama, que se inició con su apertura en 2001, las comunidades de campesinos directamente afectadas fueron protagonistas fundamentales. Los residentes del valle Huasco se han manifestado a través de diversos grupos de agricultores, de defensa de la tierra y ecologistas mediante acciones directas —incluida la destrucción de la infraestructura minera—, marchas y manifestaciones contra las juntas de accionistas de Barrick Gold para denunciar la amenaza que la compañía supone para su supervivencia y la de los ecosistemas. Estas acciones han demostrado ser efectivas: la mina sigue en un limbo legal y lleva tres años sin funcionar. Su organización ha logrado algo quizá tan crucial como es la demora de la mina: las comunidades afectadas se han erigido en un actor colectivo regional y han liberado su interdependencia alienada de la dominación del capital.

    Estas formas de poder popular tienen un gran impacto, pues ralentizan el avance del extractivismo en unos cuellos de botella que resultan críticos. La fuerza de la cadena de suministros contemporánea reside en su complejidad, pero esta es también la fuente de su vulnerabilidad; la resiliencia y el riesgo están entrelazados. Cada nodo de la cadena es susceptible de sufrir fallos tecnológicos, alguna insurgencia laboral, protestas indígenas y, de manera cada vez más frecuente, fenómenos climáticos extremos provocados por el cambio climático. La mina planetaria multiplica los lugares de la lucha de clases, la cual reverbera de los puertos a las minas, de las favelas a los tribunales. Estas luchas apuntan al reordenamiento radical de las relaciones entre «los pueblos, las ecologías y las tecnologías» que el capital combina a su manera en su incesante búsqueda de beneficio.

    Los monográficos sobre extractivismo tienden a centrarse o bien en las elitistas esferas de la empresa privada, en la represión política y en las altas finanzas, o bien en las movilizaciones de base de las comunidades locales. Planetary Mine hace ambas cosas. La forma en que Arboleda cuestiona la explotación es comparable en su intensidad con su fidelidad a «las imágenes oníricas de los paisajes tecnológicos del mañana». En un presente tan sombrío como el nuestro no hay manera de encontrar utopía alguna, pero sus ingredientes están por todas partes. 

    Aunque las luchas en la cadena de suministros son distintas y sus tácticas diversas, la única posibilidad que Planetary Mine no analiza directamente es la de tomar elementos del aparato estatal para imponer una redirección de la economía, no hacia la extracción sino hacia la prosperidad socioecológica. Que esta posibilidad parezca aquí insignificante podría tener su origen en que el libro pone su foco sobre Chile. A pesar de oleadas de revueltas populares, las últimas de las cuales han tenido lugar entre octubre de 2019 y marzo de 2020, el estado chileno ha demostrado una gran habilidad a la hora de desviar y fragmentar el poder político de la izquierda. El escepticismo estatal de Arboleda es también producto de su rigurosa teorización, que rechaza las ideas tanto de Ralph Miliband como de Nicos Poulantzas en los debates de los años setenta acerca del Estado. En pocas palabras, Miliband veía el estado como un instrumento del capital, mientras que para Poulantzas era «relativamente autónomo» con respecto de la clase dominante. Al contrario, Arboleda hace hincapié en la unidad organizativa del estado y el capital, y en la primacía de lo planetario. La pretendida autonomía de los estados es al mismo tiempo «ilusoria y real»; esa contradicción es de hecho la condición de su fuerza legitimadora. Y los estados-nación, según él, son «partes alícuotas» del mercado mundial: porciones de un todo, más que unidades separadas.

    Aquí y ahora

    Planetary Mine pone sobre la mesa un horizonte revolucionario en el que son abolidos tanto el trabajo asalariado como el estado tal como lo conocemos. Los movimientos que describe Arboleda seguramente han obstaculizado el avance de la frontera extractiva. Sin embargo, al carecer de cierta forma de institucionalización, estas victorias siguen siendo provisionales y prefigurativas, y aplazan sine die los futuros que ellas mismas conjuran. En cualquier parte del mundo —así como en el pasado— los movimientos políticos de izquierdas han acabado tomando el poder estatal y han intentado, con distintos grados de éxito y participación, transformar la sociedad. Estos experimentos han arrojado luz sobre temas espinosos acerca de cómo hacerlo, desde la vía parlamentaria al socialismo pasando por el poder dual, así como sobre conceptos que aún han de ser inventados y los escollos de cada uno de los enfoques. Pero en un contexto de catástrofe climática acelerada, enorme desigualdad y violencia etnonacional, es difícil imaginar una vía a la transformación que no pase por el estado. Si el estado-nación es, como acertadamente sostiene Arboleda, la «expresión concentrada de un proceso cuya escala es planetaria», ¿no es por tanto un terreno de la lucha de clases universal? Teniendo en cuenta que el capital y el Estado forman la totalidad del orden social, luchar por el control del Estado —sus instituciones representativas, regulatorias, financieras y legales— es un medio a través del cual plantar cara al control del capital sobre la inversión, la producción y la distribución. El Green New Deal está motivado por esta estrategia, como lo está también el pacto ecosocial que tanto impulso está ganando en Latinoamérica (también, no olvidemos, el actual trabajo de Arboleda sobre las cadenas de suministro agrícolas, que, de manera explícita, plantea la cuestión del poder estatal y la planificación económica). Estos proyectos transformadores proponen que la justicia climática solo se puede lograr a través de una relación entre la lucha extraparlamentaria y los representantes políticos de izquierdas.

    El capitalismo está en la mismísima raíz de la crisis climática. El capitalismo verde, aunque es una contradicción en sus términos, se encuentra en un estado embrionario. No obstante, sin la intervención del estado no es posible ningún tipo de reorientación verde de la economía; la cuestión es qué forma va a adquirir y a qué intereses va a servir dicha intervención. En la Unión Europea se está diseñando el boceto de lo que se podría llamar un capitalismo climate-smart, que articula una mezcla de financiación pública e incentivos regulatorios para empujar a los inversores hacia los sectores verdes. El enfoque que tiene su política industrial es el de socializar el riesgo y las inversiones iniciales, mientras que los beneficios son privatizados. Se trata de un regalo al capital en una época de estancamiento secular, con su toque de greenwashing incluido.   

    ¿Cuál es la alternativa ecosocialista? Arboleda se enfrenta de manera decidida y convincente al nacionalismo tanto en sus políticas como en su análisis. Al igual que sucede con los circuitos extractivos que son descritos en Planetary Mine, también las cadenas de suministros para las tecnologías verdes, tales como las turbinas eólicas o los vehículos eléctricos, deberán traspasar fronteras. Y eso es lo que van a hacer: los recursos necesarios están desigualmente distribuidos por la corteza terrestre y a lo que debería comprometerse la izquierda es a que el acceso sea global, lo cual implica priorizar una distribución globalmente equitativa. Las lejanas redes de producción son nodos estratégicos sobre los cuales ejercer el poder popular del siglo XXI. Desde los bloqueos indígenas a la extracción de litio en Chile, a la organización obrera en las fábricas de Tesla en Estados Unidos, las diferentes comunidades y la gente trabajadora resisten frente al incipiente capitalismo verde e imaginan futuros verdes alternativos. Este tipo de resistencia es una condición necesaria pero insuficiente para una transición ecosocialista: solo tenemos una década para evitar lo peor del caos climático y el estado tiene la capacidad de reorientar la actividad económica aquí y ahora. La inversión pública, un sistema financiero democratizado, regulaciones estrictas, un sistema de propiedad público y obrero y las políticas industriales y comerciales tienen un papel importante en la construcción de un futuro democrático y con bajas emisiones. Si están en manos de los movimientos sociales, de los sindicatos y los agentes estatales aliados con ellos, estas herramientas pueden servir para diseñar un nuevo mundo a partir del viejo, que ahora mismo está agonizando.

    Desde la mina planetaria a la fábrica global, está en juego la futura organización de las cadenas de suministros. Las luchas de base al margen del poder estatal, contra él y a través de él ayudarán a dar forma al orden económico por venir.

    THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso) y es autora de Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press). Además, ha publicado diversos artículos en medios como The New York Times, n+1 o Dissent, entre otros.

    La ilustración de cabecera es «Cerro de Potosí», de Petrus Bertius (1565-1629). El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

  • Green New Deal: una transición justa para los animales

    Green New Deal: una transición justa para los animales

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    Por J. K. Hafthorsson.

    En los últimos tiempos parece haber cierta unanimidad en el movimiento ecologista sobre la necesidad de cuestionarse al menos algunos aspectos de la explotación a la que sometemos a los animales. Esto se está asumiendo principalmente respecto a la ganadería industrial por su contribución al cambio climático, pero la actual pandemia ha hecho que también se pongan de relieve otros aspectos que normalmente quedan en un segundo plano, como el tráfico de animales salvajes o la fragmentación y destrucción de sus hábitats naturales. Habitualmente este tipo de cuestiones se plantean desde una óptica antropocéntrica, por los perjuicios que causan a la humanidad, y no suelen implicar un replanteamiento más profundo de las relaciones que establecemos con los animales no humanos. Sin embargo, estamos inmersos en una crisis ecosocial que requiere la necesidad de rehacer de forma global el sistema en el que vivimos para lograr un mundo que sea tanto viable a largo plazo como socialmente justo. Nos parece que este es un contexto que favorece poder empujar el debate de manera que también se tenga en cuenta la justicia en relación con los animales. Con el siguiente texto, originalmente publicado en We Animals Media, querríamos empezar a aportar ideas en este sentido, ya que expone de manera clara la importancia de que las políticas de transición ecosocial se realicen con criterios de justicia social, cómo el Green New Deal puede ser un instrumento político para ello y cómo eso requiere de los activistas por los animales que se involucren en el debate para dotarlo de contenidos al respecto.

    «La crisis climática podría ser la mayor oportunidad de justicia animal del siglo XXI». 

    La frase anterior replica una afirmación sobre la salud mundial hecha en 2015 en la respetada revista médica The Lancet. Los editores de la revista sostenían que las transformaciones sociales necesarias para abordar la crisis climática crean una oportunidad para enfrentar los problemas de salud mundial que preceden (y superan) la crisis. Lo mismo ocurre con nuestra violenta relación con los animales.

    La crisis climática no es la causa del brutal maltrato que la humanidad ejerce sobre los animales. Pero al hacer frente a la crisis climática tenemos una oportunidad sin precedentes de transformar esa relación para mejor. Los activistas por la justicia animal deben liderar los esfuerzos para asegurar que los no humanos formen parte de una «transición justa» hacia una sociedad poscarbono.

    El concepto «transición justa» surgió junto a las demandas por un Green New Deal. Se trata de una exigencia para que, mientras luchamos contra la crisis climática, no perjudiquemos a los grupos históricamente desfavorecidos y oprimidos, incluidos las trabajadoras y los trabajadores, las comunidades de color y los pueblos indígenas. El tipo de cambios sociales audaces y sustanciales necesarios para hacer frente a la crisis climática ofrece una oportunidad para crear un mundo más justo. Esa justicia puede, y debe, extenderse a los animales.

     

    Los combustibles fósiles y la economía animal

    Los animales están completamente insertados en nuestros sistemas económicos. Desde conejos para experimentación en laboratorios hasta mulas de carga y perros rastreadores de drogas, hemos reclutado animales para una serie de tareas. El papel más obvio y violento es el de fuente de alimento. La industrialización incrementó enormemente el número de animales utilizados para la alimentación.

    La industrialización de la producción de alimentos, incluyendo pescado, carne, lácteos y huevos, precedió a la Gran Depresión. Sin embargo, el desarrollo de nuevas tecnologías productivas de alta velocidad y a gran escala durante la Segunda Guerra Mundial se extendió a la producción alimenticia. Esto dio lugar a que que un número aún mayor de animales fueron arrastrados al sistema industrial. A medida que el número aumentaba, los animales eran tratados cada vez menos como seres vivos y mucho más como insumos materiales.

    El aumento de la escala y el ritmo de producción fue posible gracias a los combustibles fósiles. Los combustibles fósiles de alta densidad energética fueron los que impulsaron las nuevas máquinas. Además, también facilitó el transporte que fomentó la concentración para sacar partido de las economías de escala. El resultado fueron las llamadas de forma eufemística «operaciones concentradas de alimentación animal» (CAFO), más conocidas como granjas industriales. Los piensos cultivados de manera deslocalizada podían transportarse a grandes distancias para llevarlos hasta los animales alojados en enormes graneros atemperatura controlada, en los que se les sometía a la racionalización y normalización de la producción industrial. Los animales o los productos animales podían, de esta forma, ser transportados a mercados lejanos.

    Las granjas industriales aumentaron en escala y bajaron el precio relativo de los productos animales. A medida que aumentaba la oferta de animales como insumos, las tecnologías de procesamiento también se ampliaron, exigiendo cada vez más energía. La fuente de energía primaria provino del carbón y del petróleo crudo. Los combustibles fósiles están implicados en nuestro uso cada vez más inhumano de los animales. Además, traen consigo un número incalculable de efectos secundarios perjudiciales de las operaciones de cría de animales a gran escala. Esos daños están contribuyendo al cambio climático y a su vez empeorando a causa de este.

    En Carolina del Norte, el volumen de residuos producidos por los cerdos de las granjas industriales están expoliando el aire y el agua. Estos daños se pusieron de manifiesto con la llegada del huracán Florence, que provocó el fallo de los pozos negros donde se recogen los desechos de los cerdos. El cambio climático está haciendo que los huracanes sean más intensos y más frecuentes, aumentando la amenaza tanto para los animales que se encuentran en su camino como para los humanos que viven junto a las nocivas granjas industriales.

    El aumento de la escala y la concentración de la producción animal también ha conllevado la destrucción de la selva amazónica. Brasil exporta el 20% de la carne de vacuno del mundo. Tanto la creación de pastos como la producción de alimentos para el ganado están impulsando la deforestación. Entre las muchas consecuencias de la destrucción de la selva tropical está la pérdida de un importante sumidero de carbono: las selvas tropicales capturan grandes cantidades de carbono, que se libera cuando se destruyen los bosques.

    Estos ejemplos encierran otras formas de opresión. Las granjas industriales de Carolina del Norte están ubicadas en un número desproporcionadamente mayor en condados con alto porcentaje de personas racializadas. La deforestación del Amazonas invade los territorios de los pueblos indígenas. Las incontables injusticias del capitalismo están tan interconectadas que el cambio en una parte del sistema tendrá efectos incalculables en otras partes. Por eso un Green New Deal debe ser sensible a las muchas y complejas relaciones que están enmarcadas en los combustibles fósiles y las emisiones de carbono.

     

    (Green) New Deal

    El Green New Deal toma su nombre del New Deal de los años treinta. El New Deal fue un conjunto de políticas destinadas a sacar a la economía de Estados Unidos. de la Gran Depresión. Incluía reformas bancarias, nuevos y ampliados programas de bienestar social, y ambiciosos gastos en obras públicas.

    El nombre «Green New Deal» fue acuñado hace más de una década en un informe del Reino Unido en el que se esbozaban las políticas para hacer frente tanto a la crisis financiera como a la crisis climática. El concepto ha ganado visibilidad a lo largo del último año gracias a su más destacada defensora, la congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez. Otra defensora de alto perfil es Naomi Klein, cuyo último libro lleva el subtítulo de The Burning Case for a Green New Deal. Recientemente, jóvenes activistas organizaron una sentada en la Cámara de los Comunes de Canadá para exigir un Green New Deal.

    La aspiración del Green New Deal, al igual que el New Deal original, es la transformación económica para proteger a la gente de los daños actuales y para mitigar o eliminar las causas de esos daños. En el caso de la Gran Depresión, la causa (muy simplificadamente) fue la falta de inversión que creó una retroalimentación positiva entre la falta de empleos y la falta de demanda de los consumidores. En el caso de la crisis climática, la causa es la excesiva inversión en sistemas de producción de altas emisiones.

    El New Deal original necesitaba crear empleos para todos aquellos que no los tenían. El Green New Deal necesita mover a la gente de los trabajos de altas emisiones a los de bajas emisiones. Debe terminar con las prácticas insostenibles de producción y consumo. Esto requerirá algunos cambios radicales en nuestros sistemas económicos, lo que hace que la tarea del Green New Deal sea mucho más desalentadora que la de su homónimo. Pero es la magnitud del cambio necesario la que nos ofrece la oportunidad de cambiar nuestra relación industrializada con los animales.

     

    Aprendiendo del New Deal

    El New Deal tenía algunos defectos significativos; principalmente, que no logró su objetivo. Aunque el New Deal disminuyó la carga de la Gran Depresión, las políticas no devolvieron a la economía estadounidense los niveles de ingresos y empleo anteriores a la depresión. Hizo falta una ambiciosa transformación de la economía de cara a combatir en la Segunda Guerra Mundial para conseguir una verdadera recuperación económica. Esto sugiere que nuestros planes para cambiar la sociedad han de comenzar con la enorme transformación económica necesaria para derrotar al fascismo en Europa, que ya se consiguió en otros momentos históricos.

    Otro gran defecto del New Deal fue que favorecía de manera explícita a los estadounidenses blancos. Antes de la Gran Depresión, los estadounidenses negros tenían ingresos más bajos y sufrían un mayor desempleo que los americanos blancos, así que se vieron más afectados por la recesión económica. El gobierno de Estados Unidos podría haber aprovechado la oportunidad del New Deal para abordar la división económica entre los estadounidenses blancos y negros, pero las políticas mantuvieron y afianzaron esta división.

    El fracaso del New Deal para reconocer y abordar la injusticia racial es una de las razones por las que los defensores del Green New Deal hablan de una «transición justa». No podemos permitir que las políticas destinadas a crear una economía de cero emisiones refuercen los sistemas de opresión.

     

    Una transición justa para los animales

    Una de las preocupaciones planteadas sobre el Green New Deal es el aumento de la demanda de recursos para producir energía y productos de emisiones bajas o nulas. Este aumento afectará sin duda a las comunidades indígenas que históricamente se han visto afectadas negativamente por la extracción de recursos. Por ello, una transición justa no puede ser negociable. Sin una transición justa, la batalla contra el cambio climático agravará las desigualdades existentes.

    Afrontar el cambio climático podría perfectamente amplificar la violencia que ejercemos contra los animales. Por ejemplo, las leyes de bienestar animal existentes —conquistadas con dificultad gracias a décadas de activismo por los derechos de los animales— podrían ser tachadas de distracciones o cargas costosas por parte de las granjas industriales que tienen que hacer la transición a fuentes de energía de menor emisión. Si los costos aumentan como consecuencia de la acción climática, es probable que el recorte de costos en otros sectores de las operaciones de producción de carne, pescado, huevos y productos lácteos perjudique aún más a los animales.

    Por el contrario, si se contemplara mejora del tratamiento de los animales como un resultado importante y deseado, entonces la acción climática podría tener efectos positivos para la vida de los animales.

    Pensemos en el impacto de un impuesto a las emisiones. El aumento de los precios del combustible se transferiría los costes de producción de las granjas industriales, aunque no los eliminaría necesariamente. Si los costes de transporte aumentasen, la producción se ubicaría más cerca de los puntos de venta. Puesto que una misma explotación no podría suplir a tantos mercados como ocurre ahora, su escala se reduciría. Esto no eliminaría todos los daños causados a los animales, pero reduciría su sufrimiento.

    El precio de las emisiones de carbono es una medida importante, pero es insuficiente a la hora de abordar la crisis climática, especialmente si queremos una transición justa. Las políticas gubernamentales basadas en las demandas de los activistas son necesarias y debemos dar prioridad a una acción gubernamental contrastada, que es la que puede cambiar de una forma única y a la velocidad y escala necesarias los sistemas de producción para que tengan emisiones netas nulas. En ese cambio, hay una oportunidad increíble: por un lado, las políticas que priorizan la seguridad alimentaria local también cambiarían la economía de la agricultura industrial; por otro, la innovación apoyada por el gobierno en la producción de proteínas podría reemplazar la proteína derivada de los animales, que es cruel y produce altas emisiones.

    Los movimientos populares también son necesarios. Los activistas pueden enfrentarse a las empresas y los gobiernos que se niegan a aplicar políticas justas de carbono; sin embargo, los movimientos deben entender cómo la crisis climática se cruza con otros problemas sociales. Como se ha señalado anteriormente, los daños de las granjas industriales de Carolina del Norte intersectan con la opresión racial; los daños de la deforestación en el Amazonas se cruzan con los derechos de los indígenas. Siempre va a haber consecuencias no deseadas, pero la justicia debe ser nuestra guía.

    Ante el empeoramiento de los huracanes, deben reducirse las operaciones con ganado porcino a gran escala de Carolina del Norte para disminuir la amenaza de los desechos de los cerdos, lo que aumentaría el precio del cerdo, reduciendo la demanda. Un boicot a la carne de vacuno brasileña tendría un efecto similar. En ambos casos, debemos ser conscientes de las consecuencias negativas, especialmente la pérdida de puestos de trabajo. La solución más rápida a estas pérdidas requiere la acción gubernamental. Algunas de las personas que defienden un Green New Deal incluyen reivindicaciones de que se garantice el empleo. Esto traería consigo una red de seguridad para aquellos cuyos empleos dependen de la producción de altas emisiones. Sin embargo, también reduciría la necesidad de aceptar trabajos indeseables, peligrosos y mal pagados asociados con la producción animal.

    El futuro poscarbono está llegando, lo queramos o no. Puede implicar un descenso brutal a la barbarie, en el que los intereses particulares apuntalen sus privilegios o puede ser una transición justa que incluya cambios drásticos y positivos en nuestra relación con los demás, con los animales y con la Tierra.

     

    WE ANIMALS MEDIA (WAM) es una organización sin ánimo de lucro con una perspectiva internacional y afincada en Toronto, Canadá. Se dedica a documentar las vidas de los animales en entornos humanos: aquellas utilizadas para la alimentación, la moda, el entretenimiento, el trabajo, la religión y la experimentación. El objetivo de WAM es dar visibilidad a estos animales a través de la fotografía y las películas y extender sus historias a través de alianzas con diferentes organizaciones y medios de comunicación. El We Animals Archive es un archivo accesible en todo el mundo que contiene miles de imágenes y vídeos sobre nuestra relación con los animales a lo largo y ancho de todo el mundo. Este trabajo está disponible de manera gratuita para toda persona u organización dedicada a ayudar a los animales.

    La ilustración de cabecera es «Hügel» (2017), de Hartmut Kiewert.

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  • Tras la democracia del carbono

    Tras la democracia del carbono

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    Por Alyssa Battistoni y Jedediah Britton-Purdy

    Este texto fue publicado originalmente en Dissent con el título «After Carbon Democracy». 

    En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia en lugar de por menos.

    Si te preocupa la democracia, el cambio climático no va a hacer que te sientas mejor. Desde hace décadas, el clima (y anteriormente la crisis ecológica en general) ha sido esgrimido como exponente fundamental de la incapacidad de la democracia para solucionar nuestros problemas más acuciantes.

    Los retos son innumerables: la acción climática requiere compromisos nacionales que beneficien a pueblos extranjeros y sacrificios actuales en beneficio de generaciones futuras, y que se basen en fundamentos científicos que, aunque fácilmente sintetizables, son demasiado complejos como para enganchar narrativamente a los negacionistas. Simplemente, la gente no se impone a sí misma firmes restricciones de manera voluntaria, especialmente en beneficio de desconocidos.

    Como prueba de ello, quienes se muestran escépticos ante la democracia señalan las airadas protestas contra las subidas de precio de los combustibles fósiles, como los chalecos amarillos en Francia o las movilizaciones ecuatorianas contra la retirada de las subvenciones a los carburantes. A esto hay que añadir el rechazo, o directamente la derogación, de los impuestos sobre el carbono en lugares que van desde Australia hasta Washington, y la elección de presidentes agresivamente antiambientalistas en Estados Unidos y Brasil, dos de las mayores democracias del mundo.

    Recientemente un columnista del Financial Times, un barómetro fiable de la opinión de las élites, preguntaba: «¿Puede la democracia sobrevivir sin carbono?». Su respuesta era: «No lo vamos a averiguar. Ningún electorado va a votar en perjuicio de su propio estilo de vida. No podemos culpar a malos políticos o a corporaciones, somos nosotros: siempre vamos a elegir crecimiento antes que clima».

    Incluso las personas de izquierdas afines a la democracia no pueden sino preocuparse por lo que implicaría para esta un cambio drástico en las condiciones materiales. En Carbon Democracy, el historiador Timothy Mitchell afirma que «gracias al petróleo, las políticas democráticas se han desarrollado con una orientación particular hacia el futuro: el futuro como horizonte ilimitado de crecimiento». Ahora sabemos que dicho horizonte se está cerrando.

    Así pues, ¿somos nosotros el problema? ¿Qué posibilidades hay de una democracia sin carbono en el siglo XXI?

    Una breve historia de la democracia climática

    La actual oleada de ansiedad a propósito de la democracia y el medio ambiente tiene multitud de precedentes. En los años setenta, momento en que emergía la política ecológica moderna, el teórico político William Ophuls imaginó qué ocurriría si tuviese que detenerse el crecimiento económico (una predicción habitual, en ese momento, tanto entre individuos radicales como entre centristas). Ophuls argumentaba que la escasez es la condición insoslayable de la vida humana y la política, el inevitable conflicto por los recursos limitados. Esta es la razón que llevó a Thomas Hobbes, el primer teórico político moderno, a insistir en la necesidad de un soberano absoluto para que hubiera orden político: para mantener a la gente a salvo de los estómagos codiciosos y famélicos de los demás. Lo específico de la época moderna, y de mediados del siglo xx en particular, ha sido la creencia de que la escasez podía ser evitada; de que la riqueza podía ser no solo abundante sino ilimitada. La crisis ecológica se presentó como un duro reproche a semejante manera de pensar y a los sistemas políticos que se han edificado sobre ella.

    Ophuls defiende que un futuro sostenible ecológicamente hubiese sido «más autoritario» y «menos democrático». Los mandarines ecológicos se harían cargo de gestionar los recursos comunes de manera apropiada; el gobernador ecológico ideal vendría a ser una combinación de Platón y Hobbes, al que se le añadiría algo de John Muir: el conocimiento del filósofo-rey combinado con la soberanía absoluta y con una elegante nota de conciencia verde.

    En cualquier caso, en los años ochenta los expertos políticos en boga ya promovían una solución distinta: ecologismo de mercado, que veía la respuesta a los problemas medioambientales no en un decrecimiento, sino en la creación de más mercados, calibrados inteligentemente para la «internalización» de «externalidades» industriales a través de la incorporación de los costes de la polución a los de los recursos (el impuesto sobre el carbono es una versión de esta idea). Los economistas señalaron que la amenaza de la polución lanzada a la capa de ozono por los clorofluorocarbonos (CFC) se había solucionado de forma barata y rápida mediante un sistema de mercado de permisos negociables. En Europa se resolvió incluso de manera más veloz a través de su prohibición; sugiriendo que la clave era que se podían reemplazar los CFC, o directamente prescindir de ellos. Si había funcionado para los CFC, la lógica dictaba que podía funcionar para el carbono. La teoría económica, que es la elitista sabiduría convencional de esta época, indicaba claramente que el camino a seguir era una solución de mercado.

    Parecía que la mejora del medio ambiente se ajustaba perfectamente al final de la historia: capitalismo, democracia y aire limpio podrían ir de la mano ahora y siempre. La «curva de Kuznets medioambiental» mostraba, supuestamente, que la polución había crecido en los primeros estadios de la industrialización para luego caer cuando el electorado de clase media decidió que se podía permitir agua y aire limpios, lo que replicaba la trayectoria de la desigualdad económica que el economista Simon Kuznets plantea en su optimista trabajo sobre tendencias de ingresos a largo plazo. La versión de la democracia que se hallaba en esta idea aparecía desnuda: los politólogos que investigaban el progreso democrático y su «consolidación» incluyeron en su definición los «derechos de propiedad», que generalmente implican un sistema de mercado capitalista. Esta no era una democracia que pudiera impugnar las prerrogativas capitalistas, sino una que se identificaba axiomáticamente con ellas.

    Para los años 2000 quedó claro que el progreso no estaba ocurriendo lo suficientemente rápido. El cambio climático era un problema más grande de lo que muchos habían supuesto, quizá fuera incluso completamente distinto. El ingenuo optimismo «democrático» cedió terreno. Desde la perspectiva de la economía de la elección racional, el cambio climático se presentaba ahora como un ejemplo de manual de problema de la acción colectiva: era de interés común alcanzar una solución, pero también era de interés individual no dejar de emitir aprovechando que los demás sí que lo hacían. La acción climática suponía un sacrificio que nadie estaba dispuesto a hacer a no ser que lo hicieran todo el mundo; y todo el mundo tenía incentivos personales para descargar la responsabilidad sobre los demás y, en última instancia, sobre las generaciones futuras.

    Pero la teoría de la elección racional estaba siendo en sí misma atacada por la economía behaviorista, la cual apuntaba que la manera de tomar decisiones es de todo menos racional. Este era el lenguaje de las élites políticas sobre la naturaleza humana en el nuevo milenio; en libros de gran popularidad, como Freakonomics, como en trabajos cuasiacadémicos, como Nudge, del economista de la Universidad de Chicago Richard Thaler y el profesor de derecho en Harvard Cass Sunstein (quien estuvo una temporada el frente de la Oficina de Información y Asuntos Regulatorios de Barack Obama). La economía behaviorista explicaba el problema de la acción colectiva en sus propios términos: no se trataba simplemente de que nuestros intereses tuviesen una orientación deficiente, sino más bien que apenas podíamos entender cuáles eran nuestros propios intereses. «¿Por qué no es verde el cerebro?», preguntaba en 2009 un titular en la portada de The New York Times Magazine, captando el nuevo zeitgeist. El problema era de «prejuicios automáticos» que deformaban la cognición; la gente está acostumbrada al corto plazo, mientras que el cambio climático es un problema que abarca siglos. No hemos calculado correctamente los riesgos; reaccionamos de manera distinta a las mismas medidas si se las adorna de manera diferente: la gente odia los «impuestos» al carbono, pero le gustan las «compensaciones» de carbono. No nos gusta el cambio, sufrimos de aversión al riesgo. Tenemos dificultades para percibir el cambio climático como una amenaza porque no se trata de un acto de violencia inmediatamente visible, como la guerra.

    Quizá la democracia no fuera la culpable per se del cambio climático, pero había algo en el demos (algo en la gente en sí misma, algo en nuestros cerebros) que no estaba preparado para entender y lidiar con semejante problema. Se seguía de esto que no estábamos preparados para el autogobierno en un mundo definido por complejos problemas a largo plazo; la gente necesitaba ser engañada ―«impelida»― para poder decidir sobre sus intereses propios más profundos y verdaderos. Tanto aquí como en el análisis de la elección racional había, tácita pero implícitamente, un análisis fundamentalmente individualista y ahistórico del cambio climático. No importaba quién hubiese causado realmente todas las emisiones de carbono, o bajo qué sistemas de economía política se hubiesen producido: los humanos éramos, en última instancia, todos iguales y dicha forma de ser dificultaba enormemente hacer nada respecto a los procesos efectivos.

    En los últimos años, las culpas han pasado de recaer en lo idiota que es la gente o en los fallos inherentes de las instituciones democráticas para recaer en la dominación de estas por parte de las compañías de combustibles fósiles. El dinero negro que responde a intereses particulares (y también no poco dinero obscenamente visible a plena luz) ha sido utilizado para negar el cambio climático, para acabar con los impuestos sobre el carbono y con la expansión de las energías renovables, y para desregular la industria. Este giro hacia una historia política de las políticas medioambientales se ha centrado en los defectos e infortunios contingentes del proceso político estadounidense; desde la completa apertura de la válvula del gasto político hasta las vicisitudes de las negociaciones de la Casa Blanca en los años ochenta («la década en que casi paramos el cambio climático», como afirmaba Nathaniel Rich en un extenso artículo de The New York Times Magazine en 2018).

    Mientras el catastrofismo por el fin del mundo sustituye a la euforia del fin de la historia, las últimas cuatro décadas de pensamiento «político» sobre el clima parecen no haber sido nada políticas. O, más bien, el pensamiento climático de estas décadas ha sido un síntoma de la antipolítica dominante: una política de ideas (teoría de la acción racional, economía behaviorista) e instituciones (la industria de los combustibles fósiles, los bancos de inversión, el Partido Demócrata de Bill Clinton y Robert Rubin) que afirmaba no ser política, sino sentido común o ciencia, y que trabajaba para aplastar cualquier política que fuera más allá del pesimismo generalizado acerca de los seres humanos y del optimismo sobre los tejemanejes institucionales y tecnológicos.

    El «elefante en la habitación» propio de estos discursos en torno a la democracia y el cambio climático es el capitalismo.

    El capitalismo se encuentra en el corazón mismo del cambio climático, ya que se basa en un crecimiento indefinido que el planeta no puede soportar. Todas las formas de capitalismo que hemos conocido han sido extractivistas, han drenando la Tierra de su energía y de gran parte de su riqueza de maneras destructivas que no son renovables. Y todas las formas de capitalismo que conocemos han sido incapaces de reparar en las amenazas medioambientales, sobre todo la polución, de la cual los gases de efecto invernadero son el último y mayor ejemplo. El extractivismo y la polución se hallan en el núcleo de las economías medioambientales convencionales: habitualmente son descritas como cuestiones derivadas de «externalidades» y del «capital natural» y a menudo se propone como solución a ello la «contabilidad ambiental de costo total», para así incorporar bienes y riesgos ecológicos a los balances generales de empresas y consumidores. Este relato convierte el problema en una serie de cuestiones técnicas, pero desde la derrota de la ley Waxman-Markey en 2010 ha quedado claro que incluso los desafíos aparentemente técnicos para el ámbito político y económico de los combustibles fósiles requiere mayorías movilizadas luchando para salvar el mundo. Es decir, la tecnocracia no evita la política, sino que la ignora, para luego verse sorprendida por ella. La idea del crecimiento indefinido es más básica aún y, por lo general, la economía convencional la ha esquivado.

    La política climática se ha dado en su totalidad dentro del periodo de la hegemonía neoliberal, en el cual ha sido imposible considerar o imaginar un fuerte control democrático sobre la economía; la antipolítica de esas décadas funcionó para proteger contundentemente los mercados de inoportunas distorsiones políticas. Al restringir las políticas democráticas y revertir ―o directamente saltarse― las limitaciones impuestas al capital de manera democrática (incluyendo las regulaciones medioambientales de los años setenta), el neoliberalismo ha dificultado enormemente la solución de los problemas medioambientales sistémicos del capitalismo.

    Si vamos a hablar de democracia y cambio climático, entonces también tenemos que hablar de democracia y capitalismo, aunque en casi todas las conversaciones se presupone una democracia que no puede o no necesita poner en cuestión los preceptos básicos del capitalismo. La actual política climática ha funcionado de la misma manera hasta hace muy poco. Hasta 2016 parecía que el neoliberalismo había triunfado sobre la democracia, que la economía había sometido completamente a la política. Y entonces la política volvió a la vida, y lo hizo rugiendo.

    Pero una política viva plantea preguntas de distinto tipo y ni mucho menos fáciles. ¿Puede la democracia realmente vencer o contener al capitalismo en un momento en el que la primera parece debilitarse cada vez más y la segunda no para de hacerse más fuerte? ¿Y cuáles son los caminos más probables para la democracia en un mundo golpeado por el cambio climático? Argumentar que la difícil situación en la que nos encontramos es resultado de un mundo profundamente antidemocrático no implica necesariamente que una democracia más fuerte vaya a facilitar las cosas. Hemos alcanzado algo de claridad sobre nuestra situación, pero a costa de remplazar un problema histórico (hacer frente al cambio climático) por dos (alcanzar la democracia para hacer frente el cambio climático). ¿Cuáles son las dimensiones de este nuevo problema? ¿Es probable que la democracia y el cambio climático colisionen en los años?

    Culpar a la democracia por el cambio climático

    Comencemos con la insinuación habitual de que acabar con el cambio climático puede significar la supresión de la democracia. El espectro del déspota ilustrado que gobierna en pos de la Tierra y sus criaturas ―el híbrido Platón-Hobbes-Muir― reaparece regularmente. El hecho de que un régimen semejante no haya existido jamás y de que sea poco probable que nunca lo vaya a hacer no ha detenido a académicos y periodistas a la hora de citar una y otra vez a tal o cual científico que afirma que la democracia no está a la altura de la tarea de frenar el cambio climático. Allí donde gobiernan fuerzas autoritarias no lo hacen en nombre de la ecología. Paradójicamente, China ocupa una doble posición dentro de este imaginario: de una parte, se dice que hace que las acciones climáticas norteamericanas se vuelvan irrelevantes debido a sus crecientes e imparables emisiones; de otra, se usa como ejemplo de las ventajas medioambientales del autoritarismo, dada su capacidad para construir trenes de alta velocidad o detener la producción de carbón de la noche a la mañana.

    De todas formas, la democracia no va a volver por donde ha venido. Va a ser difícil que desaparezca completamente incluso en lugares donde lleva instaurada apenas unas pocas décadas, a pesar del pánico de algunos progresistas ante su caída. Aunque por supuesto que puede retroceder o erosionarse y, de hecho, lo hace. A veces, como ha ocurrido recientemente en Rojava y Hong Kong, la democracia es violentamente reprimida. La democracia se encuentra amenazada en todo el mundo: por los terratenientes y oligarcas racistas en Bolivia o por el régimen nacionalista y derechista de Turquía.

    Al tratar con las fuerzas debilitadoras de la democracia, además, deberíamos desconfiar menos de las masas que de los liberales de clase media, que son quienes sostienen los tropos acerca de «la crisis de la democracia» y de cómo la gente no es capaz de gobernarse a sí misma. Históricamente, las clases medias han sido tibias con respecto a la democracia, a veces la apoyan, pero también la dejan de lado cuando las clases trabajadoras parecían demasiado poderosas. Estudios recientes sugieren que la relación entre capitalismo y democracia no se deriva de una innata afinidad estructural, sino más bien del hecho de que, en las sociedades capitalistas, la creciente clase trabajadora presiona en pos de reformas democráticas con el inconstante y escasamente fiable apoyo de la clase media.

    En muchos lugares, lo que es más probable que un gobierno directamente autoritario es la perspectiva de que el neoliberalismo, que ha demostrado ser notablemente resistente tras la crisis de 2008, continúe restringiendo el gobierno popular. Y la solución favorita de los tecnócratas liberales es el impuesto sobre el carbono, pero dicho impuesto conlleva un problema del tipo de los de qué vendrá antes, el huevo o la gallina: los únicos que realmente lo defienden son una alianza de politólogos y de una parte afín del capital, pero, sin embargo, es difícil imaginar al capital imponiéndose voluntariamente a sí mismo nuevos costes añadidos sin una presión política masiva. Las empresas solo apoyan un impuesto sobre el carbono cuando la alternativa les resulta más amenazadora ―por ejemplo, el Green New Deal―. Si surgiera una presión política en torno a dicha alternativa, sería posible imaginar al centrismo presionando por un impuesto sobre el carbono en tanto que solución que cuenta con el visto bueno de las empresas, si bien, probablemente, a un nivel muy por debajo de los setenta y cinco dólares por tonelada propuestos por el Fondo Monetario Internacional (a modo de referencia, la media mundial es de ocho dólares por tonelada, cuando la ONU ha recomendado un impuesto de entre 135 y 5.500 dólares por tonelada para 2030).

    Mientras tanto, en países donde la agenda política está marcada por su capacidad para pedir préstamos, un impuesto sobre el carbono (o sobre el combustible) podría imponerse desde el exterior o ser instituido en respuesta a las condiciones de los prestamistas. El reciente intento de Ecuador de recortar los subsidios a los combustibles, por ejemplo, pretendía ahorrarle al estado 1.300 millones de dólares al año como parte de un paquete de crédito de 4.200 millones por parte del FMI. Sin embargo, es probable que la imposición de nuevos gastos sobre personas que ya han sufrido la peor parte de la crisis económica genere nuevos contraataques: las movilizaciones que siguieron a los recortes en los subsidios mencionados obligaron a su restablecimiento, de la misma forma en que las protestas de los chalecos amarillos contra un nuevo impuesto sobre los carburantes provocaron que este fuera abandonado. Entender todo ello como manifestaciones democráticas contra la acción climática es mezquino; podrían serlo si quienes protestan vieran que sus alternativas fueran o bien austeridad o bien destrucción medioambiental, pero estas son también revueltas democráticas contra el neoliberalismo y, al menos potencialmente, a favor de otra opción distinta. La pregunta es si pueden señalar el camino hacia una alternativa menos desesperante, hacia alguna forma de prosperidad pública compartida.

    Democratizando la descarbonización

    De hecho, hay un programa climático ambicioso que propone asumir grandes gastos en beneficio de pueblos extranjeros y de generaciones futuras (y también reconstruir el paisaje estadounidense de manera generosa e inclusiva) y que está movilizando a activistas y convenciendo a candidatos a las primarias del Partido Demócrata. En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia, no por menos, incluso cuando aún no gocemos de nada que se asemeje a una democracia perfecta. La premisa es que la acción climática debe ser popular para poder triunfar políticamente, lo que implica que debe beneficiar a las personas ahora, en lugar de pedirles que se sacrifiquen en beneficio del futuro. No hay electorado para una austeridad verde y los cambios que necesitamos no se pueden barrer debajo de la alfombra mediante acciones ejecutivas (como en el Plan de Energía Limpia) o mediante maniobras legales (como sucede con la estrategia «demandar a esos cabrones» que históricamente han seguido las grandes organizaciones medioambientales sin ánimo de lucro).

    El Green New Deal señala que la acción de acabar con las emisiones de carbono tiene que formar parte de una transformación más amplia de la economía y la sociedad: una que aborde el enquistado poder del capital fósil y el de los responsables políticos que lo han estado protegiendo, así como los daños que estos han causado a la ciudadanía, especialmente a las comunidades de color y a la clase trabajadora. Señala también que la riqueza pública es la forma de vivir bien dentro de los límites ecológicos y que debemos construir el tipo de democracia necesaria para lucha contra el cambio climático mediante la lucha contra el cambio climático, en lo concreto más que en lo abstracto.

    La izquierda que abraza la «democracia» tiende a entenderla como algo más sólido y robusto que un mero «mayoritarismo» ―como una llamada a la igualdad, como una riqueza compartida y como un reconocimiento mutuo; como algo que siempre estamos esforzándonos en conseguir, en lugar de una serie de procedimientos políticos ya establecidos de una vez para siempre―. Estados Unidos sigue fracasando en tanto que democracia por muchas de estas cuestiones y las políticas climáticas pueden o bien ahondar en este sentido de democracia o bien ponerlo aún más en cuestión.

    Pero también hay mucho que decir acerca de ese frágil «mayoritarismo». Si el Tribunal Supremo de los Estados Unidos no hubiese otorgado la victoria en las elecciones del año 2000 a George W. Bush tras haber perdido la votación popular frente a Al Gore, probablemente las negociaciones climáticas internacionales hubiesen progresado mucho más y la legislación sobre el clima podría haber ocurrido en la década en que Estados Unidos, en cambio, se lanzó a la guerra de Irak. Si el colegio electoral no le hubiese entregado la victoria a Trump tras haber perdido la votación popular, quizá Estados Unidos no estaría revirtiendo en tiempo récord las restricciones sobre la polución en el aire y sobre las emisiones de carbono. Incluso en una democracia enormemente imperfecta, el «mayoritarismo» sigue implicando poder.

    «Mayoritarismo» implica que no tienes que hacerte con los corazones y las ideas de toda las personas del país, no tienes que alentar una transformación moral completa y simultánea, simplemente tienes que ganarte a la mayoría de la gente. Y una gran mayoría de la gente ha señalado de manera consistente su apoyo a muchos de los elementos del Green New Deal: trabajo garantizado, inversión en energías cien por cien renovables y en transporte público, restauración de bosques y suelos, etcétera. En un mundo construido por fuerzas profundamente antidemocráticas, en el que estamos tratando de abrirnos paso democráticamente hacia algo distinto, el hecho de que la democracia no sea un proyecto de consenso es algo positivo.

    Pero el respaldo en las encuestas es solo el primer paso. Incluso ganar unas elecciones es el principio y no tanto el final. Si las exigencias democráticas suelen ser antagónicas a las necesidades del capital, y si el cambio climático es producto del capitalismo, entonces la acción democrática contra el cambio climático va a ser hostil al capital. Por supuesto, a ciertas formas del capital más que a otras: sin duda la industria de los combustibles fósiles va a luchar hasta la muerte, mientras que los potenciales magnates de la energía solar y eólica van a estar contentísimo con la instauración de un Green New Deal, si bien es de suponer que con uno que inyecte dinero público al I+D privado en vez de gravar al capital para desarrollar servicios públicos. En cualquier caso, hay suficiente capital adyacente o dependiente de los combustibles fósiles como para que se alinee un conjunto de fuerzas significativo contra cualquier pretensión seria de desbancar a las grandes compañías petrolíferas.

    La lucha contra las decisiones antidemocráticas del capital no es la única en el horizonte. El «mayoritarismo» no siempre implica que quienes ganen puedan hacer que los perdedores hagan lo que no quieren hacer; incluso si es posible imaginar mayorías democráticas que respalden una vivienda y un transporte públicos, ¿qué ocurrirá cuando haya resistencia frente a los proyectos de rehacer todo lo que tenga que ver con carreteras, vehículos deportivos y viviendas unifamiliares independientes en Estados Unidos? Las eternas luchas sobre quién controla realmente de manera efectiva los terrenos públicos en los estados del oeste (que llegan ocasionalmente a cotas dramáticas, como la ocupación derechista en 2016 del refugio de vida salvaje de Malheur, en el este de Oregón) muestran que existe una fuerte resistencia a la idea de que el Congreso, el Tribunal Supremo o quien sea desde Washington tenga la última palabra. Las agudas divisiones entre jurisdicciones «rojas» y «azules»,[1] en las que cada una de ellas denuncia como ilegítimas las mayorías de la otra ―por manipuladas, por dependientes del Colegio Electoral o de la restricción del derecho a voto, o por estar empañadas por el «fraude electoral» (algo en lo que Trump no para de insistir de manera insidiosa)―, pueden conllevar una dificultad aun mayor a la hora de aplicar decisiones nacionales a estados y ciudades disconformes.

    El problema de la escala es aún más imponente a nivel planetario. En la historia de la democracia, al menos hasta el momento, el «gobierno del pueblo» ha sido siempre de un subgrupo del pueblo, generalmente señalado por los límites territoriales del estado nación; pero el cambio climático afecta de manera significativa a personas más allá de las fronteras nacionales, a aquellas que aún no han nacido, y a animales no humanos, ninguna de las cuales forma parte del «pueblo» que toma decisiones políticas. También sabemos que tanto las causas como los efectos del cambio climático están desigualmente distribuidos: alrededor del 10% de la población global es responsable del 50% de las emisiones en todo el mundo, mientras que el 50% de la población es responsable de apenas el 10%, siendo estas últimas las comunidades más vulnerables al desastre climático. Sin embargo, no tenemos un Estado global (sea eso deseable o no), así que, en lo que respecta a un futuro que seamos capaces de anticipar, está descartada una democracia global genuina .

    Esto significa que la mayoría de la población global que quiera poner freno al consumo derrochador de unos pocos poderosos no tiene medios de ninguna clase para hacerlo. En concreto, el resto del mundo no puede hacer que Estados Unidos rinda cuentas. Somos el país que más tiene que perder con una toma de decisiones democrática global, lo cual explica por qué el poder de Estados Unidos se ha utilizado principalmente para socavar instituciones globales, excepto cuando se alineaban con los intereses norteamericanos. La democracia realmente existente está atrapada en el problema de que hay subgrupos nacionales que tienden a tomar decisiones para el resto del mundo y de que, dentro de ellos, son los ricos y poderosos los que conservan la mayor parte de la capacidad de influencia. Sin embargo, eso no significa que las opciones sean o Estado mundial o la quiebra. Sea cual sea el grado de poder que puedan alcanzar las comunidades situadas en primera línea de batalla (desde acciones legales frente a amenazas climáticas en los países de origen de las grandes compañías petrolíferas hasta esfuerzos internacionales conjuntos para frenar la extracción de combustibles fósiles, pasando por programas solidarios como el de gasto internacional incluido en la versión del Green New Deal propuesta por Sanders), van a ser relevantes para limitar el poder de los combustibles fósiles y para hacer que las décadas por venir sean menos crueles y desiguales.

    Por supuesto, no es una realidad el que los movimientos por la democracia sean movimientos por la justicia climática: es bastante sencillo imaginar movimientos circunscritos a estados nación en posiciones estructuralmente privilegiadas demarcando «el pueblo» como una categoría étnico-nacionalista y fomentando posturas en contra de las personas migrantes cuando haya más refugiados climáticos buscando un lugar seguro, o acelerando la extracción de combustibles fósiles para financiar programas sociales para las personas nativas a costa de los extranjeros, o invirtiendo en infraestructura y trabajos verdes para las comunidades más favorecidas mientras se abandona al resto a merced de inundaciones e incendios cada vez más abundantes.

    Pero también es demasiado simple observar el clima como si fuera una crisis única. La mayor parte de las decisiones políticas afectan a personas fuera de las comunidades políticas ya existentes, ya sea porque viven más allá de sus fronteras o porque lo van a hacer en el futuro. La decisión de construir autopistas moldea de manera profunda los patrones de habitabilidad y desplazamiento; la de debilitar a los sindicatos de un país afecta al comercio global y a los trabajadores de todo el mundo. ¿Por qué el cambio climático, en particular, ha hecho correr ríos de tinta? La crisis climática es un reto temible para la política y, aun así, hay muy pocas personas que sugieran que la toma de decisiones democrática sea imposible en muchas otras áreas en las que existe una fuerte interdependencia. Como sugiere el filósofo Stephen M. Gardiner en A Perfect Moral Storm, resulta difícil no pensar que la enumeración de las muchas razones por las cuales la política «no funciona» o «no puede funcionar» puede llegar a ser una manifestación de mala fe que nos distraiga de la tarea de tratar de confrontar estas crisis con los medios de los que disponemos.

    Tendemos a tratar el cambio climático como un problema de un tipo completamente distinto, que requiere de soluciones completamente distintas, cuando en realidad está arrojando luz sobre muchos de los retos, las tensiones y las paradojas más recurrentes de la política realmente existente. A un alto nivel de abstracción, la pregunta puede ser existencial, pero en la práctica la solución va a implicar algo a medio camino entre la guerra de trincheras y un ataque de nervios colectivo, atravesará los canales de toda institución existente y, a la vez, estos la atraparán y le exprimirán todas sus capacidades. Hacemos nuestra propia política, pero no tal y como queremos.

    Cabe esperar un conflicto largo y difícil, repleto de peleas recurrentes sobre cuál es la voluntad de la gente, quién es la gente y cómo se debería relacionar esa voluntad, perpetuamente en disputa, con instituciones pegajosas, infraestructuras más pegajosas todavía, un capital desatado y gente sometida, y todo ello enmarcado en una naturaleza cada vez más impredecible a la que no le importa nada de todo esto que hemos dicho. Desafortunadamente, este es el aspecto que tiene la política hoy en día, incluso cuando los desafíos son enormes y evidentes, y la meta a alcanzar es la propia democracia. Para salir de esta solo nos queda seguir hacia delante.

     

    ALYSSA BATTISTONI es investigadora posdoctoral en la Universidad de Harvard y editora de Jacobin. Es coautora de A planet to win: Why we need a Green New Deal. JEDEDIAH BRITTON-PURDY es profesor de derecho en la Universidad de Columbia, editor de Dissent Magazine y autor de This Land Is Our Land: The Struggle for a New Commonwealth.

    La ilustración de cabecera es un grabado en cobre que representa una batalla naval cerca de Corinto en el año 430, y es obra de Matthäus Merian el viejo (1593-1650). La traducción del artículo es de Marco Silvano.

    [1] En Estados Unidos se habla de estados o jurisdicciones «rojas» o «azules» para señalar aquellas en las que gobierna una mayoría del Partido Republicano o del Partido Demócrata. Lo particular es que, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares, el color rojo sirve para identificar al Partido Republicano, que es conservador, y el azul para identificar al Partido Demócrata, supuestamente más progresista. (N. de Contra el diluvio).

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  • El espíritu de 2025: la revolución contra el cambio climático

    El espíritu de 2025: la revolución contra el cambio climático

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    Este artículo fue escrito y publicado en La Marea en la primavera de 2018. Desde entonces, el debate sobre la necesidad de planes ambiciosos para enfrentarse al cambio climático sin dejar a nadie atrás se ha intensificado en casi todos los países occidentales. Lo que hace dos años parecía muy lejano ya forma parte del núcleo de muchísimas propuestas progresistas, más o menos radicales. Seguimos, sin embargo, sin ser capaces de forzar la aplicación de estas políticas. En la crisis provocada por el COVID-19 las cuestiones que se abordan aquí son, si cabe, más urgentes todavía. Recuperamos el artículo, por tanto, con la intención de animar el debate acerca de cómo seguir adelante desde donde ya estamos.

    Las únicas soluciones realistas contra el cambio climático son las que ahora se consideran poco realistas. Esto es cierto tanto en el largo como en el corto plazo. A largo plazo nuestra supervivencia colectiva pasa por la abolición del capitalismo. No en un futuro distante, sino en la vida natural de las personas que ya habitan este planeta. A corto plazo las estrategias de adaptación y mitigación deben empezar lo antes posible y ser lo más agresivas posibles. Lo que hagamos en los próximos cinco, diez, quince años puede ser determinante para el próximo siglo y más allá. Nos enfrentamos a esta realidad en una época donde ha muerto el espíritu de la política con mayúscula, de los grandes cambios sociales. Donde un consenso tecnocrático solo aspira a gestionar la descomposición del presente y donde un falso realismo solo admite como posible aquello que ya está sucediendo.

    No podemos abandonar el horizonte de la superación del capitalismo. Su lógica de acumulación y crecimiento sin límites es irreformable. Tenemos que recuperarnos de nuestra gran derrota, que es la incapacidad de imaginar que el mundo podría ser de otra forma, el abandono de toda perspectiva revolucionaria. Pero también tenemos que empezar a descartar posibilidades, porque el tiempo apremia. No nos sirve un objetivo difuso y etéreo, que igual que las estrellas nos ilumine muy poco por estar demasiado lejos. Tampoco nos sirve una visión detallada de un futuro mejor que nunca se ponga a prueba en el presente. La urgencia nos obliga a actuar ya, a elegir el paso más audaz en nuestras condiciones que nos ponga en el buen camino. Está de nuestra parte un secreto olvidado: toda reforma profunda y exitosa siempre ha ido de la mano de una acción revolucionaria que aspiraba y amenazaba con ir más allá. Las reformas más duraderas dentro del capitalismo siempre ocurrieron como respuesta a los intentos más creíbles de superar el propio capitalismo. Una de las ironías del siglo XX es que reforma y revolución, además de ser caminos antagónicos, también eran caminos hermanos. Cuando decidimos que la revolución era imposible descubrimos aterrorizados que al mismo tiempo habíamos olvidado cómo ser sensatos reformadores.

    A unos sensatos reformadores, precisamente, se refiere el título de este texto. La historia la cuenta Ken Loach en su Spirit of ’45 (Espíritu del 45). Omitiendo casi todos los problemas, que no fueron pocos, pero recordando cosas que merecen ser recordadas. Cómo la clase trabajadora británica, después de la segunda guerra mundial, decidió que si se podía organizar la sociedad para matar nazis también se podía organizar para construir hospitales. Cómo la clase trabajadora decidió que las cosas ya no podían seguir como hasta entonces, y que ahora votarían a los laboristas. A pesar de Churchill, que atraía a multitudes en sus mítines. Fue el mayor vuelco electoral de la historia del país, y en las imágenes de Clement Attlee anunciando que había aceptado la petición del Rey de formar un gobierno laborista (con un programa socialista, matiza) se respira la promesa.

    No fue socialismo, pero fue impresionante. En unos pocos años se construyó el sistema nacional público de salud, se nacionalizaron las minas, los ferrocarriles, se construyeron viviendas dignas y accesibles para millones de familias trabajadoras. Muchas de las cosas que durante décadas se dieron por sentadas en la mayoría de países occidentales empezaron aquí, por una decisión política. Entre esas cosas, debemos decirlo, también estaba el construir esa sociedad más igualitaria sobre el expolio colonial (el Rey Jorge todavía era «Emperador de la India»), en contra de cualquier proyecto de liberación nacional. También estaba el anticomunismo más feroz, en casa y también fuera, seña de identidad y razón de ser de la socialdemocracia europea.

    Otra cosa impresionante: a pesar de sus enormes éxitos los laboristas no tardaron demasiado en perder unas elecciones. En 1951 ya estaban fuera del gobierno. Antes de salir consiguieron forjar un nuevo sentido común, una verdadera hegemonía. Los conservadores tuvieron que prometer no tocar las reformas laboristas para poder ganar, y de hecho no las tocaron. Margaret Thatcher no llegaba a los 30 años y la edad de oro del Keynesianismo solo estaba empezando.

    ¿Por qué esta historia? Está claro por qué la recupera Loach. El sentido común del laborismo acabó saltando por los aires y los restos del corto siglo XX de Hobsbawm ya casi han terminado de extinguirse. El consenso neoliberal se hizo absoluto («No Hay Alternativa») y hoy en día los socialdemócratas profundizan en casi todos lados su largo suicidio ritual, tratando de ganar elecciones con programas económicos cada vez más neoliberales que movilizan cada vez a menos gente (seguramente Gramsci no tenía esto en mente al hablar del optimismo de la voluntad). ¿Por qué no recurrir al mito fundacional? El espíritu del 45 es la apuesta de recuperar un momento glorioso del pasado y destilar su esencia para una nueva urgencia que requiere lo mejor de nosotros.

    El imaginario de la derrota del fascismo y la generación que ganó la guerra es muy fuerte en el Reino Unido. No podremos copiarles eso, porque aquí no les derrotamos. Nuestros mitos progresistas son, sin excepción, derrotas, lo que quizás explique muchas cosas. Por eso nuestra primera propuesta: espíritu del 2025, en el futuro cercano y no en nuestro pasado.

    Ejes del espíritu de 2025

    El espíritu del 2025 tiene que ser capaz de movilizar a amplias mayorías, de conseguir victorias tangibles e inmediatas. Pero también debe apuntar siempre más allá, facilitar la tarea pendiente o al menos no entorpecerla. Quizás una quimera, la historia aquí pesa como una losa, pero una que por el momento estamos obligados a perseguir. Así nuestra segunda propuesta: el camino hacia la victoria consiste en ganar todas las posiciones posibles en el enfrentamiento contra la mercantilización de la vida, restringir de manera metódica e implacable los ámbitos de nuestra vida en los que el ánimo de lucro sean la fuerza motora. Frente a las relaciones capitalistas de mercado proponer la producción y gestión colectiva de nuestras necesidades. Sin ignorar su coste, pero aboliendo su carácter de mercancía. La república del valor de uso frente al imperio del valor de cambio. La administración de las cosas y no el dominio sobre nuestros semejantes.

    Para los primeros momentos de esta revolución contra el cambio climático sí que podemos inspirarnos en la historia de la socialdemocracia. Las primeras victorias que necesitamos son victorias que ya se consiguieron una vez. Tres ejes para empezar: energía, transporte, agua. Son algunos de los llamados monopolios naturales, en los que incluso los liberales clásicos reconocían que la competencia no traía beneficios tangibles. Lo hemos comprobado en nuestras propias carnes, y ninguno de los tres pueden permanecer en manos privadas más tiempo: expropiación y nacionalización inmediatas. Una primera gran diferencia: no pueden ser gestionados como empresas privadas que ofrezcan únicamente precios razonables y buenas condiciones laborales. Hay que avanzar en su socialización real para que su expropiación sea, esta vez sí, irreversible. Otra gran diferencia: el objetivo no puede ser la «rentabilidad», la eficiencia en sentido capitalista. Todos sus recursos y las posibilidades de planificación política que traerá la nacionalización deben ponerse al servicio de la lucha contra el cambio climático.

    Los primeros golpes energéticos son peticiones que vienen de lejos. Abandono inmediato del carbón (según Greenpeace España representa el 65% de las emisiones para cubrir un 14% de la demanda eléctrica). Abandono progresivo del gas natural (prohibición de nuevas instalaciones en 2025, eliminación en 2035). Ningún trabajo tiene que perderse por esto, ni ninguna comunidad tiene que sentirse amenazada. La gestión pública de la energía va a necesitar muchas manos y podrá proporcionar muchos trabajos dignos y socialmente necesarios. Seguimos: al ritmo actual de conversión a energías renovables necesitaríamos varios siglos para eliminar las energías fósiles. En un primer plan de choque a tan corto plazo puede obviarse hasta cierto punto el debate sobre cuánto debemos o queremos reducir nuestro consumo energético, pero hagamos lo que hagamos debemos ir más rápido. Tasas de autoconsumo solar o termosolar del 20 o 25% no son imposibles con las ayudas necesarias, y debemos recuperar todo el tiempo perdido en estos años de legislación a la carta para los monopolios energéticos privados.

    En materia de transporte, las medidas menos controvertidas deberían empezar por una inversión masiva en transporte público, incluyendo la subvención de su uso para todo aquel que lo necesite. Ni una sola persona debe dejar de utilizarlo por no poder pagarlo. También tenemos que incorporar el transporte de mercancías a la planificación pública. Somos el país con mayor cantidad de líneas de alta velocidad de Europa, pero el último en transporte electrificado de mercancías (más del 95% de las mismas viajan por carretera). Tenemos que revertir esa tendencia recuperado y electrificando vías antiguas, construyendo otras nuevas para el transporte comercial o intercalando en las de alta velocidad trenes más lentos sin pasajeros. Finalmente, lo que seguramente vaya a ser la batalla política más compleja: la peatonalización progresiva de las ciudades. Tenemos que desincentivar el uso del coche por cualquier medio necesario. Reducción de carriles, tasas de acceso… siempre que se garantice el acceso universal a un transporte público y de calidad todo lo que se haga en este aspecto será poco.

    En la gestión del agua el consumo por sectores está tan sesgado que señalarlo ya es señalar la solución: según el Ministerio de Agricultura más del 75% del uso del agua se da en la agricultura. Los dos frentes son la racionalización de los cultivos para un entorno en su mayoría de secano, y la mejora de la eficiencia en los sistemas de riego.

    A estos tres grandes sectores industriales más clásicos podemos añadir un cuarto: la alimentación. Ya hemos mencionado la racionalización agrícola, a la que podemos añadir la soberanía alimentaria o la potenciación de la producción y el consumo de cercanía en la medida de lo posible. Queda el gran problema: la ganadería es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, y sin embargo es uno de los más olvidados en estos debates. El objetivo debe ser la mayor reducción posible en el consumo de carne en el menor tiempo posible. Muchas voces ya hablan de lo inevitable de un impuesto a la carne. Un modelo impositivo que subvencionase alimentos saludables y de baja huella ecológica y gravase lo contrario no solo sería bueno para el medio ambiente, también lo sería para la salud y los bolsillos de la gran mayoría. Aquí tampoco nos hacemos ilusiones, esta cuestión seguramente también se convierta en una verdadera «guerra cultural» en nuestro futuro cercano. Lo que comemos también será política, por necesidad.

    Podríamos mencionar otros posibles ejes: un gran programa de vivienda pública con inversiones masivas en eficiencia energética, la restauración de ecosistemas, la reducción general de la jornada laboral manteniendo el sueldo, etcétera. Sin embargo acabaremos con uno ligeramente diferente: el disciplinamiento del sistema financiero. Por dos razones fundamentales: primero, los billones de euros que circulan en procesos especulativos tienen que ponerse a trabajar a nuestras órdenes. Segundo, el control de esos billones de euros conlleva un enorme poder. Al servicio del capital puede y de hecho se usa de manera cotidiana para extorsionar y aplastar a cualquier proyecto político mínimamente progresista.

    En una economía capitalista quien controla el flujo de capitales controla el futuro político, sin confrontar este hecho no podremos hacer nada. Así también señalamos a un Otro que por inversión crea una identidad: a un lado, aquellos que buscamos trabajar para solucionar la crisis climática. Por otro, los que quieren seguir especulando con nuestro futuro en el mercado de derivados. Seguramente los segundos sean más que el célebre 1%, pero la ventaja es que aquí las líneas de demarcación definen un mapa político absolutamente material. Esta lucha será larga. Podrá empezar con leyes modestas que traten de coartar lo nocivo e incentivar lo beneficioso: tasas a la especulación, a la inversión contaminante… todo se ha propuesto ya, todo es difícil de hacer a nivel nacional en un mundo globalizado. Pero la «libertad» de dominar la capacidad inversora es la libertad básica del capital. Ceder aquí es ceder todo, en cierto sentido. Se ha matado a muchos por conservar esa «libertad», y nada nos indica que la intención no sea matar a muchos más. Por acción o por inacción, no deberíamos ver gran diferencia entre los dos tipos de violencia. Lo único que históricamente ha sido capaz de plantar cara a ese poder ha sido la organización decidida de una gran mayoría.

    Precisamente porque nuestra lucha es la de la gran mayoría cerramos con nuestra tercera gran propuesta: la única posición progresista es la de hacer todo lo posible para garantizar la supervivencia de una sociedad humana que ya se acerca a los 8000 millones de personas. La sensibilidad aristocrática del pequeño grupo siempre es reaccionaria. Ya sea la genocida, vieja conocida, que busca eliminar a la «población excedente» (en la que uno nunca se encuentra), o la que fantasea con soluciones individuales o a pequeña escala para problemas que son planetarios en todos los sentidos. El escapismo fuera de la sociedad, incluyendo al escapismo tecno-utópico, solo sirve para profundizar la injusticia y la miseria que reina en nuestra Tierra.

    Hemos aprendido a olvidar el pasado, despreciar el presente y temer el futuro. Hemos aprendido que nada está garantizado y que todo lo ganado puede perderse muy rápidamente. Si podemos forjar algo así como un espíritu del 2025 tendremos que transformar completamente nuestra percepción de la política. Poner sobre la mesa programas ambiciosos pero concretos, crear la organización para conseguirlos, volver a dar miedo a quienes hace mucho que no lo tienen, volver a ganar después de tanto tiempo. Proponemos para señalar un camino, y proponemos para señalar limitaciones. Empezábamos diciendo que las únicas soluciones realistas son las que ahora se consideran poco realistas. Con toda legitimidad se podría decir que lo que planteamos no es solo poco realista, sino imposible. A lo que contestaríamos, como ya se dijo muchas veces, que nunca se habría conseguido lo posible si no se hubiese intentado alcanzar lo imposible una y otra vez.

    La ilustración de cabecera es «Velas en el mar» (1908), de Joaquín Sorolla y Bastida.

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  • ¿Qué pasa con el Green New Deal?

    ¿Qué pasa con el Green New Deal?

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    Por Richard Seymour

    Este texto fue publicado originalmente en el Patreon de Richard Seymour con el título «What’s the Deal with the Green New Deal?».

    El texto que publicamos hoy tiene menos de un año. Aún así, a finales de marzo de 2020, puede dar la sensación de pertenecer a otro siglo. Algunas de sus preocupaciones fundamentales, centradas en los puntos débiles de un proyecto de Green New Deal para luchar contra los peores efectos del cambio climático, siguen estando vigentes. Otras, como la reacción de resistencia del capital internacional ante estímulos fiscales sustantivos, la necesidad de la nacionalización de sectores estrátegicos para evitar un colapso económico o la complicada interrelación entre políticas expansivas de empleos verdes públicos y decrecimiento, por mencionar algunas, parecen menores ante la enormidad de la crisis a la que se enfrenta el mundo a causa del virus COVID-19. Pese a ello, pensamos que algunas de sus reflexiones de fondo sobre a qué fuerzas se podría enfrentar un país que intentase ir contracorriente del capital internacional pueden ser relevantes en los meses y años futuros, y merecen publicarse y ser leídas. Si no fuese así, que el texto sirva al menos para reflexionar sobre lo rápido que pueden quedar obsoletos problemas y preocupaciones que hasta hace muy poco nos parecían centrales. (Contra el diluvio, 23 de marzo de 2020)

     

    Uno de los desarrollos políticos más prometedores en la actualidad en Estados Unidos y Reino Unido, dos de los estados más contaminantes del mundo, es el impulso creciente de algo llamado «Green New Deal». Quiero plantear algunas dudas sobre el tema, pero antes de nada merece la pena reconocer lo alto que ha conseguido llegar en la agenda política.

    En Estados Unidos, Alexandria Ocasio-Cortez ha demostrado una habilidad considerable a la hora de recabar apoyos para el Green New Deal con la resolución H. Res.0109. Entre sus apoyos en el Senado se puede encontrar una mezcla de liberales americanos tradicionales como Elizabeth Warren y oportunistas como Kamala Harris, Kirsten Gillibrand, Amy Klobuchar y Cory Booker. Una prueba de que Ocasio-Cortez es una defensora muy efectiva del proyecto.

    En Reino Unido existe desde hace años el Green New Deal Group, apoyado por un amplio abanico de economistas, miembros de Los Verdes y más gente, cuyo trabajo ha sido reconocido por el grupo Labour for a Green New Deal. Es probable que en el próximo manifiesto electoral del Partido Laborista aparezca una versión del Green New Deal. Algunos de sus elementos, en especial la idea de utilizar la inversión pública para potenciar la industria verde, ya han sido adoptados. Estas son únicamente dos versiones del Green New Deal, y no las más radicales. Sin embargo, me centro en ellas porque parecen tener trás de sí cierta autoridad e impulso.

    Hay algunas diferencias importantes entre los planes de Estados Unidos y Reino Unido. Ambos contienen un llamamiento a realizar grandes inversiones que transformen la red eléctrica y generen «trabajos verdes». Ambos hacen hincapié en la expansión de la red de transporte público y el uso de incentivos y garantías fiscales que promuevan el «reverdecimiento». Sin embargo, la diferencia fundamental es que el grupo británico pide una serie de controles económicos, sobre todo controles de capitales, restricciones de los mecanismos financieros, la división de los grandes bancos y la reducción en el papel de la City de Londres, mientras que la resolución H.Res.0109 no menciona ni la reducción en el poder de Wall Street ni el control de capitales.

    Se trata de una diferencia muy importante. Lo que uno pueda opinar sobre ella dependerá de la opinión que tenga acerca de la ideología win-win implícita en parte de la literatura sobre el Green New Deal; esta ideología sostiene que es posible contar con un crecimiento capitalista, salarios más altos, muchos trabajos sindicados y una esplendorosa y renovada economía verde sin que nadie salga perdiendo. Si crees, por el contrario, que una política restrictiva respecto al carbono sería costosa para el capital, entonces asumirás de modo sensato que el capital va a oponer resistencia ante una política de ese estilo. Dicho de forma más cruda: si cae la rentabilidad de las inversiones ―en una economía que ya parte de una situación de acaparamiento de capitales―, podría tener lugar una huelga de inversiones; el capital podría huir del país. Cualquier gobierno que carezca de herramientas para el control de capitales se va a encontrar en una situación imposible. Va a soportar una presión enorme para reducir de manera rápida el precio de la contaminación, la extracción y la explotación. Esto es lo que ocurrió con el esquema de comercio de emisiones de carbono de la Unión Europea.

    Sin embargo, esta diferencia puede no tener efectos prácticos. A día de hoy no está en los planes del laborismo la ruptura con las instituciones del capitalismo liberal global. Y todas esas instituciones, desde la Unión Europea hasta la Organización Mundial del Comercio, se oponen esencialmente al control de capitales. Este no es un consenso irreversible y podríamos imaginar cierta aceptación del control de capitales con unos objetivos «pragmáticos» y conservadores, pero un gobierno de izquierdas estaría sometido a más presión de la habitual. Por lo tanto, es posible que el laborismo no se sienta capaz de defender el control de capitales, o de dividir los grandes bancos, o básicamente de hacer nada que suponga un ataque frontal al poder de la City de Londres.

    En cualquier caso, todos los defensores del Green New Deal, ya sean radicales o progresistas, coinciden en la idea de utilizar el estado para llevar a cabo inversiones verdes financiadas con impuestos a la riqueza y al capital, la construcción de un nuevo sistema energético, la creación de puestos de trabajo, y el aumento de los salarios; modernización ecológica, y justicia social. Y aquí llegamos a mis preguntas; deben ser preguntas, obviamente, porque no soy un científico que estudie la tierra, así que quien pueda responderlas será más que bienvenido. Las preguntas son: ¿depende el Green New Deal, a pesar de su ambición admirable, del pensamiento mágico en lo que respecta a la tecnología y el capitalismo?; ¿son las herramientas legales que pretende utilizar las adecuadas?; ¿es o puede ser un plan internacionalista?; ¿corre el riesgo de mercantilizar todavía más la naturaleza?

    Empezaré explicando el motivo de mi primera pregunta. Si ―siendo conservadores― quisiéramos seguir las recomendaciones del Quinto Informe del IPCC (2013) para mantener las temperaturas por debajo de 2 ºC sobre los niveles preindustriales, nuestro presupuesto de carbono sería de 800.000 millones de toneladas. Este es nuestro límite absoluto. Lo que es peor: incluso este límite presupone un modelo lineal de cambio climático, algo que es absolutamente incompatible con la evidencia empírica de los últimos años y que muy probablemente subestima variables como las emisiones de metano. Además, 2 ºC adicionales ya traerán consigo muchos males. En cualquier caso, y basándonos en ese objetivo, en 2013 se estimaba que todavía teníamos 270.000 millones de toneladas en el presupuesto de carbón. Puede que el cálculo fuese erróneo. Puede que ya hayamos gastado todo nuestro presupuesto. Puede que las emisiones que ya se han producido valgan para subir las temperaturas globales más de 2 ºC. Pero aceptemos esa estimación por un momento. Si emitimos unos 10.000 millones de toneladas al año, nos quedan poco más de veinticinco años; es decir, la fecha límite se sitúa en torno al año 2040. Por supuesto, aunque tenemos que tener en cuenta la tendencia decreciente de la «intensidad global del carbono» (la cantidad de carbono emitido por cada dólar de crecimiento), las emisiones de carbono tienden a acelerarse con el crecimiento económico. Como señala George Monbiot, el desacoplamiento del crecimiento y la utilización de recursos se ha revertido en los últimos tiempos. Pero aunque esto no fuese así, las emisiones absolutas de carbono todavía seguirían creciendo. Si el año pasado emitimos 11.000 millones de toneladas, en 2023, con diez billones de dólares adicionales de PIB mundial, podríamos emitir ―hago los cálculos por encima― unos 12.500 millones de toneladas al año. Incluso si las emisiones permaneciesen estáticas en 11.000 millones, y es seguro que no lo van a hacer, nuestro presupuesto de carbono se agotaría como muy tarde en 2038.

    El Green New Deal reconoce el peligro inherente en este escenario. Tanto la versión de Ocasio-Cortez como la del Green New Deal Group proponen un objetivo de cero emisiones netas. Para conseguir esto en el marco del Green New Deal, el crecimiento económico tiene que desacoplarse radicalmente de las emisiones de carbono y metano. La industria, el transporte y la agricultura deben «reverdecerse». La propuesta más optimista para conseguirlo, dejando a un lado las fantasías nucleares, requiere un 100% de energías renovables y el desarrollo de tecnologías de captura y almacenamiento de carbono. En Estados Unidos, alrededor del 15% de la energía consumida en los mercados domésticos proviene de fuentes renovables. Para alcanzar un 100% de energías renovables que sean capaces de alimentar una economía en perpetua expansión deben darse una serie de requisitos. Primero, por supuesto, la industria de la energía fósil, con un valor mundial de unos 4,65 billones de dólares, debe desaparecer. Esto supondría un shock económico, además de una ruptura con los sistemas políticos que se han construido en torno a dicha industria. Segundo, y a no ser que tenga lugar un milagro tecnológico, la industria de la aviación va a tener que colapsar. Aunque se han hecho algunos vuelos experimentales con biocombustibles, la cantidad de producción agrícola necesaria para mantener todos los vuelos que se hacen hoy en día es simplemente insostenible. Tercero, la agricultura, que el año pasado supuso un 9% de las emisiones domésticas en Estados Unidos y Reino Unido (y más todavía si contamos las importaciones de carne, cereales y aceite de palma), tendría que menguar de forma muy severa. No hay alternativa: incluso con una mejora de las técnicas de cultivo, los hábitos alimentarios tendrían que cambiar de forma dramática, con un uso mucho más eficiente de los alimentos y una reducción en el consumo de carne. Otras industrias tradicionalmente dependientes de los combustibles fósiles y sus cadenas de distribución tendrían que adaptarse de manera muy rápida. La modificación de precios como incentivo para este cambio, asumiendo que funcionase, tendría que ser drástica. Para conseguir que el Green New Deal funcione va a ser necesario un golpe demoledor a la circulación de valores y beneficios.

    Al enfrentarse a estos dilemas, uno puede refugiarse en las ideas de la economía de «estado estacionario» o en el «decrecimiento». A fin de cuentas, el PIB es una forma muy mala de medir el desarrollo humano o la verdadera naturaleza de la producción en una economía capitalista. Debería ser posible promover el bienestar sin tener que asociarlo al valor añadido en dólares a la producción cada año. El primer problema de esta forma de pensar es sistémico. El capitalismo no puede no crecer. No es una elección de la que se pueda persuadir a otros con argumentos morales, desvíos o reformas incrementales. Ser capitalista implica invertir para que, en competencia con otros, tenga lugar un retorno que sea mayor que la inversión original. ¿Podría una economía capitalista sin crecimiento tener un aspecto que no sea el de un sistema roto? El segundo problema es político, y nos lleva de nuevo a la pregunta sobre si las herramientas que el Green New Deal quiere utilizar son las adecuadas. Es sensato esperar, como ya he dicho, que los capitalistas opongan resistencia a medidas que busquen restringir, si no destruir, su capacidad de expandirse perpetuamente y de extraer nuevo valor. Incluso si un gobierno nacional empezase a utilizar una medida del desarrollo diferente a la del PIB, necesitaría algún tipo de estabilidad macroeconómica en la que operar. ¿Cómo podría resistir una huelga de inversiones o movimientos especulativos contra su moneda? ¿Cuánta inversión pública en una «revolución industrial verde» sería necesaria para hacerse cargo del desempleo resultante? ¿Cuántas empresas debería nacionalizar el gobierno para evitar un colapso generalizado? El Green New Deal Group habla de control de capitales, pero, a pesar de que se trata de una herramienta esencial, ¿sería suficiente ante el tipo de crisis que estamos contemplando?

    Esto tiene relación con otro problema: no el de la resistencia capitalista, sino el de la cooptación capitalista. Hemos visto cómo los esquemas de comercio de carbono, al tiempo que han sido especialmente incapaces de frenar el aumento en las emisiones, han llevado a la creación de vastos y lucrativos mercados financieros mundiales. Los países que más redujeron sus emisiones en el esquema de comercio de carbono de la Unión Europea fueron aquellos cuyas industrias se fueron a pique, que fueron los mismos capaces de vender sus derechos de polución a economías con una economía industrial más poderosa. El Green New Deal busca utilizar algún mecanismo de precios sobre la naturaleza y los recursos para desincentivar la explotación y extracción y al mismo tiempo continuar dentro de los mecanismos de mercado. Por supuesto, hay varias formas de hacer esto. Pero ¿existe el riesgo de que estos mecanismos sirvan simplemente para mercantilizar todavía más el mundo natural, creando nuevos mercados especulativos sobre los derechos a la contaminación, en los que las empresas más contaminantes fuesen capaces de comprar ese derecho? En otras palabras, ¿no pudiera ser que un sistema de precios dejase fuera de juego a los pequeños productores y beneficiase a los monopolios?

    La siguiente pregunta nos alerta sobre un problema de una escala de otro tipo. El Green New Deal acepta el estado-nación como su terreno de acción natural. Por una parte, esto era de esperar, ya que ese es el nivel en el que puede tener lugar una intervención democrática en una economía capitalista. Y no sería mala cosa que fuesen los estados capitalistas ricos los que liderasen los trabajos de mitigación, ya que son ellos los mayores emisores y contaminadores. El problema, por supuesto, es que una ecología capitalista global requiere de una acción global. No serviría de nada hacer que el capital dejase de contaminar el agua en Detroit si dejamos que siga deforestando la Amazonia. No serviría de nada «reverdecer» la agricultura en Norfolk solo para dejar que el capital británico se beneficie del aceite de palma en Sumatra. El extractivismo es global y tiene una dimensión imperialista. Además, sin una acción coordinada en todo el planeta, el colapso de las industrias de extracción fósiles derivado de la desaparición de los mercados más grandes sería un golpe devastador a los trabajadores de las economías que dependen de dicha producción. En Oriente Medio, esto incluiría a muchos trabajadores migrantes cuyas condiciones son ya muy precarias. Todo esto solo para señalar algunos problemas de la justicia climática que trascienden a los estados nacionales. ¿Qué propuestas concretas tendría un Green New Deal para esta gente? ¿Sería un tipo de política con la que poner nuestra casa en orden, cerrar las puertas y desearles suerte a los demás? No parece que algo así sea compatible con las motivaciones detrás del proyecto.

    Hago estas preguntas como un amateur interesado y, por aclararlo, favorable en términos generales al Green New Deal. No las hago para «desprestigiarlo», sino para tratar de encontrar los límites de su punto de vista. Y si resultase que sí se puede encontrar cierta cantidad de pensamiento mágico en el proyecto, y si sí hay cierta miopía «nacional», entonces hago estas preguntas para sugerir que entonces vamos a necesitar un Green New Deal y algo más.

    RICHARD SEYMOUR es escritor y divulgador. Escribe habitualmente para The Guardian, Jacobin o The London Review of Books, entre otros medios. Es autor de ensayos como Against Austerity (2014), Corbyn (2017) y The Twittering Machine (2019).

    La ilustración de cabecera es obra de Peter Ryan.

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  • Esta vez en llamas

    Esta vez en llamas

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    Por John Bellamy Foster.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Monthly Review con el título «On Fire This Time».

    Actualmente estamos presenciando lo que parecen ser los comienzos de una revolución ecológica, un nuevo momento histórico que no se parece a ningún otro que la humanidad haya experimentado.[1] Tal y como sugiere Naomi Klein en su nuevo libro On Fire [En llamas], no es solo que el planeta esté ardiendo, sino que para responder a ello se está alzando un nuevo movimiento revolucionario climático que ya ha prendido.[2] He aquí una breve cronología del último año centrada en las acciones por el clima que ha habido en Europa y Norteamérica, aunque se debe insistir en que ahora el mundo entero está objetivamente (y subjetivamente) esta vez en llamas:[3]

    • Agosto de 2018: Greta Thunberg, de quince años, da comienzo a una huelga estudiantil frente al Parlamento de Suecia.
    • 8 de octubre de 2018: el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC) publica el Informe especial sobre el calentamiento global de 1,5 °C y señala la necesidad de «transiciones en los sistemas [que] no tienen precedentes en lo que a escala se refiere».[4]
    • 17 de octubre de 2018: activistas de Extinction Rebellion ocupan la sede de Greenpeace en Reino Unido exigiendo que se lleve a cabo una desobediencia civil masiva para afrontar la emergencia climática.
    • 6 de noviembre de 2018: Alexandria Ocasio-Cortez (del Partido Demócrata) es elegida como miembro del Congreso con un programa que incluye un Green New Deal.[5]
    • 13 de noviembre de 2018: miembros del Sunrise Movement ocupan el despacho de la presidenta del Congreso, Nancy Pelosi; se les une la congresista Ocasio-Cortez, recién elegida.
    • 17 de noviembre de 2018: activistas de Extinction Rebellion cortan cinco puentes sobre el río Támesis, en Londres.
    • 10 de diciembre de 2018: activistas del Sunrise Movement irrumpen en los principales despachos del Partido Demócrata en el Congreso exigiendo la creación de un Comité Selecto para el Green New Deal.
    • 19 de diciembre de 2018: se eleva a cuarenta el número de miembros del Congreso que apoyan la creación de un Comité Selecto para el Green New Deal.
    • 25 de enero de 2019: Thunberg se dirige al Foro Económico Mundial: «Nuestra casa está en llamas […]. Quiero que actuéis como si nuestra casa estuviera en llamas. Porque lo está».[6]
    • 7 de febrero de 2019: la congresista Ocasio-Cortez y el senador Edward Markey presentan la resolución del Green New Deal en el Congreso.[7]
    • 15 de marzo de 2019: tienen lugar cerca de 2.100 huelgas por el clima lideradas por la juventud en 125 países, con 1.600.000 participantes (100.000 en Milán, 40.000 en París, 150.000 en Montreal).[8]
    • 15-19 de abril de 2019: Extinction Rebellion corta el acceso a muchas partes del centro de Londres.
    • 23 de abril de 2019: al dirigirse a ambas cámaras parlamentarias, Thunberg afirma: «¿Habéis oído lo que os acabo de decir? ¿Mi inglés es correcto? ¿Está encendido el micrófono? Porque estoy empezando a dudar».[9]
    • 25 de abril de 2019: manifestantes de Extinction Rebellion bloquean la Bolsa de Londres, adhiriéndose a la entrada con pegamento.
    • 1 de mayo de 2019: el Parlamento de Reino Unido declara la emergencia climática poco después de que haya habido declaraciones similares en Escocia y Gales.
    • 22 de agosto de 2019: el senador y candidato a la presidencia Bernie Sanders lanza el proyecto de Green New Deal más completo hasta la fecha, en el que se propone una inversión de 16,3 billones de dólares en diez años.[10]
    • 12 de septiembre de 2019: el número de apoyos a la resolución del Green New Deal en el Congreso llega a 107.[11]
    • 20 de septiembre de 2019: cuatro millones de personas participan en la huelga mundial por el clima y tienen lugar más 2.500 acciones en 150 países. Solo en Alemania participan en la protesta 1.400.000 personas.[12]
    • 23 de septiembre de 2019: Thunberg se dirige a las Naciones Unidas: «Hay gente que está sufriendo. Hay gente que está muriendo. Hay ecosistemas enteros colapsando. Estamos al comienzo de una extinción masiva y solo sois capaces de hablar de dinero y de cuentos de hadas acerca del crecimiento económico. ¡Cómo os atrevéis!».[13]
    • 25 de septiembre de 2019: el IPCC publica el Informe especial sobre el océano y la criósfera, que indica que para el año 2050 muchas megaciudades de poca altitud e islas pequeñas, especialmente las de las regiones tropicales, van a experimentar cada año «fenómenos extremos relacionados con el nivel del mar».[14]

    La eclosión de las protestas contra el cambio climático durante el último año ha sido, en buena medida, una respuesta al informe del IPCC de octubre de 2018, el cual declara que las emisiones de dióxido de carbono tienen que alcanzar su tope en 2020, haber caído un 45% en 2030 y alcanzar un impacto neto de cero emisiones en 2050 para que el mundo tenga alguna posibilidad razonable de evitar un catastrófico aumento de 1,5 ºC en la temperatura media global.[15] Un ingente número de personas se ha percatado de que, para dar marcha atrás y alejarnos del borde del precipicio, es necesario iniciar una transformación socioeconómica de una escala equiparable a la crisis del sistema Tierra a la que se enfrenta la humanidad. El resultado es que «System Change Not Climate Change» [cambiar el sistema, no el clima], que es como se llama el movimiento ecosocialista más importante de Estados Unidos, se ha convertido en el mantra del movimiento popular por el clima en el mundo entero.[16]

    El ascenso meteórico de Thunberg y del movimiento de las huelgas estudiantiles por el clima, el Sunrise Movement, Extinction Rebellion y el Green New Deal, todo ello en el breve periodo de un año, unido a las protestas y huelgas actuales de millones de activistas contra el cambio climático, la mayor parte de ellos jóvenes, ha traído una transformación masiva de la lucha medioambiental en los países capitalistas avanzados. Prácticamente de la noche a la mañana, la lucha ha abandonado su anterior marco de acción por el clima, más genérico, y se ha desplazado hacia el ala más radical del movimiento, por la justicia climática y el ecosocialismo.[17] El movimiento de acción por el clima ha sido en buena medida reformista y simplemente ha intentado darle un empujoncito al statu quo para que avanzara en una dirección con cierta conciencia climática. La marcha de 400.000 personas que tuvo lugar en Nueva York en 2014, organizada por el People’s Climate Movement, se dirigió a la calle 34 con la Undécima Avenida, un destino banal, en lugar de a las Naciones Unidas, donde estaba teniendo lugar el encuentro entre los negociadores por el clima, con el resultado de que aquello tuvo un carácter más de desfile que de protesta.[18]

    Por el contrario, a las organizaciones por la justicia climática, como Extinction Rebellion, el Sunrise Movement y la Climate Justice Alliance, se las reconoce por la acción directa. El nuevo movimiento es más joven, más valiente, más diverso y con una actitud más revolucionaria.[19] En la actual lucha por el planeta, tiene lugar un reconocimiento cada vez mayor de que las relaciones sociales y ecológicas de producción deben ser transformadas. Únicamente una transformación revolucionaria en cuanto a su escala y su velocidad puede sacar a la humanidad de la trampa en la que el capitalismo la ha metido. Como le dijo Thunberg a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático el 15 de diciembre de 2018: «Si tan difícil es encontrar las soluciones dentro de este sistema, quizá deberíamos cambiar el sistema mismo».[20]

    El Green New Deal: ¿reforma o revolución?

    Lo que ha hecho que en el último año la lucha por una revolución ecológica se convierta en una fuerza aparentemente imparable es el impulso del Green New Deal, un proyecto que encarna la unidad del movimiento por detener el cambio climático, que lucha por la justicia económica y social y se centra en los trabajadores y en las poblaciones situadas en primera línea.[21] No obstante, en origen el Green New Deal no fue una estrategia radical de transformación, sino más bien moderada y reformista. El término Green New Deal quedó establecido en 2007 en un encuentro entre Colin Hines, antiguo jefe de la sección de economía internacional de Greenpeace, y el editor de la sección de economía de The Guardian, Larry Elliott. A la vista del crecimiento económico y de los problemas medioambientales, Hines propuso aplicar cierta dosis de gasto y de keynesianismo verde y lo denominó Green New Deal por el New Deal que había puesto en marcha Franklin Roosevelt durante la gran depresión en Estados Unidos. Elliott, Hines y más gente, como el emprendedor británico Jeremy Leggett, lanzaron el Grupo por el Green New Deal de Reino Unido ese mismo año.[22]

    La idea fue recogida rápidamente por los círculos políticos. El columnista proempresarial de The New York Times Thomas Friedman comenzó a promover el término en Estados Unidos prácticamente al mismo tiempo que hacía lo mismo con una nueva estrategia capitalista ecomodernista.[23] Barack Obama avanzó un proyecto de Green New Deal en la campaña de 2008. Sin embargo, abandonó la terminología del Green New Deal junto a lo que quedaba de su contenido después de las elecciones de mitad de mandato de 2010.[24] En septiembre de 2009, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente publicó un informe titulado Global Green New Deal que contenía un plan de crecimiento sostenible.[25] Ese mismo mes, la Green European Foundation publicó A Green New Deal for Europe, una estrategia keynesiana de capitalismo verde, hoy conocida como Green New Deal europeo.[26]

    Todas estas propuestas, presentadas bajo el paraguas del Green New Deal, fueron hechas de arriba hacia abajo, combinaban keynesianismo verde, ecomodernismo y una planificación tecnocrática y corporativista, e incluían una preocupación apenas testimonial por la promoción del empleo y la erradicación de la pobreza, así que era la encarnación de un capitalismo verde tibiamente reformista. A este respecto, los primeros proyectos de Green New Deal tenían más en común con el primer New Deal de Franklin Roosevelt, el de 1933 a 1935 en Estados Unidos, que tenía un carácter corporativista y fuertemente proempresarial, que con el segundo New Deal, el de 1935 a 1940, alentado por las grandes revueltas de mediados de la década de los treinta por parte de los trabajadores industriales.[27]

    La versión radical del Green New Deal que ha ido ganando terreno el último año en Estados Unidos contrasta de un modo tajante con estas primeras propuestas corporativistas y obtiene su inspiración histórica de la gran revuelta de base que tuvo lugar durante el segundo New Deal. Una fuerza clave en esta metamorfosis fue la Climate Justice Alliance, que surgió en 2013 de la unión de varias organizaciones centradas principalmente en la justicia medioambiental. Hoy día, la Climate Justice Alliance reúne a sesenta y ocho organizaciones diferentes situadas en primera línea y que representan a comunidades con rentas bajas y comunidades racializadas, involucradas en luchas inmediatas por la justicia medioambiental y que apoyan una transición justa.[28]

    El concepto fundamental de transición justa tiene su origen en la década de los ochenta y el trabajo del ecosocialista Tony Mazzocchi en la Oil, Chemical and Atomic Workers Union por construir un movimiento radical por la justicia laboral y medioambiental, que más tarde fue difundido por la United Steel Workers.[29] La transición justa, destinada a superar el abismo que hay entre las luchas económica y ecológica, es ahora reconocida como el principio fundamental en la lucha por un Green New Deal popular, aparte de la salvaguarda del clima en sí mismo.

    El Green New Deal mutó por primera vez en una estrategia radical de base ―o en un Green New Deal popular, según Science for the People― durante las dos campañas presidenciales sucesivas de Jill Stein por el Partido Verde, en 2012 y 2016.[30] El Green New Deal del Partido Verde tenía cuatro pilares: (1) una carta de derechos económicos que incluía el derecho al trabajo, derechos para los trabajadores, el derecho a atención sanitaria (Medicare for All[31]) y el derecho a una educación superior gratuita y financiada estatalmente; (2) una transición verde que promovía la inversión en pequeñas empresas, la investigación verde y trabajos sostenibles; (3) una reforma financiera real que incluía el alivio de las deudas hipotecarias y estudiantiles, la democratización de la política monetaria, la ruptura con las compañías financieras, el fin de los rescates bancarios gubernamentales y la regulación de los de derivados financieros; (4) una democracia real que acabara con la figura de persona jurídica para las empresas, incorporase una carta de derechos del votante, derogase la Ley Patriótica[32] y redujese un cincuenta por ciento el gasto militar.[33]

    No cabe duda acerca del carácter radical (y antiimperialista) del programa original del Green New Deal del Partido Verde. La reducción a la mitad el gasto en el ejército estadounidense era la clave del proyecto para incrementar el gasto estatal en otras esferas. En el corazón del Green New Deal del Partido Verde se hallaba por tanto un ataque a la estructura económica, financiera y militar del imperio estadounidense, al tiempo que centraba sus propuestas económicas en una transición verde que generase hasta veinte millones de empleos nuevos.[34] La parte sobre la transición verde era, irónicamente, el elemento más débil del proyecto. No obstante, en lo que innovó el Partido Verde fue en vincular un cambio medioambiental vital a lo que se concebía como un cambio social igualmente necesario.

    Sin embargo, fue en noviembre de 2018 cuando una versión radical del Green New Deal irrumpió en el Congreso de mano de la congresista Ocasio-Cortez ―recién elegida durante las elecciones de mitad de mandato―, cuando este programa se convirtió de repente en un factor crucial dentro del panorama político de Estados Unidos. Ocasio-Cortez había decidido presentarse al cargo después de unirse a las duras protestas encabezadas por indígenas que habían tenido el objetivo de bloquear el oleoducto llamado Dakota Access Pipeline, en Standing Rock (Dakota del Norte), entre 2016 y 2017. Durante la campaña por el Decimocuarto Distrito Congresual de Nueva York, el que representa al Bronx y a la parte centro-norte de Queens, Ocasio-Cortez firmó con el Sunrise Movement un compromiso para no aceptar dinero de las industrias de combustibles fósiles, por lo que el Sunrise Movement hizo campaña a su favor y contribuyó a su sorprendente victoria electoral sobre el congresista Joe Crowley, que había ocupado el cargo durante diez mandatos.[35] Ocasio-Cortez se unió a la sentada del Sunrise Movement en favor de un Green New Deal que tuvo lugar una semana después de las elecciones en el despacho de Pelosi y fue ella quien, junto a Markey, presentó en el Congreso la resolución del Green New Deal.

    La campaña de Ocasio-Cortez se inspiró en buena medida en la campaña presidencial de Sanders de 2016, que se definía a como socialista democrática y que llevó al resurgir de Democratic Socialists of America (DSA), a quienes se había afiliado Ocasio-Cortez antes de su elección. Desde el principio, la resolución por un Green New Deal popular adquirió lo que, en muchos sentidos, era un carácter ecosocialista.[36]

    En la página catorce de la resolución del Green New Deal presentada por Ocasio-Cortez y Markey en febrero de 2019 se hace referencia a la realidad de la emergencia climática, así como al nivel de responsabilidad de Estados Unidos. Ello se yuxtapone a las «crisis vinculadas a ella», que se manifiestan en el declive de la esperanza de vida, el estancamiento de los salarios, una menguante movilidad de clase, una desigualdad desorbitada, la división racial de la riqueza y la brecha salarial de género. La solución que se ofrece es un Green New Deal que lograría reducir a cero neto las emisiones de gases de efecto invernadero mediante una «transición justa», creando «millones de puestos de trabajo buenos y bien remunerados» dentro de un proceso con el que garantizar un medioambiente sostenible. Está diseñado para «promover la justicia y la igualdad al detener la opresión actual, prevenir la opresión futura y reparar la opresión histórica sobre las poblaciones indígenas, las comunidades racializadas, las comunidades migrantes, las comunidades desindustrializadas, las comunidades rurales despobladas, las personas pobres, los trabajadores con bajos ingresos, las mujeres, los mayores, los sintecho, gente con discapacidad y gente joven (esta resolución se refiere a todos ellos como “comunidades situadas en primera línea y vulnerables”)».

    La resolución del Green New Deal se basa en una «movilización nacional de diez años». Durante este periodo, el objetivo es lograr «que el cien por cien de la demanda de energía en Estados Unidos sea satisfecha a través de fuentes de energía limpia, renovable y sin emisiones de carbono». Entre otras medidas se incluyen la oposición «a los monopolios propios e internacionales»; el apoyo a la agricultura familiar; la construcción de un sistema sostenible de alimentación; la creación de una infraestructura para vehículos que no produzca emisiones; la promoción del transporte público; la inversión en el tren de alta velocidad; la garantía de un intercambio tecnológico internacional vinculado al clima; la colaboración con comunidades situadas en primera línea, sindicatos del trabajo y cooperativas de trabajadores; proporcionar un trabajo garantizado, una preparación y una educación superior a la población trabajadora; asegurar un sistema de salud de calidad y universal a toda la población de Estados Unidos; la protección de las tierras y las aguas públicas.[37]

    A diferencia del New Deal del Partido Verde, la resolución del Green New Deal del Partido Demócrata según fue presentada por Ocasio-Cortez y Markey no se opone directamente al capital financiero o al gasto militar e imperialista de Estados Unidos. Su carácter radical se reduce más bien al vínculo entre una movilización masiva para combatir el cambio climático y una transición justa para las comunidades en primera línea que incluya medidas económicas redistributivas. Y aun así no cabe duda acerca de la naturaleza radical de las exigencias expuestas, que si se aplicasen en su totalidad exigirían una movilización masiva de toda la sociedad que apuntase a una amplia transformación del capital estadounidense y a la expropiación de la industria de los combustibles fósiles.

    El plan de treinta y cuatro páginas de Sanders para el Green New Deal va todavía más allá.[38] Exige un cien por cien de suministros con energías renovables para la electricidad y el transporte en 2030 (lo que conduce a una reducción del 71% en las emisiones de carbono en Estados Unidos) y una descarbonización completa como muy tarde en 2050. Plantea lograr todo esto gracias a una inversión pública de 16,3 billones de dólares en la movilización masiva de recursos con la que abandonar los combustibles fósiles; el énfasis en una transición justa tanto para los trabajadores como para las comunidades en primera línea; la declaración de una emergencia nacional por el cambio climático; la recuperación del Cuerpo Civil de Conservación,[39] y la prohibición de las perforaciones mar adentro, el fracking y la minería de carbón de remoción de cima. Además, ofrecería doscientos mil millones de dólares al Fondo Verde del Clima para apoyar las transformaciones necesarias en países pobres con la intención de ayudar a reducir un 36% las emisiones de carbono para 2030 en los países menos industrializados.

    Para asegurar una transición justa para el conjunto de los trabajadores y trabajadoras, Sanders propone «hasta cinco años de salario garantizado, ayuda en la búsqueda de empleo, ayuda en el traslado, sanidad y una pensión basada en el salario anterior», además de ayuda para la vivienda, a todos los empleados desplazados debido al abandono de los combustibles fósiles. Los trabajadores recibirán formación en diferentes itinerarios profesionales, incluidos cuatro años de educación universitaria completamente pagados. El coste de la sanidad estaría cubierto por Medicare for All. A todo ello se le añadirían los principios de justicia medioambiental para así proteger a la población situada en primera línea. Se destinaría financiación a estas comunidades, incluidas las indígenas. La soberanía de las tribus sería respetada, pues en el plan de Sanders está incluido que se ofrecerían 1.120 millones de dólares para programas de acceso y extensión de los terrenos tribales. A ello hay que sumar que el gobierno «destinará 41.000 millones de dólares a ayudar a transformar las macrogranjas» en «prácticas ecológicamente regenerativas», además de apoyar a las granjas familiares.

    La financiación llegaría de diversas fuentes, entre las que se incluyen: (1) «un aumento masivo de impuestos a los ingresos y la riqueza de las compañías contaminantes y de los inversores en combustibles fósiles», así como «un aumento de las sanciones a la contaminación que provenga de la generación de energía con combustibles fósiles» por parte de las empresas; (2) la eliminación de los subsidios a la industria de los combustibles fósiles; (3) «la generación de ingresos con la venta de energía producida por las Administraciones de Comercialización de Energía regionales», a lo que hay que añadir los ingresos utilizados para sostener el Green New Deal y que van a ser recaudados hasta 2035, tras lo cual la electricidad será suministrada prácticamente gratis a los consumidores, más allá de los costes de operaciones y mantenimiento; (4) un recorte en los gastos militares destinados a proteger los suministros globales de petróleo; (5) la recaudación de impuestos adicionales provenientes del aumento del empleo, y (6) haciendo que las empresas y los ricos paguen «lo que les corresponde».[40]

    El Green New Deal de Sanders se diferencia por tanto de la resolución congresual de Ocasio-Cortez y Markey en: (1) el planteamiento de una línea temporal definida para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (más ambicioso para Estados Unidos, debido a su particular responsabilidad, de lo que de media y bajo el presupuesto global de carbono hace falta para el mundo); (2) su ataque directo al capital fósil; (3) que basa explícitamente la transición justa en las necesidades de la clase trabajadora en su conjunto, al tiempo que presta particular atención a las comunidades situadas en primera línea; (4) la especificación de que se van a crear veinte millones de puestos de trabajo nuevos, como en la anterior propuesta de New Deal del Partido Verde; (5) la prohibición de las perforaciones mar adentro, del fracking y de la minería de carbón de remoción de cima; (6) el enfrentamiento con el papel de las fuerzas armadas en la protección de la economía global de los combustibles fósiles; (7) la estipulación de un desembolso en el Green New Deal por parte del gobierno de 16,3 billones de dólares en diez años, y (8) que la financiación del propio Green New Deal dependa de impuestos a las compañías contaminantes.[41] El plan de Sanders, de todos modos, da un paso atrás respecto a la audaz propuesta del Partido Verde de reducir a la mitad el gasto militar.

    Las estrategias del Green New Deal popular que están siendo promovidas en este momento constituyen lo que en la teoría socialista se denomina reformas revolucionarias, esto es, reformas que prometen una reestructuración fundamental del poder económico, político y ecológico y que señalan inequívocamente hacia la transición del capitalismo al socialismo. La escala de los cambios que se prevén es mucho mayor y representa una amenaza de más envergadura al poder del capital que la que planteó a finales de los años treinta el segundo New Deal. La desinversión completa en combustibles fósiles, incluidas las reservas de combustibles, da forma a una especie de abolicionismo impulsado por la pura necesidad y cuyo mayor parecido se encuentra, en cuanto a sus efectos generales a escala económica, en la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Se ha estimado que, en 1860, los esclavos conformaban «el mayor activo financiero de toda la economía estadounidense, con un valor mayor que toda la manufactura y los ferrocarriles juntos».[42] Hoy en día, plantar cara a la industria de los combustibles fósiles y a las industrias e infraestructuras relacionadas, incluida toda la estructura financiera, hace que surjan conflictos similares por la riqueza y el poder simplemente en cuanto a la escala que implica, y esto solo se puede concebir si forma parte de una transformación ecológica y social generalizada. Tanto es así que el Banco Interamericano de Desarrollo declaró en 2016 que las empresas de energía se enfrentaban a una pérdida potencial de veintiocho billones de dólares debido a la necesidad que tiene el planeta de dejar los combustibles fósiles bajo el suelo.[43]

    Lo que el capital ha entendido desde el principio es que estos cambios amenazarían la totalidad del orden político-económico, dado que, una vez que la población se haya movilizado por el cambio, todo el metabolismo de la producción capitalista estaría en tela de juicio.[44] Klein escribe que las empresas energéticas «deberán dejar bajo el suelo lo que se ha demostrado que son reservas de combustibles fósiles [que ellas contabilizan como activos] valoradas en billones de dólares».[45] Para el movimiento por la justicia climática, enfrentarse de esta manera al capital fósil y al sistema capitalista imperante en su conjunto exige una movilización social y una lucha de clases de una escala enorme, pues la mayoría de las transformaciones en la producción energética se pondrán en marcha en apenas unos años.

    Está claro que ninguna de las propuestas de Green New Deal está siquiera cerca de concebir ―y mucho menos de abordar― la inmensidad de la tarea que plantea la actual emergencia planetaria; pero están fundamentadas en lo que es necesario que suceda que podrían hacer saltar la chispa de una lucha revolucionaria global por la libertad y la sostenibilidad, pues los cambios que se contemplan van contra la lógica del capital en sí misma y no se pueden lograr sin una movilización de emergencia por parte de la población.

    Aun así, hay contradicciones pendientes dentro de las propias estrategias del Green New Deal radical en cuanto al énfasis que se hace en el crecimiento económico y la acumulación de capital. Los límites que impone la necesidad de estabilizar el clima son severos y exigen cambios en la estructura de producción subyacente. No obstante, en gran parte todas las propuestas actuales de Green New Deal evitan mencionar la conservación directa de recursos o las reducciones en el consumo total, y mucho menos medidas de emergencia como el racionamiento en tanto que forma equitativa y desvinculada del precio con la que reasignar los escasos recursos sociales (una medida bastante popular en Estados Unidos durante la segunda guerra mundial).[46] Ninguna tiene en consideración el nivel de despilfarro integral para el actual sistema de acumulación ni cómo ello se podría convertir en algo ecológicamente de provecho. En su lugar, todos los planes parten de la base de promover un crecimiento económico o una acumulación de capital rápidos y exponenciales, pese al hecho de que ello agravaría la emergencia planetaria y a que los verdaderos éxitos del segundo New Deal tuvieron mucho menos que ver con el crecimiento que con la redistribución económica y social.[47] Tal y como avisa Klein, el plan para un Green New Deal fracasaría estrepitosamente tanto a la hora de proteger el planeta como en llevar a cabo una transición justa si tomase la senda de un «keynesianismo climático».[48]

    El IPCC y las estrategias de mitigación

    Con todo ello no se quiere negar que parezca estar en marcha un movimiento tectónico. Las estrategias que ahora mismo se están promoviendo para un Green New Deal radical amenazan con hacer saltar por los aires el proceso de iniciativas científico-políticas liderado por el IPCC en cuanto a lo que se puede y a lo que se debería hacer para combatir el cambio climático, pues hasta ahora este ha cortado el paso a todas las perspectivas sociales y de izquierda. El enfoque del IPCC respecto a las acciones sociales necesarias para mitigar la emergencia climática ha venido dictado en buena medida por la hegemonía política y económica actual, lo cual contrasta de manera nítida con su cuidadoso tratamiento científico de las causas y las consecuencias del cambio climático, que ha estado relativamente exento de intervenciones políticas. Las estrategias de mitigación para reducir las emisiones de dióxido de carbono en todo el mundo han sufrido hasta el momento el duro golpe de la dominación casi total de las relaciones capitalistas de acumulación y de la hegemonía de la economía neoclásica. Las líneas maestras que conforman estos escenarios de mitigación restringen de modo tajante los parámetros de cambio que se tienen en consideración y lo hacen a través de dispositivos como los modelos de evaluación integrada (IAM por sus siglas en inglés, enormes modelos informáticos que integran los mercados energéticos y los usos de la tierra junto a proyecciones de los gases de efecto invernadero) y las trayectorias socioeconómicas compartidas (SPP por sus siglas en inglés, que constan de cinco trayectorias diferentes dentro del actual statu quo, basadas por lo general en marcos tecnológicos, con un crecimiento económico sustancial y que en todos sus modelos deja formalmente a un lado las medidas políticas climáticas).

    El resultado de unos modelos así de conservadores, que descartan cualquier alternativa al funcionamiento actual de las cosas, es la proliferación de afirmaciones nada realistas sobre qué se puede hacer y sobre qué se debe hacer.[49] Por lo general, los escenarios de mitigación incorporados al proceso del IPCC: (1) asumen de manera implícita la necesidad de perpetuar la actual hegemonía político-económica; (2) desdeñan los cambios en las relaciones sociales en favor de los cambios tecnocráticos, en buena medida basados en tecnologías que no existen o que no son viables; (3) hacen hincapié en la oferta ―que consta de factores principalmente tecnológicos y vinculados al precio― más que en la demanda, o en reducciones directas en el consumo ecológico, para reducir las emisiones; (4) confían en las así llamadas «emisiones negativas» (es decir, la captura y, de algún modo, el almacenamiento de dióxido de carbono presente en la atmósfera) para permitir alcanzar rápidamente los objetivos de emisiones; (5) dejan a las masas de población fuera de la ecuación y asumen que el cambio será gestionado por unas élites administradoras con una mínima participación pública, y (6) postulan respuestas lentas que dejan fuera la posibilidad (de hecho, la necesidad) de una revolución ecológica.[50]

    Así pues, mientras que los modelos y las proyecciones del IPCC recogen de manera adecuada la escala del cambio climático y sus impactos socioecológicos, la escala del cambio social que se requiere para afrontar este desafío es minimizada de manera sistemática en los cientos de modelos de mitigación que utiliza. En su lugar, recurren a soluciones mágicas surgidas de intervenciones basadas en el precio de mercado (como el comercio de los derechos de emisión) y a tecnologías futuristas que parten de inventos que no son viables en la escala que se necesitaría y que están basados en las emisiones negativas.[51] Este tipo de modelos señalan resultados catastróficos para los cuales se supone que la única defensa está en la denominada «eficiencia del mercado» y en extravagantes tecnologías inexistentes y/o irracionales, pues se supone que estos enfoques permiten que la sociedad prosiga con su modelo productivo prácticamente intacto.

    Por tanto, la mayor parte de los modelos de mitigación incorporan tecnología de bioenergía con captura y almacenamiento de carbono (BECCS por sus siglas en inglés), la cual promueve el cultivo de plantas (árboles principalmente) a una escala masiva para luego quemarlas y producir energía, mientras, simultáneamente, capturan el dióxido de carbono liberado a la atmósfera y, de algún modo, lo aíslan y almacenan, como en el caso del aislamiento geológico y oceánico. Si esto se implementase, requeriría de una cantidad de tierra igual a una o dos veces la India y de una cantidad de agua que se acerca a la que actualmente se usa en la agricultura en todo el mundo, y ello pese a la escasez mundial de agua.[52] Tampoco es que la promoción de estos enfoques puramente mecánicos sea un accidente; están profundamente insertos en la forma en que se elaboran estos informes y en el orden capitalista subyacente al que sirven.

    Según el destacado climatólogo Kevin Anderson, del Tyndall Centre for Climate Change Research de Reino Unido:

    El problema es que cumplir con el compromiso de entre 1,5 y 2º C exige reducciones en las emisiones de los países ricos de más del 10% anual, mucho más de lo que habitualmente se considera posible dentro del actual sistema económico. Los IAM tienen un papel importante y peligroso en lo que parece que es un intento por salir de este impasse. Detrás de una fachada de objetividad, el uso de estos modelos informáticos leviatánicos ha profesionalizado el análisis de la mitigación del cambio climático mediante la sustitución de la política, enmarañada y coyuntural, por el formalismo matemático, que no es coyuntural. Dentro de estos límites profesionales, los IAM sintetizan modelos climáticos sencillos y confían en cómo funcionan las finanzas y en cómo cambian las tecnologías, todo ello apuntalado por una interpretación económica [ortodoxa] del comportamiento humano.

    […]

    Habitualmente, los IAM utilizan modelos basados en axiomas del libre mercado. Los algoritmos que integran estos modelos presuponen cambios marginales, cercanos al equilibrio económico, y están fuertemente supeditados a pequeñas variaciones en la demanda como resultado de cambios marginales en los precios. El Acuerdo de París, por el contrario, establece un reto de mitigación que se aleja de los equilibrios de la economía de mercado actual y requiere de cambios inmediatos y radicales en todas las facetas de la sociedad.[53]

    Anderson insiste en que la realidad es que los modelos y proyecciones de escenarios climáticos que proporciona el IPCC y que luego son incorporados a los planes nacionales están basados en suposiciones extraídas del análisis general del equilibrio hecho por la economía neoclásica y se elaboran a partir de ideas acerca de la gradualidad de los cambios, según las exigencias del sistema de beneficio. Este tipo de condiciones en los escenarios de mitigación carecen de sentido en el contexto de la actual emergencia climática y son peligrosos en la medida en que coartan la acción que resultaría necesaria, pues ven en una tecnología que no existe a la única salvadora. De los numerosos modelos que el IPCC tuvo en cuenta para su informe de 2018, todos exigían la reducción de dióxido de carbono (CDR por sus siglas en inglés) o las denominadas emisiones negativas, principalmente a través de medios tecnológicos, pero también estaba incluida la reforestación.[54] Lo cierto es que, según explica Anderson, todo el enfoque que tiene el IPCC respecto a la mitigación ha sido un «fracaso acelerado» que ha guiado un proceso radicalmente opuesto a sus propias proyecciones y cuyo resultado es que «las emisiones anuales de CO2 han aumentado en torno al 70% desde 1990». Dado que los efectos de estas emisiones son acumulativos y no lineales y, además, cuentan con todo tipo de retroalimentaciones positivas, el «fracaso actual en la mitigación de las emisiones ha transformado el reto de un cambio moderado en el sistema económico en el de una revisión revolucionaria del sistema. Esta no es una posición ideológica; surge directamente de una interpretación científica y matemática del Acuerdo de París por el clima».[55]

    El IPCC reconoció en el informe de 2018 que se estaba acelerando la emergencia climática y dejó a un lado sus informes anteriores para animar tibiamente al desarrollo de enfoques respecto a la mitigación del cambio climático que tuviesen en cuenta también el factor demanda. Ello implica encontrar modos de reducir el consumo, por lo general a través del aumento de la eficiencia (aunque, como es habitual, se le resta importancia a la conocida paradoja de Jevons, según la cual en el capitalismo un aumento de la eficiencia lleva a un aumento de la acumulación y el consumo).[56] Se han presentado diversos escenarios de mitigación que demuestran que las intervenciones en la demanda constituyen la manera más rápida de abordar el cambio climático, e incluso en uno de los modelos se sugiere que se puede alcanzar el objetivo de permanecer por debajo de 1,5 ºC únicamente con un ligero margen de error y sin apoyarse en las denominadas tecnologías de emisiones negativas, sino que más bien ello dependería de mejoras en las prácticas agrícolas y forestales (consideradas una forma no tecnológica de reducción del dióxido de carbono).[57] Es más, estos resultados se alcanzan dentro de los supuestos extremadamente restrictivos de los modelos de mitigación del IPCC, los cuales incorporan formalmente (a través de los IAM y SSP) un crecimiento económico rápido y significativo al tiempo que se excluye toda intervención institucional (o política) respecto al clima. Por ello, algunos críticos radicales, como Jason Hickel y Giorgos Kallis, han sugerido que un enfoque sociopolítico sobre la demanda que haga hincapié en la abundancia y en las políticas redistributivas y que establezca límites al beneficio y al crecimiento (que hoy en día beneficia principalmente al 0,01%) ha demostrado ser mucho mejor en términos de mitigación y constituye la única solución realista.[58]

    Una virtud fundamental del surgimiento de las estrategias del Green New Deal radical o popular es, por tanto, que abren el terreno de lo posible de acuerdo a necesidades reales, colocando la cuestión de un cambio transformador como la única base de la supervivencia humana y civilizatoria: la libertad de la necesidad.[59] Aquí resulta importante reconocer que una revolución ecológica y social probablemente atraviese dos etapas que podemos denominar ecodemocrática y ecosocialista.[60] La movilización de la población en un principio adquirirá una forma ecodemocrática que pondrá el énfasis en la construcción de alternativas energéticas y de una transición justa, pero en un contexto general que carecerá de una crítica sistemática a la producción o el consumo. Sin embargo, cabe esperar que llegue un punto en el que la presión del cambio climático y de la lucha por la justicia social y ecológica, espoleada por la movilización de comunidades diversas, lleve a una perspectiva ecorrevolucionaria más amplia que perfore el velo de la ideología recibida.

    Aun así, el hecho es que el intento por construir un Green New Deal radical en un mundo aún dominado por el capital monopolista-financiero va a estar constantemente amenazado por una tendencia a virar hacia un keynesianismo verde, en el que la promesa de empleos ilimitados, rápido crecimiento económico y un consumo más elevado va a actuar contra cualquier solución a la crisis ecológica planetaria. Como señala Klein en On Fire:

    Un Green New Deal que sea creíble necesita un plan concreto para garantizar que los salarios de todos los buenos trabajos verdes que cree no se despilfarran en unos modos de vida de alto consumo y que, sin darse cuenta, acaben haciendo que las emisiones aumenten; un escenario en el que todo el mundo tiene un buen empleo y un montón de ingresos a su disposición y todo se gaste en chorradas prescindibles […]. Lo que nos hace falta son transiciones que reconozcan los límites rígidos de la extracción y que, simultáneamente, creen nuevas oportunidades para que la gente mejore su calidad de vida y encuentre placer fuera del ciclo infinito del consumo.[61]

    La senda hacia la libertad ecológica y social exige el abandono de un modo de producción cimentado sobre la explotación del trabajo humano y la expropiación de la naturaleza y de los pueblos, y que conduce a crisis económicas y ecológicas cada vez más frecuentes y severas. La sobreacumulación de capital bajo el régimen del capital monopolista-financiero ha conseguido que, a todos los niveles, el derroche sea fundamental para la preservación del sistema, creando una sociedad en la cual lo que es racional para el capital resulta irracional para las personas del mundo y para la Tierra.[62] Esto ha llevado a que se echen a perder vidas humanas en un trabajo innecesario dedicado a la producción de mercancías inútiles que requiere del despilfarro de los recursos naturales y materiales del planeta. En cambio, el alcance de este pródigo derroche de la producción y la riqueza humana, y de las de la Tierra misma, es una medida del enorme potencial que existe hoy en día para ampliar la libertad humana y satisfacer las necesidades individuales y colectivas al tiempo que se asegura un medioambiente sostenible.[63]

    En la actual crisis climática, son los países imperialistas situados en el centro del sistema los que han producido el grueso de las emisiones de dióxido de carbono que en este momento se concentran en el medioambiente. Son estos países los que aún tienen las mayores emisiones per cápita. Es más, estos mismos estados monopolizan la riqueza y la tecnología necesaria para reducir drásticamente las emisiones globales de carbono. Por ello, es esencial que los países ricos asuman la mayor parte de la carga en la estabilización del clima del planeta y reduzcan sus emisiones de dióxido de carbono en una tasa de un 10% anual o más.[64] El reconocimiento de esta responsabilidad por parte de las naciones ricas, junto a la necesidad global subyacente, es lo que ha llevado al repentino crecimiento de movimientos transformadores como Extinction Rebellion.

    Sin embargo, a largo plazo el principal impulso para una transformación ecológica en todo el mundo vendrá del sur global, donde la crisis planetaria está teniendo sus efectos más duros, además del sistema imperialista mundial y de una brecha cada vez mayor entre países ricos y pobres en su conjunto. Es en la periferia del mundo capitalista donde el legado de la revolución es más fuerte, y allí persisten las ideas más profundas acerca de cómo llevar a cabo este cambio tan necesario. Esto es especialmente evidente en países como Cuba, Venezuela y Bolivia, que han intentado revolucionar sus sociedades pese a los duros ataques del sistema imperialista mundial y pese a la dependencia histórica (en los casos de Venezuela y Bolivia) de la extracción energética, impuesta por las estructuras hegemónicas de la economía global. En general, es de esperar que el sur global sea el lugar donde crezca de un modo más rápido un proletariado medioambiental que surja de la degradación de las condiciones materiales de la población tanto a nivel ecológico como económico.[65]

    El papel de China en todo esto sigue siendo crucial y contradictorio. Es uno de los países más contaminados y que más recursos consume del mundo y sus emisiones de carbono son tan descomunales que por sí mismas constituyen un problema a escala global. No obstante, hasta el momento China ha hecho más que cualquier otro país por desarrollar tecnologías de energía alternativa destinadas a la creación de lo que oficialmente es denominado una civilización ecológica. Sorprendentemente, en buena medida sigue siendo autosuficiente en cuanto a los alimentos debido a su sistema agrícola, en el cual la tierra es una propiedad social y la producción agrícola depende principalmente de pequeños productores y de lo que queda de la responsabilidad colectivo-comunal. Lo que está claro es que las decisiones presentes y futuras del estado chino ―y, más aún, las del pueblo chino― respecto a la creación de una civilización ecológica probablemente serán claves a la hora de determinar el destino de la Tierra a largo plazo.[66]

    La revolución ecológica se enfrenta a la hostilidad de todo el sistema capitalista. Como mínimo, implica ir contra la lógica del capital. En su máximo desarrollo, implica trascender el sistema. Bajo estas condiciones, la respuesta reaccionaria de la clase capitalista, apoyada desde la retaguardia por la extrema derecha, será retrógrada, destructiva e incontrolada. Esto ya lo podemos ver en los numerosos intentos de la administración de Donald Trump por deshacerse incluso de la posibilidad de llevar a cabo los cambios necesarios para combatir el cambio climático (pareciera que para que con él el mundo quemase sus últimas naves), empezando con su retirada del Acuerdo de París por el clima y con la aceleración en la extracción de combustibles fósiles. La barbarie ecológica o el ecofascismo son amenazas evidentes en el actual contexto político global y forman parte de la realidad a la que cualquier revuelta ecológica de masas va a tener que enfrentarse.[67] En estas circunstancias, solo una lucha auténticamente revolucionaria, y no una reformista, va a ser capaz de salir adelante.

    Una era de cambio transformador

    Es un lugar común dentro de la literatura de las ciencias sociales, que son la encarnación del imperio de la ideología liberal, el contemplar la sociedad como si estuviese constituida por las acciones de los individuos que la conforman. Otros pensadores, más críticos, en ocasiones ofrecen la perspectiva opuesta, en la que los individuos son el producto de la estructura social en su conjunto. Un tercer modelo general observa cómo los individuos influyen en la sociedad y cómo la sociedad influye en los individuos en una especie de movimiento de ida y vuelta, percibido como una síntesis de estructura y agencia.[68]

    Frente a estas corrientes dominantes, las cuales son casi todas enfoques liberales que dejan escaso margen para una genuina transformación social, la teoría marxiana, con su perspectiva histórico-dialéctica, descansa sobre lo que el filósofo realista crítico Roy Bhaskar ha denominado «modelo transformador de la actividad social», en el que los individuos nacen en el interior de la historia y son socializados en una sociedad dada (en un modo de producción dado) que establece los parámetros iniciales de su existencia.[69] Sin embargo, estas condiciones y las relaciones productivas cambian de maneras impredecibles y contingentes durante el curso de sus vidas, lo que lleva a consecuencias, contradicciones y crisis involuntarias. Los seres humanos, atrapados en situaciones que no han escogido, actúan tanto espontáneamente como a través de movimientos sociales organizados, y en todo ello se refleja tanto la clase como otras identidades individuales y colectivas, y buscan cambiar las estructuras existentes de reproducción social y transformación social, dando lugar a momentos históricos críticos formados por rupturas y revoluciones radicales y por nuevas realidades emergentes. Como escribió Karl Marx: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado».[70]

    Este modelo transformador de la actividad social respalda una teoría de la autoemancipación del ser humano dentro de la historia. Las relaciones sociales existentes se convierten en grilletes para el desarrollo humano general, pero también dan lugar a las contradicciones fundamentales en el proceso de trabajo y producción ―o lo que Marx llamó «metabolismo social de la humanidad y la naturaleza»―, que llevan a un periodo de crisis y transformación que amenaza con la subversión revolucionaria de las relaciones sociales de producción o las relaciones de clase, de propiedad y de poder.[71] Hoy tenemos ante nosotros contradicciones así de agudas en el metabolismo de la naturaleza y la sociedad y en las relaciones sociales de producción, pero de un modo para el cual no existe ningún verdadero precedente histórico.

    En el Antropoceno, la emergencia ecológica planetaria se superpone a la sobreacumulación de capital y a una expropiación imperialista intensificada, creando una crisis económica y ecológica epocal.[72] Es la sobreacumulación de capital la que acelera la crisis ecológica global al llevar al capital a buscar formas nuevas de estimular el consumo para que los beneficios sigan circulando. El resultado de todo ello es un estado de Armagedón planetario que amenaza no solo la estabilidad socioeconómica, sino la supervivencia de la civilización y de la propia especie humana. Para Klein, la explicación central es sencilla: después de señalar que «Marx escribió acerca de la “fractura irreparable” del capitalismo con “las leyes naturales de la propia vida”», continúa y subraya que «en la izquierda mucha gente ha defendido que un sistema económico construido sobre la liberación de los apetitos voraces del capital arrasaría con los sistemas naturales de los que depende la vida».[73] Y esto es exactamente lo que ha ocurrido en el periodo que siguió a la segunda guerra mundial, a través de una gran aceleración de la actividad económica, el sobreconsumo por parte de los ricos y la consiguiente destrucción ecológica.

    Durante mucho tiempo la sociedad capitalista ha glorificado la dominación de la naturaleza. Es bien conocido que William James, el gran filósofo pragmático, se refirió en 1906 al «equivalente moral de la guerra». Aunque rara vez se menciona, el equivalente moral de James era una guerra contra la Tierra, para la que proponía «formar durante varios años a una parte del ejército para que fuera empleada contra la Naturaleza».[74] Hoy tenemos que revertir esto y tenemos que crear un nuevo equivalente moral de la guerra, más revolucionario, que no esté no destinado a utilizar un ejército para conquistar la Tierra, sino a que la población se movilice para salvar la Tierra y que este sea un lugar para que los seres humanos lo habiten. Esto solo se puede lograr a través de una lucha por la sostenibilidad ecológica y la igualdad real que tenga el objetivo de hacer resurgir los comunes globales. Según dijo Thunberg al dirigirse a las Naciones Unidas el 23 de septiembre de 2019: «Es aquí y ahora donde trazamos la línea. El mundo está despertando. Y el cambio se acerca, os guste o no». Esta vez el mundo está en llamas.

    JOHN BELLAMY FOSTER es profesor de sociología en la Universidad de Oregón y editor desde hace años de la revista Monthly Review. Su trabajo se ha centrado en la teoría de la fractura metabólica, en el estudio del imperialismo, en el legado teórico de Marx y en la necesidad de una revolución ecosocialista.

    La obra que ilustra este artículo es Hoguera de San Juan en la playa de Skagen (1906), de Peder Severin Krøyer.

    [1] Aquí la revolución es vista como un proceso complejo que abarca muchos actores y fases, a veces emergentes, a veces desarrollados, y que incluye una impugnación fundamental del estado además de la estructura social de propiedad, productiva y de clases. Puede implicar a actores cuyas intenciones no sean revolucionarias, pero que objetivamente son parte del desarrollo de una situación revolucionaria. Para una analogía histórica, ver George Lefebvre, The Coming of the French Revolution, Princeton, Princeton University Press, 1947 [trad. cast.: 1789: Revolución Francesa, Barcelona, Laia, 1981]. En torno al concepto en sí mismo de revolución ecológica, ver John Bellamy Foster, The Ecological Revolution, Nueva York, Monthly Review Press, 2009, pp. 11-35.

    [2] Naomi Klein, On Fire: The (Burning) Case for a Green New Deal, New York, Simon and Schuster, 2019.

    [3] James Baldwin, The Fire Next Time, Nueva York, Dial, 1963 [trad. cast.: La próxima vez el fuego, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1964].

    [4] IPCC, Calentamiento global de 1,5ºC, Ginebra, IPCC, 2018.

    [5] John Haltiwanger, «This Is the Platform That Launched Alexandria Ocasio-Cortez, a 29-Year-Old Democratic Socialist, to Become the Youngest Woman Ever Elected to Congress»Business Insider, 4 de enero de 2019.

    [6] Greta Thunberg, No One Is Too Small to Make a Difference, Londres, Penguin, 2019, pp. 19-24.

    [7] Congresista Alexandria Ocasio-Cortez, 116.º Congreso, Primera Sesión, resolución de la cámara 109, «Recognizing the Duty of the Federal Government to Create a Green New Deal» (en lo que sigue referida como Green New Deal Resolution), 7 de febrero 2019.

    [8] Klein, óp. cit., pp. 1-7.

    [9] Thunberg, óp. cit., p. 61.

    [10] Bernie Sanders, The Green New Deal, 22 de abril de 2019.

    [11] Res. 109, lista de apoyos; S. Res. 59, lista de apoyos.

    [12] Eliza Barclay y Brian Resnick, «How Big Was the Global Climate Strike? 4 Million People Activists Estimate»Vox, 20 de septiembre de 2019.

    [13] «Transcript: Greta Thunberg’s Speech to UN Climate Action Summit», NPR, 23 de septiembre de 2019.

    [14] IPCC, Special Report on the Ocean and Cryosphere in a Changing Climate (Summary for Policymakers), Ginebra, IPCC, 2019, pp. 22-24, 33.

    [15] Nicholas Stern, «We Must Reduce Greenhous Gas Emissions to Net Zero or Face More Floods»The Guardian, 7 de octubre de; NPR, óp. cit. Con frecuencia se asume que el mundo debe quedarse por debajo de los 2 ºC para evitar un punto de no retorno con respecto a la relación del ser humano con el planeta, pero cada vez más datos científicos señalan que la marca está en 1,5 ºC. La mayoría de los esquemas de mitigación climática que reconoce el IPCC asumen una superación temporal del límite de 1,5 ºC (si no del límite de 2 ºC) con emisiones negativas y luego la supresión de carbono de la atmósfera antes de que hayan tenido lugar los peores efectos. Pero cada vez está más asumido que una estrategia así es peor que una ruleta rusa en lo que se refiere a las posibilidades estadísticas y solo trae consigo aún más quimeras.

    [16] http://systemchangenotclimatechange.org. Ver también Martin Empson (ed.), System Change Not Climate Change, Londres, Bookmarks, 2019.

    [17] Para la diferencia entre acción por el clima y justicia climática, ver Klein, óp. cit., pp. 27-28.

    [18] A la marcha por el clima le siguió más tarde la acción Flood Wall Street, en la que los manifestantes pusieron en práctica la desobediencia civil, pero les faltó la fuerza de las masas.

    [19] Klein, óp. cit., pp. 27-28.

    [20] Thunberg, óp. cit., p. 16.

    [21] Poblaciones situadas en primera línea o comunidades en primera línea es una fórmula en inglés (frontline communities), aún no demasiado común en castellano, para hacer referencia a la población que, por diferentes condiciones sociales, políticas y económicas, es probable que sufra  las consecuencias del cambio climático antes y con menos recursos para hacerle frente. (N. de Contra el diluvio).

    [22] Partido Verde de Estados Unidos, Green New Deal Timeline; Green New Deal Policy Group, A Green New Deal, Londres, New Economics Foundation, 2008; Larry Elliott, «Climate Change Cannot Be Bargained With»The Guardian, 29 de octubre de 2007.

    [23] Thomas Friedman, «A Warning from the Garden»The New York Times, 19 de enero de 2007.

    [24] Alexander C. Kaufman, «What’s the “Green New Deal”?»Grist, 30 de junio de 2018.

    [25] UNEP, Global Green New Deal, Ginebra, UNEP, 2009.

    [26] Green European Foundation, A Green New Deal for Europe, Bruselas, Green European Foundation, 2009.

    [27] David Milton, The Politics of U.S. Labor, Nueva York, Monthly Review Press, 1982.

    [28] Climate Justice Alliance, «History of the Climate Justice Alliance».

    [29] John Bellamy Foster, «Ecosocialism and a Just Transition»Monthly Review, 22 de junio de 2019; Climate Justice Alliance, «Just Transition: A Framework for Change».

    [30] Science for the People ha sido el principal defensor de un Green New Deal popular que incorporase una transición para los trabajadores y las comunidades más vulnerables frente a los intentos por hacer retroceder el Green New Deal a su forma corporativista anterior. Ver Science for the People, «Peoples’ Green New Deal».

    [31] Proyecto para desarrollar un sistema de sanidad público, garantizado y gratuito en Estados Unidos. (N. de Contra el diluvio).

    [32] Ley aprobada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 por la que se dotó al gobierno federal de una mayor capacidad de control y vigilancia sobre la ciudadanía, supuestamente en aras de luchar contra el terrorismo. (N. de Contra el diluvio).

    [33] Jill Stein, «Solutions for a Country in Trouble: The Four Pillars of the Green New Deal»Green Pages, 25 de septiembre de 2012.

    [34] Partido Verde, «We Can Build a Better Tomorrow Today, It’s Time for a Green New Deal».

    [35] Tessa Stuart, «Sunrise Movement, the Force Behind the Green New Deal Ramps Up Plans for 2020»Rolling Stone, 1 de mayo de 2019. Los miembros fundadores del Sunrise Movement habían tenido su primera experiencia en el movimiento que luchaba por la desinversión en industrias fósiles, particularmente en las universidades, el cual, en diciembre de 2018, afirmaba haber logrado desinversiones por valor de ocho billones de dólares. Sin embargo, los activistas se dieron cuenta de que el siguiente paso consistía en intentar enfrentarse al estado y cambiar el sistema a través de un Green New Deal. Klein, óp. cit., p. 22.

    [36] El Partido Verde se ha movido de manera explícita hacia el ecosocialismo y ha patrocinado la conferencia sobre ecosocialismo de Chicago del 28 de septiembre de 2019. Ver Anita Rios, «Green Party Gears Up for Ecosocialism Conference»Black Agenda Report, 10 de septiembre de 2019.

    [37] Res. 109, «Recognizing the Duty of the Federal Government to Create a Green New Deal».

    [38] Sanders está completamente solo entre los principales candidatos demócratas para las elecciones de 2020 en cuanto a la promoción de un verdadero Green New Deal. El Plan para una Revolución de las Energías Limpias y la Justicia Medioambiental de Joe Biden, presentado en junio de 2019, deja completamente a un lado el énfasis que hace el IPCC en que las emisiones de dióxido de carbono deben reducirse en torno a un cincuenta por ciento en 2030 para permanecer por debajo de 1,5 ºC y, simplemente, promete promover políticas con las que lograr unas emisiones de cero neto en 2050 y un gasto de 1,7 billones de dólares durante diez años en la lucha contra el cambio climático. Elizabeth Warren ha suscrito la resolución del Green New Deal, pero en su Plan de Energías Limpias, presentado en septiembre de 2019, no va más allá de afirmar que apoya una movilización de diez años y hasta 2030 con el objetivo de alcanzar un cero neto de emisiones de gases de efecto invernadero «lo antes posible»; además, propone una inversión de tres billones de dólares durante diez años. Su plan evita mencionar una transición justa para los trabajadores y las poblaciones vulnerables.

    [39] El Cuerpo Civil de Conservación fue un programa muy popular que formó parte del New Deal original. Este organismo ofreció trabajo a cientos de miles de jóvenes desempleados en tareas de recuperación, cuidado y conservación de los recursos naturales. (N. de Contra el diluvio).

    [40] Sanders, óp. cit.

    [41] Pese a que en la resolución del Green New Deal presentada por Ocasio-Cortez y Markey no se aborda cómo sería financiado, el énfasis se puso en la creación de bancos públicos, en una expansión cuantitativa verde y en el gasto deficitario debido a la baja capacidad productiva actual ―una perspectiva apoyada por la teoría monetaria moderna―, y evita deliberadamente hablar de la financiación a través de impuestos a las empresas. Ver Ellen Brown, «The Secret to Funding a Green New Deal»Truthdig, 19 de marzo de 2019.

    [42] David Blight, citado en Ta-Nehisi Coates, «Slavery Made America»Atlantic, 24 de junio de 2014.

    [43] Ben Caldecott et al., Stranded Assets: A Climate Risk Challenge, Washington D.C., Banco Interamericano de Desarrollo, 2016.

    [44] Naomi Klein, This Changes Everything: Capitalism vs. the Climate, Nueva York, Simon and Schuster, 2014, pp. 31-63 [trad. cast.: Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima, Barcelona, Paidós, 2015].

    [45] Klein, On Fire, p. 261; J. F. Mercure et al., «Macroeconomic Impact of Stranded Fossil Fuel Assets»Nature Climate Change, 8, 2018, pp. 588-593.

    [46] Klein, This Changes Everything, pp. 115-116.

    [47] Nancy E. Rose, Put to Work, Nueva York, Monthly Review Press, 2009.

    [48] Klein, On Fire, p. 264.

    [49] Kevin Anderson, «Debating the Bedrock of Climate-Change Mitigation Scenarios»Nature, 16 de septiembre de 2019; Zeke Hausfather, «Explainer: How “Shared Socioeconomic Pathways” Explore Future Climate Change»Carbon Brief, 19 de abril de 2018.

    [50] Estos defectos forman parte de manera directa de los SPP y los IAM. Ver Oliver Fricko et al., «The Marker Quantification of the Shared Socioeconomic Pathway 2: A Middle-of-the-Road Scenario for the 21st Century»Global Environmental Change, 42, 2017, pp. 251-267. Para una evaluación crítica general, ver Jason Hickel y Giorgos Kallis, «Is Green Growth Possible?», New Political Economy, 17 de abril de 2019.

    [51] Kevin Anderson y Glen Peters, «The Trouble with Negative Emissions», Science, 354, n.º 6309, 2016, pp. 182-183; European Academies Science Advisory Council, Negative Emission Technologies: What Role in Meeting Paris Agreement Targets, EASAC Policy Report 35, Halle, Academia Alemana de Ciencias, 2018.

    [52] Ver John Bellamy Foster, «Making War on the Planet»Monthly Review, 70, n.º 4, septiembre de 2018, pp. 4-6.

    [53] Anderson, óp. cit.

    [54] IPCC, Calentamiento global de 1,5ºC, 16, 96.

    [55] Anderson, óp. cit.

    [56] Ver John Bellamy Foster, Brett Clark y Richard York, The Ecological Rift, Nueva York, Monthly Review Press, 2010, pp. 169-182

    [57] IPCC, Calentamiento global de 1,5ºC, 15-16, 97; Jason Hickel, «The Hope at the Heart of the Apocalyptic Climate Change Report»Foreign Policy, 18 de octubre de 2018. Ver también Arnulf Grubler, «A Low Energy Demand Scenario for Meeting the 1.5ºC Target and Sustainable Development Goals Without Negative Emission Technologies», Nature Energy, 3, n.º 6, 2018, pp. 512-527; Joeri Rogelj et al., «Scenarios Towards Limiting Global Mean Temperature Increase Below 1.5ºC», Nature Climate Change, 8, 2018, pp. 325-332; Christopher Bertram et al. «Targeted Policies Can Compensate Most of the Increased Sustainability Risks in 1.5ºC Mitigation Scenarios»Environmental Research Letters, 13, n.º 6, 2018.

    [58] Hickel y Kallis, óp. cit.

    [59] J. D. Bernal, The Freedom of Necessity, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1949.

    [60] Ver John Bellamy Foster, «Ecology», en Marcelo Musto (ed.) The Marx Revival, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, p. 193.

    [61] Klein, On Fire, p. 264.

    [62] Ver Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, Monopoly Capital, Nueva York, Monthly Review Press, 1966.

    [63] John Bellamy Foster, «The Ecology of Marxian Political Economy»Monthly Review, 63, n.º 4, septiembre de 2011, pp. 1-16; Fred Magdoff y John Bellamy Foster, What Every Environmentalist Needs to Know About Capitalism, Nueva York, Monthly Review Press, 2011, pp. 123-144; William Morris, News from Nowhere and Selected Writings and Design, Londres, Penguin, 1962, pp. 121-122.

    [64] Kevin Anderson y Alice Bows, «Beyond “Dangerous” Climate Change: Emission Scenarios for a New World»Philosophical Transactions of the Royal Society, 369, 2011, pp. 20-44.

    [65] Para un debate sobre la actual situación ecológica del sur global y su relación el imperialismo, ver John Bellamy Foster, Hannah Holleman y Brett Clark, «Imperialism in the Anthropocene»Monthly Review, 71, n.º 3, julio-agosto de 2019, pp. 70-88. Acerca del concepto de proletariado medioambiental, ver Bellamy Foster, Clark y York, óp. cit. pp. 440-441.

    [66] El asunto de China y la ecología es complejo. Ver John B. Cobb (en conversación con Andre Vltchek), China and Ecological Civilization, Yakarta, Badak Merah, 2019; David Schwartzman, «China and the Prospects for a Global Ecological Civilization»Climate and Capitalism, 17 de septiembre de 2019; Lau Kin Chi, «A Subaltern Perspective on China’s Ecological Crisis», Monthly Review, 70, n.º 5, octubre de 2018, pp. 45-57. Sobre el concepto de civilización ecológica y su relación con China, ver John Bellamy Foster, «The Earth-System Crisis and Ecological Civilization»International Critical Thought, 7, n.º 4, 2017, pp. 439-458.

    [67] Naomi Klein, «Only a Green New Deal Can Douse the Fires of Eco-fascism»The Intercept, 16 de septiembre de 2019.

    [68] Roy Bhaskar, Reclaiming Reality: A Critical Introduction to Contemporary Philosophy, Londres, Routledge, 2010, pp. 74-76.

    [69] Ibíd., pp. 76-77, 92-94.

    [70] Karl Marx, Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, 1852; Nueva York, International Publishers, 1963, p. 15 [trad. cast.: El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, en Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, tomo I, Editorial Progreso, Moscú, 1981].

    [71] Karl Marx, Capital, vol. 1, Londres, Penguin, 1976, p. 283 [trad. cast.: El capital, vol. I, Madrid, Siglo XXI,, 2017].

    [72] Ver Ian Angus, Facing the Anthropocene: Fossil Capitalism and the Crisis of the Earth System, Nueva York, Monthly Review Press, 2016, pp. 175-191.

    [73] Klein, On Fire, pp. 90-91; Karl Marx, Capital, vol. 3, Londres, Penguin, 1981, p. 949 [trad. cast.: El capital, vol. III, Madrid, Siglo XXI, 2017].

    [74] William James, «Proposing the Moral Equivalent of War», discurso en la Universidad de Stanford, 1906.

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  • Los 10 pilares del Green New Deal para Europa

    Los 10 pilares del Green New Deal para Europa

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    Este texto es una traducción del documento 10 pillars of the Green New Deal for Europe, publicado en julio por el grupo Green New Deal for Europe, en el que participan desde DIEM25 al colectivo Autonomy, pasando por la New Economics Foundation y Common Wealth. Hemos decidido traducirlo como introducción a lo que es el documento de trabajo completo del grupo. Pese a que esta introducción no hace justicia a la ambición y complejidad del plan completo, e incluso contiene apreciaciones con las que no estamos en absoluto de acuerdo, consideramos que es una aportación interesante al debate en curso sobre el Green New Deal, y el primer intento serio de un plan de transición ecológica europeo no basado en la primacía del mercado.

    Las elecciones al Parlamento Europeo otorgaron un mandato claro a los eurodiputados entrantes: hacer frente a las emergencias climáticas y ecológicas. Millones de personas salieron a las calles de Europa para exigir una transición justa, y millones más votaron a favor. Los líderes europeos tienen ahora una oportunidad histórica de presentar un plan ambicioso y pragmático para transformar Europa mediante una transición a las energías renovables, y la obligación histórica de hacer esto realidad.

    En Europa, al igual que en los Estados Unidos, este plan se conoce con el nombre de «Green New Deal». Y en vísperas de las elecciones al Parlamento Europeo, varios partidos europeos expresaron su apoyo a su implementación. Pero, como AOC señala, no todas las políticas ambientales cuentan como un «Green New Deal». Para merecerse este nombre, las políticas ambientales deben consistir en algo más que impuestos y retoques: deben ser transformadoras, y crear la economía más próspera, más justa y más sostenible que hayamos visto.

    Ahora que el nuevo Parlamento Europeo se prepara para tomar posesión de su escaño, una advertencia: un Green New Deal debe estar a la altura de los siguientes 10 pilares básicos, o en absoluto será un Green New Deal.

    1) HACER FRENTE A LA MAGNITUD DEL DESAFÍO

    La ciencia es clara: debemos limitar el aumento de la temperatura global a 1.5 grados y revertir el colapso de nuestros sistemas naturales, o nos arriesgamos a perderlo todo.

    El Green New Deal para Europa responde a la magnitud de este desafío, invirtiendo al menos el 5% del PIB de Europa cada año en la transición hacia las energías renovables, la reversión de la pérdida de biodiversidad y otros problemas medioambientales, y la prosperidad compartida de todos los residentes europeos.

    Construirá una economía que permita a Europa florecer respetando los límites planetarios, restaurando los hábitats naturales, la limpieza del aire y la salud del suelo en todo nuestro continente.

    En respuesta a la Gran Depresión de 1933, Franklin D. Roosevelt reconoció la necesidad de ir más allá de las reformas a pequeña escala para iniciar una transformación radical del sistema económico estadounidense.

    El Green New Deal para Europa trae esta ambición al otro lado del Atlántico y al siglo XXI. No solo  pide una reducción de las emisiones de carbono. Exige una transformación a gran escala de nuestros sistemas de producción, consumo y relaciones sociales: la reconfiguración de nuestros sistemas de producción de materiales: reciclaje, reutilización, reparación y cuidado. Nada menos ambicioso que este plan merecerá el nombre de Green New Deal.

    2) PONER LOS RECURSOS INACTIVOS AL SERVICIO DE LO PÚBLICO

    El Green New Deal hace un llamamiento a las instituciones públicas para que impulsen la transformación económica y social con el fin de hacer frente a las crisis climática y medioambiental.

    Al igual que los Estados Unidos hace un siglo, Europa está atrapada en un largo período de inestabilidad económica. Incluso en economías prósperas como Alemania, la precariedad está aumentando y los hogares están luchando por encontrar un lugar productivo para invertir sus ahorros.

    El Green New Deal da una respuesta a esto.

    Al igual que para el New Deal original, su premisa proviene del trabajo del economista John Maynard Keynes, quien demostró que un estímulo fiscal puede guiar la recuperación económica.

    La propuesta pide al Banco Europeo de Inversiones que proporcione este estímulo mediante la emisión de bonos verdes que puedan proporcionar un rendimiento a los ahorradores europeos en dificultades.

    En otras palabras, el Green New Deal pone los recursos inactivos de Europa hacia el servicio público, sin poner la carga de la transición sobre las espaldas de los europeos de a pie.

    3) EMPODERAR A LOS CIUDADANOS Y A SUS COMUNIDADES

    La transición verde de Europa no hará de arriba hacia abajo. Debe empoderar a los ciudadanos y a sus comunidades para que tomen las decisiones que conformarán su futuro.

    El Green New Deal tiene la democracia en sus cimientos. Proporciona mecanismos claros para que las asambleas de ciudadanos y los gobiernos locales tomen decisiones significativas sobre el desarrollo de sus comunidades, municipios y regiones. Y garantiza que, siempre que sea posible, los nuevos sistemas energéticos de Europa sean de propiedad pública y estén controlados democráticamente.

    Al igual que la Works Progress Administration de Roosevelt, el Green New Deal para Europa creará un nuevo organismo público que pondrá a los ciudadanos al volante de la transición verde de Europa.

    En particular, las comunidades de primera línea más afectadas por la crisis climática deben contar con recursos suficientes para corregir la degradación de sus condiciones de vida.

    El principio democrático del Green New Deal también se aplica en el lugar de trabajo. Los empleos creados por la inversión verde deben proteger los derechos de los trabajadores y construir un mayor control sobre las empresas para que los trabajadores compartan el valor que crean.

    4) GARANTIZAR EL EMPLEO DECENTE

    El Green New Deal para Europa proporcionará un trabajo decente a todos aquellos que lo buscan.

    Hoy en día, Europa está sumida en una mezcla de desempleo y subempleo. Los empleos precarios van en aumento, y millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus comunidades en busca de empleos que satisfagan sus necesidades básicas.

    El Green New Deal invertirá en comunidades de toda Europa para garantizar que la inversión verde cree puestos de trabajo de alta calidad, cualificados y estables que permitan a todos los ciudadanos mantener a sus familias, sin dejar atrás a ninguna comunidad.

    Además, asegurará una transición justa para todos los trabajadores de las industrias de altas emisiones, prometiendo empleo seguro, oportunidades de capacitación bien remuneradas y hogares para todos los que los necesiten.

    Y el Green New Deal debe reconocer por fin el papel de los cuidados en nuestra economía, garantizando no sólo que se reconozcan y recompensen las tareas domésticas, el cuidado de los niños y el cuidado de las personas mayores, sino también que las actividades que contribuyen a la regeneración de nuestros sistemas naturales desempeñan un papel central en nuestra economía.

    5) AUMENTAR EL NIVEL DE VIDA

    El Green New Deal para Europa crea prosperidad pública en lugar de riqueza privada, sustituyendo el consumo por lo que realmente importa para las comunidades europeas.

    El Green New Deal va mucho más allá de una garantía de empleo. Aumenta el nivel de vida en nuestro continente de muchas maneras, desde inversiones en salud y educación hasta inversiones en arte y cultura.

    Mediante la recuperación de las viviendas no utilizadas para uso público, el Green New Deal abordará la crisis de inseguridad en la vivienda que ha dejado a tantas personas sin hogar o en riesgo de desalojo.

    Al rediseñar las redes de energía de Europa, modernizar los hogares con un buen aislamiento y proporcionar un transporte público limpio para todos, el Green New Deal reducirá el coste de la vida para todos los hogares. Al revertir la pérdida de biodiversidad y eliminar la contaminación, el Green New Deal permitirá a todas las comunidades disfrutar de aire limpio, agua dulce y reservas naturales locales.

    Y al invertir en una economía más sostenible, el Green New Deal reducirá el número de horas que trabajamos cada semana y proporcionará más espacio para la participación de la comunidad.

    En el proceso, ayudará a aumentar la resiliencia para las comunidades que se encuentran en la primera línea de las crisis climática y ecológica.

    6) REFORZAR LA IGUALDAD

    El Green New Deal combate la financiarización y afianza la igualdad en el corazón de Europa.

    La desigualdad social y económica sigue siendo demasiado alta, tanto dentro de los países como entre ellos. En las últimas cuatro décadas, la desigualdad de la riqueza ha aumentado drásticamente en los países europeos: el 1% superior captó tanto crecimiento económico como el 50% inferior.

    También entre países, el nivel de vida sigue siendo extremadamente desigual, con importantes variaciones en los ingresos, las tasas de desempleo y la contaminación.

    Mientras tanto, nuestras sociedades permanecen estratificadas por raza, sexualidad, género, edad y capacidad, creando barreras duraderas para la justicia social y el bienestar colect

    El Green New Deal ataca las fuerzas de la desigualdad y construye una nueva sociedad solidaria. Al igual que el New Deal de Roosevelt, el programa revisará el sistema financiero. En lugar de privatizar los beneficios de la transición verde -como ha hecho el Plan Juncker de 2015-, el Green New Deal garantizará que las inversiones públicas generen riqueza pública. Pero a diferencia del New Deal original, el programa se centrará en las barreras sociales, erradicará la discriminación contra las minorías y garantizará que la transición ecológica sea inclusiva para todos.

    7) INVERTIR EN EL FUTURO

    El Green New Deal es más que un programa de ajuste ambiental. Es una inversión en el futuro de nuestras sociedades y una oportunidad para reimaginarlo.

    Reparar nuestro medio ambiente significa desarrollar herramientas radicalmente nuevas: a partir de nuevos modos de transporte público y un almacenamiento en baterías más eficiente, así como prácticas agrícolas que revitalicen nuestro suelo y la silvicultura que reabastezca nuestros bosques.

    Por ello, el Green New Deal para Europa incluye una iniciativa de investigación y desarrollo que puede animar a la comunidad científica a desarrollar nuevas e interesantes soluciones para el cambio climático y la degradación del medio ambiente.

    Muchos de nuestros mayores avances en tecnología han ocurrido con investigación y financiación del gobierno: desde Internet a las pantallas táctiles, desde los motores de reacción a los cohetes, desde el GPS a los algoritmos de los motores de búsqueda. Pero la forma en que está estructurada nuestra economía significa que mientras el Estado invierte en investigación y asume todo el riesgo, el sector privado cosecha todas las recompensas y casi no paga impuestos sobre sus ganancias.

    El Green New Deal debe garantizar que la sociedad se beneficie directamente de las inversiones que realiza en nuevas herramientas, utilizando los ingresos para invertir en más innovación y cumplir con la promesa de disminuir la dependencia social de la semana laboral.

    8) ACABAR CON EL DOGMA DEL CRECIMIENTO SIN FIN

    Debemos abandonar el crecimiento del PIB como la principal medida de progreso. En su lugar, tenemos que centrarnos en lo que importa.

    La obsesión por el crecimiento económico, medido como el aumento del Producto Interno Bruto (PIB), no sólo es un factor principal de las crisis climática y ambiental, que alienta a los países a aplicar políticas económicas temerarias sin tener en cuenta sus costos ambientales y sociales. También es una medida equivocada de nuestro bienestar colectivo.

    El Green New Deal debe ir más allá del dogma del crecimiento infinito del PIB y adoptar medidas más holísticas del progreso humano. Igualdad, medio ambiente, felicidad y salud: hay decenas de indicadores que debemos incorporar a nuestra evaluación del progreso de Europa.

    El Green New Deal encamina a las instituciones europeas a estimular áreas de mejora social, moral y educativa, a la vez que diseña una economía que privilegia la reproducción social por encima de la producción material. Esto no solo quita presión a nuestro planeta vivo, sino que también hace posible lograr la rápida transición de energía que necesitamos.

    9) APOYAR LA JUSTICIA CLIMÁTICA EN TODO EL MUNDO

    La crisis ambiental es de alcance mundial y el Green New Deal también debe serlo.

    Europa tiene la responsabilidad histórica de liderar este esfuerzo mundial. Durante más de dos siglos, los países europeos han fomentado la contaminación agresiva y la extracción de recursos que han perjudicado directamente a otros países de todo el mundo. El Green New Deal para Europa debe corregir este legado colonial.

    Debe redistribuir los recursos para rehabilitar las regiones sobreexplotadas, protegerlas contra el aumento del nivel del mar y garantizar un nivel de vida decente a todos los refugiados climáticos. Y debe garantizar que la transición verde de Europa no se limite a exportar la contaminación a otras partes del mundo, o a confiar en la extracción continua de recursos del Sur Global. La cadena de suministro para la transición energética de Europa debe estar comprometida con los principios de justicia social y medioambiental.

    Aun cuando nos enorgullecemos de ayudar al Sur Global, las corporaciones europeas extraen mucho más en pagos de intereses, robo de recursos y arbitraje salarial. Para apoyar una transición verde global, el Green New Deal debe poner fin a estas prácticas económicas explotadoras y, por fin, respetar los derechos de las comunidades de todo el mundo, allanando el camino para la justicia ambiental a nivel global.

    10) EL COMPROMISO DE ACTUAR HOY

    El Green New Deal no es un marco, un tratado, o un acuerdo. Es un conjunto de acciones concretas que nos llevan rápidamente hacia nuestras metas climáticas y ecológicas.

    Incluso si todos los países del mundo cumplieran su compromiso con el Acuerdo de París de 2016, estaríamos en el camino de un calentamiento de tres grados en este siglo y un sufrimiento incalculable como resultado.

    Pero ningún país está ni siquiera cerca de cumplir sus promesas. Esto es lo que tenemos después de casi 30 años de negociaciones mundiales en el marco de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.

    El Green New Deal nos lleva de las negociaciones a la acción. No es un compromiso político blando para el cambio. No se trata de un trozo de papel firmado por los Estados participantes. No se trata de una reunión multilateral o de la foto de grupo que inevitablemente viene a continuación.

    El Green New Deal es un conjunto de medidas específicas y creíbles dirigidas a todos los ámbitos de la sociedad. Se trata de un paquete de medidas específicas que: nos transiciona rápidamente a una economía sostenible, empuja a nuestras democracias a nuevas fronteras, crea prosperidad compartida y construye un mundo más justo más allá de nuestras fronteras.

    Nada menos que eso servirá.

    La ilustración de cabecera es «Piazza d’Italia» (1913), de Giorgio de Chirico.

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