Por Nicolas Beuret.
Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «A Green New Deal Between Whom and For What?».
¿Que conllevaría la implementación de un Green New Deal? La pregunta no es qué correlación de fuerzas necesitamos para ello ―como si estuviéramos jugando a un juego de mesa o algo así― ni qué medidas legales harían falta ―ya tenemos un montonazo de planes y propuestas―, sino a qué conduciría un Green New Deal. Para responder a esta cuestión debemos analizar este proyecto en tanto que paquete de medidas y como una corriente en sentido más amplio. Tenemos que dejar atrás preguntas como «qué podemos hacer con el estado» y elaborar un análisis material más profundo, que se centre de hecho en el mundo material: flujos de energía, materias primas y explotaciones mineras, océanos, motores, carreteras, vidas. Ello no implica un posicionamiento «a favor» o «en contra» del Green New Deal, sino más bien un análisis que tenga claras las transformaciones tan radicales que nos hacen falta al tiempo que cortamos el paso o mostramos resistencia a sus peores rasgos y consecuencias. Ya no estamos en la época de «resolver» el cambio climático ni tenemos muchas respuestas adecuadas para las preguntas a las que nos enfrentamos. Estamos en un periodo dominado por la política de la opción menos mala.
Han corrido ríos de tinta acerca del Green New Deal, casi siempre haciendo hincapié en dos aspectos: qué debería incorporar y si es viable o no. El debate se ha centrado en la cuestión de la financiación, la reforma sobre la propiedad de la tierra y el poder sindical; en cómo incluir los océanos, la agricultura, cómo llevar a un primer plano los cuidados y la reproducción social; en los esfuerzos por constreñir a las grandes empresas y por impulsar impuestos tanto a estas como a los ricos en general con los que sufragar el acuerdo. Este debate ha alcanzado su punto álgido en Europa, y toda la atención política en torno a este proyecto está puesta sobre Reino Unido, particularmente sobre el Partido Laborista, que hace poco ha adoptado el Green New Deal ―o más bien la «Green Industrial Revolution» o «revolución industrial verde», que es como lo llaman― como uno de sus proyectos principales.
En el debate también se ha planteado si esto es de hecho factible; si es viable o no el crecimiento económico y material que requiere un sistema capitalista mundial, si lo permitirá la clase dominante (o si lo harán las empresas de los combustibles fósiles), si se posicionarán en contra las fuerzas sociales reaccionarias (o incluso simplemente los sindicatos actuales), si hay algún actor social capaz de sacarlo adelante y, por último, si disponemos del tiempo y de las materias primas para hacerlo posible.
La corriente del Green New Deal
A menudo ambas cuestiones son concebidas del mismo modo, como si lo que se estuviera debatiendo fuera algo que aún debiera adoptarse; como si el Green New Deal fuera una propuesta a la que todavía hubiera que dar cuerpo o que hubiese que desarrollar en tanto que estrategia. Sin embargo, pese a que las discusiones en torno al proyecto hayan resurgido ahora, como corriente ha estado en desarrollo durante al menos una década. El Green New Deal no es una opción que uno pueda escoger, sino que ya está teniendo aplicaciones concretas aquí y allá por parte de diversas instituciones de gobierno alrededor del mundo. Hay dos razones por las que es útil distinguir entre el nombre por el que se lo conoce y la corriente. La primera es que ser claros acerca de lo que define a esta corriente permite que podamos diferenciar más fácilmente las verdaderas propuestas del Green New Deal de las medidas políticas neoliberales de greenwashing. La segunda es que podemos examinar la trayectoria que ha tenido esta idea y cómo se ha aplicado, y definir qué es, entre quiénes se supone que es ese acuerdo y qué implica políticamente.
Parece raro presentar el Green New Deal no solo como una corriente, sino también como algo que ya está siendo aplicado, pero eso es exactamente lo que es. Es una forma de llevar a cabo medidas y concebir la política que pretende solucionar los problemas aún evidentes de la crisis financiera de 2008, de los efectos sociales perjudiciales del neoliberalismo y del cambio climático y es uno de los elementos centrales del resurgir político neokeynesiano que está teniendo lugar actualmente. Lo que promete esta corriente tan amplia ―que todavía es, sobre todo, un terreno en disputa aún por definir de manera consistente― es que el cambio climático pueda ser utilizado para producir un futuro socialmente justo, construido dentro de un marco social y democrático en el que haya trabajo y seguridad para todo el mundo.
La idea de impulsar un «keynesianismo verde» con el fin de hacer frente a los problemas medioambientales y producir trabajos sostenibles se remonta a mediados de los años noventa, cuando en círculos de producción política varios think tanks, economistas y ONG se dedicaron a elaborar documentos detallados en los que se exponía cómo se podían reconciliar los límites medioambientales con la creación de empleo y con otras medidas sociales. Esta idea llegó al público general tras la crisis financiera de 2008, cuando su énfasis en la creación de una nueva infraestructura «verde» fue ensalzado como la solución a la gran recesión. Del Deutsche Bank a Lawrence Summers, el keynesianismo verde ha pasado a formar parte del amplio debate acerca de las políticas económicas. En Reino Unido se ha conformado un grupo a favor del Green New Deal para hacer campaña a favor de la adopción de medidas similares; por su parte, el economista Lord Stern ha firmado un análisis clave acerca de la economía del cambio climático para el gobierno del país ―justo antes de que el gobierno adoptase de manera formal las leyes para reducir un 80% las emisiones de carbono para el año 2050― que defendía que la mejor manera de hacer frente al cambio climático era la puesta en marcha de un inmenso proyecto de keynesianismo verde. Podemos encontrar otras manifestaciones del Green New Deal en tanto que corriente más amplia en documentos del gobierno de Reino Unido, en documentos políticos del Partido Conservador durante su etapa en la oposición, en documentos del Congreso de Sindicatos británico acerca de la necesidad de una «transición justa», y en otros ejemplos, como el plan de «crecimiento verde» de Corea del Sur y el plan de Obama popularmente conocido como cash for clunkers, o ‘pasta por tu tartana’, en el plan de transición ecológica del PSOE y con mucho detalle en el programa de DIEM 25, el partido paneuropeo de Yanis Varoufakis.
El modo en que se siga desarrollando el Green New Deal como corriente va a ser consecuencia de luchas, alianzas, accidentes y crisis y de cómo los sujetos humanos y no humanos resistan o se enfrenten a ello. También va a ser cuestión de cómo evolucione dentro del contexto de una economía global que aún debe recuperarse de la recesión de 2008 (algo que, según muchos informes, parece improbable que suceda dentro de poco) y de los efectos de un cambio climático que ya ha llegado. Es importante comprender que incluso dentro de los programas y las medidas más ambiciosos para lograr un Green New Deal y reducir las emisiones de carbono a cero, la legislación se plantea ese objetivo para el año 2030. Aunque parezca radical ―que en términos institucionales lo es―, esto aún implicaría un cambio climático de 1,5 ºC. Si con lo que nos encontramos al final es con una mezcla de todo lo anterior y con que por entonces hay buena parte de la economía del planeta que no es de «emisiones cero», es bastante más probable que tengamos un calentamiento global de 2 ºC, dado que contener el cambio climático a 1,5 ºC requiere que el mundo entero haya reducido sus emisiones de carbono a cero en 2030, esto es, que se desconecte la mayor parte de la actual infraestructura de carbono ―coches, centrales de energía y demás― y que se abandone sin más. Esta posibilidad es tremendamente improbable, por no decir que es casi inalcanzable.
No olvidemos que 1,5 ºC es el umbral de «peligrosidad» del cambio climático fijado por el IPCC y la ONU y que se trata de un nivel de calentamiento global que daría como resultado huracanes, tormentas y fenómenos meteorológicos más intensos y frecuentes, más inundaciones y sequías, una reducción en el rendimiento de los cultivos, reducciones en las reservas de pescado y marisco (esto es, menos alimento en general), aumentos en el nivel del mar que obligarían a que hubiera migraciones desde regiones de baja altitud y desde países insulares, un crecimiento en las tasas de extinción y una mayor desertificación. El cambio climático está causando ya decenas de miles de muertes al año, así como muchos de los efectos aquí descritos, y se ha señalado que un calentamiento de 1,5 ºC sería una sentencia de muerte para muchas poblaciones indígenas y de países insulares. Un cambio climático de 1,5 ºC es una catástrofe, no un nivel de calentamiento global «aceptable».
Dado que el Green New Deal ya existe en tanto que corriente, deberíamos verlo como un terreno de lucha, de hecho más favorable a programas radicales que otras tendencias políticas contemporáneas que también se enfrentan a la crisis ecológica, como es el caso de varios «planes de emisiones cero de carbono» o del surgimiento de regímenes de apartheid climático.[1] Con ello no quiero decir que debamos entregarnos incondicionalmente al Green New Deal. Tal y como se nos presenta ahora mismo, el plan promete combinar trabajos para todo el mundo con reducciones masivas en las emisiones de carbono, pero no puede reconciliar estos dos puntos dado que el «crecimiento verde» en el que se basa es imposible. En última instancia, es muy probable que profundice en el grado de explotación del sur global, intensifique la industria extractiva mundial y fracase en su promesa de crear trabajos o de recortar las emisiones de carbono. En lo que sigue, analizaré las contradicciones del Green New Deal para así poder navegarlas y distinguir entre los elementos que empujan en la dirección del establecimiento de un nuevo y ―según defenderé― imposible régimen de «crecimiento verde» y aquellos que son compatibles con un futuro próximo que sea justo y no demasiado catastrófico.
La revolución industrial verde del laborismo
Si vamos a abordar todas las implicaciones del Green New Deal en tanto que paquete de medidas, entonces deberíamos hacerlo empezando por las propuestas más radicales que tengamos a nuestra disposición, con las más ambiciosas en lugar de con las perspectivas que más concesiones hacen. Hoy en día eso nos lleva al plan para un Green New Deal del Partido Laborista de Reino Unido.
El Partido Laborista adoptó el Green New Deal como parte de su programa en la conferencia anual de septiembre de 2019, junto a un montón de medidas progresistas y de planes de gobierno. Ello viene precedido de múltiples declaraciones de apoyo por parte de John McDonnell, ministro de Hacienda en la sombra, en favor de lo que él llama «revolución industrial verde». El plan de McDonnell se centra de manera específica en la combinación de justicia económica y justicia medioambiental y en no tratar «con frivolidad los miedos de la población de clase trabajadora, cuya experiencia con las transiciones económicas ha sido tremendamente angustiosa».[2] Defiende que la transición a un socialismo verde debe «rechazar el modelo de crecimiento que antepone el crecimiento económico a la sostenibilidad, [pero] también la aciaga creencia del maltusianismo de que la alternativa es poner límites a la gente o a sus estándares de vida […]. Los límites medioambientales existen, pero los límites que podemos alcanzar dentro de ellos son principalmente políticos, no naturales». Esta combinación contradictoria de medidas medioambientales y rechazo a los límites, articulada como una defensa de los estándares de vida actuales en el norte global, recorre de cabo a rabo toda la corriente del Green New Deal.
Mientras que en Estados Unidos el Sunrise Movement ha sido fundamental para la popularización del Green New Deal, en Reino Unido y Europa el planteamiento de un Green New Deal como solución se remonta a la formación en 2008 del Green New Deal Group, que contaba con miembros de la New Economics Foundation (NEF) y del Partido Verde (que apoya el Green New Deal desde hace tiempo y que ha sido decisivo a la hora de difundir la propuesta por Europa y por el resto del mundo), activistas de organizaciones medioambientales como Greenpeace y Friends of the Earth y diversos economistas, entre quienes estaba Larry Elliott, editor jefe de la sección de economía de The Guardian. Las interconexiones entre este grupúsculo, el Partido Laborista y diversos sindicatos hace que las medidas y los planes del Green New Deal estén mucho mejor desarrollados en Reino Unido y en Europa de lo que lo están en Estados Unidos.[3]
El acuerdo del Partido Laborista, si bien toma su nombre del debate estadounidense en torno al Green New Deal, forma parte de una tradición más larga de pensamiento político que ha querido hacer frente tanto a las preocupaciones medioambientales como al legado que el neoliberalismo y a la desindustrialización han dejado en Reino Unido, y hacerlo mediante la combinación de inversiones, una legislación sobre las emisiones de carbono y la creación de empleo. Los laboristas han defendido que se emprendieran acciones contra el cambio climático desde mediados de los años 2000, bastante antes de la etapa corbynista, como leyes que obligaban a reducir un 80% las emisiones para 2050, la creación de un banco de inversiones verdes y, ya desde la oposición, se asumieron posiciones institucionales contundentes. Desde que Jeremy Corbyn se convirtió en el líder del Partido Laborista, ha aumentado el flujo de propuestas políticas entre círculos de izquierdas y think tanks, muy especialmente la NEF, y ha habido una inyección de propuestas e ideas desde los movimientos sociales debido a la afluencia de miembros nuevos al laborismo y la polinización recíproca de ideas entre la conferencia anual oficial del Partido Laborista y la conferencia oficiosa de The World Transformed, que durante los últimos tres años ha tenido lugar al mismo tiempo. Durante el último año, la aparición de movimientos sociales como Extinction Rebellion y las huelgas estudiantiles por el clima, así como del movimiento Labour for a Green New Deal, ha conducido a que el Partido Laborista haya adoptado formalmente el Green New Deal como propuesta y a la cristalización de buena parte del trabajo ya existente de manera efectiva y en un marco legal único y reconocible.
Pese a la ofensiva coordinada por parte de una sólida red de actores, los planes que tiene el laborismo respecto al clima han sacado a la luz unas tensiones internas considerables dentro del partido. Multitud de sindicatos y de miembros del partido intentaron bloquear con sus votos la adopción del Green New Deal en la conferencia del partido de 2019, y también con tácticas de intimidación física directa. Unas diferencias políticas tan importantes van a dar lugar a estrategias radicalmente diferentes en torno a la implementación ―o a la no implementación― del Green New Deal. No obstante, podemos aprender mucho si nos fijamos en la propuesta adoptada por el Partido Laborista para ver qué implica y para preguntar, de modo crítico, entre quiénes es el acuerdo del Green New Deal y qué es exactamente.
¿Quién paga?
Ha habido una cantidad de trabajo importante dedicada a la financiación del Green New Deal y a qué tipo de instituciones haría falta crear para llevarlo a cabo. El plan será sufragado a través de una combinación de gastos en financiación e inversiones, e impuestos progresivos a los más ricos, incluidas las «cien empresa» que tienen mayor responsabilidad del cambio climático, y también conllevará la nacionalización de las compañías energéticas y de transporte. Aquí es igual de importante lo que no se dice: quién va a sustentar el acuerdo con su puesto de trabajo, con sus tierras ―debido a la descarbonización― y con su estilo de vida.
Al tiempo que se apela a una «transición verde» de los trabajos ya existentes, hay muchos empleos que no se pueden convertir en puestos sin huella de carbono ni hacer que sean sostenibles y van a tener que ser suprimidos. Hay miles de empleos dentro de las industrias contaminantes que van a tener que ser eliminados gradualmente para que se puedan reducir las emisiones de carbono, lo que afectará tanto directamente a trabajadores como a poblaciones y regiones enteras que dependen de estos sectores. Estas industrias no son solamente las de la minería del carbón y la de la producción de energía, sino también las compañías de transportes y logística, los aeropuertos y las compañías aéreas, así como todas aquellas industrias y sectores que se basan mayoritariamente en lo que gastan los ricos, como el sector de los bienes de lujo, que emplea directamente a más de 150.000 personas. En Reino Unido, la industria de los combustibles fósiles da trabajo directamente a 40.000 personas, e indirectamente a 375.000. La industria de la aviación, que es otra que no puede llegar a ser sostenible y que en buena medida debe ir siendo eliminada, directa e indirectamente emplea a 500.000 personas. También haría falta una reducción masiva en el número de camiones que transportan bienes por las carreteras para dejar su sitio a los trenes y a un reducido número de vehículos eléctricos, lo que significa que algunos de los 60.000 puestos de camionero están en riesgo. La industria de la automoción da trabajo directamente a 180.000 personas y a otras 640.000 de manera indirecta. Añádase todo ello a los múltiples trabajos demenciales y los trabajos de mierda que no están entre los mencionados y que habría que ir eliminando y estaríamos hablando de cientos de miles de puestos de trabajo, si no de más de un millón, afectados directamente y muchos más afectados de modo indirecto. Una «transición justa dirigida por los trabajadores» implica que los trabajos actuales que hayan sido eliminados sean remplazados por otros empleos «verdes», cualificados y bien pagados, pues no está nada claro que sea posible hacerlo, especialmente dado el evidente número de trabajadores, poblaciones e industrias involucrados. Una lectura que se hace ello es la que sugiere que necesitamos sustituir los empleos con una alta huella de carbono por otros con una huella baja, especialmente por aquellos de los sectores reproductivo y de los cuidados. Si bien esto es crucial, también debemos señalar que tener una huella de carbono baja no es lo mismo que no tener huella de carbono, y que es ahí adonde nos debemos dirigir. Lo segundo que debemos señalar es que es improbable que podamos dar el cambiazo de unos puestos de trabajo industriales por unos puestos de trabajo de cuidados así sin más, y no simplemente porque sean formas de trabajo muy diferentes o debido a barreras culturales o sociales, sino porque dada la escala de las transformaciones requeridas, apenas hay suficientes puestos de trabajo verdes. De todas formas, el principal problema sigue siendo que incluso el intercambio de unos puestos de trabajo con una huella de carbono alta por otros con una huella baja implica todavía que las emisiones sigan creciendo año tras año.
La manera en la que la mayor parte de las expresiones del Green New Deal, como corriente y como plan de medidas concretas, se enfrentan al problema del empleo es a través de la idea de crecimiento verde, esto es, una forma de crecimiento económico que no conlleva ni destrucción medioambiental ni produce emisiones de carbono. Esto es evidente gracias a la denominación que el laborismo ha escogido para su acuerdo, Green Industrial Revolution, y gracias al énfasis evidente en la creación de industrias y trabajos nuevos junto a programas de inversiones masivas tanto en nuevas infraestructuras como en servicios sociales más extensos. En las políticas del Partido Laborista ha existido desde hace tiempo un énfasis en el crecimiento verde como vehículo para alcanzar tanto protecciones medioambientales como la creación de empleo, desde las medidas de la Ley de Cambio Climático hasta los documentos actuales del partido acerca del medioambiente. Entre las propuestas que están circulando en Estados Unidos, el vínculo que se establece entre el plan y el crecimiento es habitualmente explícito, como sucede en las obras de sus defensores más reconocidos, como Mariana Mazzucato y Robert Pollin, o bien implícito, como en el Green New Deal que ha puesto sobre la mesa Alexandria Ocasio-Cortez.[4] En última instancia todos ellos plantean que podemos seguir haciendo que la economía crezca y crear empleos para todo el mundo al tiempo que se reduce su impacto medioambiental; producir crecimiento económico y reducir a la vez las emisiones de carbono.
Cualquier programa que se base en el crecimiento se basa también en la idea de que se puede desvincular el crecimiento económico de las emisiones de carbono. Eso no es posible. El crecimiento verde no existe. Nunca ha sucedido a escala global y no existen indicios fiables de que pueda darse. Si bien se ha sugerido que la actividad económica en el norte global sí ha sido desvinculada de las emisiones de manera efectiva,[5] con ello se está ignorando el modo en que la economía global ha desplazado la producción al sur global, externalizando de esta manera el problema de las emisiones de carbono. Para reducir las emisiones y lidiar con otras cuestiones ecológicas acuciantes, debemos situar en el punto de mira el crecimiento económico como el principal problema.
Pese a que una transición inmediata a una economía con bajas emisiones de carbono inevitablemente afectará de manera negativa a algunos trabajadores, es evidente quién va a pagar, según el acuerdo, la mayor parte de la transición: los ricos, a través de impuestos y de la nacionalización de activos de propiedad privada. También perderán el acceso a la mayoría de los lujos obscenos de un estilo de vida de altas emisiones, como coger aviones ―en Reino Unido, el uno por ciento más rico de la población realiza el veinte por ciento de los vuelos internacionales, el diez por ciento más rico realiza la mitad―. Hay una disparidad profunda en las emisiones del consumo entre los ricos y los pobres en países como Estados Unidos y Reino Unido, donde el diez por ciento de los hogares más ricos emite cinco veces más que el cincuenta por ciento más pobre, por lo que atacar a los ricos traerá reducciones enormes.
Sin embargo, estamos ante dos cuestiones con unas ramificaciones notables. Incluso aunque hagamos hincapié en los ricos, es necesario hacer frente al consumo diario que tiene lugar en el norte global para alcanzar las reducciones necesarias en emisiones de carbono que permitan cumplir los compromisos internacionales respecto a la justicia climática. En segundo lugar, el desarrollo y la implantación de tecnologías de energías renovables exigen que continúen y se intensifiquen actividades mineras peligrosas y destructivas con el medioambiente a fin de que se puedan garantizar los recursos que hacen falta para llevar a cabo la descarbonización.
¿Por qué es necesario que descienda el consumo general y cotidiano en el norte global (y dentro de la franja demográfica más rica en algunas partes del sur global)? A fin de cuentas, ¿el problema no son los ricos y sus empresas? Es así en buena medida. Las personas más ricas del planeta, de las cuales una amplia mayoría vive en el norte global, consumen mucho más que cualquier otra. En torno a la mitad de las emisiones que provienen del consumo asociado al estilo de vida son producidas por el diez por ciento más rico de la población mundial, y el siguiente cuarenta por ciento es responsable de otro cuarenta por ciento de las emisiones. La mitad más pobre del planeta no emite nada a efectos prácticos. Esta desigualdad se repite en el interior de los diferentes países, donde el diez por ciento más rico a menudo consume entre tres y cinco veces más por hogar que el cincuenta por ciento más pobre. Poner el foco sobre los ricos y sus emisiones ―lo cual debería ser la piedra angular de cualquier Green New Deal― tendría un impacto enorme e inmediato. Una reducción a niveles de la media europea eliminaría en torno a un tercio de las emisiones de carbono procedentes del consumo, lo cual, si bien es relevante, queda muy lejos de lo que hace falta.
Sin embargo, el problema no son solo los ricos. La reducción de las emisiones del cuarenta por ciento de la población que va a continuación ―esto es, la mayoría de la gente que vive en el norte global― implicaría hacer frente a todo lo que va de las emisiones del transporte a la industria de la moda (responsable de en torno al ocho por ciento de las emisiones globales), la agricultura, las dietas y los servicios. Esta última categoría de los «servicios», en la que cabe todo, desde apuntarse al gimnasio hasta salir a comer fuera, es responsable de alrededor de un cuarto de las emisiones por hogar. Alcanzar el objetivo de «emisiones cero» que plantea el Green New Deal exige que se hagan recortes de forma generalizada. Lograr que no haya emisiones y hacerlo a tiempo, algo crucial y que realmente no es negociable, y tener que hacerlo con los escasos recursos con los que contamos requiere que reduzcamos el consumo en el norte global.
En este punto la discusión se convierte en la típica historia ecologista acerca del sobreconsumo: se consume demasiado, tanto directamente en los hogares como indirectamente a través de los procesos productivos. Sobre lo que hay que insistir es sobre que la mayoría de la gente está «atrapada» en una reproducción social de altas emisiones. El problema que hay con los relatos en torno al sobreconsumo es, además, que el consumo aparece como algo sobre lo que se pudiera elegir. La renta disponible ―la parte de dinero que te queda después de haber pagado por todo lo que necesitas― aumenta cuanto más rico te haces, pero la renta disponible de la mayoría de la gente es casi nula. La mayor parte de las personas en realidad no pueden hacer ninguna elección relevante acerca de lo que consumen y aquello entre lo que pueden escoger está profundamente determinado por enormes compañías transnacionales.
Esto lo podemos denominar consumo estructural y hace que se ponga el foco sobre aquello que hace falta cambiar para que la gente pueda vivir de un modo distinto: esas «cien compañías» que menciona el Green New Deal del Partido Laborista son las empresas que de hecho determinan cómo se producen las cosas y qué impacto tienen en la biosfera de la Tierra. Si bien este aspecto es crucial a nivel político y debe servir para dar forma a nuestras estrategias, la realidad es que los niveles generales de consumo en el norte global aún deben verse reducidos, al tiempo que queda asegurado que estos cambios y reducciones no empobrecen aún más a aquellas personas del sur global que dependan de los trabajos que sostienen los modos de vida de alto consumo de las personas del norte.
En las propuestas actuales sobre el Green New Deal, no obstante, hay muy poca información acerca de cómo abordar el consumo. Si nos fijamos en las múltiples declaraciones y documentos de medidas dentro de la amplia corriente por el Green New Deal, encontramos más discusiones sobre el consumo, aunque no hay nada mucho más concreto sobre cómo hacerle frente. La atención ha estado puesta casi unánimemente en la reducción de la demanda de energía gracias a programas de eficiencia y aislamiento para los hogares, en la electrificación de los transportes y ―esto es revelador― en los planes para incrementar la riqueza pública en lugar de la privada. Este último aspecto conlleva que probablemente vaya a haber una reducción en el consumo individual, pero compensada por unos servicios públicos gratuitos y de mejor calidad, como por ejemplo un transporte público sin coste.
A menudo se resta importancia a la reducción del consumo individual y en ocasiones se intenta colar a través de una semana laboral reducida, que produciría menos emisiones gracias a un consumo menor tanto en el trabajo como en casa, o a través de un régimen impositivo progresivo, o mediante un cambio en las conductas que pasa por alto el consumo estructural. Dicho lo cual, con lo que nos encontramos es con una combinación de cambios no rupturistas vinculados a algo que solo puede ser calificado como ilusorio: que menos trabajo y más tiempo de ocio, junto a unos planes de cambios conductuales, den como resultado que haya menos emisiones porque la gente «escogerá» consumir menos. Pareciera que entre los defensores del Green New Deal (o entre los ecologistas en general) no hubiera ninguna fe en que un movimiento de masas o las victorias electorales ―y para que haya un Green New Deal se necesitan ambos― puedan cimentarse sobre la exigencia de una reducción del consumo obligada. En el mejor de los casos, se puede introducir de tapadillo un menor consumo y tiene que coordinarse con recompensas, como un mayor tiempo de ocio o la mejora de los servicios públicos. Siendo esto así, resulta del todo improbable que a la amplia mayoría de los consumidores del norte global se les vaya a pedir que hagan un gran esfuerzo en cuanto a la reducción del consumo, al menos a corto plazo.
A escala global, ¿quién paga?
La propuesta de Green New Deal del Partido Laborista exige un programa de electrificación total del sistema ferroviario y del parque de vehículos de carretera. Para que en el año 2050 Reino Unido haya cumplido únicamente sus objetivos respecto a los coches eléctricos (esto es, dejando a un lado la transformación de la producción energética, los sistemas logísticos y de transporte público y otros procesos de fabricación, y sin tener en cuenta los planes y esfuerzos de cualquier otro país del mundo que esté emprendiendo el mismo proceso), sería necesario que se duplicase la producción mundial de cobalto y requeriría de toda la producción mundial de neodimio, de tres cuartas partes de la producción mundial de litio y de la mitad de la producción mundial de cobre. También necesitaría un aumento del veinte por ciento en el suministro de electricidad únicamente para cargar los coches. Los parques eólicos y los paneles solares necesitan las mismas materias primas. La construcción de una cantidad suficiente de paneles solares como para proveer de electricidad a los coches eléctricos exigiría treinta años de la producción anual global actual de telurio. Si durante un momento tuviésemos en cuenta a otros países, sencillamente no hay suficientes materias primas como para lograrlo y ahora mismo no se están produciendo todo lo rápido que haría falta. Debido a una aceleración en la demanda, el suministro que hay en la actualidad se está volviendo más caro y está provocando tanto una avalancha de inversiones como nuevas formas de extractivismo y la intensificación de las modalidades de neocolonialismo.[6] Lo más probable es que no haya suficiente «margen para el carbono» como para permitir una transición para todo el mundo. Cualquier transición va exigir la construcción de unas cantidades inmensas de infraestructuras nuevas; los coches eléctricos, por ejemplo, tal y como pide el Green New Deal, necesitan no solo una producción mayor y más minería, que ya de por sí implican una alta intensidad de carbono, sino también enormes cantidades de acero y cemento, lo cual conlleva más emisiones. Llegados a cierto punto, estas nuevas emisiones socavan de manera efectiva los intentos por reducir el carbono.
La respuesta a la pregunta «¿quién paga?» resulta aquí menos clara de lo que sugiere el relato de ricos contra trabajadores. El Green New Deal exigiría una expansión en las industrias primarias de la minería y, si los biocombustibles cobran relevancia, de la agricultura, dos sectores que se basan en la explotación de la tierra y de las personas por lo general en el sur global. No resulta complicado ver cómo se desarrollaría todo ello mientras se endurece la crisis climática. La apropiación masiva de tierra y de agua ya está en marcha y los conflictos que están teniendo lugar en torno al acceso a los recursos son innumerables. La producción de biocombustible y la sequía han tenido un papel fundamental en las crisis de los precios de los alimentos de 2007-2009 y 2010-2012, las cuales coadyuvaron a instigar los movimientos sociales, las rebeliones y las revoluciones de aquel periodo. Las limitaciones reales a las reservas de recursos existentes ya están conduciendo a nuevos procesos mineros más destructivos, incluida la minería en el fondo marino, redoblando el destructivo legado del extractivismo sobre el medioambiente. En otras palabras, además de las poblaciones y las naciones pobres, también la naturaleza va a tener que pagar por el Green New Deal. El hecho de que este proyecto esté diseñado para hacer sostenibles aquellos países que lo implementen no debería hacernos suponer que en el proceso vaya a hacerse sostenible el planeta.
Aunque esté habiendo alguna discusión en los debates sobre el Green New Deal acerca de qué sucede con la gente de fuera de Reino Unido, en buena medida se las puede considerar ilusorias. Un incremento de las finanzas climáticas, de la transferencia tecnológica y del desarrollo de las capacidades (mediante la educación y el entrenamiento) solo resultan útiles si se dispone de los materiales para construir nuevos sistemas de energías renovables. Y eso no va a pasar. Bienvenido sea el apoyo a los refugiados climáticos, pero dadas las actuales posiciones del Partido Laborista respecto a la limitación de la libre circulación de los migrantes y al auge de las posturas políticas xenófobas de extrema derecha en Reino Unido y a escala global, deberíamos suponer que todo ello no se va a traducir en nada remotamente similar a una apertura de las fronteras del país, y mucho menos a un programa adecuado para tratar con las miles (si no millones) de personas, la mayoría del sur global, que ya se están viendo desplazadas debido al cambio climático. Si bien el Partido Laborista se ha comprometido a deshacerse de algunos de los peores aspectos del brutal régimen fronterizo actual, la inmigración y dicho régimen van a continuar.
¿Quién lo protagoniza?
¿Quién va a llevar a cabo el Green New Deal? El acuerdo lo promulgará el estado a través de un plan de inversiones y de regulaciones, así como de nacionalizaciones orientadas al sistema energético. También será el producto de la colaboración entre «sindicatos y la comunidad científica». En todo el documento se habla de la idea de una transición justa liderada por los trabajadores, que otorgue un papel central a los sindicatos actuales, como cabría esperar de un partido en el que estas organizaciones aún ejercen una influencia inmensa, pese al enorme empeño puesto en contra por parte de los elementos neoliberales dentro del partido. A ello se une que el proyecto del Green New Deal incluye una cláusula en la que se declara que el objetivo de que en 2030 no haya emisiones debería traducirse en una ley solo «si se logra una transición justa para los trabajadores», lo cual es resultado de la presión de algunos sindicatos, pues los sindicatos solo van a apoyar las medidas de este proyecto si supone la creación de empleo o la «transición sostenible» de los trabajos actuales.
También es de esperar que haya organizaciones y think tanks que sigan teniendo un papel influyente a la hora de dar forma al Green New Deal, como hacen en general con las medidas del Partido Laborista. Lo que falla aquí es que hay pocos movimientos sociales e instituciones que no pertenezcan al estado con el poder suficiente como para actuar fuera y contra el estado y el capital y forzar cambios particulares o que se promulguen planes concretos. Esto define al Green New Deal como algo drásticamente diferente del New Deal original estadounidense y de otros proyectos socialdemócratas similares de otras partes del mundo, que contaban como actores como el IWW o el Partido Comunista para presionar al estado. Efectivamente, si bien el Green New Deal sin duda está haciendo que crezcan las expectativas, no queda claro si está ayudando a componer un electorado combativo y un poder social arraigado en los lugares de trabajo y en la población, o si por el contrario simplemente está devolviendo la fe en la política parlamentaria y en la efectividad del voto.
Podemos transformar la pregunta de «quién protagoniza el acuerdo» en la de «quiénes forman parte de él». El Green New Deal será un pacto entre los estados y sus ciudadanos, un acuerdo negociado entre partidos políticos, organizaciones ecologistas, think tanks y sindicatos. Pese a la retórica internacionalista, no se trata de un acuerdo a escala global entre los estados ni entre el estado y la humanidad en un sentido amplio, sino entre el gobierno de Reino Unido y los ciudadanos de Reino Unido.
Aquí resulta crucial saber quién está involucrado y quién no. No se trata de un pacto que provenga de un malestar masivo a nivel social, laboral o civil, así que de alguna manera debe contar con la participación del mundo de los negocios. Y aunque estén en posición de salir perdiendo con este acuerdo, algunos negocios potencialmente van a lograr enormes beneficios: las industrias de gestión de fronteras, de seguridad y de migraciones, las compañías mineras o las de transporte marítimo internacional van a salir beneficiadas de un modo sustancial. Lo mismo sucederá con las industrias que produzcan infraestructuras para las energías renovables y los coches eléctricos, o las que se ocupen de las plantas de desalinización y de la contención de las inundaciones, así hasta todo lo que va de la industria de los seguros hasta un sinnúmero de compañías de rehabilitación y gestión frente a las catástrofes. Dada la ausencia de una lucha de clases feroz, el capital puede afirmar sus intereses bajo la forma de una transición a un régimen de acumulación más sostenible. Pero si bien el capital puede ayudar a hacer posible un Green New Deal, no va a hacerlo con todos sus aspectos por igual. ¿Recuperar medidas de industrialización y vivienda pública? Quizá. ¿Una reducción radical del tiempo de trabajo, un amplio programa de impuestos y nacionalizaciones y una rebaja del consumo privado e industrial? Por desgracia, eso parece mucho menos probable.
El Green New Deal no es un acuerdo con otras naciones o pueblos, así que deja fuera la cuestión de la justicia climática internacional por estar motivada únicamente por el voluntarismo, y no es tampoco un pacto con el mundo «más que humano». Es parte de un nuevo «ecologismo pero sin la naturaleza», una forma de ecologismo que se centra no en «salvar» el mundo natural sino en salvarnos a nosotros de la catástrofe ecológica producida por el capitalismo; una ruptura drástica con la historia de este movimiento.
¿Para hacer qué?
¿Qué aspira a hacer el Green New Deal? En la parte más importante del acuerdo encontramos una serie de propuestas que plantean un programa social en buena medida keynesiano de nacionalización de la producción de energía, desarrollo de planes de aislamiento de las viviendas, aumento de la producción de energía renovable y básicamente la electrificación de todo el transporte por carretera, todo lo cual está destinado a reducir las emisiones de carbono y crear puestos de trabajo. Habrá un aumento en la provisión de servicios universales que posiblemente incluya algún tipo de renta básica universal así como un aumento en los salarios sociales (mejora del sistema sanitario, vivienda pública, transporte público gratuito, etcétera). También habrá planes centrados en abordar ciertas prácticas ganaderas y agrícolas.
La esencia del pacto se puede encontrar en el énfasis crucial que se hace en el empleo y el escaso compromiso que hay para hacer frente a las emisiones del consumo. El hincapié hecho en la electrificación del transporte en carretera es porque se trata del concepto básico en torno al cual se intenta hallar la cuadratura del círculo entre los trabajos y el medioambiente. La electrificación de ese tipo de transporte parece una fórmula para proteger (y crear) un número enorme de empleos, para que no haya que alterar de manera fundamental demasiados rasgos de la economía de Reino Unido (incluidos los sistemas logísticos, los patrones de consumo y por tanto de distribución, cómo va la gente al trabajo, etcétera) y, al mismo tiempo, reducir las emisiones del sector de los transportes ―un sector que es responsable de la cuota más amplia de las emisiones de carbono―. Aquí hay varios problemas. El primero es que los coches eléctricos aún traen consigo una inmensa cantidad de carbono, tanto a través del proceso de producción como debido a la extracción de los recursos que esta requiere. El segundo es que la electrificación de todo el transporte en carretera hará que aumente de manera masiva la demanda de electricidad en cifras que, de acuerdo a algunas estimaciones, superan el veinte por ciento, lo que a su vez hará que crezca la demanda de los recursos ya escasos que hacen falta para producir las fuentes de energía renovable. Tampoco trata la enorme cantidad de desperdicio generada por todos los procesos implicados en la producción de coches, baterías, etcétera. El tercero es que tampoco hace nada por abordar cómo la cultura del coche produce formas de vida insostenibles medioambientalmente: desde el crecimiento ubrano y una construcción de carreteras que no tiene fin hasta los modos de consumo particulares con una alta huella de carbono. Es este último punto el que resulta más perverso. La electrificación interpela a un deseo por cambiar todo lo que se pueda para cambiar lo menos posible. La razón para electrificar coches y camiones es por tanto la de preservar los sistemas social y económico que los permiten y los crean; mantener la fabricación como sector clave en el empleo ―o, más bien, aumentar su producción― para así conservar los puestos de trabajo a pesar de la necesidad de consumir y producir menos.
El hecho de que se evite la cuestión del consumo y se haga tanto hincapié en la creación de empleo dentro de la sección «Empleos y medidas por el clima» ya nos dice todo lo que hay que saber acerca del acuerdo. Este pacto se basa en el mantenimiento, en la medida de lo posible, del sistema económico en el que estamos y de los modos de vida actuales al tiempo que se emprenden algunas acciones contra el cambio climático para minimizarlo todo lo que se pueda sin poner en riesgo nuestros estándares de vida. Consiste también en que las personas de fuera del norte global, las que viven en países que carecen del poder geopolítico o económico para competir por unos recursos que son escasos, se van a quedar fuera de la transición a una economía de bajas emisiones; de hecho, van a ser sacrificadas a cambio de nuevas minas o plantaciones de biocombustible, por ejemplo, las cuales permitirán la transición a las renovables por un nuevo sistema económico verde.
Que las cosas sigan igual
El trabajo con lo mejor que el Green New Deal tiene que ofrecer hace que nos quede claro que el objetivo último del acuerdo es el de intentar que las cosas sigan como están todo lo que sea posible, aunque con una observación: que cambie la distribución actual de la riqueza y que volvamos a algo que se pueda asemejar a la época dorada de la socialdemocracia (que resulta que también es la época dorada del capitalismo). Se trata de un programa de pleno empleo, de electrificación de los modos de vida existentes a través de las renovables, de pactos sólidos por la justicia climática internacional mientras aumenta de modo masivo la extracción de recursos y se mantienen unos controles fronterizos lo suficientemente fuertes. El pacto que ha propuesto el Partido Laborista viene a decir: «Tú vótanos y nosotros encontraremos la manera de generar mejores puestos de trabajo y seguridad en el ámbito social al tiempo que nos enfrentamos al cambio climático». Pero no van a ser capaces de hacer las dos cosas de manera efectiva, así que el acuerdo tácito es que se aprobarán medidas por el clima siempre y cuando se puedan reconciliar con la creación de empleo.
En cuanto aumenten las contradicciones entre la reducción de emisiones de carbono y la creación de empleo, la tendencia va a ser a generar puestos de trabajo y proteger los modos de vida antes que a reducir emisiones. No nos queda otra más esperar que haya movimientos por el clima aún más grandes, aún más comprometidos, y organizarnos para ello, pero esto está lejos de ser así, y la tendencia política en la izquierda va a ser a tratar las injusticias sociales y económicas como una prioridad, por lo que es probable que el Green New Deal se convierta en un campo de batalla entre «los ecologistas» y «la izquierda» en lugar de un lugar donde encontrarse.
A fin de cuentas lo que estamos viendo es la base del conflicto entre lo que es científicamente necesario y lo que es políticamente realista. Parte del peligro del Green New Deal radica en que sea visto como la solución en lugar de como un intento parcial por remodelar toda la política económica nacional. El problema aquí es que si es percibido como la solución, la izquierda va a verse atrapada en una lucha institucional en la que ceder y arrastrase por propuestas más «realistas» pasa a ser lo que lo domina todo, al tiempo que la pelea ya no es por la reducción de emisiones, sino por conservar la propuesta como tal del Green New Deal.
Hay que dejar claro de todos modos que, si bien el Green New Deal no es la solución, tampoco es un trampolín con el que llegar a ella. La expansión y la intensificación del extractivismo, el aumento de la explotación del sur global y la implementación de nuevas formas de imperialismo «sostenible», seguir destrozando la biosfera y continuar con las emisiones contaminantes de carbono; ninguna de estas cosas puede ser asumida como un paso adelante hacia un futuro mejor. Más allá del brutal realismo político con el que se justifica un sacrificio aún mayor de vidas y de la propia vida por un modo más verde de consumismo sostenible, en el futuro que promete el Green New Deal no se habrá frenado el cambio climático antes de haber llegado a ser catastrófico.
Pero aunque el Green New Deal no sea la solución, eso no justifica que lo ignoremos o que nos opongamos a él. Esta iniciativa es tanto una iniciativa institucional como una corriente. En tanto que iniciativa institucional, es un paquete de medidas con el que debemos tratar o contra el que podemos luchar con la intención de desplazarlo en una dirección más positiva. En tanto que corriente, necesitamos involucrarnos para dotarlo de forma pero también para generar algo más, algo con lo que ir más allá de los limitados esfuerzos por reformar el sistema en el que estamos y con lo que construir algo que nos asegure una vida rica y abundante a todos nosotros y a todo ser vivo en general.
Hay dos tareas inmediatas. La primera es trabajar por ampliar aquellas partes del Green New Deal que dan pie o representan un programa de decrecimiento y justicia.[7] Entre ellas están la reducción del horario laboral, el aumento de los servicios sociales, la desmercantilización de los servicios básicos…; en definitiva, trabajar por que los ingresos estén desvinculados del trabajo y asegurarnos de que nuestra propia reproducción no se basa en un trabajo asalariado precario. También hace falta que, por encima de cualquier otra cosa, nos aseguremos de abolir a los ricos y sus privilegios, lo cual tendrá un impacto enorme e inmediato; y además cualquier ataque a los ricos tendrá también el efecto de debilitar su poder para enfrentarse a nosotros.
Pero no va a ser suficiente con que intentemos llevar más lejos las exigencias actuales, también va a hacer falta un compromiso militante para oponernos y trabajar para detener el desarrollo de nuevas infraestructuras para los combustibles fósiles, o de las ya existentes, y de nuevos proyectos extractivos, especialmente aquellos que tienen lugar en el sur global. No puede haber una transición justa que dependa de un extractivismo neocolonial ampliado y no puede haber una descarbonización rápida sin clausurar la actual infraestructura de los combustibles fósiles. Al cerrar ambas vías, el estado, así como el capital, se verán forzados a buscar otras posibilidades para la generación, descarbonización y producción de la energía. Si las múltiples historias del capitalismo fósil nos han enseñado algo, es que los regímenes energético y económico son el producto tanto de nuestra resistencia y oposición como de las necesidades del capital y tienen lugar a través de la innovación tecnológica.
También debemos ser conscientes de que no todos los decrecimientos son equivalentes entre sí. Hace falta un decrecimiento igualitario y comunista. En los últimos años han salido muchos artículos científicos que básicamente han exigido el fin del capitalismo. En cierto sentido, la ciencia reclama nada menos que el comunismo pleno, pero no el comunismo de esta parte de la izquierda que solo están interesada en comunizar el consumismo en lugar de acabar con él y en la redistribución del botín y de los beneficios del extractivismo sin cambiar el sistema económico que de él depende. Y si bien debemos cuestionarnos y transformar políticamente el deseo y los valores que van unidos al consumismo como forma de vida, en última instancia los pilares del consumismo son estructurales y no hay cambio posible hacia una forma de vida sostenible sin buscar la manera de construir nuevas infraestructuras y entornos que nos permitan ser autónomos respecto al mercado capitalista.
El decrecimiento como modo de producir una abundancia radical debe convertirse en un elemento nuclear de las políticas de izquierdas. Podemos empezar por recuperar la crítica al capitalismo de consumo que surgió durante las décadas de los sesenta y de los setenta y reconocer que el consumismo beneficia sobre todo a la minoría rica. Para la amplia mayoría de la población mundial, el decrecimiento puede implicar y únicamente traerá consigo una vida mejor. No es suficiente con intentar reducir las emisiones al tiempo que hacemos que todo siga igual. La única vía que tenemos para continuar es hacer que todo cambie de manera radical. En este momento es la única propuesta realista.
NICHOLAS BEURET es activista, investigador y actualmente da clases en la Universidad de Essex, en Reino Unido. Su investigación ahora mismo se centra en el cambio climático y su logística, las migraciones climáticas y las políticas contra la catástrofe.
La ilustración de cabecera es «Downs in winter» (1934), de Eric Ravilious.
[1] En este punto, véanse Christian Parenti, Tropic of Chaos: Climate Change and the New Geography of Violence, Nueva York, Hachette Book Group, 2011, y Todd Miller, Storming the Wall: Climate Change Migration, and Homeland Security, San Francisco: City Lights, 2017.
[2] John McDonnell, «A Green New Deal for the UK», Jacobin Magazine, 30 de mayo de 2019.
[3] Este desarrollo se ha visto acelerado gracias a los últimos trabajos del think tank relativamente nuevo Common Wealth, que ha reunido un paquete de medidas para el Green New Deal.
[4] Véase, por ejemplo, «McDonnell Pledges Green Revolution Jobs», BBC News, 10 de marzo de 2019, y McDonnell, óp. cit.
[5] Véase, por ejemplo, Nate Aden, «The Roads to Decoupling: 21 Countries Are Reducing Carbon Emissions While Growing GDP», World Resources Institute, 5 de abril de 2016.
[6] Véanse, entre otros, Asad Rehman, «A Green New Deal Must Deliver Global Justice»,” Red Pepper, 29 de abril de 2019, y «The ‘Green New Deal’ Supported By Ocasio-Cortez and Corbyn Is Just a New Form of Colonialism», The Independent, 4 de mayo de 2019.
[7] Acerca de este punto y del debate entre decrecimiento y Green New Deal, véase Mark Burton y Peter Somerville, «Degrowth: A Defence», New Left Review, II/155, enero-febrero de 2019 [trad. cast.: «Decrecimiento: una defensa», New Left Review, 115, marzo-abril de 2019]. Para una discusión más fina acerca del decrecimiento, véase Chertkovskaya, Paulsson, Kallis, Barca y D’Alisa, «The Vocabulary of Degrowth: A Roundtable Debate», Ephemera, 17, n.º 1, 2017, pp. 189-208