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  • No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (II) – Emilio Santiago Muiño

    No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (II) – Emilio Santiago Muiño

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    Por Emilio Santiago Muiño. 

    Este artículo constituye la segunda de una respuesta en dos partes a un artículo publicado por Jorge Riechmann en su blog. La primera parte está disponible aquí

    Sobre el colapso como diagnóstico distorsionado.

    1. La primera parte de estas notas, respuesta a un texto de Jorge Riechmann sobre colapsismo, versaban sobre la definición del colapso y lo contraproducente del mismo como concepto con el que hacer política transformadora. Como argumenté, sólo esto bastaría para que el ecologismo diversificara sus enfoques. En esta segunda parte quiero apuntar algunas ideas para ir más allá: el colapsismo no solo es poco útil políticamente, sino que se basa en un diagnóstico distorsionado. Nuestra crítica a él no solo es práctica, es epistémica. Digo distorsionado y no falso porque el colapsismo sin duda apunta hacia problemas reales con una base científica sólida que siempre hay que estudiar. Pero los enfoca mal. Sufre una suerte de hipermetropía analítica. Ve bien de lejos, pero su mirada falla si quiere enfocar más cerca, en las distancias cortas del presente y las coyunturas inmediatas. Y las conclusiones que saca de lo que observa son, en ocasiones, algo confusas e innecesariamente derrotistas.

    2. Comencemos por la base científica del colapsismo. “Según cierta prospectiva científica razonable (Ugo Bardi), la población humana puede estar reduciéndose en quinientos millones de personas por decenio –básicamente muertes por hambre”, nos dice Jorge Riechmann en sus notas. Creo que conviene aclarar que Ugo Bardi es Ugo Bardi, no algo así como la voz universalmente legitimada de la “prospectiva científica razonable”. Un doctor en química que si bien ha hecho aportes muy interesantes, también comete el tipo de errores propios de la gente de ciencias duras cuando se mete a especular sobre lo social y su evolución. Sin duda, tenemos problemas muy serios con la Tercera cultura que buscaba Paco Fernández Buey. Las incursiones de la gente de ciencias naturales en la teoría social siguen siendo muy deficitarias. En parte,  el colapsismo se explica como una consecuencia de esto. Curiosamente, el mismo Ugo Bardi que cita Jorge, en su último libro (Antes del colapso. Catarata, 2022), además de no incluir ese dato, presenta contenidos colapsistas bastante matizados. Y tiene unas perspectivas sobre las renovables notablemente más optimistas que el promedio del colapsismo nacional (¡casi más optimistas que las mías!).

    3. Lo que sucede con la referencia a Ugo Bardi sucede con otros autores, que el colapsismo maneja de un modo un poco parcial.  Los trabajos de Antonio y Alicia Valero y Guiomar Calvo en Thanatia son citados con frecuencia por los enfoques colapsistas. Y es lógico porque son una autoridad internacional en el campo de los estudios sobre nuestros límites minerales. Sin embargo, cuando uno va a la fuente original, lo que encuentra es un estudio preocupante sí, pero menos inquietante de lo que a veces se deja caer: según la novedosa metodología que emplean, durante este siglo podemos conocer problemas de suministro en 12 minerales fundamentales de la transición verde, con expectativas de consumo mayores que las reservas (plata, cadmio, cobalto, cromo, cobre, galio, indio, litio, manganeso, níquel, platino y zinc) y un mineral con problemas muy graves porque las expectativas de consumo son mayores que los recursos (teluro). Por si no se conoce la distinción, las reservas agrupan minerales de extracción rentable con la tecnología-precio actual y los recursos los yacimientos parcialmente conocidos -con márgenes de incertidumbre- pero no rentables. En función de cambios en la variable precio, o en los procesos tecnológicos, los recursos pueden pasar a reservas y ser entonces comercialmente explotados. Este es un horizonte que debe preocuparnos por muchas razones (cuellos de botella, nuevas dependencias internacionales, impactos de la minería, escasez limitante en algunas tecnologías) pero nada de ello anticipa un colapso. Tampoco suponen una enmienda total a la transición energética renovable. Especialmente, porque hay mucho margen en función de qué tipo de transición desplegamos. En el estudio citado lo que más va a tensar nuestras fuentes minerales son las enormes y delirantes expectativas de electrificación del parque automovilístico, pues el coche eléctrico es una “mina con ruedas” como lo llama Martín Lallana.

    4. Un estudio como el de los Valero es perfectamente compatible con el tipo de programa ecosocialista clásico que Jorge Riechmann escribió con Paco Fernández Buey a mediados de los noventa en ese libro maravilloso que se llama Ni Tribunos. De hecho, los autores de Thanatia hacia lo que apuntan es a una economía de estado estacionario, obsesionada con el reciclaje de los minerales, tanto tecnológicamente (plantas de reciclaje) como legislativamente (fin de la obsolescencia programada, normativas de estandarización para desmontar los productos) y con un salto fundamental de la propiedad privada al uso común de los objetos (por ejemplo, transporte público frente al imperio del coche). Esto es, la moraleja de Thanatia, si se quiere, es anticapitalista, no colapsista. Sin embargo, el colapsismo hace una interpretación del libro que ofrece unas perspectivas de expansión de las renovables muy pobres. Lo que acaba teniendo efectos políticos perversos cuando los límites minerales se usan de argumento para tachar de inadecuado la construcción de las grandes infraestructuras renovables que necesitamos con urgencia. Creo que, como ecologistas, no nos conviene mezclarlo todo de esta manera tan confusa.

    5. Algo parecido a Thanatia podíamos decir de los sucesivos estudios publicados por los autores de The Limits to the Growth, libro de cabecera del ecologismo en general y del  colapsismo en particular. En una actualización de este mismo año, Earth For All: a Survival Guide For humanity. A Repport to the Club of Rome 2022 Jørgen Randers, miembro del equipo original de 1972, junto con gente tan prestigiosa como Johan Rockström plantea una coyuntura abierta con dos escenarios base: i) escenario de fuerte transformación social unida a potentes cambios tecnológicos en el que una sociedad sostenible, próspera y justa sigue estando a nuestro alcance ; ii) escenario de continuidad en el que las transformaciones, sociales y técnicas, no se desarrollan ni con la velocidad ni con la seriedad requerida. Incluso en este segundo escenario los autores no ven probable un colapso ecológico durante este siglo, pero sí la posibilidad de lo que llaman un “colapso social” provocado por factores como la desigualdad hacia el 2050. ¿En definitiva? Randers maneja una encrucijada más abierta y gradual que el colapsismo promedio (dentro de una urgencia evidente), en la que además el riesgo viene dado con mayor intensidad por factores sociopolíticos que biofísicos.

    6. Las conclusiones del nuevo libro de Randers son coherentes con lo expuesto en el Sexto Informe del IPCC, el mayor esfuerzo de concertación científica de la historia de la humanidad, y por tanto las bases epistémicas más sólidas para pensar en lo que viene. Las soluciones técnicas están a mano. Las barreras son sociopolíticas. Y lo que debería obsesionar al ecologismo hasta quitarle el sueño es qué tipo de acciones y enfoques políticos nos permiten protagonizar el salto histórico que sin duda podemos dar. No angustiarnos anticipadamente constatando que el salto es demasiado grande como para poder darlo con éxito.

    7. Tanto en materia climática como de otros límites planetarios (destrucción de biodiversidad), la situación es extremadamente crítica. Pero aunque los daños ya están teniendo lugar, y aunque ya no podemos ahorrarnos dosis importantes de sufrimiento social que se hubieran minimizado de haber empezado antes, a la vez en ambos campos hay márgenes temporales para organizar una transición que sea, a la vez i) factible y ii) notablemente suficiente para evitar esos desenlaces peores que se pueden llamar con rigor colapso. Por eso el colapsismo, tanto en España como a nivel global, tiene inclinación a los análisis en clave de crisis energética. Si hay un asunto candidato a talón de Aquiles de la sociedad industrial por el que se puede imaginar un quiebre sistémico relativamente rápido e irreversible es una súbita disfunción energética.

    8. Pero como pudimos intuir en este curso que organizamos en el CSIC, el debate técnico sobre la energía dista mucho de estar cerrado. Ni de lejos ha generado el tipo de consenso que tenemos, por ejemplo, con el clima.  Las posturas difieren mucho respecto a las posibilidades de tecnologías como el fracking para prorrogar, aunque sea a un costo ambiental y climático enorme, nuestra dependencia estructural de los hidrocarburos (al menos las décadas suficientes para acometer la transición). Difieren todavía más respecto a algo tan básico para imaginar el futuro como el potencial de las energías renovables. Quienes más saben divergen en un espectro tan extraordinariamente amplio que abarca desde un exagerado optimismo como el Jacobson y Delucci (según el cual podríamos multiplicar por cinco el actual consumo energético mundial, -ergo cosas como la sociedad del comunismo de lujo automatizado quizá sería posible-) a un notable pesimismo como el de Carlos de Castro (para quien tendremos que conformarnos con un 30% del actual consumo energético en una sociedad basada en las renovables), pasando por muchas posturas intermedias, como las de Antonio Turiel, Antonio García Olivares, organizaciones como Greenpeace o los propios objetivos de descarbonización que contemplan instituciones oficiales, como el PNIEC del Ministerio de Transición Ecológica. Que, por cierto, como recuerda Pedro Fresco siempre, ya introducen importantes reducciones totales del consumo de energía (son, a su manera, planes modestamente decrecentistas, aunque sin decirlo). En resumen, en el asunto colapsista por excelencia lo que podemos decir es que la evidencia científica que hoy tenemos sobre las posibilidades de la transición energética sigue sujeta a importantes incertidumbres. Y estas son políticamente muy significativas.

    9. De hecho, la mayor parte de la literatura técnica existente tiende a lecturas esencialmente optimistas de la transición a las energías renovables. Considero aquí optimista, en contraste con los discursos del colapsismo, pensar que, como mínimo, las renovables darían para mantener más o menos lo que hay en un marco económico de estado estacionario y altas tasas de reciclaje material (aun teniendo que asumir cambios importantes en algunos sectores clave, como transporte, alimentación o petroquímica). Lo que dista del mensaje que nos ofrece por ejemplo Jorge al hablar de una sociedad recampesinizada de tecnologías simples.  Esto no significa que el sistema agroalimentario actual sea deseable y viable: transición ecológica justa implica sociedades con sectores agroecológicos de proximidad pujantes y cierto reequilibrio demográfico ciudad-campo respecto a la desproporción actual. Pero de ahí a la recampesinización, en cualquier uso estricto del término campesino, hay un par de saltos poco justificados. El tipo de saltos que al colapsismo le gusta dar.   

    10. Sobre el carácter minoritario de sus posiciones, en uno de sus post Antonio Turiel respondía a las críticas que recibía de aquellos que acusaban a sus tesis de contradecir la corriente principal de evaluación técnica, argumentando que la “ciencia no funciona por un sistema democrático”. Aquí hay un asunto muy importante. La verdad, evidentemente, no es democrática.  Eppur si muove, como se atribuye legendariamente a Galileo ante el Tribunal de la Inquisición: aunque solo él defendiera el movimiento de la Tierra, la Tierra se movía. Es cierto. Sin embargo, el modo en que se aceptan los paradigmas científicos se parece muchísimo a una democracia plebiscitaria. Las verdades científicas también conocen un proceso de negociación y construcción social de consensos sin el cual no se explica el modo real en que las sociedades incorporan el conocimiento científico en sus decisiones y sus prácticas. Las tesis centrales del colapsismo respecto a la energía (peak oil/ “ilusiones renovables”) no han pasado aún por este proceso de aceptación de pares. Y esto introduce todo tipo de problemas en sus tesis.

    11. La falta de consenso científico del enfoque colapsista a lo que invita espontáneamente, en primer lugar, es a dudar de sus proyecciones. Y aplicar cierto principio de precaución. Con más razón en aquellas posiciones que son especialmente minoritarias. Aunque es un asunto extremadamente técnico, me detengo en él porque es ilustrativo: las prospectivas muy pesimistas de Carlos de Castro, las más pesimistas de toda la literatura especializada en circulación, se basan en una innovación metodológica que rompe con las investigaciones estándar sobre potencial renovable. La mayoría de los estudios extrapolan hacia arriba y generalizan potenciales a partir de casos concretos, como un aerogenerador en condiciones de funcionamiento real (método bottom-up). Carlos de Castro opera al revés. Con un enfoque holístico y global, va detrayendo de la atmósfera la energía no accesible por restricciones termodinámicas, geográficas o tecnológicas (método top-down). Que sea un enfoque minoritario no lo invalida. La ciencia no es democrática, decía Turiel, y es cierto. Quizá con el tiempo se demuestre que Carlos de Castro es una especie de Galileo del siglo XXI, y se le reconozca un papel destacado por defender contra la Inquisición del mainstream una metodología mejor. Lo sorprendente es que otros científicos que sí que usan el enfoque metodológico de Carlos de Castro, como Miller, Gans y Kleidon, del Max Planck Institute, llegan a resultados muy distintos. En absoluto tan pesimistas. Al contrario. Concretamente, los autores citados argumentan que la metodología top-down rebaja las perspectivas más delirantes de desarrollo de la eólica a 2100, cierto. Hablan de que esta puede estar en una franja entre 18–68 TW en 2100. Algo que se aleja de los 120 TW que manejan algunos estudios, que sería multiplicar casi por siete el actual consumo actual de energía primaria de cualquier tipo. Porque nuestro consumo actual de energía primera a nivel global es de 17 TW (ergo nuestro nivel de consumo actual se podría suministrar con energía eólica con bastante seguridad). Pero ojo:  Carlos de Castro defiende que el potencial energético máximo de las renovables (no solo de la eólica sino de todas las renovables) es de poco más de 5 TW. Habría que decrecer, por tanto, de modo muy significativo.  La disparidad en estas cifras, para quienes estamos obligados a manejarnos con estos datos políticamente tan importantes como con cajas negras, que somos el 99,9% de la población, es como mínimo desconcertante. Lo más ajustado a la situación que se puede decir es que hay incertidumbres y dudas, y que en ese contexto algunas voces muy minoritarias cuestionan el consenso científico predominante. De ahí, como afirma Jorge, a considerar que hay “acumulado conocimiento suficiente para poner en entredicho las interpretaciones de nuestra situación que suscitan más consenso” pues es un comentario que roza lo excesivo.

    12. Incluso para sus propios fines declarados, el colapsismo debería ser consciente de las contradicciones peligrosas que entraña incidir políticamente con un mensaje como el del shock energético inminente (que es un paso más allá de la constatación real de que tenemos problemas energéticos serios). Se trata de un discurso traumático cuya mejor baza es ser científico. Pero que, sin embargo, está contestado por otros discursos científicos y es académicamente minoritario. Esto hace que sus contenidos tengan eco y audiencia, sin duda. Porque hay un suelo cultural favorable para perspectivas sombrías del futuro y explicaciones globales ante la certidumbre de que las cosas van mal. Pero al mismo tiempo, por su condición académica minoritaria, hace que sea casi imposible que un decisor económico o político lo tome en serio con efectos en las políticas públicas, ya que hay otros discursos científicamente legitimados en los que apoyarse que son menos traumáticos. Y el ser humano esquiva los traumas innecesarios.  Romper esta contradicción exigiría dedicar más tiempo y esfuerzos al terreno de los papers y los congresos que a la construcción de un estado de opinión pública puenteando la democracia plebiscitaria de la institución académica. Solo así la crisis energética suscitará un consenso similar al de la crisis climática. Buscar la proyección de los medios sin pasar por cierto consenso académico es legítimo. Entiendo que se hace porque pesa más la sensación de urgencia y un sentido público de la responsabilidad. Pero tiene riesgos. Confundirse con el sensacionalismo -aunque no se pretenda- y alimentar subjetividades próximas a las de las teorías de la conspiración (cuyo secreto es el gozo de sentirse iniciado en una verdad oculta, y por tanto ser más inteligentes que los demás) son dos de estos riesgos. Y no son los peores.

    13. Las polémicas científicas están cruzadas por muchas motivaciones. Y solo una de ellas es el conocimiento, sin duda. El colapsismo tiende a sospechar que los discursos técnicos más optimistas lo son porque dicen lo que el poder quiere oír. Y se adaptan a un mundo en el que prosperar laboralmente implica ponerse a favor de la corriente. Pero ojo porque de estas sospechas microsociológicas no se libra nadie. El peso de lo reputacional y las presiones de grupo explican también que para un científico que se ha labrado un nicho profesional, editorial o mediático alrededor de la catástrofe rectificar un error pueda ser algo enormemente costoso.

    14. Sin duda, todo estudio científico sobre la crisis ecológica y sus impactos nos ofrece dos cosas a la vez: a) información consolidada b) dentro de márgenes de incertidumbre elevados. Que sean ambas a la vez es fundamental para determinar que, la subjetividad de la mirada importa. Y el colapsismo entrena una mirada pesimista y apresurada sobre un tema preferido, la energía, con poco consenso. Que no solo ve siempre el vaso medio vacío, sino que además pone en circulación fuera del debate técnico, y sin la debida precaución epistemológica, datos que se convierten en memes ideológicos pero que son técnicamente dudosos. Y estos influyen mucho en la actitud y las decisiones del movimiento ecologista. El caso del informe del Hill´s Group, que levantó cierta polvareda en el año 2016, es significativo, aunque se podrían poner muchos otros. Aquel documento anunciaba una caída vertiginosa de la tasa de retorno energético del petróleo, que en el 2025 estaría casi en cero, en un proceso que iba a ser “el rey dragón del petróleo evanescente”, “la madre de todos los efectos Séneca”. Durante unos meses circuló por los cenáculos del ecologismo del país como un hito importante. Se llegó a organizar un gran evento del Foro de Transiciones con la plana mayor del ecologismo nacional para analizarlo. Y en ese evento se demostró que se trataba de un paper poco riguroso técnicamente, como recogió a posteriori Antonio Turiel en su blog. Después se llegó incluso a especular si había sido un ataque de falsa bandera para desprestigiar las posiciones pikoileras. No hay problema alguno en equivocarnos. El error no es sancionable. Pero cuando el error siempre se inclina hacia el mismo lado, conviene preguntarse si nuestra cosmovisión no sufrirá cierta cojera.

    15. Resumiendo lo dicho hasta aquí, el discurso colapsista contiene todo tipo de sesgos cognitivos. Obviamente, cualquier discurso los contiene, pero conviene explicitarlos y ser precavidos. Esa tercera opción entre no ser indolente y no perder la calma que Héctor Tejero y yo defendemos en ¿Qué hacer en caso de incendio? exige cierta vigilancia epistemológica. Y más cuando lo que se exige a partir de lo que supuestamente solo son “datos” es tan peligroso como lanzarse a un combate político con enemigos terribles, en una situación de importante desventaja y asumiendo además una penalización extra.

    16. Pero el elemento fundamental de nuestra crítica epistémica al colapsismo es que, independientemente de la calidad de las investigaciones científico-naturales sobre nuestros problemas ecológicos, aunque operáramos con la crisis energética con el mismo tipo de evidencias fuertes que ya tenemos con la crisis climática, la traslación espontánea de los enfoques biofísicos a lo social es una fuente segura de malos análisis sociológicos y pésimas intervenciones políticas. Algunos antropólogos climáticos, tras investigar los desencuentros entre científicos naturales y sociales en diversas instituciones transdisciplinares que estudian modelos climáticos, apunta que existen tres puntos de fricción epistémica muy notables entre el discurso de unos y otros: la cuestión de la escala, la cuestión de la atribución y la actitud ante la predicción. El problema de la escala tiende a presentar derivas deterministas; el problema de la atribución genera posiciones reduccionistas; la actitud ante la predicción introduce dispositivos de razonamiento mecanicista. Todas ellas son etiquetas con muy mala fama filosófica. Y  lo normal es que, salvo excepciones, casi ningún colapsista se sienta cómodo con ellas. Pero de un modo más o menos matizado según los autores y los formatos, sospecho que estos tics inconscientes marcan profundamente las argumentaciones colapsistas y sus perspectivas futuras.

    17. No son estas cuestiones puramente especulativas para entretenimiento de departamentos de filosofía o sociología de la ciencia. Tienen consecuencias importantes en los debates sobre estrategias políticas en coyunturas concretas. Pongo un ejemplo. “Instalar aire acondicionado para soportar el calor del cambio climático es luchar contra el calentamiento global provocando más calentamiento global, es decir: intentar apagar el fuego con gasolina”, escribió Jorge Riechmann junto con Margarita Mediavilla cuando una ola de calor temprana, en el mes de junio de 2017, activó toda una serie de demandas de instalación de aires acondicionados en los colegios públicos madrileños. La posición de Jorge fue criticada por su falta de sentido político de la oportunidad. Pero lo más destacable es que esta posición se alimenta de una pseudocerteza científica que no es tal. La mejor ciencia disponible en ningún caso niega que los colegios, hospitales u otros edificios públicos de la Comunidad de Madrid puedan tener a su disposición aires acondicionados para desplegar refugios climáticos ciudadanos y que esto sea compatible con una sociedad sostenible. Lo que cuestiona es que haya recursos para que el aire acondicionado se siga despilfarrando como hoy sucede cuando asignamos materiales y energía escasa para mantener niveles de confort privados delirantes. A la espera de que un gobierno ecosocialista futuro reconvierta bioclimáticamente nuestros edificios públicos, el calor en las aulas de las niñas y niños pobres de Madrid no depende del peak oil. Depende del control de los presupuestos autonómicos.

    18. Además de estas interferencias de enfoques científico-naturales que entran en lo social como un elefante en una cacharrería, el colapsismo se refuerza mucho con ciertas osmosis venenosas entre ecologismo y marxismo. Una parte del colapsismo hoy está manejando una imagen de la energía que se parece mucho a la imagen de economía de la que el marxismo más vulgar abusó, por la cual las fuerzas productivas serían una infraestructura que determinaría el movimiento de las superestructuras ideológicas, políticas o jurídicas. No hay espacio aquí para explayarse en esto, pero los paralelismos que se pueden trazar entre colapsismo ecologista y colapsismo marxista son impresionantes. Y del mismo modo que casi nadie inteligente en el marxismo da pábulo a estos esquemas burdos, en el ecologismo deberíamos hacer lo mismo.

    19. Otro abuso teórico del colapsismo con fuerte impronta del marxismo más pobre es lo que este tiene de rebrote de una filosofía de la historia teleológica.  Donde toda pluralidad y complejidad de lo que sucede en lo social queda contenida como un momento procesual hacia una unidad superior. Pero que esta vez ya no es ascensionista (no progresa hacia lo mejor) sino decadente (desciende hacia el colapso, hacia la garganta de Olduvai, como fantasean los colapsistas más intensos). Y que además está marcada por una fuerte impronta mesiánico-apocalíptica. José Luis Villacañas suele comentar la importancia de los horizontes apocalípticos en el pensamiento político en general, y en el español en particular (y desde tiempos inmemoriales).  Que en el colapsismo se están removiendo estos sedimentos profundos de nuestra estratigrafía ideológica y cultural es algo evidente. Y esto, de nuevo, más allá de sus consideraciones intelectuales, tiene efectos difusos en las políticas ecologistas. Esencialmente, olvidar que aunque el paso del tiempo es irreversible, y en un mundo regido por límites biofísicos no todo es posible (ni estamos en 1972 ni se puede crecer infinitamente en un planeta finito), no hay argumento cósmico ni hacia arriba ni hacia abajo: la historia no es más que sucesión de coyunturas, de contingencias, que adquieren su forma final en las luchas sociales y políticas de cada época.

    20. Una de las fuentes más perennes de errores del ecologismo, que de nuevo han tenido en el terreno del marxismo un campo exuberante de cultivo de aporías, es pensar lo socioecológico instalados en esa categoría filosófica que el marxismo llamaba “totalidad”, que en el ecologismo se tiende a denominar “sistema”, y que se aplica tanto a la biosfera como a la civilización industrial. Una postura ontológica que, por utilizar los propios términos ecologistas, convendremos en nombrar como “holismo”.  Si hiciéramos un poco de historia de las ideas, descubrimos que este es un nervio central de las inquietudes ecologistas. Y que el colapsismo no hace sino tensarlo con el estilo excesivo que le caracteriza. Este enfoque holístico es especialmente definidor del colapsismo en uno de sus rasgos fundamentales: la creencia en el efecto dominó. Por eso para el colapsismo cualquier eventualidad o coyuntura puede ser el inicio de toda una serie de fallos en cascada que se propagarán por el conjunto de la civilización industrial, llevándola a la bancarrota sistémica.

    21. La creencia holística en el efecto dominó también tiene una faz optimista implícita. La transformación social radical y de alcance global sería posible en un periodo de tiempo históricamente breve, que nos ahorraría los problemas inmensos de coexistencia entre el viejo y el nuevo mundo. De ahí los llamados ingenuos a “acabar con el capitalismo” como si se tratara de una operación de teletransporte civilizatorio. Existen otras implicaciones importantes. Por ejemplo, el holismo ayuda mucho a estructurar un mapa mental maniqueo en el que o bien eres parte de un problema absoluto o bien  parte de una solución milagrosa (un vicio muy propio de los movimientos sociales radicales que después lleva a enquistarse en debates falsos como decrecimiento-Green New Deal durante décadas). Por no hablar, aunque este es otro asunto, de cómo el holismo sienta las bases de una mística religiosa de la Naturaleza, en mayúscula, que si bien es un camino que teóricamente pocos autores defienden como tal (quizá los ecologistas profundos, los partidarios de la Gaia orgánica, algunas ecosofias basadas en cosmovisiones ancestrales), resulta sin embargo un afecto indefinido con gran ascendiente en el discurso ecologista (por ejemplo en su análisis de los dilemas tecnológicos, o en la búsqueda imposible del impacto ecológico cero).

    22. Jorge habla en sus notas de que “nuestras sociedades siguen avanzando a toda marcha hacia el abismo, con una buena venda delante de los ojos”. Es el tipo de enfoque que hace que Extinction Rebellion, uno de los movimientos ecologistas emergentes del último lustro, tenga como primera exigencia de su manifiesto que los gobiernos “digan la verdad” sobre la crisis climática. Probablemente, esta es la quintaesencia de otro de los errores teóricos más comunes del colapsismo: caer en una suerte de síndrome de Casandra obsesionada con la enunciación de la verdad. Donde subyacen dos errores. El primero, pensar que esa verdad implica una orientación política predefinida. El segundo, que su enunciación va a ser como una explosión transformadora y expansiva, como un gran desvelamiento. El segundo error es exactamente ese tipo de comportamiento imposible que Cesar Rendueles denomina “metáforas víricas neoidealistas”, tan parecidas a las del idealismo alemán del que se burlaron Marx y Heine.  Por contrastar, un informe reciente del Instituto Elcano advierte de que, en realidad, un porcentaje elevadísimo de la población es consciente de los riesgos implicados por el calentamiento global, al que atribuye además un origen antropogénico: el 97% confirmaban su existencia (dejando un margen muy estrecho para el negacionismo) y el 92% le atribuía un origen humano. ¿Dato mata relato? Como afirma Iñigo Errejón, el votante de extrema derecha no se cree una noticia porque esta sea verdadera o falsa, se la cree porque quiere creérsela. Porque dicha noticia reafirma una visión del mundo y un proyecto de sociedad con el que se siente afectivamente identificado.

    23. La verdad objetiva de que la humanidad ha sobrepasado la capacidad de carga del planeta Tierra, ¿por qué debe conducir necesariamente a una toma de conciencia  decrecentista y a un proceso igualitario de autocontención? Resulta igualmente plausible que esa verdad objetiva estimule la aplicación de la ética del bote salvavidas, que considera legítimo impedir que un náufrago suba a una balsa, aunque haya sitio para él, si ese precedente puede animar a otros náufragos a intentarlo poniendo en peligro la estabilidad de la embarcación. Esto es, la verdad objetiva de la extralimitación ecológica está materialmente tan preñada de ecosocialismo como de ecofascismo. Que una u otra interpretación se imponga depende del significado social imperante y del control de los procesos de poder. Ernst Bloch afirmaba en su libro Herencias de la época que, en la espiral viciosa que llevó al fracaso de la República de Weimar, los comunistas se empeñaron en contar la verdad sobre las cosas, mientras que los nazis contaban mentiras a las personas. No cometamos el mismo error otra vez. Permitámonos, al menos contarles el lado más esperanzador de la verdad a las personas.

    24. El colapsismo no es una novedad. Ya ha tenido mucha presencia antes. Lo que nos ofrece otro campo de pruebas empíricas sobre lo distorsionado de su enfoque. Los más evidente es pensar en el “peak oil” del petróleo convencional del año  2006, que puede servirnos como laboratorio para estudiar la potencialidad categorial y política del discurso colapsista. En 2006 el petróleo convencional de buena calidad llegó a un techo de producción en el que se ha mantenido más o menos estancado desde entonces (alrededor de los 75 millones de barriles diarios). Lo que se tradujo en un shock energético a cámara lenta que tuvo un fuerte impacto económico y social y que sin duda influyó en el crack económico del 2008 de un modo que la economía estándar tiende a infravalorar. En aquellos años yo participaba en los círculos colapsistas y realmente considerábamos que el inicio del colapso era inminente. Hubo desgarros y turbulencias, pero el colapso que proyectábamos no llegó. Suelo decir bromeando que llegó el 15M. Una manera simpática de explicar que todo resultó muchísimo más complejo y, por qué no decirlo, también mejor. Pero valoraciones al margen, lo que sucedió es que la crisis económica se gestionó de modos muy diferentes porque además no solo era provocada por la energía. La energía era un factor entre muchos. Además energéticamente se recurrió al fracking, que ofreció un balón de oxígeno al problema de los combustibles líquidos que no se puede despreciar. La política y la geopolítica lo modularon todo. Y a algunas regiones del mundo, y a algunos sectores sociales, les fue mucho peor que a otras. También hubo revueltas, que tras diez años han dado lugar a desenlaces dispares como el Egipto de Al Sisi y el gobierno de Boric en Chile. Llevado a nuestra década y a las que vienen: nadie puede negar que la transición ecológica va a estar jalonada por crisis. Algunas pueden llegar a ser muy duras y muy rápidas si hacemos las cosas mal. Pero no tenemos porque hacer las cosas mal. Todo sigue igual de abierto. Y sigue siendo no solo optimismo de la voluntad, sino de la inteligencia, esforzarse en preparar algo más parecido a un 15M que a un colapso.

    25. Podemos ir más atrás: Occidente ya ha conocido otros discursos anticipatorios ante supuestos derrumbes sociales en gestación pero todavía no visibles. Dejando de lado movimientos milenaristas religiosos, como he mencionado antes la experiencia de la que el ecologismo tiene más que aprender fue el catastrofismo socialista, que atravesó los debates de la II Internacional durante el tránsito entre los siglos XIX y XX. Este catastrofismo predecía la inminencia de un colapso socioeconómico del capitalismo provocado por sus contradicciones internas. Los bisabuelos marxistas también encontraron inercias estructurales desgarradoras en los procesos de acumulación, que supuestamente iban a llevar al capitalismo al colapso: caídas en la tasa de ganancia, necesidad de recurrir a la expansión imperialista en las colonias chocando con un mundo plenamente colonizado, agotamiento de los modos de producción no capitalistas de los que el capitalismo se nutría como un vampiro… Esas inercias eran reales. Pero no llevaron al colapso, sino a la Primera Guerra Mundial (un colapso moral, donde millones de personas perdieron la vida, pero ese es otro tema distinto, conviene no mezclar). De ese acontecimiento surgió un mundo con experiencias políticas muy diferentes: desde los fascismos a la URSS pasando por el New Deal. Toda extrapolación histórica es grosera. Pero situarnos en un marco así, el de varias décadas de competencia política descarnada entre centros de poder con enorme capacidad para marcar el proceso de ajuste con la biosfera, y al mismo tiempo con muchas posibilidades para transformaciones esperanzadoras si sabemos luchar por ellas,  creo que es mucho más ajustado que hacerlo al borde de una suerte de reset súbito de la complejidad social.

    26. Como resumen de todo lo dicho hasta aquí: la crisis ecológica sólo puede ser mirada con gravedad. Con preocupación más que justificada. Estamos sobrepasando diversos límites planetarios muy peligrosos. Por ello necesitamos que la transición ecológica sea también una transición hacia una economía “poscrecimiento” (a la que el proyecto intelectual y activista del decrecimiento puede contribuir como parte de una alianza más amplia). Y pensar y desplegar esta transición económica poscrecentista yendo más allá de una sustitución tecnológica mediante reformas políticas, sociales y culturales que rozarán lo  revolucionario (reformas no reformistas, en palabras de Gorz). Lo que nos debe permitir planificar una reducción de la esfera material de la actividad humana en un contexto, nacional e internacional, de redistribución equitativa de la riqueza. Por supuesto, una tarea histórica muy compleja en las que las posibilidades de fracasar existen. Pero considerar que el fracaso en forma de “colapso” está asegurado (o es altamente probable) participa de un fatalismo histórico que es inconsistente en el plano teórico, sesgado en el plano científico y muy contraproducente en el plano político. Y pensar que el colapso no es un fracaso sino una oportunidad es una ilusión muy peligrosa.

    27. En esa etiqueta que por economía del lenguaje algunos hemos llamado “colapsismo” hay aportes valiosos mezclados con enfoques menos acertados. También matices, tendencias plurales y en ocasiones un empleo muy indefinido de la categoría “colapso”. Pero si nombramos esta etiqueta y discutimos con ella es porque tenemos el convencimiento de que convertir el colapso en el centro de gravedad de la imaginación política ecologista, de un modo u otro, es un camino ideológico descarriado. Que puede alimentar un error generacional tan grave como irreversible. Y sencillamente, no nos lo podemos permitir. Aunque el error no es sancionable, decíamos antes, al mismo tiempo hay errores a los que no tenemos derecho porque de ellos de nada sirve aprender.  La década decisiva para evitar los peores escenarios de la crisis climática es esta. El momento en el que se están derrumbando a un ritmo acelerado los viejos dogmas económicos neoliberales, que tanto han ayudado a situarnos en un callejón ambiental sin salida, es este. Las primeras victorias, sin dudas insuficientes pero no irrelevantes, de una agenda climática viable están teniendo lugar en estos momentos. Y en estos momentos nos amenazan enemigos muy fuertes que pueden sabotear el proceso, que están llamados a prosperar en el clima de opinión al que el colapsismo contribuye y cuya derrota política dista mucho de estar asegurada. En esta tesitura, necesitamos un ecologismo transformador capaz de comparecer y reclamar un protagonismo político que el colapsismo coarta.

    28. Esto significa formular un horizonte de transición ecológica ilusionante y esperanzador, capaz de interpelar a grandes mayorías con una promesa de una vida mejor, en una pluralidad de formas de compromiso muy diferentes.  Significa establecer una relación con la tecnología que no caiga ni en la tecnolatría ni en la tecnofobia, sabiendo que los cambios fundamentales que debemos promover son de índole socioeconómico, político y cultural, pero sin renegar del papel positivo que la innovación tecnológica ya está jugando (y que se vería enormemente potenciado con una apuesta presupuestaria decidida por la ciencia pública).  Significa también que es preciso que el ecologismo construya un modo de acercarse a la economía política en el que la impugnación de las falacias sociales o ecológicas del modelo imperante no conduzca a una incapacidad manifiesta para pensar la dimensión específicamente económica de nuestra situación histórica. Tampoco a una desconexión completa respecto al mundo de la empresa, que no va a desaparecer con una mágica socialización de los medios de producción.  Significa aunar la acción local y territorial de los movimientos sociales, que es insustituible, con el trabajo institucional exitoso que requiere el cambio político en las sociedades modernas.  Lo que pasa por demostrar competencia electoral. Y de un modo casi más importante, habilidades para conquistar posiciones de poder en el entramado del Estado al mismo tiempo que destreza para diseñar e implementar políticas públicas solventes.

    29. Finalmente, todo esto significa que el ecologismo debe incorporar a su mapa del mundo y a sus planes de acción un concepto de transición históricamente sólido, que haya aprendido las muchas y caras lecciones de movimientos hermanos que lo han precedido y de los que pueden nutrirse como el socialismo y el movimiento obrero, el feminismo o las luchas por la descolonización.  El ecologismo debe alejarse de los enfoques totales, de las fantasías maximalistas, de los tremendismos morales y de los espejismos de las transmutaciones alquímicas en los que el discurso colapsista fermenta. El cambio social siempre es una suma caótica y compleja de procesos contradictorios y conquistas parciales, sin hitos definitivos, en los que las solidificaciones del viejo mundo conviven durante mucho tiempo con los atisbos inciertos y frágiles de un mundo nuevo, con fuertes cambios de ritmo entre momentos cálidos y fríos, y con numerosas sorpresas para mal y para bien.

    30. Visto desde lejos, todas estas polémicas sobre el colapsismo seguramente tienen algo de conflicto generacional ecologista. Como de algún modo también supuso un conflicto generacional la irrupción del primer Podemos en la izquierda, o la nueva oleada del movimiento feminista. Hay una generación joven del ecologismo transformador que, en un contexto nuevo, está intentando hacer las cosas de un modo un poco diferente a como lo hizo la gente más mayor, de la que sin embargo ha aprendido  mucho y sigue aprendiendo a pesar de las diferencias. Más allá de confrontar con las ideas de Jorge Riechmann, la amistad y el cariño personal así como el respeto intelectual siguen intactos. Las ganas de colaborar son fuertes y las posibilidades de hacerlo, muchas. Hablo de Jorge porque con él se ha iniciado esta conversación, pero sirve para Yayo, Luis, Antonio o muchos de los compañeros y compañeras que, sintiéndose o no identificados con la etiqueta colapsista, simplificadora y por tanto tan útil y a la vez tan inútil como cualquier etiqueta, puedan discrepar de las posiciones que aquí he defendido. Sin duda, en los conflictos generacionales políticos (en los que la edad es un factor bastante relativo, por cierto) los que vienen de nuevas tienen que pecar de cierta insolencia que roza el desagradecimiento. Y los más viejos de cierto conservadurismo y cierto pesimismo. Lo que suele pasar a la larga es que ambas partes tenían sus razones y sus confusiones, aunque en el momento no se pueda distinguir bien. Por mi parte, trataré de esforzarme en no ser ni insolente ni desagradecido. Y creo que no lo soy si afirmo, pues él mismo lo reconoce, que Jorge deseará de corazón, si la suerte nos sonríe a ambos y estamos vivos hacia el año 2050, admitir que en este asunto concreto del colapso su posición no era la acertada.

    La ilustración de cabecera es «Marine d’abord (Study for a rug)», de Eileen Gray (1878-1976). 

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  • No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (I) – Emilio Santiago Muiño

    No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (I) – Emilio Santiago Muiño

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    Por Emilio Santiago Muiño. 

    Este artículo constituye la primera mitad de una respuesta en dos partes a un artículo publicado por Jorge Riechmann en su blog. Por su extensión no tiene cabida en medios de comunicación de masas, pero nos parece una aportación valiosa e interesante sobre los debates que se están dando en el ecologismo actualmente. La segunda parte está disponible aquí

    Sobre la definición de colapso y su idoneidad política.

    1. Mi amigo Jorge Riechmann publicó en su blog, hace unos días, unas breves observaciones sobre colapsismo. En buena medida, una respuesta a las posiciones que algunas personas, como Héctor Tejero o yo mismo, hemos mantenido en los últimos meses alrededor del colapso, su certeza científica y su idoneidad política para el ecologismo transformador. Lo primero, agradecer a Jorge el medio y las formas. Es obvio que se ha abierto un debate al respecto (aunque sea de nicho). Debatir no es malo. Es lo lógico en cualquier movimiento que, si es sano, tendrá pluralidad de perspectivas y asuntos en juego. Supongo que los recelos al debate derivan de los feos que suelen ponerse al desarrollarse en una esfera pública tóxica. A falta de estructuras orgánicas comunes en las que poder discutir empotrados en la responsabilidad que da participar en un proyecto colectivo, un intercambio reposado de textos es preferible a una batalla de gallos en twitter (aunque estas últimas tampoco deberíamos dramatizarlas, ganaríamos quitándole hierro y asumiendo lo que tienen de progreso histórico casi pinkeriano: ¡siempre es mejor unos zascas en redes que un piolet!)

    2. Jorge parte de constatar que el ecologismo lleva siendo acusado de catastrofista desde siempre. Habría que matizar, porque ecologismos hay muchos, incluso dentro de nuestro país, y además el de nuestro país tiene algunos endemismos particulares, fruto de su peculiar historia política. No es casualidad que en la huelga climática del pasado septiembre, las movilizaciones en España incluyeran en sus lemas la coletilla “por un territorio autosuficiente” (lo que daría para epígrafe si Ortega escribiese hoy La España invertebrada). Pero este es un buen punto de partida.  Hay quienes consideramos que el ecologismo, si quiere tener rendimientos transformadores más eficaces, igual tiene que hacer algunas cosas de manera distinta. Lejos aquí de pecar de adanismo: la labor histórica del ecologismo ha sido inmensa. Es nuestro legado y sabemos valorarlo. Pero para ir más allá, ahora que el ecologismo está llamado a jugar un papel central, creemos que es necesario superar algunos puntos débiles. 

    3. Florent Marcellesi resume muy bien las tareas pendientes del ecologismo en su lado más práctico: “La ecología política española tiene el reto de pasar del esencialismo al constructivismo, del nicho a la transversalidad, de la protesta a la propuesta y del catastrofismo a la esperanza. Es decir, aprovechar la oportunidad de dejar de ser la resistencia ecologista para estar en condiciones de liderar la nueva hegemonía verde”. Y lo mismo cabe decir en lo teórico, dos planos con fuertes vasos comunicantes aunque no sean inmediatos. Por centrarnos sólo en el agujero que el pensamiento ecologista tiene respecto a una teoría sólida Estado, y no es ni mucho menos el único asunto conceptual no resuelto, el ecologismo aún no ha tenido su momento Lenin, su momento Gramsci, su momento Poulantzas-Miliband-Laclau. Esta inmadurez se debe, seguramente, a que hasta hace muy poco el ecologismo no se ha visto en la tesitura práctica de ejercer poder, con los nuevos problemas que eso conlleva. Especialmente en el contexto político español y latinoamericano, que aunque sea solo por la lengua es el de nuestro debate espontáneo.

    4. Yayo Herrero afirma que “las lecciones que damos desde todas las partes no están avaladas por una práctica exitosa o ganadora en términos de máximos”. El comentario de Yayo es pertinente porque nunca se trata de dar lecciones. Pero usar como patrón de medida “una práctica ganadora en términos de máximos” implica renunciar a los aprendizajes de la experiencia política acumulada. Que nunca son de máximos porque nunca se gana del todo (¿qué sería ganar?, ¿el ecosocialismo, el comunismo, el Reino de la libertad?), sino que son parciales. Pero aún siendo parciales, resultan tremendamente iluminadores. En terrenos como la articulación de mayorías, la comunicación política, la importancia de los mass media o de los aparatos administrativos del Estado, aplicados a nuestro contexto histórico, hemos avanzado sustancialmente. Y podemos y debemos exigirnos cierta competencia respaldada por los hechos. Del mismo modo que hoy nadie serio puede albergar las mismas ilusiones que hace un siglo sobre la revolución como tábula rasa, el proletariado como clase universal o el carácter científico de la ideología marxista. Por quedarnos más cerca, actuar políticamente en 2022 como si no hubiera existido la década ganada latinoamericana, como si el primer Podemos no hubiera irrumpido con cinco millones de votos que se volatilizaron en su deriva posterior, como si el corto verano del municipalismo no nos hubiera arrojado enseñanzas, como si en Chile, con dos estrategias muy distintas, no se hubiera ganado unas elecciones presidenciales y se hubiera perdido, seis meses después, un proceso constituyente …puentear todo esto es renunciar al aprendizaje reflexivo sobre los asuntos más serios. La política no es una ciencia, es una praxiología, como señala siempre Cesar Rendueles. Como la cocina o la interpretación musical. Pero eso no significa que no haya aquí conocimiento que nos permita separar el acierto del error. Cocinar una receta deliciosa o una incomible. 

    5. “Estamos en 2022 (no en 1972, ni en 1992, ni en 2002)”, dice Jorge, sugiriendo que el tiempo para evitar el colapso se ha terminado. Es verdad que en concentración de dióxido de carbono atmosférico o en destrucción de biodiversidad estamos mucho peor que hace cincuenta, treinta o veinte años. Pero, al mismo tiempo, 2022 significa también energías renovables increíblemente baratas, una conciencia ciudadana realmente masiva sobre el cambio climático y conquistas ecologistas en el diseño de las líneas maestras de las políticas europeas que hubieran sido inimaginables no hace veinte, sino hace solo cinco años (aunque no estén consolidadas, y todo dependa de su aplicación). Poner el acento en la parte más lúgubre de nuestro presente, minimizando la más transformadora, es un efecto derivado de eso que hemos llamado colapsismo.

    6. El colapsismo es una galaxia ideológica en formación que, con sus muchas variaciones internas, comparte la creencia en que algo que se decide nombrar con la palabra “colapso” es un hecho consumado (“estamos colapsando”), o al menos un suceso futuro extremadamente probable. El colapsismo no defiende el colapso ni lo busca, la mayoría del colapsismo trata de evitarlo,  aunque es verdad  que algunas voces dentro de él lo entienden  también como una suerte de oportunidad. Como toda ideología, además de análisis fríos y arquitecturas teóricas, muchas veces implícitas, el colapsismo comparte afectos, estética, modos de razonar. También es, en definitiva, un estado de ánimo. Y aunque la diversidad interna es grande, empezando por usar diferentes definiciones de colapso, no es ni mucho menos mayor que la que separa a un Kim Il-sung de un Theodor Adorno, ¡y en ambos casos es legítimo hablar de marxismo! Por economía del lenguaje, seguiré utilizando la categoría colapsismo como eso que nombra lo que une, con cierta coherencia interna, diversos discursos ecologistas que tienen, después, muchísimos matices.

    7. A quienes hemos entrado a discutir la preeminencia del colapsismo en el ecologismo español se nos ha dicho que estamos construyendo bandos artificiales. Me parece que aquí se está pidiendo un imposible. Porque es imposible que un debate colectivo, a cierta escala, no acabe destilando posiciones enfrentadas en base a formaciones discursivas con cierta coherencia interna y refuerzo mutuo entre sus participantes. Vamos, eso que se puede llamar bandos. En la historia de las ideas y en la de los grupos políticos, siempre es así.  Por eso los “bandos” no los estamos construyendo, sino que ya están dados. Y como en cualquier debate, por supuesto que hay mucha zona gris, y gente que revolotea en tierra de nadie.  Quizá lo más útil, como en cualquier gestión democrática de los conflictos, sea cambiar la mirada: pasar de la lógica antagónica de la guerra, los bandos, a la lógica agónica del juego, los equipos. Después de los partidos de fútbol más enconados participantes de los dos equipos pueden confraternizar. Nada impide, como de hecho ya sucede, que en medio y después de estas polémicas estratégicas los que compartimos mucho, y sin duda yo con los compañeros colapsistas comparto mucho,  podamos confraternizar y trabajar juntos cuando toque. El ecologismo, como comentaba Luís González Reyes, no tiene por qué abandonar el tipo de espíritu cooperativo que permite a entidades tan diferentes como WWF y Ecologistas en Acción aliarse (aunque es verdad que a medida que las polémicas concretas tengan efectos reales, en cuestiones como hidrógeno verde o renovables, quizá las cosas se pondrán más tensas).

    8. Rechazar el colapsismo no implica algo así como pintar de color de rosa el futuro de la humanidad. El presente ecosocial ya es terrible y desazonador. Las décadas que vienen pueden serlo muchísimo más. La catástrofe ya está ocurriendo de modo “desigual y combinado” y su generalización e intensificación es una posibilidad que no se puede minusvalorar. Nuestra oposición al colapsismo parte de considerar que se cimienta en un diagnóstico erróneo que da lugar a una estrategia política contraproducente. Solo lo segundo justificaría que el ecologismo buscara otras vías. Pero lo primero, el error en el diagnóstico, confiere al debate su verdadero sentido: situarse voluntariamente en una posición de derrota, que el propio Jorge reconoce, impidiendo al ecologismo comparecer justo cuando está más llamado a ello, y hacerlo en base a premisas cuanto menos controvertidas, es algo que roza la negligencia histórica.

    9. En su último libro, Donna Haraway apuntaba a la necesidad de encontrar una tercera vía entre la actitud Game Over del ecologismo apocalíptico y las fantasías del tecno-optimismo. Bruno Latuor, en sus últimos ensayos, hace la pirueta lingüística de reivindicar el apocalipsis pero, paradójicamente, para llevar la contraria a los colapsólogos, a los que considera “partidarios de una muy mala religión”. “¡Demasiado tarde para ser pesimistas!”, grita el ecosocialista belga Daniel Tanuro, compañero de Jorge en el ecosocialismo europeo, con quién presuponemos que mantendrá una polémica parecida a la que mantiene con nosotros.  El debate sobre el colapsismo no nos lo hemos inventado Héctor Tejero y yo. Está en todas partes. En todos los países. En cada sitio adaptado a sus peculiaridades. Si Clemente Álvarez publicó su artículo este verano, más o menos acertado según gustos, pero siempre legítimo, es porque captó bien un runrún que está en el sentir general de ciertos espacios. Hay un discurso ecologista, que tiene peso, y que se percibe que conduce a un callejón sin salida. Y hay una demanda amplia de otros enfoques.  

    10. Unas palabras previas sobre qué entendemos por colapso. Lo primero, hay que distinguir el uso del término colapso en ámbitos como la ecología, donde está bien delimitado, frente al mundo social. Salvo que se piense que una sociedad es un ecosistema, no se puede trasladar una definición de un campo a otro de manera automática. El problema es que hay sensibilidades dentro del colapsismo que tienden a realizar esta confusión. Pero las sociedades, aunque sean ecodependientes de sus ecosistemas, no funcionan ni funcionarán jamás como los blooms de algas, metáfora que al colapsismo le gusta mucho usar. Las algas no tienen I+D. Pero para que no se me acuse de tecno-optimismo,  tampoco tienen fenómenos como el cristianismo, el nazismo, el imperialismo o el movimiento obrero.

    11. Jorge dice que mi definición de colapso como “Estado fallido” es muy sui géneris. Es verdad. Solo intento perfilar una idea difusa que el colapsismo usa de un modo muy vago. “El ecologismo tiene un problema con la noción de colapso” afirmó Ernest García en la presentación de Ecología e igualdad, en Madrid, en la que Jorge y yo compartimos mesa con uno de los grandes sociólogos ambientales de nuestro país. Ugo Bardi, y es una de las cabezas más brillantes del colapsismo, llega a considerar “colapso”, seguramente con cierto humor, cualquier proceso de cambio rápido que implique cierto grado de destrucción, ¡literalmente hasta un divorcio! Incluso siendo un chiste, el chascarrillo dice mucho del colapsismo como estado de ánimo y su obsesión de ver el colapso por todas partes. Pero más allá del chiste, este problema de la falta de rigurosidad en la definición de colapso se puede remontar hasta el mismo Informe de Límites del Crecimiento que Jorge me cita. Como bien sabe Jorge, World 3 es un modelo global que no atiende a diferenciaciones regionales. Cualquier noción de colapso que se emplea en sus escenarios solo puede ser intuitiva, porque es macroscópica, y no se hace cargo del margen de acción de la geopolítica y de la diferente capacidad de reacción de los Estados-nación. ¡Y aquí no podemos confundir el deber ser moral y el ser analítico! Que el correctivo ecológico debiera ser justo, y no reproducir las asimetrías de poder del mundo realmente existente, no significa que podamos hacer buenos análisis de lo que cabe esperar sin considerar las cosas tal y como son. Y las cosas tal y como son parten de constatar que bajo el paraguas de eso que se llama colapso, en nuestras realidades políticas extremadamente desiguales, unas partes del sistema mundo que estudia el World 3 pueden prosperar a costa de que otras colapsen más profundamente. Lo que invalida el término colapso y exige otras categorías (colonialismo climático, apartheid ecológico, ecofascismos, eco-exclusión, exterminismo…categorías todas ellas que movilizan otras disposiciones estratégicas diferentes a la del colapso).

    12. Cuando Yves Cochet define el colapso como la imposibilidad de que las necesidades básicas sean cubiertas por el Estado y el mercado, de lo que está hablando es de un Estado fallido. Cuando se piensa en términos de resiliencia local y “balsas de emergencia” como respuesta al colapso, se piensa en términos de reaccionar ante un Estado fallido. Esto es el centro real del imaginario colapsista. Un Estado fallido, o al menos muy comprometido en su capacidad de regulación de la vida normal (Estado que, por cierto, no puede ser reducido como hace Jorge a ejército y policía). Definir el colapso como pérdida de complejidad social es un cheque en blanco categorial. La complejidad social se intuye, pero no se puede medir. De los cuatro indicadores que propone Jorge, solo la dimensión demográfica es cuantificable. Las otras tres no lo son porque esos rasgos de la complejidad (información, interconexión, especialización) son esencialmente cualitativos. Como se preguntaba Eduardo García, ¿qué es más compleja, una oruga o una mariposa?

    13. Muchos compañeros, como por ejemplo Luis González Reyes, usan la categoría de colapso y después matizan que se trata de un proceso largo e irregular. “Más como una piedra que rueda por una colina cuesta abajo que una piedra que cae por un barranco”, cito de memoria. La imagen que usa Luis define muy bien lo que puede suceder. Pero creo que es incongruente. La palabra colapso remite a una idea de destrucción súbita e irreversible (lo cual explica parte de su éxito en una sociedad en la que los imaginarios apocalípticos y distópicos son muy fuertes). Esa es su especificidad semántica. Y ese es su viento inconsciente a favor: el síncope fulminante. Para referirse a algo que pueda durar mucho tiempo, podemos hablar de decadencia o de declive. Pero no es la palabra elegida porque sus connotaciones espontáneas, y sus implicaciones políticas subliminales, son otras. Del mismo modo tampoco se habla de mutación, de adaptación, o de crisis, porque esos tres términos no permiten las moralejas colapsistas. En bastantes casos, moralejas anarquistas. En todos los casos, moralejas enormemente disruptivas, como veremos muy mesiánicas, en forma de gran hundimiento o llamada a una revolución cuyas condiciones objetivas serían escandalosamente claras. Moralejas cuya letra pequeña siempre es minusvalorar, puentear o despreciar la política realmente existente. 

    14. Respecto al colapso como idea políticamente contraproducente, al menos Jorge no se lleva a engaños. Sabe que el colapso sería una tragedia, y como toda tragedia, sabe que asumirla es netamente desmovilizador. Otras voces colapsistas mantienen posiciones, a mi entender, más ingenuas. Casi nadie celebra el colapso, cierto (aunque a veces cabe sospechar si en algunos discursos no opera un cierto goce oscuro que proviene del resentimiento, de disfrutar anticipadamente con un ajuste de cuentas frente a los pecados ecológicos de la modernidad industrial). Pero el colapsismo más anarquista suele entender que no todos sus rasgos son negativos, como afirma literalmente Carlos Taibo.  Y ve en el colapso una ventana de oportunidad para sociedades comunitarias sin Estado.  En mi opinión, aquí opera un fallo de cálculo: a ojo de buen cubero, y partiendo de donde partimos, tras un hipotético colapso, si hay una persona viviendo en un caracol zapatista autogestionado por cada 100 personas viviendo en un contexto brutal gobernado por mafias y señores de la guerra, creo que sería un éxito milagroso.   

    15. En este tema, parece que se impone el enésimo derbi entre miedo y esperanza. Como constatan Álvaro García Linera e Iñigo Errejón, toda acción transformadora desde abajo exige una sobreacumulación de esperanza (unida, sin duda, a la indignación y la rabia de una promesa incumplida, de un fallo en las élites). Yayo Herrero, por el contrario, suele citar a Naomi Klein cuando afirma que el miedo paraliza únicamente si estás solo y no sabes dónde correr. Cabría añadir dos matices: el primero, que esa frase es válida sólo para un sprint. Para un proceso tipo gran desastre natural inmediato y evidente. Pero en una carrera de fondo, confusa, y con efectos diferenciales, el miedo contribuye mucho más al sálvese quien pueda. Aquí, de nuevo, que el colapso se use en un sentido riguroso, como algo rápido, o en un sentido laxo, como un sinónimo de “los malos tiempos por venir” es importante para el conjunto del paquete argumentativo. El segundo matiz es que el colapso está más allá del miedo. Miedo nos lo genera cualquier informe científico. Miedo nos lo genera el parte meteorológico de cada noche. El miedo ya es nuestro mundo. La ecoansiedad está en todas partes. En este contexto, donde si algo resulta realmente inverosímil es un futuro mejor, el colapsismo es el miedo pasado de rosca: es la promesa del terror asegurado.

    16. Jorge admite que aunque el colapsismo puede ser estéril para hacer política dentro de las instituciones realmente existentes, “no se hace política sólo en ellas, sino a veces impugnándolas”. No tiene sentido entrar en un debate infinito sobre cuánto puede aquí Jorge sobredimensionar las posibilidades de eso que llama “impugnación” a la luz de la experiencia de los últimos 200 años, y también a partir del tipo de sociedad que hoy somos. Porque sospecho que Jorge está haciendo un brindis retórico al sol y cualquier perspectiva coherente con el conjunto de tesis que defiende solo puede concluir en unas expectativas sobre la “impugnación”, al menos, tan modestas como las que plantea hacia todo lo demás. Solo aclarar que el colapsismo es contraproducente, para cualquier tipo de acción transformadora constructiva, no solo la vía electoral. Como solo se puede construir con los materiales sociales dados, y asumir el colapso es asumir su inminente caducidad (especialmente en las versiones fuertes del mismo), el desincentivo es enorme. ¿Alguien cree que se puede construir, por ejemplo, un tejido de economía cooperativa funcional y potente, con lo que implica de inversión económica y de tiempo, bajo el signo del colapso?

    17. Movilizar a los movilizados, desmovilizar a los desmovilizados. Ese es el efecto del colapsismo. Mientras que con el colapsismo extremas minorías pueden prepararse para “colapsar mejor”, y quizá realizar avances micropolíticos en ese sentido, signifique lo que signifique eso (como bromea Ernest García en Ecología e igualdad “quien tenga suerte de hacerse con una parcela cultivable, practique en ella la agricultura ecológica, y se emplee a fondo en mantener a raya a los asaltantes, tendrá algunos días ratas para cenar”), la preeminencia del discurso colapsista en el debate público alimentará, en una proporción cien o mil veces mayor, el nihilismo y el cinismo de época. Esa  actitud que tan bien resume el refranero español:  “para lo que me queda en el convento, me cago dentro”.

    18. De hecho, en la coyuntura actual, cuando el discurso colapsista salta del nicho a la esfera pública mainstream, su efecto político inmediato juega mucho más a favor de alimentar la idea de un momento de recambio bipartidsta (ahora tocaría un gobierno del PP que coja el testigo de un gobierno del PSOE desastroso, en el que todo va mal), que a favor de organizar un movimiento masivo a favor del decrecimiento. Antonio Turiel ha hecho un trabajo muy notable en la divulgación sobre la dimensión energética de nuestra crisis socioecológica, que es real y exige reflexión y acciones serias. Para alejarse de aquello que llamamos colapsismo, según sus propias declaraciones un sambenito que le ha sido colocado injustamente, Antonio Turiel podría hacer dos cosas: además de asumir toda una serie de precauciones epistemológicas y diagnósticas en el salto de la energía a lo social (que comentaré en la segunda parte de estas notas), podría hacerse cargo, con mayor reflexividad, del efecto político de su mensaje. Porque las advertencias bienintencionadas sobre la ruina inminente de nuestra civilización pueden ser el caldo de cultivo perfecto para que florezcan las maniobras malintencionadas para tumbar este gobierno (y seguramente, el gobierno cambie muchas veces antes de que nuestra civilización se derrumbe). Evitar estas contraindicaciones exige modular el mensaje, que no es lo mismo que mentir. Y esto  resulta imposible si se parte de esquemas completamente erróneos sobre el papel de la verdad científica en los procesos sociales.

    19. Que en poco más de un año podemos tener un gobierno del PP y Vox en la Moncloa, que tumbe el trabajo realizado en materia de transición ecológica justa desde el 2018 y nos hagan perder todo lo ganado, por muy insuficiente que sea lo ganado, es el tipo de problemas políticos importantes que el colapsismo impide pensar con seriedad. Sé que Jorge sabe de sobra que no es lo mismo que el Ministerio de Transición Ecológica esté en manos de Teresa Ribera (que por cierto ha hecho un trabajo notablemente mejor del esperado) que un negacionista de Vox. Como no es lo mismo vivir en un país con sanidad pública o sin ella. O en un país donde el acceso a las armas facilite la rutinización de las matanzas en las escuelas que en uno donde no suceda. O en un país donde el derecho al aborto esté asegurado o no se pueda sobornar a la policía (el tipo de minucias que los amigos anarquistas desprecian y que dependen íntegramente de las políticas públicas y quien las diseñe e implemente). Pero cuando afirma “para gobernar, ya está Teresa Ribera”… además de ni siquiera poder imaginar a un ecologismo más transformador en el gobierno…¿no está dando Jorge Riechmann por sentado, de manera peligrosamente infundada, que Teresa Ribera gobernará? 

    20. “No nadamos a favor de la corriente”, nos recuerda Santiago Alba Rico. Esto hay que escribirlo en letras de fuego en nuestras mentes. La crisis ecológica tampoco nos pone a favor de la corriente, una ilusión peligrosa en la que muchos colapsistas incurren. En los debates grupusculares del ecologismo se combate confundiendo Green New Deal con capitalismo verde como si éste fuera un paradigma de gobernanza consolidado. Como si el negacionismo climático no hubiera estado cerca de volver ganar las elecciones en Estados Unidos, promoviendo además un golpe de Estado que, gracias al compromiso democrático de sus aparatos de Estado (manda narices) salió mal. Como si en la reciente segunda vuelta brasileña  un negacionismo orgulloso de activar ese tipping point climático que es la Amazonía, entre otros crímenes que reivindica con orgullo, no hubiera quedado a menos de un punto de volver a repetir mandato (y seguimos pendientes aún de que acepte democráticamente su derrota). 

    21. Pese a estar en la década decisiva de la lucha climática, las conquistas ecologistas en la guerra de posiciones que hemos logrado en los últimos años son extremadamente frágiles. Estamos solo a unas elecciones perdidas de que se puedan disolver como un azucarillo en el café (y si la cosa no es tan dramática, y también manda narices, en el fondo es porque estamos tecnocráticamente sometidos a la Unión Europea, lo que no cambia el problema, sólo lo desplaza a otro lugar). Cualquier discurso ecologista tiene que calibrar cuál es su verdadero papel, más allá de sus intenciones, en un contexto de competencia política en el que estas fuerzas negacionistas (algunas negacionistas climáticas, todas negacionistas de la igualdad humana) son infinitamente más fuertes que nosotros y van a usar nuestros errores a su favor. Jorge habla en su texto, de forma muy desafortunada, de “niños malcriados”. Tampoco lo merece, pero este epíteto creo que más que a nuestro pueblo se ajustaría  mejor al maximalismo irresponsable de cierto ecologismo que maneja un cuadro de la realidad política profundamente fantasioso.

    22. Un argumento común en los debates sobre el colapso es que no importa la fecha sino la tendencia. “Cinco o diez años no importa demasiado”, me dice muchas veces Luis González Reyes en los numerosos y enriquecedores debates que tenemos al respecto. Pero cinco años es lo que separa la proclamación de la República del inicio de la Guerra Civil. Ocho años, el fin de la República de Weimar con el ascenso de Hitler y el inicio de la Solución Final. En política, un lustro es un universo. Lo que puede estar en juego en cinco años lo es todo. Este es un síntoma de uno de los peores efectos del colapsismo, que es lo que tiene de autocastración política para el ecologismo. Algo que, por cierto, tiene mucho de ósmosis con nuestro tiempo.

    23. “Todos somos más hijos de nuestra época que de nuestros padres”, decía Debord. Nadie está exento de ello. Y seguramente hay mucho de cierto en las críticas que el Green New Deal recibe por tener un enfoque muy anclado en los países centrales del sistema mundo, o un punto de confianza tecnológica excesiva. Como es cierto que en el discurso colapsista se reproducen, de un modo fiel, algunos apotegmas neoliberales esenciales. Hemos mencionado alguna vez que el colapsismo rima muy bien con la inmensa cantidad de películas y series post-apocalípticas que gobiernan nuestra cultura audiovisual. También rima muy bien con la despolitización general que el neoliberalismo produce en serie. ¿No es acaso el colapsismo, de alguna manera, un remake ecologista del no hay alternativa de Thatcher?

    24. El colapsismo retroalimenta el clima de despolitización del que surge. Y eso tiene efectos nocivos en el ecologismo. El tipo de mirada y el tipo de agenda reflexiva que impone resultan muy esclarecedores. Dice Jorge Riechmann en sus notas que “si el ecologismo abandona el colapsismo, perderá sus órganos sensoriales más valiosos”. Partamos de la base de que este no es un debate que busque que nadie abandone nada, sino que busca compensar, contrapesar y diversificar. Pero creo que la tesis es matizable. El colapsismo permite introducir algunos análisis metabólicos importantes (aunque como veremos, también sesgados). Pero lo hace a costa de una auténtica atrofia en sus órganos sensoriales políticos. ¿Dónde están las reflexiones ecologistas sobre las políticas públicas de emergencia durante estos años en que la gestión de la pandemia del covid cambió radicalmente cualquier expectativa respecto al poder de intervención del Estado? ¿Dónde están las reflexiones ecosocialistas sobre los hechos económicos absolutamente trascendentales y la batalla ideológica que está teniendo lugar con la muerte teórica del neoliberalismo, batalla que no es especulativa sino que está desplazando, con efectos prácticos impresionantes, las placas tectónicas de la economía política europea? Hechos como la reforma del mercado energético o la mutualización de la deuda son transformaciones en curso que deberían estar en el centro de nuestras reflexiones ecosocialistas. Sin embargo, es significativo que para encontrar un ecologista que trabaje estos temas haya que acudir a la magnífica newsletter de Xan López, Amalgama, mientras que el filósofo más importante del ecologismo no solo en España, sino uno de los más importantes en lengua castellana, Jorge Riechmann, trabaja sobre ética gaiana. Algo fascinante y muy necesario, no quiero restarle un ápice de valor a la gaiapolítica de Jorge. No lo digo como una concesión vacía sino que es un reconocimiento honesto.  Pero también, honestamente, considero que es una tarea extremadamente vanguardista. Cuya aplicación política mínimamente verosímil igual tiene que esperar tres o cuatro décadas. Este es el tipo de jerarquía de prioridades que algo como el colapsismo fomenta. Y que aunque no sea su voluntad, porque evidentemente no lo es,  son despolitizadoras por incomparecencia.

    25. Los efectos despolitizadores (o contraproducentemente politizadores) del colapsismo en la batalla de ideas, donde uno puede permitirse ciertos lujos intelectuales, son todavía más claros en la praxis ecologista. Una dosis colapsista excesiva fomenta una cultura política en la que un cuadro joven ecologista medio, de esos que abundan desgraciadamente tan poco, tenga mucho más fácil orientar su valiosísima voluntad transformadora hacia un proyecto permacultural neorrurural  o la construcción del enésimo banco de tiempo fallido, que hacia otros caminos menos transitados. Que impliquen por ejemplo convertirse en abogados del Estado o entender cómo podrían operar los bancos centrales para facilitar la descarbonización. Por supuesto necesitamos permacultores. Pero para que el pez deje de morderse la cola, la transición agroecológica en la España vaciada necesita políticas públicas que la protejan y la favorezcan. Y para que eso deje de ser una palabra bonita en un libro y pase a ser realidad es igualmente necesario abogados del Estado y economistas. Economistas ecológicos sí. Pero que a la vez que sepan hablar el lenguaje de la economía convencional sin presentar siempre una enmienda a la totalidad que resulta inoperativa.

    26. Lo mismo podríamos decir de los recientes debates sobre si la explotación del hidrógeno verde convertirá a España en una “colonia energética”. Lo que aquí llamamos colapsismo es un marco ideológico que tiende a eclipsar lo mucho que la política tiene que decir en este desenlace, posible pero en absoluto asegurado. Por no hablar de que ese marco facilita mucho restar importancia a las coherencias espontáneas que un discurso como el de “España colonia energética” tiene con el planteamiento de una extrema derecha que habla de la descarbonización como “el suicidio de la soberanía nacional”.

    27. Y qué decir del papel del colapsismo en la cuestión de los conflictos que se están dando por la implantación de las energías renovables en algunos territorios. Sin duda, este es un asunto complejo porque las renovables tienen impactos que conviene rebajar. Y bajo la sombra del oligopolio eléctrico español su implementación dista mucho de responder a una cobertura de necesidades, y a una socialización de la riqueza asociada, sino a una maximización extractiva de beneficios. Pero impactos mucho mayores tiene no transformar a toda velocidad nuestro sistema energético. En esta paradoja, la visión exageradamente pesimista de las renovables que el colapsismo fomenta está alimentando una beligerancia visceral e irracional, que como dice el refrán, “está dispuesta a tirar el niño junto con el agua sucia”. Que enorme sinsentido es que justo en el momento en que la descarbonización se pone en marcha a una velocidad mínimamente adecuada, se multipliquen las resistencias a las mismas, algunas justificadas, y otras en absoluto. Que un proyecto tan interesante como el que la empresa pública noruega Statkraft intenta impulsar en Euskadi negociando con EH Bildu, un proyecto que supondría una tercera vía fundamental entre la insuficiencia constatada del autoconsumo y las propuestas de renovables obedientes a las lógicas del oligopolio, esté generando un enorme conflicto en las bases del ecologismo vasco, al mismo tiempo que la ampliación de la terminal gasística del puerto de Bilbo pasa más desapercibida, supone una situación muy esclarecedora. Intencionalmente o no, un pesimismo exacerbado sobre las renovables, como el que es común en algunos discursos colapsistas, facilita mucho que la sociedad adopte posiciones nimby. Que en términos energéticos son mucho más un caballo de Troya de la energía nuclear o de la continuidad fósil que un vector de decrecimiento consecuente.

    28. Es necesario aclarar aquí que nuestro debate con el colapsismo no es un debate con el decrecimiento. Son dos posiciones diferentes. Tanto Héctor Tejero como yo nos consideramos algo así como decrecentistas que intentan avanzar en esa dirección aplicando cierto realismo político, como defendemos en este artículo a favor de una amplia alianza poscrecentista. También somos perfectamente conscientes de que el capitalismo es una máquina de generar externalidades, y su superación histórica sigue siendo nuestro compromiso político más querido. Pero nos hacemos cargo de las lecciones del siglo XX. Y entendemos, como decía Latour, que paradójicamente cualquier todo es menor que sus partes. Lo que significa que la transformación del sistema pasa más por actuar sobre las partes que lo conforman, para ir dando lugar evolutivamente a un todo diferente, que por el viejo sueño del big bang revolucionario. Lo que en lo concreto, por ejemplo en la búsqueda de relaciones ecosociales Norte-Sur más justas, debería conducir al ecologismo del Norte a centrarse en políticas viables de reducción de consumos (eficiencia, reciclaje, bienes comunes) unidas a eso que nos demandan los compañeros del Sur: normas más equitativas de comercio internacional.  

    29. No tiene que ver mucho con el colapsismo, solo de manera indirecta, pero donde considero que Jorge se equivoca profundamente en sus notas es cuando  realiza afirmaciones como «“el pueblo que somos” debería avergonzarnos en cuanto nos examinásemos frente al espejo con una mínima serenidad» o «¿podemos considerar, como seres humanos racionales y adultos ⸺y no como niños malcriados⸺, que nos hemos metido en una trampa?» Creo que siempre conviene parar y replantearnos las cosas cuando nuestros razonamientos nos acerquen a un sitio que se parezca al famoso poema de Brecht, donde se esepcula si no sería más fácil “disolver al pueblo y elegir otro”.   Por supuesto, existe el margen para la mejora ética de nuestros comportamientos, y eso no es políticamente irrelevante. Pero en estas frases, tanto en fondo como en forma, están condensados algunos de los peores errores de la izquierda del siglo XX. Algo que en el siglo XXI conviene dejar atrás: superioridad moral, vanguardismo, racionalismo exacerbado, pulsión paternalista que te lleva a regañar a tu pueblo como si fuese menor de edad. Y sobre todo, una notable incapacidad para comprender las lógicas que operan en la vida cotidiana de la gente.  ¡Como si no hubiera sólidas razones, sociológicas, antropológicas, políticas e históricas para comportarnos como nos comportamos, por muy autodestructivo e injusto que sea este comportamiento! ¡Como si el ecocidio fuese una suma de caprichos adolescentes y no una inercia sistémica increíblemente compleja y resistente! ¡Como si en medio de la precariedad económica y biográfica que hoy sufren millones de personas no fuera adulto o racional tratar de sobrevivir asumiendo cierta dirección (nefasta) de la corriente! Resulta desconcertante que un autor como Jorge, que escribe con tanta sabiduría sobre la condición antropológica trágica del ser humano, por ejemplo cuando afirma “todos somos simios averiados” o “todos somos minusválidos”,  tenga luego estos comentarios. Creo que es siempre mejor asumir la máxima de Whitman cuando decía: “no moralizo, conozco el alma”. Seguramente Jorge no considere que esté moralizando, solo autoexigiéndose (y autoexigiéndonos) una entereza moral nueva. Esa que impone una época más oscura que muchas otras antes. No es baladí, porque es verdad que estamos moralmente mal preparados para las consecuencias gigantes de lo que estamos provocando. Pero la línea es borrosa. Y creo que no se percibe bien lo borrosa que es porque algunas de las aporías teóricas que son comunes en el pensamiento colapsista (el factor político de la verdad, cierto holismo ontológico) entran en juego.    

    30.  La segunda parte de estas notas tratarán de discutir no solo con lo que el colapsismo tiene de estrategia política contraproducente, sino lo que tiene de diagnóstico desenfocado. Esta primera parte ha intentado argumentar, de modo sucinto, por qué algunos sentimos que el colapsismo es una tentación política a la que no tenemos derecho. No tenemos derecho a asumir está década decisiva de batalla política ecologista desde una posición de desventaja tan manifiesta. Menos derecho tenemos a hacerlo si además llegamos a la conclusión de que el análisis frío de nuestras posibilidades es un poco menos estrecho de lo que el colapsismo tiende a asumir.  

    La ilustración de cabecera es «Sin título », de Eileen Gray (1878-1976). 

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  • Solidaridad entre especies

    Solidaridad entre especies

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    Por Astra Taylor and Sunaura Taylor.

    Este texto fue publicado inicialmente en la revista Dissent con el título «Solidarity Across Species».

    Somos animales. Aunque a los seres humanos, con frecuencia, nos cuesta aceptar este hecho fundamental, el nuevo coronavirus ha evidenciado nuestra conexión y relación de dependencia con el bienestar de otras criaturas. Nuestra indiferencia hacia otras especies ha ocasionado y agravado, de diversas formas, esta pandemia. Para coordinar una respuesta adecuada ―y para prevenir desastres futuros― debemos empezar a tener en consideración a los animales.

    Como muchas otras enfermedades temibles, entre las que se incluyen el ébola y el sida, COVID-19 es de origen zoonótico, lo cual significa que saltó de una especie a otra (probablemente de murciélagos a humanos). La destrucción y explotación de la vida no humana ha obligado a diferentes especies animales a tener un contacto cada vez más cercano, lo cual implica una mayor probabilidad de que emerjan virus semejantes.

    Los mercados de animales vivos chinos han recibido abundante (y xenófoba) atención mediática como posible fuente del brote, pero la industria cárnica estadounidense también ha ayudado a crear unas condiciones propicias para los patógenos a nivel mundial. La demanda creciente de carne en China, y a nivel global, no es espontánea: la crea una industria poderosa que invierte cantidades ingentes de dinero en promocionar sus productos y fomentar la falsa creencia de que la carne es una pieza clave para una dieta saludable y deseable. Esta propaganda tiene su origen en Estados Unidos, situados a la cabeza mundial en el consumo de carne per cápita.

    La ganadería industrial fomenta la propagación de virus a través del confinamiento de miles de animales cada vez más similares genéticamente en ambientes donde a menudo no tienen luz, no pueden ejercitarse y no pueden escapar de su propia suciedad. En vez de ofrecer unas condiciones y unos cuidados que garanticen la salud de los animales, se les impone a estos una dieta que contiene antibióticos, con el insensato objetivo de evitar enfermedades, y que a largo plazo lo que hace es generar súperbacterias resistentes a los mismos.

    En Estados Unidos, la carne es una industria que mueve novecientos mil millones de dólares. El ansia por la carne y por el beneficio económico se encuentran interconectados en un sistema que muestra una absoluta indiferencia hacia la vida animal y humana. Los vegetarianos tampoco deberían ir alardeando sobre lo que comen, ya que a los trabajadores agrícolas también se les maltrata y se les paga mal. Pero los trabajadores de plantas procesadoras de carne o mataderos soportan unas condiciones de trabajo particularmente horribles y peligrosas. Gran parte de los empleados de empresas cárnicas son inmigrantes con pocos recursos y la mayoría no tienen derecho a seguro médico ni a baja por enfermedad A los trabajadores se les despide o se les reemplaza rápidamente por caer enfermos o lesionarse. Estas instalaciones procesan miles de animales cada día, con cientos de empleados hacinados realizando un trabajo agotador, repetitivo y peligroso.

    La decisión de Trump de usar la Ley de Producción de Defensa para obligar a las plantas de procesamiento de carne a permanecer abiertas durante la pandemia fue una sentencia de muerte para muchos trabajadores racializados en situación vulnerable. El 27 de abril, un día antes de que se invocase la Ley de Producción de Defensa, cerca de 5.000 trabajadores de dichas plantas en diecinueve estados ya habían dado positivo por coronavirus. A la redacción de este artículo, 11.000 trabajadores de tres de las mayores empresas procesadoras de carne del país (Tyson Foods, Smithfield Foods, y JBS) se han contagiado. En todo el país han muerto sesenta y tres trabajadores. Las noticias sobre casos de discriminación contra trabajadores y trabajadoras de origen latino y sus comunidades debido a los brotes de coronavirus son cada vez más comunes. La situación es tan grave que la organización de defensa de los derechos civiles latinos LULAC ha instado a los habitantes de Iowa a boicotear la carne y los huevos de grandes empresas durante el mes de mayo para solidarizarse con sus trabajadores, y el sindicato de trabajadores de la industria cárnica más grande del país también apoya el cierre de las plantas.

    Comer menos carne, huevos y lácteos es ventajoso en muchos frentes: no solo reduce el riesgo de futuros brotes de enfermedades y pone fin a una industria sin consideración alguna hacia el bienestar o la seguridad de sus trabajadores, sino que también mitiga las diversas crisis ecológicas a las cuales nos enfrentamos.

    El consumo de productos animales es una de las principales causas de las emisiones de gases de efecto invernadero, del consumo y contaminación del agua, y de la deforestación global. Las industrias animales son también las principales causantes de la sexta extinción. Los humanos y el ganado constituyen actualmente más del 96% de la biomasa de mamíferos en el planeta, lo cual supone la sustitución de la vida y los espacios salvajes por animales de granja a los que tratamos cual partes de una línea de montaje ―como los millones que han sido sacrificados sin remordimiento alguno durante la pandemia. Reducir nuestro consumo de carne salvaría innumerables vidas, humanas y no humanas.

    Las industrias animales ―bestias económicas que concentran la riqueza y agravan la destrucción ecológica y biológica― deberían preocupar a cualquiera que esté interesado en saber cómo funciona el capitalismo. Sin embargo, la izquierda normalmente tiene muy poco que decir al respecto.

    Como mínimo, la izquierda debería unificarse en torno a la demanda de acabar con la ganadería industrial, un negocio global que aporta dos billones de dólares al año. Liberales y progresistas están dando pasos en esa dirección. El 7 de mayo, los senadores Elizabeth Warren y Cory Booker anunciaron una propuesta de ley para eliminar gradualmente la ganadería industrial a gran escala antes del 2040. ¿Por qué la izquierda no está liderando las demandas para acabar con Big Meat, o mejor aún, para abolir la industria cárnica en su totalidad? Un sector de la izquierda defiende que la adopción de prácticas sostenibles en la ganadería puede solucionar la crisis de la carne, pero eso sería algo parecido a que el movimiento por el clima pidiese reformas en la industria fósil en vez de su desaparición.

    Existen argumentos epidemiológicos, económicos y ecológicos lo suficientemente persuasivos para abolir la carne, pero conviene reflexionar sobre consideraciones éticas más fundamentales. Los y las socialistas que no tienen problemas en cuestionar la propiedad privada rara vez ponen en tela de juicio la posesión de animales. Como gente de izquierdas, tenemos el deber de preguntarnos qué nos da derecho a los seres humanos a tratar a las otras criaturas como nada más que cosas. ¿Qué es lo que otorga a nuestra especie el derecho a mercantilizar otros seres conscientes y, por consiguiente, a despojarlos de todo sin tregua alguna?

    Entre la ganadería y el forraje, la industria ganadera devora un 40% de la superficie habitable del planeta. Un sistema alimentario vegano consumiría una décima parte del terreno que consume el sistema actual. Un proyecto conjunto de resilvestración reduciría el brote de nuevas epidemias mediante la reducción del contacto entre humanos y animales salvajes y la restauración de la biodiversidad, disminuyendo así el riesgo de zoonosis y capturando carbono de la atmósfera. Si nuestra especie fuese razonable ―un rasgo que supuestamente nos distingue de otros animales― nos embarcaríamos en un proyecto de ese estilo. Para responder a la pandemia necesitamos ampliar nuestro imaginario político. Nuestra concepción de la solidaridad debe cruzar la barrera de la especie.

    ASTRA TAYLOR es la autora de Democracy May Not Exist, but We’ll Miss It When It’s Gone.

    SUNAURA TAYLOR es la autora de Beasts of Burden: Animal and Disability Liberation.

    La ilustración de cabecera es «Белая свинья с поросятами» [Cerda blanca con lechones], de Niko Pirosmani (1982-1918). El texto ha sido traducido por Inés Sánchez.

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  • Tras la democracia del carbono

    Tras la democracia del carbono

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    Por Alyssa Battistoni y Jedediah Britton-Purdy

    Este texto fue publicado originalmente en Dissent con el título «After Carbon Democracy». 

    En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia en lugar de por menos.

    Si te preocupa la democracia, el cambio climático no va a hacer que te sientas mejor. Desde hace décadas, el clima (y anteriormente la crisis ecológica en general) ha sido esgrimido como exponente fundamental de la incapacidad de la democracia para solucionar nuestros problemas más acuciantes.

    Los retos son innumerables: la acción climática requiere compromisos nacionales que beneficien a pueblos extranjeros y sacrificios actuales en beneficio de generaciones futuras, y que se basen en fundamentos científicos que, aunque fácilmente sintetizables, son demasiado complejos como para enganchar narrativamente a los negacionistas. Simplemente, la gente no se impone a sí misma firmes restricciones de manera voluntaria, especialmente en beneficio de desconocidos.

    Como prueba de ello, quienes se muestran escépticos ante la democracia señalan las airadas protestas contra las subidas de precio de los combustibles fósiles, como los chalecos amarillos en Francia o las movilizaciones ecuatorianas contra la retirada de las subvenciones a los carburantes. A esto hay que añadir el rechazo, o directamente la derogación, de los impuestos sobre el carbono en lugares que van desde Australia hasta Washington, y la elección de presidentes agresivamente antiambientalistas en Estados Unidos y Brasil, dos de las mayores democracias del mundo.

    Recientemente un columnista del Financial Times, un barómetro fiable de la opinión de las élites, preguntaba: «¿Puede la democracia sobrevivir sin carbono?». Su respuesta era: «No lo vamos a averiguar. Ningún electorado va a votar en perjuicio de su propio estilo de vida. No podemos culpar a malos políticos o a corporaciones, somos nosotros: siempre vamos a elegir crecimiento antes que clima».

    Incluso las personas de izquierdas afines a la democracia no pueden sino preocuparse por lo que implicaría para esta un cambio drástico en las condiciones materiales. En Carbon Democracy, el historiador Timothy Mitchell afirma que «gracias al petróleo, las políticas democráticas se han desarrollado con una orientación particular hacia el futuro: el futuro como horizonte ilimitado de crecimiento». Ahora sabemos que dicho horizonte se está cerrando.

    Así pues, ¿somos nosotros el problema? ¿Qué posibilidades hay de una democracia sin carbono en el siglo XXI?

    Una breve historia de la democracia climática

    La actual oleada de ansiedad a propósito de la democracia y el medio ambiente tiene multitud de precedentes. En los años setenta, momento en que emergía la política ecológica moderna, el teórico político William Ophuls imaginó qué ocurriría si tuviese que detenerse el crecimiento económico (una predicción habitual, en ese momento, tanto entre individuos radicales como entre centristas). Ophuls argumentaba que la escasez es la condición insoslayable de la vida humana y la política, el inevitable conflicto por los recursos limitados. Esta es la razón que llevó a Thomas Hobbes, el primer teórico político moderno, a insistir en la necesidad de un soberano absoluto para que hubiera orden político: para mantener a la gente a salvo de los estómagos codiciosos y famélicos de los demás. Lo específico de la época moderna, y de mediados del siglo xx en particular, ha sido la creencia de que la escasez podía ser evitada; de que la riqueza podía ser no solo abundante sino ilimitada. La crisis ecológica se presentó como un duro reproche a semejante manera de pensar y a los sistemas políticos que se han edificado sobre ella.

    Ophuls defiende que un futuro sostenible ecológicamente hubiese sido «más autoritario» y «menos democrático». Los mandarines ecológicos se harían cargo de gestionar los recursos comunes de manera apropiada; el gobernador ecológico ideal vendría a ser una combinación de Platón y Hobbes, al que se le añadiría algo de John Muir: el conocimiento del filósofo-rey combinado con la soberanía absoluta y con una elegante nota de conciencia verde.

    En cualquier caso, en los años ochenta los expertos políticos en boga ya promovían una solución distinta: ecologismo de mercado, que veía la respuesta a los problemas medioambientales no en un decrecimiento, sino en la creación de más mercados, calibrados inteligentemente para la «internalización» de «externalidades» industriales a través de la incorporación de los costes de la polución a los de los recursos (el impuesto sobre el carbono es una versión de esta idea). Los economistas señalaron que la amenaza de la polución lanzada a la capa de ozono por los clorofluorocarbonos (CFC) se había solucionado de forma barata y rápida mediante un sistema de mercado de permisos negociables. En Europa se resolvió incluso de manera más veloz a través de su prohibición; sugiriendo que la clave era que se podían reemplazar los CFC, o directamente prescindir de ellos. Si había funcionado para los CFC, la lógica dictaba que podía funcionar para el carbono. La teoría económica, que es la elitista sabiduría convencional de esta época, indicaba claramente que el camino a seguir era una solución de mercado.

    Parecía que la mejora del medio ambiente se ajustaba perfectamente al final de la historia: capitalismo, democracia y aire limpio podrían ir de la mano ahora y siempre. La «curva de Kuznets medioambiental» mostraba, supuestamente, que la polución había crecido en los primeros estadios de la industrialización para luego caer cuando el electorado de clase media decidió que se podía permitir agua y aire limpios, lo que replicaba la trayectoria de la desigualdad económica que el economista Simon Kuznets plantea en su optimista trabajo sobre tendencias de ingresos a largo plazo. La versión de la democracia que se hallaba en esta idea aparecía desnuda: los politólogos que investigaban el progreso democrático y su «consolidación» incluyeron en su definición los «derechos de propiedad», que generalmente implican un sistema de mercado capitalista. Esta no era una democracia que pudiera impugnar las prerrogativas capitalistas, sino una que se identificaba axiomáticamente con ellas.

    Para los años 2000 quedó claro que el progreso no estaba ocurriendo lo suficientemente rápido. El cambio climático era un problema más grande de lo que muchos habían supuesto, quizá fuera incluso completamente distinto. El ingenuo optimismo «democrático» cedió terreno. Desde la perspectiva de la economía de la elección racional, el cambio climático se presentaba ahora como un ejemplo de manual de problema de la acción colectiva: era de interés común alcanzar una solución, pero también era de interés individual no dejar de emitir aprovechando que los demás sí que lo hacían. La acción climática suponía un sacrificio que nadie estaba dispuesto a hacer a no ser que lo hicieran todo el mundo; y todo el mundo tenía incentivos personales para descargar la responsabilidad sobre los demás y, en última instancia, sobre las generaciones futuras.

    Pero la teoría de la elección racional estaba siendo en sí misma atacada por la economía behaviorista, la cual apuntaba que la manera de tomar decisiones es de todo menos racional. Este era el lenguaje de las élites políticas sobre la naturaleza humana en el nuevo milenio; en libros de gran popularidad, como Freakonomics, como en trabajos cuasiacadémicos, como Nudge, del economista de la Universidad de Chicago Richard Thaler y el profesor de derecho en Harvard Cass Sunstein (quien estuvo una temporada el frente de la Oficina de Información y Asuntos Regulatorios de Barack Obama). La economía behaviorista explicaba el problema de la acción colectiva en sus propios términos: no se trataba simplemente de que nuestros intereses tuviesen una orientación deficiente, sino más bien que apenas podíamos entender cuáles eran nuestros propios intereses. «¿Por qué no es verde el cerebro?», preguntaba en 2009 un titular en la portada de The New York Times Magazine, captando el nuevo zeitgeist. El problema era de «prejuicios automáticos» que deformaban la cognición; la gente está acostumbrada al corto plazo, mientras que el cambio climático es un problema que abarca siglos. No hemos calculado correctamente los riesgos; reaccionamos de manera distinta a las mismas medidas si se las adorna de manera diferente: la gente odia los «impuestos» al carbono, pero le gustan las «compensaciones» de carbono. No nos gusta el cambio, sufrimos de aversión al riesgo. Tenemos dificultades para percibir el cambio climático como una amenaza porque no se trata de un acto de violencia inmediatamente visible, como la guerra.

    Quizá la democracia no fuera la culpable per se del cambio climático, pero había algo en el demos (algo en la gente en sí misma, algo en nuestros cerebros) que no estaba preparado para entender y lidiar con semejante problema. Se seguía de esto que no estábamos preparados para el autogobierno en un mundo definido por complejos problemas a largo plazo; la gente necesitaba ser engañada ―«impelida»― para poder decidir sobre sus intereses propios más profundos y verdaderos. Tanto aquí como en el análisis de la elección racional había, tácita pero implícitamente, un análisis fundamentalmente individualista y ahistórico del cambio climático. No importaba quién hubiese causado realmente todas las emisiones de carbono, o bajo qué sistemas de economía política se hubiesen producido: los humanos éramos, en última instancia, todos iguales y dicha forma de ser dificultaba enormemente hacer nada respecto a los procesos efectivos.

    En los últimos años, las culpas han pasado de recaer en lo idiota que es la gente o en los fallos inherentes de las instituciones democráticas para recaer en la dominación de estas por parte de las compañías de combustibles fósiles. El dinero negro que responde a intereses particulares (y también no poco dinero obscenamente visible a plena luz) ha sido utilizado para negar el cambio climático, para acabar con los impuestos sobre el carbono y con la expansión de las energías renovables, y para desregular la industria. Este giro hacia una historia política de las políticas medioambientales se ha centrado en los defectos e infortunios contingentes del proceso político estadounidense; desde la completa apertura de la válvula del gasto político hasta las vicisitudes de las negociaciones de la Casa Blanca en los años ochenta («la década en que casi paramos el cambio climático», como afirmaba Nathaniel Rich en un extenso artículo de The New York Times Magazine en 2018).

    Mientras el catastrofismo por el fin del mundo sustituye a la euforia del fin de la historia, las últimas cuatro décadas de pensamiento «político» sobre el clima parecen no haber sido nada políticas. O, más bien, el pensamiento climático de estas décadas ha sido un síntoma de la antipolítica dominante: una política de ideas (teoría de la acción racional, economía behaviorista) e instituciones (la industria de los combustibles fósiles, los bancos de inversión, el Partido Demócrata de Bill Clinton y Robert Rubin) que afirmaba no ser política, sino sentido común o ciencia, y que trabajaba para aplastar cualquier política que fuera más allá del pesimismo generalizado acerca de los seres humanos y del optimismo sobre los tejemanejes institucionales y tecnológicos.

    El «elefante en la habitación» propio de estos discursos en torno a la democracia y el cambio climático es el capitalismo.

    El capitalismo se encuentra en el corazón mismo del cambio climático, ya que se basa en un crecimiento indefinido que el planeta no puede soportar. Todas las formas de capitalismo que hemos conocido han sido extractivistas, han drenando la Tierra de su energía y de gran parte de su riqueza de maneras destructivas que no son renovables. Y todas las formas de capitalismo que conocemos han sido incapaces de reparar en las amenazas medioambientales, sobre todo la polución, de la cual los gases de efecto invernadero son el último y mayor ejemplo. El extractivismo y la polución se hallan en el núcleo de las economías medioambientales convencionales: habitualmente son descritas como cuestiones derivadas de «externalidades» y del «capital natural» y a menudo se propone como solución a ello la «contabilidad ambiental de costo total», para así incorporar bienes y riesgos ecológicos a los balances generales de empresas y consumidores. Este relato convierte el problema en una serie de cuestiones técnicas, pero desde la derrota de la ley Waxman-Markey en 2010 ha quedado claro que incluso los desafíos aparentemente técnicos para el ámbito político y económico de los combustibles fósiles requiere mayorías movilizadas luchando para salvar el mundo. Es decir, la tecnocracia no evita la política, sino que la ignora, para luego verse sorprendida por ella. La idea del crecimiento indefinido es más básica aún y, por lo general, la economía convencional la ha esquivado.

    La política climática se ha dado en su totalidad dentro del periodo de la hegemonía neoliberal, en el cual ha sido imposible considerar o imaginar un fuerte control democrático sobre la economía; la antipolítica de esas décadas funcionó para proteger contundentemente los mercados de inoportunas distorsiones políticas. Al restringir las políticas democráticas y revertir ―o directamente saltarse― las limitaciones impuestas al capital de manera democrática (incluyendo las regulaciones medioambientales de los años setenta), el neoliberalismo ha dificultado enormemente la solución de los problemas medioambientales sistémicos del capitalismo.

    Si vamos a hablar de democracia y cambio climático, entonces también tenemos que hablar de democracia y capitalismo, aunque en casi todas las conversaciones se presupone una democracia que no puede o no necesita poner en cuestión los preceptos básicos del capitalismo. La actual política climática ha funcionado de la misma manera hasta hace muy poco. Hasta 2016 parecía que el neoliberalismo había triunfado sobre la democracia, que la economía había sometido completamente a la política. Y entonces la política volvió a la vida, y lo hizo rugiendo.

    Pero una política viva plantea preguntas de distinto tipo y ni mucho menos fáciles. ¿Puede la democracia realmente vencer o contener al capitalismo en un momento en el que la primera parece debilitarse cada vez más y la segunda no para de hacerse más fuerte? ¿Y cuáles son los caminos más probables para la democracia en un mundo golpeado por el cambio climático? Argumentar que la difícil situación en la que nos encontramos es resultado de un mundo profundamente antidemocrático no implica necesariamente que una democracia más fuerte vaya a facilitar las cosas. Hemos alcanzado algo de claridad sobre nuestra situación, pero a costa de remplazar un problema histórico (hacer frente al cambio climático) por dos (alcanzar la democracia para hacer frente el cambio climático). ¿Cuáles son las dimensiones de este nuevo problema? ¿Es probable que la democracia y el cambio climático colisionen en los años?

    Culpar a la democracia por el cambio climático

    Comencemos con la insinuación habitual de que acabar con el cambio climático puede significar la supresión de la democracia. El espectro del déspota ilustrado que gobierna en pos de la Tierra y sus criaturas ―el híbrido Platón-Hobbes-Muir― reaparece regularmente. El hecho de que un régimen semejante no haya existido jamás y de que sea poco probable que nunca lo vaya a hacer no ha detenido a académicos y periodistas a la hora de citar una y otra vez a tal o cual científico que afirma que la democracia no está a la altura de la tarea de frenar el cambio climático. Allí donde gobiernan fuerzas autoritarias no lo hacen en nombre de la ecología. Paradójicamente, China ocupa una doble posición dentro de este imaginario: de una parte, se dice que hace que las acciones climáticas norteamericanas se vuelvan irrelevantes debido a sus crecientes e imparables emisiones; de otra, se usa como ejemplo de las ventajas medioambientales del autoritarismo, dada su capacidad para construir trenes de alta velocidad o detener la producción de carbón de la noche a la mañana.

    De todas formas, la democracia no va a volver por donde ha venido. Va a ser difícil que desaparezca completamente incluso en lugares donde lleva instaurada apenas unas pocas décadas, a pesar del pánico de algunos progresistas ante su caída. Aunque por supuesto que puede retroceder o erosionarse y, de hecho, lo hace. A veces, como ha ocurrido recientemente en Rojava y Hong Kong, la democracia es violentamente reprimida. La democracia se encuentra amenazada en todo el mundo: por los terratenientes y oligarcas racistas en Bolivia o por el régimen nacionalista y derechista de Turquía.

    Al tratar con las fuerzas debilitadoras de la democracia, además, deberíamos desconfiar menos de las masas que de los liberales de clase media, que son quienes sostienen los tropos acerca de «la crisis de la democracia» y de cómo la gente no es capaz de gobernarse a sí misma. Históricamente, las clases medias han sido tibias con respecto a la democracia, a veces la apoyan, pero también la dejan de lado cuando las clases trabajadoras parecían demasiado poderosas. Estudios recientes sugieren que la relación entre capitalismo y democracia no se deriva de una innata afinidad estructural, sino más bien del hecho de que, en las sociedades capitalistas, la creciente clase trabajadora presiona en pos de reformas democráticas con el inconstante y escasamente fiable apoyo de la clase media.

    En muchos lugares, lo que es más probable que un gobierno directamente autoritario es la perspectiva de que el neoliberalismo, que ha demostrado ser notablemente resistente tras la crisis de 2008, continúe restringiendo el gobierno popular. Y la solución favorita de los tecnócratas liberales es el impuesto sobre el carbono, pero dicho impuesto conlleva un problema del tipo de los de qué vendrá antes, el huevo o la gallina: los únicos que realmente lo defienden son una alianza de politólogos y de una parte afín del capital, pero, sin embargo, es difícil imaginar al capital imponiéndose voluntariamente a sí mismo nuevos costes añadidos sin una presión política masiva. Las empresas solo apoyan un impuesto sobre el carbono cuando la alternativa les resulta más amenazadora ―por ejemplo, el Green New Deal―. Si surgiera una presión política en torno a dicha alternativa, sería posible imaginar al centrismo presionando por un impuesto sobre el carbono en tanto que solución que cuenta con el visto bueno de las empresas, si bien, probablemente, a un nivel muy por debajo de los setenta y cinco dólares por tonelada propuestos por el Fondo Monetario Internacional (a modo de referencia, la media mundial es de ocho dólares por tonelada, cuando la ONU ha recomendado un impuesto de entre 135 y 5.500 dólares por tonelada para 2030).

    Mientras tanto, en países donde la agenda política está marcada por su capacidad para pedir préstamos, un impuesto sobre el carbono (o sobre el combustible) podría imponerse desde el exterior o ser instituido en respuesta a las condiciones de los prestamistas. El reciente intento de Ecuador de recortar los subsidios a los combustibles, por ejemplo, pretendía ahorrarle al estado 1.300 millones de dólares al año como parte de un paquete de crédito de 4.200 millones por parte del FMI. Sin embargo, es probable que la imposición de nuevos gastos sobre personas que ya han sufrido la peor parte de la crisis económica genere nuevos contraataques: las movilizaciones que siguieron a los recortes en los subsidios mencionados obligaron a su restablecimiento, de la misma forma en que las protestas de los chalecos amarillos contra un nuevo impuesto sobre los carburantes provocaron que este fuera abandonado. Entender todo ello como manifestaciones democráticas contra la acción climática es mezquino; podrían serlo si quienes protestan vieran que sus alternativas fueran o bien austeridad o bien destrucción medioambiental, pero estas son también revueltas democráticas contra el neoliberalismo y, al menos potencialmente, a favor de otra opción distinta. La pregunta es si pueden señalar el camino hacia una alternativa menos desesperante, hacia alguna forma de prosperidad pública compartida.

    Democratizando la descarbonización

    De hecho, hay un programa climático ambicioso que propone asumir grandes gastos en beneficio de pueblos extranjeros y de generaciones futuras (y también reconstruir el paisaje estadounidense de manera generosa e inclusiva) y que está movilizando a activistas y convenciendo a candidatos a las primarias del Partido Demócrata. En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia, no por menos, incluso cuando aún no gocemos de nada que se asemeje a una democracia perfecta. La premisa es que la acción climática debe ser popular para poder triunfar políticamente, lo que implica que debe beneficiar a las personas ahora, en lugar de pedirles que se sacrifiquen en beneficio del futuro. No hay electorado para una austeridad verde y los cambios que necesitamos no se pueden barrer debajo de la alfombra mediante acciones ejecutivas (como en el Plan de Energía Limpia) o mediante maniobras legales (como sucede con la estrategia «demandar a esos cabrones» que históricamente han seguido las grandes organizaciones medioambientales sin ánimo de lucro).

    El Green New Deal señala que la acción de acabar con las emisiones de carbono tiene que formar parte de una transformación más amplia de la economía y la sociedad: una que aborde el enquistado poder del capital fósil y el de los responsables políticos que lo han estado protegiendo, así como los daños que estos han causado a la ciudadanía, especialmente a las comunidades de color y a la clase trabajadora. Señala también que la riqueza pública es la forma de vivir bien dentro de los límites ecológicos y que debemos construir el tipo de democracia necesaria para lucha contra el cambio climático mediante la lucha contra el cambio climático, en lo concreto más que en lo abstracto.

    La izquierda que abraza la «democracia» tiende a entenderla como algo más sólido y robusto que un mero «mayoritarismo» ―como una llamada a la igualdad, como una riqueza compartida y como un reconocimiento mutuo; como algo que siempre estamos esforzándonos en conseguir, en lugar de una serie de procedimientos políticos ya establecidos de una vez para siempre―. Estados Unidos sigue fracasando en tanto que democracia por muchas de estas cuestiones y las políticas climáticas pueden o bien ahondar en este sentido de democracia o bien ponerlo aún más en cuestión.

    Pero también hay mucho que decir acerca de ese frágil «mayoritarismo». Si el Tribunal Supremo de los Estados Unidos no hubiese otorgado la victoria en las elecciones del año 2000 a George W. Bush tras haber perdido la votación popular frente a Al Gore, probablemente las negociaciones climáticas internacionales hubiesen progresado mucho más y la legislación sobre el clima podría haber ocurrido en la década en que Estados Unidos, en cambio, se lanzó a la guerra de Irak. Si el colegio electoral no le hubiese entregado la victoria a Trump tras haber perdido la votación popular, quizá Estados Unidos no estaría revirtiendo en tiempo récord las restricciones sobre la polución en el aire y sobre las emisiones de carbono. Incluso en una democracia enormemente imperfecta, el «mayoritarismo» sigue implicando poder.

    «Mayoritarismo» implica que no tienes que hacerte con los corazones y las ideas de toda las personas del país, no tienes que alentar una transformación moral completa y simultánea, simplemente tienes que ganarte a la mayoría de la gente. Y una gran mayoría de la gente ha señalado de manera consistente su apoyo a muchos de los elementos del Green New Deal: trabajo garantizado, inversión en energías cien por cien renovables y en transporte público, restauración de bosques y suelos, etcétera. En un mundo construido por fuerzas profundamente antidemocráticas, en el que estamos tratando de abrirnos paso democráticamente hacia algo distinto, el hecho de que la democracia no sea un proyecto de consenso es algo positivo.

    Pero el respaldo en las encuestas es solo el primer paso. Incluso ganar unas elecciones es el principio y no tanto el final. Si las exigencias democráticas suelen ser antagónicas a las necesidades del capital, y si el cambio climático es producto del capitalismo, entonces la acción democrática contra el cambio climático va a ser hostil al capital. Por supuesto, a ciertas formas del capital más que a otras: sin duda la industria de los combustibles fósiles va a luchar hasta la muerte, mientras que los potenciales magnates de la energía solar y eólica van a estar contentísimo con la instauración de un Green New Deal, si bien es de suponer que con uno que inyecte dinero público al I+D privado en vez de gravar al capital para desarrollar servicios públicos. En cualquier caso, hay suficiente capital adyacente o dependiente de los combustibles fósiles como para que se alinee un conjunto de fuerzas significativo contra cualquier pretensión seria de desbancar a las grandes compañías petrolíferas.

    La lucha contra las decisiones antidemocráticas del capital no es la única en el horizonte. El «mayoritarismo» no siempre implica que quienes ganen puedan hacer que los perdedores hagan lo que no quieren hacer; incluso si es posible imaginar mayorías democráticas que respalden una vivienda y un transporte públicos, ¿qué ocurrirá cuando haya resistencia frente a los proyectos de rehacer todo lo que tenga que ver con carreteras, vehículos deportivos y viviendas unifamiliares independientes en Estados Unidos? Las eternas luchas sobre quién controla realmente de manera efectiva los terrenos públicos en los estados del oeste (que llegan ocasionalmente a cotas dramáticas, como la ocupación derechista en 2016 del refugio de vida salvaje de Malheur, en el este de Oregón) muestran que existe una fuerte resistencia a la idea de que el Congreso, el Tribunal Supremo o quien sea desde Washington tenga la última palabra. Las agudas divisiones entre jurisdicciones «rojas» y «azules»,[1] en las que cada una de ellas denuncia como ilegítimas las mayorías de la otra ―por manipuladas, por dependientes del Colegio Electoral o de la restricción del derecho a voto, o por estar empañadas por el «fraude electoral» (algo en lo que Trump no para de insistir de manera insidiosa)―, pueden conllevar una dificultad aun mayor a la hora de aplicar decisiones nacionales a estados y ciudades disconformes.

    El problema de la escala es aún más imponente a nivel planetario. En la historia de la democracia, al menos hasta el momento, el «gobierno del pueblo» ha sido siempre de un subgrupo del pueblo, generalmente señalado por los límites territoriales del estado nación; pero el cambio climático afecta de manera significativa a personas más allá de las fronteras nacionales, a aquellas que aún no han nacido, y a animales no humanos, ninguna de las cuales forma parte del «pueblo» que toma decisiones políticas. También sabemos que tanto las causas como los efectos del cambio climático están desigualmente distribuidos: alrededor del 10% de la población global es responsable del 50% de las emisiones en todo el mundo, mientras que el 50% de la población es responsable de apenas el 10%, siendo estas últimas las comunidades más vulnerables al desastre climático. Sin embargo, no tenemos un Estado global (sea eso deseable o no), así que, en lo que respecta a un futuro que seamos capaces de anticipar, está descartada una democracia global genuina .

    Esto significa que la mayoría de la población global que quiera poner freno al consumo derrochador de unos pocos poderosos no tiene medios de ninguna clase para hacerlo. En concreto, el resto del mundo no puede hacer que Estados Unidos rinda cuentas. Somos el país que más tiene que perder con una toma de decisiones democrática global, lo cual explica por qué el poder de Estados Unidos se ha utilizado principalmente para socavar instituciones globales, excepto cuando se alineaban con los intereses norteamericanos. La democracia realmente existente está atrapada en el problema de que hay subgrupos nacionales que tienden a tomar decisiones para el resto del mundo y de que, dentro de ellos, son los ricos y poderosos los que conservan la mayor parte de la capacidad de influencia. Sin embargo, eso no significa que las opciones sean o Estado mundial o la quiebra. Sea cual sea el grado de poder que puedan alcanzar las comunidades situadas en primera línea de batalla (desde acciones legales frente a amenazas climáticas en los países de origen de las grandes compañías petrolíferas hasta esfuerzos internacionales conjuntos para frenar la extracción de combustibles fósiles, pasando por programas solidarios como el de gasto internacional incluido en la versión del Green New Deal propuesta por Sanders), van a ser relevantes para limitar el poder de los combustibles fósiles y para hacer que las décadas por venir sean menos crueles y desiguales.

    Por supuesto, no es una realidad el que los movimientos por la democracia sean movimientos por la justicia climática: es bastante sencillo imaginar movimientos circunscritos a estados nación en posiciones estructuralmente privilegiadas demarcando «el pueblo» como una categoría étnico-nacionalista y fomentando posturas en contra de las personas migrantes cuando haya más refugiados climáticos buscando un lugar seguro, o acelerando la extracción de combustibles fósiles para financiar programas sociales para las personas nativas a costa de los extranjeros, o invirtiendo en infraestructura y trabajos verdes para las comunidades más favorecidas mientras se abandona al resto a merced de inundaciones e incendios cada vez más abundantes.

    Pero también es demasiado simple observar el clima como si fuera una crisis única. La mayor parte de las decisiones políticas afectan a personas fuera de las comunidades políticas ya existentes, ya sea porque viven más allá de sus fronteras o porque lo van a hacer en el futuro. La decisión de construir autopistas moldea de manera profunda los patrones de habitabilidad y desplazamiento; la de debilitar a los sindicatos de un país afecta al comercio global y a los trabajadores de todo el mundo. ¿Por qué el cambio climático, en particular, ha hecho correr ríos de tinta? La crisis climática es un reto temible para la política y, aun así, hay muy pocas personas que sugieran que la toma de decisiones democrática sea imposible en muchas otras áreas en las que existe una fuerte interdependencia. Como sugiere el filósofo Stephen M. Gardiner en A Perfect Moral Storm, resulta difícil no pensar que la enumeración de las muchas razones por las cuales la política «no funciona» o «no puede funcionar» puede llegar a ser una manifestación de mala fe que nos distraiga de la tarea de tratar de confrontar estas crisis con los medios de los que disponemos.

    Tendemos a tratar el cambio climático como un problema de un tipo completamente distinto, que requiere de soluciones completamente distintas, cuando en realidad está arrojando luz sobre muchos de los retos, las tensiones y las paradojas más recurrentes de la política realmente existente. A un alto nivel de abstracción, la pregunta puede ser existencial, pero en la práctica la solución va a implicar algo a medio camino entre la guerra de trincheras y un ataque de nervios colectivo, atravesará los canales de toda institución existente y, a la vez, estos la atraparán y le exprimirán todas sus capacidades. Hacemos nuestra propia política, pero no tal y como queremos.

    Cabe esperar un conflicto largo y difícil, repleto de peleas recurrentes sobre cuál es la voluntad de la gente, quién es la gente y cómo se debería relacionar esa voluntad, perpetuamente en disputa, con instituciones pegajosas, infraestructuras más pegajosas todavía, un capital desatado y gente sometida, y todo ello enmarcado en una naturaleza cada vez más impredecible a la que no le importa nada de todo esto que hemos dicho. Desafortunadamente, este es el aspecto que tiene la política hoy en día, incluso cuando los desafíos son enormes y evidentes, y la meta a alcanzar es la propia democracia. Para salir de esta solo nos queda seguir hacia delante.

     

    ALYSSA BATTISTONI es investigadora posdoctoral en la Universidad de Harvard y editora de Jacobin. Es coautora de A planet to win: Why we need a Green New Deal. JEDEDIAH BRITTON-PURDY es profesor de derecho en la Universidad de Columbia, editor de Dissent Magazine y autor de This Land Is Our Land: The Struggle for a New Commonwealth.

    La ilustración de cabecera es un grabado en cobre que representa una batalla naval cerca de Corinto en el año 430, y es obra de Matthäus Merian el viejo (1593-1650). La traducción del artículo es de Marco Silvano.

    [1] En Estados Unidos se habla de estados o jurisdicciones «rojas» o «azules» para señalar aquellas en las que gobierna una mayoría del Partido Republicano o del Partido Demócrata. Lo particular es que, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares, el color rojo sirve para identificar al Partido Republicano, que es conservador, y el azul para identificar al Partido Demócrata, supuestamente más progresista. (N. de Contra el diluvio).

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  • ¿Qué pasa con el Green New Deal?

    ¿Qué pasa con el Green New Deal?

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    Por Richard Seymour

    Este texto fue publicado originalmente en el Patreon de Richard Seymour con el título «What’s the Deal with the Green New Deal?».

    El texto que publicamos hoy tiene menos de un año. Aún así, a finales de marzo de 2020, puede dar la sensación de pertenecer a otro siglo. Algunas de sus preocupaciones fundamentales, centradas en los puntos débiles de un proyecto de Green New Deal para luchar contra los peores efectos del cambio climático, siguen estando vigentes. Otras, como la reacción de resistencia del capital internacional ante estímulos fiscales sustantivos, la necesidad de la nacionalización de sectores estrátegicos para evitar un colapso económico o la complicada interrelación entre políticas expansivas de empleos verdes públicos y decrecimiento, por mencionar algunas, parecen menores ante la enormidad de la crisis a la que se enfrenta el mundo a causa del virus COVID-19. Pese a ello, pensamos que algunas de sus reflexiones de fondo sobre a qué fuerzas se podría enfrentar un país que intentase ir contracorriente del capital internacional pueden ser relevantes en los meses y años futuros, y merecen publicarse y ser leídas. Si no fuese así, que el texto sirva al menos para reflexionar sobre lo rápido que pueden quedar obsoletos problemas y preocupaciones que hasta hace muy poco nos parecían centrales. (Contra el diluvio, 23 de marzo de 2020)

     

    Uno de los desarrollos políticos más prometedores en la actualidad en Estados Unidos y Reino Unido, dos de los estados más contaminantes del mundo, es el impulso creciente de algo llamado «Green New Deal». Quiero plantear algunas dudas sobre el tema, pero antes de nada merece la pena reconocer lo alto que ha conseguido llegar en la agenda política.

    En Estados Unidos, Alexandria Ocasio-Cortez ha demostrado una habilidad considerable a la hora de recabar apoyos para el Green New Deal con la resolución H. Res.0109. Entre sus apoyos en el Senado se puede encontrar una mezcla de liberales americanos tradicionales como Elizabeth Warren y oportunistas como Kamala Harris, Kirsten Gillibrand, Amy Klobuchar y Cory Booker. Una prueba de que Ocasio-Cortez es una defensora muy efectiva del proyecto.

    En Reino Unido existe desde hace años el Green New Deal Group, apoyado por un amplio abanico de economistas, miembros de Los Verdes y más gente, cuyo trabajo ha sido reconocido por el grupo Labour for a Green New Deal. Es probable que en el próximo manifiesto electoral del Partido Laborista aparezca una versión del Green New Deal. Algunos de sus elementos, en especial la idea de utilizar la inversión pública para potenciar la industria verde, ya han sido adoptados. Estas son únicamente dos versiones del Green New Deal, y no las más radicales. Sin embargo, me centro en ellas porque parecen tener trás de sí cierta autoridad e impulso.

    Hay algunas diferencias importantes entre los planes de Estados Unidos y Reino Unido. Ambos contienen un llamamiento a realizar grandes inversiones que transformen la red eléctrica y generen «trabajos verdes». Ambos hacen hincapié en la expansión de la red de transporte público y el uso de incentivos y garantías fiscales que promuevan el «reverdecimiento». Sin embargo, la diferencia fundamental es que el grupo británico pide una serie de controles económicos, sobre todo controles de capitales, restricciones de los mecanismos financieros, la división de los grandes bancos y la reducción en el papel de la City de Londres, mientras que la resolución H.Res.0109 no menciona ni la reducción en el poder de Wall Street ni el control de capitales.

    Se trata de una diferencia muy importante. Lo que uno pueda opinar sobre ella dependerá de la opinión que tenga acerca de la ideología win-win implícita en parte de la literatura sobre el Green New Deal; esta ideología sostiene que es posible contar con un crecimiento capitalista, salarios más altos, muchos trabajos sindicados y una esplendorosa y renovada economía verde sin que nadie salga perdiendo. Si crees, por el contrario, que una política restrictiva respecto al carbono sería costosa para el capital, entonces asumirás de modo sensato que el capital va a oponer resistencia ante una política de ese estilo. Dicho de forma más cruda: si cae la rentabilidad de las inversiones ―en una economía que ya parte de una situación de acaparamiento de capitales―, podría tener lugar una huelga de inversiones; el capital podría huir del país. Cualquier gobierno que carezca de herramientas para el control de capitales se va a encontrar en una situación imposible. Va a soportar una presión enorme para reducir de manera rápida el precio de la contaminación, la extracción y la explotación. Esto es lo que ocurrió con el esquema de comercio de emisiones de carbono de la Unión Europea.

    Sin embargo, esta diferencia puede no tener efectos prácticos. A día de hoy no está en los planes del laborismo la ruptura con las instituciones del capitalismo liberal global. Y todas esas instituciones, desde la Unión Europea hasta la Organización Mundial del Comercio, se oponen esencialmente al control de capitales. Este no es un consenso irreversible y podríamos imaginar cierta aceptación del control de capitales con unos objetivos «pragmáticos» y conservadores, pero un gobierno de izquierdas estaría sometido a más presión de la habitual. Por lo tanto, es posible que el laborismo no se sienta capaz de defender el control de capitales, o de dividir los grandes bancos, o básicamente de hacer nada que suponga un ataque frontal al poder de la City de Londres.

    En cualquier caso, todos los defensores del Green New Deal, ya sean radicales o progresistas, coinciden en la idea de utilizar el estado para llevar a cabo inversiones verdes financiadas con impuestos a la riqueza y al capital, la construcción de un nuevo sistema energético, la creación de puestos de trabajo, y el aumento de los salarios; modernización ecológica, y justicia social. Y aquí llegamos a mis preguntas; deben ser preguntas, obviamente, porque no soy un científico que estudie la tierra, así que quien pueda responderlas será más que bienvenido. Las preguntas son: ¿depende el Green New Deal, a pesar de su ambición admirable, del pensamiento mágico en lo que respecta a la tecnología y el capitalismo?; ¿son las herramientas legales que pretende utilizar las adecuadas?; ¿es o puede ser un plan internacionalista?; ¿corre el riesgo de mercantilizar todavía más la naturaleza?

    Empezaré explicando el motivo de mi primera pregunta. Si ―siendo conservadores― quisiéramos seguir las recomendaciones del Quinto Informe del IPCC (2013) para mantener las temperaturas por debajo de 2 ºC sobre los niveles preindustriales, nuestro presupuesto de carbono sería de 800.000 millones de toneladas. Este es nuestro límite absoluto. Lo que es peor: incluso este límite presupone un modelo lineal de cambio climático, algo que es absolutamente incompatible con la evidencia empírica de los últimos años y que muy probablemente subestima variables como las emisiones de metano. Además, 2 ºC adicionales ya traerán consigo muchos males. En cualquier caso, y basándonos en ese objetivo, en 2013 se estimaba que todavía teníamos 270.000 millones de toneladas en el presupuesto de carbón. Puede que el cálculo fuese erróneo. Puede que ya hayamos gastado todo nuestro presupuesto. Puede que las emisiones que ya se han producido valgan para subir las temperaturas globales más de 2 ºC. Pero aceptemos esa estimación por un momento. Si emitimos unos 10.000 millones de toneladas al año, nos quedan poco más de veinticinco años; es decir, la fecha límite se sitúa en torno al año 2040. Por supuesto, aunque tenemos que tener en cuenta la tendencia decreciente de la «intensidad global del carbono» (la cantidad de carbono emitido por cada dólar de crecimiento), las emisiones de carbono tienden a acelerarse con el crecimiento económico. Como señala George Monbiot, el desacoplamiento del crecimiento y la utilización de recursos se ha revertido en los últimos tiempos. Pero aunque esto no fuese así, las emisiones absolutas de carbono todavía seguirían creciendo. Si el año pasado emitimos 11.000 millones de toneladas, en 2023, con diez billones de dólares adicionales de PIB mundial, podríamos emitir ―hago los cálculos por encima― unos 12.500 millones de toneladas al año. Incluso si las emisiones permaneciesen estáticas en 11.000 millones, y es seguro que no lo van a hacer, nuestro presupuesto de carbono se agotaría como muy tarde en 2038.

    El Green New Deal reconoce el peligro inherente en este escenario. Tanto la versión de Ocasio-Cortez como la del Green New Deal Group proponen un objetivo de cero emisiones netas. Para conseguir esto en el marco del Green New Deal, el crecimiento económico tiene que desacoplarse radicalmente de las emisiones de carbono y metano. La industria, el transporte y la agricultura deben «reverdecerse». La propuesta más optimista para conseguirlo, dejando a un lado las fantasías nucleares, requiere un 100% de energías renovables y el desarrollo de tecnologías de captura y almacenamiento de carbono. En Estados Unidos, alrededor del 15% de la energía consumida en los mercados domésticos proviene de fuentes renovables. Para alcanzar un 100% de energías renovables que sean capaces de alimentar una economía en perpetua expansión deben darse una serie de requisitos. Primero, por supuesto, la industria de la energía fósil, con un valor mundial de unos 4,65 billones de dólares, debe desaparecer. Esto supondría un shock económico, además de una ruptura con los sistemas políticos que se han construido en torno a dicha industria. Segundo, y a no ser que tenga lugar un milagro tecnológico, la industria de la aviación va a tener que colapsar. Aunque se han hecho algunos vuelos experimentales con biocombustibles, la cantidad de producción agrícola necesaria para mantener todos los vuelos que se hacen hoy en día es simplemente insostenible. Tercero, la agricultura, que el año pasado supuso un 9% de las emisiones domésticas en Estados Unidos y Reino Unido (y más todavía si contamos las importaciones de carne, cereales y aceite de palma), tendría que menguar de forma muy severa. No hay alternativa: incluso con una mejora de las técnicas de cultivo, los hábitos alimentarios tendrían que cambiar de forma dramática, con un uso mucho más eficiente de los alimentos y una reducción en el consumo de carne. Otras industrias tradicionalmente dependientes de los combustibles fósiles y sus cadenas de distribución tendrían que adaptarse de manera muy rápida. La modificación de precios como incentivo para este cambio, asumiendo que funcionase, tendría que ser drástica. Para conseguir que el Green New Deal funcione va a ser necesario un golpe demoledor a la circulación de valores y beneficios.

    Al enfrentarse a estos dilemas, uno puede refugiarse en las ideas de la economía de «estado estacionario» o en el «decrecimiento». A fin de cuentas, el PIB es una forma muy mala de medir el desarrollo humano o la verdadera naturaleza de la producción en una economía capitalista. Debería ser posible promover el bienestar sin tener que asociarlo al valor añadido en dólares a la producción cada año. El primer problema de esta forma de pensar es sistémico. El capitalismo no puede no crecer. No es una elección de la que se pueda persuadir a otros con argumentos morales, desvíos o reformas incrementales. Ser capitalista implica invertir para que, en competencia con otros, tenga lugar un retorno que sea mayor que la inversión original. ¿Podría una economía capitalista sin crecimiento tener un aspecto que no sea el de un sistema roto? El segundo problema es político, y nos lleva de nuevo a la pregunta sobre si las herramientas que el Green New Deal quiere utilizar son las adecuadas. Es sensato esperar, como ya he dicho, que los capitalistas opongan resistencia a medidas que busquen restringir, si no destruir, su capacidad de expandirse perpetuamente y de extraer nuevo valor. Incluso si un gobierno nacional empezase a utilizar una medida del desarrollo diferente a la del PIB, necesitaría algún tipo de estabilidad macroeconómica en la que operar. ¿Cómo podría resistir una huelga de inversiones o movimientos especulativos contra su moneda? ¿Cuánta inversión pública en una «revolución industrial verde» sería necesaria para hacerse cargo del desempleo resultante? ¿Cuántas empresas debería nacionalizar el gobierno para evitar un colapso generalizado? El Green New Deal Group habla de control de capitales, pero, a pesar de que se trata de una herramienta esencial, ¿sería suficiente ante el tipo de crisis que estamos contemplando?

    Esto tiene relación con otro problema: no el de la resistencia capitalista, sino el de la cooptación capitalista. Hemos visto cómo los esquemas de comercio de carbono, al tiempo que han sido especialmente incapaces de frenar el aumento en las emisiones, han llevado a la creación de vastos y lucrativos mercados financieros mundiales. Los países que más redujeron sus emisiones en el esquema de comercio de carbono de la Unión Europea fueron aquellos cuyas industrias se fueron a pique, que fueron los mismos capaces de vender sus derechos de polución a economías con una economía industrial más poderosa. El Green New Deal busca utilizar algún mecanismo de precios sobre la naturaleza y los recursos para desincentivar la explotación y extracción y al mismo tiempo continuar dentro de los mecanismos de mercado. Por supuesto, hay varias formas de hacer esto. Pero ¿existe el riesgo de que estos mecanismos sirvan simplemente para mercantilizar todavía más el mundo natural, creando nuevos mercados especulativos sobre los derechos a la contaminación, en los que las empresas más contaminantes fuesen capaces de comprar ese derecho? En otras palabras, ¿no pudiera ser que un sistema de precios dejase fuera de juego a los pequeños productores y beneficiase a los monopolios?

    La siguiente pregunta nos alerta sobre un problema de una escala de otro tipo. El Green New Deal acepta el estado-nación como su terreno de acción natural. Por una parte, esto era de esperar, ya que ese es el nivel en el que puede tener lugar una intervención democrática en una economía capitalista. Y no sería mala cosa que fuesen los estados capitalistas ricos los que liderasen los trabajos de mitigación, ya que son ellos los mayores emisores y contaminadores. El problema, por supuesto, es que una ecología capitalista global requiere de una acción global. No serviría de nada hacer que el capital dejase de contaminar el agua en Detroit si dejamos que siga deforestando la Amazonia. No serviría de nada «reverdecer» la agricultura en Norfolk solo para dejar que el capital británico se beneficie del aceite de palma en Sumatra. El extractivismo es global y tiene una dimensión imperialista. Además, sin una acción coordinada en todo el planeta, el colapso de las industrias de extracción fósiles derivado de la desaparición de los mercados más grandes sería un golpe devastador a los trabajadores de las economías que dependen de dicha producción. En Oriente Medio, esto incluiría a muchos trabajadores migrantes cuyas condiciones son ya muy precarias. Todo esto solo para señalar algunos problemas de la justicia climática que trascienden a los estados nacionales. ¿Qué propuestas concretas tendría un Green New Deal para esta gente? ¿Sería un tipo de política con la que poner nuestra casa en orden, cerrar las puertas y desearles suerte a los demás? No parece que algo así sea compatible con las motivaciones detrás del proyecto.

    Hago estas preguntas como un amateur interesado y, por aclararlo, favorable en términos generales al Green New Deal. No las hago para «desprestigiarlo», sino para tratar de encontrar los límites de su punto de vista. Y si resultase que sí se puede encontrar cierta cantidad de pensamiento mágico en el proyecto, y si sí hay cierta miopía «nacional», entonces hago estas preguntas para sugerir que entonces vamos a necesitar un Green New Deal y algo más.

    RICHARD SEYMOUR es escritor y divulgador. Escribe habitualmente para The Guardian, Jacobin o The London Review of Books, entre otros medios. Es autor de ensayos como Against Austerity (2014), Corbyn (2017) y The Twittering Machine (2019).

    La ilustración de cabecera es obra de Peter Ryan.

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  • «Necesitamos el poder estatal si queremos hacer algo con el clima» – Entrevista con Kate Aronoff

    «Necesitamos el poder estatal si queremos hacer algo con el clima» – Entrevista con Kate Aronoff

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    En la pasada COP25, celebrada en Madrid, hablamos con Kate Aronoff periodista de The Intercept y de New Republic, y parte de Data Progress. Es co-autora de «A Planet To Win: Why we need a Green New Deal», publicado en Verso Books. En sus propias palabras, estaba en la COP porque no hay mejor lugar para ver la extraña intersección entre el capital, los movimientos sociales y la política institucional.

    Pregunta. ¿Cómo pasaste de cubrir e informar sobre cambio climático a ser activa en la defensa del Green New Deal?

    Respuesta. Empecé a interesarme por el clima en la universidad. Trabajé en la campaña de desinversión de combustibles fósiles durante toda la carrera y al salir me di cuenta de que no era muy buena organizando, era mejor escribiendo, así que empecé a escribir más profesionalmente. Escribí para blogs, cubrí cumbres climáticas y sociales y cosas así. Me gradué en 2014, y por aquel entonces la izquierda en los EEUU no estaba muy involucrada en la política electoral de una manera significativa, y yo tampoco. Eso cambió para mí, y supongo que para mucha gente de la izquierda de EE.UU., con la candidatura de Bernie Sanders para las primarias demócratas a finales de 2015 y en 2016. A partir de entonces me interesé más en la intersección entre los movimientos sociales, el clima y la política electoral en los estados. Poco después me di cuenta de que necesitamos el poder estatal si queremos hacer algo con el clima. Y eso es lo que he creído desde entonces: que el verdadero proyecto para la política climática es tomar el gobierno, democratizar el gobierno y liderar el tipo de cambios económicos generalizados que necesitamos para abandonar los combustibles fósiles.

    P. ¿Cuál es el objetivo principal del libro, «A planet to win»? ¿A quién intentáis llegar?

    R. Creo que hay un par de audiencias diferentes para este libro. Por un lado está la gente de izquierdas; esto está cambiando, pero tradicionalmente la izquierda no ha considerado la política climática como algo de su interés. Hay mucha gente que son socialistas o activistas en movimientos sociales o lo que sea, que durante mucho tiempo y en base a buenas razones no habían considerado hasta ahora que esto pudiese ir realmente con ellos. Por otro lado están los activistas ecologistas y la gente del movimiento climático que no han tenido en cuenta a los grupos más a la izquierda dentro del ecologismo mismo, durante mucho tiempo, así que estamos tratando de unir esas dos cosas. En cierto modo, la conversación sobre el Green New Deal ya ha hecho mucho de ese trabajo. Aparte de esto, sobre todo estamos tratando de presentar una visión para el Green New Deal tan radical como sea necesario. Nuestra posición en este debate es que el único Green New Deal que vale la pena es un Green New Deal radical. Con radical no nos referimos a ser de izquierdas solo por serlo, sino a tomarnos la ciencia muy en serio. Tomarnos en serio la escala de la transformación necesaria, y la gravedad de las proyecciones. Por lo tanto no somos más radicales de lo que es la ciencia.

    Lo que estamos diciendo es que el clima está cambiando, que estamos ante una crisis. No sabemos cómo se va a desarrollar pero, sea cual sea el futuro al final, ahora mismo éste puede ser realmente radical en un sentido violento y horroroso, la barbarie climática, o puede ser radical en un sentido igualitario (y se podría argumentar que socialista). Esto mejoraría claramente la vida de la mayoría de la gente. Tenemos que ver la crisis climática como una oportunidad para repensar muchas de las cosas que hacen de nuestro mundo un lugar terrible hasta sin cambios en el clima.

    P. ¿De dónde viene la oposición?

    R. Bueno, la oposición viene de muchos lugares, siendo el principal la derecha. El Partido Republicano en los Estados Unidos es funcionalmente el ala política de la industria de los combustibles fósiles, recibe una increíble cantidad de dinero de dichas empresas, y tiene un imperio mediático a su disposición a través de Fox News, que ataca directamente a la reputación del GND con mentiras y desinformación total.

    Hay muchas campañas de negación del cambio climático en los EE.UU. y aunque están debilitándose algo, siguen presentes tanto en los medios de comunicación como en la política de la derecha. Muchos republicanos niegan el cambio climático, y el presidente es un negacionista climático. Esto es algo fundamental, pero resulta casi tan difícil lidiar con la oposición de la gente que normalmente ha estado de nuestro lado. Hay algunas personas, gente que ha estado aquí en la COP25, muchos miembros del Partido Demócrata, que piensan que el GND es demasiado grande, que es una pérdida de tiempo que se incluyan cosas como la asistencia sanitaria o el empleo garantizado. Durante mucho tiempo la estrategia de esta gente ha sido no posicionarse y meterse en resquicios dentro de hacer políticas climáticas donde fuese que encajasen, e intentar ocultar todo lo demás con la construcción de algunos paneles solares más, aprobando deducciones o créditos fiscales como incentivos. Pero estamos haciendo las cosas a tal escala que es imposible ocultar lo que planeamos hacer. Es por ello que defendemos que para asegurarnos de que esto realmente suceda es necesario presentarlo como una oportunidad de hacer la vida de la gente mejor a corto plazo.

    P. Parte del éxito de la inclusión del GND en el discurso en los EE.UU. es que muchas cosas funcionan muy mal para la mayoría de la gente: no hay un sistema de salud pública, las ciudades son dispersas y tienen un mal transporte público… Esto es parcialmente diferente en Europa, donde la atención sanitaria es supuestamente gratuita y universal, las ciudades son más densas y aunque el sistema de transporte público no se considera muy bueno, probablemente no sea tan malo como en los EE.UU. La gente no se endeuda para ir a la universidad… Entonces, ¿cómo se puede meter la GND en el discurso aquí cuando esos otros temas no son una preocupación para la gente en la actualidad? Creo que te estoy pidiendo un poco que hagas nuestro trabajo.

    R. [risas] No me atrevería a sugerir políticas para Europa. Creo que los americanos realmente idealizan Europa por muchas razones que realmente son erróneas, pero ya sabes, la gente en Europa todavía sufre los problemas de vivir en una sociedad capitalista, y por lo tanto tienes cosas como los contratos de cero horas (bueno, en el Reino Unido, que justamente no estaría ahora en Europa). Los salarios en España tampoco son muy buenos, hay una privatización desenfrenada en marcha en todas partes, un intento constante de vender los sistemas de salud para atacar la red de seguridad que existe. Más allá de todas las mejoras que claramente conllevaría evitar la crisis climática, simplemente seguir el contenido de la propuesta que estamos haciendo nos pondría en marcha para remediar muchas de las cosas definitorias del capitalismo y nos llevaría hacia, si no el socialismo, un sistema muy muy diferente al que conocemos ahora. Así que la gente trabajadora de aquí podría verse muy beneficiada por un GND, ya sea por la creación masiva de puestos de trabajo, puestos de trabajo con buenas condiciones de sindicación, semanas de trabajo más cortas. Creo que, excepto por la prestación de servicios de salud, todos los aspectos sociales del Green New Deal también son de necesaria aplicación aquí.

    P. Una de las ideas que presentáis en el libro, y creo que eres tú personalmente quien plantea esto, porque he leído que hablas de ello en otros lugares, es la posibilidad de juzgar a ejecutivos de las grandes empresas fósiles en La Haya. ¿Podrías desarrollar un poco más ésta u otras medidas para que el Green New Deal se extienda a todo el mundo? El libro está muy centrado en los EE.UU. y el GND tendría que ser global para que funcione.

    R. Creo que este ha sido uno de los aspectos menos explorados del Green New Deal, al menos en EE.UU. Hay que tener en cuenta todo lo que va a hacer falta para que sea global. Sabemos que el carbono no conoce fronteras, por lo que debe haber una dimensión internacional, en particular desde la perspectiva de los EE.UU., que es el mayor emisor histórico de combustibles fósiles de la Tierra. Los países europeos también son grandes emisores históricos -en particular el Reino Unido, Alemania, etc.- y por lo tanto a todos nosotros, a los EE.UU en particular, nunca se nos ha dado mal situarnos en un contexto mundial. Por eso creo que una gran parte del trabajo es repensar el orden internacional. Tenemos un sistema mundial que se establece para proteger eficazmente a los mercados de cosas que parecen inconvenientes como la democracia o la regulación. Parte de la naturaleza de los EE.UU. como imperio, como un país súper poderoso, se ve en que tenemos poder de veto efectivo en muchos de estos temas. No sabemos realmente cómo sería un EE.UU. que se comprometiera de buena fe en la política exterior, porque siempre empezamos las guerras, y fastidiamos a todos los demás. Por lo tanto creo que eso es lo que tiene que hacer un GND, repensar cómo será un nuevo orden mundial que tenga como objetivo principal un sentido realmente amplio de la sostenibilidad. Considerar esa descarbonización como la tarea central de la política: llegar a una descarbonización equitativa.

    En ese sentido, creo que una cosa que hay que mencionar relacionada con que  EE.UU. sea un emisor histórico de combustibles fósil. Nos hemos enriquecido enormemente de la extracción, particularmente en el sur global, de tierra y trabajadores, recursos, combustibles fósiles, y un largo etcétera. Los EE.UU. y otros países del norte global tienen una tremenda deuda con estos países, y estamos viendo aquí en la COP25 enormes peleas sobre la financiación del clima. Al mismo tiempo que EE.UU. trata de salir del acuerdo de París, está tratando de asegurarse de que no se le vaya a pagar nada a nadie, para que no se cree precedente de algún estado cumpliendo con su responsabilidad histórica. Creo que hay mucho que se puede hacer en el contexto de una institución como la UNFCCC (la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático) para remediar estas relaciones. Creo que los EE.UU. tienen un largo camino por recorrer para reconstruir la confianza con el resto del mundo, apoyar políticas climáticas de financiación que sean equitativas, apoyar acuerdos comerciales que no arrojen a los trabajadores y al medio ambiente y a los pueblos indígenas a las vías del tren. Eso podría ser un buen comienzo.

    Una de las mejores cosas que los EE.UU. pueden hacer para reducir su huella material es transformar realmente la forma en que América consume -esto es cierto, pienso, en el Norte también-, porque tenemos estilos de vida muy consumistas que tienen cadenas de suministro enormemente destructivas. No necesitamos sacrificar calidad de vida, pero creo que debemos repensar la forma en que consumimos de manera sistemática, no quedarnos en decirle a la gente que renuncie a sus hamburguesas y cosas así.

    P. Esto también es cierto para nosotros, sí. Estamos de acuerdo en que es importante transmitir que la gente no va a tener que sufrir sino que la vida de la mayoría de la gente puede mejorar. Ahora estamos en la COP25, en la Zona Verde, que parece diseñada para antagonizar incluso a personas como nosotros que están de acuerdo con el objetivo general de reducir las emisiones, es una mezcla de cortinas de humo, empresas de combustibles fósiles con unos anuncios gigantescos y un olor a comida omnipresente. Sigues yendo a las COP, así que debes estar de acuerdo en que son importantes de alguna manera. ¿Qué crees que va a pasar este año?

    R. Este año hemos visto lo mismo que todos los años. EE.UU. y muchos países del Norte Global siguen obstaculizando cualquier tipo de acción ambiciosa y realmente salen de una gran parte del mundo, que es como el G77 + China. Creo que este proceso se está moviendo demasiado lento, no podemos esperar a que el acuerdo de París nos dé lo que necesitamos; ya sabemos que incluso si se cumpliera cada una de las contribuciones determinadas a nivel nacional, seguiríamos aumentando las emisiones en 3.2 grados, lo cual es simplemente inaceptable. Creo que hay mucho que se puede hacer dentro de la Convención para impedir que esto termine siendo así, pero también tenemos que pensar en otras instituciones. Es genial ver el movimiento desde dentro, desde arriba, y también fuera, lugares como la Cumbre Social por el Clima los que se juntan y tienen la oportunidad de reunirse. Esa es siempre la mejor parte de la COP, es un espacio real de internacionalismo y para que los movimientos se conecten y desafíen al poder, en cierto modo. Por eso vuelvo, hay gente muy interesante con la que hablar. Pero por desgracia es un espacio muy corporativo y ves a las compañías petroleras moviéndose con impunidad.

    P. Una de las cosas de las que hablas es de una nueva cooperación internacional, y claramente lo que sigue faltando ahora mismo es una forma de obligar a los países a cumplir con los objetivos de emisiones. Así que si, como propones, la Corte Penal Internacional es capaz de juzgar a ejecutivos de petroleras, y además de esto se habilita un mecanismo desde el que se pueda forzar a los países a cumplir con los objetivos de emisiones, terminas algo muy similar a un gobierno global. Estamos de acuerdo en que esto podría ser necesario para que sobrevivamos, pero podría volvérsenos en contra muy fácilmente. ¿Qué probabilidad crees que hay de que esto ocurra, de que aparezca un gobierno global neoliberal que mantenga las emisiones bajas, y cómo podríamos evitar esto y en su lugar obtener algún tipo de resultado socialista?

    R. Necesitamos imperiosamente una manera de hacer responsables a los países, pero en el contexto de un sistema global en el que el capital es lo que ejerce el control eso podría salir terriblemente mal. Cómo llegar en un sistema vinculante es muy complicado, y la razón por la que no tenemos uno en este momento, por ejemplo, es porque, ¿le pides a EEUU, siguiendo la política exterior que ha llevado hasta ahora y que tiene un poder de veto activo, que establezca esos mecanismos para demandar responsabilidades? Inmediatamente lo rechaza, no hay posibilidades de que eso suceda realmente de momento. Creo que hay tremendas oportunidades, creo que necesitamos democratizar nuestras instituciones internacionales, y creo que esa es una de las únicas maneras de asegurar que no terminemos bajo una especie de poderosa entidad forzándonos a reducir emisiones. Tampoco creo necesariamente que un sistema mundial que reproduzca el tipo de desequilibrios de poder que tenemos ahora pueda llegar a ser uno donde se reduzcan eficientemente las emisiones. No confío realmente en el FMI y el Banco Mundial, o en la OMC tal como están constituidos actualmente, la idea de que haya alguna fuerza supranacional que esté en su totalidad interesada en reducir las emisiones al nivel necesario. No creo necesariamente que ese sea el caso, en parte porque la gente que dirige estas instituciones, como las élites del reino, estarán bien durante mucho tiempo. Ya sea porque son viejos o porque son realmente ricos, creo que es muy difícil para ellos concebirlo como una amenaza a su propio bienestar. Tal vez en algún momento lo vean como algo necesario, pero soy menos optimista con respecto a cómo están las cosas ahora, no creo que vayan a cambiar el chip lo suficientemente rápido. No creo que eso sea una amenaza. Realmente creo que la gran amenaza es cómo se van a poder imponer medidas de consumo en el resto del mundo. Existe toda una lista de países del mundo gobernados por Donald Trumps, Jair Bolsonaros, Modis y Dutertes, etc., dónde todavía están mandando quemar todo lo posible, jodiendonos a todos. Creo que el peligro es esta clase de barbarie.

    P. Has mencionado a Trump, y están a punto de empezar las primarias del Partido Demócrata. Así que, ¿cuál es el mejor y el peor de los escenarios dentro de un año?

    R. Eso es bastante fácil (risas): el mejor escenario es Bernie Sanders como presidente de los EE.UU., el único candidato que ha demostrado ser muy serio sobre el cambio climático hasta ahora. El peor escenario es que Donald Trump sea reelegido.

    P. Así que hay un viejo rico bueno y un viejo rico malo. ¡Es difícil! En el mundo occidental hay una creciente correlación entre la edad y la riqueza (y las preferencias de voto), pero aquí hay dos viejos ricos y son muy diferentes.

    R. Creo que realmente nos confunde el «ok boomer», ¡algunos «boomers» están bien!

    La ilustración de cabecera es una de las muestras de arte textil de Fiona Robertson.

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  • Los 10 pilares del Green New Deal para Europa

    Los 10 pilares del Green New Deal para Europa

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    Este texto es una traducción del documento 10 pillars of the Green New Deal for Europe, publicado en julio por el grupo Green New Deal for Europe, en el que participan desde DIEM25 al colectivo Autonomy, pasando por la New Economics Foundation y Common Wealth. Hemos decidido traducirlo como introducción a lo que es el documento de trabajo completo del grupo. Pese a que esta introducción no hace justicia a la ambición y complejidad del plan completo, e incluso contiene apreciaciones con las que no estamos en absoluto de acuerdo, consideramos que es una aportación interesante al debate en curso sobre el Green New Deal, y el primer intento serio de un plan de transición ecológica europeo no basado en la primacía del mercado.

    Las elecciones al Parlamento Europeo otorgaron un mandato claro a los eurodiputados entrantes: hacer frente a las emergencias climáticas y ecológicas. Millones de personas salieron a las calles de Europa para exigir una transición justa, y millones más votaron a favor. Los líderes europeos tienen ahora una oportunidad histórica de presentar un plan ambicioso y pragmático para transformar Europa mediante una transición a las energías renovables, y la obligación histórica de hacer esto realidad.

    En Europa, al igual que en los Estados Unidos, este plan se conoce con el nombre de «Green New Deal». Y en vísperas de las elecciones al Parlamento Europeo, varios partidos europeos expresaron su apoyo a su implementación. Pero, como AOC señala, no todas las políticas ambientales cuentan como un «Green New Deal». Para merecerse este nombre, las políticas ambientales deben consistir en algo más que impuestos y retoques: deben ser transformadoras, y crear la economía más próspera, más justa y más sostenible que hayamos visto.

    Ahora que el nuevo Parlamento Europeo se prepara para tomar posesión de su escaño, una advertencia: un Green New Deal debe estar a la altura de los siguientes 10 pilares básicos, o en absoluto será un Green New Deal.

    1) HACER FRENTE A LA MAGNITUD DEL DESAFÍO

    La ciencia es clara: debemos limitar el aumento de la temperatura global a 1.5 grados y revertir el colapso de nuestros sistemas naturales, o nos arriesgamos a perderlo todo.

    El Green New Deal para Europa responde a la magnitud de este desafío, invirtiendo al menos el 5% del PIB de Europa cada año en la transición hacia las energías renovables, la reversión de la pérdida de biodiversidad y otros problemas medioambientales, y la prosperidad compartida de todos los residentes europeos.

    Construirá una economía que permita a Europa florecer respetando los límites planetarios, restaurando los hábitats naturales, la limpieza del aire y la salud del suelo en todo nuestro continente.

    En respuesta a la Gran Depresión de 1933, Franklin D. Roosevelt reconoció la necesidad de ir más allá de las reformas a pequeña escala para iniciar una transformación radical del sistema económico estadounidense.

    El Green New Deal para Europa trae esta ambición al otro lado del Atlántico y al siglo XXI. No solo  pide una reducción de las emisiones de carbono. Exige una transformación a gran escala de nuestros sistemas de producción, consumo y relaciones sociales: la reconfiguración de nuestros sistemas de producción de materiales: reciclaje, reutilización, reparación y cuidado. Nada menos ambicioso que este plan merecerá el nombre de Green New Deal.

    2) PONER LOS RECURSOS INACTIVOS AL SERVICIO DE LO PÚBLICO

    El Green New Deal hace un llamamiento a las instituciones públicas para que impulsen la transformación económica y social con el fin de hacer frente a las crisis climática y medioambiental.

    Al igual que los Estados Unidos hace un siglo, Europa está atrapada en un largo período de inestabilidad económica. Incluso en economías prósperas como Alemania, la precariedad está aumentando y los hogares están luchando por encontrar un lugar productivo para invertir sus ahorros.

    El Green New Deal da una respuesta a esto.

    Al igual que para el New Deal original, su premisa proviene del trabajo del economista John Maynard Keynes, quien demostró que un estímulo fiscal puede guiar la recuperación económica.

    La propuesta pide al Banco Europeo de Inversiones que proporcione este estímulo mediante la emisión de bonos verdes que puedan proporcionar un rendimiento a los ahorradores europeos en dificultades.

    En otras palabras, el Green New Deal pone los recursos inactivos de Europa hacia el servicio público, sin poner la carga de la transición sobre las espaldas de los europeos de a pie.

    3) EMPODERAR A LOS CIUDADANOS Y A SUS COMUNIDADES

    La transición verde de Europa no hará de arriba hacia abajo. Debe empoderar a los ciudadanos y a sus comunidades para que tomen las decisiones que conformarán su futuro.

    El Green New Deal tiene la democracia en sus cimientos. Proporciona mecanismos claros para que las asambleas de ciudadanos y los gobiernos locales tomen decisiones significativas sobre el desarrollo de sus comunidades, municipios y regiones. Y garantiza que, siempre que sea posible, los nuevos sistemas energéticos de Europa sean de propiedad pública y estén controlados democráticamente.

    Al igual que la Works Progress Administration de Roosevelt, el Green New Deal para Europa creará un nuevo organismo público que pondrá a los ciudadanos al volante de la transición verde de Europa.

    En particular, las comunidades de primera línea más afectadas por la crisis climática deben contar con recursos suficientes para corregir la degradación de sus condiciones de vida.

    El principio democrático del Green New Deal también se aplica en el lugar de trabajo. Los empleos creados por la inversión verde deben proteger los derechos de los trabajadores y construir un mayor control sobre las empresas para que los trabajadores compartan el valor que crean.

    4) GARANTIZAR EL EMPLEO DECENTE

    El Green New Deal para Europa proporcionará un trabajo decente a todos aquellos que lo buscan.

    Hoy en día, Europa está sumida en una mezcla de desempleo y subempleo. Los empleos precarios van en aumento, y millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus comunidades en busca de empleos que satisfagan sus necesidades básicas.

    El Green New Deal invertirá en comunidades de toda Europa para garantizar que la inversión verde cree puestos de trabajo de alta calidad, cualificados y estables que permitan a todos los ciudadanos mantener a sus familias, sin dejar atrás a ninguna comunidad.

    Además, asegurará una transición justa para todos los trabajadores de las industrias de altas emisiones, prometiendo empleo seguro, oportunidades de capacitación bien remuneradas y hogares para todos los que los necesiten.

    Y el Green New Deal debe reconocer por fin el papel de los cuidados en nuestra economía, garantizando no sólo que se reconozcan y recompensen las tareas domésticas, el cuidado de los niños y el cuidado de las personas mayores, sino también que las actividades que contribuyen a la regeneración de nuestros sistemas naturales desempeñan un papel central en nuestra economía.

    5) AUMENTAR EL NIVEL DE VIDA

    El Green New Deal para Europa crea prosperidad pública en lugar de riqueza privada, sustituyendo el consumo por lo que realmente importa para las comunidades europeas.

    El Green New Deal va mucho más allá de una garantía de empleo. Aumenta el nivel de vida en nuestro continente de muchas maneras, desde inversiones en salud y educación hasta inversiones en arte y cultura.

    Mediante la recuperación de las viviendas no utilizadas para uso público, el Green New Deal abordará la crisis de inseguridad en la vivienda que ha dejado a tantas personas sin hogar o en riesgo de desalojo.

    Al rediseñar las redes de energía de Europa, modernizar los hogares con un buen aislamiento y proporcionar un transporte público limpio para todos, el Green New Deal reducirá el coste de la vida para todos los hogares. Al revertir la pérdida de biodiversidad y eliminar la contaminación, el Green New Deal permitirá a todas las comunidades disfrutar de aire limpio, agua dulce y reservas naturales locales.

    Y al invertir en una economía más sostenible, el Green New Deal reducirá el número de horas que trabajamos cada semana y proporcionará más espacio para la participación de la comunidad.

    En el proceso, ayudará a aumentar la resiliencia para las comunidades que se encuentran en la primera línea de las crisis climática y ecológica.

    6) REFORZAR LA IGUALDAD

    El Green New Deal combate la financiarización y afianza la igualdad en el corazón de Europa.

    La desigualdad social y económica sigue siendo demasiado alta, tanto dentro de los países como entre ellos. En las últimas cuatro décadas, la desigualdad de la riqueza ha aumentado drásticamente en los países europeos: el 1% superior captó tanto crecimiento económico como el 50% inferior.

    También entre países, el nivel de vida sigue siendo extremadamente desigual, con importantes variaciones en los ingresos, las tasas de desempleo y la contaminación.

    Mientras tanto, nuestras sociedades permanecen estratificadas por raza, sexualidad, género, edad y capacidad, creando barreras duraderas para la justicia social y el bienestar colect

    El Green New Deal ataca las fuerzas de la desigualdad y construye una nueva sociedad solidaria. Al igual que el New Deal de Roosevelt, el programa revisará el sistema financiero. En lugar de privatizar los beneficios de la transición verde -como ha hecho el Plan Juncker de 2015-, el Green New Deal garantizará que las inversiones públicas generen riqueza pública. Pero a diferencia del New Deal original, el programa se centrará en las barreras sociales, erradicará la discriminación contra las minorías y garantizará que la transición ecológica sea inclusiva para todos.

    7) INVERTIR EN EL FUTURO

    El Green New Deal es más que un programa de ajuste ambiental. Es una inversión en el futuro de nuestras sociedades y una oportunidad para reimaginarlo.

    Reparar nuestro medio ambiente significa desarrollar herramientas radicalmente nuevas: a partir de nuevos modos de transporte público y un almacenamiento en baterías más eficiente, así como prácticas agrícolas que revitalicen nuestro suelo y la silvicultura que reabastezca nuestros bosques.

    Por ello, el Green New Deal para Europa incluye una iniciativa de investigación y desarrollo que puede animar a la comunidad científica a desarrollar nuevas e interesantes soluciones para el cambio climático y la degradación del medio ambiente.

    Muchos de nuestros mayores avances en tecnología han ocurrido con investigación y financiación del gobierno: desde Internet a las pantallas táctiles, desde los motores de reacción a los cohetes, desde el GPS a los algoritmos de los motores de búsqueda. Pero la forma en que está estructurada nuestra economía significa que mientras el Estado invierte en investigación y asume todo el riesgo, el sector privado cosecha todas las recompensas y casi no paga impuestos sobre sus ganancias.

    El Green New Deal debe garantizar que la sociedad se beneficie directamente de las inversiones que realiza en nuevas herramientas, utilizando los ingresos para invertir en más innovación y cumplir con la promesa de disminuir la dependencia social de la semana laboral.

    8) ACABAR CON EL DOGMA DEL CRECIMIENTO SIN FIN

    Debemos abandonar el crecimiento del PIB como la principal medida de progreso. En su lugar, tenemos que centrarnos en lo que importa.

    La obsesión por el crecimiento económico, medido como el aumento del Producto Interno Bruto (PIB), no sólo es un factor principal de las crisis climática y ambiental, que alienta a los países a aplicar políticas económicas temerarias sin tener en cuenta sus costos ambientales y sociales. También es una medida equivocada de nuestro bienestar colectivo.

    El Green New Deal debe ir más allá del dogma del crecimiento infinito del PIB y adoptar medidas más holísticas del progreso humano. Igualdad, medio ambiente, felicidad y salud: hay decenas de indicadores que debemos incorporar a nuestra evaluación del progreso de Europa.

    El Green New Deal encamina a las instituciones europeas a estimular áreas de mejora social, moral y educativa, a la vez que diseña una economía que privilegia la reproducción social por encima de la producción material. Esto no solo quita presión a nuestro planeta vivo, sino que también hace posible lograr la rápida transición de energía que necesitamos.

    9) APOYAR LA JUSTICIA CLIMÁTICA EN TODO EL MUNDO

    La crisis ambiental es de alcance mundial y el Green New Deal también debe serlo.

    Europa tiene la responsabilidad histórica de liderar este esfuerzo mundial. Durante más de dos siglos, los países europeos han fomentado la contaminación agresiva y la extracción de recursos que han perjudicado directamente a otros países de todo el mundo. El Green New Deal para Europa debe corregir este legado colonial.

    Debe redistribuir los recursos para rehabilitar las regiones sobreexplotadas, protegerlas contra el aumento del nivel del mar y garantizar un nivel de vida decente a todos los refugiados climáticos. Y debe garantizar que la transición verde de Europa no se limite a exportar la contaminación a otras partes del mundo, o a confiar en la extracción continua de recursos del Sur Global. La cadena de suministro para la transición energética de Europa debe estar comprometida con los principios de justicia social y medioambiental.

    Aun cuando nos enorgullecemos de ayudar al Sur Global, las corporaciones europeas extraen mucho más en pagos de intereses, robo de recursos y arbitraje salarial. Para apoyar una transición verde global, el Green New Deal debe poner fin a estas prácticas económicas explotadoras y, por fin, respetar los derechos de las comunidades de todo el mundo, allanando el camino para la justicia ambiental a nivel global.

    10) EL COMPROMISO DE ACTUAR HOY

    El Green New Deal no es un marco, un tratado, o un acuerdo. Es un conjunto de acciones concretas que nos llevan rápidamente hacia nuestras metas climáticas y ecológicas.

    Incluso si todos los países del mundo cumplieran su compromiso con el Acuerdo de París de 2016, estaríamos en el camino de un calentamiento de tres grados en este siglo y un sufrimiento incalculable como resultado.

    Pero ningún país está ni siquiera cerca de cumplir sus promesas. Esto es lo que tenemos después de casi 30 años de negociaciones mundiales en el marco de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático.

    El Green New Deal nos lleva de las negociaciones a la acción. No es un compromiso político blando para el cambio. No se trata de un trozo de papel firmado por los Estados participantes. No se trata de una reunión multilateral o de la foto de grupo que inevitablemente viene a continuación.

    El Green New Deal es un conjunto de medidas específicas y creíbles dirigidas a todos los ámbitos de la sociedad. Se trata de un paquete de medidas específicas que: nos transiciona rápidamente a una economía sostenible, empuja a nuestras democracias a nuevas fronteras, crea prosperidad compartida y construye un mundo más justo más allá de nuestras fronteras.

    Nada menos que eso servirá.

    La ilustración de cabecera es «Piazza d’Italia» (1913), de Giorgio de Chirico.

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  • Un Green New Deal entre quiénes y para qué

    Un Green New Deal entre quiénes y para qué

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    Por Nicolas Beuret.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «A Green New Deal Between Whom and For What?».

    ¿Que conllevaría la implementación de un Green New Deal? La pregunta no es qué correlación de fuerzas necesitamos para ello ―como si estuviéramos jugando a un juego de mesa o algo así― ni qué medidas legales harían falta ―ya tenemos un montonazo de planes y propuestas―, sino a qué conduciría un Green New Deal. Para responder a esta cuestión debemos analizar este proyecto en tanto que paquete de medidas y como una corriente en sentido más amplio. Tenemos que dejar atrás preguntas como «qué podemos hacer con el estado» y elaborar un análisis material más profundo, que se centre de hecho en el mundo material: flujos de energía, materias primas y explotaciones mineras, océanos, motores, carreteras, vidas. Ello no implica un posicionamiento «a favor» o «en contra» del Green New Deal, sino más bien un análisis que tenga claras las transformaciones tan radicales que nos hacen falta al tiempo que cortamos el paso o mostramos resistencia a sus peores rasgos y consecuencias. Ya no estamos en la época de «resolver» el cambio climático ni tenemos muchas respuestas adecuadas para las preguntas a las que nos enfrentamos. Estamos en un periodo dominado por la política de la opción menos mala.

    Han corrido ríos de tinta acerca del Green New Deal, casi siempre haciendo hincapié en dos aspectos: qué debería incorporar y si es viable o no. El debate se ha centrado en la cuestión de la financiación, la reforma sobre la propiedad de la tierra y el poder sindical; en cómo incluir los océanos, la agricultura, cómo llevar a un primer plano los cuidados y la reproducción social; en los esfuerzos por constreñir a las grandes empresas y por impulsar impuestos tanto a estas como a los ricos en general con los que sufragar el acuerdo. Este debate ha alcanzado su punto álgido en Europa, y toda la atención política en torno a este proyecto está puesta sobre Reino Unido, particularmente sobre el Partido Laborista, que hace poco ha adoptado el Green New Deal ―o más bien la «Green Industrial Revolution» o «revolución industrial verde», que es como lo llaman― como uno de sus proyectos principales.

    En el debate también se ha planteado si esto es de hecho factible; si es viable o no el crecimiento económico y material que requiere un sistema capitalista mundial, si lo permitirá la clase dominante (o si lo harán las empresas de los combustibles fósiles), si se posicionarán en contra las fuerzas sociales reaccionarias (o incluso simplemente los sindicatos actuales), si hay algún actor social capaz de sacarlo adelante y, por último, si disponemos del tiempo y de las materias primas para hacerlo posible.

     

    La corriente del Green New Deal

    A menudo ambas cuestiones son concebidas del mismo modo, como si lo que se estuviera debatiendo fuera algo que aún debiera adoptarse; como si el Green New Deal fuera una propuesta a la que todavía hubiera que dar cuerpo o que hubiese que desarrollar en tanto que estrategia. Sin embargo, pese a que las discusiones en torno al proyecto hayan resurgido ahora, como corriente ha estado en desarrollo durante al menos una década. El Green New Deal no es una opción que uno pueda escoger, sino que ya está teniendo aplicaciones concretas aquí y allá por parte de diversas instituciones de gobierno alrededor del mundo. Hay dos razones por las que es útil distinguir entre el nombre por el que se lo conoce y la corriente. La primera es que ser claros acerca de lo que define a esta corriente permite que podamos diferenciar más fácilmente las verdaderas propuestas del Green New Deal de las medidas políticas neoliberales de greenwashing. La segunda es que podemos examinar la trayectoria que ha tenido esta idea y cómo se ha aplicado, y definir qué es, entre quiénes se supone que es ese acuerdo y qué implica políticamente.

    Parece raro presentar el Green New Deal no solo como una corriente, sino también como algo que ya está siendo aplicado, pero eso es exactamente lo que es. Es una forma de llevar a cabo medidas y concebir la política que pretende solucionar los problemas aún evidentes de la crisis financiera de 2008, de los efectos sociales perjudiciales del neoliberalismo y del cambio climático y es uno de los elementos centrales del resurgir político neokeynesiano que está teniendo lugar actualmente. Lo que promete esta corriente tan amplia ―que todavía es, sobre todo, un terreno en disputa aún por definir de manera consistente― es que el cambio climático pueda ser utilizado para producir un futuro socialmente justo, construido dentro de un marco social y democrático en el que haya trabajo y seguridad para todo el mundo.

    La idea de impulsar un «keynesianismo verde» con el fin de hacer frente a los problemas medioambientales y producir trabajos sostenibles se remonta a mediados de los años noventa, cuando en círculos de producción política varios think tanks, economistas y ONG se dedicaron a elaborar documentos detallados en los que se exponía cómo se podían reconciliar los límites medioambientales con la creación de empleo y con otras medidas sociales. Esta idea llegó al público general tras la crisis financiera de 2008, cuando su énfasis en la creación de una nueva infraestructura «verde» fue ensalzado como la solución a la gran recesión. Del Deutsche Bank a Lawrence Summers, el keynesianismo verde ha pasado a formar parte del amplio debate acerca de las políticas económicas. En Reino Unido se ha conformado un grupo a favor del Green New Deal para hacer campaña a favor de la adopción de medidas similares; por su parte, el economista Lord Stern ha firmado un análisis clave acerca de la economía del cambio climático para el gobierno del país ―justo antes de que el gobierno adoptase de manera formal las leyes para reducir un 80% las emisiones de carbono para el año 2050― que defendía que la mejor manera de hacer frente al cambio climático era la puesta en marcha de un inmenso proyecto de keynesianismo verde. Podemos encontrar otras manifestaciones del Green New Deal en tanto que corriente más amplia en documentos del gobierno de Reino Unido, en documentos políticos del Partido Conservador durante su etapa en la oposición, en documentos del Congreso de Sindicatos británico acerca de la necesidad de una «transición justa», y en otros ejemplos, como el plan de «crecimiento verde» de Corea del Sur y el plan de Obama popularmente conocido como cash for clunkers, o ‘pasta por tu tartana’, en el plan de transición ecológica del PSOE y con mucho detalle en el programa de DIEM 25, el partido paneuropeo de Yanis Varoufakis.

    El modo en que se siga desarrollando el Green New Deal como corriente va a ser consecuencia de luchas, alianzas, accidentes y crisis y de cómo los sujetos humanos y no humanos resistan o se enfrenten a ello. También va a ser cuestión de cómo evolucione dentro del contexto de una economía global que aún debe recuperarse de la recesión de 2008 (algo que, según muchos informes, parece improbable que suceda dentro de poco) y de los efectos de un cambio climático que ya ha llegado. Es importante comprender que incluso dentro de los programas y las medidas más ambiciosos para lograr un Green New Deal y reducir las emisiones de carbono a cero, la legislación se plantea ese objetivo para el año 2030. Aunque parezca radical ―que en términos institucionales lo es―, esto aún implicaría un cambio climático de 1,5 ºC. Si con lo que nos encontramos al final es con una mezcla de todo lo anterior y con que por entonces hay buena parte de la economía del planeta que no es de «emisiones cero», es bastante más probable que tengamos un calentamiento global de 2 ºC, dado que contener el cambio climático a 1,5 ºC requiere que el mundo entero haya reducido sus emisiones de carbono a cero en 2030, esto es, que se desconecte la mayor parte de la actual infraestructura de carbono ―coches, centrales de energía y demás― y que se abandone sin más. Esta posibilidad es tremendamente improbable, por no decir que es casi inalcanzable.

    No olvidemos que 1,5 ºC es el umbral de «peligrosidad» del cambio climático fijado por el IPCC y la ONU y que se trata de un nivel de calentamiento global que daría como resultado huracanes, tormentas y fenómenos meteorológicos más intensos y frecuentes, más inundaciones y sequías, una reducción en el rendimiento de los cultivos, reducciones en las reservas de pescado y marisco (esto es, menos alimento en general), aumentos en el nivel del mar que obligarían a que hubiera migraciones desde regiones de baja altitud y desde países insulares, un crecimiento en las tasas de extinción y una mayor desertificación. El cambio climático está causando ya decenas de miles de muertes al año, así como muchos de los efectos aquí descritos, y se ha señalado que un calentamiento de 1,5 ºC sería una sentencia de muerte para muchas poblaciones indígenas y de países insulares. Un cambio climático de 1,5 ºC es una catástrofe, no un nivel de calentamiento global «aceptable».

    Dado que el Green New Deal ya existe en tanto que corriente, deberíamos verlo como un terreno de lucha, de hecho más favorable a programas radicales que otras tendencias políticas contemporáneas que también se enfrentan a la crisis ecológica, como es el caso de varios «planes de emisiones cero de carbono» o del surgimiento de regímenes de apartheid climático.[1] Con ello no quiero decir que debamos entregarnos incondicionalmente al Green New Deal. Tal y como se nos presenta ahora mismo, el plan promete combinar trabajos para todo el mundo con reducciones masivas en las emisiones de carbono, pero no puede reconciliar estos dos puntos dado que el «crecimiento verde» en el que se basa es imposible. En última instancia, es muy probable que profundice en el grado de explotación del sur global, intensifique la industria extractiva mundial y fracase en su promesa de crear trabajos o de recortar las emisiones de carbono. En lo que sigue, analizaré las contradicciones del Green New Deal para así poder navegarlas y distinguir entre los elementos que empujan en la dirección del establecimiento de un nuevo y ―según defenderé― imposible régimen de «crecimiento verde» y aquellos que son compatibles con un futuro próximo que sea justo y no demasiado catastrófico.

     

    La revolución industrial verde del laborismo

    Si vamos a abordar todas las implicaciones del Green New Deal en tanto que paquete de medidas, entonces deberíamos hacerlo empezando por las propuestas más radicales que tengamos a nuestra disposición, con las más ambiciosas en lugar de con las perspectivas que más concesiones hacen. Hoy en día eso nos lleva al plan para un Green New Deal del Partido Laborista de Reino Unido.

    El Partido Laborista adoptó el Green New Deal como parte de su programa en la conferencia anual de septiembre de 2019, junto a un montón de medidas progresistas y de planes de gobierno. Ello viene precedido de múltiples declaraciones de apoyo por parte de John McDonnell, ministro de Hacienda en la sombra, en favor de lo que él llama «revolución industrial verde». El plan de McDonnell se centra de manera específica en la combinación de justicia económica y justicia medioambiental y en no tratar «con frivolidad los miedos de la población de clase trabajadora, cuya experiencia con las transiciones económicas ha sido tremendamente angustiosa».[2] Defiende que la transición a un socialismo verde debe «rechazar el modelo de crecimiento que antepone el crecimiento económico a la sostenibilidad, [pero] también la aciaga creencia del maltusianismo de que la alternativa es poner límites a la gente o a sus estándares de vida […]. Los límites medioambientales existen, pero los límites que podemos alcanzar dentro de ellos son principalmente políticos, no naturales». Esta combinación contradictoria de medidas medioambientales y rechazo a los límites, articulada como una defensa de los estándares de vida actuales en el norte global, recorre de cabo a rabo toda la corriente del Green New Deal.

    Mientras que en Estados Unidos el Sunrise Movement ha sido fundamental para la popularización del Green New Deal, en Reino Unido y Europa el planteamiento de un Green New Deal como solución se remonta a la formación en 2008 del Green New Deal Group, que contaba con miembros de la New Economics Foundation (NEF) y del Partido Verde (que apoya el Green New Deal desde hace tiempo y que ha sido decisivo a la hora de difundir la propuesta por Europa y por el resto del mundo), activistas de organizaciones medioambientales como Greenpeace y Friends of the Earth y diversos economistas, entre quienes estaba Larry Elliott, editor jefe de la sección de economía de The Guardian. Las interconexiones entre este grupúsculo, el Partido Laborista y diversos sindicatos hace que las medidas y los planes del Green New Deal estén mucho mejor desarrollados en Reino Unido y en Europa de lo que lo están en Estados Unidos.[3]

    El acuerdo del Partido Laborista, si bien toma su nombre del debate estadounidense en torno al Green New Deal, forma parte de una tradición más larga de pensamiento político que ha querido hacer frente tanto a las preocupaciones medioambientales como al legado que el neoliberalismo y a la desindustrialización han dejado en Reino Unido, y hacerlo mediante la combinación de inversiones, una legislación sobre las emisiones de carbono y la creación de empleo. Los laboristas han defendido que se emprendieran acciones contra el cambio climático desde mediados de los años 2000, bastante antes de la etapa corbynista, como leyes que obligaban a reducir un 80% las emisiones para 2050, la creación de un banco de inversiones verdes y, ya desde la oposición, se asumieron posiciones institucionales contundentes. Desde que Jeremy Corbyn se convirtió en el líder del Partido Laborista, ha aumentado el flujo de propuestas políticas entre círculos de izquierdas y think tanks, muy especialmente la NEF, y ha habido una inyección de propuestas e ideas desde los movimientos sociales debido a la afluencia de miembros nuevos al laborismo y la polinización recíproca de ideas entre la conferencia anual oficial del Partido Laborista y la conferencia oficiosa de The World Transformed, que durante los últimos tres años ha tenido lugar al mismo tiempo. Durante el último año, la aparición de movimientos sociales como Extinction Rebellion y las huelgas estudiantiles por el clima, así como del movimiento Labour for a Green New Deal, ha conducido a que el Partido Laborista haya adoptado formalmente el Green New Deal como propuesta y a la cristalización de buena parte del trabajo ya existente de manera efectiva y en un marco legal único y reconocible.

    Pese a la ofensiva coordinada por parte de una sólida red de actores, los planes que tiene el laborismo respecto al clima han sacado a la luz unas tensiones internas considerables dentro del partido. Multitud de sindicatos y de miembros del partido intentaron bloquear con sus votos la adopción del Green New Deal en la conferencia del partido de 2019, y también con tácticas de intimidación física directa. Unas diferencias políticas tan importantes van a dar lugar a estrategias radicalmente diferentes en torno a la implementación ―o a la no implementación― del Green New Deal. No obstante, podemos aprender mucho si nos fijamos en la propuesta adoptada por el Partido Laborista para ver qué implica y para preguntar, de modo crítico, entre quiénes es el acuerdo del Green New Deal y qué es exactamente.

     

    ¿Quién paga?

    Ha habido una cantidad de trabajo importante dedicada a la financiación del Green New Deal y a qué tipo de instituciones haría falta crear para llevarlo a cabo. El plan será sufragado a través de una combinación de gastos en financiación e inversiones, e impuestos progresivos a los más ricos, incluidas las «cien empresa» que tienen mayor responsabilidad del cambio climático, y también conllevará la nacionalización de las compañías energéticas y de transporte. Aquí es igual de importante lo que no se dice: quién va a sustentar el acuerdo con su puesto de trabajo, con sus tierras ―debido a la descarbonización― y con su estilo de vida.

    Al tiempo que se apela a una «transición verde» de los trabajos ya existentes, hay muchos empleos que no se pueden convertir en puestos sin huella de carbono ni hacer que sean sostenibles y van a tener que ser suprimidos. Hay miles de empleos dentro de las industrias contaminantes que van a tener que ser eliminados gradualmente para que se puedan reducir las emisiones de carbono, lo que afectará tanto directamente a trabajadores como a poblaciones y regiones enteras que dependen de estos sectores. Estas industrias no son solamente las de la minería del carbón y la de la producción de energía, sino también las compañías de transportes y logística, los aeropuertos y las compañías aéreas, así como todas aquellas industrias y sectores que se basan mayoritariamente en lo que gastan los ricos, como el sector de los bienes de lujo, que emplea directamente a más de 150.000 personas. En Reino Unido, la industria de los combustibles fósiles da trabajo directamente a 40.000 personas, e indirectamente a 375.000. La industria de la aviación, que es otra que no puede llegar a ser sostenible y que en buena medida debe ir siendo eliminada, directa e indirectamente emplea a 500.000 personas. También haría falta una reducción masiva en el número de camiones que transportan bienes por las carreteras para dejar su sitio a los trenes y a un reducido número de vehículos eléctricos, lo que significa que algunos de los 60.000 puestos de camionero están en riesgo. La industria de la automoción da trabajo directamente a 180.000 personas y a otras 640.000 de manera indirecta. Añádase todo ello a los múltiples trabajos demenciales y los trabajos de mierda que no están entre los mencionados y que habría que ir eliminando y estaríamos hablando de cientos de miles de puestos de trabajo, si no de más de un millón, afectados directamente y muchos más afectados de modo indirecto. Una «transición justa dirigida por los trabajadores» implica que los trabajos actuales que hayan sido eliminados sean remplazados por otros empleos «verdes», cualificados y bien pagados, pues no está nada claro que sea posible hacerlo, especialmente dado el evidente número de trabajadores, poblaciones e industrias involucrados. Una lectura que se hace ello es la que sugiere que necesitamos sustituir los empleos con una alta huella de carbono por otros con una huella baja, especialmente por aquellos de los sectores reproductivo y de los cuidados. Si bien esto es crucial, también debemos señalar que tener una huella de carbono baja no es lo mismo que no tener huella de carbono, y que es ahí adonde nos debemos dirigir. Lo segundo que debemos señalar es que es improbable que podamos dar el cambiazo de unos puestos de trabajo industriales por unos puestos de trabajo de cuidados así sin más, y no simplemente porque sean formas de trabajo muy diferentes o debido a barreras culturales o sociales, sino porque dada la escala de las transformaciones requeridas, apenas hay suficientes puestos de trabajo verdes. De todas formas, el principal problema sigue siendo que incluso el intercambio de unos puestos de trabajo con una huella de carbono alta por otros con una huella baja implica todavía que las emisiones sigan creciendo año tras año.

    La manera en la que la mayor parte de las expresiones del Green New Deal, como corriente y como plan de medidas concretas, se enfrentan al problema del empleo es a través de la idea de crecimiento verde, esto es, una forma de crecimiento económico que no conlleva ni destrucción medioambiental ni produce emisiones de carbono. Esto es evidente gracias a la denominación que el laborismo ha escogido para su acuerdo, Green Industrial Revolution, y gracias al énfasis evidente en la creación de industrias y trabajos nuevos junto a programas de inversiones masivas tanto en nuevas infraestructuras como en servicios sociales más extensos. En las políticas del Partido Laborista ha existido desde hace tiempo un énfasis en el crecimiento verde como vehículo para alcanzar tanto protecciones medioambientales como la creación de empleo, desde las medidas de la Ley de Cambio Climático hasta los documentos actuales del partido acerca del medioambiente. Entre las propuestas que están circulando en Estados Unidos, el vínculo que se establece entre el plan y el crecimiento es habitualmente explícito, como sucede en las obras de sus defensores más reconocidos, como Mariana Mazzucato y Robert Pollin, o bien implícito, como en el Green New Deal que ha puesto sobre la mesa Alexandria Ocasio-Cortez.[4] En última instancia todos ellos plantean que podemos seguir haciendo que la economía crezca y crear empleos para todo el mundo al tiempo que se reduce su impacto medioambiental; producir crecimiento económico y reducir a la vez las emisiones de carbono.

    Cualquier programa que se base en el crecimiento se basa también en la idea de que se puede desvincular el crecimiento económico de las emisiones de carbono. Eso no es posible. El crecimiento verde no existe. Nunca ha sucedido a escala global y no existen indicios fiables de que pueda darse. Si bien se ha sugerido que la actividad económica en el norte global sí ha sido desvinculada de las emisiones de manera efectiva,[5] con ello se está ignorando el modo en que la economía global ha desplazado la producción al sur global, externalizando de esta manera el problema de las emisiones de carbono. Para reducir las emisiones y lidiar con otras cuestiones ecológicas acuciantes, debemos situar en el punto de mira el crecimiento económico como el principal problema.

    Pese a que una transición inmediata a una economía con bajas emisiones de carbono inevitablemente afectará de manera negativa a algunos trabajadores, es evidente quién va a pagar, según el acuerdo, la mayor parte de la transición: los ricos, a través de impuestos y de la nacionalización de activos de propiedad privada. También perderán el acceso a la mayoría de los lujos obscenos de un estilo de vida de altas emisiones, como coger aviones ―en Reino Unido, el uno por ciento más rico de la población realiza el veinte por ciento de los vuelos internacionales, el diez por ciento más rico realiza la mitad―. Hay una disparidad profunda en las emisiones del consumo entre los ricos y los pobres en países como Estados Unidos y Reino Unido, donde el diez por ciento de los hogares más ricos emite cinco veces más que el cincuenta por ciento más pobre, por lo que atacar a los ricos traerá reducciones enormes.

    Sin embargo, estamos ante dos cuestiones con unas ramificaciones notables. Incluso aunque hagamos hincapié en los ricos, es necesario hacer frente al consumo diario que tiene lugar en el norte global para alcanzar las reducciones necesarias en emisiones de carbono que permitan cumplir los compromisos internacionales respecto a la justicia climática. En segundo lugar, el desarrollo y la implantación de tecnologías de energías renovables exigen que continúen y se intensifiquen actividades mineras peligrosas y destructivas con el medioambiente a fin de que se puedan garantizar los recursos que hacen falta para llevar a cabo la descarbonización.

    ¿Por qué es necesario que descienda el consumo general y cotidiano en el norte global (y dentro de la franja demográfica más rica en algunas partes del sur global)? A fin de cuentas, ¿el problema no son los ricos y sus empresas? Es así en buena medida. Las personas más ricas del planeta, de las cuales una amplia mayoría vive en el norte global, consumen mucho más que cualquier otra. En torno a la mitad de las emisiones que provienen del consumo asociado al estilo de vida son producidas por el diez por ciento más rico de la población mundial, y el siguiente cuarenta por ciento es responsable de otro cuarenta por ciento de las emisiones. La mitad más pobre del planeta no emite nada a efectos prácticos. Esta desigualdad se repite en el interior de los diferentes países, donde el diez por ciento más rico a menudo consume entre tres y cinco veces más por hogar que el cincuenta por ciento más pobre. Poner el foco sobre los ricos y sus emisiones ―lo cual debería ser la piedra angular de cualquier Green New Deal― tendría un impacto enorme e inmediato. Una reducción a niveles de la media europea eliminaría en torno a un tercio de las emisiones de carbono procedentes del consumo, lo cual, si bien es relevante, queda muy lejos de lo que hace falta.

    Sin embargo, el problema no son solo los ricos. La reducción de las emisiones del cuarenta por ciento de la población que va a continuación ―esto es, la mayoría de la gente que vive en el norte global― implicaría hacer frente a todo lo que va de las emisiones del transporte a la industria de la moda (responsable de en torno al ocho por ciento de las emisiones globales), la agricultura, las dietas y los servicios. Esta última categoría de los «servicios», en la que cabe todo, desde apuntarse al gimnasio hasta salir a comer fuera, es responsable de alrededor de un cuarto de las emisiones por hogar. Alcanzar el objetivo de «emisiones cero» que plantea el Green New Deal exige que se hagan recortes de forma generalizada. Lograr que no haya emisiones y hacerlo a tiempo, algo crucial y que realmente no es negociable, y tener que hacerlo con los escasos recursos con los que contamos requiere que reduzcamos el consumo en el norte global.

    En este punto la discusión se convierte en la típica historia ecologista acerca del sobreconsumo: se consume demasiado, tanto directamente en los hogares como indirectamente a través de los procesos productivos. Sobre lo que hay que insistir es sobre que la mayoría de la gente está «atrapada» en una reproducción social de altas emisiones. El problema que hay con los relatos en torno al sobreconsumo es, además, que el consumo aparece como algo sobre lo que se pudiera elegir. La renta disponible ―la parte de dinero que te queda después de haber pagado por todo lo que necesitas― aumenta cuanto más rico te haces, pero la renta disponible de la mayoría de la gente es casi nula. La mayor parte de las personas en realidad no pueden hacer ninguna elección relevante acerca de lo que consumen y aquello entre lo que pueden escoger está profundamente determinado por enormes compañías transnacionales.

    Esto lo podemos denominar consumo estructural y hace que se ponga el foco sobre aquello que hace falta cambiar para que la gente pueda vivir de un modo distinto: esas «cien compañías» que menciona el Green New Deal del Partido Laborista son las empresas que de hecho determinan cómo se producen las cosas y qué impacto tienen en la biosfera de la Tierra. Si bien este aspecto es crucial a nivel político y debe servir para dar forma a nuestras estrategias, la realidad es que los niveles generales de consumo en el norte global aún deben verse reducidos, al tiempo que queda asegurado que estos cambios y reducciones no empobrecen aún más a aquellas personas del sur global que dependan de los trabajos que sostienen los modos de vida de alto consumo de las personas del norte.

    En las propuestas actuales sobre el Green New Deal, no obstante, hay muy poca información acerca de cómo abordar el consumo. Si nos fijamos en las múltiples declaraciones y documentos de medidas dentro de la amplia corriente por el Green New Deal, encontramos más discusiones sobre el consumo, aunque no hay nada mucho más concreto sobre cómo hacerle frente. La atención ha estado puesta casi unánimemente en la reducción de la demanda de energía gracias a programas de eficiencia y aislamiento para los hogares, en la electrificación de los transportes y ―esto es revelador― en los planes para incrementar la riqueza pública en lugar de la privada. Este último aspecto conlleva que probablemente vaya a haber una reducción en el consumo individual, pero compensada por unos servicios públicos gratuitos y de mejor calidad, como por ejemplo un transporte público sin coste.

    A menudo se resta importancia a la reducción del consumo individual y en ocasiones se intenta colar a través de una semana laboral reducida, que produciría menos emisiones gracias a un consumo menor tanto en el trabajo como en casa, o a través de un régimen impositivo progresivo, o mediante un cambio en las conductas que pasa por alto el consumo estructural. Dicho lo cual, con lo que nos encontramos es con una combinación de cambios no rupturistas vinculados a algo que solo puede ser calificado como ilusorio: que menos trabajo y más tiempo de ocio, junto a unos planes de cambios conductuales, den como resultado que haya menos emisiones porque la gente «escogerá» consumir menos. Pareciera que entre los defensores del Green New Deal (o entre los ecologistas en general) no hubiera ninguna fe en que un movimiento de masas o las victorias electorales ―y para que haya un Green New Deal se necesitan ambos― puedan cimentarse sobre la exigencia de una reducción del consumo obligada. En el mejor de los casos, se puede introducir de tapadillo un menor consumo y tiene que coordinarse con recompensas, como un mayor tiempo de ocio o la mejora de los servicios públicos. Siendo esto así, resulta del todo improbable que a la amplia mayoría de los consumidores del norte global se les vaya a pedir que hagan un gran esfuerzo en cuanto a la reducción del consumo, al menos a corto plazo.

     

    A escala global, ¿quién paga?

    La propuesta de Green New Deal del Partido Laborista exige un programa de electrificación total del sistema ferroviario y del parque de vehículos de carretera. Para que en el año 2050 Reino Unido haya cumplido únicamente sus objetivos respecto a los coches eléctricos (esto es, dejando a un lado la transformación de la producción energética, los sistemas logísticos y de transporte público y otros procesos de fabricación, y sin tener en cuenta los planes y esfuerzos de cualquier otro país del mundo que esté emprendiendo el mismo proceso), sería necesario que se duplicase la producción mundial de cobalto y requeriría de toda la producción mundial de neodimio, de tres cuartas partes de la producción mundial de litio y de la mitad de la producción mundial de cobre. También necesitaría un aumento del veinte por ciento en el suministro de electricidad únicamente para cargar los coches. Los parques eólicos y los paneles solares necesitan las mismas materias primas. La construcción de una cantidad suficiente de paneles solares como para proveer de electricidad a los coches eléctricos exigiría treinta años de la producción anual global actual de telurio. Si durante un momento tuviésemos en cuenta a otros países, sencillamente no hay suficientes materias primas como para lograrlo y ahora mismo no se están produciendo todo lo rápido que haría falta. Debido a una aceleración en la demanda, el suministro que hay en la actualidad se está volviendo más caro y está provocando tanto una avalancha de inversiones como nuevas formas de extractivismo y la intensificación de las modalidades de neocolonialismo.[6] Lo más probable es que no haya suficiente «margen para el carbono» como para permitir una transición para todo el mundo. Cualquier transición va exigir la construcción de unas cantidades inmensas de infraestructuras nuevas; los coches eléctricos, por ejemplo, tal y como pide el Green New Deal, necesitan no solo una producción mayor y más minería, que ya de por sí implican una alta intensidad de carbono, sino también enormes cantidades de acero y cemento, lo cual conlleva más emisiones. Llegados a cierto punto, estas nuevas emisiones socavan de manera efectiva los intentos por reducir el carbono.

    La respuesta a la pregunta «¿quién paga?» resulta aquí menos clara de lo que sugiere el relato de ricos contra trabajadores. El Green New Deal exigiría una expansión en las industrias primarias de la minería y, si los biocombustibles cobran relevancia, de la agricultura, dos sectores que se basan en la explotación de la tierra y de las personas por lo general en el sur global. No resulta complicado ver cómo se desarrollaría todo ello mientras se endurece la crisis climática. La apropiación masiva de tierra y de agua ya está en marcha y los conflictos que están teniendo lugar en torno al acceso a los recursos son innumerables. La producción de biocombustible y la sequía han tenido un papel fundamental en las crisis de los precios de los alimentos de 2007-2009 y 2010-2012, las cuales coadyuvaron a instigar los movimientos sociales, las rebeliones y las revoluciones de aquel periodo. Las limitaciones reales a las reservas de recursos existentes ya están conduciendo a nuevos procesos mineros más destructivos, incluida la minería en el fondo marino, redoblando el destructivo legado del extractivismo sobre el medioambiente. En otras palabras, además de las poblaciones y las naciones pobres, también la naturaleza va a tener que pagar por el Green New Deal. El hecho de que este proyecto esté diseñado para hacer sostenibles aquellos países que lo implementen no debería hacernos suponer que en el proceso vaya a hacerse sostenible el planeta.

    Aunque esté habiendo alguna discusión en los debates sobre el Green New Deal acerca de qué sucede con la gente de fuera de Reino Unido, en buena medida se las puede considerar ilusorias. Un incremento de las finanzas climáticas, de la transferencia tecnológica y del desarrollo de las capacidades (mediante la educación y el entrenamiento) solo resultan útiles si se dispone de los materiales para construir nuevos sistemas de energías renovables. Y eso no va a pasar. Bienvenido sea el apoyo a los refugiados climáticos, pero dadas las actuales posiciones del Partido Laborista respecto a la limitación de la libre circulación de los migrantes y al auge de las posturas políticas xenófobas de extrema derecha en Reino Unido y a escala global, deberíamos suponer que todo ello no se va a traducir en nada remotamente similar a una apertura de las fronteras del país, y mucho menos a un programa adecuado para tratar con las miles (si no millones) de personas, la mayoría del sur global, que ya se están viendo desplazadas debido al cambio climático. Si bien el Partido Laborista se ha comprometido a deshacerse de algunos de los peores aspectos del brutal régimen fronterizo actual, la inmigración y dicho régimen van a continuar.

     

    ¿Quién lo protagoniza?

    ¿Quién va a llevar a cabo el Green New Deal? El acuerdo lo promulgará el estado a través de un plan de inversiones y de regulaciones, así como de nacionalizaciones orientadas al sistema energético. También será el producto de la colaboración entre «sindicatos y la comunidad científica». En todo el documento se habla de la idea de una transición justa liderada por los trabajadores, que otorgue un papel central a los sindicatos actuales, como cabría esperar de un partido en el que estas organizaciones aún ejercen una influencia inmensa, pese al enorme empeño puesto en contra por parte de los elementos neoliberales dentro del partido. A ello se une que el proyecto del Green New Deal incluye una cláusula en la que se declara que el objetivo de que en 2030 no haya emisiones debería traducirse en una ley solo «si se logra una transición justa para los trabajadores», lo cual es resultado de la presión de algunos sindicatos, pues los sindicatos solo van a apoyar las medidas de este proyecto si supone la creación de empleo o la «transición sostenible» de los trabajos actuales.

    También es de esperar que haya organizaciones y think tanks que sigan teniendo un papel influyente a la hora de dar forma al Green New Deal, como hacen en general con las medidas del Partido Laborista. Lo que falla aquí es que hay pocos movimientos sociales e instituciones que no pertenezcan al estado con el poder suficiente como para actuar fuera y contra el estado y el capital y forzar cambios particulares o que se promulguen planes concretos. Esto define al Green New Deal como algo drásticamente diferente del New Deal original estadounidense y de otros proyectos socialdemócratas similares de otras partes del mundo, que contaban como actores como el IWW o el Partido Comunista para presionar al estado. Efectivamente, si bien el Green New Deal sin duda está haciendo que crezcan las expectativas, no queda claro si está ayudando a componer un electorado combativo y un poder social arraigado en los lugares de trabajo y en la población, o si por el contrario simplemente está devolviendo la fe en la política parlamentaria y en la efectividad del voto.

    Podemos transformar la pregunta de «quién protagoniza el acuerdo» en la de «quiénes forman parte de él». El Green New Deal será un pacto entre los estados y sus ciudadanos, un acuerdo negociado entre partidos políticos, organizaciones ecologistas, think tanks y sindicatos. Pese a la retórica internacionalista, no se trata de un acuerdo a escala global entre los estados ni entre el estado y la humanidad en un sentido amplio, sino entre el gobierno de Reino Unido y los ciudadanos de Reino Unido.

    Aquí resulta crucial saber quién está involucrado y quién no. No se trata de un pacto que provenga de un malestar masivo a nivel social, laboral o civil, así que de alguna manera debe contar con la participación del mundo de los negocios. Y aunque estén en posición de salir perdiendo con este acuerdo, algunos negocios potencialmente van a lograr enormes beneficios: las industrias de gestión de fronteras, de seguridad y de migraciones, las compañías mineras o las de transporte marítimo internacional van a salir beneficiadas de un modo sustancial. Lo mismo sucederá con las industrias que produzcan infraestructuras para las energías renovables y los coches eléctricos, o las que se ocupen de las plantas de desalinización y de la contención de las inundaciones, así hasta todo lo que va de la industria de los seguros hasta un sinnúmero de compañías de rehabilitación y gestión frente a las catástrofes. Dada la ausencia de una lucha de clases feroz, el capital puede afirmar sus intereses bajo la forma de una transición a un régimen de acumulación más sostenible. Pero si bien el capital puede ayudar a hacer posible un Green New Deal, no va a hacerlo con todos sus aspectos por igual. ¿Recuperar medidas de industrialización y vivienda pública? Quizá. ¿Una reducción radical del tiempo de trabajo, un amplio programa de impuestos y nacionalizaciones y una rebaja del consumo privado e industrial? Por desgracia, eso parece mucho menos probable.

    El Green New Deal no es un acuerdo con otras naciones o pueblos, así que deja fuera la cuestión de la justicia climática internacional por estar motivada únicamente por el voluntarismo, y no es tampoco un pacto con el mundo «más que humano». Es parte de un nuevo «ecologismo pero sin la naturaleza», una forma de ecologismo que se centra no en «salvar» el mundo natural sino en salvarnos a nosotros de la catástrofe ecológica producida por el capitalismo; una ruptura drástica con la historia de este movimiento.

     

    ¿Para hacer qué?

    ¿Qué aspira a hacer el Green New Deal? En la parte más importante del acuerdo encontramos una serie de propuestas que plantean un programa social en buena medida keynesiano de nacionalización de la producción de energía, desarrollo de planes de aislamiento de las viviendas, aumento de la producción de energía renovable y básicamente la electrificación de todo el transporte por carretera, todo lo cual está destinado a reducir las emisiones de carbono y crear puestos de trabajo. Habrá un aumento en la provisión de servicios universales que posiblemente incluya algún tipo de renta básica universal así como un aumento en los salarios sociales (mejora del sistema sanitario, vivienda pública, transporte público gratuito, etcétera). También habrá planes centrados en abordar ciertas prácticas ganaderas y agrícolas.

    La esencia del pacto se puede encontrar en el énfasis crucial que se hace en el empleo y el escaso compromiso que hay para hacer frente a las emisiones del consumo. El hincapié hecho en la electrificación del transporte en carretera es porque se trata del concepto básico en torno al cual se intenta hallar la cuadratura del círculo entre los trabajos y el medioambiente. La electrificación de ese tipo de transporte parece una fórmula para proteger (y crear) un número enorme de empleos, para que no haya que alterar de manera fundamental demasiados rasgos de la economía de Reino Unido (incluidos los sistemas logísticos, los patrones de consumo y por tanto de distribución, cómo va la gente al trabajo, etcétera) y, al mismo tiempo, reducir las emisiones del sector de los transportes ―un sector que es responsable de la cuota más amplia de las emisiones de carbono―. Aquí hay varios problemas. El primero es que los coches eléctricos aún traen consigo una inmensa cantidad de carbono, tanto a través del proceso de producción como debido a la extracción de los recursos que esta requiere. El segundo es que la electrificación de todo el transporte en carretera hará que aumente de manera masiva la demanda de electricidad en cifras que, de acuerdo a algunas estimaciones, superan el veinte por ciento, lo que a su vez hará que crezca la demanda de los recursos ya escasos que hacen falta para producir las fuentes de energía renovable. Tampoco trata la enorme cantidad de desperdicio generada por todos los procesos implicados en la producción de coches, baterías, etcétera. El tercero es que tampoco hace nada por abordar cómo la cultura del coche produce formas de vida insostenibles medioambientalmente: desde el crecimiento ubrano y una construcción de carreteras que no tiene fin hasta los modos de consumo particulares con una alta huella de carbono. Es este último punto el que resulta más perverso. La electrificación interpela a un deseo por cambiar todo lo que se pueda para cambiar lo menos posible. La razón para electrificar coches y camiones es por tanto la de preservar los sistemas social y económico que los permiten y los crean; mantener la fabricación como sector clave en el empleo ―o, más bien, aumentar su producción― para así conservar los puestos de trabajo a pesar de la necesidad de consumir y producir menos.

    El hecho de que se evite la cuestión del consumo y se haga tanto hincapié en la creación de empleo dentro de la sección «Empleos y medidas por el clima» ya nos dice todo lo que hay que saber acerca del acuerdo. Este pacto se basa en el mantenimiento, en la medida de lo posible, del sistema económico en el que estamos y de los modos de vida actuales al tiempo que se emprenden algunas acciones contra el cambio climático para minimizarlo todo lo que se pueda sin poner en riesgo nuestros estándares de vida. Consiste también en que las personas de fuera del norte global, las que viven en países que carecen del poder geopolítico o económico para competir por unos recursos que son escasos, se van a quedar fuera de la transición a una economía de bajas emisiones; de hecho, van a ser sacrificadas a cambio de nuevas minas o plantaciones de biocombustible, por ejemplo, las cuales permitirán la transición a las renovables por un nuevo sistema económico verde.

     

    Que las cosas sigan igual

    El trabajo con lo mejor que el Green New Deal tiene que ofrecer hace que nos quede claro que el objetivo último del acuerdo es el de intentar que las cosas sigan como están todo lo que sea posible, aunque con una observación: que cambie la distribución actual de la riqueza y que volvamos a algo que se pueda asemejar a la época dorada de la socialdemocracia (que resulta que también es la época dorada del capitalismo). Se trata de un programa de pleno empleo, de electrificación de los modos de vida existentes a través de las renovables, de pactos sólidos por la justicia climática internacional mientras aumenta de modo masivo la extracción de recursos y se mantienen unos controles fronterizos lo suficientemente fuertes. El pacto que ha propuesto el Partido Laborista viene a decir: «Tú vótanos y nosotros encontraremos la manera de generar mejores puestos de trabajo y seguridad en el ámbito social al tiempo que nos enfrentamos al cambio climático». Pero no van a ser capaces de hacer las dos cosas de manera efectiva, así que el acuerdo tácito es que se aprobarán medidas por el clima siempre y cuando se puedan reconciliar con la creación de empleo.

    En cuanto aumenten las contradicciones entre la reducción de emisiones de carbono y la creación de empleo, la tendencia va a ser a generar puestos de trabajo y proteger los modos de vida antes que a reducir emisiones. No nos queda otra más esperar que haya movimientos por el clima aún más grandes, aún más comprometidos, y organizarnos para ello, pero esto está lejos de ser así, y la tendencia política en la izquierda va a ser a tratar las injusticias sociales y económicas como una prioridad, por lo que es probable que el Green New Deal se convierta en un campo de batalla entre «los ecologistas» y «la izquierda» en lugar de un lugar donde encontrarse.

    A fin de cuentas lo que estamos viendo es la base del conflicto entre lo que es científicamente necesario y lo que es políticamente realista. Parte del peligro del Green New Deal radica en que sea visto como la solución en lugar de como un intento parcial por remodelar toda la política económica nacional. El problema aquí es que si es percibido como la solución, la izquierda va a verse atrapada en una lucha institucional en la que ceder y arrastrase por propuestas más «realistas» pasa a ser lo que lo domina todo, al tiempo que la pelea ya no es por la reducción de emisiones, sino por conservar la propuesta como tal del Green New Deal.

    Hay que dejar claro de todos modos que, si bien el Green New Deal no es la solución, tampoco es un trampolín con el que llegar a ella. La expansión y la intensificación del extractivismo, el aumento de la explotación del sur global y la implementación de nuevas formas de imperialismo «sostenible», seguir destrozando la biosfera y continuar con las emisiones contaminantes de carbono; ninguna de estas cosas puede ser asumida como un paso adelante hacia un futuro mejor. Más allá del brutal realismo político con el que se justifica un sacrificio aún mayor de vidas y de la propia vida por un modo más verde de consumismo sostenible, en el futuro que promete el Green New Deal no se habrá frenado el cambio climático antes de haber llegado a ser catastrófico.

    Pero aunque el Green New Deal no sea la solución, eso no justifica que lo ignoremos o que nos opongamos a él. Esta iniciativa es tanto una iniciativa institucional como una corriente. En tanto que iniciativa institucional, es un paquete de medidas con el que debemos tratar o contra el que podemos luchar con la intención de desplazarlo en una dirección más positiva. En tanto que corriente, necesitamos involucrarnos para dotarlo de forma pero también para generar algo más, algo con lo que ir más allá de los limitados esfuerzos por reformar el sistema en el que estamos y con lo que construir algo que nos asegure una vida rica y abundante a todos nosotros y a todo ser vivo en general.

    Hay dos tareas inmediatas. La primera es trabajar por ampliar aquellas partes del Green New Deal que dan pie o representan un programa de decrecimiento y justicia.[7] Entre ellas están la reducción del horario laboral, el aumento de los servicios sociales, la desmercantilización de los servicios básicos…; en definitiva, trabajar por que los ingresos estén desvinculados del trabajo y asegurarnos de que nuestra propia reproducción no se basa en un trabajo asalariado precario. También hace falta que, por encima de cualquier otra cosa, nos aseguremos de abolir a los ricos y sus privilegios, lo cual tendrá un impacto enorme e inmediato; y además cualquier ataque a los ricos tendrá también el efecto de debilitar su poder para enfrentarse a nosotros.

    Pero no va a ser suficiente con que intentemos llevar más lejos las exigencias actuales, también va a hacer falta un compromiso militante para oponernos y trabajar para detener el desarrollo de nuevas infraestructuras para los combustibles fósiles, o de las ya existentes, y de nuevos proyectos extractivos, especialmente aquellos que tienen lugar en el sur global. No puede haber una transición justa que dependa de un extractivismo neocolonial ampliado y no puede haber una descarbonización rápida sin clausurar la actual infraestructura de los combustibles fósiles. Al cerrar ambas vías, el estado, así como el capital, se verán forzados a buscar otras posibilidades para la generación, descarbonización y producción de la energía. Si las múltiples historias del capitalismo fósil nos han enseñado algo, es que los regímenes energético y económico son el producto tanto de nuestra resistencia y oposición como de las necesidades del capital y tienen lugar a través de la innovación tecnológica.

    También debemos ser conscientes de que no todos los decrecimientos son equivalentes entre sí. Hace falta un decrecimiento igualitario y comunista. En los últimos años han salido muchos artículos científicos que básicamente han exigido el fin del capitalismo. En cierto sentido, la ciencia reclama nada menos que el comunismo pleno, pero no el comunismo de esta parte de la izquierda que solo están interesada en comunizar el consumismo en lugar de acabar con él y en la redistribución del botín y de los beneficios del extractivismo sin cambiar el sistema económico que de él depende. Y si bien debemos cuestionarnos y transformar políticamente el deseo y los valores que van unidos al consumismo como forma de vida, en última instancia los pilares del consumismo son estructurales y no hay cambio posible hacia una forma de vida sostenible sin buscar la manera de construir nuevas infraestructuras y entornos que nos permitan ser autónomos respecto al mercado capitalista.

    El decrecimiento como modo de producir una abundancia radical debe convertirse en un elemento nuclear de las políticas de izquierdas. Podemos empezar por recuperar la crítica al capitalismo de consumo que surgió durante las décadas de los sesenta y de los setenta y reconocer que el consumismo beneficia sobre todo a la minoría rica. Para la amplia mayoría de la población mundial, el decrecimiento puede implicar y únicamente traerá consigo una vida mejor. No es suficiente con intentar reducir las emisiones al tiempo que hacemos que todo siga igual. La única vía que tenemos para continuar es hacer que todo cambie de manera radical. En este momento es la única propuesta realista.

     

     

    NICHOLAS BEURET es activista, investigador y actualmente da clases en la Universidad de Essex, en Reino Unido. Su investigación ahora mismo se centra en el cambio climático y su logística, las migraciones climáticas y las políticas contra la catástrofe.

    La ilustración de cabecera es «Downs in winter» (1934), de Eric Ravilious.

    [1] En este punto, véanse Christian Parenti, Tropic of Chaos: Climate Change and the New Geography of Violence, Nueva York, Hachette Book Group, 2011, y Todd Miller, Storming the Wall: Climate Change Migration, and Homeland Security, San Francisco: City Lights, 2017.

    [2] John McDonnell, «A Green New Deal for the UK», Jacobin Magazine, 30 de mayo de 2019.

    [3] Este desarrollo se ha visto acelerado gracias a los últimos trabajos del think tank relativamente nuevo Common Wealth, que ha reunido un paquete de medidas para el Green New Deal.

    [4] Véase, por ejemplo, «McDonnell Pledges Green Revolution Jobs», BBC News, 10 de marzo de 2019, y McDonnell, óp. cit.

    [5] Véase, por ejemplo, Nate Aden, «The Roads to Decoupling: 21 Countries Are Reducing Carbon Emissions While Growing GDP», World Resources Institute, 5 de abril de 2016.

    [6] Véanse, entre otros, Asad Rehman, «A Green New Deal Must Deliver Global Justice»,” Red Pepper, 29 de abril de 2019, y «The ‘Green New Deal’ Supported By Ocasio-Cortez and Corbyn Is Just a New Form of Colonialism», The Independent, 4 de mayo de 2019.

    [7] Acerca de este punto y del debate entre decrecimiento y Green New Deal, véase Mark Burton y Peter Somerville, «Degrowth: A Defence»New Left Review, II/155, enero-febrero de 2019 [trad. cast.: «Decrecimiento: una defensa», New Left Review, 115, marzo-abril de 2019]. Para una discusión más fina acerca del decrecimiento, véase Chertkovskaya, Paulsson, Kallis, Barca y D’Alisa, «The Vocabulary of Degrowth: A Roundtable Debate», Ephemera, 17, n.º 1, 2017, pp. 189-208

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  • «El Green New Deal ofrece un mensaje positivo, pero también nombra claramente a los culpables de la crisis» – Entrevista con Anthony Torres

    «El Green New Deal ofrece un mensaje positivo, pero también nombra claramente a los culpables de la crisis» – Entrevista con Anthony Torres

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    Esta entrevista es el resultado, traducido y editado, de una conversación de dos horas con Anthony Torres, activista neoyorkino contra el cambio climático. Anthony nació en Long Island y ha estado muy involucrado en el movimiento por el Green New Deal en Estados Unidos. Su implicación en este movimiento viene después de haber participado en el movimiento juvenil por el clima y luego, en general, en el movimiento por la justicia climática y en los espacios políticos progresistas durante sus años de estudiante. Después de haber estado haciendo durante dos años campañas nacionales con y para varias organizaciones, considera el Green New Deal la culminación de este esfuerzo, una propuesta audaz para la crisis climática, algo que resonara con el público general y que tuviera la ambición y la igualdad en su centro, con el objetivo de ser realmente transformador para todos los estadounidenses.

    En primer lugar, ¿cuál dirías que es la gran diferencia entre el movimiento del Green New Deal y los movimientos tradicionales, es decir, ecologistas y por el medioambiente? 

    Buena pregunta. Podríamos estar hablando de esto todo el día. Lo realmente poderoso del Green New Deal es que ofrece un programa de gobierno para el movimiento. No sólo para el movimiento, sino para cualquier persona, cualquier miembro progresista de la izquierda, cualquier estadounidense que crea que tenemos que transformar una economía amañada y un sistema político que no funciona en nuestro favor, y que tenga miedo de los impactos actuales y futuros del desastre climático. El Green New Deal ofrece una nueva forma de hacer política y muestra un camino, una visión y una estrategia para conseguir grandes cambios materiales en nuestra sociedad, así como para distribuir el poder y los recursos de manera diferente en Estados Unidos. En el pasado, creo que muchas de las luchas de los movimientos climáticos estaban muy enfocadas en diferentes partes de la receta. Era como si dijeran «de acuerdo, necesitamos centrarnos en la desinversión de estas instituciones o en el cierre de estas plantas de carbón específicas y en el avance de estas plantas de energía renovable específicas». Era un poco fragmentario. Era muy parecido a: «Hey, aquí están las diferentes partes y aquí los diferentes componentes». No es que esas cosas no fueran importantes, había un espectro de eficacia, y también había una amplia gama de diferentes grados de éxito. Pero lo que el Green New Deal ofrece es una forma de que cualquiera pueda conectarse e involucrarse. Crea una demanda audaz a nuestros políticos: tienen que comprometerse con un cambio sistémico, no sólo con las diferentes partes del problema. Es ambicioso y lo es de forma intencional; es ambicioso porque su ADN permite que la gente continúe mejorándolo. Así que si estás trabajando para deshacerte de la contaminación en tu comunidad, puedes pensar qué forma debería tener un Green New Deal en tu comunidad. Mientras que con otros esfuerzos anteriores fue muy difícil conseguir un apoyo público masivo porque no siempre fue algo que pareciera resonar o estar ligado a las necesidades de cada estadounidense. Mientras que el Green New Deal ha llegado en un momento perfecto en el que también nos encontramos en medio de una crisis de legitimidad en Estados Unidos, nos estamos preguntando cuáles son las instituciones y sistemas que van a funcionar para todos. Un Green New Deal ofrece una plataforma a nivel nacional para lograr un cambio en un menú completo de soluciones.

    ¿Por qué crees que está funcionando ahora y no lo hizo antes? 

    Es una combinación de varios factores. Tiene que ver con lo anterior. Históricamente, muchos ecologistas en los EE.UU. no dejaron claro quiénes eran los verdaderos culpables. Aunque un Green New Deal ofrece una gran plataforma de soluciones y un mensaje muy proactivo, también nombra claramente quiénes son los culpables de la crisis, los ejecutivos de compañías de combustibles fósiles y los políticos corruptos que trabajan juntos como un cuerpo de élite para sacar provecho de un planeta en llamas, a expensas de la gente trabajadora, las comunidades de color y, en este caso, los estadounidenses y la gente de todo el mundo, de muchas comunidades. La crisis climática se ceba en estas comunidades y tenemos que dejar muy claro al público quién es el culpable, porque si no se deja claro quién es el culpable, la gente rellenará el hueco por sí misma con lo que la cultura dominante suele decir y, sea cierto o no, en este caso, puede ser explotado por medios muy peligrosos. Volviendo a la pregunta, tenemos que: uno) somos capaces de nombrar a los culpables y dos) somos capaces de nombrar a quién va a liderar el cambio y esto permite a todo el mundo a ser parte de la conducción de ese cambio.

    Hay otro par de factores que explican por qué no ha funcionado antes y ahora sí. Uno es que en Estados Unidos hemos estado en una situación muy particular en los últimos años. Hemos visto una variedad de crisis, incluyendo la crisis climática en general. Pero si se mira desde el huracán Katrina hasta las guerras sin fin en Irak, Afganistán, etcétera, la crisis financiera, los asesinatos policiales, los asesinatos sin culpable de negros por parte de la policía y la detención masiva y la deportación de inmigrantes, todas estas crisis que afectaron a los estadounidenses que quedaron sin resolver y nadie tuvo que rendir cuentas por ellas. Esto ha dado lugar a este momento en el que estamos, en el que existe un profundo deseo de una revisión completa de la forma en que estamos haciendo las cosas. Así que el momento era el adecuado para un mensaje radical y ambicioso que genere un camino para que la gente sepa cómo vamos a pasar de donde estamos hoy a un futuro más habitable. El segundo factor también tiene que ver con estas crisis, y con el hecho de que ha habido una falta de liderazgo real en nuestro sistema político, se ha visto un renacimiento de los movimientos sociales en Estados Unidos en la última década, desde el movimiento contra la guerra hasta Occupy, pasando por el nuevo movimiento por la justicia climática y de Black Lives Matters a los Dreamers. Todos estos movimientos han estado construyendo poder y activando a millones de estadounidenses alrededor de la organización social, y realmente han confrontado y desafiado el sentido común de cómo estamos haciendo las cosas. Así que este momento ha sido perfecto, han sido esos dos factores juntos y el hecho de que, a diferencia de lo que ocurrió en el pasado, en los últimos años de esfuerzos climáticos, el Green New Deal fue organizado, impulsado desde abajo, por el movimiento Sunrise, que ha sido uno de esos movimientos que tuvieron la estrategia de enfocarse en «¿cómo construir el apoyo público?» ¿Cómo creamos apoyo público? ¿Cómo conseguimos que las masas formen parte de este movimiento? Y cómo podemos hablar directamente con ellos como nuestro objetivo y hacer que los que están siendo atacados sean los mismos que toman las decisiones que realmente tienen la influencia para hacer lo que hay que hacer. La última parte del éxito del Green New Deal es cómo ha utilizado la táctica del movimiento Sunrise de entrar en la oficina de Nancy Pelosi después de una serie de elecciones híperpolarizadoras y decisivas con Alexandria Ocasio Cortez, una nueva líder de los progresistas. Una nueva figura progresista que ocupa el centro del escenario y ofrece un lugar al que la cámara puede enfocar, y es capaz de contar una historia: que esta es la nueva América que se está levantando, que va a construir un país que sea justo para todos nosotros por primera vez. Ese mensaje, conectado con la profundización de las crisis, especialmente la climática, y con el creciente activismo político entre los estadounidenses, ha conducido a la tormenta perfecta que era el Green New Deal irrumpiendo en la escena y tomando el control del discurso público.

    ¿Crees que el Green New Deal está tratando de movilizar a un grupo social que ya existe, con sus necesidades y ambiciones, y que puede tratar de crear un mensaje ante el que ellos digan: «esto es lo que yo quería y a lo mejor no lo sabía antes, pero esto es lo que yo quería». ¿O piensas que al poner el mensaje ahí afuera estás creando un nuevo grupo de personas que se están organizando alrededor de este mensaje? ¿Uno de los dos tiene prioridad sobre el otro?

    Creo que las dos cosas forman parte de una misma estrategia. Hay un espectro de apoyo y lo que ya sabemos es que la inmensa mayoría del público estadounidense apoya una acción significativa sobre el cambio climático. Sabemos que para muchas de las soluciones políticas radicales contamos con el respaldo del público, pero muchos de esos millones de personas son pasivas en su apoyo y hay muchas otras que son más neutrales o simplemente no han escuchado un mensaje lo bastante potente, que resuene y que realmente hable de aquello a lo que están enfrentando en sus propias vidas y comunidades. También está la base de nuestro movimiento, que a menudo ha estado fracturado en muchas facciones distintas, centrándose en muchos esfuerzos diferentes. Hay muchos roles diferentes para diferentes organizaciones y grupos. No todo lo van a hacer los únicos que luchan por un Green New Deal, pero creo que lo que es realmente crítico es que con un Green New Deal tenemos la capacidad de ampliar y aumentar la participación de nuestros partidarios activos y llevarlos al liderazgo de nuestro movimiento en todo el país. Avanzar en un Green New Deal y avanzar en un objetivo muy ambicioso pero muy directo y claro. En segundo lugar, también tenemos la capacidad, tanto con el mensaje de un Green New Deal como con la visión, pero también con partes de las políticas y soluciones que están dentro de él, de construir y atraer a más indecisos hacia el apoyo pasivo, a más partidarios pasivos hacia los partidarios activos. Con eso podemos hablar de cómo podemos tener un Green New Deal para la agricultura y la América rural que proporcione medios de vida prósperos y comunidades saludables para los agricultores y los trabajadores agrícolas. O bien, ¿cómo podemos lograr un Green New Deal para las comunidades costeras en el que seamos capaces de desmantelar la contaminación tóxica que está destruyendo nuestros ecosistemas marinos y, además, construir la resiliencia y la protección de las comunidades que van a estar a la vanguardia de los desastres? ¿Cómo podemos tener un Green New Deal que funcione como una política industrial que realmente tenga economías localizadas de manufactura limpia y que refuerce la forma en que somos capaces de mantener y crear buenos empleos sindicados de alta calidad en comunidades que han sido abandonadas por las empresas, que iban a dondequiera que pudieran explotarnos lo más posible? El Green New Deal puede hablar de todos estos temas y permite construir su base de apoyo sobre muchos de aquellos que no se han visto a sí mismos como parte del movimiento en el pasado. Creo que ya lo estamos viendo. En Estados Unidos, antes de que apareciera el Green New Deal, el cambio climático era entre los votantes e incluso entre los votantes del Partido Demócrata una especie de asunto menor, de segundo orden. No era una prioridad en absoluto. Ahora, es una de las principales prioridades para los votantes, y entre los votantes demócratas que opinan sobre las elecciones de 2020, está sistemática considerado como la principal preocupación. Más del 80 por ciento de los votantes demócratas quieren elegir y apoyar a candidatos que promuevan un conjunto ambicioso y equitativo de políticas climáticas. La gente está realmente hambrienta por un Green New Deal y ahora, a medida que estamos viendo el daño a nuestro clima dar lugar a más y más consecuencias sobre nuestra gente, se ha convertido en una prioridad absoluta. Creo que ya estamos viendo cómo estamos movilizando a la gente de este espectro de apoyo con nuestro mensaje y nuestra organización para que se vuelvan más y más activos y asuman más liderazgo en nuestro movimiento.

    En relación con esto, mencionaste que para ti parte del Green New Deal era poder identificar al enemigo. Dijiste que eran esencialmente los multimillonarios de la industria fósil. En realidad, si sólo fueran esos tipos los que causaran el problema, sólo serían unas cien personas y no habría conflicto social. Así que, aparte de ellos, ¿se identifica a más personas que puedan unirse en torno a ellos o resistirse a algo que suene a Green New Deal? ¿Tenéis estrategias para amoldar vuestro mensaje a ellos? Es decir, ¿cómo tratas con esa gente y a otra gente por el estilo?

    Eso es algo a lo que le estamos dando muchas vueltas ahora mismo. Hemos hablado de cómo en los últimos meses el Green New Deal entró en la conversación política y se volvió ampliamente popular. Tenemos supermayorías en todos los sectores demográficos. Los estadounidenses desean apoyar un Green New Deal, especialmente si saben en qué consistiría. Y hemos visto cómo la derecha, financiada por los multimillonarios de los combustibles fósiles, se lanzaba en una embestida total contra el proyecto. Tenían el dinero para difundir sus mentiras sobre cómo se iban a hacer cosas que no tenían nada que ver con la idea que estamos proponiendo, y también para avivar el miedo entre el público e intentar buscar a los falsos culpables. Esto, por supuesto, puede ser un desafío, y ha habido consecuencias de ese ataque, pero todavía tenemos una gran mayoría de estadounidenses que están a favor de nuestra visión. En realidad, creo que este es el momento en que tenemos que duplicar los esfuerzos por un Green New Deal y no retroceder, y eso se debe en parte a que ahora tienen que luchar en nuestro terreno. Les hemos obligado a posicionarse claramente en contra del Green New Deal. Ahora somos capaces de fijar los términos de la conversación y es una buena señal cuando tienes a tu oposición política aumentando la intensidad de su respuesta y movilizándose de tal manera en tu contra. Es cuando sabes que estás ganando. Ahí es cuando sabes que estás empezando a ganar la disputa del sentido común. Si nos retiramos de un Green New Deal, tendremos que encontrar nuevos mensajes o hablar sobre las soluciones y las crisis que enfrentamos con un lenguaje que no necesariamente conecta con la gente, que no es cercano. Acabas en la situación inversa, en la que tienes que luchar en su territorio, tienes que decir que no a sus falsas soluciones. Es mucho menos efectivo decir no a sus falsas soluciones, a las demandas de los multimillonarios de los combustibles fósiles que decir: «No, tú tienes que decir que no, son nuestras soluciones, nuestra plataforma». Más allá de eso, hay muchos estadounidenses que se han sentido abandonados o descuidados por los movimientos sociales del pasado y para quienes la economía de los combustibles fósiles ha sido una parte intrínseca de su vida, su sustento y sus comunidades. Especialmente en algunas áreas donde la comunidad depende de la industria de los combustibles fósiles, creo que ahí es donde tenemos que decir claramente cómo un Green New Deal va a apoyar una transición justa para que todos los trabajadores y las comunidades se muevan hacia una economía más saludable y próspera que no deje a nadie atrás.

    Esto recuerda a cuando el socialismo era popular, en el sentido de que nunca fue algo totalmente detallado. ¿Qué es una sociedad socialista? Gente en muchas situaciones identificaba sus aspiraciones con esa causa. Era una idea vaga pero ambiciosa. Fue capaz de identificar a un enemigo y movilizar a mucha gente. Por supuesto, esto no está exento de problemas, que se han visto perfectamente bien en la historia. Pero parece que no se puede crear un movimiento de masas escribiendo una programa enormemente aburrido y detallado. Cuando decías que esos eran los tres aspectos del Green New Deal que considerabas fundamentales, la forma en que las explicas hace que parezcan algo que puede tener un apoyo masivo, porque en cierto modo podría parecer que se está modernizando una economía capitalista. Ninguno de estos fundamentos debería asustar a las personas más ricas, solo estáis diciendo: «Vamos a contaminar menos, vamos a crear buenos empleos, etc». Sin embargo, si sólo hacemos eso, no estamos abordando completamente la amenaza climática. Así que, ¿os preocupa o no que se puedan aplicar realmente estas reformas, pero que de todos modos podríamos seguir sin resolver el problema?

    El Green New Deal es grande a propósito. Se dejó a un nivel muy alto y abierto porque necesitamos que esta plataforma y esta agenda de gobernanza sean elaboradas por y para la gente, por gente de todas las comunidades diferentes. Acordamos ser específicos en tres objetivos. En realidad, la resolución del Green New Deal que ahora ha sido presentada por Alexandria Ocasio Cortez y Ed Markey a los miembros de la Cámara de Representantes y del Senado, y que cuenta con más de cien miembros del Congreso como copatrocinadores, establece 15 metas específicas de un Green New Deal. Por supuesto, debemos y podemos ser mucho más detallados. Pero este Green New Deal ofrece una agenda, un marco y una visión, que es algo que puede ser aplicado y moldeado de muchas formas diferentes. Las tres áreas principales en las que me gusta pensar, y que son nombradas muy específicamente, son que el Green New Deal está tratando de reducir de forma ambiciosa la contaminación, está tratando de crear millones de buenos empleos sindicados y está tratando de transformar la economía en una que funcione para todos los estadounidenses y, por último, de abordar directamente la crisis de desigualdad basada en el racismo y la desigualdad económica en nuestro país. Y esos son tres objetivos críticos que deben cumplirse para que cualquier solución sea considerada parte de un Green New Deal, debe abordar esas tres áreas. Y creo que hay una cosa que me gustaría decir, creo que es justo exigir siempre «bueno, queremos el plan completo», pero eso vendrá y eso se va a construir sobre la base de todas las diferentes políticas del Green New Deal a nivel local, estatal e internacional mientras nos preparamos para tomar el poder a nivel nacional en los Estados Unidos. Donde más a menudo oigo la crítica es por supuesto en Twitter, pero también de gente que viene del mundo de la política y no necesariamente entiende que no podemos construir poder y conseguir el cambio que queremos simplemente vendiéndolo a todo el mundo y haciéndole saber a todo el mundo que tenemos cada detalle resuelto. Lo siento. No funciona así. Lo que tenemos que vender es la visión. Tenemos que vender el resultado, a dónde vamos. Tenemos que construir poder y apoyo en torno a los objetivos finales y, en muchos casos, en torno a algunos de los medios creativos y ambiciosos con los que vamos a conseguirlo. Necesitamos crear el espacio y organizarnos para que millones de estadounidenses puedan dar su opinión sobre cuáles serán estas políticas y soluciones. Ahora mismo, y cuando el Green New Deal se concibió, es el momento de exponer nuestra visión, a dónde tenemos que ir. Hemos intentado en el pasado vender todos los detalles, algo así como: «escuchad, ¿queréis apoyar este mecanismo de financiación realmente complejo para que reduzcamos la contaminación de este lugar? ¿Queréis reducir el poder de las empresas en esta área y luego obtener parte de ese dinero para crear algunos puestos de trabajo en este pueblo?» Así no es como se consigue el apoyo masivo de la sociedad, esos son los pasos que vienen después de transmitir la visión amplia.

    Esta es una de las críticas que se hace habitualmente al Green New Deal: no está muy claro qué medidas se van a tomar. Y, como has dicho, estas medidas pueden ser diferentes según la necesidad de cada población. ¿Crees que esto ha sido un problema en la campaña hasta ahora? ¿Cuáles han sido algunos otros problemas que has encontrado a lo largo del camino?

    Bueno, todo esto es en parte una apuesta. Volviendo a la otra pregunta y luego entrando en esto, con el Green New Deal queríamos hablar en términos bien articulados y de frente sobre los valores que vamos a estar asumiendo y que van a impulsar el cambio y cómo se materializa esta visión. La ocupación del despacho de Nancy Pelosi provocó agitación y dio publicidad al Green New Deal, y los valores, el mensaje y la visión que se percibió en todo el país sobre el Green New Deal creó el espacio político para que instituciones, políticos, candidatos, organizaciones, comunidades tuvieran el apoyo y el impulso para poner en marcha sus planes muy detallados sobre cómo llevarlo a cabo. Después de unos cuantos años en el movimiento climático, no ha habido un momento en el que, como ahora, casi todos los candidatos presidenciales estuvieran presentando planes detallados sobre cómo su plan de Green New Deal afectaría a todos y cada uno de los sectores de la economía. Esto es lo que queremos decir con que «iba a ocurrir». Los detalles ya vendrán, gracias a que antes hemos creado el espacio político para que la gente pueda debatir y luchar por lo que esto va a ser. La pregunta ha pasado de si íbamos a actuar sobre el clima o no, o si el cambio climático es real o no, a «¿qué tipo de Green New Deal vas a apoyar e impulsar? ¿Cómo vas a luchar contra la crisis climática?» Eso ya ha cambiado. Ahora es cuando hay que definir los detalles.

    Volviendo a tu pregunta, siempre existe el peligro de que las demandas de nuestro movimiento puedan ser cooptadas para satisfacer los objetivos de las empresas, o por actores y políticos malintencionados que en realidad no quieren servir a las necesidades de la gente y realmente quieren usar este impulso político para su propia agenda y beneficio. La consecuencia de ello sería el no ser capaces de hacer lo necesario para frenar las crisis a las que nos enfrentamos, y eso es realmente culpa nuestra. Ahora que hemos creado este espacio político no solo tenemos que defenderlo, sino que es nuestro papel y el de muchos otros en nuestro movimiento impulsar el Green New Deal como un punto de apoyo para lo que realmente necesitamos en nuestra sociedad y en nuestro mundo. Por supuesto, existe la amenaza de que el Green New Deal y sus políticas puedan ser lanzadas o explotadas o redirigidas hacia un simple capitalismo pintado de verde. Nos corresponde a nosotros asegurarnos de que el Green New Deal está dirigido específicamente a eliminar a los culpables de la crisis y no solo a los multimillonarios específicos de los combustibles fósiles, sino también al sistema económico y político, así como a los sistemas sociales que han creado esta crisis en primer lugar. Por eso creemos que el Green New Deal es tan importante. No se puede abordar la crisis climática por sí sola, tenemos que enfrentarnos al sistema capitalista. Es el que ha hecho que la extracción por cualquier medio y a cualquier precio y el beneficio de unos pocos, y de cada vez menos sea más importante que la salud y la seguridad de todos los que viven en este planeta. Necesitamos un Green New Deal que también aborde el que crisis climática surge de un sistema que fue diseñado para crear una jerarquía de poder, para crear una jerarquía sobre quién recibe los beneficios y que también ha establecido una jerarquía del valor humano. Esa jerarquía de valor humano incluye la esclavitud de la población negra, la exterminación de los pueblos indígenas y la formación de una subclase de trabajadores que crean gran parte de la riqueza y el trabajo de los que depende la sociedad, pero que no reciben los beneficios. Ese sistema de extracción, de extinción, de explotación creó directamente el camino hacia donde estamos. En un momento en que la élite política y económica ha jodido tanto al planeta y a nuestra civilización humana que literalmente se está canibalizando a sí misma, no tiene sentido perseguir un Green New Deal que no conduzca a una economía, una democracia y un planeta que sirvan mejor a la mayoría y que restrinja y quite el poder y los privilegios que los pocos que nos trajeron aquí en primer lugar han mantenido durante demasiado tiempo.

    Respecto a lo que decíamos antes, que esto ya se intentó, ¿cómo crees que han cambiado las circunstancias? Hace 20 años, con Al Gore, la crisis ecológica estaba ahí ya, pero era otra época, era antes de la crisis financiera de 2008, y no había ningún movimiento que la respaldara, ni siquiera los grupos medioambientales, como el Sierra Club, se dedicaban mucho a esto, era un mensaje casi mesiánico de un solo tío. ¿Crees que el hecho de que Trump fuera elegido presidente es parte de lo que ha hecho esto posible? Si hubiera un presidente demócrata, Hillary Clinton u otra persona, la gente habría sentido que se les puede pedir cosas porque, ya sabes, son los buenos o los menos malos?

    Sobre si este empuje tiene que ver con Trump, y con el hecho de que tenemos a Trump y fascistas en el poder y que la industria de los combustibles fósiles está influyendo en las agencias reguladoras, en comparación a digamos una continuación de cómo los liberales dirigían el gobierno federal, creo que en cualquier caso era el momento del Green New Deal. El movimiento social, Sunrise y muchos de los esfuerzos de los que fui parte para tratar de crear una plataforma ambiciosa e igualitaria que luego se convirtió en el Green New Deal, todo eso comenzó antes de la elección de Trump. En parte porque, sí, sean o no demócratas y republicanos, los políticos no estaban haciendo lo necesario, a todos los niveles, a la escala que la ciencia y la justicia exigen, para detener la crisis del clima y de igualdad y democracia. Nadie nos iba a salvar y creo que parte del problema del ecologismo dominante en los últimos años había sido esta dependencia de pedir o mendigar a los políticos liberales y progresistas, que hicieran el mínimo o que hicieran cambios incrementales y apostar a que solo porque tenían buenas intenciones o porque ellos, los ecologistas, estaban allí, los políticos harían lo que era necesario. Eso resultó ser un fracaso. Quiero decir, sí, hubo progreso en la administración de Obama. Sí, algunas cosas fueron importantes, se lograron nuevos puntos de apoyo. Pero también tuvimos que luchar con uñas y dientes para que la administración rechazara el oleoducto Keystone XL. La administración comenzó con un mal proyecto de ley de cap&trade en el que la comunidad ambiental gastó millones y millones de dólares, en un esfuerzo que nunca fue a ninguna parte. Mientras, las cosas empeoraron, perdimos mucho tiempo y nuestra oposición se hizo más fuerte, creció su capacidad de marcar el discurso y para mantener nuestra dependencia de un sistema explotador. Así que el Green New Deal iba a llegar porque, independientemente de quién estuviera en el poder, necesitábamos una intervención audaz y provocadora para producir un cambio en nuestra política. Eso es lo que el Green New Deal y lo que los jóvenes que han estado liderando el movimiento en los Estados Unidos han sido capaces de lograr. Creo que el impacto de la elección de Trump fue obviamente la urgencia. La urgencia aumentó por el hecho de que incluso todas esas ganancias incrementales estaban siendo eliminadas por Trump y el partido republicano. Y la segunda razón por la que creo esto (no todo el mundo está de acuerdo en este punto), es que hubo una demostración clave después de 2016 de que el establishment nunca iba a hacer lo que se necesitaría para, al menos, protegernos e, idealmente, tomar medidas contundentes. Así que creo que muchos de los estadounidenses que ahora forman parte de este movimiento se dieron cuenta de que los que decían «tenemos que esperar el mejor momento o haremos las cosas despacio» eran los que tampoco lograron impedir que llegar al poder la gente que hará lo que sea para destruir el planeta en su propio beneficio.

    ¿Cuál crees que es el escenario en este momento en los EE.UU., siendo este el año anterior a las elecciones? ¿Cuáles crees que son algunos de los posibles resultados de las elecciones y algunos de los escenarios más probables? ¿Crees que va a haber grandes obstáculos? Si los demócratas ganan la Casa Blanca y el Congreso, ¿es posible que todo quede bloqueado en el Senado, o en la Corte Suprema?

    A partir de 2020 tenemos que movernos muy rápido. Los próximos 10 años tienen que ser la década del Green New Deal. Deben ser años en que aprobemos el conjunto de prescripciones políticas del Green New Deal a nivel nacional y en cada uno de los demás niveles de gobierno. Tenemos que seguir acelerando. Va a ser un proceso que tiene que ser cada vez más ambicioso para hacer frente a la magnitud de las crisis a las que nos enfrentamos. Especialmente cuando se pongan peor. Necesitaremos un movimiento que sea lo bastante fuerte como para enfrentarse a los que se benefician del caos climático, ya se trate del Senado Republicano o de jueces de la Corte Suprema (que para empezar no deberían estar allí) o de los fascistas y nacionalistas blancos que intentan amenazar e imponer la violencia a los estadounidenses. Creo que hay diferentes escenarios por delante. Este que planteo es uno de ellos. No creo a nadie que diga que esto es lo más probable. Hay muchos escenarios diferentes que pueden ocurrir. Y lo que tenemos que tener muy claro es dónde tenemos que estar. Es decir, después de las próximas elecciones, tenemos que exigir firmemente que cada día sea otro salto adelante hacia nuestra visión de un Green New Deal. Las cosas ya se han puesto en marcha, debido a la organización que se ha hecho desde una variedad de movimientos. Con la aparición de una mayoría progresista entre el público estadounidense, estamos viendo que los candidatos que quieren reemplazar a Trump tienen que presentar planes cada vez más detallados y ambiciosos sobre cómo llegar a un Green New Deal. Así que tendremos que exigir a quienquiera que gane que cumpla nuestro estándar de lo que debe ser un Green New Deal. Tendremos que asegurarnos de que se conviertan en su prioridad número uno cuando estén en el cargo. También tendremos que seguir ampliando el grupo de los partidarios del Green New Deal populista de la izquierda progresista y de los defensores del clima en todos los niveles de gobierno. Así que ahora mismo, por supuesto, tenemos líderes como Alexandria Ocasio Cortez, pero no puede hacerlo todo ella sola. No está sola ahora mismo, por supuesto, pero necesitamos un cuadro completo. Necesitamos algo más que un escuadrón. Necesitamos un ejército de partidarios del Green New Deal en el Congreso, en los estados y a nivel local. Y esas facciones de la gente, en conexión con los movimientos y en coordinación con los que luchan en las calles y organizan nuestras comunidades deben mantener, defender y avanzar a cada oportunidad nuestras ideas. Cuando digo que esta debe ser la década del Green New Deal es porque hay una falsa expectativa que algunos tienen de que el Green New Deal va a ser una sola Ley y ya está. No lo será y no debería serlo. Debe ser una lluvia constante de políticas tras políticas tras políticas, con cambio tras cambio tras cambio. Solución tras solución. Esto se debe a que las crisis a las que nos enfrentamos van a cambiar y la escala de lo que tenemos que hacer tendrá que ser cada vez mayor. Lo que estamos viendo ahora mismo es que también tenemos un número creciente de progresistas que se postulan para cargos públicos, muchos de ellos mujeres de color, candidatos de la clase obrera, inmigrantes y jóvenes. También quiero agradecer especialmente a las personas queer y trans que han estado en la vanguardia de este movimiento. Estas son las personas que se postulan y ejercen el poder del movimiento en las elecciones y en el proceso político, y eso debe continuar. Independientemente de lo que ocurra a nivel presidencial, hay mucha gente que está enfrentándose a políticos del establishment. Se están enfrentando a ellos y es increíble ver lo que el Green New Deal ya ha conseguido. Esto tiene que ser solo el principio. Tenemos que luchar por la hegemonía en los Estados Unidos. En cada nivel gubernamental tenemos que tener un grupo afín de líderes políticos que estén dispuestos a hacer lo que sea necesario para hacer su trabajo en nombre de la gente que se está organizando en números que nunca hemos visto para el clima.

    Respecto a predicciones específicas sobre esta elección, también estamos luchando por el impeachment de Donald Trump, y creo que ganaremos el juicio político y debemos tener una administración demócrata que, como mínimo, nos apoye. Idealmente debería estar a la vanguardia de la implementación de un Green New Deal que se tome en serio el cambio radical y sistémico. Va a ser una lucha muy dura. No sólo nos enfrentamos a Trump y a su régimen cuasifascista, sino que también tenemos un establishment demócrata al que también tenemos que presionar y a menudo apartar del camino para que la nueva generación de estadounidenses que están realmente dispuestos a usar su poder político y cumplan con su deber de servir al pueblo. En este caso eso significa hacer todo lo posible para conseguir un Green New Deal para todas las personas y para el bien de nuestro planeta.

    Respecto a la dimensión internacional del Green New Deal. ¿Qué grandes cambios crees que se necesitan en lo que Estados Unidos hace en el mundo? ¿Puede pasar de ser un obstáculo a ser una fuerza líder? También, en relación a esto, ¿qué formas de cooperación internacional con otros países ves como posibles en el futuro y con la gente de nuestros movimientos en otros países? ¿Estáis explorando nuevas formas? ¿Ya estáis haciendo algo? ¿Qué formas específicas crees que podríamos hacer para cooperar de manera material?

    Bueno, lo estamos explorando y lo estamos haciendo ahora mismo, ¿no? Quiero decir que va a ser necesario construir relaciones más profundas y compartir lecciones y estrategias de análisis político y colaborar en planes a través de las fronteras y en todo el mundo para hacer realmente lo que se necesita hacer por el bien de todos los seres vivos de este planeta. Creo que uno de los puntos clave es que la misma élite corrupta de Estados Unidos que está jodiendo a la mayoría de los estadounidenses, y que nos ha puesto en una situación en la que nos enfrentamos a la perdición ecológica, es la misma élite corrupta que ha posicionado a Estados Unidos como el principal contribuyente a la crisis climática. También son ellos los que han llevado a la política exterior de Estados Unidos a no reconocer el hecho de que muchos países, especialmente los del Sur global, han contribuido menos y tienen más en juego y son los más vulnerables a la crisis climática. Y luego, además, esa política exterior ha servido para beneficiar a las megaempresas y su interés es seguir saqueando los recursos de las comunidades de todo el mundo. Un claro ejemplo de esto es cómo la política comercial de Estados Unidos ha consistido en trasladar los puestos de trabajo y las industrias estadounidenses al extranjero en las últimas décadas, a países en los que pueden explotar a los trabajadores en mayor medida, envenenar a las comunidades con menos restricciones o verter allí las toxinas. Todo esto mientras venden sus productos a los estadounidenses, que ven cómo sus propias redes de seguridad social se marchitan. Este ciclo es insostenible. Y para que podamos hacer una intervención, lo que debe hacer internacionalmente un Green New Deal en los EE.UU. es establecer a los EE.UU. como uno de los principales contribuyentes a la transformación económica en todo el mundo. Esto no debería significar que las empresas estadounidenses o que los estadounidenses se beneficien por sí solos de la nueva jerarquía y se beneficien de las necesidades urgentes a las que se enfrenta el resto del mundo. Lo que eso significa es que realmente tenemos que compartir nuestra tecnología, compartir las estrategias y compartir la riqueza que se cree en la nueva economía basada en energías renovables. Esto quiere decir que necesitamos apoyar financiera y políticamente a todos aquellos que luchan por sus propios Green New Deals en países de todo el mundo, luchando por la dignidad, el respeto y la democracia en otros países. Y hacerlo de una forma que realmente vaya de abajo hacia arriba y que respete la forma en que las diferentes comunidades van a afrontar sus problemas. Mucho de lo que trata el Green New Deal se ejemplifica en cómo en los Estados Unidos se sabe que estamos tratando de crear economías más localizadas, fortalecer las comunidades y los servicios públicos. Esto también debe aplicarse a escala internacional. No podemos ser nosotros, como estadounidenses, los que ahora vamos a imponer nuestro Green New Deal a todos los demás. Deberíamos ser aliados y partidarios de todos ustedes como naciones del mundo y como movimientos. Nosotros, como movimiento estadounidense, queremos apoyar a los aliados de nuestro movimiento en otros países, que luchan por sus propias soluciones locales y por la propiedad de la tierra de sus propias soluciones. Por eso digo que hay mucho en el Green New Deal.

    En relación a esto, y este es un interesante ejemplo histórico que acabo de aprender en la gira de la Guerra Civil [un paseo guiado por lugares de la Guerra Civil española], la Internacional Comunista a principios de los años treinta se implicó en este frente popular que se creó en ese momento. Una alianza que incluyó no solo a los comunistas, sino también a los socialistas, anarquistas e incluso liberales. Puede que no todos estemos de acuerdo en hacia dónde queremos dirigir el próximo sistema, pero todos sabemos que necesitamos un nuevo sistema y teníamos que enfrentarnos a la amenaza urgente de esa época que era el creciente fascismo. También estamos viendo el resurgir del fascismo hoy en día y no es una coincidencia que esté sucediendo al mismo tiempo que crece el caos climático. Deberíamos estar explorando estas vías, y sé que ha habido llamadas a esto, llamadas a un Green New Deal internacional. Pero también, para apoyar un Green New Deal internacional, necesitamos un nuevo frente popular de fuerzas a través de las fronteras y de las naciones, un frente de movimientos. No tienen que estar completamente alineados, pero en algún momento estarán alineados para que podamos hacer lo que sea necesario para evitar que los fascistas ganen poder en el vacío existente. Para hacer avanzar nuestras políticas y planes audaces y necesarios, necesitábamos esfuerzos a todos los niveles nacionales y a nivel mundial para mantener el planeta por debajo de 1.5 grados y tener un futuro estable y habitable para todos los pueblos. Necesitamos un nuevo frente popular para hacer eso. Estoy realmente interesado en que continuemos construyendo nuestras relaciones y nuestra solidaridad, y alcanzando compromisos entre nosotros, a través de los océanos y a través de las fronteras, porque eso es lo que va a hacer falta. No va a ser «sí, necesitamos el Green New Deal en los Estados Unidos». Esa será una gran victoria en esta lucha, pero necesitamos ganar en muchos, muchos lugares diferentes del mundo muy rápidamente. También tenemos que enfrentarnos a esta amenaza compartida de la crisis climática, la crisis de desigualdad y el creciente autoritarismo, que conducen a su propia visión para el próximo sistema, al que todos tenemos interés en oponernos. Ojalá esto sea el comienzo de un nuevo movimiento de solidaridad en todo el mundo.

    Un posible escenario: hay un gran cambio político en Estados Unidos y otros países. Empezamos a aplicar el Green New Deal en varios lugares, mientras que otros países podrían no estar necesariamente de acuerdo con estos planes. Hay tensión con otros países que podrían resistirse a esto, como Rusia, como ahora Brasil. Países donde el fascismo podría estar creciendo.  El Green New Deal podría ser usado como un instrumento en un nuevo imperialismo verde. Algo así como decir: «No quieren hacer esto; si no lo hacen, todos vamos a morir. Debemos invadir Brasil». Así que se usaría el Green New Deal como excusa para el militarismo y el imperialismo. ¿Crees que este es un escenario posible?

    Sí, obviamente, hay una posible amenaza en este sentido, y con Brasil ya lo había pensado antes. Esta es exactamente la razón por la que nuestros movimientos, en América y en Brasil, necesitan estar en estrecha cooperación y colaboración. Ese va a ser el punto clave para alcanzar una comprensión de la situación real de la gente en el terreno. Necesitamos, primero, información, y luego continuar colaborando de diversas maneras. Cuando se trata del ejemplo de Brasil, me preguntaba cómo podemos asegurarnos de que los Estados Unidos no sean cómplices, al menos en este caso, de un régimen fascista que está contribuyendo a la crisis climática y al genocidio de los pueblos indígenas. Así que obviamente, debemos retirar nuestro apoyo, y esto también podría hacerse a través de la restricción del comercio de las mega-empresas americanas, que son algunos de los principales consumidores de lo que vende la élite aristocrática de terratenientes brasileños que están impulsando la deforestación de la Amazonía. Creo que esto se puede hacer de una manera que no sea imperialista. Hay maneras de hacerlo de una manera imperialista, como sancionar a Brasil e imponer sanciones a todos los brasileños o entrar y literalmente invadir el país.  O, por el contrario, podemos, y tenemos que hacerlo de forma que sea internacionalista y que abarque la solidaridad mundial. Va a ser difícil: habrá momentos en los que tendremos que averiguar qué hacer, especialmente a medida que las apuestas suban. Especialmente para mí, como estadounidense: desde mi punto de vista tenemos que averiguar cómo aprovechar el poder y posición de EEUU de una manera que sea cooperativa, a la vez que satisface la urgencia de lo que se necesita. Al mismo tiempo, tenemos que romper nuestra tradición imperialista, una tradición de imponer nuestra voluntad, a menudo improductiva, al resto del mundo.

    La imagen  de cabecera es de James McInvale, un ilustrador de Georgia, Estados Unidos.

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  • Plan, estado de ánimo, campo de batalla – Reflexiones sobre el Green New Deal

    Plan, estado de ánimo, campo de batalla – Reflexiones sobre el Green New Deal

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    Por Thea Riofrancos.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «Plan, Mood, Battlefield – Reflections on the Green New Deal».

    Los científicos que estudian el clima están empezando a parecer unos radicales.

    El informe del IPCC de 2018 concluye que serían necesarios «cambios sin precedentes y en todos los aspectos de la sociedad» para limitar el calentamiento a 1,5 ºC. En un informe devastador sobre el terrible estado de los ecosistemas del planeta, la Plataforma de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos de la ONU también pide, en palabras textuales de su presidente, «una reorganización sistémica de los factores tecnológicos, económicos y sociales, incluyendo paradigmas, objetivos y valores».

    La primera y hasta ahora única iniciativa legal en Estados Unidos que aborda la severidad de la crisis a la que nos enfrentamos es el Green New Deal, presentado el pasado mes de febrero [de 2019] como una resolución conjunta del Congreso. La resolución propone, entre otros objetivos, la descarbonización de la economía, la inversión en infraestructuras y la creación de trabajos dignos para millones de personas. Y aunque, desde el punto de vista global, esta resolución resulta limitada dada su escala nacional, transformar Estados Unidos de acuerdo a esos parámetros tendría repercusiones en todo el planeta por al menos dos razones: Estados Unidos es un gran impedimento para la cooperación global respecto al clima y hay partidos políticos en todo el mundo (el Partido Laborista en Reino Unido y el PSOE en España) que han empezado a adoptar el Green New Deal como marco para su propias políticas a nivel nacional.

    Después de unos meses de idas y venidas en los discursos, podemos empezar a identificar una serie de posiciones emergentes dentro del debate en torno al Green New Deal. La derecha se ha limitado a meter miedo porque «vienen los rojos» y ha tachado la resolución no vinculante sobre el Green New Deal de «monstruosidad socialista» y de vía hacia la servidumbre de la planificación de estado, el racionamiento y el veganismo obligatorio. En las posiciones de centro, cada vez más menguantes, se agarran con fuerza a las políticas equidistantes: el Green New Deal es como un sueño infantil; los adultos de verdad saben que la única opción es seguir la senda del bipartidismo y del incrementalismo. La izquierda, por supuesto, sabe que en el contexto de una crisis climática que ya está en marcha, del resurgir de la xenofobia y del debilitamiento de la legitimidad del consenso neoliberal, lo verdaderamente engañoso son las soluciones «de mercado» y los alegatos nostálgicos en favor de las «normas e instituciones» americanas.

    Pero también en la izquierda hay críticas y rechazos frontales al Green New Deal (como esta, esta, esta y esta). Al Green New Deal, como al antiguo New Deal, se le achaca que se limite a que el estado, en tanto que comité ejecutivo de la burguesía, rescate al capitalismo de la crisis planetaria que él mismo ha provocado. Según este punto de vista, en lugar de dotar de poder a las comunidades «vulnerables que se encuentran en primera línea», tal y como dicta la resolución, este marco normativo concedería a las empresas oportunidades de inversión inesperadas y subvenciones que se beneficiarían de rebajas de impuestos, subsidios, colaboraciones público-privadas, desembolsos en infraestructura que estimularían el desarrollo inmobiliario y una garantía de trabajo que haría lo mismo con el consumo; todo un win-win para el estado y el capitalismo, pero que, al dejar intacto el modelo subyacente de acumulación de capital, adicto al crecimiento, supondría una derrota para el planeta y para las comunidades más vulnerables a la crisis climática y al apartheid ecológico. Y hay otra vuelta de tuerca más. Como apuntan a veces estos mismos análisis, este escenario, con sus vencedores y vencidas asegurados,  se basa en una comprensión errónea del capitalismo contemporáneo. En un mundo con un estancamiento económico secular ―márgenes de beneficio decrecientes, burbujas especulativas, financiarización, actitudes rentistas y acumulación de capital a través de la redistribución de abajo arriba―, las cualidades vampíricas del capital nunca han resultado tan obvias. La idea de que, con un pequeño estímulo, el capital podría superar de repente estas tendencias e invertir en actividades productivas no es más que una fantasía nostálgica sobre sí mismo.

    Para los escépticos del Green New Deal que hay en la izquierda, este keynesianismo verde tan anacrónico tiene su contrapartida ideológica en el nacionalismo económico que se deja ver a través del lenguaje de la resolución, el cual coloca a Estados Unidos como un «líder internacional» que, en general, realiza un contabilidad de las emisiones de carbono que llega solo hasta las fronteras americanas, invisibilizando así las grandes redes de extracción, producción y distribución que requeriría una transición masiva hacia las energías renovables. En palabras de Max Ajl, su plan político se resumiría en «socialdemocracia verde en casa; fronteras terrestres y marítimas militarizadas; y, más allá, la extracción de recursos para crear tecnologías limpias en casa». Esto podría darse, por ejemplo, mediante apropiaciones neocoloniales de tierras para la producción de energías renovables.

    En esa misma línea, una mirada algo miope acerca de las emisiones de carbono que no vea más allá de la red eléctrica nacional puede ignorar los límites extractivistas en el Green New Deal. Una visión global y holística revela que las energías renovables intensificará la minería, la cual aporta materias primas con las que rehacer el «ambiente construido»[1] para que funcione exclusivamente con electricidad. Y un mundo con una minería intensificada es, a su vez, un mundo de acumulación por desposesión y de contaminación. Uno de estos límites es el del litio: se trata de un componente extraído de la salmuera o de la roca sólida que es necesario para fabricar las baterías que hacen funcionar los vehículos eléctricos, o las que proporcionan almacenamiento de energía a las redes de las renovables. En Sudamérica, el litio está siendo extraído a un ritmo alarmante a partir de la salmuera almacenada bajo unos salares ubicados en una meseta que se halla a gran altitud y que está rodeada por la cordillera de los Andes. Los salares son sistemas hidrológicos vulnerables de los que la salmuera es una parte fundamental; es un tipo de humedal desértico que se superpone al territorio, a huertos y a pastos de comunidades campesinas indígenas y mestizas. En el supuesto de que en 2050 haya tenido lugar una transición energética total a las energías renovables y sin alteración de los patrones de consumo de energía, la demanda de litio habrá excedido el 280% de las reservas de litio conocidas (es decir, los depósitos cuya extracción resulta económicamente viable ahora mismo).

    Finalmente, está el asunto de que la resolución no habla en ningún momento del monstruo que todo el mundo se empeña en ignorar, la industria de la energía fósil, responsable de la mayor parte de las emisiones globales. Este sector es un obstáculo político descomunal a nivel interno: debido a la expansión del fracking, Estados Unidos está camino de convertirse en el mayor productor global de petróleo y de gas natural; de hecho, el mundo está tan anegado por el petróleo americano que las mayores barreras para el suministro —«sanciones, conflicto y guerra civil»— apenas afectan ya al precio del crudo. Es difícil imaginarse a este monstruo renunciando de manera voluntaria a sus enormes inversiones. En el caso de que viéramos unas regulaciones rigurosas de las emisiones y se impusiera una transición hacia las energías renovables, las inversiones en torres de perforación, oleoductos y plantas energéticas se convertirían de la noche a la mañana en billones de dólares en activos echados a perder y causarían una crisis financiera global.

    Esto son obstáculos reales, restricciones reales y preocupaciones reales. Opino, sin embargo, que una política de mera oposición, una política que, a la luz tanto del poder de nuestros enemigos como de las limitaciones del Green New Deal tal y como es concebido actualmente, se posiciona principalmente en contra de esta iniciativa no es ni empíricamente sensata ni políticamente estratégica.

    Empecemos por los hechos básicos. Nadie niega que sea deseable una descarbonización de los sistemas energéticos nacionales y globales. Los complejos mecanismos de retroalimentación que existen entre el calentamiento de la atmósfera y otras formas de desastres medioambientales, desde las sequías hasta la subida del nivel del mar, pasando por otros fenómenos meteorológicos extremos, son tales que cada grado de calentamiento que evitemos ―o, ya que estamos, cada décima de grado― supone que el mundo sea mucho más seguro para la población humana y no humana, especialmente para quienes sufren los daños de un desastre que ya está en marcha (mientras escribo esto, y en el lapso de dos meses, la costa este de África ha sido azotada por dos ciclones de una magnitud nunca vista; el primero, Idai, mató a más de mil personas y dejó millones de afectadas).

    Y nadie niega que la descarbonización sea tecnológicamente e incluso económicamente factible. Los estudiosos y los inversores del sector de las energías renovables están entusiasmados con la drástica reducción de los costes de las renovables y del almacenamiento de las baterías. Por supuesto, nos encontramos con la peliaguda cuestión de cuál sería la extensión de tierra que requeriría un sistema basado en las energías solar y eólica. No hay duda de que las renovables hacen un uso intensivo del territorio, tanto en la producción (aerogeneradores y paneles solares) como en líneas de transmisión, pero estas estimaciones varían muchísimo. Según los más optimistas, la producción de energía solar y eólica podría requerir de menos del uno por ciento del territorio estadounidense. Según los más pesimistas, como Jasper Bernes, podría ser de entre un veinticinco y un cincuenta por ciento, que es un margen bastante amplio. No obstante, incluso estos porcentajes simplifican demasiado la complejidad del asunto. A diferencia de lo que sucede con la biomasa y la agricultura, un aerogenerador y un huerto no son territorialmente excluyentes. Los paneles solares pueden instalarse en el tejado, de modo que no toda la energía solar compite directamente con la asignación de tierra del sector agropecuario o con el restablecimiento de ecosistemas. A su vez, hay muchos usos del territorio que son ecocidas y antisociales pero que podrían ser modificados para la producción de energías renovables o ser renaturalizados para la captura natural de carbono: jardines inmaculados, campos de golf, aparcamientos y miles de kilómetros cuadrados de terrenos públicos cedidos a compañías petrolíferas y de gas. Y las posibilidades para la descarbonización pueden (y deben) exceder al sector energético e incluir la propia infraestructura del comercio global: por ejemplo, reducir la velocidad de los cargueros un diez por ciento conllevaría una reducción de casi un veinte por ciento de sus emisiones.

    Como se puede ver, tecnológicamente factible es un concepto amplio que abarca todo un universo de escenarios diversos.

    A un lado del espectro, tenemos la transición energética que ya está en marcha, organizada bajo la lógica del capitalismo verde y la enorme industria de las «tecnologías limpias». Esta deposita sus esperanzas en soluciones técnicas como el control de la radiación solar, que tienen el objetivo de alterar lo menos posible el modelo de acumulación económica actual para no cuestionar cuánta energía se usa, ni para qué se utiliza, ni quién controla dicha energía. Al otro lado tendríamos una descarbonización que se alcanzaría mediante la mezcla de un cambio completo hacia las energías renovables, el diseños de redes que maximicen la resiliencia con una generación distribuida, ecosistemas que capturen carbono, eficiencia energética, una demanda energética reducida (que por supuesto asegure que dichas reducciones apunten sobre todo y ante todo al derroche y el sobreconsumo de los más ricos) y un cambio de paradigma del consumo privado a uno que valore el consumo colectivo regido por un empleo de los recursos social y ecológicamente sostenible. Esta última perspectiva reconoce que la raíz de la crisis climática (la competitividad de un mercado que solo busca el beneficio, el crecimiento descontrolado, la explotación de las personas y de la naturaleza y la expansión imperialista) no puede ser al mismo tiempo la solución a la crisis climática.

    Decidir entre el capitalismo verde o el ecosocialismo como vías hacia la descarbonización ―con el infinito número de versiones que hay entre ambos― es política; política no solo en Estados Unidos, sino a lo largo de la dispersa cadena de producción de la transición a las renovables, desde las fronteras extractivas hasta nuestras casas, pasando por fábricas, cargueros, almacenes y red de distribución. En Chile, cuyas exportaciones de litio representan el 40% respecto al total mundial y que es donde he estado llevando a cabo mis investigaciones, las comunidades indígenas y las y los ecologistas están empezando a organizarse contra la creación de nuevos proyectos en torno al litio, en parte gracias a unas alianzas nuevas que están atravesando la meseta andina y llegan a comunidades de Argentina y Bolivia.

    En cada uno de los nodos de esta cadena global, lo técnico y lo político están íntimamente vinculados. Decretar que la descarbonización es improbable o imposible equivale a evitar las complejas tareas históricas que tenemos por delante para crear un mundo nuevo.

    ¿Demasiado radical o no lo suficiente?

    La principal incertidumbre que recorre las críticas de la izquierda al Green New Deal es acerca de si es demasiado radical o si, por el contrario, no lo es lo suficiente («unas tibias reformas propuestas por socialdemócratas», según Joshua Clover).

    Por un lado, intentar alcanzar la descarbonización de la economía que el plan propone desencadenaría una respuesta implacable de parte de la clase dirigente (como avisa Bernes, «es de esperar que los propietarios de dicha riqueza se opongan con todo lo que tienen, que es más o menos todo lo que hay»). Por otro lado, lo que hace el Green New Deal es salvar al capitalismo de sí mismo y, así, «deja el crecimiento intacto» (Bernes) al tiempo que deja también intactas a «empresas que se rigen por el beneficio» (Clover). Las implicaciones políticas son igualmente inciertas. A primera vista, el estado, presa del capital, se asegurará de que la legislación nunca pase de su fase inicial o de que sea vetada o de que la diluyan las agencias dedicadas a su aplicación y que tenga una muerte lenta y burocrática. Si se analiza más en profundidad, es difícil de imaginar por qué el sistema político se iba a oponer a unas reformas tan leves, especialmente teniendo en cuenta el tremendo efecto legitimador que podría conseguirse si parece que se están llevando a cabo acciones serias contra el cambio climático.

    ¿Es el Green New Deal una guerra de clases sin cuartel o un win-win para el crecimiento verde? ¿Es demasiado radical para ser concebible ―no digamos aplicable― en la situación actual o es demasiado reformista dada la escala de la catástrofe climática?

    Por supuesto, cualquiera podría defender, como creo que en concreto hace Bernes, que esta incertidumbre no es inherente a su crítica del Green New Deal, sino a la perspectiva misma de la resolución, una perspectiva que puede gustarle a cualquiera, un espejo en el que tanto el anticapitalista como el emprendedor capitalista pueden ver reflejado el futuro que ambos anhelen.

    Aun así, existe otra lectura posible de esta indeterminación. El estado no es un monolito hecho de una sola pieza y tampoco lo es el capital, y estos dos hechos están relacionados. El capital no está formado solo por capitalistas, sino por sectores enteros que compiten entre sí, y la competencia es una de las primeras leyes del movimiento del capitalismo. Aparte de por la cuota de mercado y por la inversión, los capitalistas compiten entre sí por el estado: por sus políticas, su amplitud, su poder de legitimación. Podríamos imaginar sin mayores complicaciones cómo algunos sectores apoyan algunos puntos del Green New Deal (la «tecnología limpia»), mientras que otros maniobran con empeño en su contra (la industria del combustible fósil). Se podría analizar de manera aún más exhaustiva: algunas compañías petrolíferas están invirtiendo miles de millones en combustibles con una huella de carbono baja o nula; el sector inmobiliario podría resistirse a una costosa adaptación para aumentar la eficiencia energética, pero potencialmente podría verse beneficiado por las inversiones públicas en infraestructura de transportes, que harían aumentar el valor de las propiedades circundantes. Para que podamos desarrollar una perspectiva estratégica que plantee una amenaza creíble a la generación de beneficios, antes debemos comprender las posiciones de algunas empresas concretas y distinguir entre las diferentes fracciones dentro del capital; e incluso, dado el tremendo poder de los inversores privados para fijar los parámetros respecto a los cuales se desarrollan las distintas iniciativas legales ―un poder que está particularmente afianzado en el sistema estadounidense, donde ciudades y estados compiten por las inversiones―, no habría que descartar la posibilidad de que un cambio en la legislación pueda modificar sustancialmente las reglas del juego. Recientemente, en parte debido a la presión de una coalición de movimientos de base por unas políticas de vivienda justas, y pese a las protestas del lobby inmobiliario, el Ayuntamiento de Nueva York ha aprobado un ambicioso plan para limitar las emisiones de los edificios.

    Si el estado y el capital son heterogéneos y existe una competencia entre fracciones de la clase dirigente, lo que en ocasiones ofrece aperturas estratégicas para ejercer poder popular, también la clase trabajadora está dividida por sus diferencias y fragmentaciones. No se trata de un agente preconstituido ni puede esperarse de ella que se unifique de forma espontánea en un momento de ruptura revolucionaria. No hay nada que sustituya la lenta y a veces acelerada labor de composición de intereses de la clase trabajadora. Pero bajo el lema de una «transición justa», el Green New Deal presenta la posibilidad de que los y las trabajadoras de los propios sectores que están destruyendo el clima y los ecosistemas puedan formar parte de esa misma coalición. Mientras tanto, la renovada actividad huelguística entre profesores y profesoras, cuyo vital trabajo de reproducción social podría ser una parte central de una sociedad con bajas emisiones de carbono, nos invita a redefinir qué es un «trabajo verde» para que abarque el a menudo infravalorado e invisibilizado trabajo de cuidarnos las unas a las otras y de cuidar el planeta.

    De un modo más general, es precisamente la indeterminación del Green New Deal lo que ofrece una oportunidad histórica para la izquierda. Tal vez sin darse cuenta, Bernes hace referencia a este potencial: según él, para los defensores del Green New Deal «su valor es más que nada retórico; la cosa va de transformar el debate, de aunar voluntades políticas y de subrayar la urgencia de la crisis climática; se trata de un poderoso estado de ánimo más que de un gran plan». Hablaré sobre el contraste entre un «estado de ánimo» y un «plan» más adelante, pero por el momento querría hacer una pausa y repetir lo que ahí se dice: «Transformar el debate, aunar voluntades políticas y subrayar la urgencia de la crisis climática». Si con la herramienta de un Green New Deal amorfo las fuerzas de izquierdas consiguieran llevar a cabo estas tres tareas, a mí eso ya me parecería un avance de una importancia tremenda; no se trata de un fin en sí mismo, obviamente, pero no tengo muy claro que cualquier camino que conduzca hacia una transformación radical no deba atravesar estas tres pruebas tan cruciales a la capacidad política.

    ¿Demandas o engaños?

    En consonancia con la acusación de incertidumbre está la de vaguedad; según Bernes, «el Green New Deal propone descarbonizar la mayor parte de la economía en diez años; estupendo, pero nadie dice nada sobre cómo hacerlo». Esto, si nos fijamos bien, no es cierto. Actualmente proliferan las propuestas sobre cómo descarbonizar la economía, no solo de parte de los sabihondos de siempre con sus medidas para un capitalismo verde, sino también de defensores de la agroecología, de quienes defienden la banca pública y la vivienda pública, o de aquellas personas que se centran en la lógica de la obsolescencia programada y abogan por una producción y un consumo libres de residuos. Nunca he tenido tantas conversaciones como en los últimos meses acerca del diseño de las redes eléctricas, de la contribución relativa de los diferentes sectores al total de emisiones o de los dilemas que plantean los impuestos a las emisiones de carbono. Con esto no quiero sugerir que esta miríada de propuestas vaya a solucionar el problema, ni menosprecio los fuertes contrastes entre una propuesta de expropiación de la industria del combustible fósil y la fijación de un precio del carbono basado en una alta tasa de descuento; solo quiero señalar la cantidad de gente que de hecho está hablando sobre cómo descarbonizar la economía. Las batallas que se libren en estos frentes van a demostrarse vitales en los conflictos políticos y de clase de nuestros días.

    Sin embargo, el reproche que hace Bernes a su vaguedad se transforma rápidamente en otra acusación más seria: la de engañar. Las y los socialistas que, como yo, se movilizan por el Green New Deal saben muy bien que «es imposible mitigar el cambio climático en un sistema de producción orientado al beneficio, pero creen que un proyecto como el Green New Deal es lo que León Trotski llamaba un “programa de transición” dependiente de una “reivindicación transitoria”». Afirma que para cualquiera de estos socialistas es precisamente la combinación de una posibilidad tecnológica y de una imposibilidad sistémica lo que hace del Green New Deal una necesidad radical: si el capitalismo puede salvar a la humanidad y el planeta, pero no lo hace, las masas se alzarán frente al que es el auténtico obstáculo al progreso. Esta estrategia no es solo fundamentalmente condescendiente y tramposa, tal y como él señala, sino que es también contraproducente: «La reivindicación transitoria anima a crear instituciones y organizaciones alrededor de unos objetivos» y luego transforma dichas instituciones. En este caso, las organizaciones se crean para «resolver el cambio climático dentro del capitalismo» y, cuando eso falla, se espera que «[pasen] a expropiar a la clase capitalista y reorganizar el estado de acuerdo a líneas socialistas». Las instituciones, no obstante, «son estructuras con inercias muy fuertes»: una vez han sido diseñadas para un propósito, no pueden ser transformadas.

    Esta me parece una afirmación muy extraña. En el ámbito de las ciencias sociales, la «dependencia del camino» es más o menos el mantra de las principales teorías institucionales y funciona a nivel ideológico para impulsar la aceptación del statu quo. Una perspectiva crítica e histórica de las instituciones las percibe como cristalizaciones o resoluciones vivas y provisionales del conflicto de clases, necesitadas de una reproducción y una legitimación constantes. Son convenciones sociales a través de las cuales la dominación violenta se transforma en hegemonía.

    Esta es una lección que la derecha tiene muy bien aprendida y lo demuestra en los movimientos que hace en cada rincón del sistema institucional: juntas escolares, gobiernos estatales, juzgados locales, comisiones de servicios públicos. En otros lugares, los partidos y los movimientos de izquierdas han hecho sus experimentos con el cambio institucional, desde el Partido Comunista en Kerala hasta el movimiento municipalista radical en España. A través de una mezcla de innovación en las iniciativas legales, aprendizaje por ensayo y error y organización social, han ido socavando la exclusión y la dominación. En Kerala, de hecho, se movilizaron instituciones locales y redes solidarias en la impresionante respuesta que se dio a las inundaciones masivas del verano de 2018, un ejemplo con implicaciones evidentes para las tempestuosas condiciones que tenemos por delante.

    Más allá de la desesperación medioambiental y del cruel optimismo

    Resulta, no obstante, que los defensores del Green New Deal no solo son unos tramposos, sino que también se engañan a sí mismos. En sus delirios acerca de unos futuros perfectos, «el mundo del Green New Deal es este mundo solo que mejor; este mundo, solo que sin emisiones, con un sistema sanitario universal y universidad gratuita». Para estos ecosoñadores, la realidad va a ser un jarro de agua fría: «Su atractivo es obvio, pero la fórmula es imposible. No podemos continuar en este mundo». No va a funcionar nada que no sea «reorganizar completamente la sociedad».

    No solo fantasean los green new dealers; también Bernes se imagina «una sociedad emancipada, en la que nadie pueda forzar a nadie a trabajar por razones de propiedad, [que pueda] traer alegría, sentido, libertad, satisfacción e incluso cierta abundancia». Esto está muy cerca del horizonte radical que yo planteo, ¿pero cómo llegamos hasta allí? «Necesitamos una revolución»; pero la seriedad vuelve rápidamente: «No hay una revolución a la vista». Esta perspectiva tan serena coincide con el tono de su ensayo. Simplemente hace una enumeración de los hechos, en lugar de mentirnos nos cuenta la verdad («enunciemos entonces lo que sabemos que es cierto», «no nos mintamos las unas a las otras»; o, en el caso de Clover, «ahora llegamos a los temas serios»). Estas frases hacen que el autor se coloque por encima del debate, como alguien con entereza, objetivo, y presenta a sus oponentes como personas confundidas, poco fiables, engañadas y, retomando la cita anterior, seducidas por el poderoso estado de ánimo producido por un sueño verde. ¿Pero acaso no es también un estado de ánimo la «desesperación medioambiental» que Bernes define como el registro emocional inevitable de la realidad que él mismo ha constatado?

    Me parece curioso que algunas de las refutaciones que desde la izquierda se hacen al Green New Deal suenen parecidas al rechazo que muestran los enemigos conservadores que todos compartimos: ambas adoptan una posición serena y de seriedad y nos pintan la iniciativa como si fuera una fantasía o, peor, como un plan maligno bajo el aspecto de un mundo mejor. Mientras que la derecha tiende a fijarse en la viabilidad económica de la inversión pública que haría falta, lo que hace Bernes es señalar la imposibilidad de su objetivo («es la implementación lo que lo mata»). Paradójicamente, al hacer estas afirmaciones con la idea de llamar la atención sobre su viabilidad objetiva, lo que están haciendo los escépticos de izquierdas es perder la oportunidad de elaborar una reflexión que resulte más convincente. A diferencia de lo que opina Bernes, el mayor obstáculo que enfrenta el Green New Deal no es su «implementación», sino la política. Una crítica propiamente política pondría sobre la mesa que el Green New Deal defiende la ilusión de que un estado ilustrado va a poder salvarnos de la catástrofe climática, una ilusión que nos disuade de emprender acciones radicales, las cuales, de hecho, son un requisito para que el estado empiece a hacer algo; y la tentación de desmovilizarnos, de volcar toda nuestra capacidad colectiva de forma alienada en el estado, puede resultar atractiva en caso de una victoria de los demócratas en 2020. El Green New Deal, en este caso, sería un ejemplo de manual de la crueldad del optimismo: la esperanza que nos inspira la propuesta es precisamente lo que complica que se convierta en realidad.

    Sin duda el pesimismo nos protege del trauma psicológico que la decepción acarrea. Sin embargo, el riesgo del pesimismo es que tiende al fatalismo, el cual posee el mismo efecto desmovilizador que la ilusión de que nos vaya a salvar el estado. Pero existe otra opción. Lo opuesto al pesimismo no es un optimismo convencido, sino un compromiso militante con la acción colectiva frente a la incertidumbre y el peligro. Podemos seguir el ejemplo de los movimientos sociales que recogen el guante del Green New Deal al tiempo que se enfrentan a algunos elementos concretos, de manera que amplían los horizontes de lo políticamente posible. Indígenas y movimientos por la justicia medioambiental han emitido declaraciones detalladas en las que apoyan algunos aspectos de la resolución y otros no ―especialmente la terminología sobre la energía «limpia» y «net zero» [cero neto], que abre la puerta a tecnologías de geoingeniería y planes de compensación carbónica― y que, además, priorizan de manera sistemática las necesidades de las personas excluidas, explotadas y desposeídas frente a un enfoque tecnocrático de la política. El grupo de trabajo sobre ecosocialismo del DSA [Democratic Socialists of America] (aviso: formo parte de su comité directivo) ha desarrollado un conjunto de principios para apoyar el Green New Deal al tiempo que va sustancialmente más allá de su contenido actual, planteando «la lucha por el clima como una pugna contra el capitalismo y la multitud de formas de opresión que lo sustentan». En la misma línea, Kali Akuno, de Cooperation Jackson, ha criticado el productivismo y el nacionalismo del marco del Green New Deal y aboga por el desarrollo de alternativas de base, como cooperativas, huertos urbanos o restauración del ecosistema, y por la desobediencia civil masiva para luchar por una transición radical y justa al ecosocialismo.

    En lugar de refugiarse en la mera oposición, estos movimientos se enfrentan a un dilema estratégico complicado: el desafío de enfrentarse a las distintas fracciones del capital y a sus múltiples aliados en el estado, los cuales van a luchar de forma implacable para preservar el capital fósil, al tiempo que radicalizan las políticas del Green New Deal más allá sus limitaciones actuales.

    La pregunta insistente que se le plantea a cualquier proyecto de transformación radical es la de cómo hacer que el nuevo mundo nazca a partir del viejo. ¿Qué clase de demandas programáticas, formas de organización y modelos institucionales se pueden proponer, movilizar y aglutinar bajo las condiciones presentes, pero que una vez puestas en funcionamiento profanen la santidad del crecimiento, la propiedad o el beneficio? ¿De qué tácticas de ruptura disponemos? ¿Qué coaliciones emergentes pueden tejer redes de solidaridad que atraviesen las dispersas cadenas de producción de la transición energética? ¿Qué crisis financieras pueden aparecer en el horizonte? ¿Qué fracciones del capital están en ascenso o en descenso? ¿Cuáles son las debilidades del orden hegemónico?

    Vivimos en un momento de profundas turbulencias; predecir o anular el futuro parece menos riguroso analíticamente que participar de manera activa para así dotarlo de forma. No sabemos cómo van a evolucionar las políticas del Green New Deal; pese a todo, lo que podemos dar por seguro es que la resignación con aires de realismo es la mejor forma que tenemos para garantizarnos un resultado que sea el menos transformador de todos. Quedarse esperando el momento de ruptura revolucionaria, siempre postergado, es a efectos prácticos equivalente a la inacción. En un conflicto tan extremadamente desigual como el que nos enfrenta a los dirigentes de las empresas de energía fósil, a compañías privadas, a propietarios, a altos mandatarios y a los políticos que hacen lo que estos quieren, hace falta una acción rupturista y extraparlamentaria que surja desde abajo, que se inspire en Standing Rock, en la ola de huelgas de profesores, en Extinction Rebellion, en las huelgas de los jóvenes contra el cambio climático, así como una experimentación creativa con iniciativas legales e instituciones. Las batallas que están por venir tienen el potencial de dar rienda suelta a los deseos y de transformar las identidades. Vamos a aprender, vamos a cagarla y vamos a aprender de nuevo. El Green New Deal no nos ofrece una solución prefabricada, sino que abre un nuevo terreno político. Ocupémoslo.

    [1] Concepto utilizado para referirse a los espacios que han sido modificados por la intervención humana para habitar en ellos [N. de los E.].

    THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso), y próximamente publicará Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press), así como diversos artículos en medios como n+1, The Guardian, The Los Angeles Review of Books, Dissent, Jacobin e In this Times.

    El cuadro que ilustra este artículo es «Puesta de sol» [«Coucher de soleil»], 1913, de Félix Vallotton. Agradecemos la ayuda de Íñigo Soldevilla Soroeta con la traducción.

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