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  • «Nuestra lucha es la de una fuerza contra otra, no la del conocimiento contra la ignorancia» Entrevista con Andreas Malm

    «Nuestra lucha es la de una fuerza contra otra, no la del conocimiento contra la ignorancia» Entrevista con Andreas Malm

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    Andreas Malm (Mölndal, Suecia, 1977) se ha convertido en uno de los pensadores con más visibilidad dentro del ecosocialismo, también en el estado español, con dos libros aparecidos en apenas unas semanas y otros más que están por venir. Desde que publicara Capital fósil, recientemente traducido al castellano, su preeminencia no ha dejado de crecer, en parte debido a la claridad y el vigor de su manera de escribir, pero sobre todo gracias a la contundencia (incluso la brutalidad) de sus análisis y propuestas. La editorial Errata Naturae ha publicado hace poco uno de los últimos libros del autor sueco, El murciélago y el capital. Coronavirus, cambio climático y guerra social, en el que, inspirándose en cómo los bolcheviques lidiaron con una situación catastrófica de varias dimensiones (social, política, económica, bélica, energética…) durante el fin de la primera guerra mundial, la revolución de octubre y la guerra civil rusa, propone retomar la noción de comunismo de guerra y poner en marcha un leninismo ecológico que nos permita salir de la actual crisis ecosocial global, la cual se está manifestando también en múltiples niveles: pandemia, emergencia climática y desigualdades sociales rampantes a escala planetaria. Para ello, Malm pone sobre la mesa la necesidad de apropiarnos de todos los recursos materiales y sociales a nuestro alcance, utilizarlos para recuperar el ímpetu comunista de salvación y redirigir esta crisis contra sus causas y, especialmente, contra sus causantes. Hemos tenido la oportunidad de entrevistar al autor en torno a estas propuestas, sus complicaciones y sus posibilidades.

    Aunque a primera vista podría parecer que el cambio climático y la crisis del COVID-19 presentan profundas similitudes debido a sus implicaciones globales y de urgencia, en tu libro subrayas las muchas diferencias que hay entre ellos. Pese a que no existían muchas pruebas científicas acerca del COVID-19 ni análisis políticos sobre las posibles soluciones, muchos gobiernos aplicaron medidas rápidas y drásticas sin demasiado debate político. En el caso del cambio climático, tras décadas de investigación disponemos de una cantidad abrumadora de pruebas sobre sus causas y sobre qué hacer, pero en este momento las medidas que es necesario aplicar parecen políticamente irrealizables. ¿Qué crees que puede aprender el movimiento climático de esta aparente paradoja y de la relativa importancia que tiene la «verdad científica» si no está vinculada a la importancia del poder?

    Esta es una muy buena pregunta, porque señala una lección que al movimiento climático se le debería quedar grabada a fuego después de este año: el progreso no deriva del conocimiento, deriva del poder y del equilibrio de fuerzas. Parece haber una relación inversa entre las acciones más relevantes y la cantidad de conocimiento que las acompaña; como sugerís, la sobreabundancia de pruebas científicas sobre el calentamiento global viene acompañada por una actitud de pasividad, mientras que las acciones más dramáticas para combatir el COVID-19 (se llegó al punto de dejar en suspenso economías enteras) emergen de una base con una comprensión muy rudimentaria acerca de la pandemia. Por lo tanto, el movimiento por el clima ya no puede simplemente seguir pidiendo a los políticos que presten atención y «escuchen a los científicos», un enunciado repetido por gente como Greta Thunberg. Si bien esa postura tiene, por supuesto, muy buenas intenciones, está pasando por alto lo que es la clave del asunto: los políticos se alinean con las posturas científicas solo si los intereses de la clase dominante, responsable de la destrucción que ahora mismo está en marcha, son sobrepasados y derrotados o si estos no aparecen siquiera cuestionados. La pregunta que el movimiento debería hacerse es más bien esta: «¿Cómo construimos el músculo social necesario para obligar a los estados a hacer lo que hace falta?». No tanto «¿por qué no escucháis a la ciencia?» sino «¿cómo forzamos a los gobiernos, tan plegados hasta ahora al capital fósil que han ignorado la montaña inmensa de pruebas científicas, para que empiecen a actuar?». En otras palabras, ¿cómo rompemos los lazos que los unen al capital fósil y los ponemos a funcionar como aparatos que apliquen una transición ecológica? Lo que yo creo, por supuesto, es que esta transición no puede tener lugar sin que los estados se encarguen de ella, pero nunca va a suceder si son los estados los que tienen que tomar la iniciativa: el principal motor serán las fuerzas situadas fuera del estado, fuerzas populares, dentro del movimiento climático y aliado con él, que hagan que los gobiernos se comporten de manera distinta a como lo han venido haciendo hasta ahora. No estoy diciendo que el movimiento (incluida Thunberg y sus cuadros) no hayan intentado lograr precisamente esto; probablemente la generación de 2018-2019 se ha acercado más que ninguna otra dentro de la historia del movimiento a encarnar este papel. Pero tenemos que pensar en nuestra lucha como la de una fuerza contra otra más que como la del conocimiento contra la ignorancia. Porque la política no viene determinada por la presencia de la verdad científica; desde luego, esta es una lección que sacar de la comparación entre la crisis del coronavirus y la crisis climática.

    Afirmas que la deforestación y la destrucción de ecosistemas están entre los principales desencadenantes de la zoonosis, las pandemias y el cambio climático. ¿Qué podrían hacer los países del norte global para frenar esta destrucción y comenzar a restaurar ecosistemas situados más allá de sus fronteras? ¿Está sucediendo esto de algún modo que nos pueda resultar visible?

    Lo primero sería tomar el control público de las cadenas de suministro que llegan a zonas tropicales de tala masiva de árboles. Los estados del norte global deberían dejar de aplicar su capacidad de orden, mando y mapeo sobre la ciudadanía (y, añadiría, sobre la gente migrante) y empezar a hacerlo sobre las compañías que sacan sus mercancías de pastizales y plantaciones y minas y cultivos situados donde hasta hace poco se alzaban bosques. Que esto se puede hacer es evidente, no hay ningún obstáculo técnico. Pero no estamos viendo nada que se le parezca; de hecho, a estas alturas de 2020 solo hemos visto lo contrario: una deforestación acelerada de las áreas tropicales más sensibles del planeta. Las carreteras penetran tanto en las selvas tropicales del Amazonas, del centro de África y del Sudeste Asiático que la integridad de estos ecosistemas se halla en peligro inminente. La devastación del interior del Amazonas llegó este verano a un punto de intensidad nuevo, cuando hubo empresarios que se adentraron en la región para incendiar bosques enteros, al tiempo que el gobierno de Indonesia decidía abrir sus selvas a la inversión extranjera, sin límite alguno a la tala. Y todo eso en mitad de una pandemia, cuando cabría pensar que los estados se lo iban a pensar dos veces antes de dar alas a una mayor destrucción forestal. Porque lo cierto es que la ciencia es tremendamente clara acerca del hecho de que la deforestación es el principal desencadenante de la zoonosis. Cuando las carreteras se abren paso a través de los bosques, los patógenos que habitan en ellos entran en contacto con los seres humanos; cuando se talan bosques enteros, los portadores (como los murciélagos, que portan los coronavirus) se ven obligados a irse a otro lugar. Es aquí donde el contraste entre el coronavirus y el cambio climático se esfuma: es precisamente allí donde se ven involucradas las principales entidades de acumulación de capital donde los estados no han estado preparados para llevar a cabo ningún movimiento contra las causas de la pandemia. En su lugar, lo que hemos visto este año ha sido cómo se echa más gasolina al fuego de la fiebre global: más deforestación, lo que ha causado el surgimiento de nuevas enfermedades infecciosas, junto a una mayor quema de combustibles fósiles. Todos los pasos se están dando en la dirección equivocada.

    En «El murciélago y el capital» hay una idea que aparece con frecuencia y que nos resulta interesante: no solo la deforestación y la destrucción de ecosistemas están entre los principales desencadenantes tanto de las pandemias como del cambio climático, sino que también es muy importante en este sentido la mercantilización y subsunción de la vida animal a los circuitos del capital. Llegas incluso a proponer, de manera bastante provocativa, que deberíamos alcanzar un «veganismo global obligatorio». En este sentido, ¿crees que el antiespecismo, que ahora mismo en la práctica parece estar políticamente separado de la lucha ecologista, podría tener un papel relevante en la lucha contra el cambio climático y viceversa?

    Eso creo, sí. El «veganismo global obligatorio» es, por supuesto, una provocación. No tengo ninguna intención de prohibir el consumo de carne al pueblo sami o a comunidades del Amazonas con las que no se ha establecido ningún contacto. Pero sí que creo que la generalización del veganismo sería un fin deseable dentro de la transición que necesariamente tiene que hacer en su dieta el norte global rico; eso para empezar. Nuestras metrópolis no pueden seguir cebándose gracias a las preciadas tierras que hay por todo el planeta. Lo que hace falta es utilizar la tierra para otros fines que no son ni la producción de carne ni la de lácteos; especialmente se deben dedicar a la resilvestración y la reforestación, que permitirán absorber CO2 y estabilizar el clima. Estamos alcanzando un punto en el que el interés de la humanidad por su propia supervivencia (y debemos suponer que existe tal interés, al menos más allá de las clases dominantes, de la extrema derecha y demás gente que parece poseída por una arrebatadora pulsión de muerte) se está alineando de manera objetiva con la de otras especies. Lo que quiero decir es lo siguiente: la crisis de biodiversidad ahora mismo se ha vuelto también peligrosa para los seres humanos. El COVID-19 es la primera manifestación épica de esta respuesta. Lo que ha sucedido hace poco en la granja de visones en Dinamarca nos ha puesto ante los ojos de nuevo el mismo asunto: al tener enjaulados a quince millones de criaturas, la industria danesa de visones (que es la más grande del mundo, pues produce abrigos de piel y productos de pestañas falsas para un segmento de consumidores espantosamente rico) generó las condiciones perfectas para que el Sars-Cov-2 saltase de nuevo a organismos animales, mutase y volviese otra vez a los seres humanos de una forma potencialmente desastrosa. Por tanto, el estado danés ahora está liquidando esa industria. Esto es algo que, por supuesto, los y las activistas por los derechos de los animales han estado exigiendo desde hace una eternidad por compasión hacia los visones, que necesitan deambular y nadar y andar escarbando; para estas criaturas, la vida en una jaula es de un terror abyecto. Y ahora finalmente se ha convertido en una fuente de terror también para los seres humanos. En el mismo espíritu, el cambio de la comida de origen animal a la de origen vegetal en nuestra dieta debería estar motivado por un interés humano por nosotros mismos. Por decirlo de algún modo, el antiespecismo se convierte así en un abandono con base antropocéntrica del reino animal.

    En tu libro hay una parte en la que hablas de algo que para mucha gente de izquierdas no es fácil de asumir: la necesidad de hacer cesiones, un asunto que incluso los bolcheviques tuvieron que afrontar y que se vuelve aún más inevitable cuando apenas disponemos de fuerza política y queremos empezar a crecer, que es lo que sucede actualmente. ¿Cómo podríamos combinar esta necesidad con la de empezar a ver cambios drásticos de manera inmediata? ¿Cómo puede el movimiento climático empezar a levantarse a partir de esta idea de un diálogo entre reforma y revolución, y no solo a partir de la oposición negativa entre reforma o revolución?

    A mí, que vengo del movimiento trotskista, la conceptualización que más me atrae de la relación entre reforma y revolución sigue siendo la idea de «reivindicaciones transitorias»: se elevan reivindicaciones que articulan intereses materiales inmediatos de los grupos subalternos, pero ello, precisamente por esta razón, entra en conflicto con el statu quo y acaba apuntando aún más allá. Las reivindicaciones más básicas por una transición climática tienen esta forma. La abolición total de aquello que normalmente denominamos «industria de combustibles fósiles» (las compañías que extraen sus beneficios directamente de la producción de petróleo, gas y carbón) es una reivindicación de mínimos para lograr la estabilización del clima. Toda aquella persona que tenga cierta idea sobre la crisis climática sabe también que esas empresas no pueden seguir existiendo en cuanto tales. Deben ser apartadas de la economía de manera inmediata y para siempre. Sin embargo, eso abriría un agujero enorme en el tejido del capitalismo tal cual existe actualmente y no sabemos qué puede surgir al otro lado; perfectamente podría ser alguna versión de una sociedad poscapitalista. No obstante, es importante no poner el carro delante de los bueyes. No se arranca diciendo «acabemos con el capitalismo», esa no es la lógica de las reivindicaciones transitorias. Uno empieza exigiendo lo que es necesario ahora y luego sigue la dinámica social de esa demanda allí donde le lleve. Por poner un caso un poco más concreto, pensemos en un país del que rara vez se habla en este contexto: Francia. La empresa privada más grande del país es Total, una de las compañías de petróleo y gas más grandes del mundo. Como cualquier otra empresa del sector, ahora mismo está planeando una expansión de su producción para la década actual, la misma en la que las emisiones se deben reducir a la mitad a nivel mundial si queremos conservar alguna posibilidad de tener un calentamiento global que esté por debajo de 1,5 ºC. Evidentemente, Total tiene que dejar de existir. La manera más obvia de lograr que eso suceda sería nacionalizar la compañía y poner fin a toda su producción de petróleo y gas (y yo añadiría que habría que convertirla en una entidad dedicada a absorber CO2 de la atmósfera en lugar de a emitirlo). Es también evidente que el estado francés no está pensando hacer esto ni nada que se le parezca. Al contrario, el presidente Macron respalda los planes que tiene Total de irse al Ártico a hacer perforaciones en busca de más petróleo, y lo hace en el mismo momento en el que hay científicos informándonos de que el calentamiento en el Ártico se está dando a tal velocidad que los depósitos de hidrato de metano ubicados en el fondo del mar se están activando, filtrando así a la atmósfera este gas de efecto invernadero ultrapotente, uno de los mecanismos de retroalimentación más temidos y peligrosos del sistema climático. Pero imaginemos que el estado francés, sometido a algún tipo de presión de masas, de hecho socializase Total y se la quedase. ¿Sería eso compatible con el capitalismo tal cual lo conocemos en Francia o apuntaría, de manera más o menos inevitable, a un lugar situado más allá del statu quo? Esa es la lógica de las reivindicaciones transitorias en la crisis climática: trascienden la oposición binaria entre reforma y revolución. Y, en este momento de emergencia, lo cierto es que no podemos permitirnos quedarnos atascados en ningún tipo de insistencia purista en ninguna de las dos. Sencillamente hay que hacer lo hay que hacer.

    Dentro del mismo marco de reforma y revolución, en el libro sugieres que incluso los revolucionarios más radicales del siglo veinte tuvieron que mantener cierta continuidad con el antiguo régimen debido a las circunstancias extremas que estaban afrontando. Las nuestras no solo son extremas, sino que además nos dan muy poco tiempo para reaccionar. ¿Crees que deberíamos hacernos a la idea de que los cambios políticos más importantes de la próxima década para superar lo peor del cambio climático se darán dentro del antiguo régimen capitalista? ¿O esta es la receta perfecta para el desastre y el derrotismo?

    Retomo la respuesta a la pregunta anterior: no podemos aceptar el capitalismo como un marco del que no podemos escapar y en el que tenemos que permanecer mientras resolvemos el problema del clima. No obstante, tampoco podemos decir que solo acabando primero con el capitalismo vamos a poder abordar el asunto del clima. Eso es una bobada. La lógica de la reivindicaciones transitorias, a riesgo de repetirme, es la de insistir en las políticas que resulten más evidentes (pensemos en la petición de paz en Rusia en 1917) y después, dado que estas políticas solo pueden ser llevadas a cabo a través de la confrontación con las clases dominantes, o al menos con fracciones de la clase dominante, prepararnos para ir más allá de su gobierno, si es eso lo que hace falta. La transición climática es un viaje que no empieza (que no puede empezar) con el fin del capitalismo, como tampoco pudo la revolución rusa. Puede terminar en ello, pero eso aún no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que ninguna de nuestras exigencias (emisiones cero, la liquidación de la industria de combustibles fósiles, revertir la deforestación, etcétera) va a darse sin lucha. Y esa lucha debemos darla hasta el final. Todo depende de ello.

    En otras entrevistas has señalado que esta cuarentena a nivel global ha supuesto todo un golpe para la lucha contra el cambio climático, la cual parecía estar en auge antes de marzo. Además, como decíamos antes, la pandemia ha demostrado que es más que necesario un movimiento social potente para dotar de ambición y sentido a las intervenciones estatales. Esto nos podría recordar otro de los preceptos leninistas: debemos estar preparados para aprovechar el momento. ¿Cómo podría prepararse el movimiento climático antes de una posible vuelta a la normalidad, cómo debería proceder cuando eso suceda (si es que sucede)? ¿Crees que la actual situación podría ser redirigida contra el capital fósil? En resumidas cuentas, ¿qué aspecto podría tener hoy ese «momento a aprovechar»?

    Una cosa que defiendo en How to Blow Up a Pipeline: Learning to Fight in a World on Fire, que aparecerá en la editorial británica Verso en enero y algo más tarde en castellano [Cómo dinamitar un oleoducto. Nuevas luchas en un mundo en llamas será publicado también por Errata Naturae], es que el movimiento por el clima tiene que aprovechar los momentos de desastres climáticos, es decir, debemos aprender a actuar cuando nos golpeen sucesos meteorológicos extremos. Hasta el momento, el movimiento ha seguido un calendario ajeno al clima (huelgas los viernes, eventos contra las cumbres de la COP) y rara vez ha ajustado sus acciones a desastres reales, pero la próxima vez que Australia sufra unos incendios infernales, el movimiento debería lanzar una serie de acciones militantes contra la industria del carbón del país, y el próximo verano que Europa padezca un calor y unas sequías insoportables, deberíamos atacar las infraestructuras y tecnologías de combustibles fósiles para dejarle claro a la gente que, a menos que desarmemos esta maquinaria, vamos a arder hasta la muerte. El leninismo ecológico en funcionamiento sería eso: transformar una crisis de los síntomas en una crisis contra las causas. Los momentos de condiciones meteorológicas extremas y el sufrimiento que los acompaña deben ser politizados como los episodios bélicos que en realidad son. Son también los momentos en los que existe el potencial de ganar un apoyo masivo para la resistencia contra los combustibles fósiles; el verano de 2018 en Europa y lo que vino después (Fridays for Future y Extinction Rebellion) así lo indican. Tenemos que aprender a golpear cuando la cosa se está poniendo caliente, de manera bastante literal. Es entonces cuando las acciones militantes de masas se deben escalar, llegando a tomar las infraestructuras y tecnologías de combustibles fósiles, también dentro de las ciudades, para asfixiarlas hasta tal punto que los estados se vean obligados a negociar su desmantelamiento permanente. Pero está claro que hay algo de camino que recorrer hasta llegar ahí.

    Como dices en el libro, el comunismo ha sido un movimiento fuertemente vinculado a las ideas de emergencia y salvación, desde el Manifiesto comunista hasta el periodo de 1914-1945 y hasta, queremos creer, la actual crisis climática. ¿Crees que si abordamos el cambio climático y la destrucción de ecosistemas desde una perspectiva realmente de emergencia, esta sería inherentemente comunista, al menos en espíritu (si es que existe tal cosa)?

    Debemos atrevernos a enfrentarnos a la propiedad privada. Esto es inevitable, es el alfa y el omega. Que eso requiera un comunismo en toda regla es harina de otro costal; yo creo que en ningún caso lo hace de manera axiomática. Uno puede concebir de manera lógica la abolición de las industrias de combustibles fósiles sin la abolición del capitalismo como modo de producción. Pero, de nuevo, la abolición de las primeras perfectamente puede llevar a una ruptura con el capitalismo. A fin de cuentas, las reivindicaciones transitorias básicas y de mínimos apuntan algo que se parece bastante al comunismo de guerra.

    En todo caso, sí afirmas que las experiencias comunistas históricas fueron una especie de operación de rescate a partir de fallos catastróficos anteriores, esto es, fueron empresas inherentemente trágicas. Dices que deberíamos estar dispuestos a aceptar esta situación y a tener por delante una vida de lucha sin cuartel. Todo indicaría que esto es así y, pese a todo, vivimos en sociedades en las que cualquier cambio significativo viene después de haber convencido a un porcentaje importante de la población. Un comunismo del desastre, en estas condiciones, podría parecer un suicidio político perfecto a la hora de hacer campaña por él. ¿Qué opinas al respecto?

    En las pancartas yo no escribiría «¡Comunismo del desastre ya!», sino que plasmaría reivindicaciones como las que hemos mencionado, que puedan granjearse un apoyo extenso, como lo hacen, claro está, la reivindicaciones por un Green New Deal, por una transición justa y otros proyectos similares. Lo que pasa con el comunismo en el siglo veintiuno (si pensamos en el comunismo como una sociedad sin clases en la que todo el mundo tiene sus necesidades básicas cubiertas) es que probablemente tendría que construirse en una situación de escasez más que de abundancia. No tenemos más que pensar en el aumento del nivel del mar. Si crece dos metros, la mayor parte de Bangladés y todo el sur de Irak van a estar inundados, y puede que ya sea demasiado tarde para evitar este crecimiento, dada la velocidad y la irreversibilidad potencial del derretimiento del hielo en Groenlandia y en la Antártida occidental. Así pues, de aquí a un siglo, el comunismo en países como Bangladés o en el sur de Irak tendría una forma más parecida a la del comunismo de guerra o del desastre que a propuestas como el «comunismo de lujo totalmente automatizado», que parten de una «capacidad de suministro extremo» de cualquier bien que podamos desear. Bien pudiera ser que hubiera una escasez extrema de los bienes más básicos, incluso de un suelo sobre el que poner los pies. ¿Cómo cubriríamos entonces las necesidades de todo el mundo? ¿Podemos hacerlo sin dejar atrás las terribles desigualdades que existen en una sociedad de clases? Son preguntas que debemos hacernos de manera seria. Tendríamos que formular nuestras reivindicaciones más inmediatas pensando en evitar hacer más daño a la Tierra, pero sabiendo que hay un daño que ya se le ha hecho.

    Dicho todo esto, cierras tu libro vinculando las ideas de supervivencia y utopía. La de utopía es una noción que nos resulta muy cercana, pensada no solo como la necesidad de dibujar un futuro imaginario mejor, sino también, y de manera muy concreta, un presente diferente. ¿En tu idea de «comunismo de guerra» hay espacio para el pensamiento utópico?

    Desde luego. Como señalo en el libro (si bien no me extiendo en ello, ya lo han hecho otras personas) una transición que deje atrás los combustibles fósiles es compatible con mejoras radicales en las vidas de la gente. Puede venir acompañada de mejores trabajos, trabajos más seguros y, lo que no es menor, menos trabajo: jornadas laborales más cortas, más tiempo libre. De hecho en el comunismo de guerra original existía también una pulsión utópica: la emergencia de la guerra civil rusa ofreció la ocasión de experimentar con una vida sin dinero ni propiedad privada. Evidentemente, no salió demasiado bien. Pero la supervivencia y la utopía no son conceptos opuestos por definición. La primera podría hallarse en la segunda y necesitarla.

    La ilustración de cabecera es «La carga de la caballería roja», de Kazimir Malévich (1878-1935).

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  • Crisis de nuevo tipo

    Crisis de nuevo tipo

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    Por Salar Mohandesi.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «Crisis of a New Type».

    El futuro tiene un aspecto desolador.

    Aquí en Estados Unidos las residencias de mayores se han convertido en templos a la muerte, los gobiernos municipales están abriendo fosas para cadáveres anónimos, los agricultores están destruyendo decenas de millones de kilos de alimento sin vender, el desempleo se acerca a los niveles de la gran depresión, el presidente nos está animando a ingerir veneno y los políticos están obligando a los norteamericanos a sacrificarse en el altar de la ganancia.

    Poco mejor les está yendo a quienes no viven en esta devastada capital capitalista del mundo, por mucho que puedan estar eludiendo las chaladuras de esta administración particularmente kakistocrática. El virus está matando a decenas de miles de personas, alterando los patrones de vida habituales, erosionando instituciones arraigadas y poniendo en duda el futuro de la propia vida.

    Debemos ser honestos respecto a la escala de la actual catástrofe, pero también debemos evitar sucumbir a la desesperación. Toda crisis trae consigo no solo dolor, ansiedad y destrucción, sino también oportunidades para la creación y, cuanto mayor sea la crisis, mayores serán las oportunidades de construir algo nuevo. La inusual magnitud de la crisis actual nos presenta una ocasión igualmente inusual para cambiar el mundo. También en este caso debemos ser honestos: el futuro ofrece esperanza.

    Al fin y al cabo, no es suficiente con querer cambiar el mundo. Un cambio social de calado depende de condiciones objetivas que en buena medida escapan a nuestro control. Puede que tengamos la voluntad, la aspiración y la capacidad organizativa para provocar un cambio, pero para provocar una ruptura hace falta una crisis objetiva del orden existente, una ventana de oportunidad. Con ello no quiero decir que sea imposible llevar a cabo una política emancipadora durante las épocas de equilibrio, solo que los cambios sistémicos drásticos no se dan de manera gradual, sino únicamente gracias a momentos de ruptura inesperados y por lo general escasos.

    Ahora mismo estamos viviendo un momento de esta índole. A lo que nos enfrentamos no es solo una pandemia, sino que son varias crisis una dentro de la otra. Nos encontramos, claro está, con la crisis coyuntural que ha causado la pandemia del coronavirus, de la que nadie puede dejar de hablar, pero esta crisis ha tenido unos efectos tan catastróficos precisamente porque ha hecho detonar una crisis orgánica que subyacía al neoliberalismo. Más grave aún es el hecho de que esta crisis orgánica del neoliberalismo está a su vez vinculada a una crisis estructural y de largo alcance de la reproducción social capitalista. Esta crisis estructural conecta con una crisis epocal todavía más profunda, la de la vida en el planeta.

    Cada una de estas crisis tiene su propio origen, opera a un nivel singular y avanza con una temporalidad particular. Si la crisis del coronavirus estalló el mes pasado, la crisis orgánica del neoliberalismo comenzó hace años, la crisis estructural lo hizo hace más años aún y la crisis epocal hace varias décadas. Si la crisis del coronavirus está alterando la vida aquí y ahora, la crisis del neoliberalismo señala el hundimiento de un modo de vida hegemónico en el mundo, la crisis estructural de la reproducción social conlleva la muerte de decenas de millones de personas sin recursos y la crisis epocal augura el posible fin de toda la vida en el planeta.

    Pese a su relativa autonomía, estas cuatro crisis no solo se han yuxtapuesto, como si fueran cuerpos celestes alineándose en el cielo nocturno a modo de presagio aciago, sino que también han formado un engranaje en el que cada una amplía la potencia de las demás. La crisis del neoliberalismo, por ejemplo, ha hecho que la del coronavirus sea mucho más devastadora, al tiempo que la pandemia se ha convertido en el modo a través del cual se manifiesta ahora la crisis orgánica del neoliberalismo; por dar otro ejemplo, el neoliberalismo ha exacerbado la crisis de la vida en el planeta, pero esta crisis epocal, especialmente bajo la forma de la inestabilidad climática, en estos momentos está agudizando a su vez todos los rasgos de la crisis orgánica del neoliberalismo.

    Si revolución es igual a crisis objetiva más intervención subjetiva, entonces la primera variable de la ecuación ya ha llegado. Y esta no es como cualquiera de las antiguas crisis objetivas, sino que se trata de una crisis articulada que nos presenta unas oportunidades que nunca antes habíamos visto. Sin embargo, para poder sacar provecho de esta singular grieta hace falta tener una idea más ajustada de a qué nos estamos enfrentando exactamente. Mi objetivo aquí es ofrecer una modesta contribución a esta tarea, que es necesariamente colectiva, elaborando un primer esbozo que dibuje de manera sintética cuál es la anatomía de esta crisis, lo que a su vez puede ayudarnos a pensar en cómo deberíamos intentar responder.

    Primer círculo: crisis coyuntural del coronavirus

    Los orígenes de esta crisis, que es las más inmediata, están todavía envueltos en misterio. Parece ser que un miembro maligno de la familia del coronavirus en algún momento infectó de algún modo a alguien en algún punto allá por 2019.

    Lo que sucede con sus orígenes sucede con otras muchas cosas que todavía no conocemos: por qué hay quienes sienten cierto malestar mientras que hay otros que caen abatidos, por qué algunas personas sufren diarreas mientras que otras pierden el sentido del gusto, o por qué algunas parecen ser asintomáticas mientras que hay quienes vuelven a infectarse. No obstante, lo que sí que sabíamos desde el principio es que el COVID-19 es altamente contagioso, que es más letal que las gripes estacionales y que es inmune a cualquier vacuna conocida.

    Aunque fuese del todo predecible, la pandemia pilló a los estadounidenses completamente desprevenidos. La mayor parte de la gente apenas reparó en el virus, más allá de quien soltase un par de chistes al respecto, y simplemente siguió con su vida normal, alentados por sus representantes políticos, tanto demócratas como republicanos, los cuales en ningún momento llegaron a tomarse en serio la situación.

    Cuando la pandemia desgarró el mundo, encontró en Estados Unidos un país que ni mucho menos estaba preparado. El caldo de cultivo perfecto estaba en las muchedumbres desprevenidas, la falta de limitaciones en los viajes hizo que la epidemia se diseminase por todas partes y el vulnerable sistema de salud se las veía y se las deseaba para seguir el ritmo. Los hospitales no tenían camas suficientes, las salas de emergencia no tenían ventiladores suficientes, el personal médico no disponía de test suficientes y el personal sanitario no contaba con suficientes mascarillas.

    Después de fracasar a la hora de contener el brote, para mitigar el daño se acabó obligando a un funcionariado reacio a que prohibiese conciertos y cerrase parques públicos, negocios locales, colegios, universidades, edificios oficiales y, más tarde, ciudades enteras. Evidentemente, y esto no sorprenderá a nadie, meter en cuarentena a decenas de millones de trabajadoras y trabajadores ha sido el detonante del hundimiento de la economía. Los mercados se desplomaron, los bancos amenazaron con irse a pique, hubo pequeños negocios que acabaron quebrando y millones de personas perdieron su trabajo. En cosa de un mes un virus microscópico paralizó la vida del país más poderoso del mundo.

    La crisis del coronavirus sirve de ejemplo de lo que es una crisis «coyuntural»: un suceso, en ocasiones exógeno, que interrumpe los patrones normales de vida con consecuencias inesperadas. Ya hemos vivido muchas crisis de estas; nos viene a la mente la del 11 de septiembre. En función del suceso que la precipite, cada crisis coyuntural alterará la vida de un modo distinto. Sea cual sea la forma que adopte, este tipo de sucesos normalmente va amainando hasta que la vida acaba volviendo a la «normalidad», aunque marcada para siempre por las huellas de la crisis. Ahora mismo es demasiado pronto para afirmar con exactitud cuáles van a ser los cambios que traerá esta crisis, más aún para señalar cuáles serán las cicatrices que deje tras de sí, pero los efectos de la pandemia sin duda nos acompañarán durante mucho tiempo, en nuestras costumbres, nuestra cultura, nuestros hábitos sociales, nuestras instituciones e incluso en el equilibrio de fuerzas.

    Segundo círculo: crisis orgánica del neoliberalismo

    Lo que ha hecho que la crisis del coronavirus sea todavía más destructiva es que ha servido de catalizador de una crisis aún más profunda.

    A diferencia de lo que ocurre con la crisis coyuntural, sabemos mucho más acerca de los orígenes de esta crisis «orgánica». Esta historia comienza en los años setenta, la década en la que se deshilvanaron los hilos que sostenían el sistema de capitalismo gestionado que se montó tras la gran depresión y la segunda guerra mundial, sumiendo a Estados Unidos en el desorden.

    Aunque para algunas personas fuese liberadora, la contracultura de posguerra y su glorificación de las drogas, el amor libre y la desobediencia dejó a mucha otra gente inquieta. La ola de nuevos movimientos sociales no solo echó por tierra la discriminación, sino que puso a prueba convicciones centrales en torno al género, la sexualidad y la familia, y una tasa de criminalidad disparada llevó al pánico respecto a la decadencia social. Hubo una profunda recesión que puso punto final al inaudito boom económico y supuso un golpe psicológico para millones de personas que habían creído que la prosperidad podía durar para siempre.

    En mitad de todo esto, el presidente Richard Nixon se convirtió en el único presidente de la historia de Estados Unidos en dimitir, llevando a un récord histórico la desconfianza en el gobierno. Un año más tarde, y después de decenas de miles de bajas estadounidenses, millones de muertes vietnamitas, camboyanas y laosianas, y miles de millones de dólares gastados, la guerra de Vietnam llegó a su fin con una monumental derrota que puso en duda el futuro de la hegemonía del país. De hecho, hacia el final de la década casi un tercio de toda la humanidad vivía en países que afirmaban encontrarse en transición hacia el comunismo, lo que hizo que hubiera gente que especulase con que Estados Unidos podía perder la guerra fría.

    Pero Estados Unidos no era ni mucho menos el único país en problemas. Esta crisis se desplegó a lo largo del Atlántico Norte en sentido amplio debido a la existencia de elementos estructurales compartidos, de una senda de desarrollo similar, de un modelo de capitalismo de posguerra común y de profundas conexiones trasatlánticas. Aunque las fracturas que la precipitaron variasen y aunque en cierto sentido la crisis se desplegase de modos diferentes, en los años setenta todos y cada uno de los países de Norteamérica y de Europa Occidental atravesaron una época de grandes incertidumbres.

    Lo que hizo que esta década fuera tan relevante no fueron simplemente las múltiples fracturas que emergieron en la esfera vital, sino su fusión vertiginosa. Por poner solo un ejemplo, la crisis de la masculinidad se solapó con la recesión en el momento en el que los cabezas de familia, que en su momento habían tenido un puesto de trabajo fijo en la fábrica, cayeron en el desempleo al tiempo que veían con resentimiento cómo sus mujeres, ahora empleadas, se hacían cargo de la situación. Aunque todas estas fracturas tenían sus causas, sus ritmos y sus riesgos particulares, su articulación contingente hizo que se agudizaran entre sí.

    Todo ello llevó a Stuart Hall ((Los textos citados de Stuart Hall en este texto, «El gran espectáculo del giro a la derecha» y «Gramsci y nosotros», están incluidos en la recopilación de ensayos del autor El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda, Madrid, Lengua de Trapo, 2018, traducción de Carlos Pott. (Todas las notas son de Contra el diluvio).)) a hacer un diagnóstico de la crisis de los setenta como una crisis «orgánica». Partiendo de las reflexiones desde la cárcel de Antonio Gramsci, afirmaba que, a diferencia de lo que sucede con una crisis «coyuntural», una crisis orgánica señala el desmoronamiento generalizado de todo un sistema hegemónico, y añadía inmediatamente que una crisis orgánica no es lo mismo que un colapso terminal, sino que sencillamente revela los límites del orden existente, hace temblar las convicciones preexistentes y pone a prueba modos de vida que en su momento mucha gente dio por verdades inmutables. El viejo mundo se ha abierto de manera súbita, creando una oportunidad para alternativas nuevas. Explicaba Hall que no hay «destrucción que no sea, también, una reconstrucción».

    De este modo, la crisis de los setenta creó una ventana de oportunidad por la que podía entrar cualquier fuerza social. Parecía que esta apertura era justamente lo que personajes radicales como Hall habían estado esperando desde el principio. Durante los años sesenta habían luchado por cambiar realmente el sistema y, en este momento, debido en parte a su propio empeño, por fin les llegaba su oportunidad. Sin embargo, en el preciso instante en el que el sistema entró en crisis, las fuerzas que venían exigiendo un cambio sistémico radical se hallaban enfangadas en su propia crisis y estaban demasiado debilitadas como para salir victoriosas.

    El caso es que no fue la izquierda radical la que gobernó la crisis. El propio Hall había apuntado esta posibilidad e insistió en que no era la izquierda sino la derecha la que parecía mejor posicionada para aprovechar la crisis. Más tarde reprendería a compañeros suyos que habían dado por hecho que una crisis operaría automáticamente en su favor y escribió: «Cuando la izquierda habla de crisis, todo lo que vemos es el capitalismo desintegrarse y a nosotros avanzando y haciéndonos con el mando. No entendemos que la perturbación del funcionamiento normal del orden económico, social y cultural provee la oportunidad de reorganizarlo de nuevas formas, reestructurarlo, remodelarlo, modernizarlo y seguir adelante». Una crisis no implica que el sistema existente haya sido derrotado, sino sencillamente que no puede continuar como hasta ahora y que debe reinventarse.

    Dado que el hundimiento de los años setenta no fue simplemente una recesión económica sino una crisis sistémica que afectó a todos los ámbitos de la vida social, la derecha concibió una solución que tenía por objetivo no solo resucitar la rentabilidad capitalista, sino reestructurarlo todo, desde la familia hasta el estado pasando por la ideología. Hay que aclarar que no estaban siguiendo un programa predeterminado lanzado por algún tipo de comandancia central; sin embargo, sí que hubo individuos de relieve, think tanks e instituciones que reconocieron que de verdad había problemas, que había diferentes fuerzas improvisando soluciones propias y que estas podían ser conjugadas de un modo más coherente.

    De este modo, la derecha vinculó de manera explícita los problemas de su momento, trazando una conexión entre el estímulo al libre mercado, la reconstrucción de la familia, la recuperación de los valores, la restauración del poder imperial y el cultivo de cierto sentido de responsabilidad individual. Así lo explicaba Margaret Thatcher: «Debe quedar bien claro que todos y cada uno de nosotros cargamos con la responsabilidad de sacar el mayor partido a nuestros talentos y de cuidar a nuestras familias. También debe quedar claro que tenemos la responsabilidad para con nuestro país de hacer que Gran Bretaña sea respetada y exitosa en el mundo. El equivalente económico de estas responsabilidades personales y nacionales es el funcionamiento de la economía de mercado en una sociedad libre». En un discurso tras otro, figuras como Thatcher fueron combinando sin descanso todos estos asuntos, como si formaran parte de manera orgánica de un mismo proyecto. Evidentemente, muchos de estos elementos habían estado presentes desde hacía años, algunos incluso habían sido desarrollados por el propio sistema de competición del capitalismo gestionado, pero el hecho es que esta recombinación produjo algo novedoso. La solución de la derecha radical, que tenía tantas capas como la crisis orgánica que pretendía abordar, generó un nuevo orden hegemónico que ahora denominamos «neoliberalismo».

    Si la crisis de los años setenta no fue simplemente un asunto estadounidense, sino que fue un asunto de una región más amplia, lo mismo ocurrió con esta particular solución neoliberal, que con el tiempo echó raíces en Norteamérica y en Europa Occidental. Reonald Reagan en Estados Unidos, Margaret Thatcher en Reino Unido, Helmut Kohl en Alemania Occidental; pese a la existencia de importantes variantes nacionales, estas personalidades colaboraron de manera activa a un lado y otro de sus fronteras y vieron en el neoliberalismo una especie de solución transnacional a un problema transnacional, aunque se la acomodase a lenguajes nacionalistas y se la adaptase a condiciones específicas. Este ciclón demostró ser tan apabullante que incluso obligó a figuras supuestamente socialistas como el presidente francés François Mitterand a virar el rumbo y adoptar algunos de sus principios fundamentales, como las privatizaciones, la ley y el orden y el atlantismo. Así cuajó un nuevo «sentido común».

    A principios de los noventa, el triunfo del proyecto neoliberal era absoluto. El socialismo mundial estaba exhausto, los movimientos de liberación nacional habían sido barridos y los movimientos sociales del Atlántico Norte habían quedado derrotados. Los antiguos movimientos antiimperialistas habían perdido el rumbo tras los desastres de las décadas anteriores, los líderes sindicales se dedicaban a perseguir el establecimiento de lazos aún más fuertes con los equipos directivos y lo que quedaba de las luchas de liberación de las personas negras, homosexuales o de las mujeres fue sobreviviendo a la derrota al trocar los objetivos maximalistas que tenían por una mejor inclusión en el mundo existente. Tal y como declaró de manera rotunda Francis Fukuyama, las sangrientas batallas ideológicas del pasado ya se habían resuelto y tras de sí habían dejado un único vencedor: el modelo de desarrollo capitalista y liberal. La historia había llegado a su cierre.

    Dejando a un lado la hipérbole de Fukuyama, pareciera que por vez primera en la historia moderna los países europeos estuviesen confluyendo: gobiernos representativos, economías capitalistas, un modo de vida neoliberal. Las enormes divisiones del pasado, que en su momento partieron el continente por la mitad, aparentemente se estaban disolviendo. La integración europea parecía imparable, reinaba una paz triunfante, en el horizonte refulgía la prosperidad. A Fukuyama se lo podía oír conjeturando que, una vez finalizada la historia, el gran peligro que teníamos ahora por delante no era más que un aburrimiento vulgar.

    Más allá de este tedio, el orden neoliberal dio pie a una verdadera subversión de la vida política. Socavó la fuerza de las trabajadoras y los trabajadores, debilitó los sindicatos y arrasó con las bases sociales de la identidad obrera que había sido heredada; consagró la supremacía del capitalismo de libre mercado, desreguló la banca, privatizó industrias y fomentó el avance de subjetividades empresariales; atomizó la vida social, vació las instituciones democráticas y provocó una desvinculación política generalizada. Chantal Mouffe ha afirmado que, al dar por supuestamente resueltas todas las cuestiones importantes, la política dejó de ser una lucha a vida o muerte entre visiones opuestas del futuro y en su lugar se convirtió en una gestión tecnocrática de las cosas.

    Un periodista le preguntó una vez a Margaret Thatcher, cuando ya había dejado el cargo,  cuál consideraba que era su mayor logro, a lo que ella respondió que el nuevo laborismo, y explicó: «Hemos obligado a nuestros oponentes a cambiar de mentalidad». La solución neoliberal se hizo tan hegemónica que incluso sus rivales de la izquierda aceptaron sus condiciones. En todo el Atlántico Norte, los partidos llamados de izquierda se fueron convirtiendo, uno tras otro, en paladines del libre mercado, de las privatizaciones y de los recortes en los servicios sociales. Los resultados fueron de gran envergadura y se puso punto final a unos modelos políticos que se retrotraían más de un siglo: el espectro político se estrechó, las alternativas políticas viables se desvanecieron, los partidos pugnaban por un puñado cada vez más pequeño de votantes de clase media, en la práctica hubo amplios sectores del electorado que fueron abandonados, la clase trabajadora se encontró sin un refugio político lógico y los porcentajes de abstención se dispararon.

    En el momento en que los partidos de izquierda de la «tercera vía» asumieron las hipótesis neoliberales en torno al orden social, lo político se atrofió y lo cultural se hipertrofió. En Estados Unidos todo ello adoptó la forma de las «guerras culturales», en las que la izquierda neoliberal y la derecha neoliberal se enfrentaban por asuntos como los rezos en la escuela, la investigación con células madre y el control de armas al tiempo que ambas juraban fidelidad al libre mercado. Este fue el gran triunfo del neoliberalismo: llegar a ser algo tan de sentido común que permitía la proliferación de corrientes políticas que se oponían ferozmente —neoliberales progresistas, conservadores religiosos, autoritarios nacionalistas—, pero que, pese a todo, estaban de acuerdo en todos los asuntos principales respecto al orden capitalista.

    En los primeros años del nuevo milenio, el primer ministro Tony Blair dejó meridianamente claro cuál era la nueva realidad. A todos aquellos que se mostraban inquietos por la globalización neoliberal les sugirió que «también podían ponerse a debatir si después del verano debería venir el otoño». El neoliberalismo se había convertido en algo tan natural como los antiquísimos movimientos de la Tierra, algo fuera de la esfera de intervención humana. No había, ni habría nunca, ninguna alternativa.

    Pero lo que se había convertido en algo tan natural como las estaciones del año se les fue de las manos. Tal y como ha sucedido con la mayoría de las crisis orgánicas, las descomposición del modo de vida neoliberal no arrancó con un único suceso, sino de la acumulación de una serie de fracturas, algunas de las cuales se pueden encontrar en la fundación del propio orden neoliberal.

    Aunque el orden neoliberal norteamericano había hecho frente a varios desafíos desde su comienzo, algunas de sus primeras grandes grietas las empezó a sufrir a principios de los 2000. Una de las primeras llegó con la guerra de Irak en 2003, que sacó a millones de personas a la calle para protestar contra el imperialismo estadounidense. En 2005, la respuesta chapucera y racista al huracán Katrina puso de manifiesto la incapacidad del estado para garantizar el bienestar de sus ciudadanos. Al año siguiente, en 2006, las huelgas de trabajadoras y trabajadores inmigrantes marcaron una agudización en la lucha de clases. En 2008, la recesión sacó a la luz los fallos del capitalismo, dando lugar a un nuevo discurso en torno a la desigualdad; a ello le siguió una crisis política en la que, en 2009, el Tea Party atacó al centro neoliberal desde un lado y, en 2011, Occupy lo hizo desde el otro. Unos años más tarde, el movimiento Black Lives Matter y un renovado movimiento feminista exponían el racismo y el sexismo que permeaban todas las instituciones del país. En 2015, una persona que se autodenominaba demócrata socialista llamaba a la «revolución política», al tiempo que un famoso milmillonario de la tele, que recurría abiertamente al supremacismo blanco, a la misoginia y a la ley y el orden, conmocionó al mundo con una sorprendente victoria sobre la candidata más «presidenciable» de la historia reciente.

    Hacia el final de la década, Estados Unidos estaba yendo por mal camino: había tiroteos en escuelas con estudiantes muertos a balazos, en la frontera había niñas y niños que se estremecían encerrados en campos de concentración, había menores intoxicados por aguas contaminadas, los supremacistas blancos asesinaban a gente racializada en lugares de culto, la parálisis política conducía al cierre de la administración ((El cierre de la administración o cierre del gobierno es una figura propia de Estados Unidos que permite que, después de que las instancias representativas (gobierno y cámaras del congreso) hayan encallado en sus negociaciones presupuestarias, el primero pueda dictar la suspensión temporal de los servicios públicos a excepción de los esenciales.)), el Partido Demócrata lanzaba una ofensiva contra todo aquel ubicado a su izquierda, surgía un nuevo movimiento socialista crítico con el capitalismo americano, fueron estallando huelgas a lo largo del país, la desigualdad de ingresos alcanzaba niveles inéditos, el estado despilfarraba billones de dólares en una «guerra contra el terrorismo» imposible de ganar, se enviaba a soldados a luchar en una guerra que había empezado antes incluso de que ellos hubieran nacido, más del 60% de los norteamericanos decía que sus ahorros no superaban los mil dólares, en un solo año morían más estadounidenses por sobredosis por opiáceos que en toda la guerra de Vietnam, las tasas de suicidio rompían nuevos récords.

    En otras palabras, Estados Unidos se hallaba en una crisis profunda mucho antes de que llegara la peste. El COVID-19 únicamente ha revelado el desastre que ha ido gangrenando bajo las espectaculares cifras del mercado bursátil. Pero el virus ha ido más allá: no solo ha arrojado luz sobre esta putrefacción, sino que le ha prendido fuego. Servicios sociales devastados, hospitales mal financiados, ciudades contaminadas, desigualdad de ingresos, seguros privados, barrios segregados, desiertos alimentarios, pobreza desbocada, violencia machista, enfermedades mentales generalizadas, racismo estructural, debilidad sindical, noticias falsas… Todo esto ha sido como echar más leña al fuego. La crisis en la que ya estábamos de repente se ha vuelto mucho peor.

    La crisis orgánica del neoliberalismo comparte algunas similitudes con la que hace décadas generó este desmoronamiento de los modos de vida. Para empezar, y al igual que en los años setenta, la crisis actual va más allá de Estados Unidos y adquiere una forma similar en el Atlántico Norte, si bien con desencadenantes, fenómenos morbosos y resultados posibles que resultan diferentes. También al igual que en los setenta, la crisis que hoy en día atravesamos tiene múltiples capas y fracturas que van apareciendo por todas partes: conflicto generacional, antagonismo entre campo y ciudad, polarización política, desigualdades raciales, recesión económica, malestar cultural, crisis de salud pública, etcétera. Como ha señalado Zachary Levenson siguiendo a Hall, no ha sido solamente la agudización de estas grietas sino su articulación lo que ha producido una descomposición sistémica de la totalidad del orden hegemónico. Por último, y al igual que en el caso previo, la actual crisis orgánica no supone un apocalipsis sino una apertura con todo un conjunto de fuerzas sociales forcejeando por sacar provecho de esta crisis y en la que cada cual propone una visión distinta del futuro.

    A pesar de estos paralelismos, ambas crisis difieren en aspectos importantes. El primero es que la nuestra no solo es más severa, sino que los riesgos son mucho más elevados. El neoliberalismo era mucho más que otro nuevo régimen de acumulación aparecido como respuesta a la crisis del capitalismo gestionado por el Estado; se trataba de todo un mundo que reestructuró de manera absoluta modos de vida que habían existido durante siglos. Se llevó por delante patrones de sociabilidad comunal, dio forma a un nuevo sentido individualista de la subjetividad y echó abajo las ideas, instituciones y tradiciones de la izquierda histórica. No solo es que el neoliberalismo ofreciese un tipo de política nuevo, sino que despolitizó de manera radical la propia vida cotidiana. Es precisamente debido a que las transformaciones que llevó a cabo fueron tan profundas que la crisis del neoliberalismo resulta ahora mucho más inquietante.

    El segundo es que, como resultado de todo ello, las alternativas que encarnan un reto al orden neoliberal, hoy asediado, resultan muy confusas. Dado que las viejas coordenadas ideológicas están demasiado enmarañadas como para poder discernirlas, la agitación social ha adoptado formas inusuales que desafían las clasificaciones convencionales. Pensemos en la revuelta de los chalecos amarillos en Francia, que rompe con todos los rasgos tradicionales de un movimiento social de izquierdas. No surge de la juventud, ni de los estudiantes, ni de los trabajadores organizados. Sus demandas son un sindiós. Sus miembros provienen de todo el espectro político: anarquistas, liberales, supremacistas blancos, libertarios, comunistas, nacionalistas. Es imposible decir si políticamente es «de derechas» o «de izquierdas».

    De hecho, el proyecto histórico mundial de despolitización propio del neoliberalismo ha hecho que el lenguaje de «izquierda» y «derecha» heredado de la revolución francesa ahora apenas nos resulte comprensible, aunque la utilicemos libremente por mera costumbre. En la medida en que estos conceptos tengan hoy alguna validez, en ellos no vamos a observar ninguna fuerza política con sentido, únicamente una nebulosa amorfa de sensaciones políticas. Por ejemplo, Enzo Traverso utiliza el término posfascismo para describir cómo la extrema derecha no es hoy en día una réplica exacta del fascismo tradicional, pero tampoco un proyecto político coherente. Esta zona vaga del posfascismo se enfrenta a una red de impulsos socialistas más vaga todavía. Los que hoy serían los camisas pardas ahora visten de traje y los que serían los partisanos ahora están enganchados a Twitter; todos ellos están intentando averiguar quiénes son y en qué pueden convertirse. La antigua constelación política, que ya había sobrevivido a varias crisis, finalmente ha perdido su sentido.

    El tercer aspecto, vinculado al anterior, es que el neoliberalismo ha demostrado ser bastante pertinaz. Habiéndose enfrentado a tantísimos movimientos antagónicos, este orden hegemónico ha luchado con uñas y dientes por cooptar a sus oponentes. Los gestores neoliberales se han batido el cobre para canalizar la indignación en tanto que espíritu emprendedor, reducir el activismo a pose moralista, dar a la lucha contra toda opresión la forma de una glorificación de identidades esencializadas, reducir el ímpetu radical de un nuevo feminismo a la celebración de que una mujer haya sido escogida para dirigir la CIA, recodificar la liberación negra como diversificación de la clase política y transformar la crítica del trabajo en precariedad generalizada.

    Incluso hoy en día, mientras su mundo se sume en una crisis, quienes dirigen el orden neoliberal siguen buscando la forma más creativa con la que mantenerlo con vida, a menudo volviendo a absorber de manera instrumental las ideas de sus adversarios más débiles. Después de haber estado años mortificando a papá Estado, celebrando la globalización y dedicando loas al mercado, los bloques dirigentes del neoliberalismo se han puesto ahora a cerrar de manera táctica sus fronteras, dar dinero a los contribuyentes, rescatar empresas, inyectar billones de dólares en la economía y diseñar planes intervencionistas que van más allá de lo que los más ambiciosos planificadores estatales soviéticos pudieran soñar. Está claro que, como señalan Cinzia Arruzza y Felice Mommetti, casi todas estas figuras carecen de amplitud de miras y no hacen más que improvisar medidas a corto plazo que a menudo compiten entre sí. No son seres omniscientes y el orden neoliberal tampoco es invencible, como ha demostrado la reciente ola de movimientos de masas. Pero pocos órdenes moribundos han sido tan ágiles como este.

    Tercer círculo: crisis estructural de la reproducción social capitalista

    Si la crisis del coronavirus está vinculada a una crisis orgánica más profunda, también la crisis del neoliberalismo se articula con una crisis estructural aún más honda de la reproducción social capitalista.

    Esta crisis tiene una historia larga. A medida que el capitalismo iba arraigando, a los capitalistas les consternaba descubrir que la mayoría de la gente tenía escaso interés en trabajar a cambio de un salario. Al contrario, seguían confiando en modos de subsistencia tradicionales y a menudo combinaban múltiples formas de reproducción social: cultivaban su propia comida, reutilizaban artilugios, hacían trueques, vendían excedentes y solo participaban en el trabajo asalariado si no les quedaba otra opción.

    Sin embargo, a lo largo del siglo xix los salarios pasaron a conformar una parte mucho mayor de los ingresos en los hogares de la mayoría de la gente de clase trabajadora. Una de las razones de que esto fuera así tiene que ver con la erradicación sistemática y desigual subsunción de las formas de trabajo, subsistencia y vida social no capitalistas. En Estados Unidos, por ejemplo, esto implicó el cercamiento de tierras comunes, la prohibición de poseer ganado en las ciudades, la destrucción de las tierras comunales de los mormones, la desintegración de comunidades indígenas o que se negase a los mexicanos sus derechos sobre los terrenos comunales en el suroeste del país, recién conquistado.

    Por tanto, y esto contradice la opinión popular, la historia capitalista no es tanto la historia de una transmutación sin sobresaltos de un tipo de trabajador, el campesino, en otro, el trabajador industrial asalariado, sino de una desposesión generalizada. Según ha explicado Michael Denning: «El capitalismo no comienza con el ofrecimiento de trabajar, sino con el imperativo de ganarse la vida». El capitalismo produce una masa de personas hambrientas y desempleadas, arrancadas de sus modos tradicionales de subsistencia, a quienes luego no les queda otra más que vender su capacidad para trabajar a cambio del dinero necesario para subsistir. De este modo, afirma Denning, «el desempleo precede al empleo y la economía informal precede a la formal, tanto histórica como conceptualmente».

    Como hemos demostrado Emma Teitelman y yo mismo para el caso de Estados Unidos, a través de este proceso la mayor parte de los trabajadores se volvió profundamente dependiente del salario del capital para cubrir sus necesidades vitales, la actividad reproductiva no remunerada se convirtió en trabajo productivo monetizado, el trabajo socialmente reproductivo fue transformado en mercancías como el lavavajillas y quienes no eran capaces de encontrar el dinero necesario para vivir empezaron a depender cada vez más del estado capitalista para acceder a los servicios sociales. Tal y como han afirmados escritoras como Mariarosa Dalla Costa, los sistemas de capitalismo gestionado que surgieron de las crisis de los años treinta y cuarenta tuvieron un papel decisivo en este aspecto. Aunque los estados del bienestar salvaron a innumerables personas de la pobreza subvencionando los costes de la reproducción social, su apoyo tenía un alto precio: no solo se parcelaba la clase obrera o se apuntalaba la familia nuclear patriarcal, sino que se hacía que los hogares de clase trabajadora fueran más dependientes que nunca de las relaciones capitalistas. Se ligó la vida al capitalismo.

    Si los anteriores regímenes de acumulación aniquilaron la mayoría de las formas no capitalistas de reproducción social sostenible forzando a la mayor parte de la gente a depender, de un modo u otro, del capitalismo, la contribución que ha hecho el neoliberalismo a esta historia ha sido que, de manera unilateral, ha devuelto los costes de la reproducción social a la clase trabajadora. En los principales países del Atlántico Norte, los bloques dominantes han desmantelado los programas de ayuda pública, han limitado la financiación, han endurecido los requisitos de elegibilidad, han privatizado los servicios sociales, han recortado salarios, han destrozado sindicatos, han debilitado la sanidad y, en general, han denigrado el trabajo socialmente reproductivo. Después de haber llegado a ser tan dependientes de las relaciones capitalistas para sobrevivir, a los trabajadores se les han ido cercenando cada vez más los medios capitalistas de supervivencia.

    Mientras tanto, en la periferia y durante los años ochenta y los noventa el FMI y el Banco Mundial se aprovecharon de las crisis de la deuda para reestructurar innumerables economías de acuerdo con los principios neoliberales, obligando a los estados a reducir los servicios sociales, privatizar industrias, acabar con las ayudas y acoger compañías transnacionales. El desempleo se disparó, los precios crecieron como la espuma, se extendió la desigualdad, se entregaron multitud de hectáreas de tierras para cobrar cosechas y hubo millones de personas desposeídas y permanentemente incapacitadas para trabajar aglomerándose en enormes zonas chabolistas.

    De hecho, contrariamente a lo que dicen sus propios mitos en torno un empleo libre, justo y pleno, el capitalismo es estructuralmente incapaz de dar trabajo a todas las personas que dependen de un salario para vivir. Karl Marx afirmó que el capitalismo produce «una población obrera relativamente excedentaria, esto es, excesiva para las necesidades medias de valorización del capital y por tanto superflua». Sin recursos, desprovista de formas alternativas de reproducción social e incapaz de encontrar un trabajo estable remunerado, aquellos condenados a la existencia como parte de esta «población superflua» no tienen más remedio que recurrir al trabajo informal, ilegal y bajo mano para sobrevivir.

    Hoy en día, más de mil millones de personas viven lo que les queda de sus precarias vidas sabiendo que nunca se incorporarán a los circuitos normales de trabajo asalariado del capital. Mientras que hay quienes van deambulando por las ostentosas ciudades del Atlántico Norte, la mayoría se las apaña entre los arrabales abarrotados del sur global. Para sobrevivir, encadenan un curro con otro, recogen basura, venden bolsos falsos o bisutería casera, trapichean con drogas, piratean, actúan en la calle, venden cigarrillos sueltos, timan a los ricos, roban, envían a sus hijos trabajar de manera ilegal, alquilan sus vientres para gestaciones subrogadas o, en casos extremos, venden sus órganos.

    Este modo de vida está tan extendido que la ONU estima que estos trabajadores informales y desprotegidos representan casi dos quintas partes de la población trabajadora económicamente activa en los países en vías de desarrollo. En algunos lugares, como es el caso de Karachi, las cifras son simplemente pasmosas: más del 75% de sus habitantes trabajan en la economía informal. Tan incapaz es el capitalismo de proporcionar un trabajo estable, sostenible y legal a los seres humanos a los que ha proletarizado que en algunas regiones del mundo, como África Occidental, el sector formal está menguando a pesar de que el total de la población se está disparando.

    Como ha escrito Mike Davis en su desgarrador testimonio acerca de los poblados chabolistas del sur global, «la supervivencia derivada del sector informal» es «la primera forma de vida en la mayoría de las ciudades del tercer mundo». La lucha por la vida de estas personas tan vulnerables es heroica y su capacidad para improvisar y organizar por sí mismas nuevas formas de vida en condiciones tan deplorables es extraordinaria. No obstante, sin servicios básicos, protección legal, ni ningún medio de conseguir ingresos que sea fiable, lo que están haciendo es vivir en la cuerda floja. Cada acontecimiento nuevo amenaza con echarlos por tierra: una sequía, el monzón, una guerra o un virus como el COVID-19. De hecho, el director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos ya ha anticipado que 2020 será el «peor año desde la segunda guerra mundial» y ha hecho la predicción de que el número de personas que va a enfrentarse a una hambruna inminente alcanzará la abrumadora cifra de 135 millones, además de los 821 millones que ya pasan hambre de manera crónica. Esto vendría a ser el equivalente de que el año que viene desapareciese toda la población de Rusia debido al hambre. Y todo esto antes del coronavirus.

    Esta es la crisis estructural de la reproducción social capitalista: después de un proceso secular que ha pulverizado otras alternativas con la intención de obligar a la gente trabajadora de todo el mundo a depender por completo del capitalismo para sobrevivir, ahora las clases dominantes están retirando los propios medios capitalistas de los que tanta gente depende para vivir: salarios, servicios sociales, empleo estable e incluso mercancías. El capitalismo exige la fuerza de trabajo de los seres humanos para sobrevivir, pero el capitalismo, particularmente en su forma neoliberal, ha hecho que para decenas de millones de esas trabajadoras y trabajadores sea prácticamente imposible seguir viviendo, al tiempo que condena a otros muchísimos más a una vida de eterno desempleo. Un sector inéditamente masivo de la humanidad, que vive en unas condiciones precarias inéditas y con una inédita escasez de recursos, ahora mismo a duras penas se gana la vida y lo está haciendo al borde del desastre.

    Cuarto círculo: crisis epocal de la vida en el planeta

    La última crisis que estamos sufriendo hoy en día es la inminente catástrofe climática. También esta tiene orígenes lejanos que se remontan cientos de años.

    Muchos académicos sitúan el origen del cambio climático en los primeros momentos del capitalismo y afirman que el ansia por aumentar los beneficios llevó a los capitalistas a explotar los recursos naturales a unos niveles insostenibles, que la necesidad de controlar la fuerza de trabajo trajo consigo innovaciones tecnológicas peligrosas como la quema de carbón, o que la exigencia de crear flujos de mercancías dinámicos condujo a la alteración de biomas. Aunque no cabe duda de que esto es cierto, igualmente merece la pena señalar que entre los principales colaboradores a la actual crisis climática se encuentran también las sociedades no capitalistas, como la de la Unión Soviética, que aseguraban hallarse en transición al comunismo.

    Cualesquiera que sean sus orígenes, es innegable que en este caso el neoliberalismo también ha agudizado la crisis epocal que lo precedía. Como explica Naomi Klein, desde los años ochenta hay nuevas compañías no reguladas campando a sus anchas, empresas privadas que compiten por extraer minerales de tierras raras, compañías que están quemando combustibles fósiles a toda máquina, el afán por transportar mercancías por todo el mundo tan rápido como se pueda está contaminando el aire, la industria de los combustibles fósiles está derrochando dinero para negar el cambio climático y el deterioro de la democracia está paralizando cualquier esfuerzo por combatirlo. No es casualidad que el cénit de la era neoliberal coincida con la degradación más vertiginosa del medioambiente.

    La imagen de hoy en día es desalentadora. El nivel del mar está creciendo al ritmo más elevado en más de tres milenios; hay más dióxido de carbono en el aire que en cualquier momento de la historia humano; en las últimas cuatro décadas la población media de los animales vertebrados se ha contraído un 60%; las selvas tropicales de todo el mundo están menguando a un ritmo de treinta campos de fútbol por minuto; en el Pacífico hay una isla de basura que ya supera el tamaño de Texas; cada año hace más calor que el anterior; puede que en solo dos décadas el Ártico tenga su primer verano sin nada de hielo; es posible que para mediados de siglo haya desaparecido la mitad del conjunto de especies del planeta; puede que dentro de sesenta años el suelo de la Tierra ya no pueda sostener la vida; quizá dentro de ochenta años haya grandes ciudades como Londres, Miami o Shanghái que estén bajo el agua.

    De estas cuatro crisis, la climática es, desde luego, la más difícil de afrontar. No tiene una única causa y sus efectos son asombrosamente multiformes, pues se manifiesta en forma de inundaciones, sequías, huracanes monstruosos o incendios forestales. Para muchas personas su temporalidad es especialmente difícil de comprender: sabemos que la crisis ya está sucediendo, pero como aún no ha afectado directamente a la gente que vive en los países acomodados del norte global, a menudo no se la toma en serio. Y es que incluso quienes saben que hay que actuar ya caen en la desesperación debido a la escala descomunal, a lo que lamentablemente está en juego y a las medidas extraordinarias que hacen falta para poner freno a su avance.

    Probablemente la crisis climática no se manifieste en un suceso único y repentino, como en una explosión de una bomba nuclear, sino como un colapso desigual del ecosistema. Incluso si cabe pensar que ya hemos superado el punto de no retorno, desde luego sigue siendo posible mitigar el desastre. Aunque no podamos «resolver» el cambio climático del mismo modo en que podemos «resolver» las otras crisis, no debemos tirar la toalla y resignarnos. Si bien la crisis epocal de la vida en el planeta opera sin duda en un orden de magnitud diferente, es igualmente posible —y, dada su articulación con el resto de crisis, necesario— encararla.

    La crisis articulada

    Aunque cada una de estas crisis tiene relativa autonomía, todas están profundamente imbricadas y cada una intensifica a las demás, desde el primer círculo hasta el último.

    La crisis de la vida en el planeta, por ejemplo, ha permitido que este virus diminuto se convierta en una pandemia. Como ha señalado Rob Wallace, es difícil imaginar que el coronavirus hubiese tenido un impacto tan extendido si no hubiera hábitats naturales desestabilizados, una agricultura capitalista intensiva, comunidades locale que han sido desposeídas y desplazadas hacia el interior de sus países, una urbanización descontrolada o redes logísticas globalizadas.

    Al mismo tiempo, la crisis coyuntural del coronavirus ha agudizado la crisis de la reproducción social capitalista. Va a suponer un vuelco drástico y catastrófico en las vidas de cientos de millones de personas que viven en arrabales de todo el mundo. ¿Cómo van a lavarse las manos si no tienen un acceso regular al agua? ¿Cómo van a mantener la distancia física si hay familias que viven abarrotadas en chabolas? ¿Cómo van a quedarse en casa si los ingresos de su hogar dependen del mercadeo? Si Ecuador —donde la pandemia ha sido tan devastadora que las aceras, las calles y los portales están infestadas de cadáveres— sirve de indicador, el coronavirus amenaza con sembrar el caos en estas regiones del mundo.

    Mientras, del mismo modo en que el neoliberalismo aceleró la crisis epocal de la vida en el planeta, también la crisis climática está exacerbando la crisis orgánica del neoliberalismo. Está haciendo que regiones enteras del mundo sean inhabitables, lo que da pie a migraciones que la derecha xenófoba intentará capitalizar para su beneficio político; está creando unas condiciones climáticas extremas que conducen a sequías, hambrunas y escasez de alimentos, lo cual a su vez eleva la tensión entre los estados; está infectando a millones de personas, lo que añade presión a un sistema global de salud ya deteriorado; está arrasando con muchas economías nacionales y agudizando la crisis económica global. El cambio climático es un trasfondo omnipresente que aviva cualquier otra fractura.

    Al no financiar de manera suficiente los hospitales y al debilitar los sistemas de salud y sacralizar un entorno laboral precario, el neoliberalismo ha creado las condiciones idóneas  para que el virus cause estragos. Al mismo tiempo, el coronavirus ha catalizado la crisis del neoliberalismo que se estaba cocinando. Y no solo eso: le ha dado a esta crisis orgánica una forma específica. La pandemia encarna el modo en que ahora mismo es vivida la crisis del neoliberalismo. Incluso si las fuerzas del orden logran contener la pandemia al tiempo que previenen un cambio social drástico, aun así el coronavirus habrá influido de manera irreversible en el resto de crisis, las cuales son más profundas y están destinadas a durar más.

    Nuestra respuesta

    Aunque nos hallamos frente a una crisis descomunal llena de posibilidades, no existen garantías de que algo vaya a cambiar.

    Sin una intervención subjetiva coherente que ofrezca una alternativa viable, lo más probable es que el orden imperante se modernice, preservando, e incluso agudizando, las desigualdades globales actuales, dejándonos con algo peor de lo que teníamos.

    Tampoco podemos esperar que la crisis objetiva genere de manera automática esta fuerza subjetiva emancipadora. El empeoramiento de las condiciones no transforma de manera espontánea a los individuos disgregados en sujetos. El elemento subjetivo debe ser producido por voluntad propia.

    La gran pregunta de nuestro tiempo es cómo inventamos esta segunda variable, tan necesaria para un cambio social real, y aquí no espero ofrecer solución alguna. La organización de una respuesta a la crisis solo puede ser una tarea colectiva que parte de los múltiples movimientos que ya se han conformado, de las nuevas y abundantes formas de lucha que están proliferando actualmente a nuestro alrededor y del vibrante ecosistema de autoorganización que desde luego va a emerger en el futuro próximo.

    Hay muchas cosas que no conocemos, pero tras haber hecho un mapa de nuestra crisis tenemos una cosa clara: la complejidad del trance que estamos atravesando actualmente nos obliga a considerar los tipos de estrategias políticas que debemos desarrollar.

    Lo que esto implica de manera más inmediata es que debemos evitar caer en la tentación de colocar todos nuestros esfuerzos solo en el coronavirus. Después de todo, si la pandemia ha sido tan destructiva es porque ha catalizado crisis mucho más profundas que seguirán vivas cuando ella pase. Incluso cuando termine la pandemia, las crisis estructurales que el coronavirus ha exacerbado continuarán propagándose y estarán listas para estallar de nuevo en el futuro.

    Al mismo tiempo, debemos evitar caer en lo contrario: tratar el coronavirus como si solo fuera un epifenómeno y movilizarnos solo por lo que percibimos que son crisis más relevantes. Con todo lo serias que puedan parecer, estas otras crisis se están viviendo a través de esta crisis coyuntural, la cual les están dando forma a aquellas de manera irreversible y, por lo tanto, no puede ser ignorada.

    Igualmente, no podemos aislar la crisis orgánica del resto. Si bien puede que haya gente tentada de priorizar la crisis del neoliberalismo y que para ello afirme que la construcción de un nuevo bloque político capaz de hacerse con el poder es la precondición para enfrentarse a las otras crisis, tenemos que recordar que la actual crisis orgánica no está, en cierto modo, separada de las demás. Dado que la crisis del neoliberalismo se halla tan profundamente imbricada en la crisis coyuntural del coronavirus, en la crisis estructural de la reproducción social y en la crisis epocal climática, la construcción de un nuevo bloque como respuesta a la crisis orgánica implica necesariamente que estas otras crisis sean abordadas desde el principio.

    Por tanto, la única manera de avanzar es mediante la elaboración colectiva de una respuesta que haga frente a todos los aspectos de la crisis articulada actual. A través de esta lucha, que se dará en toda una variedad de frentes distintos, es como podemos constituirnos en tanto que fuerza colectiva subjetiva, unificada y sin embargo diversa, capaz de gobernar esta crisis para cambiar el mundo.

    La ilustración de cabecera es «Die Farbenkugel» (1810), de Philipp Otto Runge.

    
    

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  • Teletrabajo, tecnoutopías e ideologías de lo doméstico

    Teletrabajo, tecnoutopías e ideologías de lo doméstico

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    Por Àngel Ferrero.

    En los últimos meses un número sin precedentes de personas han tenido que trabajar desde sus casas. No todas, ni en todos los sectores productivos, ni en las condiciones que a muchas les hubiese gustado. Aun así la crisis del COVID-19 ha supuesto uno de los primeros experimentos a gran escala y a nivel mundial de una transición al «teletrabajo». Como aportación al debate colectivo sobre esta experiencia publicamos esta tribuna de Àngel Ferrero, en la que se analizan críticamente tanto la realidad desigual como la potencialidad y limitaciones del teletrabajo.

    Una de las medidas decretadas estas últimas semanas por numerosos gobiernos para reducir el contagio del SARS-CoV-2 ha sido el confinamiento de la población. Para no detener su actividad económica, son muchas las empresas que han recurrido al teletrabajo y los principales medios de comunicación han publicado varios artículos ensalzando sus virtudes. Sin embargo, desde las redes sociales y algunos medios no se tardó en señalar lo obvio: no sólo todos los empleos no lo permiten, sino que muchos de ellos pertenecen a la categoría de trabajos esenciales en época de pandemia, y algunos de éstos se encuentran, además, entre los peor remunerados. Solamente en Francia se calcula que pueden recurrir a esta modalidad de empleo un 60% de los trabajadores especializados, pero únicamente un 1% de los trabajadores sin especialización o que desempeñan trabajos manuales, según una encuesta del Institut national d’études démographiques (Ined). Pero incluso entre los trabajadores de cuello blanco el teletrabajo está lejos de ser la panacea que han presentado estos días los utopistas tecnológicos.

    Las ventajas, reales o supuestas, del teletrabajo acostumbran a presentarse más o menos como sigue: este permite trabajar cómodamente desde el propio hogar, organizar de manera flexible el horario laboral, conciliar el empleo con el trabajo doméstico y la vida familiar, evitar el contacto con colegas desagradables y así sucesivamente. En este sentido, esta promoción del teletrabajo puede enmarcarse en lo que John Hartley llamó «ideología de lo doméstico» en su análisis sobre el papel de la televisión en los cambios en el urbanismo y la distribución de los espacios en los hogares durante la segunda mitad del siglo XX, cuando «el problema era la incontrolada y siempre creciente clase trabajadora urbana». «En lugar de controlarla como a una fiera desde el exterior, mediante aparatos represivos del Estado como la ley, el gobierno, las fuerzas armadas, las prisiones, la policía y, finalmente, los psicólogos, se pensó que resultaría mejor crear las condiciones para el autocontrol y la autoadministración por parte del pueblo», escribe Hartley. En esta ideología de lo doméstico –«una campaña tanto política como comercial»–, el hogar «se convirtió en algo más que una vivienda, más que un refugio, se convirtió en un estilo de vida en sí mismo y en las actividades que debía sostener».

    En estos artículos los inconvenientes se reducen generalmente a la capacidad de los propios trabajadores para organizar su horario laboral, mantener una disciplina y evitar la tentación de procrastinar. Se olvida, o se quiere olvidar, que el trabajo también es para millones de personas un espacio de socialización, con todo lo que ello implica. No sorprende que el teletrabajo sea un modelo tan bien valorado por muchas empresas: la atomización social dificulta la organización sindical. ¿Cuántos inspectores de trabajo acuden a los hogares para comprobar que se cumplen las condiciones y los horarios de trabajo? Además, como sabemos por los casos de autónomos y falsos autónomos, el teletrabajo puede acabar desplazando algunos costes al propio trabajador, que corre así con los gastos de electricidad, teléfono y en no pocas ocasiones su propio equipo informático. Los precedentes invitan por lo demás a la desconfianza: el acceso de millones de personas a Internet en la década de los noventa, en ausencia de otras medidas (y más bien en presencia de medidas regresivas en lo laboral), no ha conducido a ninguna utopía tecnológica, y la intensidad y la duración de la jornada laboral, así como el control de las empresas sobre sus empleados, no únicamente se han mantenido, sino que en ocasiones se han intensificado debido a esas mismas nuevas herramientas tecnológicas, también en aquellos que trabajan desde casa, por ejemplo mediante programas que supervisan el uso del teclado, el cursor o el tiempo que el monitor está encendido antes de que se active el protector de pantalla.

    Trabajar desde casa, ¿menos trabajo?

    Las quejas habituales de quienes trabajan en casa van por lo común desde la difuminación de los límites temporales y espaciales entre trabajo y vida personal hasta la exigencia de las empresas hacia sus empleados de presentar plena disponibilidad a la hora de responder correos electrónicos y llamadas de teléfono, pasando por problemas en la comunicación con otros miembros del equipo, pérdida de motivación y sensación de soledad. No son pocos los casos que terminan en el llamado síndrome de desgaste profesional –popularmente conocido como burnout– y, si el trabajador no responde a las demandas de sus jefes, puede ser despedido sin contemplaciones y sin el temor a esperar ninguna contestación: al fin y al cabo, entre él y sus compañeros de trabajo no existen apenas vínculos emocionales y seguramente ni siquiera hayan tenido que verse en persona. Mientras el trabajador cree que se ha liberado del yugo empresarial y retomado las riendas de su vida (incluso, en no pocas ocasiones, que se ha convertido “en su propio jefe”), desde las cumbres de su empresa se le ha despojado de prácticamente todos sus atributos humanos y convertido imaginariamente en pura fuerza productiva, y, si no cumple con los resultados, se cambia por otro, sin más.

    Sobre la productividad, resulta revelador un estudio de la consultora estadounidense Airtasker realizado el pasado mes de marzo entre más de 1.000 empleados, 505 de ellos en régimen de teletrabajo. De media, quienes trabajaban desde casa lo hacían 1’4 días más por mes, o unos 16’8 días más al año, que aquellos que trabajaban en la oficina. Del mismo modo, se calculó que los empleados en una oficina perdían una media de 37 minutos diarios en distracciones (sin contar las pausas para comer o tomar un café), frente a los 27 minutos de quienes trabajaban desde casa. El estudio también demostró que los empleados en oficinas socializaban más con sus colegas: hasta una hora diaria de conversación no relacionada con el trabajo, mientras el tiempo se reducía a 29 minutos para quienes trabajaban desde casa. El porcentaje de éstos que dijo tener problemas para conciliar su vida laboral y personal (29%) fue superior al de quienes trabajan en una oficina (23%). Finalmente, cuando se entraba en preguntas concretas en este capítulo, prácticamente todos y cada uno de los porcentajes eran peores para el teletrabajo con respecto al trabajo en oficina: estrés excesivo durante la jornada laboral (54%-49%), elevado nivel de ansiedad (45%-42%), procrastinación (37%-35%), abandono de la tarea por el estado mental del trabajador (31%-30%), abandono del trabajo antes de tiempo por sentirse sobrepasado (26%-17%), evitar interactuar con otros trabajadores (23%-29%), dificultad a la hora de gestionar las emociones en el trabajo (21%-21%), saltarse el trabajo debido a la baja motivación (18%-17%).

    La perspectiva ecológica

    Del teletrabajo también se ha dicho que ayudaría en la lucha contra el cambio climático al reducir o incluso eliminar el desplazamiento hasta el puesto de trabajo, y que atesora el potencial de modificar planes urbanos por completo, favoreciendo la descentralización y la creación de entornos más amables para el ciudadano en detrimento de la especialización por barrios y los conocidos rascacielos de oficinas de vidrio. Dejando de lado que este argumento tiene exclusivamente en cuenta el transporte individual en automóvil y olvida el transporte público, considérese este otro ejemplo: el 22 de marzo Bank of America y Wells Fargo anunciaron el cierre de todas sus oficinas en India y enviaron a sus empleados a continuar trabajando desde casa. El problema, como no tardó en descubrirse, es que no todos los empleados disponían de ordenadores portátiles ni tabletas con las que realizar su trabajo. Solamente Wells Fargo cuenta con unos 20.000 trabajadores en India (datos de 2019). Cabe preguntarse cuál es el coste no ya económico, sino ecológico de multiplicar el número de dispositivos –cuya fabricación requiere por lo demás un elevado consumo de energía y cuyo uso incrementa considerablemente el consumo de electricidad– en comparación con un equipo informático en un centro de trabajo que puede ser compartido por varios empleados. En efecto, en la publicidad de los fabricantes se destaca la capacidad de almacenamiento de estos dispositivos y la posibilidad de ejecutar diversas tareas con ellos como parte de su saldo positivo en lo ecológico, pero se calla convenientemente que están enfocados más a un uso individual que colectivo. A este respecto resulta conveniente recuperar el concepto de «anticomunista» propuesto por Wolfgang Harich en Comunismo sin crecimiento (1972). «Defino como anticomunista aquel medio de consumo que no podría jamás ser consumido, fuesen cuales fuesen las condiciones de organización de la sociedad, por todos y cada uno –sin excepción– de los integrantes de la sociedad», escribía Harich, «por lo que en caso de que se quisiera prolongar indefinidamente su producción, haría imposible el tránsito al comunismo, puesto que este excluye por definición un consumo ligado a diferencias de ingreso y a privilegios».

    Los problemas, sin embargo, no terminan aquí. «Se puede tener un edificio muy eficiente en una ciudad donde la gente camina o utiliza el transporte público, pero si quienes trabajan desde su hogar encienden la calefacción en toda la casa, [el balance ecológico] es negativo», observaba hace unos años Paul Swift, asesor de Carbon Trust, en declaraciones a la agencia Bloomberg. Así, continuaba este medio, «sólo los trabajadores que viven lejos de la oficina, que de lo contrario tendrían que ir en automóvil, contribuyen una reducción global de la contaminación […] los que caminan o toman el transporte público incrementarían sus emisiones trabajando desde casa.» Todo ello sin entrar en cuestiones como la obsolescencia planificada o, en un plano ideológico, la cultura de consumo.

    Nada de esto constituye, por supuesto, un rechazo frontal al teletrabajo. Este no es per se negativo, pero depende, como tantas otras cosas, del marco de relaciones sociales y laborales en el que se implementa. En el actual muy bien pudiera ocurrir que, en vez de llevarnos a las utopías tecnológicas de liberación individual recicladas de los años noventa, nos condujese a escenarios de más explotación laboral y un mayor control social y desintegración social.

     

    La ilustración de cabecera es «En el taller de un tejedor», de Cornelis Gerritsz Decker (1625-1678).

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  • Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

    Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

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    Debemos frenar la disolución que corroe y corrompe las raíces de la sociedad humana.
    El árbol desnudo y estéril puede reverdecer de nuevo. ¿Acaso no estamos preparados?

    ANTONIO GRAMSCI

    Introducción

    Escribimos esto cuando llevamos casi dos meses de aislamiento. Llega a ser abrumadora la cantidad de artículos, columnas y publicaciones en redes sociales acerca del significado de la pandemia del COVID-19, debatiendo qué medidas deberíamos tomar y qué impacto va a tener a largo plazo en nuestra sociedad. En todo caso, si echamos un vistazo a todas las perspectivas distintas al respecto parece que una cosa está clara: como mínimo existe la intuición de que, tal y como reza el título del libro de Naomi Klein, «esto lo cambia todo». Por supuesto, la gran pregunta es cuáles son esas «cosas» que van a cambiar y en qué sentido lo van a hacer. Si la esfera de la sociedad que ha sufrido un impacto más directo por el coronavirus pudiera ser un indicador de por dónde pueden venir los cambios en un futuro, sabemos hacia dónde mirar: necesariamente, hacia el trabajo, entendido en un sentido amplio que alcanza tanto lo que la ortodoxia económica reduce a «recursos humanos» como todas las labores y esfuerzos implicados en la esfera reproductiva de la sociedad.

    La experiencia de los millones de personas que vivimos en países donde el coronavirus sigue haciendo estragos es bastante similar. Para empezar, por supuesto, existe la posibilidad de que tú o una persona cercana a ti hayáis padecido el virus, o incluso que conozcas a alguien que haya fallecido. Por si eso no fuera suficientemente horrible, la crudeza del aislamiento hace que toda emoción se agudice y que todo empeore, pues se nos impide pasar los últimos momentos junto a nuestros seres queridos enfermos. Existe, además, el aislamiento propiamente dicho, el estado de excepción que impide o limita al máximo las salidas del hogar de toda la población. Este confinamiento para minimizar los contactos entre personas y sus efectos en la economía es el detonante de la previsible nueva gran recesión que nos espera. Millones de personas han tenido que dejar de trabajar (en España puede que hayan sufrido un ERTE, o la empresa para la que trabajen haya desaparecido, o que los acuerdos por fuera de la ley se hayan volatilizado; en Estados Unidos, por ejemplo, sabemos que en pocas semanas está habiendo millones de nuevos demandantes de empleo, muchísimos más de los que hubo tras la crisis de 2008). Solo algunas de aquellas personas con un trabajo de oficina pueden seguir teletrabajando y continuar con su actividad desde casa, otras han tenido que volver a su puesto trabajo para que no se hundieran las empresas después de la paralización casi completa de la economía; la otra cara de la moneda la encarnan aquellas personas que desempeñan trabajos que se consideran «esenciales» y que en ningún caso han podido frenar: personal sanitario, de limpieza, trabajadoras y trabajadores de comercios de productos básicos…

    Esta clasificación entre trabajos «esenciales» y «no esenciales» y el gravísimo problema sobre cómo asistir a todas aquellas personas trabajadoras que han visto reducidos sus ingresos, o simplemente los han visto desaparecer, son la forma en que la crisis del COVID-19 ha revelado las ya maltrechas costuras del modo de producción capitalista (neoliberal, pero no solo). De hecho, cuando hablamos de trabajos esenciales, ¿nos preguntamos para qué lo son? ¿Qué implica que existan tantos trabajos no esenciales y que aquellos que sí lo son se den habitualmente manera muy precaria, cuál ha sido la motivación política detrás de esta precarización? Y, por supuesto, la pregunta fundamental: ¿el «derecho a la existencia» lo debe proporcionar tan solo el acceso a un trabajo?

    Tanto los debates que han ido surgiendo conforme la situación ha ido empeorando como muchas de las medidas propuestas para paliarla recuerdan en cierto modo a los que conforman los programas de transición climática justa. Pero mientras que el cambio climático se suele ver como una amenaza en un horizonte lejano y cuyos efectos pareciera que fuesen a afectar a elementos tan inabarcables como «el planeta» o «la humanidad», el COVID-19 ha aparecido como un torbellino súbito y ha trastocado inmediatamente nuestras vidas de formas muy concretas. Sabemos que para luchar contra la emergencia climática necesitamos repensar toda la estructura del trabajo en nuestra sociedad, y la crisis del coronavirus la ha dejado completamente al desnudo. Aquí hablaremos acerca de estos problemas a través del trabajo, sobre cómo debería darse en una sociedad ecosostenible y acerca de los pasos necesarios que nos quedan por delante.

    Sobre el trabajo perdido

    Para intentar comprender cómo el papel del trabajo se ve modificado por la situación tan extraordinaria que vivimos y cómo se verá afectado por las situaciones futuras igualmente extraordinarias que seguro vamos a vivir en los próximos años, reflexionemos un momento sobre qué entendemos hoy por trabajo, sobre cómo nos lo han arrebatado y sobre por qué tenemos que recuperarlo para no salir escaldados de todo esto.

    ¿Cuál es nuestra relación con nuestro propio trabajo? ¿Y con la naturaleza? ¿Puede que esta sensación doble de que de ambos nos separa una brecha cada vez más amplia tenga alguna relación? Para responder, intentemos dar un paso atrás y tomar un poco de perspectiva.

    Durante la modernidad se ha ido refinando y tecnificando un mecanismo que ha ayudado de manera muy eficiente a que el modo de producción y de vida capitalista arraigue, medre y conquiste todos los espacios de nuestras relaciones sociales, y no solo las laborales. Ese mecanismo, que es un mecanismo de dominación y establecimiento de jerarquías, está basado en el establecimiento de divisiones socioeconómicas, o en el aprovechamiento y la asimilación de las ya existentes, y en que esas mismas divisiones comiencen a funcionar en interés del propio capitalismo. Esas dicotomías, es cierto, a menudo provocan que los elementos divididos se enfrenten (el ser humano contra la naturaleza, por ejemplo, o una clase social contra otra), conduciendo al capitalismo a situaciones críticas, a momentos de posible ruptura. Pero no se debe perder de vista que la tendencia de quien se encuentra en una posición dominante es la de mantener esa división dentro de los límites y las normas del propio capitalismo, para así poder afianzar precisamente esa dominación. De alguna manera, y perdón por la aparente paradoja, ese mecanismo nos escinde para reunirnos en tanto que escindidos. Estas dicotomías, en las que vivimos y sufrimos cotidianamente, son múltiples y nos son más que conocidas, pues se han repetido bajo formas diferentes durante siglos: división sexual, división racial, división entre trabajo intelectual y trabajo físico, división nacional, división entre clases, división entre campo y ciudad y, claro, división entre humanidad y naturaleza. Es relevante poner sobre la mesa que estas divisiones se producen (por imposición, por consenso o por la vía que sea), porque esto implica necesariamente que, si ha habido unas condiciones históricas que han dado pie a ello, por esa misma razón puede haber otras condiciones históricas que conduzcan a otro lugar. Quizá un lugar mejor.

    Todas estas dicotomías tienen, de hecho, un papel importante a la hora de explicar las causas y las posibles soluciones al cambio climático, que es a lo que nosotras y nosotros nos dedicamos habitualmente. Pero es evidente que quizá la que más útil nos resulte en este punto sea la división entre ser humano y naturaleza, hasta cierto punto presente desde la existencia misma de la agricultura, al menos a un nivel analítico, pero ahora racionalizada y ampliada hasta límites «exterministas». Y es que, de hecho, y a grandes rasgos, no es la unidad entre ser humano y el resto de la naturaleza (una unidad no desprovista de conflicto y, no nos engañemos, de cierto grado de destrucción) lo que requeriría una justificación o una refutación, sino la brecha abierta entre ambos, una escisión ideológica y material de raíces profundas. A modo de caso de esta condición escindida, uno inmejorable y bien ilustrativo es el de las reservas naturales. Instintivamente nos pueden parecer una opción más que encomiable y digna; ¿cómo iba a ser de otro modo, ante la destrucción continuada y ampliada del medioambiente a la que venimos asistiendo desde hace décadas? ¡Hágase lo necesario por conservar la naturaleza, lo que de ella pueda quedar! Sin embargo, puede parecer que la única manera que se nos ocurre para conservar un ecosistema y sus equilibrios es una en la que los seres humanos estamos ausentes y en torno a la cual se han levantado fronteras y vallas. Son espacios protegidos…, ¿de quién hay que protegerlos?

    Pero, en fin, ¿qué tiene que ver nuestra relación, nuestra unidad o nuestra separación respecto a la naturaleza a la hora de hablar del trabajo? Pues precisamente mucho. Entendemos que esta escisión ―que denominamos «alienación de la naturaleza»― se halla en la base de toda definición de trabajo que podamos dar.

    El trabajo es, bajo nuestro punto de vista, la manera fundamental y el medio a través del cual se organizan no solo nuestras relaciones sociales, sino también nuestra relación con el resto de la naturaleza. Por resumirlo en una fórmula ya clásica: el trabajo es el metabolismo entre los seres humanos y la naturaleza. Lo que esto significa es que el trabajo es necesariamente el «lugar» en el que poner fin a una relación metabólica que ahora mismo es insostenible y que está basada en la dominación, porque lo cierto es que no deberíamos aspirar a gobernar la naturaleza, si es que esto fuera posible: lo que es necesario gobernar ―ordenar, planificar, coordinar, como se lo quiera llamar― es nuestra relación con el resto de la naturaleza. Decíamos antes que el mecanismo de divisiones propio de la modernidad traía siempre un ordenamiento jerárquico y de dominación, y eso mismo ha pasado con nuestro modo de relacionarnos como sociedad (como sociedad capitalista) con la naturaleza. Lo que sucede en este caso es que esa división o fractura no solo ha construido una relación de sometimiento y conquista ―visible en diferentes órdenes: geográfico, alimentario, cultural, simbólico…―, sino que además ha desatado reacciones naturales que han conducido a la crisis ecológica que actualmente estamos afrontando y de la que estos turbulentos meses son en realidad una parte. Esto es así porque la forma en que se ha organizado nuestro trabajo rompe y sigue rompiendo a escala global el metabolismo entre ser humano y naturaleza, y cuando hablamos de metabolismo social-natural nos referimos sencillamente al intercambio de energía que debe tener lugar entre los seres humanos y el resto naturaleza para que nuestra vida pueda sostenerse.

    En ese intercambio, como decimos, el trabajo es el eslabón fundamental, es el espacio en el que ese metabolismo se realiza, donde se da la posibilidad de que todo ello esté en equilibrio, sea sostenible, pueda perdurar. Pero ese metabolismo se ha fracturado: lo que extraemos de la naturaleza ya no somos capaces de devolvérselo y, si lo hacemos, es en condiciones tan brutales que su asimilación es imposible. De esto el ejemplo más evidente y conocido ―pero desgraciadamente no el único, podríamos redactar una larga lista― está en las emisiones de CO2. El modo de producción capitalista, en el que de mejor o peor gana participamos y vivimos y que ha sido dependiente a lo largo de todo su desarrollo de las energías fósiles (tanto, de hecho, que es difícil imaginar que abandonemos estas sin abandonar aquel), ha lanzado y sigue lanzando a la atmósfera una cantidad tan inasumible de CO2 que los ecosistemas no son ya capaces de absorberlo. Recientemente se han superado por primera vez en millones de años las 417 partes por millón de CO2 en la atmósfera, cuando en 1950 apenas se superaban las 300 ppm, y antes de esa fecha, desde que el ser humano habita la Tierra, ni siquiera se habían alcanzado tales niveles. Estas cifras pueden no resultar impresionantes a primera vista, o pueden de hecho no decirnos nada, pero se vuelven angustiantes si entendemos que todos los equilibrios de la Tierra son tremendamente frágiles y que una ruptura del ciclo del carbono como esta pone en riesgo el delicado sistema que permite tanto nuestra supervivencia como la de muchos otros seres vivos y ecosistemas en general. El trabajo, por tanto, que tenía y debería tener una función productiva y reproductiva de las condiciones de vida del ser humano (y de ello hablaremos más adelante), ha adquirido un cariz distinto al insertarse, a su manera, en el modo de producción y acumulación capitalista. Ahora nuestro trabajo es una «fuerza productivo-destructiva».

    Precisamente participamos ―como decíamos, de mejor o peor gana― en estas fuerzas productivo-destructivas porque el impulso que ha alimentado la escisión entre los seres humanos y la naturaleza es el mismo que ha llevado a que nos hayamos escindido de nuestro propio trabajo: no tenemos capacidad ni individual ni colectiva para decidir en qué trabajamos, dónde trabajamos, con quién trabajamos, para qué trabajamos, para quién trabajamos ni de si tiene sentido continuar produciendo, vendiendo, distribuyendo o comunicando tal o cual mercancía, pese a su habitual banalidad, pese a estar a disposición de riquezas ajenas y pese a que nos pueda estar llevando al desastre. El trabajo así, en estas condiciones, en las que tenemos poco que decidir y que únicamente aspira a más y más acumulación, al sostenimiento a cualquier precio de unas tasas de ganancia que ya no son sostenibles en ningún sentido, sigue siendo la actividad que rige nuestra relación con la naturaleza, eso es cierto, pero es una relación en la que la naturaleza es sistemáticamente destruida por las necesidades de acumulación de un puñado de hombres y en la que el trabajo es sistemáticamente sometido y robado. (Y, aquí, una nota relevante: está por demostrarse la conexión necesaria entre aumento de la productividad y de la acumulación, por un lado, y la reducción general de la pobreza, por otro, que es lo que en ocasiones nos convence a todas y todos para seguir funcionando dentro de estos parámetros; si algo ha quedado demostrado precisamente es que, pese a que en términos generales se incremente la riqueza material de las sociedades en su conjunto, lo que reproducen las sociedades capitalistas, tanto fuera de sí como en su seno, es la pobreza).

    Así pues, estas dos escisiones ―la nuestra respecto a nuestro trabajo y la nuestra respecto al resto de la naturaleza―, que en la práctica son en realidad una, requieren con urgencia ser sanadas, y solo pueden hacerlo al mismo tiempo. Y no se trata y nunca se va a tratar de volver a etapas anteriores, igualmente montadas sobre la explotación y la miseria; no se trata de retornar a pasados esplendorosos de comunión con la naturaleza, pues estos probablemente nunca tuvieron lugar. Desde luego que las herramientas que den pie a ello serán herramientas, como toda singularidad humana, cargadas de pasado, pero hechas para trabajar ahora; nuestra relación nueva con la naturaleza tendrá formas que literalmente nunca hemos visto.

    No somos capaces de imaginar una reordenación equilibrada de nuestra relación con el resto de la naturaleza en la que el trabajo sirva a unos intereses privados y minoritarios de acumulación. No somos tampoco capaces de imaginar la desaparición de estos intereses sin un control democrático de todo el proceso de trabajo. No somos capaces porque esto es imposible. Sí o sí y de manera inevitable la lucha contra el cambio climático va a ser la lucha por recuperar nuestro trabajo, por lograr determinar entre todas y todos a qué y a quién dedicamos nuestro tiempo, por construir de manera consciente y colectiva un orden nuevo con el resto de la naturaleza. Esa es una tarea dura que se prolongará probablemente mucho tiempo, para la cual tenemos que empezar a dar uso de manera inmediata a los instrumentos políticos de los que disponemos para golpear y ganar terreno. Esta tarea sí somos capaces de imaginarla, porque no es una tarea imposible, solamente es un poco difícil. Que irrumpa, pues, la posibilidad. Únicamente tenemos que empezar a caminar.

    Sobre dar un primer paso

    Por si la transición ecológica planteara pocos retos respecto de las transformaciones profundas que necesita nuestra sociedad para encaminarse hacia una más justa e igualitaria, a cualquier esfuerzo en este sentido tendremos que sumarle la dificultad extra que impone la venidera crisis económica y social que resulte como una de las consecuencias de la pandemia. De hecho, quizás la velocidad de su impacto sea una de las razones que explique su gravedad. Hace menos de tres meses difícilmente se nos podría ocurrir que hoy nos fuésemos a encontrar en un mundo confinado y con una economía a la que aún le faltan meses para volver a algo parecido a la normalidad. Al mismo tiempo y muy probablemente, la normalidad que hemos conocido hasta ahora no volverá, algo que es al mismo tiempo problemático pero para muchos incluso deseable. No obstante, ello quiere decir que los esquemas que hasta hace poco pretendíamos aplicar para explicar y transformar la realidad solo serán válidos en parte, pues deberán responder a cambios de una magnitud sin precedente desde hace generaciones y cuyas consecuencias ahora mismo solo podemos entrever. En este punto vamos a repasar algunas ideas que se han planteado en las últimas semanas de manera generalizada ―aunque hubiera gente que las viniese defendiendo desde hace muchísimos años― y que consideramos que pueden convertirse en un primer paso para avanzar hacia transformaciones más radicales de la sociedad, tanto para tratar la crisis actual como para abordar la crisis climática. Estas son la renta básica, el reforzamiento profundo y la extensión de los servicios públicos y la reducción de jornada.

    Como en toda crisis, una ruptura aunque sea parcial de las dinámicas económicas puede presentarse también como una «ventana de oportunidad». Esto supone que lo que ocurra a partir de ahora y el sentido en el que lo haga no está mecánicamente determinado, sino que será consecuencia de la pugna entre bloques sociales por poner en marcha soluciones afines a sus intereses. En fin, lo que ha sido la lucha de clases toda la vida. En este sentido, es posible e imperativo empujar para que las medidas que se pongan en marcha para paliar los efectos de la pandemia primero y para construir la nueva realidad después sean aquellas que satisfagan a quienes históricamente hemos sido desposeídos de los frutos de nuestro propio trabajo y la riqueza que éste ha generado. Pero habremos de hacerlo revisando nuestros planes o estrategias, como venimos diciendo. En nuestro caso, por ejemplo, cuando este colectivo echó a andar y hasta hace bien poco nuestra postura respecto a una medida como la renta básica no era la más favorable, pues entendemos que no deja de valorar económicamente la existencia y supervivencia de sus receptoras. Ahora mismo, sin embargo, nos encontramos en una situación en la que a miles de personas se les ha impedido trabajar por imperativo legal, motivo por el cual entendemos que es necesario que se habiliten ya medidas como esta para obtener ingresos que no dependan del trabajo.

    Según lo que vamos sabiendo acerca del COVID-19, más crisis como esta son posibles en el medio plazo debido a su vinculación a la destrucción de ecosistemas de los que emergen este tipo de virus, de modo que es especialmente interesante comenzar a desarrollar y ejecutar estrategias de renta básica siendo conscientes de que no se trata ni mucho menos de la solución a todos nuestros problemas, pero también de que la situación de miles de personas, así como la de nuestras fuerzas políticas, es sumamente precaria y que esto sería solo un primer paso, pero que ha de ser firme. Tras él deben darse muchos más en el proceso de desmercantilización de la vida y no es buena idea desmerecer una medida concreta cuya importancia no reside tanto en los beneficios económicos que reporte (ya se ha podido vislumbrar que no serán muchos) sino en las posibilidades que abre en cuanto a liberación de los criterios del capital para estructurar nuestra vida.

    Con todo, en el corto plazo supone que las situaciones de necesidad a las que muchas personas tendrán que enfrentarse sean al menos paliadas, que se cubran por lo menos necesidades básicas como la alimentación o los suministros y que se abra la puerta a un terreno inexplorado en nuestro país que nos da la oportunidad de poner el acento en los derechos ligados a la propia existencia y no a nuestro empleo como fuerza de trabajo. Debemos hacer lo posible para que este sea solo uno de los mimbres que permitan tejer un sistema público de protección o cuidados que garantice a todas las personas unas condiciones de vida adecuadas, algo para lo que es condición indispensable el crecimiento y fortalecimiento de los servicios públicos, que a muy corto deben recuperar de manos del mercado toda una serie de áreas o servicios, ampliar su alcance y profundizar su incidencia allí donde ya existan. Contar con unos servicios públicos que lleguen adonde no se ha llegado antes, que cubran efectivamente las necesidades o contingencias que sufrimos las personas a lo largo de nuestra vida, con especial atención a quienes cuentan con rentas más bajas o situaciones de especial vulnerabilidad y siempre enfocados a corregir esta desigualdad, es, de hecho, más importante que la propia renta básica. De las dos líneas de intervención planteadas, son los servicios públicos los que desmercantilizan determinadas esferas de la vida al ofrecer unos bienes o servicios bajo criterios distintos a los del mercado. Son, de hecho, el pilar público de cualquier transición ecológica justa; son el futuro ecodemocrático operando desde ya.

    El papel central de los servicios públicos es especialmente patente hoy, cuando todas las miradas y los aplausos se dirigen a los profesionales del sistema sanitario público de salud y cuando desde todas partes surgen voces que reclaman más medios y mejores condiciones de trabajo para el personal sanitario. La escala de los retos que tenemos por delante no puede ser asumida en la situación actual, caracterizada por falta de inversión y sufriendo las consecuencias de una mercantilización presente en cada una de las decisiones al respecto. Esto es algo que desde posturas ecosocialistas se ha venido manifestando desde hace tiempo y que la actual crisis sanitaria ha cristalizado en unas pocas semanas. Hoy más que antes podemos entender que existe un sentido común que sostiene que la salud y la vida humana son elementos que deben estar fuera de cualquier intento mercantilizador, que tienen un valor intrínseco y que no pueden estar sujetos a los caprichos del mercado. Es necesario asumir como objetivo la reorientación de los servicios públicos para que satisfagan las necesidades humanas y no las del capital. Este sentido común ha de hacerse extensivo más allá de la salud a otras áreas críticas para las transformaciones que necesitamos en esta coyuntura concreta y también para la transición ecosocial.

    Por último, la reducción de jornada tiene igualmente la virtud de ser reivindicable tanto como modelo del tipo de trabajo que queremos y necesitamos en una sociedad consciente del cambio climático, de su vulnerabilidad y de su ecodependencia, como para el momento actual en el que las tasas de paro alcanzarán niveles insoportables para quienes tenemos el vicio de comer varias veces al día. Esta no es precisamente una idea novedosa, sino que la aspiración de dedicar menos tiempo al trabajo asalariado para poder contar con más tiempo para la vida en general, para disfrutar, para estar con nuestros seres queridos y para cuidar a quienes nos rodean ha estado presente desde bien temprano en las reivindicaciones obreras. Cualquiera que dedique ocho horas diarias al trabajo puede entender que eso no es vida. Especialmente porque esta porción de tiempo encierra solo una parte de todo el trabajo que realmente tenemos que hacer. Al llegar a casa aún resta el trabajo llamado reproductivo, que históricamente ha recaído sobre las mujeres y que sigue quedando pendiente un ajuste de cuentas. ¿Qué tiempo queda entonces para encontrar recovecos en los que no nos deslomemos física o mentalmente? Es necesario repartir el trabajo, dentro y fuera de los hogares. La reducción de jornada no va a enseñar a los hombres a poner lavadoras, pero liberaría el tiempo suficiente como para dejarlos sin excusas en su implicación y en la redistribución de estas tareas. Fuera del hogar, la reducción de jornada supondría igualmente un reparto del trabajo en el angustioso contexto de paro estructural en el que vivimos y que promete agudizarse. Podría resumirse esta idea en un lema como «Trabajar menos para cuidar y trabajar todas y todos».

    Trabajar menos tiene, además, importantes beneficios para el medioambiente y la lucha contra el cambio climático. Según la forma de aplicar este plan, se pueden reducir los desplazamientos entre hogares y centros de trabajo, eliminando así sus emisiones derivadas. Permite también reevaluar para qué o para quién se va a trabajar, si de nuevo para atender a necesidades humanas o las del capital. Y sabemos que son precisamente estas últimas las que nos han traído hasta este punto.

    Un futuro en el que nos adaptemos y evitemos las peores consecuencias del cambio climático tendrá que ser más justo social y económicamente, y esto pasa necesariamente por unos primeros pasos como la renta básica, trabajar menos pero en mejores empleos y servicios públicos realmente diseñados para responder a las necesidades humanas. Esto último supone empezar a comprender como servicios públicos sectores como el de los cuidados, la agricultura, la distribución de alimentos o la limpieza, tradicionalmente minusvalorados.

    Sobre cómo reverdecer

    El impulso estatal a los sectores mencionados serviría ante todo para reforzar algunos de los trabajos que más se han necesitado en esta crisis al mismo tiempo que se redirige el apoyo estatal que tradicionalmente siempre han recibido otros sectores de la economía como la banca o las empresas extractivistas. Del mismo modo en que de forma gradual y colectiva habremos de reorganizar nuestros desplazamientos y muchas de las máximas que rigen nuestros hábitos como sociedad, tenemos que seguir presionando para que se den al mismo tiempo otros avances que, en lugar de perjudicar a quienes se han visto más afectados y quienes están soportando sobre sus hombros las consecuencias de esta crisis, puedan evitar que en el futuro nos encontremos en situaciones similares. En materia de trabajo, y sobre todo para prepararnos para lo que viene, esto tiene que significar no solo una ruptura radical con las condiciones materiales en las que se desarrolla, sino que debe tener un objetivo social muy alejado de la acumulación de capital en las manos de unos pocos a la que responden ahora mismo nuestros empleos. Nuestro trabajo debe estar destinado a reproducir unas condiciones de vida justas y sostenibles para los seres humanos y para el resto de la naturaleza.

    Si reparamos en muchos de los empleos que durante un tiempo más o menos largo han visto detenida su actividad durante esta crisis, es fácil darse cuenta de que de repente muchos de ellos son también los más nocivos en cuanto a la desigualdad y devastación que provocan. Al mismo tiempo, todos los trabajos, asalariados o no, dedicados al mantenimiento de unas condiciones de vida dignas y básicas también son los que implican por necesidad una menor intensidad en la extracción de recursos naturales y una huella ecológica mucho más reducida. Algunos de ellos, como los del sector sanitario o de mantenimiento y limpieza de hospitales, han recibido gran reconocimiento público, como se puede ver diariamente a las ocho de la tarde. Otros no han sido ensalzados de manera tan amplia, pero han sido igualmente recordados y valorados, como puede ser la atención al público en supermercados o la reposición de productos en estos establecimientos, también se verían incluidos en este impulso como parte, por ejemplo, del suministro de alimentación.

    Entre todos estos trabajos que se han mostrado indispensables podemos encontrar, más que diferencias, similitudes. Entre el personal sanitario, de limpieza o de cuidados a personas en situación de mayor vulnerabilidad, encontramos mayoritariamente a mujeres y personas migrantes. Esto mismo ocurre con el personal que trabaja de cara al público en supermercados y, aunque el componente de género no sea tan pronunciado, en los trabajos de reparto, de transporte o de abastecimiento de productos de primera necesidad. Todos estos trabajos esenciales, anteriormente siempre considerados de baja cualificación, se han revelado revestidos de una esencialidad que antes parecía aplastada dentro de la jerarquía de empleos más o menos reconocidos y recompensados dentro del capitalismo, al mismo tiempo que se han demostrado la precariedad y la indefensión al que este los había condenado. Y es que, del mismo modo en que la emergencia del coronavirus ha vuelto a recordar la importancia de estos trabajos para soportar las bases de nuestra sociedad, también se ha desvelado la desprotección y la prescindibilidad contra la que han tenido que luchar las trabajadoras de estos sectores durante años. Sin embargo, tanto para proceder a la transición ecosocial que necesitamos como dentro de la sociedad ecosocialista que defendemos, son estos los trabajos verdes que van a permitir no solo una relación más justa y equilibrada con nuestro entorno sino una organización social más equitativa. Así, y teniendo en cuenta las características comunes antes mencionadas, la idea de una salida colectiva pasa por eliminar las distinciones falsas y criminales que imponen los papeles y la interminable e imposible burocracia que precede la obtención de la nacionalidad. Esta división y criminalización a la que aboca la existencia de personas consideradas «ilegales», que soportan muchas veces los trabajos más básicos en nuestra sociedad, es también un mecanismo capitalista destinado a crear de partida un grupo de personas que opere como el eslabón más precario y explotado, algo que nunca va a poder estar justificado y debe dejar de existir. La regularización y protección de las personas obligadas a migrar por motivos económicos es una cuestión de justicia que no solo no podemos evitar sino que es una parte fundamental de nuestros debates y reivindicaciones.

    Mientras que ciertos trabajos se han mostrado indispensables y no han podido pararse, también existen otros que, si bien han parado total o parcialmente, han logrado relevancia pública en esta crisis, pese a ser ampliamente denostados y estar fuertemente precarizados. Podemos dar como ejemplo los relacionados con la cultura, salvavidas para muchas personas en este confinamiento, o los trabajos en el ámbito educativo. Las personas que se dedican a educar a niñas y niños, calumniadas por una gran parte de la sociedad y cuya valía se pone en entredicho habitualmente, han sido reconocidos como imprescindibles en estos momentos. En cuestión de días se ha pasado de dudar de la utilidad y calidad de las enseñanzas impartidas en colegios e institutos al surgimiento de debates en torno a si un parón de tres meses en la enseñanza presencial supone un lastre vital en el futuro de niñas y niños. Además, aquí encontramos una vez más los estragos causados por años de desmantelamiento sistemático para beneficio de la escuela privada. La falta de recursos y planes para la docencia virtual, así como el desconcierto reinante en lo que respecta a las evaluaciones de miles de estudiantes hace notar de forma significativa que la escuela pública no pasa por su mejor momento, y mientras hemos podido ver cómo durante las últimas décadas se daban cada vez más facilidades a la escuela privada o concertada. Nuevamente, la existencia de un modelo educativo que discrimina en función de la situación socioeconómica no resulta tolerable para nadie que tenga por horizonte una sociedad igualitaria.

    Este renovado ―o recién estrenado, según el caso― reconocimiento debe ser canalizado como impulso transformador que se marque el objetivo de alcanzar un nuevo orden social. Estos trabajos que solo ahora se consideran imprescindibles, pese a haberlo sido siempre, coinciden con muchos de los menos valorados por el capitalismo. Debemos subvertir la jerarquía capitalista de valoración de los puestos trabajo y construir una nueva sociedad en torno a trabajos y tareas ahora despreciadas. En cuanto a los trabajos reproductivos o de cuidados, habitualmente tan denostados que ni siquiera ocupan un puesto en esta jerarquía por ser trabajos no asalariados e increíblemente feminizados, por fin están siendo puestos en valor después de años y años de reivindicaciones. De esta forma, y al igual que los efectos de la emergencia del coronavirus nos han hecho llevarnos las manos a la cabeza y replantearnos el valor real de trabajos que parecían destinados a quiénes no estuviesen «cualificados», también podemos ver cómo un parón a nivel mundial de ciertos sectores de la economía supone en cierto modo una separación de estas actividades de lo verdaderamente imprescindible y básico a nivel social.

    De hecho, ¿por qué no se piensa en estos trabajos como los verdaderos «trabajados verdes»? En los discursos capitalistas de lucha contra el cambio climático, los «trabajos verdes» son, en su mayoría, especialmente técnicos o forman parte de sectores tradicionalmente masculinizados. Sí, necesitaremos ingenieros e ingenieras. Sí, necesitaremos a trabajadores y trabajadoras mecánicos y profesionales de la construcción. Sin embargo, y como está demostrando la emergencia que vivimos actualmente, todos estos trabajos han de ser soportados por una base social fuerte y robusta que ha de permanecer y resistir ante las crisis y los acontecimientos extremos que seguro afrontaremos. La pervivencia de esa base social no es posible sin todo el trabajo reproductivo invisibilizado y su importancia y carácter indispensable debe estar reconocido y recompensado de manera acorde a ello. Probablemente sean esas tareas las que se hallen en el centro de cualquier definición de «trabajo verde».

    Pero la lucha no debe quedarse solo en otorgar al trabajo reproductivo un papel central. Los esfuerzos deben ir dirigidos también a la transformación de determinados sectores que tendrán que seguir existiendo y siendo relevantes en el futuro. Son sectores productivos que, guiados por la lógica del beneficio económico y la acumulación, ahora mismo están provocando la aniquilación del medioambiente y aumentando la intensidad del cambio climático, y que deben adquirir un cariz «meramente» reproductivo, de forma que la fuerza que los impulse no sea la acumulación sino el sostenimiento equilibrado de la vida. El sector alimentario, por ejemplo, debe dejar de ser víctima de la especulación, y los criterios que lo guíen deben pasar de ser mercantiles a ser aquellos que garanticen el acceso de toda la población a una alimentación sana y equilibrada que, a su vez, minimice el impacto sobre los ecosistemas y otros seres vivos. Esto no quiere decir que se deba volver a una agricultura de subsistencia, sino que deben reorganizarse sus recursos de forma más justa para todos los seres vivos del planeta. De hecho, y como respuesta ante la problemática derivada del cambio climático o porque se entienda que todo el mundo ha de poder comer de forma suficiente sea cual sea su nivel socioeconómico, es también necesario incluir el sector alimentario entre aquellos que habrían de convertirse en un servicio público. Aunque ahora nos resulte difícil de recordar, pocas semanas antes de la pandemia España se encontraba inmersa en unas movilizaciones agrarias como consecuencia de un mercado monopolizado por las grandes distribuidoras y en las que trabajadores del campo y asociaciones patronales exigían la satisfacción de sus respectivos intereses. Dar una justa respuesta a este problema requiere reconocer que existen intereses contrapuestos entre los distintos agentes e intervenir el mercado convirtiendo a las administraciones públicas en las principales distribuidores de esos alimentos, de forma que se asegure que se paga un precio adecuado por la cosecha y que su compra resulta accesible para todo el mundo. Esta accesibilidad podría hacerse efectiva utilizando comedores públicos, como pueden ser los de los colegios, por ejemplo, operados directamente por la administración pública o por asociaciones vecinales u otro tipo de organización popular. La crisis actual nos deja este caso como uno de los mejores ejemplos de una red de servicios ya existente que demuestra ser inoperante mientras es regida por el mercado, ya que los comedores escolares que han cerrado sus contratas podrían y deberían haberse abierto al público con necesidades alimentarias y no se ha hecho. No pretendemos hacer pasar por trivial la ingente tarea de transformar el sector de la alimentación, que ya no sería únicamente distributivo sino que contaría con una finalidad social y de salud fundamental, pero a nadie se le debe escapar que es una cadena que falla en todos sus puntos: la cosecha en peligro por falta de suficientes trabajadores inmigrantes susceptibles de ser explotados; animales que siguen siendo sacrificados pese a la inexistencia de un mercado que los compre, y además en mataderos en los que los trabajadores carecen de las más elementales medidas de protección y presentan tasas de infección por COVID-19 superiores a las del personal sanitario; personas en riesgo de exclusión social que deben aceptar las migajas ultraprocesadas que la Comunidad de Madrid en connivencia con cadenas de comida rápida. Es obvio que hay gran cantidad de cambios que podrían y deberían llevarse a cabo, y que solo redundarían en beneficio de muchos y perjuicio de muy pocos.

    En el caso del transporte es algo que ya se venía percibiendo como la tendencia en la que se ubicaban ciertas medidas por todo el planeta. Cada vez gana más aceptación la idea de que el mundo no puede moverse para siempre en transporte privado y que es necesario cambiar la forma de movernos en las ciudades, en los territorios nacionales y a nivel internacional si queremos conservar un planeta sobre el que movernos. Por este motivo, no es momento de liberalizaciones como la que la Unión Europea fuerza a ejecutar en el servicio ferroviario, sino de devolver este a la función pública, así como de desarrollar nuevas redes de transporte colectivo fundadas en criterios ajenos al beneficio económico.

    Junto a alimentación o transportes, la atención a la dependencia es otra área crítica cuyo peso no puede hacer más que aumentar con el envejecimiento de la población. Nuevamente, durante las últimas semanas habremos visto decenas de titulares refiriendo los numerosísimos casos de infecciones y fallecimientos en las residencias de mayores, la gran mayoría de ellas privadas y que apenas han tomado medidas de protección de sus residentes. Casos como estos o los que aparecen recurrentemente citando situaciones de desatención en determinadas instituciones son muestra de que un servicio como este no debería ni acercarse a las lógicas del beneficio económico. Por otro lado, cualquiera que haya tenido que pasar por la experiencia de ingresar a un familiar en una residencia puede reconocer el enorme desembolso económico que supone, en el caso de que sea posible siquiera planteárselo. No parece descabellado, por estos motivos, reconocer que la atención mejoraría si este se convirtiera en servicio público, con residencias públicas, personal con buenas condiciones y costes cubiertos por el estado.

    Por último, el carácter básico de la vivienda y de sus suministros de energía y agua como vertebradores de la estabilidad de una familia ha debido quedar claro durante la última década de movilizaciones reclamando un derecho a la vivienda digna. Vivimos en un país en el que los lugares en los que habitamos y desarrollamos nuestra vida han sido objeto de especulación a niveles insoportables y cuyos precios de compra o alquiler alcanzan niveles que obligan a un enorme número de personas a destinar la mitad o más de su salario a pagar su propio techo; lo que es más acuciante para un escenario de transición justa: con un porcentaje de vivienda pública realmente insignificante. En general, además, estamos ante un parque de vivienda profundamente envejecido e ineficiente energéticamente, algo lógico si después de pagar la hipoteca o el alquiler no queda dinero y si las inversiones públicas brillan por su ausencia. Por estos motivos, considerar la vivienda un servicio o bien público debería implicar no solo el aumento del número de viviendas controladas democráticamente, sino la rehabilitación de un buen número de inmuebles para dotarlos de condiciones de habitabilidad y eficiencia energética adecuadas al momento y a las posibles coyunturas climáticas extremas que se pudieran experimentar, sin que esto suponga un incremento de su precio de acceso, sino todo lo contrario. El estado ha de actuar como agente ordenador y desplazar a los especuladores y grandes propietarios privados de vivienda, utilizando herramientas que deben convertirse en fundamentales de un proceso ecodemocrático como es la expropiación, y ajustando los precios de la vivienda y los suministros atendiendo a criterios de corrección de la desigualdad y sostenibilidad.

    Todos estos sectores han adquirido una relevancia durante la crisis del coronavirus que realmente ya tenían pero que se había visto desplazada por otros cuya desaparición temporal ha sido irrelevante o incluso beneficiosa. La sociedad que queremos los refuerza para que el futuro no solo sea imaginable sino también tangible.

    Los auténticos trabajos verdes son aquellos que empujen a la sociedad a un futuro que respete y cuide la vida de las personas y del resto de seres vivos, y cuyo principal objetivo sea el sostenimiento de esa sociedad. Esta categoría engloba tanto a aquellos de preservación del medio ambiente como los de sectores como los cuidados, la sanidad, la educación o la rehabilitación de viviendas, entre otros, de los que hemos venido hablando. Debemos luchar por conseguir que estos trabajos sean impulsados y revalorizados por las medidas que se tomen para hacer frente a la crisis provocada por el coronavirus, y debemos luchar por su control democrático en el proceso de transformación económica hacia un sistema sostenible.

    Se ha de entender el cambio climático como un multiplicador de desigualdades. Afecta más a aquellas personas que, ya sea por su género, raza o clase ya sufren algún modo de discriminación y opresión y sencillamente agudiza esas desigualdades. Esto se reproduce a cualquier escala a la que se mire. A nivel global, los países más desfavorecidos sufren más las consecuencias del cambio climático, y si bajamos por ejemplo a un nivel local observaremos también que van a ser las personas más desfavorecidas ―las que perciban menos ingresos, las que vivan en casas peor aisladas― las que sufran peores consecuencias. A los grupos que están en primera línea de los impactos de la crisis climática debido a estas complejidades socioeconómicas se los conoce en inglés como frontline communities. Con este término se denomina, por ejemplo, tanto a los habitantes de las tierras bajas de Bangladesh como a los de un barrio deprimido de Chicago o los agricultores de Marruecos.

    Ya sabíamos que, aunque no de igual forma, el cambio climático estaba destinado a impactar a todos, ricos y pobres, países imperialistas del norte global e imperializados del sur. Esto está siendo así también en el caso del coronavirus, y es que aunque parecía que en los centros imperialistas todavía no habían desembarcado las peores consecuencias de la crisis climática mientras que en el sur global ya llevan años y años viviendo en una situación de emergencia, sufriendo terribles sequías, huracanes o inundaciones ―lo que ha conllevado, además, un importante nivel de organización y lucha política―, de esta no hemos podido librarnos. En esta crisis, las frontline communities se han ampliado. Las consecuencias de la destrucción sobre la que habíamos construido el desarrollo de nuestras sociedades han llamado a nuestra puerta y pueden ahora notarse en nuestras ciudades y centros económicos, que durante tanto tiempo han parecido intocables. De momento parece que el coronavirus está causando mayores estragos en países del norte global que en los del sur, y esperemos que estos últimos no tengan que sufrir mayores azotes de esta pandemia sobre sus territorios. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, las dinámicas del capital por supuesto se mantienen. Dentro de los países que están llevando a cabo medidas de confinamiento, las personas más afectadas por ellas son precisamente las personas que se ven más afectadas por el cambio climático. No es lo mismo pasar el confinamiento en una habitación de piso compartido que hacerlo en un chalé con jardín. Tampoco es igual enfrentarse a esta crisis teniendo un trabajo de oficina que puede realizarse en casa sin problema que un trabajo que te exige estar día a día en la obra. E incluso para ese empleo que permite el teletrabajo, no es igual tener un contrato fijo que ser falsa autónoma a la hora de hacer frente a la parte más puramente económica de la crisis. Estas diferencias van más allá de la comodidad o el ámbito laboral, ya que pueden afectar también a la incidencia de la enfermedad. ¿Qué medidas de aislamiento de una persona enferma pueden llevarse a cabo en una familia de cuatro personas que viven en un piso de dos habitaciones y un único baño? El impulso a los sectores mencionados previamente es una necesidad imperiosa para proteger a las frontline communities tanto del cambio climático como de la pandemia.

    Coda climática

    En el contexto actual, con un alto número de fallecidos diarios, encerrados en casa y superados por la incertidumbre de qué pudiera suceder (médica y socialmente) en los próximos meses, puede parecer prematuro e incluso frívolo estar ya pensando en el futuro, y en la siguiente crisis, que también es la anterior, que la misma son. Sin embargo, los puntos de unión entre nuestra situación actual y la crisis climática son múltiples, como muchas  y muchos han puesto de manifiesto, y las soluciones a una y otra están, como mínimo, emparentadas.

    No vamos a abundar más en cómo el coronavirus ha expuesto crudamente las formas en que el capitalismo destruye la vida, incluyendo la nuestra, pues ya lo han hecho otros. Hasta ahora éramos (el humano occidental) el único ser vivo más o menos a salvo del capitalismo, y ya no lo somos. Hemos pasado de fase, y esta es la primera de las consecuencias. Ahora las consecuencias del capitalismo pueden matar a los capitalistas.

    Sí puede ser interesante reseñar algunas similitudes y diferencias entre ambas crisis. Algo a lo que está acostumbrado cualquiera que trate con las consecuencias políticas del cambio climático, y a las posibles formas de paliarlo, es a la comparación con el agujero de la capa de ozono. Esta crisis, que surgió en los años ochenta y tenía como origen la producción y uso de gases CFCs, se cerró con el protocolo de Montreal, en el que casi todos los países del mundo acordaron dejar de usar CFCs. Esto ha llevado en alguna ocasión a proclamar, inocentemente, que el cambio climático podría atajarse por la misma vía, la del pacto internacional vinculante. Aparte de que esa vía no ha sido realmente puesta en práctica aún (el acuerdo de París no es vinculante), hay algunas diferencias importantes: el agujero de la capa de ozono no tenía consecuencias trágicas a corto plazo y, sobre todo, la sustitución de los CFCs por productos equivalentes pero menos dañinos para el ozono no era económicamente onerosa ni suponía un cambio fundamental en la economía mundial. No hubo una pérdida de trabajos ni de beneficios empresariales. Se parecía más a cambiar la gasolina con plomo por la sin que al cambio climático. Una solución política fácil, un cambio técnico trivial, y éxito.[1]

    El cambio climático es harina de otro costal: para detenerlo, y por todas las razones expuestas, hay que acabar con el capitalismo. No hay soluciones técnicas fáciles, no hay acuerdos políticos sencillos. Incluso ralentizarlo hasta un punto en que la mayoría seamos capaces de adaptarnos a él supondrá, con toda seguridad, cambiar el sistema socioeconómico en una medida tal que es improbable que pueda ser reconocido como el mismo. La tecnología jugará un papel en la revolución contra el cambio climático, como lo ha hecho en todas las revoluciones anteriores, pero en ningún caso la desatará, «solamente» ayudará a afianzar las condiciones socieconómicas y socionaturales que caractericen esta revolución. Pero quien esté fiando su supervivencia a un milagro técnico bien podría estar intentando orientar su día a día según los dictados de los posos del café o sus decisiones económicas según los textos neoclásicos.

    Por eso nos parece importante hacer hincapié en la diferencia entre la crisis del coronavirus y el cambio climático. En última instancia, la crisis pandémica no se resolverá hasta que se encuentre una vacuna. Es en lo que estamos confiando todos, ciudadanos y gobiernos. Podemos hacer promesas (podríamos, no ha sido el caso) de disminuir la presión sobre los ecosistemas, la cantidad de ganado criado para consumo humano, los mercados de animales vivos al aire libre. Y eso podría librarnos de la próxima pandemia mundial. Pero para esta, para recuperar algo parecido a la Vida de Antes, estamos confiando en una vacuna que nos inmunice frente a este virus como otras lo hacen frente a la gripe. Cualquier otra solución (encierros esporádicos, cancelación sine die de todo tipo de reunión más o menos multitudinaria) está contemplada como temporal y claramente indeseable. Estamos, pues, en manos de la técnica. El acuerdo en esto es, al menos superficialmente, transversal a todas las ideologías. Aun así, no es que falten dudas respecto a la universalidad de esta solución.

    A lo largo de la crisis del COVID-19, y tras el shock inicial de ver que esto iba en serio, se establecieron en los medios y en el discurso mayoritario una serie de consensos, sucesivos y superpuestos, acerca de qué caracterizaba una buena respuesta a la pandemia. Estos listones que había que superar tenían un par de cosas en común: que los expertos en cada tema lo tenían mucho menos claro que la mayoría de comentaristas, y que ofrecían métricas relativamente directas y sencillas, comprensibles y abarcables, para poder evaluar la situación y la reacción de las autoridades. Algunos ítems en esta lista serían la calidad y severidad del encierro, primero; la extensión del uso de mascarillas y guantes entre la población, después, y la cantidad de tests de detección temprana del virus (en la primera fase de la epidemia) y de tests serológicos para identificar personas potencialmente inmunes, al final. Un país o comunidad autónoma que hiciera muchos tests estaría teniendo una respuesta ejemplar y la salida de la crisis estaría más cerca; alguien detectado en un supermercado sin mascarilla indicaría, con toda seguridad, un fallo en las defensas sociales. Y, sin embargo, todo esto solo puede funcionar durante un tiempo. Al final de este camino, tras todas esas metas volantes, tiene que haber algo que nos permita volver a funcionar de forma normal. Hemos decidido que ese algo debe ser una vacuna, y está bien que así sea. Es una solución (teóricamente) universalizable y que sabemos utilizar. Sin embargo, no es una solución definitiva: las causas de la aparición y expansión del virus no han sido abordadas, y no parece que vayan a serlo. Hacerlo supondría estar dispuestos a afrontar cambios de mucho más calado que el que supone usar mascarillas en nuestras interacciones diarias. Supondría poner, y no solo de boquilla, la vida por delante del beneficio: reducir el comercio internacional y la explotación de animales y ecosistemas, más allá de la (necesaria) prohibición de los mercados de animales vivos. Supondría, desde luego, que nadie podría proponer, como se ha hecho durante esta crisis, el aislamiento de ancianos durante meses como solución que permitiera volver al trabajo al resto de la población. Supondría, en cualquier caso, mostrar más ambición de la que la tribu de los ingenieritos y gestores cobardes ha mostrado jamás, y mucha más imaginación.

    Para empezar, para llegar a poder aplicar la vacuna (de aquí a dieciocho meses, parece ser la cifra mágica), es necesario que siga existiendo una población a la que inmunizar, así como un estado con capacidad e intención de llevar a cabo la inmunización. Para que eso ocurra son necesarias todas o muchas de las herramientas expuestas anteriormente, y probablemente algunas que tendremos que inventar por el camino: rentas básicas y servicios públicos gratuitos, ambos universales; trabajadores bien pagados… Es decir, un cambio social que requerirá de nuevos acuerdos políticos, en particular si queremos que la inevitable crisis que seguirá a esta pandemia no la paguen los de siempre. Porque este es otro punto importante: como en el caso del cambio climático, la tecnología (sea una vacuna o un paso masivo a energías renovables o nucleares) sí puede llegar a ser una solución, pero solo para unos pocos.

    Hechas estas salvedades, vale la pena comparar cómo será el corto y el largo plazo de las dos grandes crisis actuales. El cuadro de abajo puede servirnos para intentar entender las similitudes entre una y otra.

    En el caso de la pandemia, tenemos un objetivo muy claro en el corto plazo: evitar todo el sufrimiento humano posible. Evitar que enferme gente y, cuando lo hagan, tener los recursos necesarios para atenderles y salvar todas las vidas posibles. Esta fase ha conllevado la movilización de ingentes recursos públicos (económicos y humanos) para transformar plantas enteras de hospital de su uso habitual a la atención de enfermos de COVID-19, adquirir material de protección y de testeo, contratar personal sanitario, etcétera. Con todas las precauciones necesarias, esta fase, al menos en España, está ahora terminando, o al menos ha pasado su máxima intensidad. Ha sido una fase en la que se ha aceptado que las decisiones fueran, principalmente, técnicas[2], y se ha interpretado que, al menos dentro de cada estado, los intereses de todo el mundo eran los mismos.

    Las decisiones tomadas en esta primera fase tendrán consecuencias en el futuro, claro. Quizá la primera disputa importante haya sido la de la suspensión de la actividad económica durante quince días (y su reanudación, atendiendo a criterios de mantenimiento del beneficio empresarial por encima de los de salud pública). La exploración de instrumentos como el ingreso mínimo vital, ya mencionado anteriormente, ha sido otra, cuya resolución está en el aire. Ahora mismo, la pelea está en ver cuándo y de qué forma saldremos (literalmente) de esta. ¿Cómo cambiarán las ciudades y nuestras vidas? ¿Podrá salir todo el mundo? ¿Tendrá que seguir encerrada la población de riesgo? ¿Se permitirá salir solo a quien vaya a trabajar? ¿Tendremos trabajo al que ir? ¿Qué haremos, o qué nos harán, cuando haya un previsible segundo brote en unos meses? No hay respuestas obvias a ninguna de estas preguntas. Esto es desasosegante, claro, pero peor sería la certeza de que la salida va a ser en los peores términos posibles. Tenemos que pelear para que nadie pierda su trabajo, y que quien no lo tenga o ya lo haya perdido disponga de recursos para vivir independientemente del mismo. Que la salida no se haga a costa de arrumbar a un lado a personas mayores y enfermos crónicos para poder mantener la actividad económica, y que cuando volvamos a tener que encerrarnos, aunque sea más brevemente, lo hagamos sin miedo a no poder pagar el alquiler a mitad del encierro.

    La crisis climática, como ya hemos dicho, funciona en otras escalas de tiempo y urgencia. El corto plazo para cualquier plan no es hoy, no es esta tarde, pero sí los próximos meses y años. Y el largo es, para bien y para mal, lo que nos queda de vida. Pero empecemos por el corto: nuestra misión inmediata, si elegimos aceptarla (y, si has llegado hasta aquí, algo de intención debes de tener), es mitigar en lo posible la crisis climática y adaptarnos de la forma más justa posible a los cambios que no podamos evitar. Consideramos que esto solo será posible con un programa de transición ecosocial radical y ambicioso. Un plan que movilice todos los recursos públicos (estatales y populares) existentes, a todos los niveles administrativos y sociales, para garantizar que la vida de la mayoría mejora, y solo los responsables de la crisis pagan. Un plan que saque del mercado todo lo que sea imprescindible para la vida humana: vivienda, alimento, sanidad, educación, cuidados a lo largo de toda la existencia, a la vez que garantiza la continuidad del resto de formas de vida. Un plan que nos ponga en posición de dar un salto adelante a un nuevo equilibrio con la biosfera. Esta sería, en última instancia, nuestra utopía: una sociedad en la que la búsqueda de beneficio económico haya sido abandonada, dejando hueco para echar la tarde en el parque.

    El lector atento habrá notado que muchas de las cosas que consideramos objetivos a corto plazo de una transición ecosocial se parecen mucho a los objetivos a largo plazo en la crisis del coronavirus. Efectivamente, el cuadro anterior bien podría representarse de la siguiente forma:

    Esta concepción lineal del tiempo es suficiente para plantear las tareas de los próximos meses y años: la solución de la crisis del coronavirus debe ser justa y reforzar los mecanismos de sostenimiento de la vida. Debe empezar a reparar la brecha social que décadas de neoliberalismo y lustros de austeridad han provocado entre ricos y pobres. La magnitud de la respuesta va a ser mayor que cualquier cosa vista antes. Tenemos que empujar para que vaya en la dirección correcta, la de la gente, y no la de salvar a aseguradoras médicas, bancos y empresas automovilísticas. Pero, una vez puesta en marcha esa respuesta, hay que trabajar en pos de la reparación de la brecha metabólica. El tipo de políticas que ayudan al mantenimiento del tejido social son, generalmente, bajas en emisiones, de forma que la transformación de puestos de trabajo de actividades contaminantes a otras que no lo sean, avanzaría en la necesaria reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Está claro que esto no es suficiente: será necesario un cambio en las formas de movilidad, en la producción y consumo de energía, en los viajes, en la alimentación, en el trabajo.

    En esta tarea, sin embargo, contaremos con la ventaja de que ya se habrá demostrado la posibilidad de hacer frente a una catástrofe global mediante la movilización de recursos y personas. Los potenciales efectos del cambio climático son órdenes de magnitud mayores que los del coronavirus, pero la forma de hacerle frente no tiene por qué ser tan traumática como lo ha sido esta. Y, sobre todo, el resultado final, si nos decidimos a llevar nuestra lucha hasta sus últimas consecuencias, no será simplemente la vuelta a una normalidad que no valía ya para la mayoría. Será una vida que de verdad valga la pena para todas y todos. Hoy es un día tan bueno como cualquier otro para empezar a trabajar en esta dirección.

    [1] El consenso respecto a la supresión de los CFCs es tal que, cuando en 2019 se detectó un ligero aumento de su uso, se pudo trazar en pocos días a una fábrica concreta situada en China, que fue inmediatamente clausurada por el gobierno chino.

    [2] Dicho sea esto con todas las prevenciones necesarias: la situación de la sanidad pública (mucho peor que hace quince años) es fruto de decisiones políticas; el cierre o no de territorios en cada momento, y la consideración de unos intereses (los de la salud pública) por encima de otros (derechos fundamentales, etc.). Sí que ha habido una asunción por parte de la mayoría de personas y fuerzas políticas de que todas las administraciones tenían como objetivo salvar la mayor cantidad de vidas posibles.

    La ilustración que acompaña a este texto ha sido realizada por Adara Sánchez.

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  • Lo que el duelo climático me enseñó sobre el coronavirus

    Lo que el duelo climático me enseñó sobre el coronavirus

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    Por Mary Heglar.

    Este texto fue publicado originalmente en The New Republic con el título «What Climate Grief Taught Me About the Coronavirus».

    He estado llorando mucho. Tanto que me preocupa que mis vecinos puedan escucharme a través de las paredes de yeso de mi apartamento en el sur del Bronx.

    La parte más difícil de cada día es cuando abro los ojos por primera vez y me reencuentro con mi nueva irrealidad: estoy confinada en mi apartamento a menos que sea estrictamente necesario. Si salgo, tengo que armarme de desinfectante de manos, mantenerme a dos metros de otras personas y evitar tocarme la cara. Las personas no deberíamos tener que vivir así. Lo que lo empeora es que nadie parece saber cuando terminará.

    El sueño se vuelve cada vez más escurridizo y menos fiable a medida que la pandemia ―su incertidumbre, su aislamiento, su posible número de muertes, sus despidos masivos― convierte mis sueños en pesadillas. Me despierto a las 2:00, a las 3:00 y a las 4:00 de la mañana a ver series que ya he visto una y mil veces en Netflix. Me transmiten una sensación de normalidad, son un recordatorio de un mundo que ahora mismo parece estar en caída libre entre mis dedos.

    Como muchos neoyorquinos, había visto las señales antes de que nuestro gobernador pusiese al estado oficialmente «en pausa». Salí corriendo bajo la lluvia a llenar la nevera y la despensa todo lo que pude. Hice bien, pero ahora ni siquiera sé qué hacer con ello. Solía ser buena cocinera ―como diría mi madre, tenía «el toque»―, pero ahora cocino mal. No consigo centrarme. Quemo cosas. Uso demasiada sal o la olvido completamente. Es mejor así. De todas maneras, no tengo hambre.

    Siento como si estuviese flotando en una nube ominosa de terror sordo, o revolviéndome dentro de un bote de miel. Tengo un nudo en la garganta. Todo es pesado. Todo es duro. Aún mientras escribo esto, me tiemblan los dedos y tengo que hacer pausas largas para hacer algo, literalmente lo que sea. A menudo me quedo mirando la pared.

    Esto lo he sentido antes.

    En 2014, decidí que era hora de dejar de huir de los titulares y mirar por fin al  cambio climático a la cara. No sabía qué podía hacer al respecto, pero no creía que pudiese seguir mirando hacia otro lado y tener la conciencia tranquila. Ya he escrito sobre mi viaje a través del duelo climático: el shock, el tira y afloja, la desesperación, la depresión, la ira y mi negación a aceptarlo.

    Todas las «personas del clima», como las ha llamado el meteorólogo y columnista Eric Holthaus, pueden señalar el momento en que la enormidad de la crisis les rompió el corazón. La experiencia es tan común como única. No todos hemos dado los mismos pasos en el mismo orden, pero todos hemos pasado por alguna versión de ello. En los últimos años, cada vez más personas hemos ido sintiéndonos cómodos hablando de ello en público. Es un ciclo que nunca termina porque es una crisis que nunca termina.

    Mi duelo climático y mi duelo por la pandemia del coronavirus son demoledoramente similares. Ambas crisis representan cambios tectónicos en la forma en la que funciona el mundo. Ambas traen consigo un sentido de finalidad, de que «nada volverá a ser lo mismo». Ambas me obligan a aceptar el final de algo grande y precioso e irremplazable. Y no sé qué viene después.

    También está la enloquecedora y exasperante similitud de ver al Poder Establecido ignorar la ciencia y descuidar su deber de proteger al público, haciendo que todos tengamos que valernos por nosotros mismos para luchar contra esta abrumadora y arrolladora amenaza a través de nuestras propias «acciones individuales». No tendríamos que estar pegándoles gritos a quienes van a los bares y a los que vienen de vacaciones si nuestro gobierno hubiera actuado a su debido tiempo con la información que tenía y hubiera cortado esto de raíz.

    Los paralelismos entre la pandemia de coronavirus y la crisis climática tienen sus límites. Por un lado, si bien las acciones personales son importantes en la lucha contra el cambio climático, no son, de ninguna manera, la única opción. La acción colectiva será mucho más efectiva para lograr el gran cambio sistémico que realmente necesitamos. Sin embargo, respecto al coronavirus, todo lo que tenemos son acciones individuales. Por miedo a propagar la enfermedad, lo cierto es que no podemos unirnos para llevar a cabo una acción colectiva. Claro que podemos y debemos llamar a nuestros representantes, pero debemos hacerlo desde el aislamiento de nuestros propios hogares.

    Tal vez la diferencia más difícil y vertiginosa sea la del tiempo. Me ha llevado cerca de cuatro años procesar del todo mi duelo climático (en la medida en que una puede hacer algo así), mientras que mi duelo por el coronavirus ha tenido que cumplir con una escala cruelmente comprimida a tan solo unas semanas. Además, el duelo climático era difícil de procesar porque no todo el mundo veía lo que yo veía. Sentía que podía ver el futuro próximo, tan cerca que podía tocarlo, pero para la gente de mi alrededor resultaba invisible. Veían un mundo que aún era seguro, que aún era estable. Por mucho que lo intentara, no podía quitarles la venda de los ojos. Eso no así en el caso del coronavirus, al menos ya no. Todo el mundo lo ve.

    Resulta irónico y cruel, pero cuando he llorado por la crisis climática, lo he hecho por la llegada de pandemias. Sabía que el aumento de las temperaturas iba a permitir que las enfermedades peligrosas viajaran más lejos. Sabía que la intensificación de las tormentas e incendios iba a devastar nuestra infraestructura médica y que obligaría a la gente a vivir en condiciones que eran verdaderas zonas de recreo para el contagio. Sabía que el derretimiento del permafrost iba a desencadenar enfermedades literalmente prehistóricas y que nadie sabía cómo se se iba a desarrollar todo eso. Todo ello sigue siendo cierto, y solo sirve para agravar mi dolor por una pandemia que, hasta ahora, parece no haberse originado en ninguno de los escenarios que me atormentaban en sueños.

    Esto es doloroso. Se supone que lo debe ser. Estamos sufriendo un trauma colectivo. Estamos viendo cómo cambia nuestro mundo y tenemos la sensación de que se está desmoronando. No es algo que deba hacernos sentir bien: es algo que no está bien.

    Por duro que sea, por doloroso que sea, tenemos que aceptar la realidad de esta crisis. La negación, a menudo un paso crítico en el proceso de duelo, no es una opción. No va a haber vuelta a la «normalidad». De todas formas, eso siempre fue una ilusión. Ahora, frente a un virus altamente contagioso, volver a nuestras vidas cotidianas, con sus viajes de trabajo y visitas al gimnasio y grandes reuniones, sería una sentencia de muerte para muchos.

    Creo que tenemos la capacidad de enfrentarnos a la gran incógnita que se halla al otro lado de este trauma colectivo. Pero solo si nos permitimos llorar nuestras pérdidas, ya sean temporales o permanentes. Si uno se fuerza a manterse entero, precisamente eso puede ser lo que haga que se venga abajo. Si algo he aprendido trabajando en el clima es que los corazones rotos, como los huesos rotos, no se arreglan hasta que los cuidas. He aprendido que la gente rota no arregla las cosas, sino que las rompe sin posibilidad de reparación. He aprendido que no se puede crear un mundo nuevo hasta que no se llora el viejo. He aprendido que tienes que curar tus propias heridas antes de poder curar a nadie, o nada.

    No importa lo que venga después, nos vamos a necesitar los unos a los otros para enfrentarnos a ello. Eso quiere decir que aunque tengamos que mantenernos a distancia ahora mismo, seguimos teniendo que sostenernos unos a otros. Esta pérdida de intimidad no puede conllevar una pérdida de empatía. Es nuestro recurso natural más valioso y, en este momento, necesitamos cultivarlo como si nuestras vidas dependieran de ello. Porque es así. Si el mundo se desmorona, va a depender de nosotros el mantenernos unidos, el mantenernos en pie.

    Tanto la crisis del coronavirus como la climática demuestran que nuestro mundo está inextricablemente interconectado y que es tan fuerte o tan frágil como lo sean esas conexiones. Tenemos que fortalecer esas conexiones. Es nuestra única opción. El sol va a salir de nuevo. Y yo estaré ahí contigo. Puede que no lo parezca, pero ya estemos a kilómetros de distancia o a solo dos metros, estamos todos juntos en esto.

    Mary Annaïse Heglar, en sus propias palabras, escribe sobre justicia climática, despotrica, desvaría. Vive en el Bronx, pero sus raíces están en Alabama y Mississippi. James Baldwin es su héroe personal.

    La ilustración de cabecera «Noche en el lago Ilmen» (Ivan Jakovlevich Bilibin, 1914), un diseño para la ópera Sadko.

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  • El coronavirus va a exigir que transformemos completamente la economía

    El coronavirus va a exigir que transformemos completamente la economía

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    Por James Meadway.

    Este texto fue publicado originalmente en Novara Media con el título «Coronavirus Will Require Us to Completely Reshape the Economy». Aunque se centra en los efectos de la pandemia en Reino Unido (que ha adoptado una política frente al virus muy diferente a la de la mayoría de los países) hemos considerado que la mayor parte del análisis es perfectamente válido para cualquier sitio.

    La pandemia del Covid-19 es un acontecimiento mucho más profundo para la economía global de lo que fue la gran crisis financiera de 2008-2009. Va a tener consecuencias más importantes por la sencilla razón de que está afectando a nuestras relaciones económicas a un nivel más fundamental de lo que jamás lo hizo la crisis de 2008-2009.

    Va a provocar una recesión, pero también va a transformar de forma fundamental el modo en que funciona nuestra economía. Podemos pensar en las recesiones habituales (las que tenían lugar antes de 2008) como el resultado de una caída en la demanda por cualquier motivo, lo cual a su vez provoca que caigan las ventasde bienes y servicios. El efecto en cadena es que el desempleo sube conforme las empresas despiden trabajadores porque aquellas no están ganando dinero suficiente.

    Desde por lo menos la década de los treinta ha habido un manual bien conocido sobre cómo lidiar con esto: gasto en forma de déficit por parte de los gobiernos, mediante el cual un gobierno interviene con su propia capacidad de gasto —tal vez construyendo más carreteras, o contratando más profesores, o lo que fuera— para compensar la caída en la demanda en el resto de la economía.

    La crisis de 2008-2009 operó a un nivel más profundo, porque fue una crisis de las instituciones del propio capitalismo, específicamente de los bancos más grandes, que eran los pilares del sistema global.

    La crisis, que tuvo su origen en el sistema bancario, también causó una recesión, pero amenazó la viabilidad del propio sistema, o al menos la forma que tenía en ese momento. Tan solo una acción coordinada por parte de los gobiernos, con rescates masivos y apoyo para el sistema financiero, así como una intervención novedosa e inusual por parte de los bancos centrales (de las cuales la más notable fue el quantitative easing, o expansión cuantitativa) evitó en ese momento una reestructuración de más alcance. Pero debido a esas acciones de los gobiernos a lo largo de todo el mundo la transformación de la economía global fue, en última instancia, menos radical de lo que podría haber sido.

    El Covid-19 es de nuevo diferente porque no presenta tan solo la amenaza de una recesión. No solo amenaza la estabilidad de instituciones importantes (de hecho, los 700.000 millones de dólares de intervención por parte del banco central de Estados Unidos, la Reserva Federal, son de una escala similar a la ayuda ofrecida en 2008-2009). En este caso amenaza la institución más fundamental de toda para el capitalismo: el mismísimo mercado de trabajo.

    En el momento en que la gente está demasiado enferma para trabajar, o se encuentra en autoaislamiento obligatorio, las operaciones convencionales del mercado laboral comienzan a descomponerse. La división del trabajo en sí misma (el secreto detrás del inmenso aumento de la productividad del capitalismo, tal y como Adam Smith señaló hace doscientos cincuenta años) queda en entredicho: la distribución actual de trabajo entre distintas partes de la economía se ve alterada por una cuestión de necesidad de un modo repentino y forzado.

    El número de epidemias ya está aumentando como resultado de la presión que nuestras economías aplican sobre el medioambiente a través de una combinación de urbanización, aumento de los viajes, intensificación de la agricultura y la ganadería y, cada vez más, el cambio climático. La del coronavirus es y será más grande y más disruptiva que las epidemias del pasado más reciente, pero, si no reducimos esa presión medioambiental, no será la última.

    Dadas las predicciones de los epidemiólogos de que esta crisis llegará a su máximo y desaparecerá tan solo cuando hayan pasado doce meses meses —saturando nuestros servicios de salud y de paso forzando a millones de personas a una forma de aislamiento social extraña y novedosa— y que una vacuna efectiva todavía puede que tarde en llegar dieciocho meses, conocemos el periodo de tiempo durante el cual el desajuste va a alcanzar su punto álgido.

    Las herramientas económicas que están utilizando los gobiernos para lidiar con esto, como por ejemplo el patético paquete fiscal del gobierno británico (mil millones de libras para apoyar a trabajadores enfermos que estén de baja, pero un recorte en las pensiones de un total de 2.100 milones de libras), no van a ser suficientes, pero tampoco lo va a ser la intervención de la noche del 15 de marzo por parte de la Reserva Federal al estilo de las de 2008.

    Esta crisis va a necesitar algo más que dinero para resolverla: va a exigir la transformación y la reestructuración de nuestra economía. O esto tiene lugar en beneficio de la gente y el planeta o no tendrá lugar. Así que lo que exigimos ahora debería ser: en primer lugar, que se lidie con la inmensa crisis sanitaria y que ello incluya la garantía de que todo el mundo pueda aislarse; en segundo lugar, que se apoye la actividad económica existente; y, en tercer lugar, que empiece a labrarse el camino hacia el futuro.

    Hay cinco exigencias simples pero necesarias que ya han emergido en los espacios online que todos estamos usando para organizarnos.

    • Los sindicatos y las organizaciones sociales han exigido un subsidio de baja por enfermedad para todo el mundo (trabajadores a tiempo completo, a media jornada, eventuales, todos) como la única manera de garantizar que el aislamiento y el distanciamiento social puedan funcionar. (Si el Banco de Inglaterra está considerando otra ronda de quantitative easing, debería tomar en consideración acciones similares a las emprendidas en Hong Kong, que ha hecho pagos directamente disponibles para los ciudadanos).
    • Las hipotecas, los alquileres y el pago de suministros deben ser suspendidos inmediatamente.
    • Tanto el Servicio Nacional de Salud (NHS) como las ayudas sociales y la sanidad pública deben conseguir la financiación que necesiten, incluyendo todos los fondos necesarios para la investigación médica.
    • Las camas de los hospitales privados y las habitaciones de los hoteles y edificios vacíos deberían ponerse bajo control del sector público y adaptadas a la situación.
    • El gobierno «instará» a los fabricantes a que empiecen a producir respiradores: este cambio debe producirse esta semana como tarde, dado que el NHS está catastróficamente infrafinanciado.

    Superaremos esto, pero va a ser profundamente doloroso. Al tiempo que intentamos mirar hacia delante, debemos empezar a pensar en nuevas maneras de vivir y trabajar, reconstruyendo nuestros espacios y servicios públicos y no tan solo mitigando el daño que estamos infligiendo a la naturaleza (de la emergencia climática a la pérdida de biodiversidad) sino aprendiendo a adaptarnos, de un modo justo y humano, a un planeta cambiante.

    JAMES MEADWAY es economista y columnista en Novara Media.

    La ilustración de cabecera es una reinterpretación del clásico «Nighthawks» (Edward Hopper, 1942), realizada por el usuario de Reddit damnburglar en 2014.

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