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  • Dosier Wolfgang Harich

    Dosier Wolfgang Harich

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    Podemos empezar esta presentación violentando analíticamente los conceptos de socialismo y ecologismo para oponerlos de la siguiente manera: el ecologismo plantea que existen unos límites físicos absolutos al crecimiento de las sociedades humanas; el socialismo plantea que estos límites no se pueden conocer de antemano de forma absoluta y que, en cualquier caso, interactúan de formas complejas con límites históricos, sociales, coyunturales. Aceptada esta división, hasta cierto punto artificial, Wolfgang Harich sería uno de los mayores y mejores representantes de cierto giro ecológico en la tradición socialista. Ya solo por eso merecería la pena leerle y no tendríamos más que decir; ya estaría justificado este modesto dosier sobre él y su obra. Sin embargo, no nos resistiremos a resaltar algunos aspectos de su trayectoria que lo hacen, creemos, especialmente relevante hoy en día.

    Harich fue siempre un pensador liminal, en tensión constante y a menudo precaria entre la fidelidad a un proyecto político y la lucha por superar sus limitaciones, algunas veces gigantescas, de hecho, en el caso que nos ocupa fueron en última instancia fatales. En este sentido se parece mucho a otros nombres que aparecen a lo largo de este dosier: György Lukács, Ernst Bloch, Bertolt Brecht, Manuel Sacristán. Puede que haya algo en los pensadores liminales que genere una atracción casi irresistible entre ellos. Con ellos, y otros, compartió Harich su dedicación a un marxismo emancipador, a una tradición comunista que tratase de evitar los abismos de la impotencia y la petrificación. Aunque en esta introducción pasaremos por encima de este problema, central en su vida, en los textos recopilados se puede apreciar rápidamente esa dimensión de Harich.

    El motivo fundamental para que desde Contra el diluvio publiquemos este dosier, como decíamos, es el de la relación entre socialismo y ecologismo. Harich convierte en problema inmediato algo que para el socialismo clásico había sido un problema a futuro, un punto límite más o menos teórico. Citado en el texto de Manuel Sacristán, nos dice: «A partir de ahora el proceso de acumulación de capital choca con el límite último, absoluto, detrás del cual están ya al acecho los demonios de la aniquilación de la vida, de la autoaniquilación de toda vida humana». A partir de ahora. Esto ya no es una consideración teórica, un apartado menor, es un problema urgente que requiere una revisión urgente de nuestros presupuestos. Quizás a Harich se le pudiese achacar cierta anticipación excesiva, otros dirían un sentido común demasiado anticipado a su tiempo. Hoy, en 2020, es evidente que sus preocupaciones son ya las nuestras en todos los sentidos.

    El recorrido que hace Harich por la tradición marxista es exhaustivo y no queda prácticamente cuestión a la que no le dé la vuelta en su misión de conceptualizar un comunismo homeostático, de la escasez, quizás hoy podríamos llamarle un comunismo del antropoceno. Las tensiones entre abundancia, libertad, escasez, autoritarismo; el papel del estado como regulador más o menos eterno del metabolismo humano-natural, radicalmente en contra de la veta libertaria nunca abandonada del marxismo clásico; la igualación por abajo del nivel de vida de la humanidad, con el límite teórico de los «valores de uso anticomunistas», esto es, aquellos no universalizables; el problema todavía no resuelto, como cualquiera de los demás, de la desigualdad internacional y los problemas para la cooperación mundial ante la amenaza de una crisis ecológica que por fuerza será mundial. Es una lista larga que no termina aquí, una mina conceptual de la que hoy podemos y debemos hacer uso.

    La lucha de Harich por hacer de este problema, el ecológico, un problema central en los países del socialismo no alcanzó los objetivos que él mismo se propuso. Las cuestiones ecológicas vistas por Harich siempre se mantuvieron supeditadas a la supervivencia política de esos países y a su competencia con el conglomerado capitalista. En última instancia la supuesta Nueva Arca socialista naufragó por completo. ¿Qué queda de su legado? Se podría, de forma provocadora, barruntar sobre el posible papel de China como Nueva Arca para la humanidad. Así lo hace Àngel Ferrero en la elocuente introducción biográfica y teórica que también reproducimos aquí. Como mínimo, nos atrevemos a decir, nos queda el legado de recuperar su papel como un clásico por derecho propio, en el sentido de ser un autor al que cada lectura en momentos históricos diferentes dará claves diferentes, siempre relevantes. Hoy, insistimos, no son solo relevantes sino también urgentes.

    * * *

    Este Dosier Wolfgang Harich incluye, primeramente, la mencionada biografía del autor escrita por Àngel Ferrero con motivo del vigésimo aniversario de la muerte del pensador alemán. A Àngel Ferrero también le agradecemos la traducción de la entrevista realizada a Harich por el diario alemán Der Spiegel en 1979, cuando ya había salido de la RDA, y la carta abierta que le remite Carl Amery en la que establece una comparación entre las posiciones del propio Harich y las de Rudolf Bahro. Finalmente, incluimos en el dosier el prólogo de Manuel Sacristán a la traducción de ¿Comunismo sin crecimiento?, en la que analiza igualmente las particularidades del pensamiento ecologista de Wolfgang Harich, desarrolladas en dicho libro.

    Todas las ilustraciones de este dosier, salvo la que acompaña a esta entrada, son obra de la artista suiza Emma Kunz (1892-1963), que dibujaba a lápiz y, decía, ayudada de los espíritus.

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  • Prólogo a ‘¿Comunismo sin crecimiento?’ – Manuel Sacristán

    Prólogo a ‘¿Comunismo sin crecimiento?’ – Manuel Sacristán

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    Por Manuel Sacristán.

    Este texto fue publicado originalmente como prólogo al libro de Wolfgang Harich, ¿Comunismo sin crecimiento? Babeuf y el Club de Roma, Barcelona, Materiales, 1978.

     

    Esta es la tercera traducción de Wolfgang Harich al castellano. Las anteriores, aunque informan acerca del principal motivo del pensamiento del autor durante estos últimos años, son escritos cortos de poco desarrollo; «Europa, el comunismo español actual y la revolución ecológico-social», entrevista por Rolf Uesseler para Materiales, apareció en el n.º 6 de esta revista (noviembre-diciembre de 1977); «La mujer en el Apocalipsis. Nota sobre feminismo y ecología», en el n.º 8 de Materiales (marzo-abril de 1978). Ambos escritos, junto con otros, se dan en «Apéndice» al volumen ¿Comunismo sin crecimiento?, el cual contiene, pues, todo el Harich castellanizado hasta ahora. Lo primero que habría que traducir ahora de él, después de este urgente ¿Comunismo sin crecimiento? ―que, por lo demás, ha tardado lo suyo en salir― es su último trabajo grande de crítica literaria, Jean-Pauls Revolutionsdichtung. Versuch einer neuen Deutung seiner heroischen Romane [La obra de Jean-Paul sobre la revolución. Ensayo de interpretación nueva de sus novelas heroicas] (Berlín [RDA] y Reinbek bei Hamburg [RFA], 1974). Este libro erudito y elegante es un fruto maduro de la germanística de influencia lukácsiana; sin ningún ánimo impertinente hay que decir que el estudio de Harich tiene toda la solidez cultural de Lukács con una acribia filológica particular y sin las simplificaciones filosóficas y las rudezas de método que el ambiente impuso o inspiró al maestro húngaro.

    La dedicación a J. P. F. Richter ―que es herencia de familia, pues el padre de Wolfgang Harich fue un apreciado biógrafo de Jean Paul― había producido ya antes un texto de menos importancia filológica, pero también interesante desde los puntos de vista crítico y filosófico: Jean Pauls Kritik des philosophischen Egoismus [La crítica del egoísmo filosófico por Jean Paul] (Frankfurt am Main, 1968). De las publicaciones aparecidas entre los dos trabajos mencionados sobre Jean Paul tiene particular interés para el lector del presente volumen Zur Kritik der revolutionären Ungeduld, libro del que hay traducción italiana: Crítica dell’ impazienza rivoluzionaria (Milano, 1972).[1] Leer en paralelismo ese texto y el presente ¿Comunismo sin crecimiento? es un ejercicio esclarecedor de las presentes dificultades del marxismo (de las dificultades reales, no de las quisicosas de los literatos y filósofos, de acuerdo con la oportuna distinción de Paramio y Reverte en el n.º 24 de El Viejo Topo). En la Crítica de la impaciencia revolucionaria Harich entiende por comunismo, al modo tradicional marxista, un libertarismo de la abundancia; en ¿Comunismo sin crecimiento? construye el comunismo como un igualitarismo de la escasez, luego de abandonar, por consideraciones ecológicas, aquella noción clásica. Pero de esto en su lugar.

    El Harich mínimo o imprescindible se podría completar con las siguientes menciones: en 1955 nuestro autor publicó en Sinn und Form, la principal revista literaria de la República Democrática Alemana, el ensayo «Uber die Empfindung des Schönen» [«Sobre el sentimiento de lo hermoso»], que tiene, entre otros, el interés de documentar ya en esa fecha la libertad de economicismo o sociologismo de Harich. Por último, como a menudo ocurre, la tesis doctoral de nuestro autor contiene en germen más de lo que se tiende a esperar de un objeto burocrático. Apareció en Berlín (RDA) en 1952 y versa sobre Ein Kantmotiv im philosophischen Denken Herders [Un motivo kantiano en el pensamiento filosófico de Herder].

    Wolfgang Harich nació en Kónigsberg en 1923. (No viene a cuento, pero todo filósofo debe protestar, cada vez que se acuerda de ello, de que hoy la ciudad de Kant se llame Kaliningrado y no sea alemana. Cumplo con esa obligación). En 1940 era estudiante de filosofía y germanística en Berlín, donde oyó a Nicolai Hartmann y Eduard Spranger. Harich ha contado que él fue quien sugirió a Lukács la lectura de Hartmann que es visible en la Estética. El indiscreto, pero informado, Fritz Raddatz, que en otro tiempo compartió intereses y empeños con Harich, antes de convertirse en Elsa Maxwell de la emigración alemana oriental, ha negado que Harich tuviera nada que ver con la resistencia alemana al nazismo. Pero, por otra parte, el mismo Raddatz alude a los intentos de deserción de Harich durante la guerra mundial (los cuales implicaban un considerable riesgo de fusilamiento) y la circunstancia de que el nombre de nuestro autor figuraba en la lista de antifascistas que llevaba, al entrar en Berlín con el Ejército Rojo, la dirección del Partido Comunista de Alemania. En cualquier caso, Harich era muy activo en las Juventudes Comunistas y en el partido ya el mismo año en que acabó la guerra, 1945. Entre esa fecha y el final de sus estudios en 1948 publicó críticas teatrales y literarias. En 1948 es docente en la Universidad Humboldt de Berlín. Sus primeros artículos filosóficos son de 1950 y su doctorado, de 1951.

    Los trabajos filosóficos de Harich aparecieron en la Deutsche Zeitschrift für Philosophie, cuyo jefe de redacción era desde 1950. La revista tenía una redacción pequeña, pero memorable: los filósofos Ernst Bloch (discípulo del cual se consideraba a Harich) y Arthur Baumgarten, Karl Schröter, uno de los lógicos alemanes más dotados del siglo (es el Schröter autor de Ein allgemeiner Kalkülbegriff) y Harich. Este fue cobrando una influencia político-cultural creciente y desproporcionada con su poder administrativo. Durante mucho tiempo, como es sabido (aunque a menudo se olvide), el gobierno soviético intentó evitar que la división de Alemania se hiciera definitiva, pero fracasó ante la enérgica voluntad norteamericana de asegurarse una frontera muy beneficiosa económica, militar, política y propagandísticamente para el bando capitalista en la guerra fría incipiente o en desarrollo. La percepción del fracaso determinó en la potencia ocupante ―con la influencia, también, de las grandes dificultades de la reconstrucción en el Este― un endurecimiento que repercutió directamente en el modo de gobierno de la Alemania oriental. En el ambiente opresivo y empobrecedor de la vida intelectual alemana, los escritos filosóficos y literarios de Harich, su actividad docente, su estilo intelectual de filósofo prusiano bien puesto en su tradición ―enriquecida con los injertos de Bloch y Lukács―, incluso sus salidas e impertinencias mundanas (Raddatz cotillea que el filósofo se declaró a la actriz Hannelore Schroth con la notable fórmula «Vivo solo para Stalin y para ti») y, sobre todo, el coraje de su crítica política y social, mucho más natural para él ―al fin y al cabo joven y militante comunista― que para sus maduros amigos y colegas, alguno de ellos —Schröter— siempre sin partido, fueron haciendo de Harich un punto de referencia de la oposición al creciente autoritarismo del régimen. Eso puede sorprender al lector español que solo conozca los textos de Harich publicados hasta ahora en castellano, con su enérgico rechazo del «eurocomunismo» y su profesión de fe en la Unión Soviética, considerada Nueva Arca que ha de salvarnos del diluvio industrial destructor de la naturaleza. Pero así fue. Uno de los ecos más serios y valerosos que tuvo el levantamiento del 17 de junio de 1953 en Berlín Este fue el artículo crítico que publicó Harich, menos de un mes después, el 14 de julio, en la Berliner Zeitung.

    La situación se prolonga y complica hasta el XX Congreso el PCUS y la insurrección húngara de aquel año. Y entones hace crisis. El intento de renovación del estado y del partido, indeciso entre la autocrítica y el paternalismo y tan oportunista como el mismo estalinismo ―no fue menos fallido en la RDA que en la Unión Soviética, sino acaso más―. Por entonces empezó en Berlín una escaramuza filosófica detrás de la cual se percibía bien la batalla política. La cosa empezó con una ofensiva de los profesores de filosofía más próximos al gobierno contra la tendencia, característica de Bloch y Lukács, a alimentar el pensamiento marxista con una permanente reasimilación de filosofía clásica, en particular de Hegel. El último Stalin ―esto es, la política cultural zdanovista― había roto con la muy hegeliana tradición del Lenin maduro ―el de los Cuadernos filosóficos―, pronunciando una condena explícita de Hegel e insistiendo en la vaciedad ―heredada del peor Lenin filosofante, el de Materialismo y empiriocriticismo― de que la historia de la filosofía se reduce a la «lucha entre el materialismo y el idealismo».

    Harich interviene en defensa de la línea histórico-filosófica de Bloch y Lukács en el célebre n.º 5 de la Deutsche Zeitschrift für Philosophie, número secuestrado por el gobierno. El arranque de su intervención es la posición de política cultural comunista que probablemente era lo único que los tres hombres tenían sin reparos en común: «En la actualidad nos esforzamos por volver a dar un semblante a la figura de Hegel, partiendo de Marx y de Lenin, y por limpiarla de los falsos juicios sectarios de la era estalinista». El sentido de ese esfuerzo está heredado del Bloch de Subjekt-Objekt y del Lukács de toda la vida. «Solo nosotros ―escribe Harich―, los marxistas, podemos arrancar la gran tradición del pueblo alemán a la ideología de la burguesía imperialista». El contexto inicial de la discusión, situada entre la historia de las ideas y la pugna política, parece empujar a Harich a proclamar su propio «legado»: «Nuestra formación ideológica ha sido particularmente influida por el camarada György Lukács. Bertolt Brecht ha estado hasta su muerte próximo a nuestro grupo, en el cual veía las fuerzas sanas del partido».

    Stefano Zecchi (Ernst Bloch: utopía y esperanza en el comunismo, Barcelona, Península, 1978, trad. cast. de José Francisco Ivars) cree poder afirmar que la intervención de Harich en el n.º 5 de la Deutsche Zeitschrift für Philosophie rechaza la interpretación de la historia de la filosofía como lucha entre idealismo y materialismo. Por lo menos, eso está verosímilmente implicado en el artículo. En cualquier caso, este rebasa el marco de la polémica filosófica y se sitúa en el «gran proceso de clarificación que tiene lugar en la Unión Soviética después de la muerte de Stalin y que se acrecienta con el XX Congreso en un nuevo periodo de florecimiento de la vida cultural soviética».

    Harich usa entonces léxico togliattiano, hasta el punto de proponer una «vía alemana al socialismo» hecha de una lista de reformas del régimen: reforma de la producción para corregir el pesadismo, reducción del abanico salarial (con una enérgica crítica de los privilegios de los intelectuales y los funcionarios), introducción de incentivos materiales y de consejos de fábrica, reconocimiento de la subsistente necesidad de un sector privado en la producción, instauración de las libertades civiles (en particular la de pensamiento), abandono de la hostilidad a las iglesias, cambio del sistema de gobierno en un sentido democratizador; y el punctum saltans: autonomía internacional, aunque sin abandonar la alianza socialista. «La Unión Soviética ―se lee en el documento― es el primer estado socialista del mundo, a pesar del estalinismo. Pero el socialismo soviético no puede pretender ser el modelo de todos los demás países, cuando es ya discutible en la misma Unión Soviética. En el estadio actual obstaculiza el ulterior desarrollo socialista de la Unión Soviética».

    El 29 de noviembre de 1956 la Policía Estatal de Seguridad detiene a Wolfgang Harich. Se le juzga bajo la acusación de «formación de un grupo conspirativo enemigo del estado», se le condena a diez años de presidio y se le expulsa del partido (entonces ya SED, Partido Socialista Unificado de Alemania). A los ocho años de encarcelamiento sale en libertad por indulto (1964). Desde 1965 Harich trabaja para la editorial de la Academia de las Ciencias. No ha vuelto a la Universidad. Padece una seria enfermedad cardiaca, que es la principal causa de la accidentada forma de entrevista que tiene este ¿Comunismo sin crecimiento?

    * * *

    En el repaso de las obras de Harich salta a la vista el apasionado forcejeo del autor con las contradicciones que la evolución de su pensamiento le obliga a trabajar. La más llamativa de las cuales (aunque quizá no la más profunda) se refiere a su actitud respecto del «socialismo real» de los países de la Europa Central y Oriental. Entre el documento de 1956, que le valió la cárcel, y la actual posición de Harich hay un abismo que él se dedica, además, a realzar provocativamente. Es verdad que también intenta rellenarlo con argumentación. El lector de ¿Comunismo sin crecimiento? podría creer que Harich ha cambiado de opinión sobre los países de la Europa del Este a causa de la descubierta urgencia del punto de vista ecológico-social, pues el autor le dice: «Características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica». Desde ¿Comunismo sin crecimiento? repite Harich esa argumentación. Así, por ejemplo, en una de sus publicaciones en Materiales: «Mi creencia en la superioridad del modelo soviético de socialismo se ha hecho inquebrantable desde que he aprendido a no considerarlo ya desde el punto de vista de la ―por otra parte absoluta― competencia económica entre el Este y el Oeste, sino a juzgarlo, ante todo, según las posibilidades que ofrece su estructura para sobreponerse a la crisis ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta, para salvación de la humanidad».

    Pero esas palabras pueden resultar más racionalización que razonamiento. Para que fueran convincentes habría que estar seguros de que la reserva ecológica soviética ―la «nueva Arca de Noé» en que piensa Harich― es efecto de una estructura social y no consecuencia imprevista y transitoria de su mal funcionamiento (malo desde el punto de vista de un designio no diverso en esto del capitalista). No se ve por qué los Volksfiatovich fabricados en Togliattigrado han de contaminar menos o ser más comunistas que los Fiat hechos en Turín o los Volkswagen de Wolfsburgo. Mientras eso no se demuestre, hay derecho a seguir pensando que el Asno del Apocalipsis es igual de siniestro si se llama «Seat» que si se llama «Trabant» y que el quinto jinete que lo cabalga es un pobre hombre tan alienado en un caso como en otro.

    No es solo que falte la imprescindible prueba aludida. Ocurre, además, que Harich había cambiado de opinión antes de llegar a su presente pensamiento ecológico-social. En la Crítica de la impaciencia revolucionaria había escrito esta reflexión, impresionante en la pluma del presidiario de 1956: «¿No nos preguntaremos […] qué dirección habrían tomado las “instituciones transitorias” húngaras de 1956, luego de haber aprobado, como lo hicieron, el terrorismo blanco, de no intervenir el Ejército Rojo? ¿Qué fuerzas de clase se habrían impuesto en semejante parlamento húngaro? Hay que ser fanáticos irrealistas para hacerse ilusiones a ese respecto». No es posible explicarse esa actitud de Harich (en el supuesto de que no satisfaga la que él mismo da) apelando a una caída en el dogmatismo. Harich no me parece nada dogmático, ni ahora ni antes, pese a la contraria opinión de Raddatz. El gusto de Harich por la provocación, hasta por la mera boutade, puede confundir al que se tome en serio tal o cual retórica proclamación de los rimbombantes filosofemas de la escolástica materialista-dialéctica. Pero su modo de razonar, lógicamente pulcro y sensatamente empírico, está libre no solo de dogmatismo, sino también de la especulación metafísica más o menos imaginativa que es la hemofilia roja, la enfermedad hereditaria de las mejores familias marxistas. El estilo discursivo de Harich revela un claro buen sentido científico. Un elegante ejemplo de esa cualidad es su refutación de los poblacionistas marxistas, que se creen obligados ―por herederos del ataque de Marx a Malthus― a seguir tolerando la llegada anual del ángel exterminador sobre los niños de muchos países neocolonizados. «Si digo que la limitación social [de la población en una sociedad] ―observa Harich― no es la limitación natural (y eso es lo que, en cuanto al sentido, han dicho Marx y Engels contra Malthus), no puedo esperar lógicamente que con la abolición de la limitación social [por el socialismo] caiga también eo ipso la limitación natural. Si lo espero así, es que yo también identifico ambas limitaciones».

    Más vale, pues, no buscar la explicación de la afirmación por Harich de la superioridad del modelo soviético en un dogmatismo que en realidad no profesa. En algunas ocasiones da la impresión de que no haya tal convicción, sino que fingirla sea para Harich una especie de argucia «esópica» tendente a influir en su gobierno y en el soviético. A veces, en efecto, parece estar siguiendo la conducta de los astutos padres que elogian en cualquier caso a sus hijos, con razón o sin ella, para reforzar en ellos conductas afines con ideales paternos. «Mi hijo estudia mucho, es muy sensato, no transnocha, etcétera». Un padre así parece Harich cuando intenta convencernos ―¿a nosotros?― de que el Partido Socialista Unificado de Alemania no desea una competición productivista con el capitalismo. «¿Cómo, si no, se habría impuesto a sí mismo y, por lo tanto, a todos los órganos directores de nuestra economía, la obligación —tal como figura en el nuevo programa aprobado en 1976 en el IX Congreso, lo que constituye un elemento pionero en la historia de la totalidad de los programas de partido que hasta ahora se ha dado el movimiento proletario revolucionario internacional— de utilizar los recursos naturales solo desde la plena conciencia de la responsabilidad respecto de las generaciones futuras?». No es malicia suponer que esas palabras se dirigen más a la dirección de la SED que a los jóvenes socialistas que eran formalmente sus destinatarios en 1977.

    Otras veces entra la sospecha de que, más que admiración por el modelo ruso, Harich sienta desprecio por la laxitud intelectual de autores y políticos que propugnan una utopía reformista inconfesada o inconsciente, o por la nebulosa ideológica de los creyentes en perspectivas insurrecionales ochocentistas en Europa. En la Crítica de la impaciencia revolucionaria, por ejemplo, Harich expone (págs. 70 y ss. de la edición italiana) una crítica del carácter ilusorio de lo que allí llama «el anarquismo prematuro». La crítica es objetiva, pero al final Harich le añade un poco de ironía despectiva: «La aceptación de la violencia revolucionaria, predominante en el movimiento anarquista, demuestra que sus seguidores no son, en realidad, tan nobles como para renunciar a medios innobles en la lucha por fines nobles. Lo que pasa es que son tan impacientes y, además, tan románticos que solo les gusta la violencia de la aventura fugaz, del atentado, de los dos o tres días de batalla en las barricadas, con fotogénicos vendajes en las cabezas abolladas. Pero puestos ante la prosaica tarea de construir al servicio de la revolución un mecanismo preciso de represión sistemática y la de mantenerlo en funcionamiento, mientras la correlación de fuerzas entre las clases haga de la actitud de los adversarios internos un peligro real, su entusiasmo se apaga como hoguera de pajas. Eso es todo».

    El intento de condicionar a su propio gobierno y el desprecio aristocrático del democratismo plebeyo o populista de bastantes antiestalinismos (motivaciones ambas tal vez demasiado ingenuas) son explicaciones parciales del optimismo de Harich respecto de la situación y las perspectivas de los poderes de la Europa Central y Oriental. Por otra parte, nuestro autor se quita de vez en cuando la careta provocadora, renuncia a salidas agresivas y resulta más cauto y convincente cuando habla de las disputas entre los partidos procedentes de la Tercera Internacional. En la entrevista con Vesseler, Harich ha dejado caer la siguiente franqueza (cursiva mía): «Está bien, no quiero andarme con rodeos en ninguna de sus preguntas […], la crítica de Carrillo a la Unión Soviética pasa completamente por alto las más urgentes tareas de su propio partido y los presentes problemas de la clase obrera española. Por otra parte, también desearía, como es natural, que los comunistas soviéticos comprendieran que estarían en condiciones de responder a esas críticas con menor irritación, mayor serenidad y más segura salvaguarda de su destino y de su crédito si no se callaran pudorosamente determinadas circunstancias —por lo demás sobradamente conocidas— y se decidieran a aplicar la metodología marxista al análisis crítico de su propia historia de partido».

    * * *

    Desde hace unos cinco años son muy visibles corrientes de pensamiento comunista marxista que coinciden en una revisión del modo o la medida en que los clásicos del marxismo toman como simples datos ciertas características de la civilización capitalista, en particular el crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas materiales, la ricardiana «producción por la producción» en la que Marx vio en algún momento la dinámica básica de la libertad. Esas corrientes, que difieren bastante entre ellas en cuanto a sus métodos y estilos intelectuales y se cruzan con nuevas reflexiones económicas, incluyen, por ejemplo, un trabajo de crítica detallada, particular, protagonizada por científicos y técnicos, que estudia los efectos de determinados procesos de producción (o incluso de investigación aplicada o pura) en el marco de un análisis de clase y de una lucha propagandística explícita contra el imperialismo; a este patrón responden, por ejemplo, los escritores de la parte marxista de la revista norteamericana Science for the People, aunque no todos. Pero también hay que contar aquí con la «escuela de Budapest», la cual trabaja filosóficamente en la definición de un sistema de valores comunitarios, en la identificación de un sistema de «necesidades radicales» (Ágnes Heller) que se contrapone al sistema de necesidades propio del capitalismo y difundido por los persuasores ocultos al servicio de la valorización; esta corriente, de forma mentis más especulativa, supone en última instancia una humanidad esencial, una «esencia humana» contrapuesta a la impropia existencia capitalista. De ahí que el audaz trabajo de György Márkus que, agarrando el toro por los cuernos, se proponía definir dicha «esencia humana», sea el texto fundamental de esa corriente.

    Y también Harich cuenta entre esas corrientes. Él se caracteriza por poner en el centro de una revisión marxista revolucionaria el problema ecológico, el problema de la relación hombre-naturaleza: «nada hay más conforme a la época ―dice Harich en su entrevista al Extra-Dients (1977)― que este lema de Rousseau: ¡Vuelta a la naturaleza! Aunque hay que puntualizar que Rousseau no fue un romántico pasadista, sino un eminente pensador revolucionario, por lo que, en realidad, ese lema suyo debería transformarse, para permanecer fiel a su sentido, así: ¡Adelante a la naturaleza!». Harich piensa que las fuerzas productivas materiales han alcanzado un estadio de desarrollo que ya no se puede rebasar sin consecuencias destructivas irreparables, de modo que «a partir de ahora el proceso de acumulación de capital choca con el límite último, absoluto, detrás del cual están ya al acecho los demonios de la aniquilación de la vida, de la autoaniquilación de toda vida humana».

    En este punto interviene el análisis marxista para evitar una caída en el error en el que lamentablemente está incurriendo, empujada por el ambiente filosófico-literario de «crisis del marxismo» y, sobre todo, por tan evidente sumisión de los estados y partidos sedicentemente socialistas o comunistas a la lógica de la «producción por la producción», una parte del movimiento ecologista. Todavía en el último número de Mazingira (n.º 5, 1978) Paul Thibaud presenta la problemática ecológica francesa como cosa independiente de la opción entre capitalismo y socialismo. Y, entre nosotros, Juan Capdevila, cuya interpelación al poder (Carta abierta al presidente del gobierno, ministros, diputados…, Barcelona, La Gaya Ciencia, 1977) es tan encomiable cuanto oportuna, digna del apoyo de toda persona que no sea ciega para con la situación de la relación de la sociedad española con la naturaleza, opina simplistamente que «para el hombre esclavizado por el ritmo de la máquina poco importa que la plusvalía de su trabajo vaya íntegramente al estado o parte al estado y parte al bolsillo del capitalista» y cree que se puede salir de nuestro infierno megalopolitano «fomentando las pequeñas empresas familiares», como si no fuera precisamente la dinámica del mundo de las pequeñas empresas privadas lo que llevó de modo clásico al gran capital, a la producción irreparablemente depredadora.

    Harich no pasa eso por alto, naturalmente, y advierte que sin destrucción del capitalismo no tiene sentido ni siquiera la austeridad más estricta, ya que «la limitación del consumo en condiciones capitalistas favorecería la expansión de la producción, y eso es precisamente lo que se trata de impedir». La tesis de Harich según la cual la revolución comunista (no ya socialista) está a la orden del día en los países industrializados se basa en dos argumentos complementarios: uno económico, que es el recién apuntado e implica el análisis marxista de la reproducción ampliada y de las crisis cíclicas; y otro ecológico, que es la consideración de que no existe ninguna posibilidad ecológicamente admisible de expansionar el producto en los países adelantados, porque «la nueva tecnología no basta», por causa del consumo energético que supone en cualquier caso, en particular si se recurre a un reciclaje a gran escala. Puesto que ni la nueva tecnología conservadora basta, «hay que complementarla con otras soluciones: la limitación del consumo y la limitación de la población, cosas ambas […] que, como el mismo reciclaje, se pueden realizar del modo más fácil y más humano en una sociedad socialista, más propiamente comunista, que es la única que permite combinar las medidas necesarias [por ejemplo, el racionamiento] con el principio de igualdad».

    Pero esos argumentos no bastarían para construir de un modo coherente la tesis de Harich si este no diera un paso imprescindible: la redefinición de la noción de comunismo, a la que nuestro autor procede sin vacilar. El siguiente paso de ¿Comunismo sin crecimiento? presenta una síntesis de la reflexión de Harich: «Considero posible el paso inmediato al comunismo en el estadio ya alcanzado del desarrollo de las fuerzas productivas; y, a la vista de la crisis ecológica, el paso al comunismo me parece urgentemente necesario. Pero ya no creo que vaya a existir nunca una sociedad comunista que viva en sobreabundancia, una sociedad comunista que viva de una plenitud material como era aquella a la que los marxistas hemos aspirado hasta ahora. En este punto nos tenemos que corregir».

    La corrección del comunismo de la abundancia por un comunismo sin crecimiento, homeostático (en equilibrio), acarrea una rectificación de gran transcendencia: obliga a cambiar la nota esencial del concepto, desplazando el acento del libertarismo al igualitarismo. En el mismo lugar en que por primera vez invoca a Babeuf, el comunismo ascético autoritario, Harich dice: «Comunismo significa distribución justa, realizada consecuentemente, radicalmente». Y aplica el concepto con su acostumbrada coherencia radical: en un momento de la entrevista Harich dice que «el automóvil de propiedad privada es […] un medio de consumo antisocial y, en cualquier caso, anticomunista». Duve, que es un señor del partido socialdemócrata ―el de las leyes de emergencia, el decreto contra los radicales y el negocio nuclear― se da entonces el gustazo de representar la ortodoxia marxista: «¿Consumo anticomunista?». Harich no se deja desviar por la pequeña provocación y prosigue la construcción de su concepto de comunismo utilizando una especie de «imperativo categórico» ecológico-igualitario, interesante desde el punto de vista metodológico: «Llamo anticomunista a un valor de uso que en ninguna circunstancia social, cualquiera que esta fuera, podría ser consumido por todos los miembros de la sociedad sin excepción». Nuestro autor no evita siquiera la formulación más áspera de sus conclusiones. En el mensaje de 1977 a los jóvenes socialistas de la RFA escribe: «La igualdad comunista para todos solo se podrá conseguir mediante una igualación por abajo».

    El lector de la entrevista a Rolf Uesseler para Materiales se entera, quizá con alguna sorpresa, de que los españoles estamos particularmente maduros para el comunismo, de que estamos más cerca que otros de la «revolución ecológico-social». Harich, que escribe eso conociendo datos sobre contaminación de las grandes ciudades españolas que los españoles ignoran a menudo y recordando los muertos de Erandio, piensa que «en España coinciden los sufrimientos y los horrores —apenas superados todavía— de casi cuarenta años de opresión fascista con los efectos de un proceso de industrialización a toda máquina desarrollado de un modo extraordinariamente rápido en la última década, un proceso de consecuencias sociales y ecológicas mucho más catastróficas que en cualquiera otra parte de Europa. A la luz de todo ello creo que puede afirmarse no solo que España está sobradamente madura para la realización inmediata del comunismo, sino también que, sobre la base de sus condiciones internas, está precisamente llamada a convertirse en detonante de esa revolución en toda Europa Occidental». No deben de ser muchos los españoles dispuestos a creerse eso. Pero, aparte de agradecer a Harich su incitante versión del Spain is different, podemos recoger del contexto español de nuestro autor algunas precisiones o insistencias útiles para perfilar su concepto de comunismo: «Para el comunismo en el que yo pienso no faltan en absoluto los presupuestos materiales en España. No estoy pensando en un comunismo de la abundancia, sino en uno que excluya el ulterior crecimiento demográfico y económico, un comunismo de racionamiento de los bienes de uso que, con una radical nivelación de las diferencias de renta existentes, garantice la igualitaria satisfacción de las necesidades elementales de todos los miembros de la sociedad y sintonice armónicamente con el mantenimiento y el robustecimiento de nuestra base natural actualmente amenazada de muerte: la biosfera».

    No es posible dejar de reseñar otros dos elementos muy importantes de la reflexión y el programa de nuestro autor: la ausencia en su pensamiento de metafísica especulativa tradicional (pese a ocasionales truenos retóricos hegelianos) y su autoritarismo. El primero se puede ejemplificar comparando el tratamiento del concepto de necesidad por Ágnes Heller con el que le da Harich. Por un lado, una apasionante búsqueda de lo humanamente radical, con la esencia humana como horizonte. Por el lado de Harich, una positiva clasificación de las necesidades en necesidades satisfactibles y necesidades que hay que yugular (sin pretender saber sin son más o menos esenciales que otras) por sus consecuencias empíricamente registrables: Harich subdivide el segundo grupo en cinco subgrupos: a) necesidades cuya satisfacción es hostil a la naturaleza; b) necesidades cuya satisfacción es hostil a la vida social; c) necesidades cuya satisfacción es antisocialista; d) necesidades cuya satisfacción es anticomunista; e) combinaciones y transiciones de y entre a) y d). En el «examen diferenciado» que Harich propone de todas las necesidades «se tratará de distinguir selectivamente entre necesidades que hay que mantener, que cultivar como herencia cultural o hasta que habrá que despertar o intensificar, y otras necesidades de las que habrá que desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante medidas represivas rigurosas, como, por ejemplo, la paralización de ramas enteras de la producción, acompañada por tratamientos en masa de desintoxicación ejecutados según la ley». En este punto, el realismo de Harich desemboca en el otro rasgo destacado de su programa ecológico-comunista: el autoritarismo.

    El paso al autoritarismo en la noción de comunismo fue, naturalmente, una dificultad central para el mismo Harich. Este punto de su rectificación del concepto de comunismo muestra la contradicción más llamativa en que se encuentra Harich con su obra anterior. Sin embargo, a veces el autoritarismo de Harich se presenta tan provocativamente que incita a pensar que sus raíces se hundan en una vieja tierra que no es el nuevo terreno de los problemas ecológicos. Cuando, por ejemplo, dice: «A mí el pluralismo, la reivindicación de más libertad, etcétera, no me dice, evidentemente, nada, al contrario», Harich me recuerda inevitablemente el mundo cultural del que viene la insania zarista, la ferocidad reaccionaria antiliberal de las últimas revelaciones del profeta Solzhenitsyn, que han movido a protestar incluso a escritores yanquis moderados, como Schlesinger. Pero hay que sobreponerse a esa tentación de celtíbero libertario, porque el problema material (no solo el moral) no es un invento, está planteado realmente y no se puede reducir a disposiciones culturales de Harich. Cualesquiera que estas sean, está fuera de duda que todo comunista que vea en el problema ecológico el dato hoy básico del problema de la revolución (como es el caso de Harich) se ve obligado a revisar la noción de comunismo. Y una de las revisiones que se ofrecían más inmediatamente consiste, desde luego, en prescindir del elemento libertario y compensar la pérdida acentuando el igualitario. Esta es la solución adoptada por Harich, las estaciones de cuya reflexión se pueden describir resumidamente como sigue.

    Todavía en la Crítica de la impaciencia revolucionaria, cuatro años antes de ¿Comunismo sin crecimiento?, Harich trabaja, como queda dicho, con la noción de comunismo tradicional entre los marxistas. El capítulo segundo de aquel ensayo se titula, precisamente «La abolición del poder, objeto final también del marxismo» (se sobreentiende, no solo del anarquismo). Harich hace allí un poco de filología marxiana y concluye escribiendo que desde 1847, esto es, desde Misére de la Philosophie, «la doctrina marxista del estado ha considerado todo poder político, toda autoridad, como producto de las diferencias de clase y deduce de ello que en la sociedad sin clases del futuro, en la sociedad comunista, el estado resultará ser una institución superflua y se extinguirá». Luego, además, Harich subraya que Lenin ha substituido la idea histórico-social de «extinción del estado» por la idea política de su abolición. Comprueba, finalmente, que la literatura política estalinista no llegó a modificar ese punto y concluye así: «Ni siquiera, pues, el fenómeno histórico del estalinismo, con su terror, cambia el hecho de que los revolucionarios marxistas, como los anarquistas, quieren la desaparición del dominio y la sumisión, quieren la anarquía; que unos y otros tienen ese objeto. Y ni los unos ni los otros se convierten por ello en propagadores del caos».

    Esa noción tradicional marxista de comunismo con la que opera Harich en la Crítica es la de un comunismo de la abundancia. Así, por ejemplo, censura a Bakunin porque «la visión de una sociedad en la que cada cual toma lo que necesita superaba su capacidad de comprensión». Consiguientemente, Harich prefería, de entre los autores anarquistas, otros dotados de esa comprensión. Así elogiaba «el anarcocomunismo representado por Elisée Réclus, Piotr Kropotkin, Errico Malatesta, Jean Grave, Johann Most y otros. Este ha comprendido el vínculo insuprimible entre la ausencia de autoridad y la satisfacción de las necesidades humanas». Pues bien: si el vínculo entre la ausencia de autoridad y la satisfacción de las necesidades humanas es insuprimible ―lo que quiere decir que mientras la producción y la distribución del producto sean problemáticas tiene que haber estado―, lo primero que se le ocurre a uno, visto que, por el imperativo ecológico, las necesidades se tienen que clasificar de nuevo para satisfacer unas y yugular otras, es que lo que se va a extinguir es la perspectiva de extinción del poder político. Harich lo entiende así y desde 1975 construye un comunismo autoritario, su «comunismo homeostático» de la escasez, que implica una ruptura definitiva con el anarquismo (al menos con el tradicional).

    No se puede negar peso a las razones de Harich. Pero, antes de terminar recomendando calurosamente la lectura de todos sus escritos, vale la pena oponerle algunas otras ―nada resolutorias, por lo demás― que también pesan algo.

    Por de pronto, es difícil evitar la impresión de que Harich procede con alguna prisa, con una prisa que no vacila en pasar por alto observaciones críticas tan viejas y elementales como las de Russell o el anarquismo a propósito de la realidad soviética. En el mensaje de 1977 a los jóvenes socialistas, por ejemplo, luego del valiente paso, ya recordado, en el que declara que no hay más remedio que propugnar el igualitarismo comunista «por abajo», aboliendo, por ejemplo, el automóvil privado, Harich escribe la siguiente utopía inverosímil, acrítica en el plano psicológico y curiosamente ciega respecto de la dialéctica entre el poder político y el poder económico: «Y como resultado secundario de ese proceso, se solucionarán por sí mismos los problemas de la deformación burocrática y el carrerismo, de la misma manera que el grano se separa de la paja. Pues un aparato comunista en el que desde el punto de vista material no valga ya la pena ascender quedará reservado a quienes estén consagrados exclusivamente al servicio altruista, desinteresado y pleno a la buena causa, a la comunidad, a la patria, a la clase obrera internacional». ¿Ejerce aquí Harich una ironía infernal, huésped de abismos que jamás barruntara Jean Paul, o de verdad no sabe que el siervo de los siervos de Dios es un amo de Padre y muy Señor mío? El lector podría enfadarse si Harich dijera a menudo cosas como esta, también de ¿Comunismo sin crecimiento?: «Un día, con objeto de conseguir una dispersión más homogénea de la población ―cosa que sería muy recomendable ecológicamente―, un gobierno comunista mundial tendrá de todos modos que ejecutar acciones de traslado a escala global». Muchos pensamos que eso es así, efectivamente. Pero esperamos que no sea un gobierno el que realice esas redistribuciones, y que no las ejecute, para no recordar demasiado, a los que entonces vivan, las odiseas de los indios americanos, los convoyes a Treblinka o las desventuras de los tártaros de Crimea. (Sin discusión se concede a Harich que añada: o las migraciones de los campesinos europeos bajo el capitalismo. Pero, precisamente: eso no sería réplica, sino añadido).

    Luego, también, habría que notar un punto todavía obscuro en la reconstrucción del concepto de comunismo por nuestro autor. En la concepción de los clásicos la relación entre la producción y distribución del producto y, en particular, del excedente (con la laxa manera de decir «producción y distribución» se evita una discusión antropológica que aquí sería engorrosa e innecesaria), por un lado, y el poder político, por otro, está mediada por la constitución de las clases sociales. Estas parecen condición necesaria de la instauración del poder político, del estado. Entonces, el comunismo homeostático y con estado de Harich, ¿es clasista? Para contestar que no, Harich tendría probablemente que restringir mucho el concepto de clase social, encerrándolo en el marco de las relaciones jurídicas de propiedad. Esa salida tiene sus precedentes, incluso en el «marxismo ortodoxo», pero parece poco afín a la acertada actitud de Harich respecto a la empiria.

    ¿Por qué parece tan seguro Harich de que no se puede buscar nuevas perspectivas por el lado de un democratismo directo radical, tal vez con represión democrático-despótica (pero no jacobina ni bolchevique, sino rousseauniana, o babuvista, por hablar con Harich) en áreas definidas desde abajo por las pequeñas comunidades (demografía, parasitismo, medioambiente, violencia, opresión interpersonal)? Partiendo de supuestos filosóficos muy diferentes, pero en substancia de los mismos problemas y de motivaciones comunistas parecidas, Ágnes Heller, por ejemplo, intenta algo así con su concepción de una articulación democrática en un programa de contracultura, comunidades interpersonales nuevas y democracia de productores (autogestión), sin abandono de las instancias representativas, o indirectas. ¿Por qué no se interesa Harich en absoluto por esa búsqueda que obsesiona a tantos comunistas marxistas? Es de temer que por un pesimismo profundo acerca de la posibilidad de que la evolución de la política internacional ―lo que en los buenos tiempos se llamaba «lucha de clases a escala mundial»― permita a esas investigaciones arraigar en la realidad social. Tal vez al hablar de Nueva Arca de Noé a propósito de la Unión Soviética Harich no esté pensando solo en el oxígeno. Pero, pues nuestro autor no ha sido explícito al respecto, será forzoso no seguir tejiendo una red de sospechas acaso inconsistente.

     

    MANUEL SACRISTÁN (1925-1985) fue un filósofo y militante comunista, probablemente el marxista más relevante del país. Estudió derecho y filosofía en la Universidad de Barcelona y lógica matemática y filosofía de la ciencia en Alemania. La precariedad económica le obligó a tener que dedicar buena parte de sus esfuerzos intelectuales a traducir y prologar a otros autores, lo que a su vez hizo que introdujese y colocase en primer plano en España a pensadores como Gramsci, Lukács o E. P. Thompson. Militó durante mucho tiempo en el PSUC, donde ocupó cargos de dirección. Su interés por nuevos problemas políticos como el feminismo y el ecologismo le llevaron a finales de los años setenta a fundar la revista mientras tanto junto a Giulia Adinolfi y a formar parte del Comité Antinuclear de Catalunya.

    [1] Hay traducción al castellano de Antoni Domènech: Crítica de la impaciencia revolucionaria, Barcelona, Crítica, 1988. (N. de Contra el diluvio).

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  • «Tenía a todo el mundo en mi contra» – Entrevista a Wolfgang Harich [Der Spiegel, 1979]

    «Tenía a todo el mundo en mi contra» – Entrevista a Wolfgang Harich [Der Spiegel, 1979]

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    Esta entrevista, realizada por Romain Leick y Ulrich Schwan, fue publicada originalmente el 11 de junio de 1979 en el semanario Der Spiegel.

    Der Spiegel: Señor Harich, no hace ni dos años criticó usted duramente a los intelectuales germano-orientales que querían abandonar el país. Ahora se encuentra usted en Occidente. ¿Qué le ha hecho cambiar de parecer?

    Wolfgang Harich: Ninguno de los que abandonó entonces la República Democrática Alemana (RDA) recibía una pensión por invalidez. Se trataba de personas que estaban en plena disposición de trabajar. En mi caso quería utilizar de manera útil las energías que me quedan para trabajar, considerablemente reducidas por un problema de corazón. También se trataba de escritores que contribuían al enriquecimiento de la vida cultural de la RDA.

     

    DS: ¿Y usted no?

    WH: Yo en buena medida ya lo hice con mis antiguos trabajos como crítico teatral, como historiador de la filosofía, como teórico literario, como filólogo. De haber continuado con esa profesión, entonces también hubiera encontrado reprobable haber dejado el país. Pero a comienzos de los setenta me orienté hacia la futurología ecológica.

     

    DS: ¿Y no fue eso un enriquecimiento cultural para la RDA?

    WH: He intentado durante tres años y medio ayudar a establecer una comisión interdisciplinar en la Academia de las Ciencias de la RDA que habría de ocuparse de la cuestión ecológica y de escenarios de futuro.

     

    DS: Obviamente, sin éxito.

    WH: En las conversaciones que mantuve con el Comité Central del SED [Partido Socialista Unificado] me aseguraron que se iba a crear. Sin embargo, el resultado de estas conversaciones me llevó a tomar la decisión de marcharme, porque ni mucho menos no se correspondía con mis ideas. La comisión, tal y como ahora está planteada, trabaja completamente desconectada de los problemas medioambientales en la RDA. Únicamente tiene tareas ideológicas. Por ejemplo, debe evaluar posibilidades de coalición con Los Verdes en Occidente, con el Club de Roma y demás. No se prevén propuestas para la propia RDA.

     

    DS: Pero también los otros tenían motivos para abandonar el país. A estos, sin embargo, se los acusa de querer evadir, con su marcha, la «lucha por las ideas».

    WH: Mi caso fue especialmente desabrido. Aunque podía expresar mi opinión en las reuniones de la comisión ―lo que, como me hicieron saber, era incluso deseable, como elemento vivificador―, no podía tener ningún contacto con científicos de la RDA fuera de las reuniones de la comisión. Claramente un intento de aislarme.

     

    DS: ¿No tuvo la oportunidad de unirse a la oposición intelectual en vez de abandonar el país cuyo régimen sigue elogiando hoy desde Viena?

    WH: El gato escaldado, del agua fría huye.[1] Mi aislamiento seguía y empeoraba. Dos ejemplos. El escritor Rolf Schneider, que pertenece a los disidentes, me acusó el año pasado: «Sus Verdes en Occidente son las nuevas SA y SS». El poeta Peter Hacks, que está lejos de ser un disidente y ha recibido varias medallas del Estado, se mofó en petit comité: «El comunismo no me interesa para nada, y menos aún el de Harich, que por ello entiende el cuidado de los jilgueros». Tenía a todo el mundo en mi contra: los viejos estalinistas, porque no me perdonan todavía la historia de 1956, y los disidentes, que no me perdonan que en 1975 escribiese en mi libro ¿Comunismo sin crecimiento? que solamente una dictadura podía resolver los futuros problemas de la humanidad.

     

    DS: ¿El ecologista Harich, él solo, contra todos?

    WH: El único funcionario que se atrevió a tener en cuenta mis ambiciones ecológicas fue el viceministro de Cultura Klaus Höpcke.

     

    DS: Un hombre bastante poco estimado por los escritores.

    WH: Pero muy estimado por mí. Y viceversa. En la cúpula dirigente de la RDA hay diferencias de opinión; no quiero hablar de luchas de poder, ahí se equivoca Der Spiegel, sino de diferencias de opinión y tipos diferentes. Hay Robespierres y Dantons. Höpcke es, claramente, un Robespierre, algo que aprecio: delgado, adusto, ascético, no tiene coche ni dacha, humilde, y además cortés.

     

    DS: ¿Podría mencionar a unos cuantos Dantons?

    WH: Konrad Naumann, por ejemplo, el presidente del SED de Berlín. No le tengo ningún aprecio. Naumann suprimió Die Flüsterparty [La fiesta de los susurros], una pieza de Rudi Strahl, un autor de éxito en la RDA, en la que atacaba el efecto corruptor de las Intershop.[2] Höpcke venía a visitarme en autobús y por la noche andaba hasta la estación de tren, disfrutaba del aire fresco, ahí tiene algo para Los Verdes.

     

    DS: ¿Cómo clasificaría a Honecker?

    WH: Preferiría, si me lo permite, no clasificarlo. Por su pasado como luchador debería ser todo un Robespierre.

     

    DS: Volvamos a su persona. ¿Cree que a la RDA le alegra que usted se haya marchado?

    WH: Creo que sí y no. No porque sea una pérdida, como cualquiera que se marcha, de prestigio. Como teórico literario seguro que me dejaron marchar a desgana. En cualquier caso, yo ya no me dedicaba a eso.

     

    DS: ¿Hubo algún intento para que se quedase?

    WH: En enero me citaron en el departamento científico del Comité Central. Allí dije que  podía abandonar el país sin causar problemas. Razones hay de sobra: mi enfermedad, mi condición de inválido, además tengo una compañera austriaca, lo cual es un motivo privado, y además de todo eso me marcho a un país neutral, así que no es tan grave como si me fuese a la República Federal Alemana. Quería quitar hierro al asunto. Me dijeron: «No, eso nos perjudica, se va a volver a decir que en nuestro país no se puede vivir ni respirar. El cardenal [Alfred] Bengsch puede vivir en nuestro país y a usted lo sentimos más cercano que a él, ¿acaso puede discutirse eso?». Mi respuesta: «No, por supuesto que no». «Así que puede marcharse. Si quiere marcharse, adelante, no pondremos ningún obstáculo. Pero nos perjudica, todo el que se marcha nos perjudica». Luego añadieron: «La situación con su pensión es muy mala». Por mi encarcelamiento de 1956 a 1964 perdí mi derecho a una renta como trabajador intelectual. Se ofrecieron a arreglarlo y darme la pensión que me correspondía, y además otra por invalidez.

     

    DS: Con la condición de que permaneciese.

    WH: Sí. Pero luego vino todo el asunto de la comisión, ahí fue cuando escribí directamente a Honecker mi petición de abandonar el país.

     

    DS: ¿Cómo argumentó su solicitud?

    WH: Sencillamente diciendo que mi libro ¿Comunismo sin crecimiento? no podía ser publicado en la RDA, que todos mis intentos por poner en marcha ciertas ideas en la RDA habían fracasado. No reprochaba nada a la RDA, los errores probablemente fueron míos, durante años he intentado empezar la casa por el tejado. En la brecha de bienestar entre Este y Oeste debe combatirse el consumismo occidental. Me separaría sin sentimientos de amargura de la RDA, la abandonaría incluso como simpatizante, y le desearía todo lo mejor al país y al partido. Luego todo ocurrió muy rápido. Recibí la respuesta: «Puede dejar el país, pero por favor no abandone la nacionalidad. Lo consideramos un simpatizante sincero de nuestro partido, ¿por qué dar al traste con todo?».

     

    DS: ¿Solicitó que se le retirase la nacionalidad?

    WH: Sí, pero me contestaron que podía volver en cualquier momento. «Recibirá de nuevo entonces su pensión por intelectual y nosotros nos alegraremos de ello. Pruebe a marcharse dos años. Se hace usted demasiadas ilusiones sobre las posibilidades que tiene allá».

     

    DS: ¿Pero acaso es falso? ¿Qué puede ofrecer usted a Los Verdes occidentales? Sigue creyendo que solamente una sociedad comunista está en disposición de resolver la crisis ecológica. 

    WH: Así es: creo que las estructuras de propiedad y poder del socialismo, consideradas en abstracto, son más apropiadas. Pero hay obstáculos subjetivos y objetivos realmente complicados.

     

    DS: ¿Como por ejemplo?

    WH: Los obstáculos subjetivos son la interpretación tradicional en el marxismo, en el movimiento obrero, al que es ajeno una relación técnica-crítica. Domina la creencia de la inocencia de las fuerzas de producción. Pero el marxismo tiene también otras tradiciones.

     

    DS: Podría decir cientos de veces que en el marxismo hay otras tradiciones, pero toda la política del SED descansa sobre el dogma del crecimiento constante, de la liberación de las fuerzas productivas. Si lo cuestiona, el sistema se desploma.

    WH: No, no lo he hecho. Usted debe tener en cuenta que en los países socialistas, especialmente en la Unión Soviética, pero también hasta cierto punto en la RDA, la satisfacción de las necesidades de consumo como tarea principal es algo relativamente nuevo. Invertir esa tendencia ahora sería algo muy difícil. Hay algún intento: en el nuevo programa del SED, aprobado en el IX Congreso de 1976, se habla del uso de la naturaleza con plena responsabilidad para las generaciones futuras.

     

    DS: Sin embargo, el SED lo ve de otro modo. Honecker sigue forzando una política de socialismo de consumo. 

    WH: La propia población presiona desde abajo para que haya más automóviles, influida por la publicidad de las televisiones occidentales. El mayor obstáculo objetivo es la diferencia entre los estándares de vida del Este y el Oeste. Esto significa, por una parte, que partido y Estado se encuentran bajo una fuerte presión consumista por parte de su población y que, por otra, con este consumismo, los problemas medioambientales asociados a un país como la RDA, y todavía más en Polonia o en la Unión Soviética, aún no se manifiestan en toda su claridad. Estuve en Greifswald, cerca de la central nuclear, a la población no le inquieta lo más mínimo. Era el único que conservaba su opinión. La población dice que para ellos lo fundamental son otras cosas, como por ejemplo que no les llega un determinado tipo de tornillos. Como ecologista uno concluye naturalmente que quizá valga la pena intentarlo en el Oeste.

     

    DS: ¿Se hubiera quedado usted en la RDA de haber habido un cambio en la política del SED en favor de una mayor austeridad? 

    WH: Ya había recibido mi pasaporte con el visado cuando llegó el anuncio de que el partido quería limitar las ventas de Intershop…

     

    DS: …con la introducción de un sistema de cheques y la prohibición de comprar con divisa occidental.

    WH: Sí. Llamé de inmediato al Comité Central y les dije que si eso significa un cambio de política, si se abrían ahora a nuevas perspectivas, les devolvía el pasaporte y me quedaba. Pero toda esta historia de los cheques en realidad no significa nada más que ahora en la RDA va a haber tres divisas en vez de dos, permitiéndose cambiar la segunda por la tercera. Fue en ese punto cuando me marché.

     

    DS: ¿No pensó en algún momento en emigrar a un país socialista?

    WH: En broma, he dicho en varias ocasiones que me gustaría mudarme a Albania.

     

    DS: ¿Por qué no China?

    WH: Los chinos se encuentran en este momento en un terrible curso de modernización. Junto con los americanos. Si hubieran permanecido con el Mao clásico o si hubiera ganado la Banda de los cuatro…

     

    DS: No es usted el único filósofo de la RDA que se ocupa de cuestiones medioambientales. Rudolf Bahro también ha intentado desarrollar una política ecológica y ha terminado siendo encarcelado por ello. El ecologista germano-occidental Carl Amery le ha acusado de guardar silencio en el caso Bahro.

    WH: Carl Amery no tiene absolutamente ninguna idea de todo lo que he hecho por Bahro desde octubre de 1977, y recientemente de nuevo en España, sin ir por ahí pregonándolo. Me gustaría poder hablar de ello con Amery. Me he distanciado críticamente de las posiciones básicas de Bahro, pero me pronunciaré sobre todo lo que respecta a estas teorías cuando él pueda responder a mis críticas como hombre libre. A lo que me gustaría añadir que deseo que este hombre de talento, erudito y de pensamiento fértil pueda disfrutar pronto de libertad.

     

    DS: Sus adversarios opinan que usted guarda aún otro esqueleto en el armario: el del viejo comunista Walter Janka. El cantante Wolf Biermann le acusó el año pasado de haberlo denunciado a los servicios de seguridad del Estado [Staatssicherheitsdienst] a cambio de obtener beneficios. El Frankfurter Allgemeine Zeitung ha hecho suya ahora esta acusación.

    WH: No hay ni una palabra cierta.

     

    DS: ¿Por qué no presentó entonces una denuncia contra Biermann como había anunciado previamente?

    WH: Porque solo podría haber denunciado a Biermann por difamación e injurias, que son delitos menores, y no por calumnia. Biermann no me calumnió, simplemente citó a otro.

     

    DS: ¿A Janka?

    WH: Sí, a Janka y a Havemann. Tras la publicación de Biermann escribí a Janka, que vive en la RDA, para pedirle hablar del asunto. No me respondió. Su mujer me contestó a una llamada de teléfono pidiéndome que dejase a su marido tranquilo con cosas con las que no tiene nada que ver. Yo les pregunto: ¿Debería haber presentado acaso una denuncia contra Janka, contra Havemann, que estuvieron encarcelados conmigo en la RDA?

     

    DS: Incluso si tiene usted razón, debido a estas historias no aparece usted bajo una luz favorable en Occidente. ¿No cree que en estas circunstancias perjudica más que beneficia a Los Verdes?

    WH: No lo sé. Una vez me reuní con un grupo alternativo de autónomos, más o menos casualmente. Tengo relaciones con grupos en Suiza y me gustaría también echar un vistazo a lo que ocurre en Alemania occidental.

     

    DS: ¿Dónde?

    WH: Allí no espero poder jugar un papel destacado. También creo que hay diferencias considerables de opinión. No puedo excluir que perjudique a Los Verdes en bastantes aspectos. Aunque supuestamente les sería de mayor utilidad. Ya veremos. No quiero tener contacto solamente con Herbert Gruhl,[3] sino intentarlo con Erhard Eppler.[4]

     

    DS: El socialdemócrata Eppler rechazará la ayuda del comunista autoritario Harich.

    WH: Ante todo, creo que nos dirigimos a una crisis muy profunda de la democracia. Es una expresión de ceguera histórica, condicionada por la experiencia con el fascismo, y también de Stalin, contemplar la democracia como garante de la humanidad. En la historia hubo déspotas humanitarios y democracias terribles y sangrientas. Nos encontramos en un momento para replantearnos este asunto, también dentro de la izquierda socialdemócrata.

     

    DS: ¿Quiere decir que continúa defendiendo su dictadura de los ecologistas?

    WH: Desde que lo planteé en mi libro de 1975 han ocurrido muchas cosas en el debate ecológico. Hasta cierto punto ahora soy partidario de una autarquía local, una idea de la que son representantes Carl Amery y Yona Friedman.

     

    DS: Disculpe, ¿pero qué significa una autarquía local?

    WH: La posibilidad de soluciones democráticas de base en un marco local. La existencia de muchas autarquías locales posiblemente ofrezca mayores posibilidades de supervivencia que un sistema en el que todo está centralizado. Sigo manteniendo que hay parámetros de alcance global que solo pueden resolverse con un poder centralizado y que este, en mi opinión, debe contar con plenos poderes dictatoriales. ¿Cómo quiere usted mantener los niveles de los océanos con una autarquía local? Debe encontrarse un equilibrio óptimo entre una política autárquica y unilateral, con sus objetivos a corto plazo destinados a satisfacer las necesidades de los votantes, y mis ideas unilaterales centralistas, las buenas, viejas y sencillas tradiciones estalinistas con las que crecí.

     

    DS: ¿Quién debería recibir los plenos poderes dictatoriales que usted reclama?

    WH: La ONU, pero una ONU transformada por una revolución mundial y unificada.

     

    DS: Para ello se necesitaría la resolución del conflicto norte-sur.

    WH: El conflicto norte-sur es una gran esperanza y al mismo tiempo un gran peligro. El conflicto norte-sur implica que los países del tercer mundo, como ahora Irán, pueden explotar sus propios recursos naturales gradualmente y exportar tanto como incondicionalmente les sea necesario para sus propias importaciones. Ello obligaría a que los países industriales prestasen atención a las advertencias de los ecologistas para ahorrar y abrir paso a otros estilos de vida y otras relaciones de propiedad.

     

    DS: O también para apropiarse de los recursos naturales con violencia.

    WH: Sin duda, y ahí reside el gran peligro. El frente ecologista es insuficiente para el cerco de la bestia capitalista. Esta bestia ha de ser cercada desde diferentes frentes.

     

    DS: ¿Cuáles son?

    WH: En primer lugar el movimiento obrero, que se opone a los recortes y el desmantelamiento del estado del bienestar, y que estaría dispuesto a sacrificarse por sus hijos y nietos, pero no por la burguesía. Luego el frente ecologista, que lucha por el mantenimiento de la vida sobre el planeta y bloquea de ese modo el crecimiento económico. El tercer frente es el pacifista, que bloquea una salida militar. Es necesario construir puentes entre estos tres frentes.

     

    DS: Los sindicatos prefieren debatir antes del mantenimiento de los puestos de trabajo que de perspectivas a largo plazo.

    WH: Cierto. Pero una tecnología a gran escala para racionalizar los puestos de trabajo debería hacer a los sindicatos más receptivos a mis reflexiones. Incluso si aún no están de acuerdo, se trata de un potencial a ganar. Cuando Los Verdes en Occidente se conviertan en un movimiento con éxito, uno que supere sus divisiones, su confusión y sus enfermedades infantiles izquierdistas, entonces existirá la esperanza de que irradie al Este y de que los estados socialistas pongan a sus enormes aparatos a trabajar en la solución de los problemas. Por eso subrayo tanto que no conviene descartar al Este, a pesar de que haya podido decir algunas cosas aquí que conduzcan a pensar en eso.

     

    DS: Una vez más reaparece su confianza en la razón de enormes aparatos de poder.

    WH: No soy un sádico. No me gustan las dictaduras duras, no me despiertan ninguna simpatía. Únicamente anticipo que si todo sigue como hasta ahora, entonces revertir las consecuencias solo será posible con una tiranía terrible, temible. La única alternativa será entonces la autodestrucción en libertad, democracia y economía de mercado o un golpe de timón con medidas muy duras. Entonces quizá venga, como teme el socialdemócrata Richard Löwenthal, un nuevo cesarismo con una nueva guardia pretoriana, que destruya todo lo que se cruza a su paso. El riesgo está ahí. Yo estoy contra esta guardia pretoriana, por eso estoy a favor de un comunismo sin crecimiento.

     

    DS: Muchas gracias por la entrevista, señor Harich.

     

    Traducción de Àngel Ferrero.

     

    [1] Harich fue condenado por un tribunal de la RDA en 1956 a una pena diez años de prisión ―que cumplió íntegramente― por su participación en un grupo opositor junto con el editor jefe de la editorial Aufbau, Walter Janka. El grupo promovía una «vía alemana al socialismo», aproximándose al modelo yugoslavo, con el establecimiento de sindicatos libres y empresas autogestionadas, para hacer así atractiva la RDA a ojos de los trabajadores germano-occidentales. El proceso habría de terminar con una Alemania reunificada socialista y neutral. (Todas las notas son del traductor).

    [2] Intershop fue una cadena estatal de venta al por menor en la RDA. Solo se aceptaba divisa fuerte, con el marco germano-oriental excluido. Originalmente pensadas para los visitantes occidentales, fueron utilizadas finalmente por muchos alemanes del Este. Una de las consecuencias fue que muchos de ellos pudieron ver qué tipo de mercancías se vendían en Alemania occidental y compararlas con la oferta en el propio país.

    [3] Herbert Gruhl (1921-1993), diputado cristianodemócrata y posteriormente uno de los fundadores de Los Verdes. Acabó abandonando el partido en 1981 por desacuerdos con la dirección del partido.

    [4] Erhard Eppler (1926-2019) fue un destacado político del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), perteneciente a su ala izquierda. Desde 1968 hasta 1974 fue ministro de Cooperación Económica y Desarrollo.

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  • En el vigésimo aniversario de la muerte de Wolfgang Harich

    En el vigésimo aniversario de la muerte de Wolfgang Harich

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    Por Àngel Ferrero.

    Este texto fue publicado originalmente en marxismocritico.com el 20 de marzo de 2015.

     

    Sobre grandes intelectuales pesan en ocasiones grandes e injustos silencios. Mientras las modas intelectuales vienen y van, las reflexiones de estos soportan mucho mejor el paso del tiempo y siempre terminan de un modo u otro regresando para iluminar los problemas político-filosóficos de nuestros tiempos. Wolfgang Harich (Königsberg, 1923 – Berlín, 1995) pertenece sin duda a esa categoría de intelectuales. Hasta hace solo unas décadas la situación era, sin embargo, muy diferente. La traducción al castellano de sus libros Crítica de la impaciencia revolucionaria y ¿Comunismo sin crecimiento? tuvieron una considerable difusión en España entre la izquierda y varios escritos suyos fueron traducidos por revistas como Materiales, mientras tanto, El Viejo Topo y La Calle. ¿Quién era Wolfgang Harich? ¿Y por qué importa su obra?

     

    Intento de una biografía

    La vida de Wolfgang Harich fue en extremo azarosa. El propio Harich tituló sus memorias Ahnenpaß. Versuch einer Autobiographie, «Intento de una autobiografía», porque nunca logró terminarla. Comenzada en 1972 en colaboración con la periodista Marlies Menge, el desacuerdo entre biógrafo y biografiado dio al traste con la colaboración y Harich prosiguió en solitario con la redacción del texto, que finaliza en el decisivo año de 1956.

    Wolfgang Harich nació en 1923 en Königsberg, Prusia oriental (hoy Kaliningrado, enclave ruso), en el seno de una familia burguesa de inclinación socialdemócrata. Su padre, Walther Harich, era un conocido escritor e historiador de la literatura, responsable de la edición de las obras completas de E. T. A. Hoffmann. Durante el periodo de entreguerras, las simpatías de la familia Harich estaban del lado la República de Weimar y en contra del nazismo, pero, como muchos alemanes que no pudieron exiliarse, hubieron de contemporizar con la llegada del nuevo régimen.

    El joven Harich fue movilizado en 1941, el mismo año en que comienza la invasión a la Unión Soviética, pero por problemas de salud su incorporación a filas se retrasó hasta 1942. Gracias a sus contactos con la embajada japonesa en Berlín ―en la que impartía clases privadas de alemán a sus funcionarios― y a su habilidad para simular ataques de ciática, Harich se libró en varias ocasiones de ir al frente oriental y pasó todo el conflicto en hospitales militares en Berlín y Brandeburgo. En 1943, ya miembro del grupo de resistencia antifascista ERNST, Harich intentó desertar de la Wehrmacht, pero fue descubierto por la policía. Tras un juicio exprés de diez minutos, Harich fue condenado a prisión, cumpliendo su condena desde octubre de 1943 hasta enero de 1944 en la cárcel de Torgau, donde durante semanas fue alimentado solamente a base de pan y agua. Las malas condiciones del encarcelamiento le llevaron a sufrir una angina de pecho que arrastraría durante el resto de su vida.

    Tras la llegada de las tropas soviéticas a Berlín y el fin de la guerra, Wolfgang Harich trabajó como crítico literario y teatral en el Kurier de Berlín occidental (1945-1946), en la zona de ocupación francesa, y en el Täglichen Rundschau (1946-1950) en Berlín oriental, así como en el quincenal Neue Welt, editado por las autoridades soviéticas, alcanzando la celebridad gracias a una inusual combinación de penetración analítica y lo que Manuel Sacristán llamó «salidas e impertinencias mundanas» ―se dice que el filósofo llegó a declararse a la actriz Hannelore Schroth con la fórmula «vivo solo para Stalin y para ti»―, que se convertiría en su marca de fábrica.

    En 1946 Wolfgang Harich se afilió al Partido Comunista de Alemania (KPD), lentamente comienza a apartarse de la crítica cultural y a trabajar como profesor de filosofía. Harich, un marxista sólido y poco ortodoxo, se considera a sí mismo discípulo a la vez del metafísico Nicolai Hartmann ―a cuyas lecciones atendió en Berlín― y del marxista György Lukács. Como miembro del Comité de Redacción del Deutschen Zeitschrift für Philosophie (1952-1956) ―donde coincidió con Ernst Bloch―, Harich luchó contra los postulados del marxismo vulgar y por rehabilitar la lógica formal en la Academia de las Ciencias de la República Democrática Alemana (RDA). Compaginó estas tareas con su trabajo como lector en la editorial Aufbau, donde se ocupó de reeditar las obras completas de Lessing, Herder, Goethe, Schiller, E. T. A. Hoffmann, Heine y otros. Las autoridades soviéticas se percataron rápidamente de su capacidad intelectual y le confiaron la tarea de devolver a la normalidad la vida cultural en el Berlín oriental de la inmediata posguerra. En ese cometido Harich fue uno de los responsables de convencer a las autoridades de la RDA de la importancia de que Brecht regresase a Berlín, y particularmente a Berlín Este, a pesar de que entonces los responsables de cultura, que favorecían las teorías de Stanislavski en consonancia con la línea soviética, consideraban que Brecht tenía «teorías formalistas y decadentes».

     

    Una «vía alemana al socialismo»

    En junio de 1953, mientras se produce el alzamiento en Berlín Este, Wolfgang Harich se encuentra internado en un hospital por motivos de salud. Lo ocurrido le inquieta, pero, como muchos otros comunistas alemanes, ve motivos legítimos en la insurrección de los trabajadores de la construcción. Por esa razón comienza a contemplar la posibilidad de poner en marcha en Alemania un «titoísmo tolerado y promocionado por la Unión Soviética», una idea que trata de quitarle de la cabeza Bertolt Brecht, cuya relación comienza a deteriorarse y queda finalmente rota después de que el dramaturgo sedujese a la esposa de Harich, la actriz Isot Kilian, de la que acabó divorciándose en 1955.

    Harich encontró apoyo a su idea entre sus colegas de la editorial Aufbau y especialmente en su editor jefe, Walter Janka. Janka, veterano de la guerra civil española (en la que combatió en el ejército republicano), llegó a ser visto por Harich como un posible sustituto al presidente del Consejo de Estado de la RDA, Walter Ulbricht. El plan del grupo Harich-Janka, que, siguiendo el léxico togliattiano, llamaron una «vía alemana al socialismo» ―para toda Alemania, no solo para la RDA―, abogaba por alejarse del modelo socialista soviético y aproximarse al yugoslavo, con el establecimiento de sindicatos libres y empresas autogestionadas, para hacer así atractiva la RDA a los trabajadores de Alemania occidental y favorecer una rápida reunificación. La esperanza de Harich era que en las elecciones generales de 1957 un SED ―el Partido Socialista Unificado de Alemania, resultado de la fusión entre el KPD y el SPD en Alemania oriental― reformado obtuviese una mayoría electoral, formase coalición de gobierno con los socialdemócratas y proclamase una Alemania reunificada socialista y neutral. El acercamiento entre la Unión Soviética y Yugoslavia en 1955, con la visita de Nikita Jruschov a Belgrado, y el impacto del informe secreto del XX Congreso del PCUS en 1956, donde Jruschov reveló algunos de los crímenes del estalinismo, así como la subida en Polonia de Władysław Gomulka ―un antiguo represaliado―, animaron a Harich a llevar adelante su idea y comunicársela al embajador ruso, quien, temiendo que un intento de reforma en Alemania Oriental acabase desestabilizando el entonces frágil equilibrio en el campo socialista, alertó a las autoridades germano-orientales, que detuvieron a Harich y al resto del grupo. El propio Harich recuerda en sus memorias que la situación internacional hacía muy difícil una operación como la que plantearon, con la insurrección húngara ―en la que el Club Petőfi, del que formaba parte Lukács, y muy similar en objetivos al grupo Harich-Janka, jugó un papel destacado― o la crisis del Canal de Suez. Además, Berlín Este tenía todavía una frontera abierta a Occidente que complicaba las cosas. El riesgo de conflagración era grande.

    Janka fue condenado por un tribunal a cinco años de prisión en Bautzen y liberado en 1960 gracias a una amnistía general; se le impidió regresar a la edición, aunque consiguió un puesto como dramaturgo en la DEFA, la compañía cinematográfica estatal. Harich fue condenado a diez años de prisión, la mayor parte de los cuales fueron en una celda de aislamiento de una cárcel de los servicios de seguridad del Interior en Berlín Este. Un año antes de su excarcelación, en 1964, un inspector de la Stasi le advirtió muy seriamente de que su carrera filosófica estaba oficialmente acabada: Harich había sido inhabilitado por las autoridades por un período de veinticinco años y no podría volver a impartir clases en la universidad. «Pero usted es germanista, piense en hacer otra cosa», añadió. «Políticamente estaba muerto ―escribe Harich en sus memorias―. Hice todo lo posible por intentar continuar donde pude: en la edición de Feuerbach, en mi trabajo de investigación sobre Jean Paul, en el intento de lucha contra los sinsentidos del neoanarquismo, en el intento de encontrar una síntesis entre el comunismo científico y las advertencias del Club de Roma, en mi lucha contra el renacimiento de Nietzsche».

    Cuando la inhabilitación de Harich estaba a punto de concluir, cayó el Muro de Berlín. Entonces Janka publicó un libro acusando a Harich de haber colaborado con la fiscalía de la RDA. La cosa acabó en litigio y con Harich en la cárcel por unos días, convirtiéndolo, así, en una de las pocas personas ―sino la única― que conoció las cárceles de la Alemania nazi, la Alemania oriental y la Alemania reunificada.

     

    Harich contra la «nueva» izquierda

    Crítica de la impaciencia revolucionaria (1969), uno de los pocos libros de Harich publicados en castellano, es una crítica demoledora de lo que Harich denominó como neoanarquismo, epitomado en Linksradikalismus [El radicalismo izquierdista], el libro de los hermanos Cohn-Bendit, quienes participaron como es sabido de manera destacada en los desórdenes estudiantiles en París y la huelga general de seis semanas de duración durante la primavera de 1968 en Francia.

    En su prólogo al libro, Antoni Domènech ―que también fue su traductor― señala que «Harich quiere influir en la nueva izquierda cautivada por el neoanarquismo recordándole, por lo pronto, la escasa “novedad” de muchas de sus consignas y formas de lucha; poniéndola ante la evidencia de que está reanudando ―sin apenas consciencia de ello― la vieja y venerable tradición anarquista finisecular. […] La Crítica de la impaciencia revolucionaria, a diferencia de otros “ajustes de cuentas” marxistas con el anarquismo, no busca primordialmente hostigarlo por el flanco de su concepción normativa del Estado. Harich se cuida muy bien de resaltar que en este punto no hay diferencias de principio entre marxistas y anarquistas. […] Tampoco las diferencias de “ritmo” en punto a la abolición del poder político le parecen esenciales, sino derivadas».

    Lo que Harich achaca al neoanarquismo es sobre todo su pensamiento desiderativo, «este opio para socialistas que, mientras pesa como plomo en sus miembros, les engaña con la ilusión de una enorme aceleración del proceso histórico y, sobre todo, de una gigantesca efectividad de la propia acción»; en otras palabras, la impaciencia revolucionaria, la que quiere revolucionar «simultáneamente, de golpe, todos y cada uno de los ámbitos de la sociedad, simplemente porque en todos ellos se aprecian los efectos de la explotación, de la opresión y de la manipulación». Esa es la razón, según Harich, «de que el anarquismo antropologice de tan buen grado, esa es la razón de su falta de interés por los análisis económicos». Según el autor, ello conduce en última instancia a que «el anarquismo se enfrente a los problemas políticos más serios con una confusión y una desorientación desconcertantes, mientras que, por otra parte, desarrolle una curiosa predilección por dedicarse fanáticamente a revolucionar aspectos de la vida a tal punto irrelevantes políticamente».

    Por ejemplo, la estética. En un paso que no podemos sino reproducir en toda su integridad, para que el lector pueda así apreciar los conocimientos en la historia del movimiento obrero y la mordacidad del autor, el neoanarquismo, dice Harich, «reproduce la manía de todos los viejos movimientos radicales de malinterpretar la revolución como un asunto de estilo de vida y de aspecto externo. Y cuenta de buen grado al vestido y a la moda de peluquería entre las instituciones a “desestabilizar”, sin sospechar que la historia ha superado hace ya tiempo tales chiquillerías: Bebel, Mehring, Lenin, Trotski, Liebknecht padre y Liebknecht hijo, todos ellos se vistieron como ciudadanos normales y corrientes de su tiempo; Plejánov hasta se arreglaba como un grand seigneur; cuando iba a una asamblea obrera, Rosa Luxemburg se ponía su más elegante sombrero de plumas de avestruz y Clara Zetkin reservaba para esas ocasiones su mejor vestido de seda. Si quiere retrocederse más en el tiempo, piénsese que ya el más grande y consecuente de los sans-culottes no era nada sans-culotte en lo que a asuntos de moda respeta: ni siquiera en el año del Terror, en 1793, dejó Maximilien Robespierre de llevar su trenza y su chorrera de puntillas, y no porque diera especial valor a esos atributos de caballero rococó, sino, al revés, porque le traían tan sin cuidado que ni siquiera se le ocurrió prescindir de ellos. Como corresponde a un revolucionario, Robespierre tenía cosas más importantes que hacer: llevar a los enemigos del pueblo a la guillotina, por ejemplo».

    Sin embargo, tras revertirse la tendencia en los setenta, con la llegada de “los años de plomo” y el auge de un marxismo autoritario de ascendencia maoísta en Europa occidental (del que formaba parte una dura e injusta crítica hacia los anarquistas), Harich añadió un epílogo a su libro, pidiendo “que no se tomen a la ligera a los compañeros anarquistas, para que no se olvide su sobresaliente contribución como pioneros de la presente radicalización de la juventud y de la intelectualidad y, muy particularmente, para que no cometan nunca el error de tomarlos por enemigos del movimiento revolucionario a causa de las abstrusas ideas que profesan y de las actividades objetivamente dañinas que practican.”

    La Crítica de la impaciencia revolucionaria fue, como quedó dicho, escrito como una respuesta a los hermanos Cohn-Bendit. Tras recordar el apoyo de Piotr Kropotkin al gobierno de Kérenski, escribe Harich: «Parece increíble, pero es verdad. Si cosas de este género han podido ocurrir, nadie puede garantizar que el apoliticismo de nuestros actuales antiautoritarios no se acabará rompiendo algún día con alguna toma de partido igualmente chocante en favor de una política reaccionaria y chovinista al servicio de una guerra imperialista». Piénsese por un momento no solamente en el destino político y filosófico de tantos representantes del 68 francés y alemán, sino en el del propio Daniel Cohn-Bendit, mástil de proa de aquellas protestas, hoy acomodado eurodiputado de Los Verdes en Bruselas y uno de los más firmes partidarios de «las intervenciones humanitarias» desde la agresión de la OTAN a Yugoslavia en 1999.

     

    ¿Hacia un comunismo homeostático?

    En 1972 apareció Los límites del crecimiento, un informe de diecisiete investigadores del MIT hecho por encargo del Club de Roma, una organización no gubernamental con sede en Suiza. Los resultados de este informe alertaron a la opinión pública mundial: el aumento de la población mundial, la industrialización y el incremento de la polución consustancial a ella, sumados al elevado consumo de los recursos naturales estaban amenazando, según los autores, la continuidad de la vida humana misma sobre el planeta. De no poner fin a esta tendencia, la Tierra podría llegar a colapsar a mediados del siglo xxi. Los límites del crecimiento fue el toque a rebato para el movimiento ecologista moderno.

    Wolfgang Harich fue uno de los muchos intelectuales que leyó aquel informe y quedó impresionado por las advertencias del mismo. Además, la crisis ecológica obligaba a modificar por completo la teoría marxista, ya que ponía límites a la abundancia material con la que el marxismo tradicional había vinculado la libertad comunista y la consiguiente extinción (o abolición) del Estado. De aquel punto de partida salió ¿Comunismo sin crecimiento?, una larga conversación con Freimut Duve, un socialdemócrata germano-occidental.

    La nueva situación trocaba las cosas por completo. Así, según Harich, «características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica». Y con ello, aseguraba el autor, «mi creencia en la superioridad de modelo soviético de socialismo se ha hecho inquebrantable desde que he aprendido a no considerarlo ya desde el punto de vista de la ―por otra parte absoluta― competencia económica entre el Este y el Oeste, sino a juzgarlo, ante todo, según las posibilidades que ofrece su estructura para sobreponerse a la crisis ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta, para salvación de la humanidad». Según el autor, ya entonces era «posible el paso inmediato al comunismo en el estadio ya alcanzado del desarrollo de las fuerzas productivas; y, a la vista de la crisis ecológica […] urgentemente necesario». Es más, según Harich, solo un sistema comunista permitiría combinar medidas de emergencia como la limitación del consumo y de la población o el racionamiento de productos con el principio de igualdad. El resultado sería un comunismo sin crecimiento, homeostático (en equilibrio), que desplaza el acento del componente libertario al igualitario. En este punto en realidad Harich no se alejaba de Marx, quien nunca vio en el aumento de la producción un fin en sí mismo. El horizonte de superación de las relaciones de producción capitalistas, una vez agotadas sus potencialidades y llegados a los límites de lo que estas pueden dar de sí en términos de desarrollo, no consistía en una abundancia per se (a pesar de la frase del Manifiesto comunista de que la riqueza brotaría como una fuente). El horizonte poscapitalista, para Marx, es aquel en el que las necesidades están en el centro de la producción, y que esta sirve para suministrar valores de uso para cubrir las necesidades sociales e individuales en un régimen basado en la libre asociación de productores.

    En este sistema, Harich proponía «distinguir selectivamente entre las necesidades que hay que mantener, que cultivar como herencia cultural, o hasta que habrá que despertar o intensificar, y otras necesidades de las que habrá que desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante medidas represivas rigurosas, como, por ejemplo, la paralización de ramas enteras de la producción, acompañada por tratamientos de masas de desintoxicación ejecutados según la ley».

    Aquí es donde el realismo de Harich conduce a uno de los rasgos más polémicos de su programa ecocomunista: el autoritarismo. Pues muchas de estas medidas no podrían sino aplicarse con coerción por parte de un Estado socialista, y la grave situación de emergencia ecológica, a tenor del autor, así lo exige.

    El libro de Wolfgang Harich fue ampliamente debatido en España. Sacristán ―quien, como Harich, se interesó vivamente por la cuestión medioambiental― achacó a ¿Comunismo sin crecimiento? tres defectos: «En primer lugar, es inverosímil si se tiene en cuenta la experiencia histórica, incluida la más reciente, que es la ofrecida por la aristocracia de los países del llamado “socialismo real”; en segundo lugar, el despotismo pertenece a la misma cultura del exceso que se trata de superar; en tercer lugar, es poco probable que un movimiento comunista luche por semejante objetivo. La conciencia comunista pensará más que bien que para ese viaje no se necesitaban las alforjas de la lucha revolucionaria. A la objeción (repetidamente insinuada por Harich) de que el instinto de conservación se tiene que imponer a la repugnancia al autoritarismo, se puede oponer al menos la duda acerca de lo que puede hacer una humanidad ya sin entusiasmos, defraudada en su aspiración milenaria de justicia, libertad y comunidad». Probablemente las experiencias de planificación estatal y mercado y de redes cooperativas como las que existen en el llamado socialismo del siglo xxi (cuyos defectos no pueden abordarse aquí), con las que Harich no podía contar hace décadas, le hubieran ofrecido una salida democrática a sus ideas de fuerte planificación centralizada, del mismo modo que los avances tecnológicos de estos últimos treinta años facilitarían ese «transitar hacia el comunismo» del que hablaba en su libro.

    Con todo, conviene insistir en la idea, central en el libro de Harich, de la imposibilidad de combatir las crisis ecológicas sin una superación del capitalismo, sin superar las relaciones de producción capitalistas. Pocas cosas ejemplifican tanto este punto como los Tratados de Kioto por los que se estableció un sistema de compraventa de derechos de contaminación. Medidas como esta son contrarias a lo que plantea Harich por dos motivos. Por una parte, porque Harich considera, como todo marxista, que el mercado no es una institución que pueda repartir justamente la producción. Sí que sirve para distribuir mercancías y riqueza, pero de manera totalmente injusta, favoreciendo a los sectores de población capaces de obtener más dinero, pues el hecho de que la distribución esté mediada por el dinero ―característica central del capitalismo― facilita que esta sea desigual. Por otra parte, la aplicación de reformas sin perturbar la dinámica de acumulación del capital es a medio término estéril. Lo único que se consigue es dificultar la obtención de rentabilidad de las inversiones, y como el capital vive de estas, se produce un traslado de la presión al trabajo, ya sea con aumentos de la explotación o con despidos y cierres de empresas. El marco capitalista no permite entorpecer la obtención de beneficios sin que las empresas, los sectores industriales o las economías afectadas por las nuevas regulaciones vean amenazada su viabilidad. Por ese motivo, si realmente se quiere atacar los problemas medioambientales, conviene ir más allá de una economía cuyo motor se basa en el beneficio.

    Han pasado ya varias décadas desde la publicación de ¿Comunismo sin crecimiento? Hoy los pronósticos son más sombríos aun si cabe; los partidos verdes, desprovistos de mordiente social; y el debate, menos presente, desplazado actualmente por la crisis económica. Pero es insoslayable. Poco antes de morir ya lo señaló el propio Harich utilizando la metáfora del «Reloj del Apocalipsis» del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago: «No nos encontramos a cinco minutos de la medianoche, sino a cinco minutos pasada la medianoche».

     

    China es la respuesta, pero no recuerdo la pregunta

    Las ideas de Wolfgang Harich en ¿Comunismo sin crecimiento?, huelga decirlo, no solo no han perdido actualidad, sino que la han ganado, especialmente a medida que el capitalismo alcanza, lograda ya su máxima expansión geográfica, sus límites naturales.

    En 1991 se desintegró el campo socialista en Europa Oriental. Como consecuencia, el resto de países socialistas terminó integrándose en mayor o menor grado en el mercado mundial, adoptando lo que oficialmente se denomina «economía de mercado orientada al socialismo» (en Vietnam) y «socialismo con características chinas» (en la República Popular China). Este socialismo de mercado particular ha tenido sin duda consecuencias positivas para China, que dejó de encontrarse entre los receptores del Programa Mundial de Alimentos para figurar entre los donantes, por ejemplo. China ha desbancado a Estados Unidos como primera economía mundial, ha construido el ferrocarril más rápido y la central hidroeléctrica más grande del mundo y ha enviado una misión tripulada al espacio. Sin embargo, este desarrollo ha creado a su vez, como es notorio, grandes problemas, particularmente medioambientales. Por ese motivo, cuando el periodista británico Jonathan Watts tituló a su libro de investigación When a Billion Chinese Jump (Simon and Schuster, 2010), añadió de inmediato «cómo puede China salvar a la humanidad o destruirla».

    Watts no es un periodista dado a las exageraciones. Por eso la pregunta ―«cómo puede China salvar a la humanidad o destruirla»― es bien real y urgente. «Para proporcionar a todas las personas de China el estilo de vida de Shanghái ―escribe― las fábricas necesitarían producir unos 159 millones de refrigeradores extra, 213 millones de televisores, 233 millones de ordenadores, 166 millones de microondas, 260 millones de aparatos de aire acondicionado y 187 millones de automóviles. Las plantas de energía tendrían que duplicar su producción. La demanda de materias primas y combustible agravaría la carga sobre el medioambiente y la seguridad mundial». Todo eso en cuanto al «estilo de vida de Shanghái». Con el estilo de vida occidental ―que muchos chinos asumen como el normal en todo Occidente debido a la presión de la cultura de masas occidental, sobre todo angloestadounidense― las proyecciones resultan más preocupantes. El consumo de leche y carne de vacuno, por ejemplo, aumenta en China. Para criar a una vaca se requieren cuatro veces el grano que es necesario para criar a una gallina y, para alimentar a su ganado, China ha de importar cantidades cada vez mayores de soja de Brasil, lo que ha acelerado la deforestación del Amazonas. Según Watts, que cita cálculos del Earthwatch Institute, si China consumiese al mismo nivel que los estadounidenses, «la producción mundial de acero, papel y automóviles tendría que duplicarse, la extracción de petróleo tendría que aumentar en veinte millones de barriles diarios, y los mineros tendrían que extraer 5.000 millones de toneladas de carbón. […] China consumiría el 80% de la producción cárnica mundial y dos tercios de las cosechas mundiales de grano». También aumentaría proporcionalmente el volumen de desechos: China podría alcanzar los 400 millones de toneladas de basura dentro de cinco años, el equivalente a toda la basura mundial de 1997.

    ¿Cómo pueden los dirigentes chinos mantener su promesa de una «sociedad moderadamente próspera» (xiaokang shei) para 2020 ―ese es el objetivo oficial― para su población y, a la vez, crear un modelo sostenible de desarrollo? Muchos de sus proyectos más criticados, como la Presa de las Tres Gargantas, presentaban escasas alternativas en el contexto actual. A pesar de sus errores de diseño y el desplazamiento de población, frecuentemente criticados por los medios occidentales, la única alternativa a la Presa de las Tres Gargantas era el consumo de cincuenta millones de toneladas de carbón anuales. Y con todo, su construcción ha servido en última instancia para atraer industrias contaminantes en lugar de sustituirlas por otras limpias.

    El motivo último de estos desequilibrios es, en efecto, la integración de China en la economía mundial. En cuanto a polución, China tiene una responsabilidad histórica menor que otras naciones, como Estados Unidos o Reino Unido, que comenzaron a contaminar mucho antes. En relación a su demografía, su huella de dióxido de carbono sobre el medioambiente supone solamente un tercio o una cuarta parte de la de Estados Unidos y Europa respectivamente, y la mayor parte de estas emisiones procede de la fabricación de productos que más tarde se exportan a los mercados occidentales. Por eso, China no puede cambiar sin que cambie, a su vez, la economía mundial.

    Algo parecido ocurre con la «política de hijo único». Su objetivo era controlar el vertiginoso crecimiento de su población. La otra cara de la moneda son las distorsiones demográficas que esta política tendrá en el futuro: diez millones de hombres adultos incapaces de encontrar esposa, millones de personas que tendrán que soportar los costes económicos de la generación anterior (dos padres, cuatro abuelos), etcétera.

    El tres veces ganador del premio Pulitzer, Thomas Friedman, escribió que «la autocracia de un solo partido tiene ciertamente sus inconvenientes. Pero cuando está dirigida por un grupo de personas razonablemente ilustradas, como en China hoy, también puede presentar grandes ventajas». En su artículo, Friedman se refería concretamente a la aprobación de determinadas medidas que, aun siendo necesarias, el electorado de los países industriales no está dispuesto a aceptar. Ciertamente, el eslogan «consuma menos» es extremadamente difícil de «vender» a una audiencia, particularmente la occidental, a la que los políticos cortejan periódicamente con promesas de unos estándares de vida cada vez más altos y para la que el descenso del consumo está vinculado a las crisis y el aumento de la pobreza. China, evidentemente, carece de ese problema. Las tesis de Harich merecen por lo tanto ser reconsideradas a la luz de la consolidación de China como potencia mundial y, a su vez, objeto de crítica, ya que, debido a que el Partido Comunista de China (PPCh) carece de mandato electoral, el crecimiento económico constituye una de sus más importantes fuentes de legitimación frente a la población.

    Tras el estallido de la crisis financiera de 2008, Watts recogió el siguiente chiste en las calles de Beijing:

    1949: solo el socialismo podrá salvar a China.

    1979: solo el capitalismo podrá salvar a China.

    1989: solo China podrá salvar el socialismo.

    2009: solo China podrá salvar el capitalismo.

     

    La pregunta hoy es, ¿podrá China liderar en algún punto del siglo xxi el cambio hacia un comunismo sin crecimiento y salvar, así, al mundo?

     

     

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