Por Thea Riofrancos.

Este texto fue originalmente publicado bajo el título «The rush to ‘go electric’ comes with a hidden cost: destructive lithium mining» en The Guardian.

El salar de Atacama es una majestuosa extensión, situada a gran altitud, de gradaciones de gris y blanco, moteada de lagos rojos y rodeada por enormes volcanes. Me llevó un momento orientarme en mi primera visita, de pie sobre este ventoso plateau de 3.000 km cuadrados. Había llegado allí junto con otros dos investigadores tras un vertiginoso trayecto atravesando tormentas de arena y de lluvia y los picos y valles de esta montañosa región del norte de Chile. El sol quemaba –el desierto de Atacama presume de los niveles más altos de radiación solar en la Tierra, y solo algunas partes de la Antártida son más secas.

Había llegado al salar para investigar sobre un dilema medioambiental emergente. A fin de evitar lo peor de la creciente crisis climática, necesitamos reducir rápidamente las emisiones de carbono. Para ello, los sistemas energéticos de todo el mundo deben transicionar de los combustibles fósiles a la energía renovable. Las baterías de litio juegan aquí un papel clave: aportan energía a los vehículos eléctricos y la almacenan en redes renovables, ayudando a recortar las emisiones de los sectores del transporte y la energía. Bajo el salar de Atacama se encuentra la mayor parte de las reservas de litio del mundo; Chile proporciona actualmente casi un cuarto del mercado global. Pero la extracción del litio de este paisaje único tiene graves costes sociales y medioambientales.

En las instalaciones mineras, que ocupan más de 78 kilómetros cuadrados y están explotadas por las multinacionales SQM y Albermarle, la salmuera se bombea a la superficie y se acumula en balsas de evaporación, con lo que se obtiene un concentrado rico en litio; visto desde arriba, las piscinas son tonos de chartreuse. Todo el proceso utiliza enormes cantidades de agua en un ecosistema que ya es de por sí árido. Como resultado, se limita el acceso al agua fresca a las 18 comunidades indígenas atacameñas que viven en el perímetro de la llanura, y se ha alterado el hábitat de  especies como los flamencos andinos. Esta situación se ha agravado por la sequía generada por el cambio climático y los efectos de la extracción y el procesado del cobre, del que Chile es uno de los  principales productores globales. A todos estos daños ecológicos se le suma el hecho de que el Estado chileno no siempre ha asegurado el derecho de los pueblos indígenas al consentimiento previo.

Estos hechos suscitan una pregunta incómoda que resuena por todo el mundo: ¿luchar contra el cambio climático implica sacrificar las comunidades y los ecosistemas? Las cadenas de suministro que producen tecnologías verdes empiezan en las fronteras extractivas como el desierto de Atacama.  Y estamos al borde de un boom global en la minería relacionada con la transición energética. Un informe reciente publicado por la Agencia Internacional de la Energía indica que alcanzar los objetivos climáticos del acuerdo de París dispararía la demanda de «minerales críticos» utilizados para producir tecnologías de energía limpia. Los datos son especialmente dramáticos para las materias primas empleadas en la fabricación de vehículos eléctricos: para 2040, la AIE prevé que la demanda de litio se habrá multiplicado por 42 con respecto a los niveles dse 2020. Estos recursos se han convertido en un nuevo punto controvertido en las tensiones geopolíticas. En EE UU y Europa, los políticos hablan cada vez más de una «carrera» por asegurar los minerales relacionados con la transición energética y asegurar las reservas domésticas; se invoca a menudo la idea de una «nueva guerra fría» con China. Como resultado, se programan  nuevos proyectos de litio en el norte de Portugal y en Nevada. A través de la frontera global del litio, desde Chile al oeste de EE UU y Portugal, los ecologistas, las comunidades indígenas y los habitantes de estas regiones, preocupados por las amenazas a la subsistencia agrícola, protestan por lo que consideran un greenwashing de la minería destructora.

De hecho, los sectores de los recursos naturales, que incluyen actividades extractivas como la minería, son responsables del 90% de la pérdida de biodiversidad y de más de la mitad de las emisiones de carbono. Un informe estima que el sector de la minería produce 100 billones de toneladas de residuos al año. Los procesos de extracción y procesado son intensivos en el uso de agua y energía, y contaminan los cursos de agua y el suelo. Junto con estos dramáticos cambios en el medioambiente natural, la minería está relacionada con vulneración de los derechos humanos, enfermedades respiratorias, desposesión de territorio indígena y explotación laboral. Una vez los minerales han sido arrebatados del suelo, las compañías mineras tienden a acumular beneficios y dejar atrás pobreza y contaminación. Estos beneficios se multiplican a lo largo de las vastas cadenas de suministro que producen vehículos eléctricos y paneles solares. El acceso a estas tecnologías es muy desigual, y los beneficios de la extracción a menudo se les niegan a las comunidades que sufren los perjuicios.

La transición a un nuevo sistema energético a menudo se entiende como un conflicto entre las compañías de combustibles fósiles y los defensores de la acción climática. En tanto que se trata de un conflicto existencial, se intensifican las luchas entre las visiones en conflicto sobre un mundo bajo en emisiones, y serán cada vez más cruciales para la política en todo el mundo. Estas visiones en conflicto reflejan la realidad de que hay múltiples vías para la rápida descarbonización. La cuestión no es si descarbonizar o no, sino cómo.

Un sistema de transporte basado en vehículos eléctricos individuales, por ejemplo, con paisajes dominados por autopistas y expansión suburbana, es mucho más intensivo en recursos y energía que otro que favorezca el transporte púbico y alternativas como caminar o montar en bicicleta. De igual manera, disminuir la demanda energética global reduciría la huella material de las tecnologías y la infraestructura que conecta los hogares y los lugares de trabajo a la red eléctrica. Y no toda la demanda de minerales para baterías debe ser satisfecha con nueva minería: el reciclaje y la recuperación de metales de baterías gastadas son un sustituto prometedor, especialmente si los Gobiernos invierten en infraestructura de reciclaje y obligan a los fabricantes a utilizar materiales reciclados.

Además, las explotaciones mineras deberían respetar las leyes internacionales que protegen los derechos indígenas al consentimiento, y los gobiernos deberían considerar la moratoria sobre las minas en ecosistemas y cuencas sensibles. Los movimientos de base en Chile están articulando esta postura. El Observatorio Plurinacional de Salares Andinos, (OPSAL, del que formo parte) une a los activistas ecologistas e indígenas de todo el llamado «triángulo del litio» de Chile, Bolivia y Argentina y ha promovido una regulación holística para este vulnerable humedal desértico, priorizando su valor ecológico, científico y cultural intrínseco y respetando el derecho de las comunidades a participar en su gobernanza/gobierno.

Este enfoque alternativo tiene ahora visos de convertirse en una realidad. En mayo, los progresistas arrollaron en las elecciones para una asamblea destinada a reescribir la constitución chilena heredera de la dictadura pinochetista, y para los gobiernos locales y regionales. Muchos de los delegados de la convención constitucional están relacionados con los movimientos estudiantil, feminista, ecologista e indígena; una de ellos es Cristina Dorador, una microbióloga y fuerte defensora de proteger el salar de la extracción desenfrenada. Mientras tanto, el OPSAL está trabajando con miembros del Congreso para redactar un borrador de ley que preservaría los salares y los humedales actualmente amenazados por la minería de litio y cobre, así como por las plantas hidroeléctricas.

Los activistas chilenos lo tienen claro: no hay un conflicto de suma cero entre luchar contra la crisis climática y preservar el medioambiente y la forma de vida locales. Las comunidades indígenas en el desierto de Atacama también están en la primera línea de los impactos devastadores del calentamiento global. Más que una excusa para intensificar la minería, la cada vez más grave crisis climática debería suponer un impulso para la transformación de los patrones de producción y consumo, rapaces y dañinos para el medioambiente, que han causado esta crisis en primer lugar.

La ilustración de cabecera es «Rust Red Hills», de Georgia O’Keeffe (1887-1986). El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.