[En diciembre de 2021 publicamos de un librito titulado La conquista del espacio, en el que intentamos dar unos apuntes sobre los problemas que rodean el reparto del espacio en nuestro entorno y algunas líneas sobre hacia dónde podría ser interesante mirar y qué luchas van a definir nuestra relación con los alrededores en los próximos años. Este texto es la introducción, a la que seguirán, en este enlace, el resto de artículos y entrevistas que componen el volumen. El conjunto puede descargarse libremente aquí].
Llevamos ya un tiempo rondando a lo que, a falta de una forma de consenso, podemos llamar transición ecológica, o ecosocial si se quiere ampliar el foco. Entendamos esto como el conjunto de tareas necesarias para pasar de una sociedad basada en el consumo ingente de recursos, y en concreto de combustibles fósiles, y que convierte dicho consumo en desigualdad humana y degradación ecológica a una sociedad más justa, donde la mayoría de energía consumida provenga de fuentes renovables y cuyo impacto en la biosfera sea mucho menor. Luego los detalles ya los pone cada uno.
No es que antes no se hablara de ello, pero está claro que el tema y el concepto pasaron al mainstream no más tarde de junio de 2018, con la creación de un ministerio supuestamente dedicado por completo a tal tarea. Luego vino la pandemia, y la oportunidad de salir mejores de ella que, de momento, se está concretando en la asignación de miles de millones de euros en fondos de recuperación y digitalización. Esta es, a nivel europeo y estatal, la primera manifestación del asunto.
No ha tardado mucho en ser evidente que la transición ecológica es una tarea tan política como técnica, como mínimo. Salvo para los más fervorosos defensores de la tecnología como entidad independiente de la sociedad, es obvio para cualquiera que las decisiones de cómo, dónde y para qué y quiénes se producirá la energía que debe sustituir a la fósil es una decisión política. Esto mismo es válido para cuestiones centrales a nuestras vidas tales como qué vamos a comer, cuánto y en qué vamos a trabajar, dónde vamos a vivir, cómo nos vamos a mover de un sitio a otro. Las respuestas a estas preguntas son variadas e importantes, pero hay al menos una cosa –probablemente haya más– que tienen en común: todas tienen que ver con el espacio, su uso y su reparto.
España tiene la particularidad de ser un país poco densamente poblado (84 hab/km2 frente a los 106 de la UE) pero con algunas de las regiones más densas de Europa. Gran parte del territorio estatal es un desierto demográfico (menos de 12,5 hab/km2) y el precio de vivir (de alquiler o en propiedad) en las ciudades está cada vez más lejos de lo que un trabajador medio puede permitirse. La energía se produce, en general, en sitios alejados de donde se consume: comunidades autónomas como Extremadura producen un 400% de la energía que necesitan, mientras que en la Comunidad de Madrid el 97% de la electricidad es importada de otras regiones. Los problemas de propiedad y reparto de la tierra llevan siendo endémicos desde hace siglos y las soluciones intentadas por unos y otros actores han ido de las tecnocráticas y supuestamente modernizadoras de las sucesivas desamortizaciones decimonónicas, a la colectivización de tierras por parte de los trabajadores en los años treinta, sin olvidar el levantamiento armado fascista y la adhesión a la política agraria común.
A finales de 2021, la importancia del espacio es más evidente que nunca: casi todos nos hemos visto obligados a estar metidos en casas que a duras penas son aptas para la vida en condiciones normales y se han mostrado insuficientes para estar casi dos meses entre sus paredes. Cuando por fin pudimos salir, disfrutamos de ciudades y pueblos casi sin coches, en las que de repente tardábamos menos en desplazarnos a los sitios porque podíamos ir por donde queríamos, no por donde nos dejaban los vehículos. Los parques se convirtieron en lugares de encuentro multitudinario –cuando nos dejaban; los más pequeños y sus acompañantes no olvidarán las exageradas restricciones al uso de los parques infantiles, improbable fuente de contagio, durante más tiempo del razonable– y, durante unas semanas y en medio de la tragedia, vislumbramos la posibilidad de vivir de otra forma. Poco después volvió la normalidad, y vimos que no era buena. Pero era.
Mientras, otro cambio casi igual de rápido pero más profundo se estaba produciendo a kilómetros de las ciudades: a medida que se negociaban y liberaban fondos europeos para fomentar la recuperación de la economía, surgían como setas fuera de temporada campos de placas solares, bosques de turbinas eólicas. Agricultores que llevaban años peleando por sacar un sueldo de su terreno veían cómo les caía del cielo una cantidad de dinero con la que no habrían soñado meses antes, ayuntamientos eternamente cortos de fondos recibían una oportunidad de sanear las cuentas y construir nuevos equipamientos. Como si fuera Arizona en 1895, las grandes extensiones despobladas de la España interior se volvían valiosas, fundamentales para los planes de limpieza del sector energético.
De repente, el espacio no es suficiente, ni en la ciudad ni en el campo. Aparecen indicios de que cualquier proceso de transición ecológica va a tener como uno de sus ejes centrales la disputa por el espacio. Este pequeño volumen tiene como objetivo contribuir en la medida de lo posible a enmarcar y hacer avanzar esta disputa hacia posiciones que, consideramos, son beneficiosas para la mayoría. Ayudar, dentro de nuestras posibilidades, a la conquista del espacio.
En este momento tenemos más dudas que certezas sobre cómo puede y debe producirse esta conquista del espacio, así que hemos empezado por pedir a gente que sabe más que nosotros que contextualice el problema, atendiendo a tres ejes que nos parecen importantes y, en algunos casos, poco trabajados dentro del debate ecologista. Uno de ellos es el ya mencionado asunto de la recepción en los pueblos del boom de las renovables, a cargo de los periodistas Mª. Ángeles Fernández y Jairo Marcos. Otro, el de la caza y la inmensa cantidad de espacio que le está reservada en nuestra ordenación territorial. Daniel Cabezas, periodista especializado en derechos animales, traza una completísima panorámica sobre las diversas aristas de este problema. Por último, Jónatham Moriche aborda la disputa ideológica: dónde estamos políticamente y con qué mimbres contamos para establecer un frente común en la que la mayoría pueda ganar, frente a las diversas estrategias reaccionarias que nos encontramos día tras día.
Además de estos tres textos, hemos entrevistado a una serie de personas, habitantes de zonas urbanas y rurales, para que cada una aporte su punto de vista sobre cómo es su vida, cómo podría mejorar en un contexto cambiante, cómo afecta a su trabajo y entorno el cambio climático… No se trata, ni mucho menos, de un trabajo exhaustivo ni sociológicamente riguroso, sino de una primera contribución –por nuestra parte, claro, hay otros grupos y estudiosos que llevan años trabajando en esto– al trazado de un mapa que pueda orientarnos en la búsqueda de un espacio en el que, idealmente, quepamos todos.
No queremos acabar esta introducción sin mencionar algunas de las dudas que seguimos teniendo y de las líneas que nos parecen prometedoras de cara al futuro. Sin duda, el problema principal es uno que recorre todos los planes para hacer frente al cambio climático: cómo hacer que la mayoría –y esto no es la mayoría de los que viven en los centros de poder urbanos, ni siquiera la mayoría de los que vivimos en el estado español, sino la mayoría de los seres vivos del planeta o, al menos y en primera instancia, la mayoría de la humanidad– viva mejor, a la vez que renunciamos a cierta comodidad material.
Porque de renuncia a la comodidad material hablamos cuando hablamos de usar menos el coche, e idealmente hacerlo desaparecer del centro de las ciudades –no así de territorios aislados en los que el transporte público no va a poder dar una respuesta completa a las necesidades de los habitantes–. O también cuando hablamos de reducir el consumo de carne, quizá empezando por reflejar en su precio el coste total de sus impactos ambientales. Pero no son los ciudadanos los que tienen que hacer la mayoría de las renuncias: empecemos, quizá, por impedir la operación de esas factorías de beneficio y sufrimiento que son las explotaciones ganaderas intensivas, espejismo de trabajo para zonas deprimidas, pese a que sus efectos negativos en la población estén más que demostrados y a que su viabilidad futura sea más que dudosa. También podemos hablar de la necesidad de adecuar la instalación de proyectos de energía renovable a las necesidades, si no de la zona, sí de la región en un sentido más amplio. Si esto implica que las grandes empresas eléctricas tengan que invertir en suelo más caro cerca (o encima) de las ciudades, en vez de en territorios en los que resulta irrisoriamente barato instalar campos de placas fotovoltaicas, sea.
Pero estas renuncias no tienen por qué redundar en una vida peor, al revés. Si los enmarcamos en un proyecto más amplio en el que llevemos lo mejor de los pueblos a las ciudades, y lo mejor de las ciudades a los pueblos, puede redundar en vidas mejores para todos. Por ejemplo, la renuncia al coche en las ciudades debe ir acompañada de la recuperación para todos de gran parte de las inmensas avenidas que ahora mismo tienen un uso privativo. A todos beneficiaría la ganancia de espacio, donde la vegetación debería estar mucho más presente que ahora mismo, para pasear, vivir, jugar, plantear nuevos equipamientos –huertos públicos, talleres de reparación de bicicletas, cosotecas– y facilitar el acceso a los ya existentes. Tampoco tiene sentido, en un mundo que tendrá mejor transporte público pero en el que la mayoría no dispondremos de coche para movernos a nuestro antojo, la construcción de enormes urbanizaciones residenciales a kilómetros del centro de salud o colegio más cercano. Habrá que dotar de servicios a esas zonas, para que funcionen como pequeños pueblos, no como absurdos apéndices de grandes ciudades con las que apenas tienen relación. Pero no solo se trata de ganar espacio, también de transformarlo: aunque es cierto que hay ciudades que nunca podrán producir tanta energía como consumen, sí que es necesario hacer un esfuerzo por intentar cerrar esa brecha, de forma que la relación de los centros urbanos con la periferia rural deje de ser, hasta donde se pueda, extractivista. Esto tiene dos partes: descenso de la demanda –que, en las ciudades, podrá tomar la forma de reducción de la actividad industrial y comercial y de mejora de la eficiencia energética, principalmente mediante el mejor aislamiento de las viviendas– y aumento de la oferta: instalación de fuentes de energía renovable en todos los sitios en que sea posible. Placas solares en tejados, miniturbinas eólicas en puentes de la autopista, microcentrales hidroeléctricas en cada salto de agua donde se puedan poner. En cuanto a la alimentación, de nuevo nos encontramos con la imposibilidad de alimentar a grandes poblaciones con lo que se puede producir en su entorno, pero esta brecha también hay que cerrarla. La disminución del tráfico rodado hace más atractiva la posibilidad de huertos urbanos, que no estarían sometidos a la incesante exposición a metales pesados y demás contaminantes salidos de los tubos de escape; la introducción de dietas ricas en vegetales facilita que estas puedan satisfacerse en mayor medida con productos cultivados en el entorno urbano. Aquí las instituciones públicas tienen que dar ejemplo, fomentando la adopción de dietas bajas en carbono –tanto en producción como en transporte, es decir, verduras y legumbres de kilómetro cero– en todos los comedores sobre los que tengan influencia directa.
Los problemas en los pueblos son otros: falta gente, motivos para quedarse, equipamientos que hagan la vida mejor… Muchas de las opciones laborales hemos visto que tienen los días contados –ganadería industrial, industrias fuertemente extractivas donde las hay–, y lo que se propone, la invasión de renovables, no da tanto trabajo como prometen las promotoras. Sin embargo, de aquí puede salir una oportunidad: además de que es imprescindible que la implantación de renovables se haga de forma ordenada y no invasiva, es de justicia que los inmensos beneficios que la electricidad de estas fuentes producen debido al funcionamiento de nuestro sistema eléctrico se queden, principalmente en los lugares que están sacrificando tierras, paisajes y en muchos casos, biodiversidad para producirla. Idealmente, esto podría hacerse mediante la titularidad pública o colectiva de los medios de producción de energía: turbinas eólicas o campos de fotovoltaica cuya gestión pase directamente por los vecinos de cada pueblo. O, si esto no fuera posible –y por posible queremos decir políticamente posible; a estas alturas debería quedar claro que las dificultades técnicas en este campo son muy inferiores a las políticas–, que las compañías eléctricas paguen un fuerte canon que revierta directamente en el territorio y sus habitantes. Esto para empezar a hablar. Este canon podría complementar las inversiones públicas dedicadas a mejorar el transporte público, el acceso a la educación y la sanidad, e incluso permitir la creación de empresas municipales o comarcales que crearan oportunidades laborales en el territorio y que disminuyeran la necesidad de emigrar a ciudades de mayor tamaño.
Aparte del consumo de energía, hay otro asunto que liga directamente pueblos y ciudades: la propiedad de la tierra. En España hay una inmensa cantidad de hectáreas propiedad de terratenientes que no viven ni cerca de ellas. Fincas enormes, dedicadas al ganado, al cereal o la caza, de las que solo se extraen rentas y que suponen restricciones a la libertad de movimiento de los ciudadanos, pues en muchos casos ni siquiera se respeta el derecho de paso que por ley deben permitir los propietarios de la tierra. No descubrimos nada nuevo si hablamos de este problema de los propietarios ausentes que poseen más suelo del que nadie puede necesitar. Lleva siendo uno de los asuntos pendientes del campo español desde hace cientos de años, y la solución más justa y sencilla sigue siendo la que intentaron los jornaleros extremeños en 1936: arrancar la tierra de manos de sus multimillonarios dueños y ponerla al servicio de la mayoría. No es una idea nueva, pero sigue siendo una buena idea.
En resumen: si queremos ser capaces de hacer frente a la crisis ecosocial de la forma más justa posible, urge cerrar la brecha entre campo y ciudad –urbanizar el campo y ruralizar la ciudad, si se quiere– tanto en lo referente a servicios y derechos como a conquistar el espacio necesario para vivir bien. El presente volumen es nuestro pequeño y muy preliminar aporte a este proceso.
La ilustración que acompaña a esta imagen (y al librito) es obra de Virginia Argumosa de Póo.