Por Àngel Ferrero.
Este texto fue publicado originalmente en marxismocritico.com el 20 de marzo de 2015.
Sobre grandes intelectuales pesan en ocasiones grandes e injustos silencios. Mientras las modas intelectuales vienen y van, las reflexiones de estos soportan mucho mejor el paso del tiempo y siempre terminan de un modo u otro regresando para iluminar los problemas político-filosóficos de nuestros tiempos. Wolfgang Harich (Königsberg, 1923 – Berlín, 1995) pertenece sin duda a esa categoría de intelectuales. Hasta hace solo unas décadas la situación era, sin embargo, muy diferente. La traducción al castellano de sus libros Crítica de la impaciencia revolucionaria y ¿Comunismo sin crecimiento? tuvieron una considerable difusión en España entre la izquierda y varios escritos suyos fueron traducidos por revistas como Materiales, mientras tanto, El Viejo Topo y La Calle. ¿Quién era Wolfgang Harich? ¿Y por qué importa su obra?
Intento de una biografía
La vida de Wolfgang Harich fue en extremo azarosa. El propio Harich tituló sus memorias Ahnenpaß. Versuch einer Autobiographie, «Intento de una autobiografía», porque nunca logró terminarla. Comenzada en 1972 en colaboración con la periodista Marlies Menge, el desacuerdo entre biógrafo y biografiado dio al traste con la colaboración y Harich prosiguió en solitario con la redacción del texto, que finaliza en el decisivo año de 1956.
Wolfgang Harich nació en 1923 en Königsberg, Prusia oriental (hoy Kaliningrado, enclave ruso), en el seno de una familia burguesa de inclinación socialdemócrata. Su padre, Walther Harich, era un conocido escritor e historiador de la literatura, responsable de la edición de las obras completas de E. T. A. Hoffmann. Durante el periodo de entreguerras, las simpatías de la familia Harich estaban del lado la República de Weimar y en contra del nazismo, pero, como muchos alemanes que no pudieron exiliarse, hubieron de contemporizar con la llegada del nuevo régimen.
El joven Harich fue movilizado en 1941, el mismo año en que comienza la invasión a la Unión Soviética, pero por problemas de salud su incorporación a filas se retrasó hasta 1942. Gracias a sus contactos con la embajada japonesa en Berlín ―en la que impartía clases privadas de alemán a sus funcionarios― y a su habilidad para simular ataques de ciática, Harich se libró en varias ocasiones de ir al frente oriental y pasó todo el conflicto en hospitales militares en Berlín y Brandeburgo. En 1943, ya miembro del grupo de resistencia antifascista ERNST, Harich intentó desertar de la Wehrmacht, pero fue descubierto por la policía. Tras un juicio exprés de diez minutos, Harich fue condenado a prisión, cumpliendo su condena desde octubre de 1943 hasta enero de 1944 en la cárcel de Torgau, donde durante semanas fue alimentado solamente a base de pan y agua. Las malas condiciones del encarcelamiento le llevaron a sufrir una angina de pecho que arrastraría durante el resto de su vida.
Tras la llegada de las tropas soviéticas a Berlín y el fin de la guerra, Wolfgang Harich trabajó como crítico literario y teatral en el Kurier de Berlín occidental (1945-1946), en la zona de ocupación francesa, y en el Täglichen Rundschau (1946-1950) en Berlín oriental, así como en el quincenal Neue Welt, editado por las autoridades soviéticas, alcanzando la celebridad gracias a una inusual combinación de penetración analítica y lo que Manuel Sacristán llamó «salidas e impertinencias mundanas» ―se dice que el filósofo llegó a declararse a la actriz Hannelore Schroth con la fórmula «vivo solo para Stalin y para ti»―, que se convertiría en su marca de fábrica.
En 1946 Wolfgang Harich se afilió al Partido Comunista de Alemania (KPD), lentamente comienza a apartarse de la crítica cultural y a trabajar como profesor de filosofía. Harich, un marxista sólido y poco ortodoxo, se considera a sí mismo discípulo a la vez del metafísico Nicolai Hartmann ―a cuyas lecciones atendió en Berlín― y del marxista György Lukács. Como miembro del Comité de Redacción del Deutschen Zeitschrift für Philosophie (1952-1956) ―donde coincidió con Ernst Bloch―, Harich luchó contra los postulados del marxismo vulgar y por rehabilitar la lógica formal en la Academia de las Ciencias de la República Democrática Alemana (RDA). Compaginó estas tareas con su trabajo como lector en la editorial Aufbau, donde se ocupó de reeditar las obras completas de Lessing, Herder, Goethe, Schiller, E. T. A. Hoffmann, Heine y otros. Las autoridades soviéticas se percataron rápidamente de su capacidad intelectual y le confiaron la tarea de devolver a la normalidad la vida cultural en el Berlín oriental de la inmediata posguerra. En ese cometido Harich fue uno de los responsables de convencer a las autoridades de la RDA de la importancia de que Brecht regresase a Berlín, y particularmente a Berlín Este, a pesar de que entonces los responsables de cultura, que favorecían las teorías de Stanislavski en consonancia con la línea soviética, consideraban que Brecht tenía «teorías formalistas y decadentes».
Una «vía alemana al socialismo»
En junio de 1953, mientras se produce el alzamiento en Berlín Este, Wolfgang Harich se encuentra internado en un hospital por motivos de salud. Lo ocurrido le inquieta, pero, como muchos otros comunistas alemanes, ve motivos legítimos en la insurrección de los trabajadores de la construcción. Por esa razón comienza a contemplar la posibilidad de poner en marcha en Alemania un «titoísmo tolerado y promocionado por la Unión Soviética», una idea que trata de quitarle de la cabeza Bertolt Brecht, cuya relación comienza a deteriorarse y queda finalmente rota después de que el dramaturgo sedujese a la esposa de Harich, la actriz Isot Kilian, de la que acabó divorciándose en 1955.
Harich encontró apoyo a su idea entre sus colegas de la editorial Aufbau y especialmente en su editor jefe, Walter Janka. Janka, veterano de la guerra civil española (en la que combatió en el ejército republicano), llegó a ser visto por Harich como un posible sustituto al presidente del Consejo de Estado de la RDA, Walter Ulbricht. El plan del grupo Harich-Janka, que, siguiendo el léxico togliattiano, llamaron una «vía alemana al socialismo» ―para toda Alemania, no solo para la RDA―, abogaba por alejarse del modelo socialista soviético y aproximarse al yugoslavo, con el establecimiento de sindicatos libres y empresas autogestionadas, para hacer así atractiva la RDA a los trabajadores de Alemania occidental y favorecer una rápida reunificación. La esperanza de Harich era que en las elecciones generales de 1957 un SED ―el Partido Socialista Unificado de Alemania, resultado de la fusión entre el KPD y el SPD en Alemania oriental― reformado obtuviese una mayoría electoral, formase coalición de gobierno con los socialdemócratas y proclamase una Alemania reunificada socialista y neutral. El acercamiento entre la Unión Soviética y Yugoslavia en 1955, con la visita de Nikita Jruschov a Belgrado, y el impacto del informe secreto del XX Congreso del PCUS en 1956, donde Jruschov reveló algunos de los crímenes del estalinismo, así como la subida en Polonia de Władysław Gomulka ―un antiguo represaliado―, animaron a Harich a llevar adelante su idea y comunicársela al embajador ruso, quien, temiendo que un intento de reforma en Alemania Oriental acabase desestabilizando el entonces frágil equilibrio en el campo socialista, alertó a las autoridades germano-orientales, que detuvieron a Harich y al resto del grupo. El propio Harich recuerda en sus memorias que la situación internacional hacía muy difícil una operación como la que plantearon, con la insurrección húngara ―en la que el Club Petőfi, del que formaba parte Lukács, y muy similar en objetivos al grupo Harich-Janka, jugó un papel destacado― o la crisis del Canal de Suez. Además, Berlín Este tenía todavía una frontera abierta a Occidente que complicaba las cosas. El riesgo de conflagración era grande.
Janka fue condenado por un tribunal a cinco años de prisión en Bautzen y liberado en 1960 gracias a una amnistía general; se le impidió regresar a la edición, aunque consiguió un puesto como dramaturgo en la DEFA, la compañía cinematográfica estatal. Harich fue condenado a diez años de prisión, la mayor parte de los cuales fueron en una celda de aislamiento de una cárcel de los servicios de seguridad del Interior en Berlín Este. Un año antes de su excarcelación, en 1964, un inspector de la Stasi le advirtió muy seriamente de que su carrera filosófica estaba oficialmente acabada: Harich había sido inhabilitado por las autoridades por un período de veinticinco años y no podría volver a impartir clases en la universidad. «Pero usted es germanista, piense en hacer otra cosa», añadió. «Políticamente estaba muerto ―escribe Harich en sus memorias―. Hice todo lo posible por intentar continuar donde pude: en la edición de Feuerbach, en mi trabajo de investigación sobre Jean Paul, en el intento de lucha contra los sinsentidos del neoanarquismo, en el intento de encontrar una síntesis entre el comunismo científico y las advertencias del Club de Roma, en mi lucha contra el renacimiento de Nietzsche».
Cuando la inhabilitación de Harich estaba a punto de concluir, cayó el Muro de Berlín. Entonces Janka publicó un libro acusando a Harich de haber colaborado con la fiscalía de la RDA. La cosa acabó en litigio y con Harich en la cárcel por unos días, convirtiéndolo, así, en una de las pocas personas ―sino la única― que conoció las cárceles de la Alemania nazi, la Alemania oriental y la Alemania reunificada.
Harich contra la «nueva» izquierda
Crítica de la impaciencia revolucionaria (1969), uno de los pocos libros de Harich publicados en castellano, es una crítica demoledora de lo que Harich denominó como neoanarquismo, epitomado en Linksradikalismus [El radicalismo izquierdista], el libro de los hermanos Cohn-Bendit, quienes participaron como es sabido de manera destacada en los desórdenes estudiantiles en París y la huelga general de seis semanas de duración durante la primavera de 1968 en Francia.
En su prólogo al libro, Antoni Domènech ―que también fue su traductor― señala que «Harich quiere influir en la nueva izquierda cautivada por el neoanarquismo recordándole, por lo pronto, la escasa “novedad” de muchas de sus consignas y formas de lucha; poniéndola ante la evidencia de que está reanudando ―sin apenas consciencia de ello― la vieja y venerable tradición anarquista finisecular. […] La Crítica de la impaciencia revolucionaria, a diferencia de otros “ajustes de cuentas” marxistas con el anarquismo, no busca primordialmente hostigarlo por el flanco de su concepción normativa del Estado. Harich se cuida muy bien de resaltar que en este punto no hay diferencias de principio entre marxistas y anarquistas. […] Tampoco las diferencias de “ritmo” en punto a la abolición del poder político le parecen esenciales, sino derivadas».
Lo que Harich achaca al neoanarquismo es sobre todo su pensamiento desiderativo, «este opio para socialistas que, mientras pesa como plomo en sus miembros, les engaña con la ilusión de una enorme aceleración del proceso histórico y, sobre todo, de una gigantesca efectividad de la propia acción»; en otras palabras, la impaciencia revolucionaria, la que quiere revolucionar «simultáneamente, de golpe, todos y cada uno de los ámbitos de la sociedad, simplemente porque en todos ellos se aprecian los efectos de la explotación, de la opresión y de la manipulación». Esa es la razón, según Harich, «de que el anarquismo antropologice de tan buen grado, esa es la razón de su falta de interés por los análisis económicos». Según el autor, ello conduce en última instancia a que «el anarquismo se enfrente a los problemas políticos más serios con una confusión y una desorientación desconcertantes, mientras que, por otra parte, desarrolle una curiosa predilección por dedicarse fanáticamente a revolucionar aspectos de la vida a tal punto irrelevantes políticamente».
Por ejemplo, la estética. En un paso que no podemos sino reproducir en toda su integridad, para que el lector pueda así apreciar los conocimientos en la historia del movimiento obrero y la mordacidad del autor, el neoanarquismo, dice Harich, «reproduce la manía de todos los viejos movimientos radicales de malinterpretar la revolución como un asunto de estilo de vida y de aspecto externo. Y cuenta de buen grado al vestido y a la moda de peluquería entre las instituciones a “desestabilizar”, sin sospechar que la historia ha superado hace ya tiempo tales chiquillerías: Bebel, Mehring, Lenin, Trotski, Liebknecht padre y Liebknecht hijo, todos ellos se vistieron como ciudadanos normales y corrientes de su tiempo; Plejánov hasta se arreglaba como un grand seigneur; cuando iba a una asamblea obrera, Rosa Luxemburg se ponía su más elegante sombrero de plumas de avestruz y Clara Zetkin reservaba para esas ocasiones su mejor vestido de seda. Si quiere retrocederse más en el tiempo, piénsese que ya el más grande y consecuente de los sans-culottes no era nada sans-culotte en lo que a asuntos de moda respeta: ni siquiera en el año del Terror, en 1793, dejó Maximilien Robespierre de llevar su trenza y su chorrera de puntillas, y no porque diera especial valor a esos atributos de caballero rococó, sino, al revés, porque le traían tan sin cuidado que ni siquiera se le ocurrió prescindir de ellos. Como corresponde a un revolucionario, Robespierre tenía cosas más importantes que hacer: llevar a los enemigos del pueblo a la guillotina, por ejemplo».
Sin embargo, tras revertirse la tendencia en los setenta, con la llegada de “los años de plomo” y el auge de un marxismo autoritario de ascendencia maoísta en Europa occidental (del que formaba parte una dura e injusta crítica hacia los anarquistas), Harich añadió un epílogo a su libro, pidiendo “que no se tomen a la ligera a los compañeros anarquistas, para que no se olvide su sobresaliente contribución como pioneros de la presente radicalización de la juventud y de la intelectualidad y, muy particularmente, para que no cometan nunca el error de tomarlos por enemigos del movimiento revolucionario a causa de las abstrusas ideas que profesan y de las actividades objetivamente dañinas que practican.”
La Crítica de la impaciencia revolucionaria fue, como quedó dicho, escrito como una respuesta a los hermanos Cohn-Bendit. Tras recordar el apoyo de Piotr Kropotkin al gobierno de Kérenski, escribe Harich: «Parece increíble, pero es verdad. Si cosas de este género han podido ocurrir, nadie puede garantizar que el apoliticismo de nuestros actuales antiautoritarios no se acabará rompiendo algún día con alguna toma de partido igualmente chocante en favor de una política reaccionaria y chovinista al servicio de una guerra imperialista». Piénsese por un momento no solamente en el destino político y filosófico de tantos representantes del 68 francés y alemán, sino en el del propio Daniel Cohn-Bendit, mástil de proa de aquellas protestas, hoy acomodado eurodiputado de Los Verdes en Bruselas y uno de los más firmes partidarios de «las intervenciones humanitarias» desde la agresión de la OTAN a Yugoslavia en 1999.
¿Hacia un comunismo homeostático?
En 1972 apareció Los límites del crecimiento, un informe de diecisiete investigadores del MIT hecho por encargo del Club de Roma, una organización no gubernamental con sede en Suiza. Los resultados de este informe alertaron a la opinión pública mundial: el aumento de la población mundial, la industrialización y el incremento de la polución consustancial a ella, sumados al elevado consumo de los recursos naturales estaban amenazando, según los autores, la continuidad de la vida humana misma sobre el planeta. De no poner fin a esta tendencia, la Tierra podría llegar a colapsar a mediados del siglo xxi. Los límites del crecimiento fue el toque a rebato para el movimiento ecologista moderno.
Wolfgang Harich fue uno de los muchos intelectuales que leyó aquel informe y quedó impresionado por las advertencias del mismo. Además, la crisis ecológica obligaba a modificar por completo la teoría marxista, ya que ponía límites a la abundancia material con la que el marxismo tradicional había vinculado la libertad comunista y la consiguiente extinción (o abolición) del Estado. De aquel punto de partida salió ¿Comunismo sin crecimiento?, una larga conversación con Freimut Duve, un socialdemócrata germano-occidental.
La nueva situación trocaba las cosas por completo. Así, según Harich, «características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica». Y con ello, aseguraba el autor, «mi creencia en la superioridad de modelo soviético de socialismo se ha hecho inquebrantable desde que he aprendido a no considerarlo ya desde el punto de vista de la ―por otra parte absoluta― competencia económica entre el Este y el Oeste, sino a juzgarlo, ante todo, según las posibilidades que ofrece su estructura para sobreponerse a la crisis ecológica, para el mantenimiento de la vida en nuestro planeta, para salvación de la humanidad». Según el autor, ya entonces era «posible el paso inmediato al comunismo en el estadio ya alcanzado del desarrollo de las fuerzas productivas; y, a la vista de la crisis ecológica […] urgentemente necesario». Es más, según Harich, solo un sistema comunista permitiría combinar medidas de emergencia como la limitación del consumo y de la población o el racionamiento de productos con el principio de igualdad. El resultado sería un comunismo sin crecimiento, homeostático (en equilibrio), que desplaza el acento del componente libertario al igualitario. En este punto en realidad Harich no se alejaba de Marx, quien nunca vio en el aumento de la producción un fin en sí mismo. El horizonte de superación de las relaciones de producción capitalistas, una vez agotadas sus potencialidades y llegados a los límites de lo que estas pueden dar de sí en términos de desarrollo, no consistía en una abundancia per se (a pesar de la frase del Manifiesto comunista de que la riqueza brotaría como una fuente). El horizonte poscapitalista, para Marx, es aquel en el que las necesidades están en el centro de la producción, y que esta sirve para suministrar valores de uso para cubrir las necesidades sociales e individuales en un régimen basado en la libre asociación de productores.
En este sistema, Harich proponía «distinguir selectivamente entre las necesidades que hay que mantener, que cultivar como herencia cultural, o hasta que habrá que despertar o intensificar, y otras necesidades de las que habrá que desacostumbrar a los hombres, a ser posible mediante reeducación y persuasión ilustradora, pero también, en caso necesario, mediante medidas represivas rigurosas, como, por ejemplo, la paralización de ramas enteras de la producción, acompañada por tratamientos de masas de desintoxicación ejecutados según la ley».
Aquí es donde el realismo de Harich conduce a uno de los rasgos más polémicos de su programa ecocomunista: el autoritarismo. Pues muchas de estas medidas no podrían sino aplicarse con coerción por parte de un Estado socialista, y la grave situación de emergencia ecológica, a tenor del autor, así lo exige.
El libro de Wolfgang Harich fue ampliamente debatido en España. Sacristán ―quien, como Harich, se interesó vivamente por la cuestión medioambiental― achacó a ¿Comunismo sin crecimiento? tres defectos: «En primer lugar, es inverosímil si se tiene en cuenta la experiencia histórica, incluida la más reciente, que es la ofrecida por la aristocracia de los países del llamado “socialismo real”; en segundo lugar, el despotismo pertenece a la misma cultura del exceso que se trata de superar; en tercer lugar, es poco probable que un movimiento comunista luche por semejante objetivo. La conciencia comunista pensará más que bien que para ese viaje no se necesitaban las alforjas de la lucha revolucionaria. A la objeción (repetidamente insinuada por Harich) de que el instinto de conservación se tiene que imponer a la repugnancia al autoritarismo, se puede oponer al menos la duda acerca de lo que puede hacer una humanidad ya sin entusiasmos, defraudada en su aspiración milenaria de justicia, libertad y comunidad». Probablemente las experiencias de planificación estatal y mercado y de redes cooperativas como las que existen en el llamado socialismo del siglo xxi (cuyos defectos no pueden abordarse aquí), con las que Harich no podía contar hace décadas, le hubieran ofrecido una salida democrática a sus ideas de fuerte planificación centralizada, del mismo modo que los avances tecnológicos de estos últimos treinta años facilitarían ese «transitar hacia el comunismo» del que hablaba en su libro.
Con todo, conviene insistir en la idea, central en el libro de Harich, de la imposibilidad de combatir las crisis ecológicas sin una superación del capitalismo, sin superar las relaciones de producción capitalistas. Pocas cosas ejemplifican tanto este punto como los Tratados de Kioto por los que se estableció un sistema de compraventa de derechos de contaminación. Medidas como esta son contrarias a lo que plantea Harich por dos motivos. Por una parte, porque Harich considera, como todo marxista, que el mercado no es una institución que pueda repartir justamente la producción. Sí que sirve para distribuir mercancías y riqueza, pero de manera totalmente injusta, favoreciendo a los sectores de población capaces de obtener más dinero, pues el hecho de que la distribución esté mediada por el dinero ―característica central del capitalismo― facilita que esta sea desigual. Por otra parte, la aplicación de reformas sin perturbar la dinámica de acumulación del capital es a medio término estéril. Lo único que se consigue es dificultar la obtención de rentabilidad de las inversiones, y como el capital vive de estas, se produce un traslado de la presión al trabajo, ya sea con aumentos de la explotación o con despidos y cierres de empresas. El marco capitalista no permite entorpecer la obtención de beneficios sin que las empresas, los sectores industriales o las economías afectadas por las nuevas regulaciones vean amenazada su viabilidad. Por ese motivo, si realmente se quiere atacar los problemas medioambientales, conviene ir más allá de una economía cuyo motor se basa en el beneficio.
Han pasado ya varias décadas desde la publicación de ¿Comunismo sin crecimiento? Hoy los pronósticos son más sombríos aun si cabe; los partidos verdes, desprovistos de mordiente social; y el debate, menos presente, desplazado actualmente por la crisis económica. Pero es insoslayable. Poco antes de morir ya lo señaló el propio Harich utilizando la metáfora del «Reloj del Apocalipsis» del Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago: «No nos encontramos a cinco minutos de la medianoche, sino a cinco minutos pasada la medianoche».
China es la respuesta, pero no recuerdo la pregunta
Las ideas de Wolfgang Harich en ¿Comunismo sin crecimiento?, huelga decirlo, no solo no han perdido actualidad, sino que la han ganado, especialmente a medida que el capitalismo alcanza, lograda ya su máxima expansión geográfica, sus límites naturales.
En 1991 se desintegró el campo socialista en Europa Oriental. Como consecuencia, el resto de países socialistas terminó integrándose en mayor o menor grado en el mercado mundial, adoptando lo que oficialmente se denomina «economía de mercado orientada al socialismo» (en Vietnam) y «socialismo con características chinas» (en la República Popular China). Este socialismo de mercado particular ha tenido sin duda consecuencias positivas para China, que dejó de encontrarse entre los receptores del Programa Mundial de Alimentos para figurar entre los donantes, por ejemplo. China ha desbancado a Estados Unidos como primera economía mundial, ha construido el ferrocarril más rápido y la central hidroeléctrica más grande del mundo y ha enviado una misión tripulada al espacio. Sin embargo, este desarrollo ha creado a su vez, como es notorio, grandes problemas, particularmente medioambientales. Por ese motivo, cuando el periodista británico Jonathan Watts tituló a su libro de investigación When a Billion Chinese Jump (Simon and Schuster, 2010), añadió de inmediato «cómo puede China salvar a la humanidad o destruirla».
Watts no es un periodista dado a las exageraciones. Por eso la pregunta ―«cómo puede China salvar a la humanidad o destruirla»― es bien real y urgente. «Para proporcionar a todas las personas de China el estilo de vida de Shanghái ―escribe― las fábricas necesitarían producir unos 159 millones de refrigeradores extra, 213 millones de televisores, 233 millones de ordenadores, 166 millones de microondas, 260 millones de aparatos de aire acondicionado y 187 millones de automóviles. Las plantas de energía tendrían que duplicar su producción. La demanda de materias primas y combustible agravaría la carga sobre el medioambiente y la seguridad mundial». Todo eso en cuanto al «estilo de vida de Shanghái». Con el estilo de vida occidental ―que muchos chinos asumen como el normal en todo Occidente debido a la presión de la cultura de masas occidental, sobre todo angloestadounidense― las proyecciones resultan más preocupantes. El consumo de leche y carne de vacuno, por ejemplo, aumenta en China. Para criar a una vaca se requieren cuatro veces el grano que es necesario para criar a una gallina y, para alimentar a su ganado, China ha de importar cantidades cada vez mayores de soja de Brasil, lo que ha acelerado la deforestación del Amazonas. Según Watts, que cita cálculos del Earthwatch Institute, si China consumiese al mismo nivel que los estadounidenses, «la producción mundial de acero, papel y automóviles tendría que duplicarse, la extracción de petróleo tendría que aumentar en veinte millones de barriles diarios, y los mineros tendrían que extraer 5.000 millones de toneladas de carbón. […] China consumiría el 80% de la producción cárnica mundial y dos tercios de las cosechas mundiales de grano». También aumentaría proporcionalmente el volumen de desechos: China podría alcanzar los 400 millones de toneladas de basura dentro de cinco años, el equivalente a toda la basura mundial de 1997.
¿Cómo pueden los dirigentes chinos mantener su promesa de una «sociedad moderadamente próspera» (xiaokang shei) para 2020 ―ese es el objetivo oficial― para su población y, a la vez, crear un modelo sostenible de desarrollo? Muchos de sus proyectos más criticados, como la Presa de las Tres Gargantas, presentaban escasas alternativas en el contexto actual. A pesar de sus errores de diseño y el desplazamiento de población, frecuentemente criticados por los medios occidentales, la única alternativa a la Presa de las Tres Gargantas era el consumo de cincuenta millones de toneladas de carbón anuales. Y con todo, su construcción ha servido en última instancia para atraer industrias contaminantes en lugar de sustituirlas por otras limpias.
El motivo último de estos desequilibrios es, en efecto, la integración de China en la economía mundial. En cuanto a polución, China tiene una responsabilidad histórica menor que otras naciones, como Estados Unidos o Reino Unido, que comenzaron a contaminar mucho antes. En relación a su demografía, su huella de dióxido de carbono sobre el medioambiente supone solamente un tercio o una cuarta parte de la de Estados Unidos y Europa respectivamente, y la mayor parte de estas emisiones procede de la fabricación de productos que más tarde se exportan a los mercados occidentales. Por eso, China no puede cambiar sin que cambie, a su vez, la economía mundial.
Algo parecido ocurre con la «política de hijo único». Su objetivo era controlar el vertiginoso crecimiento de su población. La otra cara de la moneda son las distorsiones demográficas que esta política tendrá en el futuro: diez millones de hombres adultos incapaces de encontrar esposa, millones de personas que tendrán que soportar los costes económicos de la generación anterior (dos padres, cuatro abuelos), etcétera.
El tres veces ganador del premio Pulitzer, Thomas Friedman, escribió que «la autocracia de un solo partido tiene ciertamente sus inconvenientes. Pero cuando está dirigida por un grupo de personas razonablemente ilustradas, como en China hoy, también puede presentar grandes ventajas». En su artículo, Friedman se refería concretamente a la aprobación de determinadas medidas que, aun siendo necesarias, el electorado de los países industriales no está dispuesto a aceptar. Ciertamente, el eslogan «consuma menos» es extremadamente difícil de «vender» a una audiencia, particularmente la occidental, a la que los políticos cortejan periódicamente con promesas de unos estándares de vida cada vez más altos y para la que el descenso del consumo está vinculado a las crisis y el aumento de la pobreza. China, evidentemente, carece de ese problema. Las tesis de Harich merecen por lo tanto ser reconsideradas a la luz de la consolidación de China como potencia mundial y, a su vez, objeto de crítica, ya que, debido a que el Partido Comunista de China (PPCh) carece de mandato electoral, el crecimiento económico constituye una de sus más importantes fuentes de legitimación frente a la población.
Tras el estallido de la crisis financiera de 2008, Watts recogió el siguiente chiste en las calles de Beijing:
1949: solo el socialismo podrá salvar a China.
1979: solo el capitalismo podrá salvar a China.
1989: solo China podrá salvar el socialismo.
2009: solo China podrá salvar el capitalismo.
La pregunta hoy es, ¿podrá China liderar en algún punto del siglo xxi el cambio hacia un comunismo sin crecimiento y salvar, así, al mundo?