Por Daniel Cabezas.

[Este artículo es parte de los contenidos del libro La conquista del espacio, que podéis descargar aquí o leer por partes aquí].

Resulta complejo abordar un tema como la caza sin que muchos piensen, de entrada, que se trata de algo lejano. Lejano en el espacio, pero también en el tiempo. Una actividad propia de un mundo rural cada vez más vacío y que en pleno siglo xxi parece quedar, casi, como una rémora de un pasado al que ya no hay vuelta atrás.

Sería un error de bulto: la caza sigue estando muy presente en nuestra sociedad. De hecho, España es el segundo país europeo en número de licencias de caza, con 743.600, solo superado por Francia. Dentro de nuestras fronteras circulan casi tres millones de armas legales, lo que equivale a una por cada dieciséis habitantes. Un 75% de ellas son escopetas. Y aunque se ha producido un importante descenso en el número de licencias desde que en 2005 se sobrepasara el millón, el impacto del fenómeno en su conjunto sigue siendo inmenso y abarca cuestiones y problemáticas diversas. Desde los derechos de los animales a la sostenibilidad medioambiental. De los retos y necesidades del mundo rural a las redes clientelares. De la economía a la salud, pasando por la ética y, claro está, también por la política.

Coto privado

Empecemos por lo obvio: la caza es una amenaza. Lo es principalmente para los miles de animales que cada año mueren abatidos, en torno a unos treinta millones en todo el estado español. Pero lo es, también, para las propias personas: según la Guardia Civil, en los últimos catorce años se han producido al menos 794 víctimas de accidentes de caza, con 63 muertos y 483 heridos, sin contar con los datos de Catalunya y Euskadi. Castilla-La Mancha se lleva la peor parte: tres de las cinco provincias con más víctimas registradas pertenecen a esa comunidad autónoma, que en el citado periodo sumó 238 víctimas de la caza, de las cuales diecisiete perdieron la vida.

«Es incomprensible que se vean limitados los derechos de las personas no cazadoras», denuncia Silvia Barquero, fundadora del Partido Animalista (PACMA) y hoy parte de la organización Igualdad Animal. «Somos muchas las personas que disfrutamos de la naturaleza sin ejercer la violencia de la caza, poniendo en riesgo nuestra integridad por parte de una minoría que sale armada al monte dispuesta a matar».

Barquero señala un dato a tener en cuenta: «Según la Encuesta de Hábitos Deportivos en España, publicada en 2020 por el Ministerio de Cultura y Deporte, tan sólo el 1,4% de la población practica este mal llamado deporte», recuerda. Una minoría muy pequeña que, sin embargo, ostenta un poder inmenso, y que va mucho más allá de portar una escopeta al hombro.

Los reyes del monte

La práctica totalidad de España, un 87% de la superficie, forma parte de algún coto de caza. De las 50.510.210 hectáreas que conforman el territorio nacional, 43.945.027 están dedicadas a esta actividad, en un porcentaje que ha aumentado un 12% en la última década. Reservas de caza, cotos regionales, cotos sociales, zonas de caza controlada, cotos municipales, cotos privados de caza, cotos deportivos, cotos intensivos, refugios de caza y terrenos vedados. Distintas denominaciones para referirse a un mismo fenómeno: en cualquiera de ellos, mandan las armas.

Muchos de los núcleos urbanos afectados directamente por la caza en sus distintas variantes son municipios pequeños. De hecho, gran cantidad de los casi cinco mil pueblos de menos de mil habitantes con los que cuenta España han sido, tradicionalmente, coto y cortijo privado para cazadores. Allí, y en connivencia con las autoridades locales, encontraron un entorno perfecto para el desarrollo de la actividad, fomentando de paso un negocio que, a menudo, supone la única fuente de ingresos para muchos municipios, víctimas del abandono por parte de las administraciones.

La baja densidad poblacional tan característica de muchas zonas de España se traduce, inevitablemente, en un control que brilla por su ausencia. Algunas normas se incumplen de forma sistemática. Está prohibido abandonar cadáveres en el monte, dar muerte a un número mayor de animales de los que fija la veda o abrir fuego junto a ríos o caminos, así como a una distancia inferior a 250 metros de los núcleos urbanos. Y, sin embargo, se hace constantemente. A menudo, porque ni siquiera hay nadie cerca para hacer cumplir la ley. Una realidad que se traduce en amenazas, veladas o explícitas, a quienes reúnen el valor de enfrentarse a los cazadores o entorpecer su pasatiempo favorito, ya sean senderistas, ciclistas, buscadores de setas o vecinos que reivindican su derecho a pasear sin arriesgarse a recibir una bala.

¿Qué podría justificar tal amenaza? A menudo, uno de los argumentos centrales para defender la caza pasa por entenderla como algo estrechamente ligado a los habitantes de las zonas rurales. La realidad es que buena parte del territorio está en unas pocas manos: quinientas familias controlan una porción de terreno equivalente a Navarra, País Vasco y La Rioja juntas, gracias a los 1.669 grandes cotos de caza de su propiedad. Es posible que muchos no conozcan algunos de sus nombres, pero a buen seguro habrán pisado sus tierras: la familia de Juan Abelló, empresario que hizo fortuna en industrias tan dispares como la farmacéutica, la financiera o la artística, posee 41.276 hectáreas dedicadas a la caza. Le siguen en la lista de superpropietarios el ganadero Samuel Flores, con 34.099 ha, la familia March Delgado (30.285 ha.) y la familia de terratenientes Mora Figueroa Domecq (28.242 ha).

Y es que la caza es, ante todo, un negocio de primer orden. La actividad cinegética mueve cada año en España en torno a 6.500 millones de euros, y se calcula que genera unos 200.000 empleos, según el estudio «Impacto económico y social de la caza en España», elaborado por Deloitte y Fundación Artemisan y presentado en 2018. Se invierte en armas, licencias y permisos, pero también en viajes, hoteles, restaurantes, ropa, accesorios o seguros. Un suculento y lucrativo pastel del que todo el mundo quiere un pedazo.

La mirada ecologista

Enfrente, además de los colectivos animalistas o muchos habitantes de las zonas rurales, están los ecologistas. Cada año se disparan trescientos millones de cartuchos, que dejan en el campo cinco mil toneladas de plomo, metal altamente contaminante. Según las estimaciones de la Agencia Europea de Químicos, entre 21.000 y 27.000 toneladas se dispersan en el medio ambiente de la Unión Europea. Una realidad que llevó a la Comisión Europea a instar a España a reducir drásticamente el uso de este material y prohibirlo en los humedales.

La reacción del lobby de la caza fue furibunda. En una carta remitida a los ministerios de Agricultura, Transición Ecológica, Trabajo e Industria, la Real Federación Española de Caza (RFEC) alertó de las consecuencias «catastróficas» que tendría erradicar el plomo. En el escrito, la RFEC advertía de que «si se prohíbe la munición de plomo, el 25% de los cazadores dejarán de cazar y las perdidas serán de unos 5.700 millones de euros». En palabras de Manuel Gallardo, presidente de la RFEC, «el Gobierno de España debe decidir si quiere seguir contentando a colectivos ecologistas que nada han hecho por el ecologismo y la naturaleza o si de verdad quiere que prospere el mundo rural». Un alegato que, en resumen, volvía a poner en valor la importancia de la actividad cinegética en el control de especies, la fijación de población en la España rural y el aporte económico de la actividad.

Theo Oberhuber es una de las personas que más se ha batido el cobre en la lucha contra la caza. Cofundador de Ecologistas en Acción, el suyo es un rostro conocido en España. Tanto, que en más de una ocasión ha tenido que salir huyendo de algún bar de pueblo tras ser reconocido por cazadores. Ha sido insultado, amenazado e incluso declarado persona non grata en determinadas poblaciones de la geografía española. Conoce al dedillo cada uno de los argumentos de los cazadores, y los rebate con serenidad, contundencia y conocimiento de causa.

«Que la caza sirve para controlar las poblaciones es simplemente mentira», explica Theo. «La muestra es que, a pesar de que llevan siglos cazando, no consiguen controlar las poblaciones de conejos, corzos o jabalíes. Tampoco son capaces de controlar los predadores. Por eso deberíamos referirnos a la caza como una actividad de tiempo libre, pero nunca de algo que posee la más mínima utilidad real».

Pero esa no es la única mentira de la caza: «La caza tampoco sirve para fijar población», apunta Theo. «No es cierto que ayude a repoblar la España vaciada, pues la mayoría de los cazadores vienen de las grandes capitales: el porcentaje de población local que se beneficia de la actividad es ínfimo, y hay numerosos estudios que así lo atestiguan», recuerda. «Por algún motivo, los cazadores siguen contando las mismas mentiras una y otra vez. Quizá, porque muchos las creen».

Entre esos muchos, las propias autoridades. «La caza siempre se las ha arreglado para tener cerca al poder. Hoy en día sigue siendo una actividad muy ligada al poder político, pero también al económico. Las personas con recursos y las grandes empresas están de parte de los cazadores. Por eso VOX y el PP, así como algunos sectores del PSOE, la han convertido en una de sus banderas. Esta actitud de buena parte de la clase política se ha traducido en una política clientelar de gestión autonómica y local que se lleva a cabo pensando en las necesidades de los cazadores, pero no en las de las personas», denuncia Theo.

De Ortega a la caza industrial

En libros como «La caza y los toros», y especialmente en el prólogo de «Veinte años de caza mayor», del Conde de Yebes, el filósofo madrileño José Ortega y Gasset defendió la caza con pasión. Hablaba de una unión casi mística entre cazador y presa, elogiaba los valores propios de la actividad cinegética y ensalzaba su importancia en la conservación del equilibrio natural. Hoy, aquellos escritos siguen siendo una referencia entre los cazadores, y se citan con frecuencia para defender sus virtudes.

«Es cierto que, hasta los años sesenta y setenta, la caza podía tener cierta utilidad en materia de conservación: en muchos aspectos, era mejor que hubiera un coto de caza a una urbanización que arrasaba con todo», apunta Theo Oberhuber. «Pero con el tiempo, la caza se fue intensificando y haciendo más y más más agresiva. Desde hace décadas, ya no tiene nada que ver con la actividad que describía Ortega y Gasset en aquellos textos. Ahora es una caza intensiva, industrial y, sobre todo, deportiva, aunque no hay duda de que no es ningún deporte».

Hablemos de conservación. «La caza tiene un impacto inmenso en muchas poblaciones de animales», explica Oberhuber. «Las primeras afectadas son las propias especies cinegéticas: para ellas ha sido un factor esencial de extinción. Aunque hoy existen límites, antiguamente se cazaba todo lo que se movía: especies que hoy están en peligro de extinción, como el lince, fueron objetivo de los cazadores», recuerda Theo Oberhuber. «Más allá de las especies cinegéticas, la caza ha sido una de las principales causas de extinción de toda clase de animales, especialmente aves y mamíferos. Y pese a ser una actividad fuertemente regulada, no hay un conocimiento real de cuánto se está cazando en nuestro país, lo que es un síntoma inequívoco del descontrol absoluto que existe».

Un supermercado en el monte

A todo ello hay que añadir una problemática que muchos desconocen, pero que es de dominio público en cualquier entorno que haya tenido una relación, por pequeña que sea, con el día a día de los aficionados a la caza: la cría de animales en cautividad para su posterior suelta en los cotos. Una práctica que afecta a la mayor parte de las especies cinegéticas, pero que alcanza sus cotas más elevadas en la caza menor. «En España se están criando en torno a unos tres millones de perdices en cautividad», denuncia Theo Oberhuber. «Son lo que los cazadores llaman “perdices de plástico”, pues lógicamente se comportan de manera mucho más mansa. Se crían, se sueltan y se disparan de manera inmediata». Más allá de la crueldad de la práctica, su generalización comporta, según denuncian ecologistas como Theo Oberhuber, «la pérdida de la pureza genética de la perdiz, entre cuyas diferentes especies hay unos inmensos niveles de hibridación».

Esta misma cuestión se traslada, también, a la caza mayor: los llamados vallados cinegéticos abundan en cada rincón de la geografía española. «Los cazadores convierten cotos en zonas valladas de las que los animales no pueden escapar», explica Theo. «Esto se traduce en la existencia de zonas de caza mayor con una densidad enorme de especies cinegéticas, lo que a su vez provoca una falta de vegetación, pues esta sobrepoblación causa un gran impacto en el ecosistema».

Todas estas prácticas constituyen, en opinión de Theo Oberhuber, ejemplos de una intensificación que hacen que la caza haya perdido los elementos presuntamente románticos o de índole conservacionista que quizá pudo tener en su día. Hoy, Ortega y Gasset difícilmente encontraría algo de la mística que elogió antaño. «Actualmente, ir a cazar es casi como ir al supermercado: lo que quieres, lo tienes», explica Theo. «Esa disponibilidad lleva inevitablemente a convertir la caza en un gran negocio. Porque cuando puedes garantizar al cazador lo que va a cazar, se cobra en consecuencia». Un dinero del que apenas un porcentaje muy reducido se queda en la comunidad local. «La gran mayoría de los beneficios va a parar a los grandes terratenientes, que ni siquiera viven en las zonas rurales, sino en las grandes ciudades». De nuevo, la caja es para los Abelló, los Flores, los March Delgado y los Mora Figueroa.

En la mente del cazador

Hay otra pregunta que todo aquel que entienda la caza como un acto de cobardía se ha hecho alguna vez: ¿Qué pasa por la cabeza de quien encuentra placer en abatir a un animal? Ruth Montiel, artista y activista por los derechos de los animales, quiso darle respuesta. Para ello se integró en distintos grupos de cazadores, con los que compartió su día a día, sus cacerías, sus desvelos y sus motivaciones. Un proyecto que plasmó en el fotolibro «Bestiae», tan descarnado y crudo como poético y necesario.

«Existen distintos perfiles de cazadores», comenta Ruth. «De hecho, en algunos casos resultan abiertamente contradictorios entre sí, e incluso consigo mismos. Un cazador en Cazorla me reconoció que a él no le gustaba matar animales, sino salir al campo. Me llegó a decir que sería maravilloso que los animales no tuvieran que morir. Poco después me comentó que, en realidad, a él lo que le gusta era matar a cuchillo, una modalidad en la que el perro hiere e inmoviliza al animal y el cazador lo remata a cuchilladas. Para él, este acto era una lucha mucho más real y equilibrada entre el hombre y la bestia».

Tal y como ha comprobado Ruth, es frecuente que algunos cazadores no peguen un solo tiro a lo largo del día. «Muchos dicen que lo que quieren es pasar el día en el monte y en compañía de otros hombres con los que charlar, comer y beber», explica. «Algunos defienden el derecho a continuar una tradición que heredaron de sus padres o sus abuelos, pero sin mostrarse especialmente entusiastas». Incluso llegó a conocer a un cazador vegetariano. «Me contó que una vez disparó a un corzo: cuando fue a su encuentro quedó tan impactado que decidió dejar de comer carne. Eso sí: sigue acompañando a sus amigos cuando van de caza, pero les miente diciendo que ha dejado de comer carne por problemas de corazón».

Con todo, son casos que no pasan de lo anecdótico: la mayoría de los cazadores aprieta el gatillo sin remordimiento alguno, cuando no con la convicción de estar jugando un papel esencial para el equilibrio natural. «Están absolutamente convencidos de que su labor es fundamental, ya sea para controlar que los zorros no se coman a las gallinas o para que los jabalíes no se acerquen a las zonas urbanas», apunta Ruth. «A menudo, como en el caso de los zorros, los consideran alimañas a exterminar. Como mucho, me he encontrado a quien parece preocuparse un poco de sus perros, dado que para ellos son una herramienta fundamental».

Animales amigos

He aquí otro gran quid de la cuestión, y también las otras víctimas de la caza: los perros. Pese a no existir informes oficiales que cuantifiquen cuántos de ellos son abandonados cada año por los cazadores, PACMA publicó en marzo de 2021 un ambicioso informe en colaboración con noventa y ocho protectoras del estado español. Lo hizo en un mes especialmente señalado, pues coincide con el final de la temporada, en febrero, de una modalidad de caza muy concreta y puramente española como pocas: la caza con galgo.

Los datos de PACMA distan mucho de los que ofrece Seprona, según la cual en 2019 apenas se abandonaron ocho galgos en España. Las noventa y ocho protectoras que cedieron sus datos a PACMA recogieron a 5.588 perros de esta raza durante ese el citado año. Una cifra a la que hay que sumar otros tres mil perros empleados como herramientas para cazar.

Los datos que parecen coincidir con los que arrojan otros estudios como el de la Fundación Affiny, que en 2020 cifró en 162.000 perros los perros recogidos por las protectoras, de los cuales casi la mitad, el 40%, son de caza. Un número que, lógicamente, no contabiliza a los que acaban despeñados por un barranco tras una montería, ensartados por los cuernos de un jabalí, perdidos en el monte o abandonados y enfermos en minúsculos habitáculos donde pelean con el resto de miembros de la rehala por, en el mejor de los casos, un trozo de pan duro.

Alto el fuego

Tratar de imaginar un futuro sin cazadores resulta complejo, cuando no inverosímil, en la España actual. Al menos, mientras no haya en la sociedad civil una oposición mayoritaria que, según sus partidarios, no existe. Para demostrarlo esgrimen estudios como el llevado a cabo por GAD3 durante los pasados meses de abril y mayo, del que se hicieron eco todos los grandes medios de comunicación. Bajo el nombre de  «Opiniones y actitudes de la sociedad española ante la caza», se llevaron a cabo tres mil entrevistas telefónicas sondeando a la población sobre su opinión al respecto. Las conclusiones inundaron los titulares: más de la mitad de los españoles (el 54%) consideran que la caza es una actividad necesaria. Y el 71% considera que la caza es “una buena herramienta para el control poblacional animal».

La mayoría de las noticias pasaba por alto, eso sí, dos factores clave para entender el estudio: en primer lugar, las zonas escogidas para realizar las entrevistas telefónicas (Castilla-La Mancha, Andalucía y Madrid), que coinciden con las que cuentan con una mayor presencia de cazadores. Y en segunda instancia, y aún más importante, el organismo responsable de encargar el estudio: la Fundación Artemisan, formada por Federaciones de Cazadores, propietarios de cotos privados, empresas relacionadas con la actividad cinegética y aficionados particulares.

Más allá de estudios parciales con conclusiones extraídas a golpe de talonario, a poco que se analizan de manera pormenorizada los datos en su conjunto y se atiende a los argumentos de todas las partes, parece obvio que la caza obedece más a cuestiones  emocionales o puramente monetarias que a la lógica más elemental. Es, de hecho, el dinero y la propia naturaleza de la caza como motor económico de primer orden lo que garantiza su supervivencia a medio y largo plazo.

Pese a todo, se avecinan tiempos difíciles para los cazadores. Con una sociedad cada vez más concienciada en materia de derechos de los animales, dispararlos por placer o deporte resulta cada vez más indefendible. Aunque con una lentitud exasperante y a menudo de manera insuficiente, pero también sin posibilidad de vuelta atrás, las leyes avanzan en materia de protección animal y medioambiental. La ciudadanía reclama su derecho a disfrutar del espacio natural y alza su voz en un número cada vez mayor de protestas como la que, cada año y coincidiendo con el citado mes de febrero, llena las principales ciudades de España para secundar la convocatoria de plataformas como No a la Caza (NAC).

En ese sentido es de esperar que, muy pronto, sean también los cazadores los que salgan a las calles para defender los privilegios de los que han gozado hasta ahora. Pero aunque lo hagan, sus proclamas quedarán inevitablemente condenadas a ser poco más que una rémora para el avance del resto de la sociedad. El símbolo de un pasado oscuro en el que nuestros montes y campos estaban poblados de hombres armados en busca de su próxima víctima.

La ilustración es obra de Marta Endrino.