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  • Tareas preliminares – Sobre la organización política

    Tareas preliminares – Sobre la organización política

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    Por Alyssa Battistoni.

    Este texto fue publicado originalmente en el número 34 (primavera de 2019) de la revista n+1 con el título «Spadework».

    En 2007, cuando tenía veintiún años, escribí indignada una carta a The New York Times para responder a una columna de Thomas Friedman. Friedman había acusado a mi generación de ser indolente: «Demasiado pasiva, demasiado tiempo en internet, mira solo por sí misma». «A nuestra generación lo que le falta no es ni valentía ni fuerza de voluntad —remarqué yo—, sino el entrenamiento y la experiencia para llevar a cabo el trabajo de organización, sea online o presencial, que lleve al poder político».

    Yo personalmente nunca había estado organizada. Poco antes había trabajado como becaria para una ONG de organización comunitaria de Washington, pocos meses antes de que Barack Obama se convirtiese en el más famoso de los (ex)organizadores políticos, pero lo que aprendí fue el lenguaje de la organización —cómo escribir cartas al editor sobre cuánta falta hacía esta—, no cómo hacerlo realmente. Me saqué el título universitario y, unos meses después, la economía mundial se hundió. En los años posteriores me pasaba de vez en cuando por alguna protesta. Acudí a Zuccotti Park y al intento de huelga general de Oakland, participé en manifestaciones contra el aumento de las tasas universitarias en Londres y contra los asesinatos policiales en Nueva York. Escribí artículos de lo más intempestivos. Pero hasta que no fui a hacer el posgrado a Yale, donde desde hacía casi tres décadas había estado en marcha una campaña por el reconocimiento del sindicato universitario, no aprendí a hacer lo que por aquel entonces llevaba ya años defendiendo.

    Cuando empecé a militar con tanta intensidad que aquello parecía un trabajo a tiempo completo estábamos ya en la primavera de 2016, y tenía compañía de sobra. Por todo el país se estaban produciendo esfuerzos evidentes por organizar a los trabajadores de revistas, locales de comida rápida y residencias. Quienes habían participado en Occupy se involucraron en la campaña de Bernie Sanders y se unieron a Democratic Socialists of America, que estaba en pleno auge y a cuyos miembros se les entregaba una tarjeta hecha polvo en la que se afirmaba que eran «oficialmente organizadores socialistas». Los organizadores —no activistas, gracias— de hoy dejan claro que no son parte del black bloc que busca trifulca con la policía y que tampoco son hippies que anden planeando algún encuentro amoroso. Se inspiran en una tradición de revolucionarios profesionales, pues según la proclama de Lenin de que «a menos que las masas estén organizadas, el proletariado no es nada. Organizado, lo es todo». En otras palabras: a quien se dedica a la militancia organizativa no le da miedo tener el poder. Reconoce que para ejercerlo hay que persuadir a una cantidad ingente de personas para que se unan a la causa y para empezar a autoorganizarse. Organizarse significa hacerlo para ganar.

    ¿Pero cómo se gana? El materialismo histórico sostiene que las crisis del capitalismo desatan revueltas, quizás incluso revoluciones, como se vio en los estallidos de Occupy y Black Lives Matter; en lo levantamientos en España, Grecia y Egipto; y en el movimiento británico de estudiantes contra las tasas universitarias. Pero no hay ninguna guía para lo que pasa en el larguísimo periodo que viene luego, cosa que a menudo la izquierda ha tenido que aprender por las malas.

    En otros casos de subversión y promesas, la izquierda ha solido recurrir a Antonio Gramsci, quien quiso comprender por qué las revueltas de la clase trabajadora en Europa tras la revolución rusa habían conducido al fascismo. Gramsci llegó a la conclusión de que en cierto sentido la gente consiente su propia servidumbre, incluso la da por hecho, cuando el orden en el que vive llega a parecer de sentido común. La hegemonía es una cosa más sutil que una coerción manifiesta, es más profunda, permea los ritmos de la vida cotidiana.

    Stuart Hall afirmó en 1983 que la hegemonía era la clave para entender la decepción que sentía su propia generación: por qué Thatcher y la nueva derecha habían triunfado a la hora de reconfigurar el sentido común tras una década de agitación laboral sindical. La hegemonía dio forma a cómo actuaba la gente cuando no pensaba en ello, lo que creía que estaba bien y mal, lo que imaginaba que era una vida buena. Un proyecto hegemónico tenía que «ocupar todos y cada uno de los frentes» de la vida, «insertarse en los poros de la consciencia práctica de los seres humanos». El thatcherismo había entendido esto mejor que la izquierda. Había «entrado a la pelea en cada uno de los frentes en los que calculaba que podría producirse un avance», había promovido una «teoría para cada uno de los escenarios de la vida humana», de la economía al lenguaje, de la moral a la cultura. Los terrenos que la izquierda dejaba de lado por burgueses eran simplemente aquellos en los que la clase dominante iba ganando. Con todo, Hall recordaba que crear hegemonía era una «tarea ardua». Nunca completamente asentada, «siempre estaba por ganar».

    En otras palabras, no hay un Deus ex machina económico que vaya a traernos la revolución. Hay todavía gente, con sus particularidades recalcitrantes y contradictorias, que existen en un espacio y un momento concreto. De ti depende resolver cómo actuar de manera conjunta, o no; cómo encontrar un punto de encuentro, o no. Gramsci y Hall insisten en que tienes que mirar las cosas tal y como son de manera implacable, hacer frente a tus expectativas con una honestidad brutal y actuar del modo en que creas que puedes producir un efecto. En ese sentido ambos son teóricos de la figura del organizador.

    * * *

    Pero lo cierto es que una no se convierte en organizadora por leer teoría, o al menos ese no fue mi caso. Yo fui a la escuela de posgrado a estudiar teoría política, con la esperanza de descubrir qué hacer con los dilemas que me atribulaban. Pero hizo falta algo más para que esa teoría adquiriese significado en mi propia vida. Esta fue la experiencia en la escuela de posgrado, que no es necesariamente el entorno laboral habitual, o eso nos repetía una y otra vez la administración de Yale.

    Yo me había sindicado como quien no quiere la cosa, al pasarme por la mesa de la Graduate Employees and Students Organization (GESO) en la feria de actividades extracurriculares, sin haber asistido todavía ni un solo día a clase. A nivel político, me pareció obvio: yo en general estaba de parte de los sindicatos, ¿así que por qué no iba a unirme? Además, mi compañero de piso ya había estado en Yale militando durante años: a través de él había oído hablar de luchas y victorias, de cómo habían ido llamando puerta a puerta durante todo el verano anterior para ayudar a que una lista de miembros del sindicato y gente afín lograse hacerse con el gobierno municipal. Pocos días después de inscribirme, fui a una comida a la que trajeron pizzas y que el sindicato había organizado en mi departamento para dar la bienvenida a la nueva hornada —yo fui una de las únicas tres personas que aparecieron de las diecisiete que éramos— y me pasé asintiendo todo el sermón que soltó el organizador sobre por qué el sindicato estaba tan bien. No necesitaba que me convencieran.

    Aun así, cuando unas semanas más tarde otra militante me pidió que me uniera al grupo de comunicación del sindicato, me eché a llorar. Estaba ya completamente sobrepasada por cientos de páginas por leer sin que en ningún caso tuviera la esperanza de poder hacerlo, réplicas periodísticas aún por escribir y presentaciones que hacer sobre dichas lecturas, talleres obligatorios del departamento y charlas a las que acudir. Hacer una sola cosa más me parecía imposible. Esta persona habló conmigo para sacarme de ese ataque de pánico y yo acepté hacer una tarea menor —una entrevista a un miembro del sindicato para un boletín que queríamos revitalizar—. Acepté otra serie de proyectos: más entrevistas, grabar testimonios para una web nueva. Al final de nuestro primer año, mi amigo más cercano del grupo de graduado fue candidato al ayuntamiento dentro de la lista del sindicato y yo me pasé el verano de puerta en puerta para su campaña. Quedé con otros militantes para hacer «visitas», que consistían en ir dando vueltas por el campus buscando miembros para que firmaran la petición que estuviéramos promoviendo en ese momento y me uní al comité organizador de mi departamento. Hubo muchas más reuniones en las que acabé llorando.

    Al final me di cuenta de que la escuela de posgrado no era lugar al que acudir para aprender sobre política. Me desconcertaban sus rituales, los cuales, de manera contraintuitiva, parecían estructurarse rehuyendo las conversaciones intelectuales, optando en cambio por el cotilleo y la jerigonza. En las fiestas y en los encuentros del departamento rara vez hablábamos sobre las cosas que habíamos leído o habíamos estado pensando; en su lugar, nos quejábamos de la cantidad de artículos que habíamos escrito esa semana, de la cantidad de fechas de entrega para peticiones de subvenciones o programas de verano y de lo poco que lográbamos dormir. Pasábamos de puntillas sobre conversaciones más peliagudas: el acceso a atención para la salud mental, el cuidado remunerado de niños, la crisis del mercado laboral y la reserva cada vez mayor de trabajadores adjuntos. Estaba desesperada por tener aquellas conversaciones y descubrí que el lugar donde tenerlas era la militancia. Como si fueran espacios grupales de sensibilización, las conversaciones militantes te permitían airear rencores que por educación y profesionalidad llevabas reprimiendo durante mucho tiempo, para crear un espacio político donde no se suponía que tenía que haberlo. La clave estaba en localizar esa experiencia fundamental de impotencia que estaba al acecho bajo tanta miseria generalizada. Con todo, por mucho que nos quejáramos de cuantísimo trabajábamos, en las conversaciones militantes surgía todo el tiempo la pregunta de si éramos realmente trabajadoras y trabajadores.

    ¿Por qué era tan difícil vernos a nosotras mismas como personas que pudiesen necesitar un sindicato? Gramsci había señalado que cualquier sujeto individual estaba «extrañamente compuesto», hecho de una mezcolanza de creencias, pensamientos e ideas recogidas de la historia familiar, las normas culturales y la educación formal, todo ello filtrado a través de sus propias experiencias personales leídas a través de la ideología dominante de la época. Hall había recogido esta idea para afirmar que cuando la clase obrera no conseguía vincularse al pensamiento revolucionario, cuando las mujeres no abrazaban el feminismo o cuando la gente racializada no defendía el antirracismo, no era porque sufrieran de falsa conciencia. La idea de que la conciencia pudiera ser verdadera o falsa simplemente no tenía sentido: según Hall, esta siempre era «compleja, fragmentaria y contradictoria». Esto era tan cierto para la gente de izquierdas como para cualquier otra persona. Y Hall advertía en 1988 que «una pequeña parte de todos nosotros se halla también dentro del proyecto thatcherista. Por supuesto que todos estamos cien por cien comprometidos, pero de vez en cuando —los sábados por la mañana, quizá, justo antes de la manifestación— vamos a Sainsbury’s y somos un poquito un sujeto thatcherista».

    El proyecto de Thatcher había avanzado mucho desde entonces y habíamos interiorizado sus dictados. Nos habíamos pasado la vida aprendiendo a hacerlo muy bien en clase; en la escuela de posgrado, antes de salir «al mercado laboral», aprendimos a explotarnos a nosotras mismas durante los fines de semana y las vacaciones. Muchas aún creíamos en la meritocracia, a pesar de ver cada día cómo esta nos daba la espalda. Cuanto peores se volvían las condiciones de la vida académica, más duro trabajaba todo el mundo y más difícil se hacía enfrentarse a ellas. Además, teníamos tanta suerte de estar allí…, ¡en Yale! En comparación con tantos otros estudiantes universitarios, nosotras éramos unas afortunadas, y al otro lado seguramente hubiese un puesto de trabajo esperándonos, a nosotras, a cualquiera. ¿Quiénes éramos nosotras para quejarnos? Organizar un sindicato de estudiantes universitarios en Yale a mucha gente le parecía un acto de un privilegio intolerable: una panda de autodenominados radicales de una universidad de prestigio haciendo cosplay de clase obrera.

    Luego estaba la ideología dominante. A muchas personas les parecían bien los sindicatos pero en abstracto, para otra gente, y sin embargo tenían reservas respecto a si para nosotras tenía sentido. En buena medida trabajábamos de manera independiente (¡se nos pagaba por leer!); teníamos control sobre nuestro propio trabajo, o al menos esperábamos tenerlo algún día. Casi todas habíamos crecido oyendo hablar de lo nocivos que eran los sindicatos de profesores para nuestra querida educación. Pocas personas veníamos de familias sindicadas; casi nadie había formado parte de un sindicato anteriormente, y quienes sí lo habían hecho a menudo hablaban de malas experiencias. Incluso entre quienes formalmente sentían simpatía era habitual escuchar la frase: «Si yo creo que los sindicatos están bien, pero…».

    Con todo, el asunto más escabroso no era el de unirse a un sindicato, sino organizarlo. Le pedíamos a la gente que nos ayudara a construir el sindicato y a dirigirlo. Les pedíamos que firmasen un hoja de inscripción, y luego que también le pidieran lo mismo a algún amigo; que se comprometiesen a reunirse de manera regular con un organizador; que se unieran al comité organizativo y trajesen a las reuniones y a las manifestaciones a personas a las que conociesen. Pedíamos mucho; hay quien creía que demasiado. Mucha gente era perfectamente feliz poniendo su nombre en una hoja de inscripción y en una recaudación de firmas de vez en cuando pero no quería ir a más reuniones ni hablar con compañeros sobre el sindicato: tenían cosas que hacer, muchas cosas. Decían que apoyaban al sindicato, pero querían que el sindicato les dejara en paz.

    Este parecía ser un reto particular de la organización de los estudiantes de posgrado, que por un lado se encontraban evidentemente sobrepasados por el trabajo y nunca tenían horarios fijos, y por el otro no estaban en una situación de demasiado desamparo, al menos no en Yale. (De hecho, esto en parte era así porque la universidad había ido aumentando los salarios y las ayudas a lo largo de los años para así debilitar al sindicato; este era el precio del éxito). De todos modos, yo llegué a pensar que esto era un reto en general de cualquier organización. Cuando leí el libro I’ve Got the Light of Freedom, de Charles Payne, acerca de la organización por los derechos civiles en el sur durante la época de las leyes de Jim Crow, me impactó la lista que reunieron los miembros de la campaña del Student Nonviolent Coordinating Committee (SNCC) sobre la razones que daba la gente negra de Misisipi a principios de los años sesenta para no registrarse para votar, que eran las que en líneas generales podían haber dado los estudiantes universitarios: «No tiene interés», «No tiene tiempo para hablar sobre el voto», «Siente que los políticos hacen lo que les da la gana, sin importarles lo que se vote», «Demasiadas cosas que hacer, ocupado en asuntos personales», «Quiere tiempo para pensárselo», «Satisfecho con cómo están las cosas».

    Obviamente nosotras no estábamos luchando contra las leyes de Jim Crow. Yale era en muchos aspectos un sitio miserable y feudal, pero estábamos ahí de manera temporal y por elección propia; muchos teníamos miedo de nuestros tutores, pero no temíamos por nuestra vida. Puede que pusiéramos las mismas excusas, pero no significaban lo mismo. Aun así, había ciertas dinámicas en ambas campañas que eran similares, pese a sus diferencias evidentes. A menudo la gente te decía por qué no iba a hacer tal cosa, a menudo con razones perfectamente buenas, y tú intentabas convencerles de que sí tendrían que hacerlas.

    Todos estábamos muy ocupados, pero ese «estar muy ocupado» no era una cuestión de tiempo realmente, o al menos no solo. Estar muy ocupado significaba que la gente no veía por qué merecía la pena sacar tiempo para el sindicato. Tu trabajo como organizadora consistía en descubrir qué es lo que la gente quería que fuese diferente en su vida y luego convencerla de que la diferencia estaba en sí decidían hacer algo al respecto. Esto no es lo mismo que convencer a la gente de que el asunto en sí es importante: eso por lo general lo saben. La tarea consiste en convencer a las personas de que son ellas las que importan: saben que por lo general eso no es así.

    * * *

    En El 18 de Brumario de Luis Bonaparte Marx escribió que «el principiante que ha aprendido un idioma nuevo lo traduce siempre a su idioma nativo, pero solo se asimila el espíritu del nuevo idioma y solo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal». La militancia organizativa exige que aprendas el idioma de la política tan bien que se convierta en el tuyo propio. Como cualquier otro idioma, requiere un montón de práctica, un periodo durante el cual a menudo te vas a sentir incómoda e insegura. Para esta etapa existen ejercicios como «juego, falta, piensa», con el que plantearse una serie de preguntas: ¿qué está en juego para ti?, ¿qué hace falta para ganar?, ¿qué piensas hacer al respecto? Tienes que empezar con lo que os importa a ti y a la persona a la que estás organizando antes de pasar a lo difícil que va a ser y a por qué tienen que sumarse pese a todo. Estos ejercicios son útiles, pero no pueden ser rígidos y artificiosos, porque en realidad todavía no estás hablando de política: aún estás traduciendo. Es por eso por lo que algunas personas que llevan poco tiempo organizando a gente a menudo parecen un poco robóticas y repiten lo que a todas luces han aprendido escuchando a alguien. Pero al final aprendes a dejar atrás este andamiaje y a hablar por ti misma.

    No obstante, a menudo tienes que aprender a hablar de manera diferente, a hablar como una versión distinta de ti misma. Esto implica dejar a un lado buena parte de los hábitos que te resultan más familiares. Como muchas mujeres, durante un tiempo conseguía ir tirando a base de caerle bien a la gente; ya por entonces se me daba bien un cierto tipo de trabajo emocional. Pero cuando las peticiones se iban haciendo más grandes, me daba contra un muro: puede que la gente gastara treinta segundos en firmar una petición que no creían que fuese a ir a ningún lado solo porque yo les caía bien, pero no iban a cabrear a su jefe solo para quedar bien conmigo. Así que tuve que aprender otras cosas. «Un axioma de los organizadores —escribió Jane McAlevey— es que toda buena conversación sobre organización pone a todo el mundo al menos un poquito incómodo». La parte más rara es lo que McAlevey llama «el largo silencio incómodo», ese momento en el que le pides algo a alguien y dejas que se piense su respuesta. Durante mucho tiempo mi mayor debilidad fue mi tendencia a acobardarme y dejarle claro a la gente que ganar en los asuntos que decían que querían dependía de ellos. Demasiado a menudo intentaba pasar por encima de esa incomodidad en lugar de dejarla estar. Era muchísimo más sencillo hablar sobre lo brillante que era nuestro plan o cuánto apoyo habíamos recibido de nuestros aliados que insistirle a la gente a la que estaba intentando organizar que dependía de ellos el que lográramos tener o no un sindicato. El resultado de todo ello es que la gente me veía como la persona del sindicato que les daba información y les contaba cuál era el plan y les mantenía al día; no se veían a sí mismos al lado de gente del sindicato que fuese también responsable de ayudar a lograr las cosas que decían que querían lograr. McAlevey decía que esto era un atajo; nosotras decíamos que era evitarle a la gente el que tuvieran que organizase. Suavizar la pregunta parece algo empático, pero, como cualquier otra medida de protección, resulta condescendiente y, como cualquier otro atajo, hace que a la larga las cosas acaben siendo más difíciles.

    Darme cuenta de que no era suficiente con caerle bien a la gente fue como una revelación. Tuve que aprender a estar más cómoda con el enfrentamiento y con los desacuerdos, con ponerle a la gente una elección delante y dejarles que la hicieran en lugar de diluir la tensión mediante sonrisas para encargarme yo misma del trabajo. Tenía que esperar más de los demás. Con otras organizadoras, interpretábamos los papeles de las conversaciones que más miedo me daban antes de tenerlas; después las reproducía una y otra vez en mi cabeza. Luché por ser diferente: la versión de mí misma que quería ser, alguien que pudiera causar un efecto en la gente y hacer claudicar al menos alguna esquinita del universo.

    No es sencillo ser tú misma el campo de una batalla por la hegemonía. No es como en la venerable cita de Whitman, «yo contengo multitudes»; a menudo se trata de una lucha dolorosa por la dominación que se produce entre varias subjetividades propias. Tienes un solo cuerpo y el día tiene veinticuatro horas. Lo que un organizador te pregunta es qué vas a hacer con todo eso, de manera concreta, ahora. Puede que no te guste tu propia respuesta. Tu thatcherista interna va a alzar la voz. No puedes acabar con ella de golpe; casi seguro que vas a ver que es una parte más grande de ti de lo que tú misma pensabas. Pero la organización hurga en los poros de tu conciencia práctica y te pide que optes por la parte de ti misma que quiere algo más que sentido común. Es perturbador. Puede resultar alienante. Y, aun así, a menudo sentía que por fin estaba haciendo encajar partes de mí misma que había intentado mantener separadas: lo que pensaba, lo que decía, lo que hacía. Para organizar a otra gente y para que te organicen debes tener en mente la lección que nos da Hall: la verdadera o la falsa conciencia no existen, no hay una subjetividad real que la organización vaya a descubrir o desmontar. Tú también, nos dice Hall, has sido moldeada por este mundo que tienes la esperanza de cambiar. Cuanta más distancia haya entre el mundo en el que quieres vivir y el mundo que ahora existe, más profundamente sentirás este cisma. La gente que está peleada con el hecho de organizar a las personas a menudo dice: «Yo no estoy hecha para esto». Nadie lo está: nadie nace siendo militante, sino que se convierte en una.

    * * *

    El carácter sobrio y no demasiado sexy que tiene la militancia a menudo se vuelve a romantizar en las loas que se le hacen al «trabajo real». Quienes defienden la militancia son quienes más probablemente vayan a recalcar que es una cosa aburrida. Para una generación que ha sido tildada de caprichosa y egocéntrica, la mundanidad y la monotonía son sinónimos de autenticidad, como una política de gente gris. La militancia apunta a un compromiso heroico más que a un diletantismo pasajero, un impulso muy noble por hacer algo en la vida real en lugar de estar compartiendo memes por Facebook o dando zascas a tus enemigos por Twitter. Es verdad que organizarse es el día a día de la política; lo que Ella Baker llamaba «tareas preliminares», el trabajo duro que prepara el terreno para la acción dramática. Pero yo nunca he entendido la acusación de que sea algo tedioso. Hacer campaña un día que se está haciendo eterno puede ser algo aburrido, pero del resto de cosas que van con la organización ninguna me ha parecido nunca tediosa. Más bien al contrario: nada me ha parecido más emocionante ni más desgarrador. No hay nada que me haya resultado tan difícil de hacer o que se haya hecho tan difícil dejar de pensar en ello.

    En The Romance of American Communism, Vivian Gornick cuenta una historia en la que pienso a menudo sobre una mujer joven a la que se le asigna vender el periódico del Partido Comunista, The Daily Worker.

    ¡Madre de Dios! ¡Cómo odiaba estar vendiendo el Worker! Solía plantarme delante del cine del barrio los sábados por la noche con náuseas y aterrorizada por dentro, y le tiraba el periódico a la gente que pasaba de largo o que me empujaba o incluso que me escupía en la cara. Le tenía pavor. Durante años estuve teniéndole terror durante toda la semana a los sábados por la noche […]. Dios, sentía que aquello me aplastaba. Pero lo hacía, lo hacía. Lo hacía porque si no al día siguiente no iba a poder mirar a la cara a mis camaradas. Y todas y todos lo hacíamos por la misma razón: todos respondíamos ante los demás.

    A mí nunca me escupieron en la cara, pero en el resto de las cosas me reconozco. Aunque yo nunca le tuve miedo a salir a organizar a la gente, a menudo me despertaba con un nudo en el estómago, pensando en las llamadas que tenía que hacer ese día y la gente a la que se supone que tenía que pillar por los pasillos después de clase. De hecho, era peor: la gente a la que me dirigía no eran extraños que me fuese a encontrar por la calle, sino amigos y compañeros. Era doloroso ver cómo se paraban a coger el teléfono o me apartaban la mirada en el vestíbulo. ¿Por qué demonios seguía yo haciendo eso?

    ¿Por qué iba a hacerlo quien fuera? ¿Por sus ideas políticas? Al principio puede que sí, yo no quería ser una revolucionaria de salón. Pero las convicciones ideológicas puras raramente sirven para predecir el aguante militante de una persona. Más importante es que el padre estuviera en un sindicato o, más probablemente, que la madre necesitara estarlo; que alguna amiga necesitara a alguien que cuidara de su criatura o que esa persona necesitara terapia. Estas son las cosas que de verdad importaban. Pero llegas a un punto en el que te pasas de frenada. ¿Estaba yo intentando organizar a la gente porque quería que el seguro me cubriese el dentista? Al ritmo que íbamos era poco probable que, de todos modos, yo fuese a disfrutar de ninguna de estas ayudas.

    Si buena parte de mi lucha diaria era contra la propia experiencia de la escuela de posgrado, también es verdad que durante mucho tiempo había estado buscando un sitio como el sindicato. Los años anteriores había acabado en la ONG de organización local después de unos meses como voluntaria en un colectivo anarquista en las ruinas de Nueva Orleans después del Katrina, frustrada por los límites que tiene el apoyo mutuo ante el derrumbe total de un Estado, y desde entonces había estado buscando algún tipo de actividad política que fuera al mismo tiempo transformadora y pragmática. Organizar era cosa de dialéctica. El sindicato conectaba nuestras demandas —que eran reales, pero no tenían exactamente una trascendencia histórica— con la larga tradición de luchas laborales, con la tarea actual de reconstrucción del poder de las y los trabajadores y con perspectivas de un futuro radicalmente diferente de cuya realización pudiéramos formar parte.

    Así que lo que exigíamos era lo básico, pero en última instancia estábamos organizándonos por el futuro de la vida académica, que estaba desmoronándose de manera evidente a nuestro alrededor; o para revivir el movimiento obrero, que en su mayor parte ya se había venido abajo; o porque era intolerable vivir en una ciudad tan segregada como lo estaba New Haven y no hacer algo al respecto. Que nuestro sindicato hubiese estado organizándose durante tres décadas era al mismo tiempo una motivación y una carga. Sabíamos de los éxitos y los errores del pasado, de los vínculos y las heridas; habíamos heredado esperanza y melancolía. En este sentido, no era muy diferente del conjunto de la izquierda: mucha historia, mucha lucha; en ocasiones demasiada. Sabíamos que teníamos exenciones en las tasas y salarios y acceso a asistencia sanitaria gracias al sindicato; aun así, el hecho de que todavía nadie hubiese logrado que fuera algo definitivo nos ponía los pies en la tierra. ¿Por qué íbamos a ser nosotros quienes lograran aquello en lo que muchas otras personas habían fracasado anteriormente? Pero resultaba tranquilizador: como la GESO había existido antes de que llegáramos nosotros, también lo haría después. La campaña por la sindicalización del sector del acero en Estados Unidos había necesitado casi cincuenta años; más recientemente, la de Smithfield Foods había necesitado veinticuatro.

    A veces lo que yo sentía era que estaba organizando el futuro del planeta entero, siguiendo un hilo deductivo que iba tal que así: el capitalismo iba a devastar el planeta; para luchar contra ello necesitábamos sindicatos fuertes, lo que exigía nuevas organizaciones, particularmente en sectores de bajas emisiones como la enseñanza, que a su vez requería construir el movimiento laboral académico; esto significaba que yo tenía que lograr que el departamento de ciencias políticas de Yale se metiera en el sindicato. Era una cosa absurda. ¿Se podía ser más quijotesca, más grandilocuente, más vanidosa? Nuestro estilo de organizar era intenso, a menudo absorbente, y yo eso también lo sabía. No siempre me gustaba. A menudo deseaba una vida buena, una vida sencilla, la vida intelectual que se supone que deben tener los académicos. ¿No podía simplemente ir a tal o cual manifestación los fines de semana antes de ir a hacer la compra, como hacía antes?

    Pero eso no había funcionado y la brecha entre lo pequeñas que eran todas las cosas que siendo realistas yo podía hacer y la enormidad de todo lo que quería que ocurriera era inmensa. A nivel intelectual yo era profundamente pesimista. El lapso en el que transformar la economía global para prevenir una muerte y una destrucción inenarrables se iba reduciendo cada día, y las fuerzas de la reacción iban creciendo a la misma velocidad. Así que lo que yo anhelaba era hacer algo ambicioso y dificilísimo: algo equiparable a la monstruosidad del mundo, con la distancia a la que se encontraba la utopía y la cercanía de la catástrofe. Había muchas cosas que quería cambiar, mucha gente a la que quería movilizar. En la lucha diaria por construir el sindicato y pasar por encima de nuestro jefe y de nuestras probabilidades vi algo que sentía desesperadamente que quería aprender.

    * * *

    La capacidad para entablar relaciones que requiere organizar a la gente es probablemente lo más difícil de comprender antes de haberlo hecho, pero es lo más importante. No porque la gente esté gobernada por emociones en lugar de por la razón, aunque a veces sea así, sino porque el problema de la acción colectiva es que es racional actuar de manera colectiva allí donde no lo es actuar en solitario. Y la colectividad la vas construyendo pieza a pieza.

    Organizar relaciones puede ser una cosa utópica: en el mejor de los casos, ofrece el sueño feminista de intimidad más allá de las relaciones románticas o de la familia. En el sindicato yo quería a gente a la que no conocía demasiado bien. En las reuniones a menudo me veía a mí misma sobrecogida por la fascinación y la ternura que me despertaban la valentía y la sabiduría de la gente que estaba allí conmigo. Llegué a pensar en muchas de esas personas a las que había reclutado como alguno de mis mejores amigos. Cuando necesitaba ayuda, siempre había gente a la que podría llamar, gente que siempre iba a cogerme el teléfono, gente con la que podía hablar de lo que fuera. Estas relaciones muchas veces fueron una fuente de cuidado y apoyo en un mundo en el que estas cosas no abundan. Pero no eran solo amistades, y no eran solo un sostén emocional. La gente a la que acudía en busca de apoyo era también la gente que me pedía un esfuerzo cuando hacía falta, cosa que yo también hacía; yo sabía que el pacto era ese.

    Nuestras relaciones forjaban los compromisos prácticos entre unos y otras que mantenían el sindicato unido. Nos hacían responsables frente a los demás. Eran complejas y tenían múltiples aristas, a menudo resultaban frustrantes, profundamente vulnerables y potencialmente transformadoras, pero no menos capaces que cualquier otra relación de caer en descuidos, de herir, de traicionar, y siempre con mucho trabajo a cuestas. Estábamos constantemente construyéndolas y probando sus límites, exigiéndonos más cuando más cerca estábamos del resto. Tenían que soportar un peso enorme. En momentos bajos, me preguntaba a mí misma si serían algo más que relaciones instrumentales. Sin embargo, lo que me preguntaba con más frecuencia era qué es lo que podía resultar tan inquietante de que algo fuera útil que lo hacía parecer una amenaza de contaminación de todo lo demás.

    Según Jodi Dean, la palabra camarada denomina una relación política, no personal: eres el o la camarada de alguien no porque te caiga bien sino porque estás en el mismo lado de una batalla. Los y las camaradas no son vecinos, ciudadanos o amigos; no son un tipo de familia, aunque puedas llamarlos «hermano» o «hermana». El o la camarada no tiene raza, género o nación. (Hay un meme que dice: «Mi pronombre de género neutro favorito es “camarada”»). Las y los camaradas no son individuos únicos; son «múltiples, remplazables, fungibles». Puedes ser camarada de millones de personas a las que nunca has conocido y nunca conocerás. Vuestra relación se basa en última instancia en el proyecto político que compartís. Para mucha gente no comunista, admite Dean de manera clara, este instrumentalismo es una cosa «horrible»: una confirmación de que el comunismo implica asimilarse a los Borg. Pero la homogeneidad de la camaradería es en cierto modo una igualdad genuina.

    Dedicarse a la militancia organizativa es en cierto sentido como ser camarada de alguien, pero en otro sentido es distinto. La gente junto a la que trabajas pueden ser camaradas, pero la gente a la que organizas no suelen serlo; la clave de organizar a la gente es, a fin de cuentas, ir más allá del grupo de personas que ya están de tu parte y ganarte a todos los que puedas. Así que no puedes dar por hecho que la gente a la que te diriges comparte tus mismos valores; de hecho, por lo general deberías dar por hecho lo contrario. Esto significa que, a diferencia de las y los camaradas, los organizadores no son intercambiables. Es importante quién seas tú. La teoría que tiene McAlevey acerca del militante organizativo se basa en que a la gente la tienen que organizar personas a las que conozcan y en quienes confíen, no extraños que afirmen tener las ideas correctas. El SNCC iba en busca de «gente potente», no necesariamente los líderes habituales, sino personas respetadas y fiables para sus afines, con la idea de que la gente solo iba a participar en acciones políticas arriesgadas junto a individuos en los que confiase. Cuando las organizadoras son un reflejo de la gente a la que organizan, ganan: cuando son mujeres negras las que organizan a otras mujeres negras, según demuestra un artículo del año 2007 de Kate Bronfenbrenner y Dorian Warren, ganan en el noventa por ciento de las elecciones. Esto funciona en ambos sentidos: cuando eran mujeres y gente racializada las que llevaban a cabo la organización de mi departamento, a menudo se hacía difícil lograr que los hombres blancos nos tomaran en serio.

    Aun así, el elemento de camaradería en la organización también puede abrir el espacio a la construcción de relaciones con personas que están más allá de esos límites. No es que la clase y la raza y el género desaparezcan, superados por la causa, sino que la necesidad de trabajar juntas para alcanzar un fin compartido sienta las bases de un espacio común que hace posible relacionarse en la diferencia y hace que sea esencial descubrir cómo hacerlo. Es por eso por lo que los encuentros con la gente son a solas y hablas sobre aquello que a ambos os importa, es por eso por lo que te abres ante alguien a quien solo conoces por ser tu compañero o compartes con un extraño cosas que difícilmente tratarías ni siquiera con tus amigos. Es por eso por lo que lloré con mi organizadora por lo humillante que eran las jerarquías de mi universidad cuando ni siquiera habría admitido ante nadie que era algo con lo que tenía que lidiar. Estos cara a cara son algo contracultural: las conversaciones que tienes en ellos ponen en cuestión las expectativas que tienes por defecto sobre con quién puedes relacionarte, te sacan a la fuerza de las categorías demográficas que ordenan la mayor parte de tu vida y los guiones que te has aprendido para interactuar con la gente de acuerdo con ese orden. Generas confianza con gente en la que no tenías razón para confiar, no solamente afirmando tu compromiso con un proyecto compartido, tu devoción por los Borg, sino llegando a comprender qué es lo que trajo allí a la otra persona.

    * * *

    En agosto de 2016, la Junta Nacional de Relaciones del Trabajo publicó la decisión que el movimiento obrero académico había está esperando durante toda la etapa presidencial de Obama y declaró que los trabajadores de posgrado podían optar a cobertura laboral. Los estudiantes de posgrado de todo el país llevábamos tiempo diciendo que éramos trabajadores de pleno derecho y se mencionó esta tarea como una de las razones de por qué esto era así. La semana posterior nuestro sindicato se sometió a votación en diez departamentos. De repente se convirtió en una cosa muy real para todo el mundo.

    La primera reunión de mi departamento después de que nos presentáramos se pasó de la hora respecto a lo planeado. Casi todo el mundo dentro de ciencias políticas era miembro del sindicato, al menos sobre el papel, pero no todos tenían claro por qué tendrían que votar que sí. ¿De cuánto serían las deudas?, ¿qué iba a poner en nuestros contratos?, ¿el sindicato nos iba a obligar a ir a la huelga?, ¿lo harían otras secciones de la universidad?, ¿lo haría el sindicato internacional al que estábamos afiliados?, ¿por qué procedimientos de decisión nos íbamos a regir?, ¿con qué procedimientos de decisión estábamos funcionando hasta ahora?, ¿teníamos estatutos?, ¿iba Yale a contraatacar?, ¿por qué enfangarnos en algo que ya iba bastante bien?, ¿y, de todos modos, quién nos había elegido a las y los organizadores? Mucha gente tenía sospechas respecto a la militancia organizativa: decíamos que los estudiantes de posgrado deberían poder elegir si querían un sindicato, pero aquí estábamos, intentando convencerles de que sí que lo querían. No parecía una cosa muy democrática. ¿Por qué no votar directamente? Incluso podíamos hacerlo online, por entonces el software ya era bastante bueno.

    Yo creía que el sindicato era un sitio profundamente democrático; después de todo, estábamos buscando una forma de gobernarnos a nosotros mismos en el trabajo y de pedirle a más gente que se involucrara en ello. Pero la democracia era algo más que agrupar nuestras inclinaciones individuales o sumarse a los procedimientos; tenía más que ver con el intento de encontrar una voluntad general. Lo que afirmábamos es que éramos un pueblo, y eso implicaba llegar a vernos a nosotros mismos como parte de un colectivo, no simplemente como una muestra de actores racionales. Un politólogo del departamento dijo que lo que queríamos era que no hubiera dominación; las cosas ahora nos iban bastante bien, pero éramos vulnerables ante la arbitrariedad del poder. Esto cayó sorprendentemente bien entre los empiristas. ¡Por fin!, ¡la discusión académica que tanto había anhelado! En todo caso, sí que era cierto que lo que yo quería era que mi postura convenciera a la gente. Creía que el sindicato funcionaba bien y que era importante, quería que le dieran el visto bueno. Pero no quería solo sus votos, quería que quisieran el sindicato. Sin ellos, no habría sindicato.

    Me pasé el otoño haciendo campaña como si me fuera la vida en ello. Yo, que de toda la vida había sido un animal nocturno, empecé a madrugar para ir a reuniones por las mañanas. Me despertaba con una ristra de mensajes sobre los planes que teníamos ese día —en qué punto estaban las cosas con tal demanda, con quién tenía que hablar para que la firmase, con quién tenía que hablar para poder hablar con tal persona, para cuándo se esperaban noticias sobre lo que hubiese avanzado— e intentaba quitarme la ansiedad de encima mientras me duchaba. Por la mañana todo me daba pavor, pero, una vez salía de casa, por lo general me encantaba mi rutina. Era larga y agotadora. Resultaba sorprendente cuantísimo trabajo requería cada cosa, cuantas pequeñas crisis podían estallar a lo largo de un día, cuántos eventos que se venían planeando desde hacía tiempo se basaban en apaños de última hora. Me encontraba con gente a la que yo misma había organizado; me encontraba con quien había hecho que yo me organizarse; me encontraba con grupos de organizadores. En mi departamento, en el sindicato, por toda la ciudad. Estaba al teléfono constantemente. Engullía barritas de proteínas entre una reunión y otra y trozos grasientos de pizza del local que hacía las veces de punto de reunión oficioso del sindicato. Las últimas citas terminaban a eso de las ocho; luego iba al gimnasio y corría en la cinta mientras a la vez iba mandando mensajes sobre las últimas informaciones, cagándome en los debates presidenciales de la CNN y exasperándome si veía que alguien estaba despotricando sobre política en Facebook pero a mí no me respondía. Compartía piso con otros dos estudiantes de posgrado y un grupo de amigos que iba rotando, que se habían ido de New Haven hacía mucho pero que ahora habían vuelto para hacer campaña y que ahora se estaban quedando en nuestra casa durmiendo en un colchón inflable dentro de lo que, básicamente, era un armario grande. Cuando ya de noche volvía a casa me comía unos huevos en una tostada, la única comida que me dignaba a preparar, y me ponía a mandar emails, muchísimos emails.

    A veces estaba amargada: ¿cómo había dejado que a mi vida le pasara esto? Había empezado por preguntarle de tanto en cuanto a un par de personas que firmaran alguna petición y aquello había ido progresando gradualmente y empecé a presentarme donde se me requiriera y de algún modo había acabado de responsable de todo mi departamento. A veces me sentía atrapada: si lo dejo, cosa que muchas veces quería hacer, estaría dejando tirados a mis compañeros, a mi departamento, a todo el sindicato, a gente de otros sindicatos de Yale, a nuestros aliados en New Haven, a las limpiadoras de hotel de todo el país cuyas aportaciones estaban pagando nuestra campaña, a todos los estudiantes de posgrado que alguna vez hubiesen militado en el sindicato en los últimos treinta años. En los momentos de mayor enfado culpaba a la gente que me había hecho militar por primera vez. No me habían contado que esto iba a acabar así, que la militancia se iba a apoderar de mi vida entera. Entendía por qué la gente se mostraba reticente antes de empezar a hacer esto. Me daba cuenta perfectamente de cómo podía escalar la cosa. Pero muchas veces también me enfadaba con esa gente. ¿Cómo se creían que ocurrían las cosas? ¿Quién esperaban que hiciera todo el trabajo?

    No era justo. De hecho había muchas personas dispuestas a hacer un montón de cosas. Según se iban acercando las elecciones, nuestra gente fue de un mitin a otro, explicaban cada nueva modificación. Se quedaban a escuchar todas las sesiones de la Junta Nacional de Relaciones del Trabajo, en las que las que la facultad afirmaba que no aportábamos nada a la universidad, y quedaban para ir a los despachos de los administradores y entregar peticiones en las que decían que queríamos formar un sindicato. Se sacaban fotos en apoyo al sindicato, llevaban chapas del sindicato al asistir a clase y al dar clase, cumplimentaban quejas y escribían columnas sobre las cosas que querían que constasen en un contrato sindical. Eran gente honesta sobre los recelos que tenían, pero también sobre por qué tenían tantas ganas de ganar.

    La noche de las elecciones presidenciales de 2016 no me fui a la cama hasta tarde. Me desperté pocas horas después del discurso triunfal de Trump para ir a una reunión del sindicato, de resaca y agotada pero agradecida por tener algo que hacer. Por lo menos nuestras elecciones eran algo aún por llegar y yo estaba más decidida que nunca a ganarlas. Estuve yendo a reuniones todos los días durante los seis meses siguientes, por lo general a más de una, y me sentía agradecida por cada una de ellas. Mi familia y los amigos que vivían en otras partes mostraban desesperación, depresión, miedo. Pero yo no estaba haciendo ningún duelo, ¡yo estaba militando! Estaba en una nube de euforia justificada. Estaba segura de que, si todas las personas del país que pensaban como yo estuvieran haciendo lo mismo que yo, las cosas serían muy distintas. Demostraríamos que la izquierda podría ganar a pesar de Trump.

    Pero si la ola de la historia aún estaba subiendo, cada vez parecía más probable que nos fuese a aplastar y no que nos fuese a llevar a la victoria. Habíamos previsto votar a finales de 2016; también habíamos previsto que Clinton sería presidenta. Trump había sido considerado con los trabajadores, pero las organizaciones laborales aún lo tenían en su punto de mira. Al final nuestras elecciones se convocaron a finales de enero, pocos días después de la toma de posesión de Trump. Votamos pocas semanas después.

    En la víspera de las elecciones, me di cuenta de que nunca había deseado algo con tanta fuerza en mi vida y que nunca había querido algo sobre lo que a fin de cuentas tuviera tan poco control. Había hecho campaña todo lo que había podido, pero, en última instancia, la gente tomaría su propia decisión. Después de una vida en busca de logros personales, era una sensación extraña desear algo que solo podría obtener si otra gente también lo deseaba. Y si, por un lado, la organización política fue un ejercicio de aprendizaje de que se puede hacer mucho más de lo que piensas —que puedes hablar con la gente, descubrir que quieren las mismas cosas que tú y luchar juntos—, también fue una lección sobre sus límites. Es tan simple como que no puedes hacer que alguien haga lo que ha decidido no hacer.

    En mi departamento ganamos, y lo hicimos con el número de votos exactos que habíamos previsto. Y ganamos en todos los demás departamentos en los que nos habíamos presentado excepto en uno, en la mayoría por goleada. Aquella noche cantamos «Solidarity Forever» mientras nos abrazábamos en el edificio donde habían tenido lugar las elecciones y, más tarde, cuando cerró el bar e íbamos bajando por la calle que llevaba a mi casa, balbuceábamos las estrofas pero el estribillo lo cantábamos a pleno pulmón.

    * * *

    Aquello no fue el final. Necesitábamos un contrato, lo que significaba que teníamos que lograr que la universidad se sentara a negociar, algo que evidentemente no tenía intención de hacer. Nuestra mejor opción era lograr que la junta certificara el resultado electoral antes de que Trump nombrara a una mayoría republicana; llegados a ese punto, Yale ya no tendría más recursos legales y tendría que saltarse la ley para acabar con nuestro sindicato. Pero mientras, simplemente podían ir dejando que pasara el tiempo durante meses de apelaciones legales. (Por aquel entonces ya nos habíamos convertido en gente experta en las disfuncionalidades del derecho laboral a nivel federal). Teníamos que conseguir que la administración diera su brazo a torcer, pero solo quedaban una pocas semanas de semestre. Los cerca de treinta miembros del organismo ejecutivo interdepartamental del sindicato, elegidos nominalmente por los departamentos, pero que virtualmente ocupábamos el cargo en virtud de nuestra disposición a hacer una cantidad inhumana de trabajo orgánico, decidimos hacer lo que pudiéramos en el tiempo del que disponíamos: afrontaríamos un mes de acción intensiva para hacer que Yale se abochornara y se retractase. En el centro de la campaña se colocaría un grupo de miembros del sindicato que harían huelga de hambre de manera rotativa pero continuada. Esta huelga fue lo verdaderamente escabroso, algo sobre lo que estuvimos debatiendo durante dos días intensos de reuniones; era lo que parecía agudizar la tensión entre lo relativamente cómodo de nuestra posición y nuestro compromiso de plantear una batalla total con la administración. ¿Acaso no eran las huelgas de hambre la táctica que seguían los presos y otras personas que actuaban en posiciones de debilidad, sin posibilidad de utilizar nada más que su cuerpo? ¿No era esto ir demasiado lejos, incluso para nosotros? Al principio yo me había mostrado escéptica; una huelga no me parecía inapropiada sino vergonzosa, como algo que haría un grupo pequeño de universitarios excesivamente entusiastas. Esto era un sindicato bien organizado con cientos de miembros que acababa de conseguir una victoria electoral; estaba claro que podíamos hacerlo mejor. Pero no me imaginaba organizando una huelga en un mes. El sindicato UNITE HERE había utilizado en el pasado la táctica de las huelgas de hambre, siguiendo las huelgas de César Chávez para la Unión de Campesinos. Llegué a la conclusión de que esa iba a ser nuestra mejor opción y me puse a convencer de ello a otras personas.

    De la noche a la mañana el sindicato se convirtió en un grupo insurreccional que prácticamente acabó participando en una guerra de guerrillas. Durante un mes estuvimos todos los días haciendo todo lo posible por subvertir el día a día de la universidad y hacer que fuera imposible que Yale nos ignorase. Montamos conatos de acciones para distraer a los polis de Yale, levantamos una estructura inmensa delante del despacho del presidente en Beinecke Plaza e hicimos una acampada frente al reloj para defenderla, dispuestos a ser arrestados si la desmantelaban. La primera noche, decenas de personas —sindicalistas, empleados de la facultad, estudiantes, amigos, simpatizantes— permanecieron en la estructura hasta por la mañana, leyendo y hablando y corrigiendo exámenes y jugando a juegos, en lo que fue una especie de prefiguración de la utopía académica por cuya conservación yo sentí que hubiese hecho lo que fuera. Yale tomó la sabia decisión de dejarlo estar. Para señalar cómo Yale se cargaba el sindicato, descolgamos unas pancartas en la biblioteca de la facultad de economía en las que ponía trump university e hicimos que un miembro de la facultad escribiese en The New York Times sobre nuestra huelga de hambre. Estuvimos con cánticos frente a la casa del presidente, a la que le acababan de hacer una renovación de diecisiete millones de dólares, y los domingos por la mañana frente a las mansiones que tenían en Greenwich los miembros de la junta, mientras sus vecinos iban dando vueltas montando a caballo, literalmente. Creía que íbamos a ganar: mi inteligencia y mi voluntad estaban perfectamente alineadas. Ni me lo pensé dos veces antes de hacer huelga de hambre durante nueve días. En buena medida era más fácil que hacer de organizadora: todo lo que tenía que hacer era no comer. En un email frenético que le envíe a una amiga cuando llevaba seis días, dije que era algo «extrañamente calmado». Mi madre se preocupó, pero también se sumó: se enfrentó públicamente a Gina Raimondo, una de las consejeras de la Yale Corporation —y que hasta entonces a mi madre le había caído muy bien por ser la primera mujer gobernadora de Rhode Island— por no apoyar al sindicato mientras su hija se estaba quedando esmirriada.

    La universidad fue dejando que amainase el aluvión de prensa negativa y desmontó la estructura después que hubiese acabado el semestre, cuando el campus se encontraba en calma a las tantas de la madrugada y antes del fin de semana dedicado a los exalumnos. Más adelante, ese mismo verano, mis organizadores me pidieron que me tomara una excedencia de la escuela de posgrado y que me dedicara a tiempo completo a organizar los siguientes pasos de la campaña por el contrato sindical en otoño. En cualquier momento —¡en cualquier momento!— la junta nos iba a dar los últimos certificados. Estaríamos en una posición fuerte para elevar el conflicto de nuevo cuando en otoño la escuela volviese a abrir.

    Me daba cuenta de que teníamos que elevar el conflicto; era consciente de que podía ser de ayuda. Lo que pasa es que no quería. En cuanto la euforia del mes de acción había remitido, yo me hundí. Estaba agotada. Mi fuerza de voluntad flaqueaba. No quería estar llamando un día tras otro a gente que estaba cabreada por todo el drama de la huelga para pedirles que charlásemos sobre ello, para hablar de que, aunque todavía no lo habíamos hecho, aún podíamos ganar, pero solo si hacían un par de cosas más. No quería pasarme el día en peleas menores, recibiendo yo la energía negativa de la gente e intentando generar la que hacía falta para luchar aún un poco más. Siempre había un siguiente paso; estaba empezando a darme cuenta de siempre lo iba a haber. Quería mudarme a Nueva York y acabar la disertación y tomarme los fines de semana libres, al menos pasármelos trabajando en mis propios proyectos, como todo el mundo. Dejé el apartamento de New Haven y empecé a planificar la mudanza.

    * * *

    Pero no me fui. A alguna gente le pareció que me habían lavado el cerebro: había dicho una y otra vez que de ningún modo iba a volver, y ahí estaba. ¿En qué me había convertido el sindicato?

    Nadie me estaba obligando a quedarme; nadie podría haberlo hecho. Otros organizadores podían decirme por qué pensaban que debía quedarme, pero si realmente hubiese tomado la resolución de irme, podría haber vivido con ello. Ya una vez había decidido no pedir una excedencia para irme a ejercer de organizadora, pero esta vez la decisión me había corroído por dentro. La euforia de primavera se había ido escorando hacia el otro extremo. Todo lo que veía era miedo y culpa por todas partes. Tenía claro que me iba a arrepentir de cualquiera de las dos decisiones.

    ¿Por qué me quedé? En resumen, por la misma razón por la que había hecho todo lo demás. Me gustaba quién era yo cuando daba la cara con otra gente, una y otra vez. Era más valiente y amable, más generosa y más segura. Quería vivir en un mundo en el que mi voz se tuviese en cuenta, donde pudiera ver a la gente a mi alrededor como camaradas en lugar de como competidores. El sindicato era algo imperfecto por cosas que yo conocía tan bien como cualquiera, pero era lo más cerca que había estado de un mundo así, y, sencillamente, no podía convencerme a mí misma de que en ese momento, en esos pocos meses, hubiera algo que importase más que intentar que se hiciera realidad.

    No ganamos. La junta guardó silencio durante todo el verano. En otoño fueron confirmados aquellos a quienes había nombrado Trump. En el sindicato todo se vino abajo. Habíamos estado durante meses en lo que se suponía que era la recta final. Le habíamos estado pidiendo mucho a la gente durante mucho tiempo, nos habíamos exigido mucho los unos a los otros para cumplir los objetivos de público en los mítines y los objetivos de firmas en las peticiones. En el impulso por hacer que Yale se sentara a negociar, este grupo de organizadores ultracomprometidos había sobresalido por encima del resto y seguía en marcha; la mayoría habíamos prolongado nuestra vinculación con el departamento todo lo posible, con la expectativa de que, una vez hubiésemos ganado, todo el mundo se fuese a sumar. Habíamos aceptado estas dificultades como precio por lograr la victoria. Pero la victoria siempre parecía estar a la vuelta de la esquina siguiente. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez? Según se iban desvaneciendo nuestras promesas, lo mismo fue ocurriendo con la confianza depositada en los líderes del sindicato, que se basaba al menos parcialmente en la idea de que sabíamos lo que estábamos haciendo. Todas las frustraciones, las críticas y los resentimientos reprimidos en nombre de la victoria salieron a la superficie: el sindicato no era democrático, deliraba, instrumentalizaba y manipulaba. Me las deseé para que se mantuviera unido en lo que fueron los peores meses de mi vida y en invierno me mudé a Nueva York, solo un poco más tarde de lo previsto.

    * * *

    Cuando dejé la militancia organizativa, mi vida volvió a ser normal; al menos, todo lo normal que había sido antes de la escuela de posgrado, cuando leía sobre política y pensaba en política y hablaba sobre política y escribía sobre política pero apenas hacía nada de política. Leí más, dormí más, comí mejor. Veía más la tele. En muchos sentidos mi vida era más agradable. Como a Brecht, a mí me gustaría ser sabia también. Pero no está en tu mano escoger los tiempos en los que vives. Y, en unos sombríos, yo sabía que no estaba haciendo nada de valor.

    Estuve esperando a que alguien me invitase a alguna reunión. No lo hizo nadie. Hubo muchos días en que no hablaba con ninguna persona: es sorprendente la cantidad de tiempo que una puede pasar sola. Lloraba menos; me reía menos. Me preocupaba el mercado de trabajo y lo que pensaría de mí gente a la que no conocía. ¿De verdad que este ser ansioso y egocéntrico era alguien más auténtico que la personalidad que yo misma me había intentado labrar? Ojalá no lo fuera.

    Seguía pensando todo el tiempo en la militancia. Leía y leía, intentando comprender qué había ocurrido, qué es lo que no había funcionado. Pude ver situaciones distintas, distintos estilos de organización, intereses distintos, pero los mismos conflictos, las mismas tensiones, los mismos derrumbes. The Romance of American Communism acaba con una nota trágica: al final Gornick comprende el desconsuelo de las personas comunistas entre las que ella había crecido cuando observa cómo el movimiento feminista al que ella pertenecía se disuelve en medio de las hostilidades. Llega a pensar que lo que revelaba este destino era el «sufrimiento que se halla en el corazón de la radicalidad», la «magnífica amargura» de la autocreación. Pero esta no es la parte de este ensayo en la que llego a la conclusión de que la vida política es algo trágicamente imposible. Es la parte en la que intento descubrir cómo volver a ella.

    El manual que publicó el grupo Labor Notes bajo el título Secretos del éxito de un organizador termina con un secreto para el organizador que no conoce ese éxito: «Una verdad incómoda sobre la militancia organizativa: vas a fracasar muchísimo. Vas a perder más veces de las que vas a ganar». Si el secreto para ganar no es tan secreto —tienes que militar y militar y militar de manera que junto a todas las victorias y retrocesos empiecen a acumularse algunas victorias—, entonces quizá la cuestión de cómo ganar sea simplemente una cuestión de cómo seguir haciéndolo, después de ganar y después de perder.

    El sindicato siguió adelante. Me da miedo no volver a hacer nada como aquello y también me da miedo volver a hacerlo.

    La ilustración de cabecera es «Les trois personnages», de Aurélie Nemours (1910-2005). El texto ha sido traducido del inglés por el colectivo Espectre Verd.

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  • Entrevista con Ende Gelände: «Hay que asegurarse de que los medios utilizados para luchar contra la pandemia no nos hagan profundizar aún más en la emergencia climática»

    Entrevista con Ende Gelände: «Hay que asegurarse de que los medios utilizados para luchar contra la pandemia no nos hagan profundizar aún más en la emergencia climática»

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    Entrevistamos a Johanna Frei, de Ende Gelände, organización alemana dedicada que usa la desobediencia civil masiva para impedir el normal funcionamiento de las minas de carbón. 

    P: Ende Gelände sois una de las organizaciones contra los combustibles fósiles más importantes de Europa, pero quizá no sois demasiado conocidos fuera de Alemania, o al menos no en España. ¿Podrías describir cuáles son los principales rasgos de vuestro colectivo?

    R: Somos una organización de acción civil masiva de desobediencia contra las minas de lignito a cielo abierto. Lo que hacemos es irrumpir en las minas y en las infraestructuras que las rodean con miles de personas y bloquear las excavadoras gigantes y las instalaciones con nuestros propios cuerpos. Lo hacemos vestidos con un mono blanco y con máscara para protegernos del polvo de lignito y de la represión de la policía y de la seguridad privada. Lo que queremos es crear una sensación de empoderamiento en quienes participan en estas acciones, pero también en quienes nos vean a través de los medios. Nuestro mensaje se basa en que necesitamos dar pasos de manera inmediata hacia un escenario de justicia climática y que, si nadie más hace nada, del marrón de echar el cierre ya nos encargamos nosotros.

    Con todo, sí que hemos tenido repercusión internacional. Desde el principio, hemos tejido una sólida red internacional y compañeras y compañeros de toda Europa han participado todos los años en nuestras acciones. Hay muchos grupos que se han inspirado en Ende Gelände, como Code Rood en Países Bajes, Limity Jsme My en República Checa y RadiAction en Francia. En el estado español, Gipuzkoa Zukit llevó a cabo una acción en 2017 inspirada en Ende Gelände.

    P: Vuestro objetivo son las minas de carbón y en su infraestructura. ¿Por qué las minas y no, por ejemplo, las infraestructuras petrolíferas? ¿Son menos importantes para el sistema energético alemán?

    Las minas de lignito renanas son la mayor fuente de emisiones de CO2 de Europa y el carbón en general tiene un papel importante en el sistema de energía de Alemania. El modo de producir electricidad a partir del carbón es además un muy buen ejemplo a través del cual criticar el rol del capitalismo en la generación de la crisis climática.

    R: Ya hemos tenido éxito a la hora de reducir la importancia del carbón y ahora están entrando en el debate otros objetivos para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en Alemania; tanto en el debate público como dentro de Ende Gelände como colectivo. En todo caso, cuando llevamos a cabo nuestra primera acción, en 2015, el carbón era la clave para que arrancase el debate sobre qué hacer contra el cambio climático.

    P: Asistimos a vuestra charla en Madrid en la contracumbre de 2019 y nos sorprendió mucho el sentido de «comunidad» que construís antes y durante vuestras acciones. ¿Podríais explicarnos cómo preparáis y organizáis estas acciones? ¿Existe algún contacto con los trabajadores de las minas o con sus sindicatos?

    R: Somos una organización de base y fundamentamos nuestras decisiones en un principio de consenso, lo hacemos así tanto en el proceso de preparación como durante las acciones. Tener voz ya es muy empoderante para la gente. Durante la acción se forman grupos de afinidad de unas pocas personas que cuidan unas de otras. Estos grupos de afinidad se unen en lo que llamamos «dedos». Estas unidades de en torno a cien personas participan juntas de las acciones y entran juntas en las zonas mineras para bloquear las grandes excavadoras y otras infraestructuras. A menudo tenemos que atravesar las líneas policiales, cosa que hacemos con una técnica especial que hemos aprendido del movimiento antinuclear alemán, pero que solo funciona si todo el dedo trabaja junto. Demostramos que juntos somos más fuertes que la represión del estado. Todos estos principios los explicamos y entrenamos antes de las acciones. Generalmente existe un gran sentido de comunidad y solidaridad durante las acciones, pero también después.

    Ende Gelände forma parte de un movimiento amplio de resistencia contra el lignito en Alemania. Ha habido distintos intentos de entablar un diálogo con los trabajadores y los sindicatos, pero nos ha resultado muy difícil. En todas nuestras declaraciones siempre dejamos claro que deseamos una transición justa para los trabajadores y para toda la región. El problema es que actualmente los trabajos en ámbitos destructivos climáticamente a menudo están mejor remunerados y tienen mejores condiciones laborales que los de espacios alternativos. No obstante, poco a poco se está iniciando un debate dentro de los sindicatos alemanes en torno a qué hacer acerca del cambio climático.

    P: El objetivo de Ende Gelände es cerrar las minas para siempre. Nos preguntamos si vuestras acciones aspiran a cerrarlas por sí mismas o si las veis más bien como «agitación» contra los combustibles fósiles. ¿Lleváis a cabo algún tipo de acción «destructiva» contra estas infraestructuras o la presión contra alguna de estas minas se prolonga en el tiempo? Además, ¿cómo se vuelca esta presión hacia las instituciones políticas, si es que os relacionáis con ellas de algún modo?

    R: En su momento decidimos bloquear las minas solo con el cuerpo y no llevar a cabo ningún tipo de sabotaje. Tenemos un «consenso de acción» que deja esto claro y a la gente que quiere poner en marcha otro tipo de acciones les pedimos que lo hagan en otro momento y no durante las acciones de Ende Gelände. Queremos que el mayor número de gente posible se sienta cómoda y se una a nosotros, también gente que nunca ha participado en ningún tipo de acción. Esto lo logramos llevando a cabo acciones a unos niveles más «bajos». Es más, esto nos permite comunicar nuestra actividad públicamente.

    Con algunas de nuestras acciones de hecho hemos logrado una caída en la producción de electricidad, pero por lo general a lo que aspiramos es iniciar un debate público. Por ello, estas acciones solo duran unas horas o unos días. Sencillamente, queremos que se preste atención a la justicia climática y a lo que Alemania puede hacer por ello. Ahora bien, la transición entre una acción exitosa y un cambio real en las políticas es un proceso complejo y siempre estamos debatiendo sobre cómo lograr un resultado lo más favorable posible para nuestros intereses. Ya hemos conseguido alguna reducción en la quema de carbón, pero, por supuesto, queremos más.

    P: Hace poco entrevistamos a Andreas Malm y proponía que debemos ser capaces de responder cuando golpeen las catástrofes climáticas y no solo llevar a cabo acciones sin relación con la situación climática coyuntural. Por ejemplo, sugería que, cuando llegue la próxima ola de calor a Europa, deberíamos atacar las infraestructuras de los combustibles fósiles para poner en relación ambos hechos y ganar cierto poder social y político. ¿Creéis que en este momento tenemos el suficiente poder de masas y organizativo para hacer este tipo de cosas? ¿Qué tendríamos que hacer para llegar hasta ahí?

    R: Ende Gelände ha acogido el surgimiento de muchos grupos locales y de varias acciones por la justicia climática dentro y fuera de Alemania. Sea lo que sea lo que queramos lo que necesitamos es una base fuerte. En este momento nuestras estructuras están debilitadas por la pandemia, pero el público no se ha olvidado totalmente del problema climático. Hay mucha gente que traza una frontera entre los problemas climático y medioambiental y el coronavirus, pero la lucha contra la catástrofe climática ya no está en los titulares como lo estaba en 2019. En este momento de lo que hay que asegurarse es de que los medios utilizados para lucha contra la pandemia y contra sus consecuencias no nos hagan profundizar aún más en la emergencia climática, sino que deben ser socialmente justos y ecológicamente sostenible. El reinicio de la economía europea determinará qué dirección tomamos como sociedades.

    P: Vuestro trabajo ha sido tremendamente importante para subrayar lo importantísimo que es dejar de que quemar combustibles fósiles, pero quizá estéis de acuerdo con que es necesario aumentar la escala de nuestras acciones e ir más lejos, y que esto tiene que pasar en todas partes. Aunque, desde luego, la pandemia ha supuesto un duro golpe para el movimiento climático, ¿tenéis algún plan para profundizar en vuestras acciones en el futuro próximo?

    R: En estos momentos estamos en proceso de planificar nuestros próximos pasos. Tenemos la sensación que únicamente aumentando la escala y haciendo que nuestras acciones sean cada vez más grandes no vamos a alcanzar nuestra meta de una sociedad climáticamente justa. Lo que estamos planteándonos es extender nuestros objetivos y hacer frente a otras formas de combustibles fósiles que sean fuente de gases de efecto invernadero, estamos pensando qué imágenes potentes podemos crear con nuestras acciones. Esto no tiene por qué ser a través de acciones con más gente o que sean más «radicales». Lo que se percibe como más radical a menudo es también muy exclusivo y difícil de explicar al público. Lo que queremos es ser más inclusivos y que la gente entienda por qué hacemos lo que hacemos.

    Ahora mismo estamos trabajando el asunto del racismo. Como sabemos, la crisis climática está fuertemente vinculada al colonialismo y al racismo. Por una parte, queremos hacer que estos vínculos sean evidentes; por otro, queremos combatir nuestro racismo internalizado. Hemos iniciado un proceso interno de reflexión sobre el modo que tenemos de organizarnos e intentamos trabajar con más grupos indígenas y racializados. Para nosotras y nosotros, el siguiente paso se basa en pensar cómo podemos ser un grupo y un movimiento más holístico. Sin luchar contra estructuras como el racismo o el patriarcado no vamos a ser capaces de frenar la crisis climática.

    La ilustración de cabecera es «Mina de carbón en el Borinage», de Vincent van Gogh (1853-1890).

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  • Videojuegos y cambio climático, podcast con María Bonete y Alberto Venegas

    Videojuegos y cambio climático, podcast con María Bonete y Alberto Venegas

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  • La ciudad después del coronavirus, podcast con Blanca Valdivia y Miguel Álvarez

    La ciudad después del coronavirus, podcast con Blanca Valdivia y Miguel Álvarez

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  • Teletrabajo, tecnoutopías e ideologías de lo doméstico

    Teletrabajo, tecnoutopías e ideologías de lo doméstico

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    Por Àngel Ferrero.

    En los últimos meses un número sin precedentes de personas han tenido que trabajar desde sus casas. No todas, ni en todos los sectores productivos, ni en las condiciones que a muchas les hubiese gustado. Aun así la crisis del COVID-19 ha supuesto uno de los primeros experimentos a gran escala y a nivel mundial de una transición al «teletrabajo». Como aportación al debate colectivo sobre esta experiencia publicamos esta tribuna de Àngel Ferrero, en la que se analizan críticamente tanto la realidad desigual como la potencialidad y limitaciones del teletrabajo.

    Una de las medidas decretadas estas últimas semanas por numerosos gobiernos para reducir el contagio del SARS-CoV-2 ha sido el confinamiento de la población. Para no detener su actividad económica, son muchas las empresas que han recurrido al teletrabajo y los principales medios de comunicación han publicado varios artículos ensalzando sus virtudes. Sin embargo, desde las redes sociales y algunos medios no se tardó en señalar lo obvio: no sólo todos los empleos no lo permiten, sino que muchos de ellos pertenecen a la categoría de trabajos esenciales en época de pandemia, y algunos de éstos se encuentran, además, entre los peor remunerados. Solamente en Francia se calcula que pueden recurrir a esta modalidad de empleo un 60% de los trabajadores especializados, pero únicamente un 1% de los trabajadores sin especialización o que desempeñan trabajos manuales, según una encuesta del Institut national d’études démographiques (Ined). Pero incluso entre los trabajadores de cuello blanco el teletrabajo está lejos de ser la panacea que han presentado estos días los utopistas tecnológicos.

    Las ventajas, reales o supuestas, del teletrabajo acostumbran a presentarse más o menos como sigue: este permite trabajar cómodamente desde el propio hogar, organizar de manera flexible el horario laboral, conciliar el empleo con el trabajo doméstico y la vida familiar, evitar el contacto con colegas desagradables y así sucesivamente. En este sentido, esta promoción del teletrabajo puede enmarcarse en lo que John Hartley llamó «ideología de lo doméstico» en su análisis sobre el papel de la televisión en los cambios en el urbanismo y la distribución de los espacios en los hogares durante la segunda mitad del siglo XX, cuando «el problema era la incontrolada y siempre creciente clase trabajadora urbana». «En lugar de controlarla como a una fiera desde el exterior, mediante aparatos represivos del Estado como la ley, el gobierno, las fuerzas armadas, las prisiones, la policía y, finalmente, los psicólogos, se pensó que resultaría mejor crear las condiciones para el autocontrol y la autoadministración por parte del pueblo», escribe Hartley. En esta ideología de lo doméstico –«una campaña tanto política como comercial»–, el hogar «se convirtió en algo más que una vivienda, más que un refugio, se convirtió en un estilo de vida en sí mismo y en las actividades que debía sostener».

    En estos artículos los inconvenientes se reducen generalmente a la capacidad de los propios trabajadores para organizar su horario laboral, mantener una disciplina y evitar la tentación de procrastinar. Se olvida, o se quiere olvidar, que el trabajo también es para millones de personas un espacio de socialización, con todo lo que ello implica. No sorprende que el teletrabajo sea un modelo tan bien valorado por muchas empresas: la atomización social dificulta la organización sindical. ¿Cuántos inspectores de trabajo acuden a los hogares para comprobar que se cumplen las condiciones y los horarios de trabajo? Además, como sabemos por los casos de autónomos y falsos autónomos, el teletrabajo puede acabar desplazando algunos costes al propio trabajador, que corre así con los gastos de electricidad, teléfono y en no pocas ocasiones su propio equipo informático. Los precedentes invitan por lo demás a la desconfianza: el acceso de millones de personas a Internet en la década de los noventa, en ausencia de otras medidas (y más bien en presencia de medidas regresivas en lo laboral), no ha conducido a ninguna utopía tecnológica, y la intensidad y la duración de la jornada laboral, así como el control de las empresas sobre sus empleados, no únicamente se han mantenido, sino que en ocasiones se han intensificado debido a esas mismas nuevas herramientas tecnológicas, también en aquellos que trabajan desde casa, por ejemplo mediante programas que supervisan el uso del teclado, el cursor o el tiempo que el monitor está encendido antes de que se active el protector de pantalla.

    Trabajar desde casa, ¿menos trabajo?

    Las quejas habituales de quienes trabajan en casa van por lo común desde la difuminación de los límites temporales y espaciales entre trabajo y vida personal hasta la exigencia de las empresas hacia sus empleados de presentar plena disponibilidad a la hora de responder correos electrónicos y llamadas de teléfono, pasando por problemas en la comunicación con otros miembros del equipo, pérdida de motivación y sensación de soledad. No son pocos los casos que terminan en el llamado síndrome de desgaste profesional –popularmente conocido como burnout– y, si el trabajador no responde a las demandas de sus jefes, puede ser despedido sin contemplaciones y sin el temor a esperar ninguna contestación: al fin y al cabo, entre él y sus compañeros de trabajo no existen apenas vínculos emocionales y seguramente ni siquiera hayan tenido que verse en persona. Mientras el trabajador cree que se ha liberado del yugo empresarial y retomado las riendas de su vida (incluso, en no pocas ocasiones, que se ha convertido “en su propio jefe”), desde las cumbres de su empresa se le ha despojado de prácticamente todos sus atributos humanos y convertido imaginariamente en pura fuerza productiva, y, si no cumple con los resultados, se cambia por otro, sin más.

    Sobre la productividad, resulta revelador un estudio de la consultora estadounidense Airtasker realizado el pasado mes de marzo entre más de 1.000 empleados, 505 de ellos en régimen de teletrabajo. De media, quienes trabajaban desde casa lo hacían 1’4 días más por mes, o unos 16’8 días más al año, que aquellos que trabajaban en la oficina. Del mismo modo, se calculó que los empleados en una oficina perdían una media de 37 minutos diarios en distracciones (sin contar las pausas para comer o tomar un café), frente a los 27 minutos de quienes trabajaban desde casa. El estudio también demostró que los empleados en oficinas socializaban más con sus colegas: hasta una hora diaria de conversación no relacionada con el trabajo, mientras el tiempo se reducía a 29 minutos para quienes trabajaban desde casa. El porcentaje de éstos que dijo tener problemas para conciliar su vida laboral y personal (29%) fue superior al de quienes trabajan en una oficina (23%). Finalmente, cuando se entraba en preguntas concretas en este capítulo, prácticamente todos y cada uno de los porcentajes eran peores para el teletrabajo con respecto al trabajo en oficina: estrés excesivo durante la jornada laboral (54%-49%), elevado nivel de ansiedad (45%-42%), procrastinación (37%-35%), abandono de la tarea por el estado mental del trabajador (31%-30%), abandono del trabajo antes de tiempo por sentirse sobrepasado (26%-17%), evitar interactuar con otros trabajadores (23%-29%), dificultad a la hora de gestionar las emociones en el trabajo (21%-21%), saltarse el trabajo debido a la baja motivación (18%-17%).

    La perspectiva ecológica

    Del teletrabajo también se ha dicho que ayudaría en la lucha contra el cambio climático al reducir o incluso eliminar el desplazamiento hasta el puesto de trabajo, y que atesora el potencial de modificar planes urbanos por completo, favoreciendo la descentralización y la creación de entornos más amables para el ciudadano en detrimento de la especialización por barrios y los conocidos rascacielos de oficinas de vidrio. Dejando de lado que este argumento tiene exclusivamente en cuenta el transporte individual en automóvil y olvida el transporte público, considérese este otro ejemplo: el 22 de marzo Bank of America y Wells Fargo anunciaron el cierre de todas sus oficinas en India y enviaron a sus empleados a continuar trabajando desde casa. El problema, como no tardó en descubrirse, es que no todos los empleados disponían de ordenadores portátiles ni tabletas con las que realizar su trabajo. Solamente Wells Fargo cuenta con unos 20.000 trabajadores en India (datos de 2019). Cabe preguntarse cuál es el coste no ya económico, sino ecológico de multiplicar el número de dispositivos –cuya fabricación requiere por lo demás un elevado consumo de energía y cuyo uso incrementa considerablemente el consumo de electricidad– en comparación con un equipo informático en un centro de trabajo que puede ser compartido por varios empleados. En efecto, en la publicidad de los fabricantes se destaca la capacidad de almacenamiento de estos dispositivos y la posibilidad de ejecutar diversas tareas con ellos como parte de su saldo positivo en lo ecológico, pero se calla convenientemente que están enfocados más a un uso individual que colectivo. A este respecto resulta conveniente recuperar el concepto de «anticomunista» propuesto por Wolfgang Harich en Comunismo sin crecimiento (1972). «Defino como anticomunista aquel medio de consumo que no podría jamás ser consumido, fuesen cuales fuesen las condiciones de organización de la sociedad, por todos y cada uno –sin excepción– de los integrantes de la sociedad», escribía Harich, «por lo que en caso de que se quisiera prolongar indefinidamente su producción, haría imposible el tránsito al comunismo, puesto que este excluye por definición un consumo ligado a diferencias de ingreso y a privilegios».

    Los problemas, sin embargo, no terminan aquí. «Se puede tener un edificio muy eficiente en una ciudad donde la gente camina o utiliza el transporte público, pero si quienes trabajan desde su hogar encienden la calefacción en toda la casa, [el balance ecológico] es negativo», observaba hace unos años Paul Swift, asesor de Carbon Trust, en declaraciones a la agencia Bloomberg. Así, continuaba este medio, «sólo los trabajadores que viven lejos de la oficina, que de lo contrario tendrían que ir en automóvil, contribuyen una reducción global de la contaminación […] los que caminan o toman el transporte público incrementarían sus emisiones trabajando desde casa.» Todo ello sin entrar en cuestiones como la obsolescencia planificada o, en un plano ideológico, la cultura de consumo.

    Nada de esto constituye, por supuesto, un rechazo frontal al teletrabajo. Este no es per se negativo, pero depende, como tantas otras cosas, del marco de relaciones sociales y laborales en el que se implementa. En el actual muy bien pudiera ocurrir que, en vez de llevarnos a las utopías tecnológicas de liberación individual recicladas de los años noventa, nos condujese a escenarios de más explotación laboral y un mayor control social y desintegración social.

     

    La ilustración de cabecera es «En el taller de un tejedor», de Cornelis Gerritsz Decker (1625-1678).

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  • Tras la democracia del carbono

    Tras la democracia del carbono

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    Por Alyssa Battistoni y Jedediah Britton-Purdy

    Este texto fue publicado originalmente en Dissent con el título «After Carbon Democracy». 

    En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia en lugar de por menos.

    Si te preocupa la democracia, el cambio climático no va a hacer que te sientas mejor. Desde hace décadas, el clima (y anteriormente la crisis ecológica en general) ha sido esgrimido como exponente fundamental de la incapacidad de la democracia para solucionar nuestros problemas más acuciantes.

    Los retos son innumerables: la acción climática requiere compromisos nacionales que beneficien a pueblos extranjeros y sacrificios actuales en beneficio de generaciones futuras, y que se basen en fundamentos científicos que, aunque fácilmente sintetizables, son demasiado complejos como para enganchar narrativamente a los negacionistas. Simplemente, la gente no se impone a sí misma firmes restricciones de manera voluntaria, especialmente en beneficio de desconocidos.

    Como prueba de ello, quienes se muestran escépticos ante la democracia señalan las airadas protestas contra las subidas de precio de los combustibles fósiles, como los chalecos amarillos en Francia o las movilizaciones ecuatorianas contra la retirada de las subvenciones a los carburantes. A esto hay que añadir el rechazo, o directamente la derogación, de los impuestos sobre el carbono en lugares que van desde Australia hasta Washington, y la elección de presidentes agresivamente antiambientalistas en Estados Unidos y Brasil, dos de las mayores democracias del mundo.

    Recientemente un columnista del Financial Times, un barómetro fiable de la opinión de las élites, preguntaba: «¿Puede la democracia sobrevivir sin carbono?». Su respuesta era: «No lo vamos a averiguar. Ningún electorado va a votar en perjuicio de su propio estilo de vida. No podemos culpar a malos políticos o a corporaciones, somos nosotros: siempre vamos a elegir crecimiento antes que clima».

    Incluso las personas de izquierdas afines a la democracia no pueden sino preocuparse por lo que implicaría para esta un cambio drástico en las condiciones materiales. En Carbon Democracy, el historiador Timothy Mitchell afirma que «gracias al petróleo, las políticas democráticas se han desarrollado con una orientación particular hacia el futuro: el futuro como horizonte ilimitado de crecimiento». Ahora sabemos que dicho horizonte se está cerrando.

    Así pues, ¿somos nosotros el problema? ¿Qué posibilidades hay de una democracia sin carbono en el siglo XXI?

    Una breve historia de la democracia climática

    La actual oleada de ansiedad a propósito de la democracia y el medio ambiente tiene multitud de precedentes. En los años setenta, momento en que emergía la política ecológica moderna, el teórico político William Ophuls imaginó qué ocurriría si tuviese que detenerse el crecimiento económico (una predicción habitual, en ese momento, tanto entre individuos radicales como entre centristas). Ophuls argumentaba que la escasez es la condición insoslayable de la vida humana y la política, el inevitable conflicto por los recursos limitados. Esta es la razón que llevó a Thomas Hobbes, el primer teórico político moderno, a insistir en la necesidad de un soberano absoluto para que hubiera orden político: para mantener a la gente a salvo de los estómagos codiciosos y famélicos de los demás. Lo específico de la época moderna, y de mediados del siglo xx en particular, ha sido la creencia de que la escasez podía ser evitada; de que la riqueza podía ser no solo abundante sino ilimitada. La crisis ecológica se presentó como un duro reproche a semejante manera de pensar y a los sistemas políticos que se han edificado sobre ella.

    Ophuls defiende que un futuro sostenible ecológicamente hubiese sido «más autoritario» y «menos democrático». Los mandarines ecológicos se harían cargo de gestionar los recursos comunes de manera apropiada; el gobernador ecológico ideal vendría a ser una combinación de Platón y Hobbes, al que se le añadiría algo de John Muir: el conocimiento del filósofo-rey combinado con la soberanía absoluta y con una elegante nota de conciencia verde.

    En cualquier caso, en los años ochenta los expertos políticos en boga ya promovían una solución distinta: ecologismo de mercado, que veía la respuesta a los problemas medioambientales no en un decrecimiento, sino en la creación de más mercados, calibrados inteligentemente para la «internalización» de «externalidades» industriales a través de la incorporación de los costes de la polución a los de los recursos (el impuesto sobre el carbono es una versión de esta idea). Los economistas señalaron que la amenaza de la polución lanzada a la capa de ozono por los clorofluorocarbonos (CFC) se había solucionado de forma barata y rápida mediante un sistema de mercado de permisos negociables. En Europa se resolvió incluso de manera más veloz a través de su prohibición; sugiriendo que la clave era que se podían reemplazar los CFC, o directamente prescindir de ellos. Si había funcionado para los CFC, la lógica dictaba que podía funcionar para el carbono. La teoría económica, que es la elitista sabiduría convencional de esta época, indicaba claramente que el camino a seguir era una solución de mercado.

    Parecía que la mejora del medio ambiente se ajustaba perfectamente al final de la historia: capitalismo, democracia y aire limpio podrían ir de la mano ahora y siempre. La «curva de Kuznets medioambiental» mostraba, supuestamente, que la polución había crecido en los primeros estadios de la industrialización para luego caer cuando el electorado de clase media decidió que se podía permitir agua y aire limpios, lo que replicaba la trayectoria de la desigualdad económica que el economista Simon Kuznets plantea en su optimista trabajo sobre tendencias de ingresos a largo plazo. La versión de la democracia que se hallaba en esta idea aparecía desnuda: los politólogos que investigaban el progreso democrático y su «consolidación» incluyeron en su definición los «derechos de propiedad», que generalmente implican un sistema de mercado capitalista. Esta no era una democracia que pudiera impugnar las prerrogativas capitalistas, sino una que se identificaba axiomáticamente con ellas.

    Para los años 2000 quedó claro que el progreso no estaba ocurriendo lo suficientemente rápido. El cambio climático era un problema más grande de lo que muchos habían supuesto, quizá fuera incluso completamente distinto. El ingenuo optimismo «democrático» cedió terreno. Desde la perspectiva de la economía de la elección racional, el cambio climático se presentaba ahora como un ejemplo de manual de problema de la acción colectiva: era de interés común alcanzar una solución, pero también era de interés individual no dejar de emitir aprovechando que los demás sí que lo hacían. La acción climática suponía un sacrificio que nadie estaba dispuesto a hacer a no ser que lo hicieran todo el mundo; y todo el mundo tenía incentivos personales para descargar la responsabilidad sobre los demás y, en última instancia, sobre las generaciones futuras.

    Pero la teoría de la elección racional estaba siendo en sí misma atacada por la economía behaviorista, la cual apuntaba que la manera de tomar decisiones es de todo menos racional. Este era el lenguaje de las élites políticas sobre la naturaleza humana en el nuevo milenio; en libros de gran popularidad, como Freakonomics, como en trabajos cuasiacadémicos, como Nudge, del economista de la Universidad de Chicago Richard Thaler y el profesor de derecho en Harvard Cass Sunstein (quien estuvo una temporada el frente de la Oficina de Información y Asuntos Regulatorios de Barack Obama). La economía behaviorista explicaba el problema de la acción colectiva en sus propios términos: no se trataba simplemente de que nuestros intereses tuviesen una orientación deficiente, sino más bien que apenas podíamos entender cuáles eran nuestros propios intereses. «¿Por qué no es verde el cerebro?», preguntaba en 2009 un titular en la portada de The New York Times Magazine, captando el nuevo zeitgeist. El problema era de «prejuicios automáticos» que deformaban la cognición; la gente está acostumbrada al corto plazo, mientras que el cambio climático es un problema que abarca siglos. No hemos calculado correctamente los riesgos; reaccionamos de manera distinta a las mismas medidas si se las adorna de manera diferente: la gente odia los «impuestos» al carbono, pero le gustan las «compensaciones» de carbono. No nos gusta el cambio, sufrimos de aversión al riesgo. Tenemos dificultades para percibir el cambio climático como una amenaza porque no se trata de un acto de violencia inmediatamente visible, como la guerra.

    Quizá la democracia no fuera la culpable per se del cambio climático, pero había algo en el demos (algo en la gente en sí misma, algo en nuestros cerebros) que no estaba preparado para entender y lidiar con semejante problema. Se seguía de esto que no estábamos preparados para el autogobierno en un mundo definido por complejos problemas a largo plazo; la gente necesitaba ser engañada ―«impelida»― para poder decidir sobre sus intereses propios más profundos y verdaderos. Tanto aquí como en el análisis de la elección racional había, tácita pero implícitamente, un análisis fundamentalmente individualista y ahistórico del cambio climático. No importaba quién hubiese causado realmente todas las emisiones de carbono, o bajo qué sistemas de economía política se hubiesen producido: los humanos éramos, en última instancia, todos iguales y dicha forma de ser dificultaba enormemente hacer nada respecto a los procesos efectivos.

    En los últimos años, las culpas han pasado de recaer en lo idiota que es la gente o en los fallos inherentes de las instituciones democráticas para recaer en la dominación de estas por parte de las compañías de combustibles fósiles. El dinero negro que responde a intereses particulares (y también no poco dinero obscenamente visible a plena luz) ha sido utilizado para negar el cambio climático, para acabar con los impuestos sobre el carbono y con la expansión de las energías renovables, y para desregular la industria. Este giro hacia una historia política de las políticas medioambientales se ha centrado en los defectos e infortunios contingentes del proceso político estadounidense; desde la completa apertura de la válvula del gasto político hasta las vicisitudes de las negociaciones de la Casa Blanca en los años ochenta («la década en que casi paramos el cambio climático», como afirmaba Nathaniel Rich en un extenso artículo de The New York Times Magazine en 2018).

    Mientras el catastrofismo por el fin del mundo sustituye a la euforia del fin de la historia, las últimas cuatro décadas de pensamiento «político» sobre el clima parecen no haber sido nada políticas. O, más bien, el pensamiento climático de estas décadas ha sido un síntoma de la antipolítica dominante: una política de ideas (teoría de la acción racional, economía behaviorista) e instituciones (la industria de los combustibles fósiles, los bancos de inversión, el Partido Demócrata de Bill Clinton y Robert Rubin) que afirmaba no ser política, sino sentido común o ciencia, y que trabajaba para aplastar cualquier política que fuera más allá del pesimismo generalizado acerca de los seres humanos y del optimismo sobre los tejemanejes institucionales y tecnológicos.

    El «elefante en la habitación» propio de estos discursos en torno a la democracia y el cambio climático es el capitalismo.

    El capitalismo se encuentra en el corazón mismo del cambio climático, ya que se basa en un crecimiento indefinido que el planeta no puede soportar. Todas las formas de capitalismo que hemos conocido han sido extractivistas, han drenando la Tierra de su energía y de gran parte de su riqueza de maneras destructivas que no son renovables. Y todas las formas de capitalismo que conocemos han sido incapaces de reparar en las amenazas medioambientales, sobre todo la polución, de la cual los gases de efecto invernadero son el último y mayor ejemplo. El extractivismo y la polución se hallan en el núcleo de las economías medioambientales convencionales: habitualmente son descritas como cuestiones derivadas de «externalidades» y del «capital natural» y a menudo se propone como solución a ello la «contabilidad ambiental de costo total», para así incorporar bienes y riesgos ecológicos a los balances generales de empresas y consumidores. Este relato convierte el problema en una serie de cuestiones técnicas, pero desde la derrota de la ley Waxman-Markey en 2010 ha quedado claro que incluso los desafíos aparentemente técnicos para el ámbito político y económico de los combustibles fósiles requiere mayorías movilizadas luchando para salvar el mundo. Es decir, la tecnocracia no evita la política, sino que la ignora, para luego verse sorprendida por ella. La idea del crecimiento indefinido es más básica aún y, por lo general, la economía convencional la ha esquivado.

    La política climática se ha dado en su totalidad dentro del periodo de la hegemonía neoliberal, en el cual ha sido imposible considerar o imaginar un fuerte control democrático sobre la economía; la antipolítica de esas décadas funcionó para proteger contundentemente los mercados de inoportunas distorsiones políticas. Al restringir las políticas democráticas y revertir ―o directamente saltarse― las limitaciones impuestas al capital de manera democrática (incluyendo las regulaciones medioambientales de los años setenta), el neoliberalismo ha dificultado enormemente la solución de los problemas medioambientales sistémicos del capitalismo.

    Si vamos a hablar de democracia y cambio climático, entonces también tenemos que hablar de democracia y capitalismo, aunque en casi todas las conversaciones se presupone una democracia que no puede o no necesita poner en cuestión los preceptos básicos del capitalismo. La actual política climática ha funcionado de la misma manera hasta hace muy poco. Hasta 2016 parecía que el neoliberalismo había triunfado sobre la democracia, que la economía había sometido completamente a la política. Y entonces la política volvió a la vida, y lo hizo rugiendo.

    Pero una política viva plantea preguntas de distinto tipo y ni mucho menos fáciles. ¿Puede la democracia realmente vencer o contener al capitalismo en un momento en el que la primera parece debilitarse cada vez más y la segunda no para de hacerse más fuerte? ¿Y cuáles son los caminos más probables para la democracia en un mundo golpeado por el cambio climático? Argumentar que la difícil situación en la que nos encontramos es resultado de un mundo profundamente antidemocrático no implica necesariamente que una democracia más fuerte vaya a facilitar las cosas. Hemos alcanzado algo de claridad sobre nuestra situación, pero a costa de remplazar un problema histórico (hacer frente al cambio climático) por dos (alcanzar la democracia para hacer frente el cambio climático). ¿Cuáles son las dimensiones de este nuevo problema? ¿Es probable que la democracia y el cambio climático colisionen en los años?

    Culpar a la democracia por el cambio climático

    Comencemos con la insinuación habitual de que acabar con el cambio climático puede significar la supresión de la democracia. El espectro del déspota ilustrado que gobierna en pos de la Tierra y sus criaturas ―el híbrido Platón-Hobbes-Muir― reaparece regularmente. El hecho de que un régimen semejante no haya existido jamás y de que sea poco probable que nunca lo vaya a hacer no ha detenido a académicos y periodistas a la hora de citar una y otra vez a tal o cual científico que afirma que la democracia no está a la altura de la tarea de frenar el cambio climático. Allí donde gobiernan fuerzas autoritarias no lo hacen en nombre de la ecología. Paradójicamente, China ocupa una doble posición dentro de este imaginario: de una parte, se dice que hace que las acciones climáticas norteamericanas se vuelvan irrelevantes debido a sus crecientes e imparables emisiones; de otra, se usa como ejemplo de las ventajas medioambientales del autoritarismo, dada su capacidad para construir trenes de alta velocidad o detener la producción de carbón de la noche a la mañana.

    De todas formas, la democracia no va a volver por donde ha venido. Va a ser difícil que desaparezca completamente incluso en lugares donde lleva instaurada apenas unas pocas décadas, a pesar del pánico de algunos progresistas ante su caída. Aunque por supuesto que puede retroceder o erosionarse y, de hecho, lo hace. A veces, como ha ocurrido recientemente en Rojava y Hong Kong, la democracia es violentamente reprimida. La democracia se encuentra amenazada en todo el mundo: por los terratenientes y oligarcas racistas en Bolivia o por el régimen nacionalista y derechista de Turquía.

    Al tratar con las fuerzas debilitadoras de la democracia, además, deberíamos desconfiar menos de las masas que de los liberales de clase media, que son quienes sostienen los tropos acerca de «la crisis de la democracia» y de cómo la gente no es capaz de gobernarse a sí misma. Históricamente, las clases medias han sido tibias con respecto a la democracia, a veces la apoyan, pero también la dejan de lado cuando las clases trabajadoras parecían demasiado poderosas. Estudios recientes sugieren que la relación entre capitalismo y democracia no se deriva de una innata afinidad estructural, sino más bien del hecho de que, en las sociedades capitalistas, la creciente clase trabajadora presiona en pos de reformas democráticas con el inconstante y escasamente fiable apoyo de la clase media.

    En muchos lugares, lo que es más probable que un gobierno directamente autoritario es la perspectiva de que el neoliberalismo, que ha demostrado ser notablemente resistente tras la crisis de 2008, continúe restringiendo el gobierno popular. Y la solución favorita de los tecnócratas liberales es el impuesto sobre el carbono, pero dicho impuesto conlleva un problema del tipo de los de qué vendrá antes, el huevo o la gallina: los únicos que realmente lo defienden son una alianza de politólogos y de una parte afín del capital, pero, sin embargo, es difícil imaginar al capital imponiéndose voluntariamente a sí mismo nuevos costes añadidos sin una presión política masiva. Las empresas solo apoyan un impuesto sobre el carbono cuando la alternativa les resulta más amenazadora ―por ejemplo, el Green New Deal―. Si surgiera una presión política en torno a dicha alternativa, sería posible imaginar al centrismo presionando por un impuesto sobre el carbono en tanto que solución que cuenta con el visto bueno de las empresas, si bien, probablemente, a un nivel muy por debajo de los setenta y cinco dólares por tonelada propuestos por el Fondo Monetario Internacional (a modo de referencia, la media mundial es de ocho dólares por tonelada, cuando la ONU ha recomendado un impuesto de entre 135 y 5.500 dólares por tonelada para 2030).

    Mientras tanto, en países donde la agenda política está marcada por su capacidad para pedir préstamos, un impuesto sobre el carbono (o sobre el combustible) podría imponerse desde el exterior o ser instituido en respuesta a las condiciones de los prestamistas. El reciente intento de Ecuador de recortar los subsidios a los combustibles, por ejemplo, pretendía ahorrarle al estado 1.300 millones de dólares al año como parte de un paquete de crédito de 4.200 millones por parte del FMI. Sin embargo, es probable que la imposición de nuevos gastos sobre personas que ya han sufrido la peor parte de la crisis económica genere nuevos contraataques: las movilizaciones que siguieron a los recortes en los subsidios mencionados obligaron a su restablecimiento, de la misma forma en que las protestas de los chalecos amarillos contra un nuevo impuesto sobre los carburantes provocaron que este fuera abandonado. Entender todo ello como manifestaciones democráticas contra la acción climática es mezquino; podrían serlo si quienes protestan vieran que sus alternativas fueran o bien austeridad o bien destrucción medioambiental, pero estas son también revueltas democráticas contra el neoliberalismo y, al menos potencialmente, a favor de otra opción distinta. La pregunta es si pueden señalar el camino hacia una alternativa menos desesperante, hacia alguna forma de prosperidad pública compartida.

    Democratizando la descarbonización

    De hecho, hay un programa climático ambicioso que propone asumir grandes gastos en beneficio de pueblos extranjeros y de generaciones futuras (y también reconstruir el paisaje estadounidense de manera generosa e inclusiva) y que está movilizando a activistas y convenciendo a candidatos a las primarias del Partido Demócrata. En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia, no por menos, incluso cuando aún no gocemos de nada que se asemeje a una democracia perfecta. La premisa es que la acción climática debe ser popular para poder triunfar políticamente, lo que implica que debe beneficiar a las personas ahora, en lugar de pedirles que se sacrifiquen en beneficio del futuro. No hay electorado para una austeridad verde y los cambios que necesitamos no se pueden barrer debajo de la alfombra mediante acciones ejecutivas (como en el Plan de Energía Limpia) o mediante maniobras legales (como sucede con la estrategia «demandar a esos cabrones» que históricamente han seguido las grandes organizaciones medioambientales sin ánimo de lucro).

    El Green New Deal señala que la acción de acabar con las emisiones de carbono tiene que formar parte de una transformación más amplia de la economía y la sociedad: una que aborde el enquistado poder del capital fósil y el de los responsables políticos que lo han estado protegiendo, así como los daños que estos han causado a la ciudadanía, especialmente a las comunidades de color y a la clase trabajadora. Señala también que la riqueza pública es la forma de vivir bien dentro de los límites ecológicos y que debemos construir el tipo de democracia necesaria para lucha contra el cambio climático mediante la lucha contra el cambio climático, en lo concreto más que en lo abstracto.

    La izquierda que abraza la «democracia» tiende a entenderla como algo más sólido y robusto que un mero «mayoritarismo» ―como una llamada a la igualdad, como una riqueza compartida y como un reconocimiento mutuo; como algo que siempre estamos esforzándonos en conseguir, en lugar de una serie de procedimientos políticos ya establecidos de una vez para siempre―. Estados Unidos sigue fracasando en tanto que democracia por muchas de estas cuestiones y las políticas climáticas pueden o bien ahondar en este sentido de democracia o bien ponerlo aún más en cuestión.

    Pero también hay mucho que decir acerca de ese frágil «mayoritarismo». Si el Tribunal Supremo de los Estados Unidos no hubiese otorgado la victoria en las elecciones del año 2000 a George W. Bush tras haber perdido la votación popular frente a Al Gore, probablemente las negociaciones climáticas internacionales hubiesen progresado mucho más y la legislación sobre el clima podría haber ocurrido en la década en que Estados Unidos, en cambio, se lanzó a la guerra de Irak. Si el colegio electoral no le hubiese entregado la victoria a Trump tras haber perdido la votación popular, quizá Estados Unidos no estaría revirtiendo en tiempo récord las restricciones sobre la polución en el aire y sobre las emisiones de carbono. Incluso en una democracia enormemente imperfecta, el «mayoritarismo» sigue implicando poder.

    «Mayoritarismo» implica que no tienes que hacerte con los corazones y las ideas de toda las personas del país, no tienes que alentar una transformación moral completa y simultánea, simplemente tienes que ganarte a la mayoría de la gente. Y una gran mayoría de la gente ha señalado de manera consistente su apoyo a muchos de los elementos del Green New Deal: trabajo garantizado, inversión en energías cien por cien renovables y en transporte público, restauración de bosques y suelos, etcétera. En un mundo construido por fuerzas profundamente antidemocráticas, en el que estamos tratando de abrirnos paso democráticamente hacia algo distinto, el hecho de que la democracia no sea un proyecto de consenso es algo positivo.

    Pero el respaldo en las encuestas es solo el primer paso. Incluso ganar unas elecciones es el principio y no tanto el final. Si las exigencias democráticas suelen ser antagónicas a las necesidades del capital, y si el cambio climático es producto del capitalismo, entonces la acción democrática contra el cambio climático va a ser hostil al capital. Por supuesto, a ciertas formas del capital más que a otras: sin duda la industria de los combustibles fósiles va a luchar hasta la muerte, mientras que los potenciales magnates de la energía solar y eólica van a estar contentísimo con la instauración de un Green New Deal, si bien es de suponer que con uno que inyecte dinero público al I+D privado en vez de gravar al capital para desarrollar servicios públicos. En cualquier caso, hay suficiente capital adyacente o dependiente de los combustibles fósiles como para que se alinee un conjunto de fuerzas significativo contra cualquier pretensión seria de desbancar a las grandes compañías petrolíferas.

    La lucha contra las decisiones antidemocráticas del capital no es la única en el horizonte. El «mayoritarismo» no siempre implica que quienes ganen puedan hacer que los perdedores hagan lo que no quieren hacer; incluso si es posible imaginar mayorías democráticas que respalden una vivienda y un transporte públicos, ¿qué ocurrirá cuando haya resistencia frente a los proyectos de rehacer todo lo que tenga que ver con carreteras, vehículos deportivos y viviendas unifamiliares independientes en Estados Unidos? Las eternas luchas sobre quién controla realmente de manera efectiva los terrenos públicos en los estados del oeste (que llegan ocasionalmente a cotas dramáticas, como la ocupación derechista en 2016 del refugio de vida salvaje de Malheur, en el este de Oregón) muestran que existe una fuerte resistencia a la idea de que el Congreso, el Tribunal Supremo o quien sea desde Washington tenga la última palabra. Las agudas divisiones entre jurisdicciones «rojas» y «azules»,[1] en las que cada una de ellas denuncia como ilegítimas las mayorías de la otra ―por manipuladas, por dependientes del Colegio Electoral o de la restricción del derecho a voto, o por estar empañadas por el «fraude electoral» (algo en lo que Trump no para de insistir de manera insidiosa)―, pueden conllevar una dificultad aun mayor a la hora de aplicar decisiones nacionales a estados y ciudades disconformes.

    El problema de la escala es aún más imponente a nivel planetario. En la historia de la democracia, al menos hasta el momento, el «gobierno del pueblo» ha sido siempre de un subgrupo del pueblo, generalmente señalado por los límites territoriales del estado nación; pero el cambio climático afecta de manera significativa a personas más allá de las fronteras nacionales, a aquellas que aún no han nacido, y a animales no humanos, ninguna de las cuales forma parte del «pueblo» que toma decisiones políticas. También sabemos que tanto las causas como los efectos del cambio climático están desigualmente distribuidos: alrededor del 10% de la población global es responsable del 50% de las emisiones en todo el mundo, mientras que el 50% de la población es responsable de apenas el 10%, siendo estas últimas las comunidades más vulnerables al desastre climático. Sin embargo, no tenemos un Estado global (sea eso deseable o no), así que, en lo que respecta a un futuro que seamos capaces de anticipar, está descartada una democracia global genuina .

    Esto significa que la mayoría de la población global que quiera poner freno al consumo derrochador de unos pocos poderosos no tiene medios de ninguna clase para hacerlo. En concreto, el resto del mundo no puede hacer que Estados Unidos rinda cuentas. Somos el país que más tiene que perder con una toma de decisiones democrática global, lo cual explica por qué el poder de Estados Unidos se ha utilizado principalmente para socavar instituciones globales, excepto cuando se alineaban con los intereses norteamericanos. La democracia realmente existente está atrapada en el problema de que hay subgrupos nacionales que tienden a tomar decisiones para el resto del mundo y de que, dentro de ellos, son los ricos y poderosos los que conservan la mayor parte de la capacidad de influencia. Sin embargo, eso no significa que las opciones sean o Estado mundial o la quiebra. Sea cual sea el grado de poder que puedan alcanzar las comunidades situadas en primera línea de batalla (desde acciones legales frente a amenazas climáticas en los países de origen de las grandes compañías petrolíferas hasta esfuerzos internacionales conjuntos para frenar la extracción de combustibles fósiles, pasando por programas solidarios como el de gasto internacional incluido en la versión del Green New Deal propuesta por Sanders), van a ser relevantes para limitar el poder de los combustibles fósiles y para hacer que las décadas por venir sean menos crueles y desiguales.

    Por supuesto, no es una realidad el que los movimientos por la democracia sean movimientos por la justicia climática: es bastante sencillo imaginar movimientos circunscritos a estados nación en posiciones estructuralmente privilegiadas demarcando «el pueblo» como una categoría étnico-nacionalista y fomentando posturas en contra de las personas migrantes cuando haya más refugiados climáticos buscando un lugar seguro, o acelerando la extracción de combustibles fósiles para financiar programas sociales para las personas nativas a costa de los extranjeros, o invirtiendo en infraestructura y trabajos verdes para las comunidades más favorecidas mientras se abandona al resto a merced de inundaciones e incendios cada vez más abundantes.

    Pero también es demasiado simple observar el clima como si fuera una crisis única. La mayor parte de las decisiones políticas afectan a personas fuera de las comunidades políticas ya existentes, ya sea porque viven más allá de sus fronteras o porque lo van a hacer en el futuro. La decisión de construir autopistas moldea de manera profunda los patrones de habitabilidad y desplazamiento; la de debilitar a los sindicatos de un país afecta al comercio global y a los trabajadores de todo el mundo. ¿Por qué el cambio climático, en particular, ha hecho correr ríos de tinta? La crisis climática es un reto temible para la política y, aun así, hay muy pocas personas que sugieran que la toma de decisiones democrática sea imposible en muchas otras áreas en las que existe una fuerte interdependencia. Como sugiere el filósofo Stephen M. Gardiner en A Perfect Moral Storm, resulta difícil no pensar que la enumeración de las muchas razones por las cuales la política «no funciona» o «no puede funcionar» puede llegar a ser una manifestación de mala fe que nos distraiga de la tarea de tratar de confrontar estas crisis con los medios de los que disponemos.

    Tendemos a tratar el cambio climático como un problema de un tipo completamente distinto, que requiere de soluciones completamente distintas, cuando en realidad está arrojando luz sobre muchos de los retos, las tensiones y las paradojas más recurrentes de la política realmente existente. A un alto nivel de abstracción, la pregunta puede ser existencial, pero en la práctica la solución va a implicar algo a medio camino entre la guerra de trincheras y un ataque de nervios colectivo, atravesará los canales de toda institución existente y, a la vez, estos la atraparán y le exprimirán todas sus capacidades. Hacemos nuestra propia política, pero no tal y como queremos.

    Cabe esperar un conflicto largo y difícil, repleto de peleas recurrentes sobre cuál es la voluntad de la gente, quién es la gente y cómo se debería relacionar esa voluntad, perpetuamente en disputa, con instituciones pegajosas, infraestructuras más pegajosas todavía, un capital desatado y gente sometida, y todo ello enmarcado en una naturaleza cada vez más impredecible a la que no le importa nada de todo esto que hemos dicho. Desafortunadamente, este es el aspecto que tiene la política hoy en día, incluso cuando los desafíos son enormes y evidentes, y la meta a alcanzar es la propia democracia. Para salir de esta solo nos queda seguir hacia delante.

     

    ALYSSA BATTISTONI es investigadora posdoctoral en la Universidad de Harvard y editora de Jacobin. Es coautora de A planet to win: Why we need a Green New Deal. JEDEDIAH BRITTON-PURDY es profesor de derecho en la Universidad de Columbia, editor de Dissent Magazine y autor de This Land Is Our Land: The Struggle for a New Commonwealth.

    La ilustración de cabecera es un grabado en cobre que representa una batalla naval cerca de Corinto en el año 430, y es obra de Matthäus Merian el viejo (1593-1650). La traducción del artículo es de Marco Silvano.

    [1] En Estados Unidos se habla de estados o jurisdicciones «rojas» o «azules» para señalar aquellas en las que gobierna una mayoría del Partido Republicano o del Partido Demócrata. Lo particular es que, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares, el color rojo sirve para identificar al Partido Republicano, que es conservador, y el azul para identificar al Partido Demócrata, supuestamente más progresista. (N. de Contra el diluvio).

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  • Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

    Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

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    Debemos frenar la disolución que corroe y corrompe las raíces de la sociedad humana.
    El árbol desnudo y estéril puede reverdecer de nuevo. ¿Acaso no estamos preparados?

    ANTONIO GRAMSCI

    Introducción

    Escribimos esto cuando llevamos casi dos meses de aislamiento. Llega a ser abrumadora la cantidad de artículos, columnas y publicaciones en redes sociales acerca del significado de la pandemia del COVID-19, debatiendo qué medidas deberíamos tomar y qué impacto va a tener a largo plazo en nuestra sociedad. En todo caso, si echamos un vistazo a todas las perspectivas distintas al respecto parece que una cosa está clara: como mínimo existe la intuición de que, tal y como reza el título del libro de Naomi Klein, «esto lo cambia todo». Por supuesto, la gran pregunta es cuáles son esas «cosas» que van a cambiar y en qué sentido lo van a hacer. Si la esfera de la sociedad que ha sufrido un impacto más directo por el coronavirus pudiera ser un indicador de por dónde pueden venir los cambios en un futuro, sabemos hacia dónde mirar: necesariamente, hacia el trabajo, entendido en un sentido amplio que alcanza tanto lo que la ortodoxia económica reduce a «recursos humanos» como todas las labores y esfuerzos implicados en la esfera reproductiva de la sociedad.

    La experiencia de los millones de personas que vivimos en países donde el coronavirus sigue haciendo estragos es bastante similar. Para empezar, por supuesto, existe la posibilidad de que tú o una persona cercana a ti hayáis padecido el virus, o incluso que conozcas a alguien que haya fallecido. Por si eso no fuera suficientemente horrible, la crudeza del aislamiento hace que toda emoción se agudice y que todo empeore, pues se nos impide pasar los últimos momentos junto a nuestros seres queridos enfermos. Existe, además, el aislamiento propiamente dicho, el estado de excepción que impide o limita al máximo las salidas del hogar de toda la población. Este confinamiento para minimizar los contactos entre personas y sus efectos en la economía es el detonante de la previsible nueva gran recesión que nos espera. Millones de personas han tenido que dejar de trabajar (en España puede que hayan sufrido un ERTE, o la empresa para la que trabajen haya desaparecido, o que los acuerdos por fuera de la ley se hayan volatilizado; en Estados Unidos, por ejemplo, sabemos que en pocas semanas está habiendo millones de nuevos demandantes de empleo, muchísimos más de los que hubo tras la crisis de 2008). Solo algunas de aquellas personas con un trabajo de oficina pueden seguir teletrabajando y continuar con su actividad desde casa, otras han tenido que volver a su puesto trabajo para que no se hundieran las empresas después de la paralización casi completa de la economía; la otra cara de la moneda la encarnan aquellas personas que desempeñan trabajos que se consideran «esenciales» y que en ningún caso han podido frenar: personal sanitario, de limpieza, trabajadoras y trabajadores de comercios de productos básicos…

    Esta clasificación entre trabajos «esenciales» y «no esenciales» y el gravísimo problema sobre cómo asistir a todas aquellas personas trabajadoras que han visto reducidos sus ingresos, o simplemente los han visto desaparecer, son la forma en que la crisis del COVID-19 ha revelado las ya maltrechas costuras del modo de producción capitalista (neoliberal, pero no solo). De hecho, cuando hablamos de trabajos esenciales, ¿nos preguntamos para qué lo son? ¿Qué implica que existan tantos trabajos no esenciales y que aquellos que sí lo son se den habitualmente manera muy precaria, cuál ha sido la motivación política detrás de esta precarización? Y, por supuesto, la pregunta fundamental: ¿el «derecho a la existencia» lo debe proporcionar tan solo el acceso a un trabajo?

    Tanto los debates que han ido surgiendo conforme la situación ha ido empeorando como muchas de las medidas propuestas para paliarla recuerdan en cierto modo a los que conforman los programas de transición climática justa. Pero mientras que el cambio climático se suele ver como una amenaza en un horizonte lejano y cuyos efectos pareciera que fuesen a afectar a elementos tan inabarcables como «el planeta» o «la humanidad», el COVID-19 ha aparecido como un torbellino súbito y ha trastocado inmediatamente nuestras vidas de formas muy concretas. Sabemos que para luchar contra la emergencia climática necesitamos repensar toda la estructura del trabajo en nuestra sociedad, y la crisis del coronavirus la ha dejado completamente al desnudo. Aquí hablaremos acerca de estos problemas a través del trabajo, sobre cómo debería darse en una sociedad ecosostenible y acerca de los pasos necesarios que nos quedan por delante.

    Sobre el trabajo perdido

    Para intentar comprender cómo el papel del trabajo se ve modificado por la situación tan extraordinaria que vivimos y cómo se verá afectado por las situaciones futuras igualmente extraordinarias que seguro vamos a vivir en los próximos años, reflexionemos un momento sobre qué entendemos hoy por trabajo, sobre cómo nos lo han arrebatado y sobre por qué tenemos que recuperarlo para no salir escaldados de todo esto.

    ¿Cuál es nuestra relación con nuestro propio trabajo? ¿Y con la naturaleza? ¿Puede que esta sensación doble de que de ambos nos separa una brecha cada vez más amplia tenga alguna relación? Para responder, intentemos dar un paso atrás y tomar un poco de perspectiva.

    Durante la modernidad se ha ido refinando y tecnificando un mecanismo que ha ayudado de manera muy eficiente a que el modo de producción y de vida capitalista arraigue, medre y conquiste todos los espacios de nuestras relaciones sociales, y no solo las laborales. Ese mecanismo, que es un mecanismo de dominación y establecimiento de jerarquías, está basado en el establecimiento de divisiones socioeconómicas, o en el aprovechamiento y la asimilación de las ya existentes, y en que esas mismas divisiones comiencen a funcionar en interés del propio capitalismo. Esas dicotomías, es cierto, a menudo provocan que los elementos divididos se enfrenten (el ser humano contra la naturaleza, por ejemplo, o una clase social contra otra), conduciendo al capitalismo a situaciones críticas, a momentos de posible ruptura. Pero no se debe perder de vista que la tendencia de quien se encuentra en una posición dominante es la de mantener esa división dentro de los límites y las normas del propio capitalismo, para así poder afianzar precisamente esa dominación. De alguna manera, y perdón por la aparente paradoja, ese mecanismo nos escinde para reunirnos en tanto que escindidos. Estas dicotomías, en las que vivimos y sufrimos cotidianamente, son múltiples y nos son más que conocidas, pues se han repetido bajo formas diferentes durante siglos: división sexual, división racial, división entre trabajo intelectual y trabajo físico, división nacional, división entre clases, división entre campo y ciudad y, claro, división entre humanidad y naturaleza. Es relevante poner sobre la mesa que estas divisiones se producen (por imposición, por consenso o por la vía que sea), porque esto implica necesariamente que, si ha habido unas condiciones históricas que han dado pie a ello, por esa misma razón puede haber otras condiciones históricas que conduzcan a otro lugar. Quizá un lugar mejor.

    Todas estas dicotomías tienen, de hecho, un papel importante a la hora de explicar las causas y las posibles soluciones al cambio climático, que es a lo que nosotras y nosotros nos dedicamos habitualmente. Pero es evidente que quizá la que más útil nos resulte en este punto sea la división entre ser humano y naturaleza, hasta cierto punto presente desde la existencia misma de la agricultura, al menos a un nivel analítico, pero ahora racionalizada y ampliada hasta límites «exterministas». Y es que, de hecho, y a grandes rasgos, no es la unidad entre ser humano y el resto de la naturaleza (una unidad no desprovista de conflicto y, no nos engañemos, de cierto grado de destrucción) lo que requeriría una justificación o una refutación, sino la brecha abierta entre ambos, una escisión ideológica y material de raíces profundas. A modo de caso de esta condición escindida, uno inmejorable y bien ilustrativo es el de las reservas naturales. Instintivamente nos pueden parecer una opción más que encomiable y digna; ¿cómo iba a ser de otro modo, ante la destrucción continuada y ampliada del medioambiente a la que venimos asistiendo desde hace décadas? ¡Hágase lo necesario por conservar la naturaleza, lo que de ella pueda quedar! Sin embargo, puede parecer que la única manera que se nos ocurre para conservar un ecosistema y sus equilibrios es una en la que los seres humanos estamos ausentes y en torno a la cual se han levantado fronteras y vallas. Son espacios protegidos…, ¿de quién hay que protegerlos?

    Pero, en fin, ¿qué tiene que ver nuestra relación, nuestra unidad o nuestra separación respecto a la naturaleza a la hora de hablar del trabajo? Pues precisamente mucho. Entendemos que esta escisión ―que denominamos «alienación de la naturaleza»― se halla en la base de toda definición de trabajo que podamos dar.

    El trabajo es, bajo nuestro punto de vista, la manera fundamental y el medio a través del cual se organizan no solo nuestras relaciones sociales, sino también nuestra relación con el resto de la naturaleza. Por resumirlo en una fórmula ya clásica: el trabajo es el metabolismo entre los seres humanos y la naturaleza. Lo que esto significa es que el trabajo es necesariamente el «lugar» en el que poner fin a una relación metabólica que ahora mismo es insostenible y que está basada en la dominación, porque lo cierto es que no deberíamos aspirar a gobernar la naturaleza, si es que esto fuera posible: lo que es necesario gobernar ―ordenar, planificar, coordinar, como se lo quiera llamar― es nuestra relación con el resto de la naturaleza. Decíamos antes que el mecanismo de divisiones propio de la modernidad traía siempre un ordenamiento jerárquico y de dominación, y eso mismo ha pasado con nuestro modo de relacionarnos como sociedad (como sociedad capitalista) con la naturaleza. Lo que sucede en este caso es que esa división o fractura no solo ha construido una relación de sometimiento y conquista ―visible en diferentes órdenes: geográfico, alimentario, cultural, simbólico…―, sino que además ha desatado reacciones naturales que han conducido a la crisis ecológica que actualmente estamos afrontando y de la que estos turbulentos meses son en realidad una parte. Esto es así porque la forma en que se ha organizado nuestro trabajo rompe y sigue rompiendo a escala global el metabolismo entre ser humano y naturaleza, y cuando hablamos de metabolismo social-natural nos referimos sencillamente al intercambio de energía que debe tener lugar entre los seres humanos y el resto naturaleza para que nuestra vida pueda sostenerse.

    En ese intercambio, como decimos, el trabajo es el eslabón fundamental, es el espacio en el que ese metabolismo se realiza, donde se da la posibilidad de que todo ello esté en equilibrio, sea sostenible, pueda perdurar. Pero ese metabolismo se ha fracturado: lo que extraemos de la naturaleza ya no somos capaces de devolvérselo y, si lo hacemos, es en condiciones tan brutales que su asimilación es imposible. De esto el ejemplo más evidente y conocido ―pero desgraciadamente no el único, podríamos redactar una larga lista― está en las emisiones de CO2. El modo de producción capitalista, en el que de mejor o peor gana participamos y vivimos y que ha sido dependiente a lo largo de todo su desarrollo de las energías fósiles (tanto, de hecho, que es difícil imaginar que abandonemos estas sin abandonar aquel), ha lanzado y sigue lanzando a la atmósfera una cantidad tan inasumible de CO2 que los ecosistemas no son ya capaces de absorberlo. Recientemente se han superado por primera vez en millones de años las 417 partes por millón de CO2 en la atmósfera, cuando en 1950 apenas se superaban las 300 ppm, y antes de esa fecha, desde que el ser humano habita la Tierra, ni siquiera se habían alcanzado tales niveles. Estas cifras pueden no resultar impresionantes a primera vista, o pueden de hecho no decirnos nada, pero se vuelven angustiantes si entendemos que todos los equilibrios de la Tierra son tremendamente frágiles y que una ruptura del ciclo del carbono como esta pone en riesgo el delicado sistema que permite tanto nuestra supervivencia como la de muchos otros seres vivos y ecosistemas en general. El trabajo, por tanto, que tenía y debería tener una función productiva y reproductiva de las condiciones de vida del ser humano (y de ello hablaremos más adelante), ha adquirido un cariz distinto al insertarse, a su manera, en el modo de producción y acumulación capitalista. Ahora nuestro trabajo es una «fuerza productivo-destructiva».

    Precisamente participamos ―como decíamos, de mejor o peor gana― en estas fuerzas productivo-destructivas porque el impulso que ha alimentado la escisión entre los seres humanos y la naturaleza es el mismo que ha llevado a que nos hayamos escindido de nuestro propio trabajo: no tenemos capacidad ni individual ni colectiva para decidir en qué trabajamos, dónde trabajamos, con quién trabajamos, para qué trabajamos, para quién trabajamos ni de si tiene sentido continuar produciendo, vendiendo, distribuyendo o comunicando tal o cual mercancía, pese a su habitual banalidad, pese a estar a disposición de riquezas ajenas y pese a que nos pueda estar llevando al desastre. El trabajo así, en estas condiciones, en las que tenemos poco que decidir y que únicamente aspira a más y más acumulación, al sostenimiento a cualquier precio de unas tasas de ganancia que ya no son sostenibles en ningún sentido, sigue siendo la actividad que rige nuestra relación con la naturaleza, eso es cierto, pero es una relación en la que la naturaleza es sistemáticamente destruida por las necesidades de acumulación de un puñado de hombres y en la que el trabajo es sistemáticamente sometido y robado. (Y, aquí, una nota relevante: está por demostrarse la conexión necesaria entre aumento de la productividad y de la acumulación, por un lado, y la reducción general de la pobreza, por otro, que es lo que en ocasiones nos convence a todas y todos para seguir funcionando dentro de estos parámetros; si algo ha quedado demostrado precisamente es que, pese a que en términos generales se incremente la riqueza material de las sociedades en su conjunto, lo que reproducen las sociedades capitalistas, tanto fuera de sí como en su seno, es la pobreza).

    Así pues, estas dos escisiones ―la nuestra respecto a nuestro trabajo y la nuestra respecto al resto de la naturaleza―, que en la práctica son en realidad una, requieren con urgencia ser sanadas, y solo pueden hacerlo al mismo tiempo. Y no se trata y nunca se va a tratar de volver a etapas anteriores, igualmente montadas sobre la explotación y la miseria; no se trata de retornar a pasados esplendorosos de comunión con la naturaleza, pues estos probablemente nunca tuvieron lugar. Desde luego que las herramientas que den pie a ello serán herramientas, como toda singularidad humana, cargadas de pasado, pero hechas para trabajar ahora; nuestra relación nueva con la naturaleza tendrá formas que literalmente nunca hemos visto.

    No somos capaces de imaginar una reordenación equilibrada de nuestra relación con el resto de la naturaleza en la que el trabajo sirva a unos intereses privados y minoritarios de acumulación. No somos tampoco capaces de imaginar la desaparición de estos intereses sin un control democrático de todo el proceso de trabajo. No somos capaces porque esto es imposible. Sí o sí y de manera inevitable la lucha contra el cambio climático va a ser la lucha por recuperar nuestro trabajo, por lograr determinar entre todas y todos a qué y a quién dedicamos nuestro tiempo, por construir de manera consciente y colectiva un orden nuevo con el resto de la naturaleza. Esa es una tarea dura que se prolongará probablemente mucho tiempo, para la cual tenemos que empezar a dar uso de manera inmediata a los instrumentos políticos de los que disponemos para golpear y ganar terreno. Esta tarea sí somos capaces de imaginarla, porque no es una tarea imposible, solamente es un poco difícil. Que irrumpa, pues, la posibilidad. Únicamente tenemos que empezar a caminar.

    Sobre dar un primer paso

    Por si la transición ecológica planteara pocos retos respecto de las transformaciones profundas que necesita nuestra sociedad para encaminarse hacia una más justa e igualitaria, a cualquier esfuerzo en este sentido tendremos que sumarle la dificultad extra que impone la venidera crisis económica y social que resulte como una de las consecuencias de la pandemia. De hecho, quizás la velocidad de su impacto sea una de las razones que explique su gravedad. Hace menos de tres meses difícilmente se nos podría ocurrir que hoy nos fuésemos a encontrar en un mundo confinado y con una economía a la que aún le faltan meses para volver a algo parecido a la normalidad. Al mismo tiempo y muy probablemente, la normalidad que hemos conocido hasta ahora no volverá, algo que es al mismo tiempo problemático pero para muchos incluso deseable. No obstante, ello quiere decir que los esquemas que hasta hace poco pretendíamos aplicar para explicar y transformar la realidad solo serán válidos en parte, pues deberán responder a cambios de una magnitud sin precedente desde hace generaciones y cuyas consecuencias ahora mismo solo podemos entrever. En este punto vamos a repasar algunas ideas que se han planteado en las últimas semanas de manera generalizada ―aunque hubiera gente que las viniese defendiendo desde hace muchísimos años― y que consideramos que pueden convertirse en un primer paso para avanzar hacia transformaciones más radicales de la sociedad, tanto para tratar la crisis actual como para abordar la crisis climática. Estas son la renta básica, el reforzamiento profundo y la extensión de los servicios públicos y la reducción de jornada.

    Como en toda crisis, una ruptura aunque sea parcial de las dinámicas económicas puede presentarse también como una «ventana de oportunidad». Esto supone que lo que ocurra a partir de ahora y el sentido en el que lo haga no está mecánicamente determinado, sino que será consecuencia de la pugna entre bloques sociales por poner en marcha soluciones afines a sus intereses. En fin, lo que ha sido la lucha de clases toda la vida. En este sentido, es posible e imperativo empujar para que las medidas que se pongan en marcha para paliar los efectos de la pandemia primero y para construir la nueva realidad después sean aquellas que satisfagan a quienes históricamente hemos sido desposeídos de los frutos de nuestro propio trabajo y la riqueza que éste ha generado. Pero habremos de hacerlo revisando nuestros planes o estrategias, como venimos diciendo. En nuestro caso, por ejemplo, cuando este colectivo echó a andar y hasta hace bien poco nuestra postura respecto a una medida como la renta básica no era la más favorable, pues entendemos que no deja de valorar económicamente la existencia y supervivencia de sus receptoras. Ahora mismo, sin embargo, nos encontramos en una situación en la que a miles de personas se les ha impedido trabajar por imperativo legal, motivo por el cual entendemos que es necesario que se habiliten ya medidas como esta para obtener ingresos que no dependan del trabajo.

    Según lo que vamos sabiendo acerca del COVID-19, más crisis como esta son posibles en el medio plazo debido a su vinculación a la destrucción de ecosistemas de los que emergen este tipo de virus, de modo que es especialmente interesante comenzar a desarrollar y ejecutar estrategias de renta básica siendo conscientes de que no se trata ni mucho menos de la solución a todos nuestros problemas, pero también de que la situación de miles de personas, así como la de nuestras fuerzas políticas, es sumamente precaria y que esto sería solo un primer paso, pero que ha de ser firme. Tras él deben darse muchos más en el proceso de desmercantilización de la vida y no es buena idea desmerecer una medida concreta cuya importancia no reside tanto en los beneficios económicos que reporte (ya se ha podido vislumbrar que no serán muchos) sino en las posibilidades que abre en cuanto a liberación de los criterios del capital para estructurar nuestra vida.

    Con todo, en el corto plazo supone que las situaciones de necesidad a las que muchas personas tendrán que enfrentarse sean al menos paliadas, que se cubran por lo menos necesidades básicas como la alimentación o los suministros y que se abra la puerta a un terreno inexplorado en nuestro país que nos da la oportunidad de poner el acento en los derechos ligados a la propia existencia y no a nuestro empleo como fuerza de trabajo. Debemos hacer lo posible para que este sea solo uno de los mimbres que permitan tejer un sistema público de protección o cuidados que garantice a todas las personas unas condiciones de vida adecuadas, algo para lo que es condición indispensable el crecimiento y fortalecimiento de los servicios públicos, que a muy corto deben recuperar de manos del mercado toda una serie de áreas o servicios, ampliar su alcance y profundizar su incidencia allí donde ya existan. Contar con unos servicios públicos que lleguen adonde no se ha llegado antes, que cubran efectivamente las necesidades o contingencias que sufrimos las personas a lo largo de nuestra vida, con especial atención a quienes cuentan con rentas más bajas o situaciones de especial vulnerabilidad y siempre enfocados a corregir esta desigualdad, es, de hecho, más importante que la propia renta básica. De las dos líneas de intervención planteadas, son los servicios públicos los que desmercantilizan determinadas esferas de la vida al ofrecer unos bienes o servicios bajo criterios distintos a los del mercado. Son, de hecho, el pilar público de cualquier transición ecológica justa; son el futuro ecodemocrático operando desde ya.

    El papel central de los servicios públicos es especialmente patente hoy, cuando todas las miradas y los aplausos se dirigen a los profesionales del sistema sanitario público de salud y cuando desde todas partes surgen voces que reclaman más medios y mejores condiciones de trabajo para el personal sanitario. La escala de los retos que tenemos por delante no puede ser asumida en la situación actual, caracterizada por falta de inversión y sufriendo las consecuencias de una mercantilización presente en cada una de las decisiones al respecto. Esto es algo que desde posturas ecosocialistas se ha venido manifestando desde hace tiempo y que la actual crisis sanitaria ha cristalizado en unas pocas semanas. Hoy más que antes podemos entender que existe un sentido común que sostiene que la salud y la vida humana son elementos que deben estar fuera de cualquier intento mercantilizador, que tienen un valor intrínseco y que no pueden estar sujetos a los caprichos del mercado. Es necesario asumir como objetivo la reorientación de los servicios públicos para que satisfagan las necesidades humanas y no las del capital. Este sentido común ha de hacerse extensivo más allá de la salud a otras áreas críticas para las transformaciones que necesitamos en esta coyuntura concreta y también para la transición ecosocial.

    Por último, la reducción de jornada tiene igualmente la virtud de ser reivindicable tanto como modelo del tipo de trabajo que queremos y necesitamos en una sociedad consciente del cambio climático, de su vulnerabilidad y de su ecodependencia, como para el momento actual en el que las tasas de paro alcanzarán niveles insoportables para quienes tenemos el vicio de comer varias veces al día. Esta no es precisamente una idea novedosa, sino que la aspiración de dedicar menos tiempo al trabajo asalariado para poder contar con más tiempo para la vida en general, para disfrutar, para estar con nuestros seres queridos y para cuidar a quienes nos rodean ha estado presente desde bien temprano en las reivindicaciones obreras. Cualquiera que dedique ocho horas diarias al trabajo puede entender que eso no es vida. Especialmente porque esta porción de tiempo encierra solo una parte de todo el trabajo que realmente tenemos que hacer. Al llegar a casa aún resta el trabajo llamado reproductivo, que históricamente ha recaído sobre las mujeres y que sigue quedando pendiente un ajuste de cuentas. ¿Qué tiempo queda entonces para encontrar recovecos en los que no nos deslomemos física o mentalmente? Es necesario repartir el trabajo, dentro y fuera de los hogares. La reducción de jornada no va a enseñar a los hombres a poner lavadoras, pero liberaría el tiempo suficiente como para dejarlos sin excusas en su implicación y en la redistribución de estas tareas. Fuera del hogar, la reducción de jornada supondría igualmente un reparto del trabajo en el angustioso contexto de paro estructural en el que vivimos y que promete agudizarse. Podría resumirse esta idea en un lema como «Trabajar menos para cuidar y trabajar todas y todos».

    Trabajar menos tiene, además, importantes beneficios para el medioambiente y la lucha contra el cambio climático. Según la forma de aplicar este plan, se pueden reducir los desplazamientos entre hogares y centros de trabajo, eliminando así sus emisiones derivadas. Permite también reevaluar para qué o para quién se va a trabajar, si de nuevo para atender a necesidades humanas o las del capital. Y sabemos que son precisamente estas últimas las que nos han traído hasta este punto.

    Un futuro en el que nos adaptemos y evitemos las peores consecuencias del cambio climático tendrá que ser más justo social y económicamente, y esto pasa necesariamente por unos primeros pasos como la renta básica, trabajar menos pero en mejores empleos y servicios públicos realmente diseñados para responder a las necesidades humanas. Esto último supone empezar a comprender como servicios públicos sectores como el de los cuidados, la agricultura, la distribución de alimentos o la limpieza, tradicionalmente minusvalorados.

    Sobre cómo reverdecer

    El impulso estatal a los sectores mencionados serviría ante todo para reforzar algunos de los trabajos que más se han necesitado en esta crisis al mismo tiempo que se redirige el apoyo estatal que tradicionalmente siempre han recibido otros sectores de la economía como la banca o las empresas extractivistas. Del mismo modo en que de forma gradual y colectiva habremos de reorganizar nuestros desplazamientos y muchas de las máximas que rigen nuestros hábitos como sociedad, tenemos que seguir presionando para que se den al mismo tiempo otros avances que, en lugar de perjudicar a quienes se han visto más afectados y quienes están soportando sobre sus hombros las consecuencias de esta crisis, puedan evitar que en el futuro nos encontremos en situaciones similares. En materia de trabajo, y sobre todo para prepararnos para lo que viene, esto tiene que significar no solo una ruptura radical con las condiciones materiales en las que se desarrolla, sino que debe tener un objetivo social muy alejado de la acumulación de capital en las manos de unos pocos a la que responden ahora mismo nuestros empleos. Nuestro trabajo debe estar destinado a reproducir unas condiciones de vida justas y sostenibles para los seres humanos y para el resto de la naturaleza.

    Si reparamos en muchos de los empleos que durante un tiempo más o menos largo han visto detenida su actividad durante esta crisis, es fácil darse cuenta de que de repente muchos de ellos son también los más nocivos en cuanto a la desigualdad y devastación que provocan. Al mismo tiempo, todos los trabajos, asalariados o no, dedicados al mantenimiento de unas condiciones de vida dignas y básicas también son los que implican por necesidad una menor intensidad en la extracción de recursos naturales y una huella ecológica mucho más reducida. Algunos de ellos, como los del sector sanitario o de mantenimiento y limpieza de hospitales, han recibido gran reconocimiento público, como se puede ver diariamente a las ocho de la tarde. Otros no han sido ensalzados de manera tan amplia, pero han sido igualmente recordados y valorados, como puede ser la atención al público en supermercados o la reposición de productos en estos establecimientos, también se verían incluidos en este impulso como parte, por ejemplo, del suministro de alimentación.

    Entre todos estos trabajos que se han mostrado indispensables podemos encontrar, más que diferencias, similitudes. Entre el personal sanitario, de limpieza o de cuidados a personas en situación de mayor vulnerabilidad, encontramos mayoritariamente a mujeres y personas migrantes. Esto mismo ocurre con el personal que trabaja de cara al público en supermercados y, aunque el componente de género no sea tan pronunciado, en los trabajos de reparto, de transporte o de abastecimiento de productos de primera necesidad. Todos estos trabajos esenciales, anteriormente siempre considerados de baja cualificación, se han revelado revestidos de una esencialidad que antes parecía aplastada dentro de la jerarquía de empleos más o menos reconocidos y recompensados dentro del capitalismo, al mismo tiempo que se han demostrado la precariedad y la indefensión al que este los había condenado. Y es que, del mismo modo en que la emergencia del coronavirus ha vuelto a recordar la importancia de estos trabajos para soportar las bases de nuestra sociedad, también se ha desvelado la desprotección y la prescindibilidad contra la que han tenido que luchar las trabajadoras de estos sectores durante años. Sin embargo, tanto para proceder a la transición ecosocial que necesitamos como dentro de la sociedad ecosocialista que defendemos, son estos los trabajos verdes que van a permitir no solo una relación más justa y equilibrada con nuestro entorno sino una organización social más equitativa. Así, y teniendo en cuenta las características comunes antes mencionadas, la idea de una salida colectiva pasa por eliminar las distinciones falsas y criminales que imponen los papeles y la interminable e imposible burocracia que precede la obtención de la nacionalidad. Esta división y criminalización a la que aboca la existencia de personas consideradas «ilegales», que soportan muchas veces los trabajos más básicos en nuestra sociedad, es también un mecanismo capitalista destinado a crear de partida un grupo de personas que opere como el eslabón más precario y explotado, algo que nunca va a poder estar justificado y debe dejar de existir. La regularización y protección de las personas obligadas a migrar por motivos económicos es una cuestión de justicia que no solo no podemos evitar sino que es una parte fundamental de nuestros debates y reivindicaciones.

    Mientras que ciertos trabajos se han mostrado indispensables y no han podido pararse, también existen otros que, si bien han parado total o parcialmente, han logrado relevancia pública en esta crisis, pese a ser ampliamente denostados y estar fuertemente precarizados. Podemos dar como ejemplo los relacionados con la cultura, salvavidas para muchas personas en este confinamiento, o los trabajos en el ámbito educativo. Las personas que se dedican a educar a niñas y niños, calumniadas por una gran parte de la sociedad y cuya valía se pone en entredicho habitualmente, han sido reconocidos como imprescindibles en estos momentos. En cuestión de días se ha pasado de dudar de la utilidad y calidad de las enseñanzas impartidas en colegios e institutos al surgimiento de debates en torno a si un parón de tres meses en la enseñanza presencial supone un lastre vital en el futuro de niñas y niños. Además, aquí encontramos una vez más los estragos causados por años de desmantelamiento sistemático para beneficio de la escuela privada. La falta de recursos y planes para la docencia virtual, así como el desconcierto reinante en lo que respecta a las evaluaciones de miles de estudiantes hace notar de forma significativa que la escuela pública no pasa por su mejor momento, y mientras hemos podido ver cómo durante las últimas décadas se daban cada vez más facilidades a la escuela privada o concertada. Nuevamente, la existencia de un modelo educativo que discrimina en función de la situación socioeconómica no resulta tolerable para nadie que tenga por horizonte una sociedad igualitaria.

    Este renovado ―o recién estrenado, según el caso― reconocimiento debe ser canalizado como impulso transformador que se marque el objetivo de alcanzar un nuevo orden social. Estos trabajos que solo ahora se consideran imprescindibles, pese a haberlo sido siempre, coinciden con muchos de los menos valorados por el capitalismo. Debemos subvertir la jerarquía capitalista de valoración de los puestos trabajo y construir una nueva sociedad en torno a trabajos y tareas ahora despreciadas. En cuanto a los trabajos reproductivos o de cuidados, habitualmente tan denostados que ni siquiera ocupan un puesto en esta jerarquía por ser trabajos no asalariados e increíblemente feminizados, por fin están siendo puestos en valor después de años y años de reivindicaciones. De esta forma, y al igual que los efectos de la emergencia del coronavirus nos han hecho llevarnos las manos a la cabeza y replantearnos el valor real de trabajos que parecían destinados a quiénes no estuviesen «cualificados», también podemos ver cómo un parón a nivel mundial de ciertos sectores de la economía supone en cierto modo una separación de estas actividades de lo verdaderamente imprescindible y básico a nivel social.

    De hecho, ¿por qué no se piensa en estos trabajos como los verdaderos «trabajados verdes»? En los discursos capitalistas de lucha contra el cambio climático, los «trabajos verdes» son, en su mayoría, especialmente técnicos o forman parte de sectores tradicionalmente masculinizados. Sí, necesitaremos ingenieros e ingenieras. Sí, necesitaremos a trabajadores y trabajadoras mecánicos y profesionales de la construcción. Sin embargo, y como está demostrando la emergencia que vivimos actualmente, todos estos trabajos han de ser soportados por una base social fuerte y robusta que ha de permanecer y resistir ante las crisis y los acontecimientos extremos que seguro afrontaremos. La pervivencia de esa base social no es posible sin todo el trabajo reproductivo invisibilizado y su importancia y carácter indispensable debe estar reconocido y recompensado de manera acorde a ello. Probablemente sean esas tareas las que se hallen en el centro de cualquier definición de «trabajo verde».

    Pero la lucha no debe quedarse solo en otorgar al trabajo reproductivo un papel central. Los esfuerzos deben ir dirigidos también a la transformación de determinados sectores que tendrán que seguir existiendo y siendo relevantes en el futuro. Son sectores productivos que, guiados por la lógica del beneficio económico y la acumulación, ahora mismo están provocando la aniquilación del medioambiente y aumentando la intensidad del cambio climático, y que deben adquirir un cariz «meramente» reproductivo, de forma que la fuerza que los impulse no sea la acumulación sino el sostenimiento equilibrado de la vida. El sector alimentario, por ejemplo, debe dejar de ser víctima de la especulación, y los criterios que lo guíen deben pasar de ser mercantiles a ser aquellos que garanticen el acceso de toda la población a una alimentación sana y equilibrada que, a su vez, minimice el impacto sobre los ecosistemas y otros seres vivos. Esto no quiere decir que se deba volver a una agricultura de subsistencia, sino que deben reorganizarse sus recursos de forma más justa para todos los seres vivos del planeta. De hecho, y como respuesta ante la problemática derivada del cambio climático o porque se entienda que todo el mundo ha de poder comer de forma suficiente sea cual sea su nivel socioeconómico, es también necesario incluir el sector alimentario entre aquellos que habrían de convertirse en un servicio público. Aunque ahora nos resulte difícil de recordar, pocas semanas antes de la pandemia España se encontraba inmersa en unas movilizaciones agrarias como consecuencia de un mercado monopolizado por las grandes distribuidoras y en las que trabajadores del campo y asociaciones patronales exigían la satisfacción de sus respectivos intereses. Dar una justa respuesta a este problema requiere reconocer que existen intereses contrapuestos entre los distintos agentes e intervenir el mercado convirtiendo a las administraciones públicas en las principales distribuidores de esos alimentos, de forma que se asegure que se paga un precio adecuado por la cosecha y que su compra resulta accesible para todo el mundo. Esta accesibilidad podría hacerse efectiva utilizando comedores públicos, como pueden ser los de los colegios, por ejemplo, operados directamente por la administración pública o por asociaciones vecinales u otro tipo de organización popular. La crisis actual nos deja este caso como uno de los mejores ejemplos de una red de servicios ya existente que demuestra ser inoperante mientras es regida por el mercado, ya que los comedores escolares que han cerrado sus contratas podrían y deberían haberse abierto al público con necesidades alimentarias y no se ha hecho. No pretendemos hacer pasar por trivial la ingente tarea de transformar el sector de la alimentación, que ya no sería únicamente distributivo sino que contaría con una finalidad social y de salud fundamental, pero a nadie se le debe escapar que es una cadena que falla en todos sus puntos: la cosecha en peligro por falta de suficientes trabajadores inmigrantes susceptibles de ser explotados; animales que siguen siendo sacrificados pese a la inexistencia de un mercado que los compre, y además en mataderos en los que los trabajadores carecen de las más elementales medidas de protección y presentan tasas de infección por COVID-19 superiores a las del personal sanitario; personas en riesgo de exclusión social que deben aceptar las migajas ultraprocesadas que la Comunidad de Madrid en connivencia con cadenas de comida rápida. Es obvio que hay gran cantidad de cambios que podrían y deberían llevarse a cabo, y que solo redundarían en beneficio de muchos y perjuicio de muy pocos.

    En el caso del transporte es algo que ya se venía percibiendo como la tendencia en la que se ubicaban ciertas medidas por todo el planeta. Cada vez gana más aceptación la idea de que el mundo no puede moverse para siempre en transporte privado y que es necesario cambiar la forma de movernos en las ciudades, en los territorios nacionales y a nivel internacional si queremos conservar un planeta sobre el que movernos. Por este motivo, no es momento de liberalizaciones como la que la Unión Europea fuerza a ejecutar en el servicio ferroviario, sino de devolver este a la función pública, así como de desarrollar nuevas redes de transporte colectivo fundadas en criterios ajenos al beneficio económico.

    Junto a alimentación o transportes, la atención a la dependencia es otra área crítica cuyo peso no puede hacer más que aumentar con el envejecimiento de la población. Nuevamente, durante las últimas semanas habremos visto decenas de titulares refiriendo los numerosísimos casos de infecciones y fallecimientos en las residencias de mayores, la gran mayoría de ellas privadas y que apenas han tomado medidas de protección de sus residentes. Casos como estos o los que aparecen recurrentemente citando situaciones de desatención en determinadas instituciones son muestra de que un servicio como este no debería ni acercarse a las lógicas del beneficio económico. Por otro lado, cualquiera que haya tenido que pasar por la experiencia de ingresar a un familiar en una residencia puede reconocer el enorme desembolso económico que supone, en el caso de que sea posible siquiera planteárselo. No parece descabellado, por estos motivos, reconocer que la atención mejoraría si este se convirtiera en servicio público, con residencias públicas, personal con buenas condiciones y costes cubiertos por el estado.

    Por último, el carácter básico de la vivienda y de sus suministros de energía y agua como vertebradores de la estabilidad de una familia ha debido quedar claro durante la última década de movilizaciones reclamando un derecho a la vivienda digna. Vivimos en un país en el que los lugares en los que habitamos y desarrollamos nuestra vida han sido objeto de especulación a niveles insoportables y cuyos precios de compra o alquiler alcanzan niveles que obligan a un enorme número de personas a destinar la mitad o más de su salario a pagar su propio techo; lo que es más acuciante para un escenario de transición justa: con un porcentaje de vivienda pública realmente insignificante. En general, además, estamos ante un parque de vivienda profundamente envejecido e ineficiente energéticamente, algo lógico si después de pagar la hipoteca o el alquiler no queda dinero y si las inversiones públicas brillan por su ausencia. Por estos motivos, considerar la vivienda un servicio o bien público debería implicar no solo el aumento del número de viviendas controladas democráticamente, sino la rehabilitación de un buen número de inmuebles para dotarlos de condiciones de habitabilidad y eficiencia energética adecuadas al momento y a las posibles coyunturas climáticas extremas que se pudieran experimentar, sin que esto suponga un incremento de su precio de acceso, sino todo lo contrario. El estado ha de actuar como agente ordenador y desplazar a los especuladores y grandes propietarios privados de vivienda, utilizando herramientas que deben convertirse en fundamentales de un proceso ecodemocrático como es la expropiación, y ajustando los precios de la vivienda y los suministros atendiendo a criterios de corrección de la desigualdad y sostenibilidad.

    Todos estos sectores han adquirido una relevancia durante la crisis del coronavirus que realmente ya tenían pero que se había visto desplazada por otros cuya desaparición temporal ha sido irrelevante o incluso beneficiosa. La sociedad que queremos los refuerza para que el futuro no solo sea imaginable sino también tangible.

    Los auténticos trabajos verdes son aquellos que empujen a la sociedad a un futuro que respete y cuide la vida de las personas y del resto de seres vivos, y cuyo principal objetivo sea el sostenimiento de esa sociedad. Esta categoría engloba tanto a aquellos de preservación del medio ambiente como los de sectores como los cuidados, la sanidad, la educación o la rehabilitación de viviendas, entre otros, de los que hemos venido hablando. Debemos luchar por conseguir que estos trabajos sean impulsados y revalorizados por las medidas que se tomen para hacer frente a la crisis provocada por el coronavirus, y debemos luchar por su control democrático en el proceso de transformación económica hacia un sistema sostenible.

    Se ha de entender el cambio climático como un multiplicador de desigualdades. Afecta más a aquellas personas que, ya sea por su género, raza o clase ya sufren algún modo de discriminación y opresión y sencillamente agudiza esas desigualdades. Esto se reproduce a cualquier escala a la que se mire. A nivel global, los países más desfavorecidos sufren más las consecuencias del cambio climático, y si bajamos por ejemplo a un nivel local observaremos también que van a ser las personas más desfavorecidas ―las que perciban menos ingresos, las que vivan en casas peor aisladas― las que sufran peores consecuencias. A los grupos que están en primera línea de los impactos de la crisis climática debido a estas complejidades socioeconómicas se los conoce en inglés como frontline communities. Con este término se denomina, por ejemplo, tanto a los habitantes de las tierras bajas de Bangladesh como a los de un barrio deprimido de Chicago o los agricultores de Marruecos.

    Ya sabíamos que, aunque no de igual forma, el cambio climático estaba destinado a impactar a todos, ricos y pobres, países imperialistas del norte global e imperializados del sur. Esto está siendo así también en el caso del coronavirus, y es que aunque parecía que en los centros imperialistas todavía no habían desembarcado las peores consecuencias de la crisis climática mientras que en el sur global ya llevan años y años viviendo en una situación de emergencia, sufriendo terribles sequías, huracanes o inundaciones ―lo que ha conllevado, además, un importante nivel de organización y lucha política―, de esta no hemos podido librarnos. En esta crisis, las frontline communities se han ampliado. Las consecuencias de la destrucción sobre la que habíamos construido el desarrollo de nuestras sociedades han llamado a nuestra puerta y pueden ahora notarse en nuestras ciudades y centros económicos, que durante tanto tiempo han parecido intocables. De momento parece que el coronavirus está causando mayores estragos en países del norte global que en los del sur, y esperemos que estos últimos no tengan que sufrir mayores azotes de esta pandemia sobre sus territorios. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, las dinámicas del capital por supuesto se mantienen. Dentro de los países que están llevando a cabo medidas de confinamiento, las personas más afectadas por ellas son precisamente las personas que se ven más afectadas por el cambio climático. No es lo mismo pasar el confinamiento en una habitación de piso compartido que hacerlo en un chalé con jardín. Tampoco es igual enfrentarse a esta crisis teniendo un trabajo de oficina que puede realizarse en casa sin problema que un trabajo que te exige estar día a día en la obra. E incluso para ese empleo que permite el teletrabajo, no es igual tener un contrato fijo que ser falsa autónoma a la hora de hacer frente a la parte más puramente económica de la crisis. Estas diferencias van más allá de la comodidad o el ámbito laboral, ya que pueden afectar también a la incidencia de la enfermedad. ¿Qué medidas de aislamiento de una persona enferma pueden llevarse a cabo en una familia de cuatro personas que viven en un piso de dos habitaciones y un único baño? El impulso a los sectores mencionados previamente es una necesidad imperiosa para proteger a las frontline communities tanto del cambio climático como de la pandemia.

    Coda climática

    En el contexto actual, con un alto número de fallecidos diarios, encerrados en casa y superados por la incertidumbre de qué pudiera suceder (médica y socialmente) en los próximos meses, puede parecer prematuro e incluso frívolo estar ya pensando en el futuro, y en la siguiente crisis, que también es la anterior, que la misma son. Sin embargo, los puntos de unión entre nuestra situación actual y la crisis climática son múltiples, como muchas  y muchos han puesto de manifiesto, y las soluciones a una y otra están, como mínimo, emparentadas.

    No vamos a abundar más en cómo el coronavirus ha expuesto crudamente las formas en que el capitalismo destruye la vida, incluyendo la nuestra, pues ya lo han hecho otros. Hasta ahora éramos (el humano occidental) el único ser vivo más o menos a salvo del capitalismo, y ya no lo somos. Hemos pasado de fase, y esta es la primera de las consecuencias. Ahora las consecuencias del capitalismo pueden matar a los capitalistas.

    Sí puede ser interesante reseñar algunas similitudes y diferencias entre ambas crisis. Algo a lo que está acostumbrado cualquiera que trate con las consecuencias políticas del cambio climático, y a las posibles formas de paliarlo, es a la comparación con el agujero de la capa de ozono. Esta crisis, que surgió en los años ochenta y tenía como origen la producción y uso de gases CFCs, se cerró con el protocolo de Montreal, en el que casi todos los países del mundo acordaron dejar de usar CFCs. Esto ha llevado en alguna ocasión a proclamar, inocentemente, que el cambio climático podría atajarse por la misma vía, la del pacto internacional vinculante. Aparte de que esa vía no ha sido realmente puesta en práctica aún (el acuerdo de París no es vinculante), hay algunas diferencias importantes: el agujero de la capa de ozono no tenía consecuencias trágicas a corto plazo y, sobre todo, la sustitución de los CFCs por productos equivalentes pero menos dañinos para el ozono no era económicamente onerosa ni suponía un cambio fundamental en la economía mundial. No hubo una pérdida de trabajos ni de beneficios empresariales. Se parecía más a cambiar la gasolina con plomo por la sin que al cambio climático. Una solución política fácil, un cambio técnico trivial, y éxito.[1]

    El cambio climático es harina de otro costal: para detenerlo, y por todas las razones expuestas, hay que acabar con el capitalismo. No hay soluciones técnicas fáciles, no hay acuerdos políticos sencillos. Incluso ralentizarlo hasta un punto en que la mayoría seamos capaces de adaptarnos a él supondrá, con toda seguridad, cambiar el sistema socioeconómico en una medida tal que es improbable que pueda ser reconocido como el mismo. La tecnología jugará un papel en la revolución contra el cambio climático, como lo ha hecho en todas las revoluciones anteriores, pero en ningún caso la desatará, «solamente» ayudará a afianzar las condiciones socieconómicas y socionaturales que caractericen esta revolución. Pero quien esté fiando su supervivencia a un milagro técnico bien podría estar intentando orientar su día a día según los dictados de los posos del café o sus decisiones económicas según los textos neoclásicos.

    Por eso nos parece importante hacer hincapié en la diferencia entre la crisis del coronavirus y el cambio climático. En última instancia, la crisis pandémica no se resolverá hasta que se encuentre una vacuna. Es en lo que estamos confiando todos, ciudadanos y gobiernos. Podemos hacer promesas (podríamos, no ha sido el caso) de disminuir la presión sobre los ecosistemas, la cantidad de ganado criado para consumo humano, los mercados de animales vivos al aire libre. Y eso podría librarnos de la próxima pandemia mundial. Pero para esta, para recuperar algo parecido a la Vida de Antes, estamos confiando en una vacuna que nos inmunice frente a este virus como otras lo hacen frente a la gripe. Cualquier otra solución (encierros esporádicos, cancelación sine die de todo tipo de reunión más o menos multitudinaria) está contemplada como temporal y claramente indeseable. Estamos, pues, en manos de la técnica. El acuerdo en esto es, al menos superficialmente, transversal a todas las ideologías. Aun así, no es que falten dudas respecto a la universalidad de esta solución.

    A lo largo de la crisis del COVID-19, y tras el shock inicial de ver que esto iba en serio, se establecieron en los medios y en el discurso mayoritario una serie de consensos, sucesivos y superpuestos, acerca de qué caracterizaba una buena respuesta a la pandemia. Estos listones que había que superar tenían un par de cosas en común: que los expertos en cada tema lo tenían mucho menos claro que la mayoría de comentaristas, y que ofrecían métricas relativamente directas y sencillas, comprensibles y abarcables, para poder evaluar la situación y la reacción de las autoridades. Algunos ítems en esta lista serían la calidad y severidad del encierro, primero; la extensión del uso de mascarillas y guantes entre la población, después, y la cantidad de tests de detección temprana del virus (en la primera fase de la epidemia) y de tests serológicos para identificar personas potencialmente inmunes, al final. Un país o comunidad autónoma que hiciera muchos tests estaría teniendo una respuesta ejemplar y la salida de la crisis estaría más cerca; alguien detectado en un supermercado sin mascarilla indicaría, con toda seguridad, un fallo en las defensas sociales. Y, sin embargo, todo esto solo puede funcionar durante un tiempo. Al final de este camino, tras todas esas metas volantes, tiene que haber algo que nos permita volver a funcionar de forma normal. Hemos decidido que ese algo debe ser una vacuna, y está bien que así sea. Es una solución (teóricamente) universalizable y que sabemos utilizar. Sin embargo, no es una solución definitiva: las causas de la aparición y expansión del virus no han sido abordadas, y no parece que vayan a serlo. Hacerlo supondría estar dispuestos a afrontar cambios de mucho más calado que el que supone usar mascarillas en nuestras interacciones diarias. Supondría poner, y no solo de boquilla, la vida por delante del beneficio: reducir el comercio internacional y la explotación de animales y ecosistemas, más allá de la (necesaria) prohibición de los mercados de animales vivos. Supondría, desde luego, que nadie podría proponer, como se ha hecho durante esta crisis, el aislamiento de ancianos durante meses como solución que permitiera volver al trabajo al resto de la población. Supondría, en cualquier caso, mostrar más ambición de la que la tribu de los ingenieritos y gestores cobardes ha mostrado jamás, y mucha más imaginación.

    Para empezar, para llegar a poder aplicar la vacuna (de aquí a dieciocho meses, parece ser la cifra mágica), es necesario que siga existiendo una población a la que inmunizar, así como un estado con capacidad e intención de llevar a cabo la inmunización. Para que eso ocurra son necesarias todas o muchas de las herramientas expuestas anteriormente, y probablemente algunas que tendremos que inventar por el camino: rentas básicas y servicios públicos gratuitos, ambos universales; trabajadores bien pagados… Es decir, un cambio social que requerirá de nuevos acuerdos políticos, en particular si queremos que la inevitable crisis que seguirá a esta pandemia no la paguen los de siempre. Porque este es otro punto importante: como en el caso del cambio climático, la tecnología (sea una vacuna o un paso masivo a energías renovables o nucleares) sí puede llegar a ser una solución, pero solo para unos pocos.

    Hechas estas salvedades, vale la pena comparar cómo será el corto y el largo plazo de las dos grandes crisis actuales. El cuadro de abajo puede servirnos para intentar entender las similitudes entre una y otra.

    En el caso de la pandemia, tenemos un objetivo muy claro en el corto plazo: evitar todo el sufrimiento humano posible. Evitar que enferme gente y, cuando lo hagan, tener los recursos necesarios para atenderles y salvar todas las vidas posibles. Esta fase ha conllevado la movilización de ingentes recursos públicos (económicos y humanos) para transformar plantas enteras de hospital de su uso habitual a la atención de enfermos de COVID-19, adquirir material de protección y de testeo, contratar personal sanitario, etcétera. Con todas las precauciones necesarias, esta fase, al menos en España, está ahora terminando, o al menos ha pasado su máxima intensidad. Ha sido una fase en la que se ha aceptado que las decisiones fueran, principalmente, técnicas[2], y se ha interpretado que, al menos dentro de cada estado, los intereses de todo el mundo eran los mismos.

    Las decisiones tomadas en esta primera fase tendrán consecuencias en el futuro, claro. Quizá la primera disputa importante haya sido la de la suspensión de la actividad económica durante quince días (y su reanudación, atendiendo a criterios de mantenimiento del beneficio empresarial por encima de los de salud pública). La exploración de instrumentos como el ingreso mínimo vital, ya mencionado anteriormente, ha sido otra, cuya resolución está en el aire. Ahora mismo, la pelea está en ver cuándo y de qué forma saldremos (literalmente) de esta. ¿Cómo cambiarán las ciudades y nuestras vidas? ¿Podrá salir todo el mundo? ¿Tendrá que seguir encerrada la población de riesgo? ¿Se permitirá salir solo a quien vaya a trabajar? ¿Tendremos trabajo al que ir? ¿Qué haremos, o qué nos harán, cuando haya un previsible segundo brote en unos meses? No hay respuestas obvias a ninguna de estas preguntas. Esto es desasosegante, claro, pero peor sería la certeza de que la salida va a ser en los peores términos posibles. Tenemos que pelear para que nadie pierda su trabajo, y que quien no lo tenga o ya lo haya perdido disponga de recursos para vivir independientemente del mismo. Que la salida no se haga a costa de arrumbar a un lado a personas mayores y enfermos crónicos para poder mantener la actividad económica, y que cuando volvamos a tener que encerrarnos, aunque sea más brevemente, lo hagamos sin miedo a no poder pagar el alquiler a mitad del encierro.

    La crisis climática, como ya hemos dicho, funciona en otras escalas de tiempo y urgencia. El corto plazo para cualquier plan no es hoy, no es esta tarde, pero sí los próximos meses y años. Y el largo es, para bien y para mal, lo que nos queda de vida. Pero empecemos por el corto: nuestra misión inmediata, si elegimos aceptarla (y, si has llegado hasta aquí, algo de intención debes de tener), es mitigar en lo posible la crisis climática y adaptarnos de la forma más justa posible a los cambios que no podamos evitar. Consideramos que esto solo será posible con un programa de transición ecosocial radical y ambicioso. Un plan que movilice todos los recursos públicos (estatales y populares) existentes, a todos los niveles administrativos y sociales, para garantizar que la vida de la mayoría mejora, y solo los responsables de la crisis pagan. Un plan que saque del mercado todo lo que sea imprescindible para la vida humana: vivienda, alimento, sanidad, educación, cuidados a lo largo de toda la existencia, a la vez que garantiza la continuidad del resto de formas de vida. Un plan que nos ponga en posición de dar un salto adelante a un nuevo equilibrio con la biosfera. Esta sería, en última instancia, nuestra utopía: una sociedad en la que la búsqueda de beneficio económico haya sido abandonada, dejando hueco para echar la tarde en el parque.

    El lector atento habrá notado que muchas de las cosas que consideramos objetivos a corto plazo de una transición ecosocial se parecen mucho a los objetivos a largo plazo en la crisis del coronavirus. Efectivamente, el cuadro anterior bien podría representarse de la siguiente forma:

    Esta concepción lineal del tiempo es suficiente para plantear las tareas de los próximos meses y años: la solución de la crisis del coronavirus debe ser justa y reforzar los mecanismos de sostenimiento de la vida. Debe empezar a reparar la brecha social que décadas de neoliberalismo y lustros de austeridad han provocado entre ricos y pobres. La magnitud de la respuesta va a ser mayor que cualquier cosa vista antes. Tenemos que empujar para que vaya en la dirección correcta, la de la gente, y no la de salvar a aseguradoras médicas, bancos y empresas automovilísticas. Pero, una vez puesta en marcha esa respuesta, hay que trabajar en pos de la reparación de la brecha metabólica. El tipo de políticas que ayudan al mantenimiento del tejido social son, generalmente, bajas en emisiones, de forma que la transformación de puestos de trabajo de actividades contaminantes a otras que no lo sean, avanzaría en la necesaria reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Está claro que esto no es suficiente: será necesario un cambio en las formas de movilidad, en la producción y consumo de energía, en los viajes, en la alimentación, en el trabajo.

    En esta tarea, sin embargo, contaremos con la ventaja de que ya se habrá demostrado la posibilidad de hacer frente a una catástrofe global mediante la movilización de recursos y personas. Los potenciales efectos del cambio climático son órdenes de magnitud mayores que los del coronavirus, pero la forma de hacerle frente no tiene por qué ser tan traumática como lo ha sido esta. Y, sobre todo, el resultado final, si nos decidimos a llevar nuestra lucha hasta sus últimas consecuencias, no será simplemente la vuelta a una normalidad que no valía ya para la mayoría. Será una vida que de verdad valga la pena para todas y todos. Hoy es un día tan bueno como cualquier otro para empezar a trabajar en esta dirección.

    [1] El consenso respecto a la supresión de los CFCs es tal que, cuando en 2019 se detectó un ligero aumento de su uso, se pudo trazar en pocos días a una fábrica concreta situada en China, que fue inmediatamente clausurada por el gobierno chino.

    [2] Dicho sea esto con todas las prevenciones necesarias: la situación de la sanidad pública (mucho peor que hace quince años) es fruto de decisiones políticas; el cierre o no de territorios en cada momento, y la consideración de unos intereses (los de la salud pública) por encima de otros (derechos fundamentales, etc.). Sí que ha habido una asunción por parte de la mayoría de personas y fuerzas políticas de que todas las administraciones tenían como objetivo salvar la mayor cantidad de vidas posibles.

    La ilustración que acompaña a este texto ha sido realizada por Adara Sánchez.

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  • Utopía y crisis climática, charla con Layla Martínez

    Utopía y crisis climática, charla con Layla Martínez

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    Hace unos días tuvimos la ocasión de hablar un rato con Layla Martínez, licenciada en ciencias políticas, editora de Antipersona y articulista en El Salto y otros medios. Discutimos la necesidad de elaborar utopías que apelen a la mayoría social, y los motivos de su casi total ausencia en la ficción contemporánea.

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  • «Las instituciones usan la ciencia para que las comunidades de las zonas mineras no ejerzan sus derechos» – Entrevista a Rishi Sugla, del CIEJ

    «Las instituciones usan la ciencia para que las comunidades de las zonas mineras no ejerzan sus derechos» – Entrevista a Rishi Sugla, del CIEJ

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    A finales de diciembre y en el marco de la Cumbre Social por el Clima, organizada como alternativa de los movimientos sociales a la COP25, nos sentamos a hablar con Rishi Sugla, miembro del Centro Interdisciplinar de Justicia Ambiental. CIEJ, por sus siglas en inglés, es una organización basada en San Diego, California, que reúne a investigadores, científicos y expertos en estudios etnográficos. A parte de dedicarse a la academia, sus integrantes centran los esfuerzos de la organización en promover solidaridad internacional y trabajar en el apoyo de luchas decoloniales y antiextractivistas con sus investigaciones. Esta entrevista se centra sobre todo en el trabajo que hacen con comunidades del pueblo Lickan Antay en Chile y Argentina, que se enfrentan a empresas multinacionales en la defensa de su territorio contra la extracción de litio, un recurso clave para la manufactura de baterías y central en procesos de descarbonizacion. 

    P: Formas parte de una organización llamada CIEJ, ¿podrías decirnos cómo surgió y cuáles son vuestras líneas de trabajo principales?  

    R: CIEJ son las siglas para Centro Interdisciplinar de Justicia Ambiental (Center of Interdisciplinary Environmental Justice) y empezamos hace cuatro años, después de una serie de incidentes racistas en el campus de nuestra universidad, Universidad de California San Diego. El último consistió en que se acusó de robo, de forma ilegítima y completamente sin pruebas, a una persona negra. Una serie de correos electrónicos empezaron a circular cuestionando quién era esta persona y por qué estaba en el campus, etc. Mientras tanto, los demás miembros y yo estábamos sentados viendo cómo se desarrollaba todo y pensando: «En serio, otra vez esto no». Ocurrió en una facultad de ciencias, fue en el Instituto Scripps de Oceanografía, una división de nuestra universidad, donde estoy obteniendo mi diploma de investigación y donde han estudiado también otras personas de nuestra organización. Hablando de esto entre un grupo de futuros miembros, estudiantes de nuestra facultad además de estudiantes de la facultad de Estudios Étnicos, llegamos a la conclusión de que los científicos no suelen tener ninguna noción de clase, raza, género, orientación sexual, de nada de esto. Por eso decidimos empezar a impartir una clase llamada «El análisis crítico de la ciencia y la justicia ambiental». Empezó como un curso multidisciplinar y transversal, involucrando a nuestras dos facultades y con los Estudios Étnicos aportando el componente de análisis crítico, específicamente a través de una lente descolonial.

    La clase combinaba el uso de datos científicos para demostrar que las diferentes afirmaciones hechas desde los Estudios Étnicos eran de hecho ciertas: que existe discriminación en la calidad del aire en Estados Unidos, en el acceso al agua, en la distribución de las personas más afectadas por el cambio climático, etc. Luego, después de los dos primeros años de enseñar este curso recibimos un correo electrónico de un profesor marxista de literatura, Luis Martín-Cabrera, también de la Universidad de San Diego que había pasado un par de años en el Salar de Atacama trabajando con comunidades del pueblo Lickan Antay tanto en Chile como en Argentina. El correo electrónico era para todos los estudiantes del Instituto Scripps, en realidad, y en él contaba justo eso: que había estado viviendo con comunidades Lickan Antay y que estaban siendo muy impactados por la minería de litio. Querían saber si había científicos dispuestos a ayudarles a entender si lo que las compañías mineras les estaban diciendo era cierto, si había científicos dispuestos a ayudarles a aclarar si había otros datos que no estaban viendo o a los que no tenían acceso, este tipo de preguntas. Cuando vi este correo electrónico, inmediatamente lo reenvié a la gente de nuestro grupo y les dije que por lo menos debíamos hablar con él sobre el contenido de su correo electrónico y sobre qué tipo de colaboración buscaban.Pensamos: «Somos científicos y estamos impartiendo una clase sobre esto, sobre cómo usar la ciencia en pro de la justicia, pero si hay una oportunidad de hacer más que sólo hablar de ello, entonces deberíamos al menos considerarla». Eso es lo que pasó. Hablamos con Luis y terminamos haciendo nuestro primer viaje para conocer estas comunidades, a estas personas. Fui con otro par de miembros y lo que resultó de ese viaje fue una reafirmación de lo que ya sabíamos: que el acceso a la información científica es en sí mismo una barrera a la justicia. Teníamos razón en nuestra creencia de que la ciencia se usa comúnmente como herramienta para el capitalismo y el colonialismo y que los gobiernos van a las comunidades diciendo: «Ah, ustedes tienen este conocimiento tradicional, este conocimiento ancestral de esta tierra y han vivido aquí cinco mil años pero no tienen ningún dato. Si quieren apoyar sus exigencias necesitan datos. Las compañías mineras tienen datos, y estos son los que están disponibles, así que estos son los datos en los que vamos a confiar».

    P: Así que lo que dicen básicamente es que como históricamente no han recogido los datos científicos para respaldar sus saberes, esto se utiliza para justificar los límites de sus tierras históricas.

    R: Sí, justo. Esto también tiene que ver con jerarquías en la ciencia y el conocimiento puramente científico por encima de otros tipos de conocimiento. Así que después de reunirnos con ellos dijimos: «Bueno, vamos a hacerlo» y pensamos que lo menos que podíamos hacer para solidarizarnos con su lucha era leer estos informes que las compañías mineras estaban publicando, evaluar críticamente las declaraciones que las compañías estaban haciendo y contrastarlas con la investigación de otros científicos de la región y tratar de hacer una evaluación independiente de lo que está sucediendo en la región. Tratamos de ir más allá de la ciencia de todos modos, porque no está claro si, incluso si estas comunidades llegasen a obtener acceso y a manejar datos propios para respaldar sus demandas, llegarían a ser escuchadas y las instituciones y los tribunales reconocerían sus derechos. Las instituciones políticas están usando activamente la ciencia como una barrera para que estas comunidades ejerzan sus derechos.

    P: ¿Cómo empiezan normalmente estos proyectos? ¿Presentan los funcionarios del gobierno a las comunidades indígenas los datos y los planes de la empresa minera y tienen acceso a ellos o simplemente aprueban los proyectos sin siquiera informar a las comunidades?

    R: Esto es complejo porque los procesos en Chile y Argentina son diferentes. Aunque se trata de las mismas materias primas y las mismas prácticas mineras, en Chile hay una cantidad decente de acceso a los datos de las compañías mineras, aunque siempre sean los que ellas mismas han obtenido. Esto se debe a que hay una larga tradición de prácticas de resistencia pasadas, dado que sus sitios ancestrales iban a ser tomados por el gobierno y ellos protestaron, en parte bloqueando caminos y carreteras, y reclamaron la propiedad de sus tierras y cierto nivel de autonomía sobre la región. Por eso, el gobierno, al menos sobre el papel, está pasando por mociones de consulta y aunque en la práctica las comunidades ven que es bastante absurdo y limitado, en teoría tienen cierto nivel de acceso a los datos, a la información y recursos.

    En Argentina la situación es completamente diferente. Estas comunidades son deliberadamente y completamente excluidas de todos los niveles de participación en política institucional. No hay ninguna vía de consulta, teórica  o práctica, no tienen acceso a más información que la que las compañías mineras puedan poner en sus sitios web.

    P: Una de las bases de vuestro colectivo es la creencia compartida de que ciencia y política están y han de considerarse entrelazadas. Sin embargo, esto no siempre ha sido así hasta ahora, o no ha sido para bien. Tradicionalmente, la mayoría de los científicos se han declarado apolíticos y la ciencia ha sido utilizada, como has dicho, en contra de las formas de vida tradicionales y con horribles consecuencias para el planeta. ¿Crees que el cambio climático está impulsando cambios en estas tendencias pasadas, que los científicos están empezando a posicionarse políticamente debido a él?

    R: Creo que para muchos científicos está cambiando, sí, aunque sea solo un poco. Creo que muchos científicos están viendo datos que evidencian la catástrofe climática que está a punto de ocurrir y sienten la necesidad de interactuar con responsables políticos, o de hablar de ello, de hablar de cómo esto es un problema. Sin embargo, mucha gente todavía no siente la necesidad de comprometerse con soluciones específicas o de criticar el sistema actual de una manera realmente seria. Hay científicos que se comprometen un poco más políticamente. En nuestro grupo lo que hemos llegado a entender es que la ciencia es algo que está estructuralmente incrustado dentro de las instituciones políticas e incluso si se consigue dar con resultados, con un conjunto de datos que podría considerar completamente objetivo, lo que sea que eso signifique, las instituciones que deciden qué ciencia es financiada, para quién es, quién tiene acceso a los datos, etcétera, están tomando decisiones políticas. Lo que nos preguntamos entonces fue: «Bien, siendo esto cierto, ¿cómo integramos sistemáticamente la ciencia en la resistencia, en el trabajo anticapitalista y en el trabajo descolonial?». Queríamos cambiar el marco una vez que nos dimos cuenta de que siempre estará incrustado en instituciones no objetivas.

    P: Bueno, también hemos visto finalmente alguna reacción por parte de grandes instituciones científicas condenando las prácticas discriminatorias sistemáticas dentro de sus propios muros con el caso del Laboratorio del MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets) y su relación con Jeffrey Epstein. Se reveló que tanto el laboratorio como su director habían recibido fondos directamente de él y esto solo demuestra cómo estas instituciones están incrustadas en la estructura patriarcal y capitalista. Muchas científicas se habían posicionado antes, con críticas que no se escucharon durante años y años hasta que la historia salió a la luz para el público general. Algunas personas renunciaron en protesta y otras fueron presionadas para renunciar por permitir esto, como el director, pero éste es único un caso y solo una institución.

    R: Está presente en todos los niveles, es completamente estructural y se manifiesta de muchas maneras. Otra forma es cómo los gobiernos se siguen dirigiendo a las comunidades diciendo que la ciencia es necesaria para su desarrollo, pero al final siguen financiando investigaciones, a veces extremadamente interesantes, cuyos encuadres siempre coinciden con los intereses del propio Estado. Entonces, ¿cómo se supone que estas comunidades van a confiar y ganar acceso a los datos e información que les requieren? El problema es completamente estructural.

    P: Una persona de nuestro colectivo se queja a veces de los geólogos, aunque no queremos generalizar, porque como la mayor parte de su trabajo normalmente es pagado por empresas de combustibles fósiles, aunque puedan empezar siendo algo idealistas, al final termina volviéndose muy feo. 

    R: Es muy complicado, y esta es una de las razones por las que en CIEJ hemos pensado tanto en cómo y por qué hemos terminado siendo científicos en Estados Unidos quienes trabajan con comunidades indígenas de Chile y Argentina. Es una pregunta muy interesante y que nos hemos hecho muchas veces. Surgió en el primer viaje, obviamente, y fue entonces cuando nos dijeron que habían contactado con científicos de Chile y Argentina, pero que ellos ya trabajaban o recibían financiación de empresas mineras chilenas. Por supuesto, vivimos en una sociedad neoliberal y globalizada y existe la posibilidad de que proyectos de investigación en California sean financiados por la misma empresa con explotaciones mineras en Chile, pero también pensamos que vale la pena tener un grado de separación y poder construir movimientos transnacionales de solidaridad, que es un componente fundamental de lo que hacemos. La minería también es impulsada por el consumismo transnacional y las empresas transnacionales. Así que el otro componente de nuestro trabajo es la construcción un movimiento, por ahora principalmente en California, de protesta y concienciación sobre los impactos de la minería de litio en estas áreas, sobre el consumismo verde, sobre las trampas de la energía renovable y las falsas soluciones climáticas. Esta es otra forma en la que podemos usar nuestro privilegio y nuestro acceso a los recursos para tratar de subvertir el estado.

    P: Entonces y para entrar un poco más en detalle, ¿podrías contarnos qué es el triángulo de litio, explicando el mapa actual y presentando las comunidades con las que trabajas que viven en esa zona? 

    R: Claro. El triángulo de litio es un área que abarca diferentes partes de Chile y Argentina y también la zona sur de Bolivia. Incluye el Salar de Atacama, zonas del Altiplano andino a esa altura, la provincia de Jujuy en Argentina y el Salar de Uyuni en Bolivia, del cual seguro que mucha gente ha visto hermosas fotos. Contiene, según diferentes estimaciones, entre el 50% y el 70% de las reservas planetarias de litio.

    P: La mayor parte del resto se encuentra en Australia, ¿no? Así que realmente hay dos centros principales para la extracción de litio, en grandes cantidades se encuentra principalmente en estos dos lugares, no hay muchas otras opciones. 

    R: Sí, justo, en esta región el litio se encuentra mayormente en aguas subterráneas ricas en minerales, en forma de salmuera. Aparece en aguas subterráneas y realmente está saturado en ellas. Ahora mismo estos acuíferos no están siendo reabastecidos por lo que ya ha alcanzado recargos negativos y su nivel está disminuyendo. Por el propio clima de la región, es el desierto más seco del planeta, el lugar más seco en el planeta exceptuando el centro de la Antártida.

    Las comunidades con las que trabajamos son parte del pueblo Lickay Antay y han estado viviendo en la región más de cuatro mil años. Por supuesto, ahora las comunidades están divididas por fronteras nacionales impuestas que restringen su acceso a todas sus tierras ancestrales. A pesar de, o especialmente debido al hecho de que éste es uno de los lugares más secos del planeta, el agua juega un papel central en su modo de vida y de relacionarse con el medioambiente. Hay lagunas preciosas por todos lados, existen estos lugares sagrados conocidos como «Ojos» que son pozas circulares. Todo el emplazamiento cósmico de estas comunidades se localiza en un lugar específico, de donde vienen sus ancestros. No hay forma de transferir esta cultura a otro sitio, o cualquier otra ocurrencia que se pueda tener. Este es el centro de su hogar.

    El problema es que el agua se depositó aquí mayormente en diferentes regímenes climáticos al final del último máximo glacial, hace once mil o doce mil años, y no está siendo reabastecida. Llegan a caer entre cuatro y siete milímetros de agua cada año. Relacionando esto con la extracción del litio, y al aparecer este metal en esta salmuera, se requiere una cantidad extrema de agua para conseguirlo. Tienes que bombear la salmuera hasta la superficie y dejar que se evapore todo el agua. Existen una serie de piscinas enormes, dentro de unas instalaciones de aproximadamente ocho kilómetros de longitud compuestas por piscinas y piscinas llenas de agua evaporándose sin parar. Ciertas sales que están en el agua se precipitan y se separan, lo mueves a otra poza, añades más agua, en la siguiente poza sigue la precipitación y finalmente, como es un elemento ligero, acabas con una especie de lodo de litio. Luego lo mandas fuera para que sea procesado químicamente, obtienes carbonato de litio y entonces lo mandas a China, con toda probabilidad, para hacer una batería. Lo interesante aquí es que aunque la mayoría de esto está etiquetado como «tecnología verde», se trata de un proceso que copia directamente la extracción de los combustibles fósiles. Tienes este combustible rico en energía debajo del agua, lo bombeas a la superficie, lo refinas químicamente y lo usas para que tu coche funcione. Gracias a un márketing absolutamente asombroso ahora es una especie de «tecnología verde», porque en algunas circunstancias reducirá los gases de efecto invernadero. En algunas circunstancias, que no siempre.

    P: ¿Podrías contarnos más sobre la lucha actual y las reivindicaciones de estas comunidades del pueblo Lickan Antay?

    R: En Chile, la minería del litio data aproximadamente de hace 50 años y, al menos por ahora, lo que piden es que no haya nuevos proyectos de extracción ni se amplíen los actuales. Ahora mismo, como la demanda de litio está aumentando también las empresas mineras quieren ocupar más y más. Así que por ahora lo que están pidiendo es que no se expanda la minería. Dicen: «De acuerdo, se acabó la minería. Podemos mantenerlo en los niveles actuales hasta que averigüemos lo que está pasando y podamos confiar en nuestros propios datos para averiguar lo que queremos hacer en el futuro, y cómo las prácticas actuales están afectando a nuestro ecosistema, pero por ahora no hay más minería». Múltiples comunidades en esta región están trabajando para definir su estrategia política hacia el futuro, pero por ahora quieren bloquear la expansión de la minería.

    En Argentina la demanda es que no se hagan proyectos, prospecciones, que no se lleve a cabo la extracción: «No queremos nada». Por supuesto, las prospecciones continúan, las empresas mineras tratan de acceder a la región, siguen tratando de penetrar en estas comunidades a través de sobornos, a través de abusos y tratando de fracturarlas. Estas son básicamente las demandas centrales de estas comunidades.

    P: Considerando estas demandas y la lucha de estas comunidades, ¿cómo imaginas tú o tu grupo que pueden ser respetadas y al mismo tiempo planificar una transición verde y justa, en Estados Unidos o en España? Esta transición tiene que ser una transición justa para el Sur Global y que no perpetúe las dinámicas colonialistas e imperialistas que normalmente definen la política exterior de nuestros gobiernos. No queremos que todo el mundo tenga coches eléctricos en el Norte mientras que el Sur global sigue sufriendo los impactos maximizados de la crisis climática.

    En relación a esto, recientemente leímos A Planet to Win el libro publicado por Verso que desarrolla el plan para un Green New Deal en Estados Unidos y contiene un capítulo sobre el internacionalismo. Aborda las necesidades previstas de litio y destaca las luchas de los trabajadores y pueblos indígenas, también en Argentina y Chile, además de celebrar sus victorias contra las empresas de energía extranjeras. También habla sobre la construcción de movimientos transnacionales y cómo la relación tanto de las instituciones gubernamentales como de las organizaciones de base en el Norte Global con la gente en el Sur, especialmente los pueblos indígenas en el Sur, tendrá que ser completamente reformada para abordar el cambio climático a nivel internacional de una manera justa. Como has dicho, la demanda en el Norte sigue aumentando mientras que a estas comunidades se les arrebata el acceso a la tierra que tienen bajo sus propios pies. Ellos deberían ser los primeros en beneficiarse de las tecnologías más sostenibles impulsadas por los materiales de sus tierras. Si queremos que la transición sea justa, tendrá que ser así. Se habla mucho del decrecimiento pero creemos que el Sur Global debería, justamente, aumentar los recursos gastados en sus propios territorios y disfrutar de la tecnología que funciona con estos recursos, en lugar de tener que enviarlos a algún lugar y luego tener que comprarlos en forma de costosos productos manufacturados.

    Tal vez nos hemos descarrilado un poco con la pregunta, lo siento. Básicamente, en el mejor escenario, el Green New Deal más ambicioso posible, ¿cómo crees que podría estructurarse? ¿Qué cambios consideras que son obligatorios y necesarios?

    R: Creo que un sitio por donde empezar, o lo que considero yo personalmente, es empezar con el reconocimiento de que ya sea para tecnología verde, para algún tipo de tecnología de reducción de carbono, o lo que sea, tomar recursos de las tierras de una comunidad que no quiere que se tomen estos recursos es colonialismo. Punto final. No he encontrado ninguna trampa mental que pueda usar para hacerme creer que no lo es. Si estas comunidades, la gente de estas tierras, no lo quieren, me importa muy poco si alguien en California quiere un vehículo eléctrico. Por lo que a mí respecta, yo le diría: «Bien, de acuerdo, pero ve a conseguir esos recursos de alguna otra gente». Si hablamos de no reproducir las estructuras colonialistas, tenemos que estar fundamentalmente de acuerdo en que esto es colonialismo. En esencia. Apenas se puede llamar neocolonialista, es una imitación casi exacta de los procesos coloniales de hace quinientos años. La otra parte de la pregunta era cómo asegurarnos de que esto esté bien integrado en un Green New Deal, ¿verdad?

    P: Sí, supongo que relacionado con lo que decías que las demandas de estas comunidades en Chile y Argentina eran diferentes y en Chile algunas comunidades no se oponían a la minería actual sino a la expansión de la misma, tiene que haber una forma de asegurar el respeto de los derechos y demandas de estas personas y al mismo tiempo cumplir los requisitos mínimos de los recursos necesarios para descarbonizar nuestras sociedades. Si las negociaciones para la asignación y distribución de estos recursos se hicieran en igualdad de condiciones, en vez de a través de violencia y políticas imperialistas, y se asegurara a los pueblos indígenas el control de sus tierras y el primer acceso a todos estos materiales, ¿crees que podríamos, desde el Norte Global, construir relaciones con ellos alejándonos del colonialismo pasado y hacia una transición justa?

    R: Me genera problemas responder a esta pregunta porque no formo parte de estas comunidades. No me gustaría especular sobre cuál sería su política si ese fuera el caso.

    P: Sí, por supuesto, lo entendemos completamente.

    R: No me gustaría especular sobre cuál sería su política si ése fuera el caso. Me encantaría poneros en contacto con ellos si quisierais.

    P: Nos encantaría, gracias. Vale, pues, volviendo a la visión de tu grupo sobre cómo os imagináis una transición justa y teniendo en cuenta que se necesitará una determinada cantidad de extracción, ¿qué partes de la estrategia consideráis necesarias para poder reducir las emisiones con el fin de cumplir los requisitos y predicciones del IPCC?

    R: Un planteamiento simple sería que nos alejemos de los planes que nos dicen que reemplacemos cada uno de los miles de millones de coches que hay en el planeta en este momento por uno eléctrico y nos centremos en propiciar otras soluciones colectivas y alcanzar metas claras como la de reducir el número de coches en un 60%.

    P: Sí, es verdad, realmente nadie dice: «Vamos a tener que deshacernos de todos estos coches».

    R: Elon Musk no puede hacer dinero si te deshaces de los coches.

    P: Esperemos que tenga que irse a Marte.

    R: Bien, lo que creemos que debemos hacer es replantear las soluciones posibles, que ahora son básicamente planteadas para el consumidor individual, a cambios colectivos. Uno de mis colegas del CIEJ siempre señala que los coches están aparcados el 90% del tiempo. ¿Cómo sería un programa de automóviles urbanos que abordara eficazmente el hecho de que la mayor parte del tiempo no estamos usando los coches? ¿Cómo sería un programa efectivo de coches urbanos? La tecnología para hacerlo seguro que ya existe. ¿Cómo articulamos programas de transporte público sofisticados y sostenibles? En Estados Unidos tenemos el problema de la expansión urbana y es un problema enorme. Este es un problema que fue creado en los años 50 cuando la gente en los EE.UU contrató a un grupo de urbanistas franceses. Se basaba en la idea de que la planificación urbana condensada había terminado y que todo el mundo iba a tener tierras, y también contemplaron e incorporaron enormes proyectos de carreteras ya que todo el mundo iba a tener, pero también necesitar, un coche. Tenían razón en esto último pero estaban completamente equivocados en casi todo lo demás. En lugar de agitar las manos y decir «Ah, bueno, aquí hay expansión urbana, así que todo el mundo necesita un coche», tenemos que considerar que esta fue una decisión tomada por personas y que tal como se planeó de una determinada manera, puede ser reorganizada y corregida. Fue una elección premeditada, no una fuerza inalterable que dictó: «¡Extended las ciudades! ¡Desplegaos por todas las tierras!». Tenemos la capacidad de tomar decisiones difíciles pero también completamente conscientes sobre cómo convertir estas grandes ciudades en diferentes nodos urbanos en los que la gente pueda trabajar y vivir, y sobre cómo conectar estos nodos utilizando el transporte público y así sucesivamente. Estas soluciones en realidad son más efectivas para la reducción de emisiones porque requieren menos manufactura neta de materiales y también son más justas, son más equitativas. Nadie necesitará comprar un Tesla de cuarenta mil dólares para ser ecológico.

    Creo que eso debe ser parte de la solución. Por otro lado, y en cuanto a las formas en que debemos abordar las necesidades de extraer el cobalto, de extraer el litio, creo que la gente está tan acostumbrada a vivir en una sociedad globalizada que tenemos estos procesos integrados en nosotros. La idea es: «Bien, necesitamos estos recursos y no los tenemos, así que tenemos que ir a buscarlos a otro sitio. Allí es donde está. Allí tendremos que encontrar nuestra manera de introducirlo en el mercado». Una de las preguntas que más a menudo me hacen es si podríamos extraer y obtener litio de las profundidades del mar, a lo que también me opongo completamente, claro. Lo que me parece interesante es que al hacer la comparación entre minar las profundidades marinas y robar a los pueblos indígenas, a menudo la gente elige robar a los pueblos indígenas. Soy oceanógrafo, soy científico y amo las profundidades del mar más que nadie, pero creo que esto es un reflejo de la visión que se tiene de los pueblos indígenas, implícita en las decisiones que se está dispuesto a tomar. Decir que grandes franjas deshabitadas del fondo del océano son de alguna manera más valiosas que las tierras y los medios de vida de los pueblos indígenas es también increíblemente problemático. Entonces, ¿de dónde van a provenir estos recursos? No lo sé, pero es necesario centrarse en la recuperación de la tierra y la defensa de la tierra por las comunidades que han sido las mejores protectoras de la tierra y el agua durante milenios.

    P: En realidad, preparando la entrevista, nos enteramos de que un proyecto para abrir una mina de litio en San José Valdeflórez, un pueblo de Cáceres, está avanzando. Supongo que parte de asumir nuestras responsabilidades consiste en hacer campaña para asegurar que los recursos que podamos extraer en nuestros propios territorios sean bien utilizados. Aquí también tenemos debates en torno a la extracción, pero al mismo tiempo no tenemos los mismos vínculos con la tierra que pueden tener las comunidades indígenas, aunque por principio algunas personas pueden estar en contra del extractivismo. ¿Conoces alguna lucha en el Norte Global contra la minería del litio?

    R: Sí, en realidad hay un caso en California. Quieren abrir minas de litio en el Desierto de Mojave, lo que también es un error porque el lugar también forma parte de las tierras ancestrales de los indígenas que viven allí.  Por supuesto hay muchos ricos californianos preocupados por el Desierto de Mojave y que ahora están participando activamente en una lucha para evitar la minería de litio en estas áreas.

    P: Entonces es como: «Quiero que mi Tesla venga de otro lado».

    R: Absolutamente, al 100%. Entonces están dispuestos a proteger no sus tierras, porque estas son las tierras de los indígenas, sino las tierras a las que van a jugar, a hacer senderismo, etc. Piensan que son muy bonitas y quieren hacerles fotos, todo eso. Creo que parte del problema es que todo este extractivismo, incluso cuando ocurre en el Norte, especialmente en Estados Unidos, sigue centrado en comunidades indígenas. También trabajamos localmente con personas Kumiai en temas de minería de arena en la región de San Diego. Nada de esto parece ocurrir en las tierras de gente realmente rica.

    Cuando se trata de posicionarse sobre si apoyar estas prácticas extractivistas, intentamos razonar basándonos en elementos de la epistemología occidental y parte de la lucha decolonial es averiguar cómo se desaprenden realmente muchas de estas cosas y como se escucha a la gente que puede contribuir con sus propias epistemologías indígenas. Nos pasa a todas nosotras. Yo también he respondido a esta pregunta de una manera muy racionalizada y occidentalizada, pero probablemente no vamos a poder apoyar las luchas y las demandas de estas comunidades correctamente hasta que también hagamos esfuerzos para entender su visión del mundo.

    P: Una de las cosas que me fue difícil comprender o desbloquear, personalmente y viniendo de leer teoría marxista, fue esta barrera en mi cabeza entre las demandas de las comunidades indígenas de «poseer» tierras en oposición a la cuestión de la propiedad que yo entendía desde la teoría. Cuando vi el documental que pusiste en la Cumbre y a través de testimonios aprendí más sobre las formas de vida de los pueblos indígenas, me quedó claro que estas tierras siempre han sido comunales, que sus prácticas se basan en la vida comunal y en la gestión y las prácticas compartidas. No es la concepción liberal de «Esta es mi propiedad y puedo hacer lo que me dé la gana con ella». En este aspecto estaba un poco confundida hasta que me di cuenta de que solo se trata de que merecen que sus derechos como habitantes de estos lugares sean reconocidos y respetados y que dejen de ser considerados prescindibles por los gobiernos y las empresas. 

    R: De nuevo, no soy indígena y solo puedo hablar desde mi comprensión personal, pero creo que para muchas de estas comunidades, al menos en Chile y Argentina, es importante reconocer que no se trata realmente de cómo tienen una propiedad colectiva de la tierra, sino de cómo, en su visión del mundo y en sus creencias, ellos son la tierra. Así que va más allá de lo que decías en realidad, porque ellos son en una gran medida ese lugar específico. En el Salar de Atacama hay microbios y plancton extremófilos y un montón de pequeñas criaturas en el agua que estas comunidades creen firmemente que son nuestros antepasados. Su sentido del tiempo está orientado a través de donde sale y cae el sol en la cima de una montaña específica. La barrera de sus cuerpos físicos no es donde termina su sentido del yo, está muy visceralmente conectado al agua, al aire, al suelo, a la flora y a la fauna. Al menos personalmente, esto fue algo que me llevó un tiempo entender pero que intuitivamente tiene sentido, que esta línea de dónde empieza y dónde acaba nuestro cuerpo es en muchos sentidos un límite arbitrario. Sería un buen tema de reflexión el hecho de que no debería limitarse a donde acaba tu piel, y ésta es mi forma de pensar como científico también. Para mí, la nuestra es solo una forma de pensar sobre la concepción de dónde empieza y dónde acaba tu cuerpo, pero para estas comunidades no se acaba ahí y probablemente es un reflejo más exacto de cómo funciona la salud humana y cómo las cosas se incorporan a tu cuerpo y cómo experimentas tu día a día.

    P: Esto tiene que ver con lo que decías sobre las diferentes epistemologías y pienso en cómo, por ejemplo, los cuerpos no parecen contar en Internet, y sin embargo, mucha gente considera Internet una parte de ellos. Si tratamos de racionalizarlo de una manera más «occidentalizada», esto podría parecernos que tiene sentido mientras que la otra concepción nos parece completamente ajena. Una comprensión más a fondo de diferentes epistemologías es difícil de alcanzar al principio, pero no es tan difícil de entender que las demandas de los pueblos indígenas abarcan mucho más que «dame mi propiedad» y esto sería mucho más fácil simplemente a través del contacto directo y el diálogo dentro de movimientos internacionales. 

    R: Sí, creo que fundamentalmente se trata de una cuestión de autonomía de la tierra, de si estas comunidades podrán conseguir suficiente poder popular para contrarrestar las instituciones gubernamentales y empresas multinacionales sin tener ahora mismo autonomía sobre su propio territorio. Esto se tiene que lograr a través de luchas anticoloniales básicamente y se tiene que impulsar internacionalmente también.

    P: Un buen ejemplo de apoyos pasados sería cómo en 1974, después del golpe de estado de Pinochet, los trabajadores escoceses se negaron a trabajar para los aviones de caza chilenos, en protesta contra la dictadura.

    R: No sabía que esto hubiese pasado, me parece brillante. Es parte de la razón por la que hacemos ciencia feminista anticolonial, ciencia que se centra en la construcción de relaciones, en la construcción de comunidad, en las luchas decoloniales por la autonomía y la dignidad de la tierra. La parte de la construcción del movimiento abarca cosas como conectar estas luchas con el norte global, con instituciones en el norte global, con gente en el norte global, usando el cine, usando grandes plataformas de redes sociales, artículos, columnas de opinión, lo que sea, para amplificar las demandas de este pueblo y construir la solidaridad internacional en torno a sus luchas.

    La ilustración de cabecera es «Ciel de Vaucluse» (1953), de Nicolas de Staël.

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  • Entrevista a Fridays for Future: «Están implicándose en la lucha contra el cambio climático personas de dieciséis años que nunca antes había participado en algo parecido»

    Entrevista a Fridays for Future: «Están implicándose en la lucha contra el cambio climático personas de dieciséis años que nunca antes había participado en algo parecido»

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    Dentro de la serie de entrevistas a colectivos con creciente participación en las movilizaciones ecologistas, y tras hablar con integrantes de XR, entrevistamos a Marta y a Javier, parte del movimiento de Fridays for Future en Madrid. Fridays for Future es un movimiento internacional que nació en Agosto de 2018, siguiendo el modelo de protesta que comenzó la activista Greta Thunberg frente al parlamento sueco, para denunciar la inacción de los gobiernos en materia de cambio climático. En nuestro territorio convocan sentadas desde principios de 2019, delante del Congreso en Madrid y enfrente de instituciones gubernamentales de otras ciudades, en las que intervienen cada vez más jóvenes que quieren reclamar las medidas necesarias para combatir la crisis climática. Llaman específicamente a la movilización de los jóvenes porque van a ser quienes hereden las consecuencias de que se tomen ahora o no las medidas necesarias para evitar los peores efectos del cambio climático. 

    P: Lo primero que os queríamos pedir es si nos podríais explicar la historia de Fridays for Future, primero en un plano internacional y después cómo llega a España. 

    R: FFF a nivel internacional surge a raíz de la activista Greta Thunberg. Ya la conocemos, es una activista que  que comienza a manifestarse en la puerta del parlamento de su país alegando que su casa estaba en llamas relacionando esto con la cantidad de incendios forestales que había habido en su zona ese año. Empezó a través de saltarse clase todos los días para poner en el foco la gravedad de la situación y manifestarse contra el cambio climático. Cuando fue creciendo el movimiento se decidió que faltar a clase todos los días era demasiado complicado y se convirtió en una huelga estudiantil los viernes, de dónde sale el nombre Fridays for Future.

    El país en el que más fuerza inicial tuvo fue en Australia, después de unas declaraciones bastante insultantes del Primer Ministro respecto a los manifestantes que impulsaron a todavía más jóvenes a salir a la calle. El movimiento empezó a desarrollarse, todo esto fue durante la segunda mitad de 2018 y finalmente a Madrid llegó en febrero de 2019. Surgió a raíz de diferentes asambleas casi espontáneas, pero en el Estado Español ya se había organizado antes en ciudades de Cataluña, la primera Girona, y poco a poco fue expandiéndose por poblaciones más pequeñas y en general por todas las grandes ciudades. Esto fue como un mes antes de la primera movilización masiva que se hizo el 15 de marzo de 2019.

    P: ¿Por qué creéis que ha surgido ahora?

    R: Por una parte, ha sido esencial para la fuerza del movimiento la presencia de Greta como figura visible, sin ella el movimiento no hubiese tenido la potencia que ha tenido, pero también entran en juego otros factores. Fundamentalmente, la publicación del último informe del IPCC, que da datos todavía más evidentes que los publicados antes, que ya eran muy claros, de que estamos ante una crisis climática y que han acelerado mucho la movilización y la participación de la gente. Ha servido para convencer de que hay que tomar medidas muy importantes para mitigar y combatir los efectos del cambio climático. En este contexto y en coordinación con otros movimientos sociales, surge Fridays for Future.

    P: ¿Cómo se desarrolla la relación entre FFF España y el resto de grupos internacionales? ¿Os comunicáis directamente con los FFF de otros territorios, existe alguna organización supranacional?

    R: La estructura de Fridays for Future siempre se organiza en base a asambleas locales, desde las que se tiene control y potestad total para que se autogestionen. Los acuerdos de las asambleas de base se trasladan a un nudo de representantes a nivel estatal y desde ahí se adoptan las decisiones que hayan de tomarse a este nivel, siempre respetando los consensos adoptados en Asambleas de base. O sea, las decisiones a nivel estatal no van a contradecir ni modificar lo acordado por las Asambleas de base sino a organizar estas decisiones para la acción estatal. La gestión a nivel internacional también se articula en una coordinadora para la transmisión y difusión de las decisiones de niveles inferiores hacia arriba, pero ésta no participa en a la toma de decisiones vinculantes para el resto de las asambleas. La coordinadora internacional funciona para reunir los consensos de las organizaciones locales y para organizar la acción conjunta. Las decisiones tomadas a este nivel nos sirven de guía y para saber en qué dirección podríamos ir pero no son obligatorias para las asambleas inferiores.

    P: Esto nos parece interesante porque creemos que al final es necesario las estrategias de una organización local tienen siempre que tener en cuenta el contexto cercano en el que trabajan.

    R: Sí, es súper importante que el trabajo de cada organización local se haga teniendo en cuenta las particularidades y las circunstancias específicas de donde se sitúa. Así podemos medir mejor nuestras fuerzas y ver qué acciones pueden funcionar mejor según el país o la ciudad. Es por eso que desde dentro de Fridays For Future se han impulsado diferentes acciones internacionalmente, ya sean huelgas o manifestaciones u otro tipo de acciones, y que cada asamblea puede escoger qué tácticas aplicar. También por esto hemos podido impulsar movilizaciones distintas a las convocadas a nivel internacional. Esto pasó con la huelga estudiantil mundial del 20 de septiembre que aquí no se convocó para aunar fuerzas con el resto del movimiento ecologista. Decidimos no convocar la huelga el primer viernes para concentrar todos nuestros esfuerzos en las acciones convocadas a nivel nacional para el viernes siguiente, el 27, y también participar en una semana de acciones con más organizaciones ecologistas.

    P: ¿Habéis notado muchas diferencias, entonces, entre las organizaciones de Fridays for Future en cada país?

    R: Claro que hay muchísimas diferencias. Por una parte hay países que tienen más fuerza en cuanto a capacidad movilizatoria pero cuya fuerza en cuanto a discurso es mucho menor. Por otra parte, aquí hemos tenido la suerte de que existía ya una estructura asamblearia y un tejido de movimientos sociales muy fuerte sobre los que trabajar y eso internacionalmente nos lo han hecho notar. Se puso de manifiesto que aportamos un montón de herramientas para moderar asambleas o para llegar fácilmente a consensos, y se nos felicitó por ello. También existen por supuesto diferencias en nuestras posturas. En el plano ideológico, hemos encontrado cómo las organizaciones de la zona este son más reticentes al anticapitalismo que en países cercanos, a los que solemos ser más afines.

    P: Algunos de los comentarios que vimos al principio es que aquí, en comparación con otros países, Fridays for Future parece que no ha conseguido incluir a gente desde el colegio, sino a partir del instituto y sobre todo desde la universidad. ¿A qué creéis que se debe esto?

    R: También aquí entran en juego varios factores. El primero es la diferencia del horario en España comparado con otros países Europeos. O sea, aquí no te puedes saltar el instituto si tienes 14 o 15 años a las 12 de la mañana porque es imposible que te dejen, y si lo haces varias veces te van a expulsar. En cambio en otros países esa hora es realmente la hora de comer y los institutos casi han acabado las clases. Además, los horarios en los institutos no son nada flexibles, vas de clase en clase con descansos cortísimos entre medias y no sueles tener tiempo para hacer cosas con tus compañeros fuera de lo relacionado con estudiar. Tampoco te incentivan para nada a que participes en las decisiones que van a afectar al centro. Las asambleas de delegados realmente no suelen funcionar bien y muchas veces no tienes casi comunicación con gente de otros cursos.

    Es verdad que aquí nuestros integrantes vienen sobre todo de la universidad pero es porque hemos visto que los espacios de politización para los jóvenes están sobre todo en las universidades. Ahí es donde entras por primera vez en contacto con un tejido asociativo o con el sistema asambleario, y también donde encuentras muchos más espacios comunes o de reunión y esto potencia que se creen este tipo de movimientos. Lo que sí que estamos viendo es cómo gente cada vez más joven se politiza cada vez más rápido. Se nos están uniendo personas de 16 años, que nunca antes había participado en algo parecido, y que en pocos meses adquieren unos niveles súper altos de implicación y de formación política como activistas. En Fridays se nota un montón cómo influye que compartan espacios personas que acaban a empezar a hacer activismo político con otras más veteranas. Entrar con 16 años en una organización en la que vas a compartir responsabilidades con gente experimentada en otros movimientos sociales, que te puede aportar un montón, es súper enriquecedor. Estamos seguros de que por eso hay mucha gente muy joven en FFF que cuando tenga veintipocos años van a ser súper súper potentes.

    P: Es verdad que tradicionalmente la poca movilización que ha habido en institutos se ha llevado sobre todo desde las AMPAS o ya a nivel del profesorado. Aquí existen Madres x el Clima y Teachers for Future, ¿sabéis si estas organizaciones tienen también vertiente internacional o si existen análogos suyos en otros países?

    R: Creemos que Teachers for Future sí está en contacto con organizaciones similares a nivel internacional pero que sepamos, Madres x el Clima no.

    P: Tras las diferentes acciones que se han llevado a cabo desde septiembre y ya súper asentados, ¿cómo se articula vuestra relación y vuestra participación con otras organizaciones del movimiento ecologista?

    R: Lo que es la gestión de estas relaciones se hace a través de una Comisión de Relaciones Externas dentro de la organización, y tenemos contacto directo con todas. También creemos que desde el movimiento ecologista, la creación de FFF se ha recibido como un BOOM, como una revitalización del movimiento. El resto de las organizaciones ecologistas llevaban mucho tiempo intentando que se consiguiera lo que han conseguido las movilizaciones de los jóvenes, que es que se incluya la crisis climática en el centro del debate político. Esto es algo que se llevaba luchando desde hace tiempo y que parece que por fin se está dando. En parte por eso, nuestra colaboración está siendo muy cercana y muy fluida. Las últimas movilizaciones se han impulsado y organizado codo con codo con muchas otras organizaciones y desde plataformas muy grandes que incluían desde asociaciones ecologistas hasta sindicatos. Esta lucha, que es tan general y que tiene un impacto tan grande, no puede focalizarse sólo en los esfuerzos de los jóvenes. Aunque empezáramos nosotras y aunque fuese sobre todo la juventud la que se movilizó en 15 de marzo también queremos que quede claro que éste no es un problema que nos afecte solamente a la juventud. Al final tenemos que salir toda la sociedad. Esto forma parte de nuestro discurso y de lo que demandamos, y creemos que se consiguió con las acciones del 27 de septiembre y del 7 de octubre que se convocaron no solo desde Fridays sino junto con las plataformas de Alianza por el Clima, Alianza por la Emergencia Climática y 2020 Rebelión por el Clima. Consideramos que está muy bien que salgamos los jóvenes pero que al final tenemos que salir todas.

    P: Desde fuera nos parece que las llamadas a la acción de Fridays se hacen en general desde mensajes esperanzadores y no desde el auto-sacrificio o de alarmas catastrofistas. Aunque el movimiento funcione de manera cohesionada y organizada, obviamente existen diferencias entre cada organización, las hay que tienen visiones de futuro más optimistas o más colapsistas, ¿habéis notado mucho esto a la hora de llevar a cabo acciones conjuntas? 

    R: Obviamente existen diferencias en nuestros mensajes y estrategias de comunicación, y también a otros niveles. No todas las organizaciones tenemos las mismas demandas ni objetivos, por una parte XR demanda la descarbonización completa y emisiones cero netas para 2025, mientras que FFF las exige para 2035. A nivel organizativo, también encontramos diferencias porque nosotras somos tejido asambleario puro y duro mientras que ellos se organizan desde la oligocracia. Lo que pasa es que dentro del movimiento ecologista entendemos que nuestros objetivos finales son comunes y que colaborar siempre será positivo para juntar nuestras fuerzas. Puede haber muchas cosas en las que no estemos de acuerdo pero el consenso se encuentra a través de acuerdos de mínimos y lo importante es que las movilizaciones sean un éxito, y lo están siendo.

    P: Cada vez sois más conocidos, ¿habéis sentido que la atención que estáis recibiendo tiene parte condescendiente o infantilizadora? Nos referimos tanto a los medios como a gente de otras organizaciones o a integrantes de partidos políticos, con los que puede pasar que te den la razón públicamente, que te digan que sí a todo, mientras realmente trabajan en otras posturas.

    R: Creemos que este no ha sido el caso, y que justamente en Fridays hemos sido muy valientes tomando decisiones para que esto no pasase. Cuando la gran mayoría de las organizaciones ecologistas se reunieron con cargos del gobierno en una de las rondas de diálogo con representantes de movimientos sociales, Fridays decidió decir que no. No queríamos entrar a valorar si reunirse con el gobierno era una buena o mala idea pero sobre todo no queríamos que se instrumentalizase con posibles fines electoralistas una lucha tan grande, mucho más grande que personas y gobiernos, y que trasciende el posible gobierno de coalición que se discutía entonces.

    Al mismo tiempo, desde los medios de comunicación, nos suelen llegar peticiones muy específicas para que nos represente una chica joven, concienciada y comprometida que pueda emular la figura de Greta. Nos hemos encontrado con peticiones de aparición en medios que eran casi como una lista de la compra. Pedían: una chica, de dieciséis años, que pueda hablar de ciertos temas, etc. Buscan recrear el fenómeno mediático que se ha creado alrededor de Greta, pero aquí no hemos querido que nuestro movimiento tenga únicamente una cara visible. Queremos que sea plural, y para eso contamos con una Asamblea de portavoces que se organizan para rotar en las apariciones de prensa todo lo posible. Si alguna acaba de aparecer en un medio grande, la próxima vez irá otra, y así. Además, en parte creemos que nos ha podido beneficiar que, al contrario de lo que pudiesen esperar los medios de comunicación, nuestras integrantes más jóvenes, como hemos dicho antes, están adquiriendo una formación política enorme, que sobrepasa la media y que sobrepasa los niveles de madurez que se adquieren normalmente en unos pocos meses. Obviamente no se debería responsabilizar a niños de llevar estos discursos y de ponerlos en el foco del debate, pero nos están poniendo en una situación en la que es necesario que empecemos todas a movilizarnos por nuestro futuro porque si no, vemos que nadie lo hace. Entonces a lo mejor buscan a una niña inocente de 16 años que esperas que hable de la importancia de reciclar y termina explicando lo que significa una transición ecosocialista. Esto nos viene bien porque nos sirve para demostrar que aunque nos quieran tratar como a críos, no nos vamos a dejar porque ya no lo somos, porque nos han hecho crecer a base de leches.

    P: En cuanto a vuestra estrategia para elegir hacia quiénes dirigís estas demandas y a quién interpeláis en vuestras acciones, tanto a nivel nacional como internacional éstas suelen dirigirse hacia el gobierno y no tanto hacia empresas. Entendemos que esto es una decisión consciente ya que por ejemplo protestáis delante del Congreso, ¿por qué os concentráis ahí y en lugar de delante de determinadas empresas, ya sean Repsol, Cepsa, etc.?  Cuáles creéis que son los puntos fuertes de esta estrategia? 

    R: Obviamente creemos que es muy importante apelar a los gobiernos, porque al fin y al cabo son los que deberían estar tomando cartas en el asunto y promoviendo legislación y medidas para combatir el cambio climático. A través de apelar a los gobiernos y de forzarles a adoptar ciertas posiciones también conseguimos llamar la atención de la mayoría de la población, nuestras acciones pretenden llevar el mensaje de que estamos ante una emergencia climática, que esta no es una situación normal.

    De todas maneras estamos de acuerdo con que se lleven a cabo acciones en contra o para presionar a las empresas porque entendemos que los responsables de esta crisis son por una parte los gobiernos por su inacción política, pero por otra las empresas y los bancos por poner al capital frente a la vida, una y otra vez. De momento nos hemos centrado en acciones en instituciones políticas porque de alguna forma así es cómo nació nuestro movimiento, pero tenemos previsiones de llevarlas también ante empresas y avanzar también en nuestras estrategias y discurso. Además, también tenemos que diseñar nuestras estrategias para conseguir los objetivos que pretendemos y adaptarlas a lo que funciona aquí. Si creemos de verdad que por hacer sentadas delante de las oficinas de ciertas empresas, éstas van a cambiar realmente sus políticas de emisiones o residuos, ya ni hablemos de sus planes de negocio, vamos a tener que esperar sentados indefinidamente. No lo van a hacer porque lo que buscan es ganar dinero. Los que pueden llegar a cambiar cómo se hace ese dinero y dónde están los límites son los gobiernos, que en teoría nos representan a la sociedad. Ahí creemos que reside la fuerza de manifestarte delante del Parlamento de tu país, para presionar para que ahí dentro se legisle con mucha más fuerza para impedir que estas empresas no hagan lo que hacen.

    P: Dentro de estas formas de ejercer presión están, como nos habéis dicho antes, las sentadas delante del Congreso, y aunque en otros países han sido otras, ¿creéis que estas estrategias se adaptan bien a lo que queréis conseguir aquí?

    R: Las sentadas han sido una buena forma de lanzarnos y sobre todo de establecer un elemento de reivindicación que se identifique con Fridays pero obviamente pensamos que tenemos que evolucionar desde ahí. Planear las sentadas cada semana, sacar las convocatorias y los carteles, pedir los permisos, estar allí varias horas y trabajar en que participen cada semana más personas para que salgan bien conlleva mucho esfuerzo, que por supuesto desgasta a quiénes las organizamos. Por eso estamos sobre todo en FFF Madrid vamos a centrarnos en seguir sacando convocatorias todos los viernes, pero estas ya no van a ser siempre sentadas sino que queremos hacer también formaciones, a lo mejor asambleas temáticas, u otro tipo de acciones para seguir ejerciendo presión e impulsar nuestras demandas. Esto nos va a ayudar a tener otra perspectiva, ampliar miras y a seguir avanzando.

    P: Apelar al gobierno es uno de vuestras estrategias principales y tras todas las repeticiones de elecciones que ha habido últimamente, ¿cómo os planteáis vuestras estrategias según los posibles cambios en las instituciones a largo plazo? 

    R: Bueno, obviamente dependiendo de los partidos que lleguen al gobierno entenderemos que se pueden consolidar en algunas medidas o retroceder en ciertas políticas, pero al fin y al cabo nuestras demandas son claras y son las mismas para todos los partidos. Nosotras pedimos una serie de cosas y entendemos que según el partido, puede que sean más fáciles de seguir o menos, dependiendo de sus programas electorales o sus intereses. Al mismo tiempo, tampoco consideramos que el PSOE sea nuestro aliado ni en éste ni en ninguno de los escenarios conocidos. Han gobernado antes y no han hecho lo necesario. Ahora mismo, las políticas en materia medioambiental de todos los partidos en el Estado español son insuficientes y aún las cosas que se firman y acuerdan a nivel estatal muchas veces no se cumplen. De todas maneras, esto no pasa solo con las demandas ecologistas sino que parece que desde el gobierno a veces a muchos sectores de movimientos sociales se les dice que sí como a los tontos para luego no aplican las medidas que prometen, y ahí también tenemos que presionar.

    P: ¿Cuáles son vuestros objetivos a corto-largo plazo? En redes hemos visto que estáis impulsando la ECI, la Iniciativa Ciudadana Europea, ¿podéis contarnos un poco de en qué consiste?

    R: Nuestras próximas movilizaciones se estructuran sobre todo al rededor de la COP25 y nos queremos también centrar en la planificación para próximas acciones internacionales en 2020. Después de temporadas de movilizaciones muy grandes muy seguidas, tenemos que reorganizar nuestras fuerzas y ver cómo podemos seguir sumando a más gente. A largo plazo, cómo habéis dicho, y sobre todo a nivel internacional, estamos impulsando la Iniciativa Ciudadana Europea, una propuesta que aúna muchas de nuestras demandas de avances en política verde a nivel europeo, como la reducción del 80% de las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030 y la descarbonización total en 2035. Esta es una petición que tiene que recoger un millón de firmas antes de 2021 y así poder ser presentada y debatida en el Parlamento Europeo. Estamos haciendo campaña en todos los países en los que tenemos presencia así que animo a quienes lean esto a buscarla y firmarla ya que pensamos que llevarla al Parlamento puede ayudarnos a empezar a hacer avances necesarios para que se afronte también la crisis desde este nivel institucional.

    P: No sabemos hasta qué punto es un debate real, porque no han sido comentarios para nada oficiales y todas siguen siendo propuestas, pero hemos visto una supuesta oposición entre el Green New Deal y otras propuestas, como la ECI. ¿Tenéis alguna posición al respecto? 

    R: Desde Fridays impulsamos justamente la ECI porque la estamos apoyando a nivel internacional y también porque hemos participado desde que se ha ido formando y desde que se decidió presentar al Parlamento Europeo. Por supuesto, la apoyamos porque incluye muchas de las demandas que tenemos como organización pero también porque creemos que dentro de los actores internacionales grandes, la Unión Europea es uno de los más accesibles para ejercer nuestra influencia y que se cumpla lo que pedimos. El Green New Deal de momento es un proyecto para Estados Unidos y sobre el que, aunque sabemos que ha habido críticas, no tenemos una posición como organización. Nosotras creemos que los planes de transición que se vayan a adoptar deben cumplir como mínimo nuestras demandas, o ser más ambiciosos, y por eso apoyamos la ECI, pero no como un plan que se oponga a otro, sino que se trata de la propuesta que consideramos mejor ahora mismo.

    P: Bueno, para terminar, y esta es una pregunta que también le hicimos a Extinction Rebellion en su entrevista, ¿cuáles creéis que han sido vuestras victorias más importantes hasta ahora?

    R: Cuando vemos las fotos iniciales de Greta, sola delante del ayuntamiento de su ciudad, y las comparamos con imágenes de las movilizaciones del 27 de septiembre, ya sean de Madrid o de Nueva York, donde por todas partes podías ver a mareas de gente, consideramos que esa es una victoria. El 15 de marzo fuimos 30.000 personas aquí en Madrid, y unos meses más tarde fuimos 150.000, creemos que seguir sumando a tanta gente es súper necesario para ir ganando en la lucha.

    La ilustración de cabecera es «The classroom» (2016), de Catherine Lapointe Vollmer.

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