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  • El placer de matar: radiografía de la caza en España

    El placer de matar: radiografía de la caza en España

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    Por Daniel Cabezas.

    [Este artículo es parte de los contenidos del libro La conquista del espacio, que podéis descargar aquí o leer por partes aquí].

    Resulta complejo abordar un tema como la caza sin que muchos piensen, de entrada, que se trata de algo lejano. Lejano en el espacio, pero también en el tiempo. Una actividad propia de un mundo rural cada vez más vacío y que en pleno siglo xxi parece quedar, casi, como una rémora de un pasado al que ya no hay vuelta atrás.

    Sería un error de bulto: la caza sigue estando muy presente en nuestra sociedad. De hecho, España es el segundo país europeo en número de licencias de caza, con 743.600, solo superado por Francia. Dentro de nuestras fronteras circulan casi tres millones de armas legales, lo que equivale a una por cada dieciséis habitantes. Un 75% de ellas son escopetas. Y aunque se ha producido un importante descenso en el número de licencias desde que en 2005 se sobrepasara el millón, el impacto del fenómeno en su conjunto sigue siendo inmenso y abarca cuestiones y problemáticas diversas. Desde los derechos de los animales a la sostenibilidad medioambiental. De los retos y necesidades del mundo rural a las redes clientelares. De la economía a la salud, pasando por la ética y, claro está, también por la política.

    Coto privado

    Empecemos por lo obvio: la caza es una amenaza. Lo es principalmente para los miles de animales que cada año mueren abatidos, en torno a unos treinta millones en todo el estado español. Pero lo es, también, para las propias personas: según la Guardia Civil, en los últimos catorce años se han producido al menos 794 víctimas de accidentes de caza, con 63 muertos y 483 heridos, sin contar con los datos de Catalunya y Euskadi. Castilla-La Mancha se lleva la peor parte: tres de las cinco provincias con más víctimas registradas pertenecen a esa comunidad autónoma, que en el citado periodo sumó 238 víctimas de la caza, de las cuales diecisiete perdieron la vida.

    «Es incomprensible que se vean limitados los derechos de las personas no cazadoras», denuncia Silvia Barquero, fundadora del Partido Animalista (PACMA) y hoy parte de la organización Igualdad Animal. «Somos muchas las personas que disfrutamos de la naturaleza sin ejercer la violencia de la caza, poniendo en riesgo nuestra integridad por parte de una minoría que sale armada al monte dispuesta a matar».

    Barquero señala un dato a tener en cuenta: «Según la Encuesta de Hábitos Deportivos en España, publicada en 2020 por el Ministerio de Cultura y Deporte, tan sólo el 1,4% de la población practica este mal llamado deporte», recuerda. Una minoría muy pequeña que, sin embargo, ostenta un poder inmenso, y que va mucho más allá de portar una escopeta al hombro.

    Los reyes del monte

    La práctica totalidad de España, un 87% de la superficie, forma parte de algún coto de caza. De las 50.510.210 hectáreas que conforman el territorio nacional, 43.945.027 están dedicadas a esta actividad, en un porcentaje que ha aumentado un 12% en la última década. Reservas de caza, cotos regionales, cotos sociales, zonas de caza controlada, cotos municipales, cotos privados de caza, cotos deportivos, cotos intensivos, refugios de caza y terrenos vedados. Distintas denominaciones para referirse a un mismo fenómeno: en cualquiera de ellos, mandan las armas.

    Muchos de los núcleos urbanos afectados directamente por la caza en sus distintas variantes son municipios pequeños. De hecho, gran cantidad de los casi cinco mil pueblos de menos de mil habitantes con los que cuenta España han sido, tradicionalmente, coto y cortijo privado para cazadores. Allí, y en connivencia con las autoridades locales, encontraron un entorno perfecto para el desarrollo de la actividad, fomentando de paso un negocio que, a menudo, supone la única fuente de ingresos para muchos municipios, víctimas del abandono por parte de las administraciones.

    La baja densidad poblacional tan característica de muchas zonas de España se traduce, inevitablemente, en un control que brilla por su ausencia. Algunas normas se incumplen de forma sistemática. Está prohibido abandonar cadáveres en el monte, dar muerte a un número mayor de animales de los que fija la veda o abrir fuego junto a ríos o caminos, así como a una distancia inferior a 250 metros de los núcleos urbanos. Y, sin embargo, se hace constantemente. A menudo, porque ni siquiera hay nadie cerca para hacer cumplir la ley. Una realidad que se traduce en amenazas, veladas o explícitas, a quienes reúnen el valor de enfrentarse a los cazadores o entorpecer su pasatiempo favorito, ya sean senderistas, ciclistas, buscadores de setas o vecinos que reivindican su derecho a pasear sin arriesgarse a recibir una bala.

    ¿Qué podría justificar tal amenaza? A menudo, uno de los argumentos centrales para defender la caza pasa por entenderla como algo estrechamente ligado a los habitantes de las zonas rurales. La realidad es que buena parte del territorio está en unas pocas manos: quinientas familias controlan una porción de terreno equivalente a Navarra, País Vasco y La Rioja juntas, gracias a los 1.669 grandes cotos de caza de su propiedad. Es posible que muchos no conozcan algunos de sus nombres, pero a buen seguro habrán pisado sus tierras: la familia de Juan Abelló, empresario que hizo fortuna en industrias tan dispares como la farmacéutica, la financiera o la artística, posee 41.276 hectáreas dedicadas a la caza. Le siguen en la lista de superpropietarios el ganadero Samuel Flores, con 34.099 ha, la familia March Delgado (30.285 ha.) y la familia de terratenientes Mora Figueroa Domecq (28.242 ha).

    Y es que la caza es, ante todo, un negocio de primer orden. La actividad cinegética mueve cada año en España en torno a 6.500 millones de euros, y se calcula que genera unos 200.000 empleos, según el estudio «Impacto económico y social de la caza en España», elaborado por Deloitte y Fundación Artemisan y presentado en 2018. Se invierte en armas, licencias y permisos, pero también en viajes, hoteles, restaurantes, ropa, accesorios o seguros. Un suculento y lucrativo pastel del que todo el mundo quiere un pedazo.

    La mirada ecologista

    Enfrente, además de los colectivos animalistas o muchos habitantes de las zonas rurales, están los ecologistas. Cada año se disparan trescientos millones de cartuchos, que dejan en el campo cinco mil toneladas de plomo, metal altamente contaminante. Según las estimaciones de la Agencia Europea de Químicos, entre 21.000 y 27.000 toneladas se dispersan en el medio ambiente de la Unión Europea. Una realidad que llevó a la Comisión Europea a instar a España a reducir drásticamente el uso de este material y prohibirlo en los humedales.

    La reacción del lobby de la caza fue furibunda. En una carta remitida a los ministerios de Agricultura, Transición Ecológica, Trabajo e Industria, la Real Federación Española de Caza (RFEC) alertó de las consecuencias «catastróficas» que tendría erradicar el plomo. En el escrito, la RFEC advertía de que «si se prohíbe la munición de plomo, el 25% de los cazadores dejarán de cazar y las perdidas serán de unos 5.700 millones de euros». En palabras de Manuel Gallardo, presidente de la RFEC, «el Gobierno de España debe decidir si quiere seguir contentando a colectivos ecologistas que nada han hecho por el ecologismo y la naturaleza o si de verdad quiere que prospere el mundo rural». Un alegato que, en resumen, volvía a poner en valor la importancia de la actividad cinegética en el control de especies, la fijación de población en la España rural y el aporte económico de la actividad.

    Theo Oberhuber es una de las personas que más se ha batido el cobre en la lucha contra la caza. Cofundador de Ecologistas en Acción, el suyo es un rostro conocido en España. Tanto, que en más de una ocasión ha tenido que salir huyendo de algún bar de pueblo tras ser reconocido por cazadores. Ha sido insultado, amenazado e incluso declarado persona non grata en determinadas poblaciones de la geografía española. Conoce al dedillo cada uno de los argumentos de los cazadores, y los rebate con serenidad, contundencia y conocimiento de causa.

    «Que la caza sirve para controlar las poblaciones es simplemente mentira», explica Theo. «La muestra es que, a pesar de que llevan siglos cazando, no consiguen controlar las poblaciones de conejos, corzos o jabalíes. Tampoco son capaces de controlar los predadores. Por eso deberíamos referirnos a la caza como una actividad de tiempo libre, pero nunca de algo que posee la más mínima utilidad real».

    Pero esa no es la única mentira de la caza: «La caza tampoco sirve para fijar población», apunta Theo. «No es cierto que ayude a repoblar la España vaciada, pues la mayoría de los cazadores vienen de las grandes capitales: el porcentaje de población local que se beneficia de la actividad es ínfimo, y hay numerosos estudios que así lo atestiguan», recuerda. «Por algún motivo, los cazadores siguen contando las mismas mentiras una y otra vez. Quizá, porque muchos las creen».

    Entre esos muchos, las propias autoridades. «La caza siempre se las ha arreglado para tener cerca al poder. Hoy en día sigue siendo una actividad muy ligada al poder político, pero también al económico. Las personas con recursos y las grandes empresas están de parte de los cazadores. Por eso VOX y el PP, así como algunos sectores del PSOE, la han convertido en una de sus banderas. Esta actitud de buena parte de la clase política se ha traducido en una política clientelar de gestión autonómica y local que se lleva a cabo pensando en las necesidades de los cazadores, pero no en las de las personas», denuncia Theo.

    De Ortega a la caza industrial

    En libros como «La caza y los toros», y especialmente en el prólogo de «Veinte años de caza mayor», del Conde de Yebes, el filósofo madrileño José Ortega y Gasset defendió la caza con pasión. Hablaba de una unión casi mística entre cazador y presa, elogiaba los valores propios de la actividad cinegética y ensalzaba su importancia en la conservación del equilibrio natural. Hoy, aquellos escritos siguen siendo una referencia entre los cazadores, y se citan con frecuencia para defender sus virtudes.

    «Es cierto que, hasta los años sesenta y setenta, la caza podía tener cierta utilidad en materia de conservación: en muchos aspectos, era mejor que hubiera un coto de caza a una urbanización que arrasaba con todo», apunta Theo Oberhuber. «Pero con el tiempo, la caza se fue intensificando y haciendo más y más más agresiva. Desde hace décadas, ya no tiene nada que ver con la actividad que describía Ortega y Gasset en aquellos textos. Ahora es una caza intensiva, industrial y, sobre todo, deportiva, aunque no hay duda de que no es ningún deporte».

    Hablemos de conservación. «La caza tiene un impacto inmenso en muchas poblaciones de animales», explica Oberhuber. «Las primeras afectadas son las propias especies cinegéticas: para ellas ha sido un factor esencial de extinción. Aunque hoy existen límites, antiguamente se cazaba todo lo que se movía: especies que hoy están en peligro de extinción, como el lince, fueron objetivo de los cazadores», recuerda Theo Oberhuber. «Más allá de las especies cinegéticas, la caza ha sido una de las principales causas de extinción de toda clase de animales, especialmente aves y mamíferos. Y pese a ser una actividad fuertemente regulada, no hay un conocimiento real de cuánto se está cazando en nuestro país, lo que es un síntoma inequívoco del descontrol absoluto que existe».

    Un supermercado en el monte

    A todo ello hay que añadir una problemática que muchos desconocen, pero que es de dominio público en cualquier entorno que haya tenido una relación, por pequeña que sea, con el día a día de los aficionados a la caza: la cría de animales en cautividad para su posterior suelta en los cotos. Una práctica que afecta a la mayor parte de las especies cinegéticas, pero que alcanza sus cotas más elevadas en la caza menor. «En España se están criando en torno a unos tres millones de perdices en cautividad», denuncia Theo Oberhuber. «Son lo que los cazadores llaman “perdices de plástico”, pues lógicamente se comportan de manera mucho más mansa. Se crían, se sueltan y se disparan de manera inmediata». Más allá de la crueldad de la práctica, su generalización comporta, según denuncian ecologistas como Theo Oberhuber, «la pérdida de la pureza genética de la perdiz, entre cuyas diferentes especies hay unos inmensos niveles de hibridación».

    Esta misma cuestión se traslada, también, a la caza mayor: los llamados vallados cinegéticos abundan en cada rincón de la geografía española. «Los cazadores convierten cotos en zonas valladas de las que los animales no pueden escapar», explica Theo. «Esto se traduce en la existencia de zonas de caza mayor con una densidad enorme de especies cinegéticas, lo que a su vez provoca una falta de vegetación, pues esta sobrepoblación causa un gran impacto en el ecosistema».

    Todas estas prácticas constituyen, en opinión de Theo Oberhuber, ejemplos de una intensificación que hacen que la caza haya perdido los elementos presuntamente románticos o de índole conservacionista que quizá pudo tener en su día. Hoy, Ortega y Gasset difícilmente encontraría algo de la mística que elogió antaño. «Actualmente, ir a cazar es casi como ir al supermercado: lo que quieres, lo tienes», explica Theo. «Esa disponibilidad lleva inevitablemente a convertir la caza en un gran negocio. Porque cuando puedes garantizar al cazador lo que va a cazar, se cobra en consecuencia». Un dinero del que apenas un porcentaje muy reducido se queda en la comunidad local. «La gran mayoría de los beneficios va a parar a los grandes terratenientes, que ni siquiera viven en las zonas rurales, sino en las grandes ciudades». De nuevo, la caja es para los Abelló, los Flores, los March Delgado y los Mora Figueroa.

    En la mente del cazador

    Hay otra pregunta que todo aquel que entienda la caza como un acto de cobardía se ha hecho alguna vez: ¿Qué pasa por la cabeza de quien encuentra placer en abatir a un animal? Ruth Montiel, artista y activista por los derechos de los animales, quiso darle respuesta. Para ello se integró en distintos grupos de cazadores, con los que compartió su día a día, sus cacerías, sus desvelos y sus motivaciones. Un proyecto que plasmó en el fotolibro «Bestiae», tan descarnado y crudo como poético y necesario.

    «Existen distintos perfiles de cazadores», comenta Ruth. «De hecho, en algunos casos resultan abiertamente contradictorios entre sí, e incluso consigo mismos. Un cazador en Cazorla me reconoció que a él no le gustaba matar animales, sino salir al campo. Me llegó a decir que sería maravilloso que los animales no tuvieran que morir. Poco después me comentó que, en realidad, a él lo que le gusta era matar a cuchillo, una modalidad en la que el perro hiere e inmoviliza al animal y el cazador lo remata a cuchilladas. Para él, este acto era una lucha mucho más real y equilibrada entre el hombre y la bestia».

    Tal y como ha comprobado Ruth, es frecuente que algunos cazadores no peguen un solo tiro a lo largo del día. «Muchos dicen que lo que quieren es pasar el día en el monte y en compañía de otros hombres con los que charlar, comer y beber», explica. «Algunos defienden el derecho a continuar una tradición que heredaron de sus padres o sus abuelos, pero sin mostrarse especialmente entusiastas». Incluso llegó a conocer a un cazador vegetariano. «Me contó que una vez disparó a un corzo: cuando fue a su encuentro quedó tan impactado que decidió dejar de comer carne. Eso sí: sigue acompañando a sus amigos cuando van de caza, pero les miente diciendo que ha dejado de comer carne por problemas de corazón».

    Con todo, son casos que no pasan de lo anecdótico: la mayoría de los cazadores aprieta el gatillo sin remordimiento alguno, cuando no con la convicción de estar jugando un papel esencial para el equilibrio natural. «Están absolutamente convencidos de que su labor es fundamental, ya sea para controlar que los zorros no se coman a las gallinas o para que los jabalíes no se acerquen a las zonas urbanas», apunta Ruth. «A menudo, como en el caso de los zorros, los consideran alimañas a exterminar. Como mucho, me he encontrado a quien parece preocuparse un poco de sus perros, dado que para ellos son una herramienta fundamental».

    Animales amigos

    He aquí otro gran quid de la cuestión, y también las otras víctimas de la caza: los perros. Pese a no existir informes oficiales que cuantifiquen cuántos de ellos son abandonados cada año por los cazadores, PACMA publicó en marzo de 2021 un ambicioso informe en colaboración con noventa y ocho protectoras del estado español. Lo hizo en un mes especialmente señalado, pues coincide con el final de la temporada, en febrero, de una modalidad de caza muy concreta y puramente española como pocas: la caza con galgo.

    Los datos de PACMA distan mucho de los que ofrece Seprona, según la cual en 2019 apenas se abandonaron ocho galgos en España. Las noventa y ocho protectoras que cedieron sus datos a PACMA recogieron a 5.588 perros de esta raza durante ese el citado año. Una cifra a la que hay que sumar otros tres mil perros empleados como herramientas para cazar.

    Los datos que parecen coincidir con los que arrojan otros estudios como el de la Fundación Affiny, que en 2020 cifró en 162.000 perros los perros recogidos por las protectoras, de los cuales casi la mitad, el 40%, son de caza. Un número que, lógicamente, no contabiliza a los que acaban despeñados por un barranco tras una montería, ensartados por los cuernos de un jabalí, perdidos en el monte o abandonados y enfermos en minúsculos habitáculos donde pelean con el resto de miembros de la rehala por, en el mejor de los casos, un trozo de pan duro.

    Alto el fuego

    Tratar de imaginar un futuro sin cazadores resulta complejo, cuando no inverosímil, en la España actual. Al menos, mientras no haya en la sociedad civil una oposición mayoritaria que, según sus partidarios, no existe. Para demostrarlo esgrimen estudios como el llevado a cabo por GAD3 durante los pasados meses de abril y mayo, del que se hicieron eco todos los grandes medios de comunicación. Bajo el nombre de  «Opiniones y actitudes de la sociedad española ante la caza», se llevaron a cabo tres mil entrevistas telefónicas sondeando a la población sobre su opinión al respecto. Las conclusiones inundaron los titulares: más de la mitad de los españoles (el 54%) consideran que la caza es una actividad necesaria. Y el 71% considera que la caza es «una buena herramienta para el control poblacional animal».

    La mayoría de las noticias pasaba por alto, eso sí, dos factores clave para entender el estudio: en primer lugar, las zonas escogidas para realizar las entrevistas telefónicas (Castilla-La Mancha, Andalucía y Madrid), que coinciden con las que cuentan con una mayor presencia de cazadores. Y en segunda instancia, y aún más importante, el organismo responsable de encargar el estudio: la Fundación Artemisan, formada por Federaciones de Cazadores, propietarios de cotos privados, empresas relacionadas con la actividad cinegética y aficionados particulares.

    Más allá de estudios parciales con conclusiones extraídas a golpe de talonario, a poco que se analizan de manera pormenorizada los datos en su conjunto y se atiende a los argumentos de todas las partes, parece obvio que la caza obedece más a cuestiones  emocionales o puramente monetarias que a la lógica más elemental. Es, de hecho, el dinero y la propia naturaleza de la caza como motor económico de primer orden lo que garantiza su supervivencia a medio y largo plazo.

    Pese a todo, se avecinan tiempos difíciles para los cazadores. Con una sociedad cada vez más concienciada en materia de derechos de los animales, dispararlos por placer o deporte resulta cada vez más indefendible. Aunque con una lentitud exasperante y a menudo de manera insuficiente, pero también sin posibilidad de vuelta atrás, las leyes avanzan en materia de protección animal y medioambiental. La ciudadanía reclama su derecho a disfrutar del espacio natural y alza su voz en un número cada vez mayor de protestas como la que, cada año y coincidiendo con el citado mes de febrero, llena las principales ciudades de España para secundar la convocatoria de plataformas como No a la Caza (NAC).

    En ese sentido es de esperar que, muy pronto, sean también los cazadores los que salgan a las calles para defender los privilegios de los que han gozado hasta ahora. Pero aunque lo hagan, sus proclamas quedarán inevitablemente condenadas a ser poco más que una rémora para el avance del resto de la sociedad. El símbolo de un pasado oscuro en el que nuestros montes y campos estaban poblados de hombres armados en busca de su próxima víctima.

    La ilustración es obra de Marta Endrino.

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  • Hacia un Nuevo Acuerdo Territorial para la España rural y campesina

    Hacia un Nuevo Acuerdo Territorial para la España rural y campesina

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    Por Jónatham F. Moriche. 

    [Este artículo es parte de los contenidos del libro La conquista del espacio, que podéis descargar aquí o leer por partes aquí].

    Madrid, 31 de marzo de 2019: convocadas por un centenar de plataformas cívicas lideradas por las veteranas Teruel Existe y Soria Ya, y tras reiteradas actividades reivindicativas en sus territorios de origen, entre 50.000 y 100.000 personas protestan en la capital bajo el lema «Revuelta de la España vaciada» contra el proceso de despoblación que sufre la mitad de las provincias del país, provocado por un modelo de muy desigual desarrollo territorial que se traduce en graves carencias en los servicios públicos y ausencia de inversiones productivas. La marcha, a la que se suman ministros del Gobierno y líderes de casi todos los partidos del arco opositor, coloca la cuestión de la España despoblada en el centro del debate político y dispara la actividad y el interés por los colectivos que la defienden. Unos meses después, Teruel Existe concurre a las urnas como agrupación de electores y envía a las Cortes a dos senadores y un diputado, cuyo voto resultará crucial en la ajustadísima investidura del Gobierno de coalición del PSOE y Unidas Podemos.

    Madrid, 5 de junio de 2016: entre 80.000 y 150.000 personas se manifiestan contra la inclusión, a instancias de un recurso presentado por Ecologistas en Acción ante el Tribunal Supremo, de varias especies de peces y moluscos fluviales, entre ellas algunas muy apreciadas por los aficionados a la pesca, en el catálogo de especies invasoras. Con las asociaciones de pescadores recreativos se solidarizan las de cazadores y el sector de las piscifactorías. Es el arranque de una revitalización del tejido asociativo del ramo, al que se suman otros sectores, desde la tauromaquia a los circos con animales y parte del asociacionismo agrario, y que se volverá a movilizar masivamente el 30 de septiembre de 2017 en Córdoba y el 3 de marzo de 2019 en Madrid, en ambos casos bajo el lema «En defensa del medio rural y sus tradiciones». Desde 2017, esta red informal cristaliza en la llamada Alianza Rural, entre cuyos socios fundadores están la organización profesional agraria ASAJA, la Real Federación Española de Caza, la asociación de propietarios de terrenos de caza APROCA, la Unión de Criadores de Toros de Lidia o la asociación de mujeres y familias rurales AMFAR.

    Cartagena, 30 de octubre de 2019: entre 40.000 y 60.000 personas se manifiestan bajo el lema «Por un Mar Menor con futuro», convocados por la plataforma SOS Mar Menor, asociaciones ecologistas, vecinales, sindicatos y partidos políticos, contra la galopante destrucción de la albufera murciana, la mayor del país y una de las mayores del continente, solo unos días después de que un brusco descenso en la oxigenación de sus aguas provocase la muerte a millones de peces. Tras otra mortandad similar el pasado agosto, SOS Mar Menor vuelve a convocar a las calles el 7 de octubre de 2021, con entre 50.000 y 70.000 participantes. Progresivamente degradada desde las primeras grandes inversiones turísticas de la década de 1970, la albufera ha sufrido después el impacto de la modernización del regadío intensivo, que vierte directa o indirectamente a ella cantidades ingentes de nitratos y otros residuos, acusadamente agravado por el de las macrogranjas de la ganadería industrial, cuya instalación viene siendo en los últimos años objeto de protestas por todo el país.

    Don Benito, 29 de enero de 2020: unas 10.000 personas se manifiestan a las puertas de la institución ferial FEVAL de la capital de las fértiles Vegas Altas pacenses, convocadas por las organizaciones profesionales agrarias y ganaderas, en una protesta que concluye con una severa represión policial –la primera de cierta magnitud tras la investidura del Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos– que deja decenas de heridos entre los manifestantes, pero lleva a todas las portadas sus demandas de alivio de los costes de producción y precios justos para el producto agrario y detona una oleada de protestas que, bajo el lema «Agricultores al límite», moviliza a cientos de miles de personas por todo el país durante las siguientes semanas, hasta ser abruptamente detenida, a las puertas de su marcha central en Madrid, por la emergencia de la pandemia del coronavirus. Estas movilizaciones se solapan con un enfrentamiento durísimo entre ASAJA y el Gobierno, del que otras organizaciones profesionales agrarias participan o se distancian según la ocasión, por la aplicación de las subidas del salario mínimo al trabajo jornalero y la intensificación de las inspecciones laborales en las explotaciones agrarias.

    Santiago de Compostela, 5 de junio de 2021: ya superada la fase crítica de la pandemia pero todavía bajo los efectos de su última gran oleada, más de un centenar de asociaciones ecologistas, vecinales, sindicatos y partidos convocan a varios miles de personas bajo el lema «Renovables sí, pero no así» frente a la proliferación de campos eólicos en Galicia, que se extiende al resto de la cornisa cantábrica y en menor medida a otros lugares del país, como Andalucía o Castilla y León, donde la preocupación se desplaza hacia la proliferación de campos solares, en ambos casos con creciente afectación del patrimonio natural y los usos económicos tradicionales del territorio. Con la creación de la plataforma ALIENTE y la manifestación del 16 de octubre en Madrid, de nuevo con miles de participantes, este tejido heterogéneo de iniciativas frente a los macroproyectos de energías renovables comienza a coordinarse a escala estatal. No es la única faceta de la transición energética en curso sometida a fuerte contestación, como demuestran las importantes movilizaciones de la plataforma Salvemos la Montaña de Cáceres contra el proyecto de minería de litio a cielo abierto a las afueras de la ciudad.

    Ya atendamos a sus plataformas reivindicativas, a sus repertorios de acción, a su composición social o a su ámbito geográfico, cada una de las protestas citadas y los procesos de organización social que les subyacen mantiene entre sí zonas más o menos extensas de intersección con las demás, pero también marcadas especificidades y oposiciones irreductibles. Observadas en conjunto, nos permiten balizar todo un vasto y complejo campo de sujetos y relaciones sociales, hoy en agitada recomposición, en torno a la ecuación que componen población, producción, cultura y territorio en la España rural y campesina, definición ya en sí misma cargada de problematicidad, en tanto, como veremos, ruralidad y economía campesina son realidades que se superponen en un amplio segmento de la vida social a la vez que en otros –el mundo rural no campesino y el campesinado urbanizado– caminan por separado. Ningún rasgo concreto que queramos destacar de sus participantes, como su posición de clase, su orientación política, su distribución territorial u otros, nos permitiría ordenar los sujetos que habitan este campo y los procesos que estos desencadenan en un mapa estático de complicidades y oposiciones sin, a la vez, revelar tensiones irresolubles con otros clivajes que con mayor o menor intensidad se expresan también al interior de cada uno de ellos. Y por supuesto, ese campo no se despliega en un espacio hermético y autosuficiente, sino como subconjunto siempre imprecisamente perimetrado de una inabarcable maraña de campos, sujetos y procesos a escala local, regional y planetaria y en constante evolución. Todo ello representa un formidable desafío no solo analítico, para quien solo aspire a describirlos, sino también estratégico, para quien pretenda además intervenir políticamente sobre ellos.

    Si este campo de sujetos y relaciones de la España rural y campesina puede balizarse en positivo, como hemos hecho al comienzo, a partir de sus demandas y movilizaciones y las alianzas sociales que las sustentan, también puede balizarse en negativo, a partir de las diferencias y contradicciones que anidan dentro de cada una de ellas. Así, el mismo concepto de España vaciada necesita de algunas precisiones descriptivas importantes, de inevitables repercusiones estratégicas. Hay una España que gana población y una España que la pierde[1], pero no se trata de dos bloques homogéneos sino de un complejo mosaico de situaciones muy irregularmente distribuidas sobre el territorio. Dentro de la España vaciada existen una España vaciada relativa y una España vaciada absoluta: en las comunidades autónomas que pierden habitantes o mantienen estancada su población hay provincias que la ganan a costa del resto, normalmente las que albergan núcleos urbanos intermedios, que en algunas ocasiones reciben además un contingente extra de población por la expulsión residencial de grandes ciudades cercanas. Estas asimetrías se proyectan políticamente en una dualidad de demandas entre, por un lado, los territorios rurales netamente más despoblados, que exigen los servicios elementales para sostener su mínima habitabilidad –urgencias médicas, unidades escolares, oficinas bancarias, acuartelamientos policiales, autobuses comarcales e intercomarcales, trenes de media distancia o cobertura de telefonía e internet, entre otros–, y por otro, los núcleos de población intermedios –cabeceras de comarcas muy extensas, capitales de provincia y algunas capitales autonómicas, con sectores agroganaderos, industriales, de servicios o administrativos de mayor o menor entidad–, que demandan reforzar su inserción en las redes estatales, regionales y globales de transporte de personas y mercancías mediante autovías, trenes de alta velocidad, plataformas logísticas o aeropuertos[2]. Y afinando aún más la mirada, pueden percibirse las diferencias entre comarcas y poblaciones dentro de la España vaciada absoluta, a veces inmediatamente vecinas, que debido a sus distintos atractivos naturales o patrimoniales han conseguido o no compensar la erosión de sus actividades económicas tradicionales y el consiguiente declive poblacional con el auge del turismo de interior[3].

    Es también preciso problematizar la identificación mecánica entre España vaciada, mundo rural y economía agraria, así como la representación de los agricultores al límite como un espacio social e ideológicamente homogéneo. Si bien la economía agraria es casi siempre fundamental para el mundo rural, una buena parte de aquella transcurre ya fuera de esta, en agrociudades de población estable o creciente que, en la España vaciada o en territorios de saldo demográfico positivo, centralizan la actividad económica y absorben la población de las comarcas circundantes y además reciben el grueso del aporte demográfico de la inmigración que no capturan las grandes ciudades. Estas agrociudades concentran ya una parte muy significativa de la mano de obra del sector, en un proceso de desruralización del campesinado que desde hace décadas corre en paralelo, aunque mucho menos atendido, que el de descampesinización por emigración a grandes ciudades o al extranjero. Por otra parte, la articulación social que se movilizó a gran escala durante las protestas de las primeras semanas de 2020 es en términos de clase social y orientación política muy diversa, con la conservadora ASAJA, vinculada corporativamente a la CEOE y políticamente al PP y ahora también a Vox, como fuerza hegemónica entre grandes y medianos propietarios –los agricultores al límite relativo, para quienes los bajos precios del producto agrario y las alzas de costes suponen menores beneficios pero no una amenaza existencial–, aunque con también una muy sólida base entre los pequeños –los agricultores al límite absoluto, que cada vez más a menudo pugnan denodadamente entre la supervivencia y la extinción[4]–. ASAJA compite en esta última y más modesta franja del campesinado con UPA, vinculada al PSOE, y COAG, en origen vinculada al PCE e IU, así como con otras organizaciones menores como La Unión, de más imprecisa orientación ideológica, nacida de la protesta contra la cartelización de la representación del sector entre las tres grandes y de muy desigual implantación territorial, u otras de ámbito territorial, algunas de gran tradición, como el Sindicato Labrego gallego, y otras de más reciente creación, como la extremeña ASEPREX[5]. Y, en paralelo a todas ellas, las asociaciones y redes propias de la agricultura ecológica, a menudo aunque no siempre de base predominantemente neorrural, todavía de muy escaso peso económico frente a las grandes cifras de la agricultura tradicional y el gran agronegocio, pero de implantación creciente y que opera de manera doblemente contrahegemónica, por su orientación ideológica casi siempre progresista, frente a la hegemonía conservadora de ASAJA, y por su mayor integración en el territorio rural, frente a la tendencia a la desruralización del sector[6].

    Las movilizaciones «Por un Mar Menor con futuro», «En defensa del medio rural y sus tradiciones» y «Renovables sí, pero no así» introducen en la ecuación del mundo rural y campesino español dos variables de vital importancia en el panorama social contemporáneo, a escala planetaria: la crisis medioambiental y la transición energética y el auge de la extrema derecha y los procesos de desdemocratización. En el caso de «Por un Mar Menor con futuro», Murcia es a la vez ejemplo, uno de los más extremos del país y de todo el continente europeo, del auge económico de la agricultura y la ganadería industriales y de sus ingentes costes medioambientales. Con una aportación del sector primario de en torno a un quinto de su economía, la región no forma parte ni de la España vaciada, absoluta ni relativa –es una de las regiones que gana habitantes, su densidad poblacional está cómodamente por encima de la media del país y casi ninguno de sus municipios corre riesgo de despoblación–, ni de la predominantemente rural –sobre un total de millón y medio de habitantes, solo las ciudades de Murcia, Cartagena y Lorca concentran respectivamente 450.000, 215.000 y 95.000 habitantes. La crisis del Mar Menor ha provocado la cristalización de dos bloques sociopolíticos duramente enfrentados en las instituciones, los medios, los tribunales y las calles, formados por quienes recogen los beneficios económicos de la agricultura y la ganadería industrial y quienes repudian sus costes ecológicos. A la vez que estos últimos reiteran sus movilizaciones multitudinarias por la situación de la albufera, Vox –el partido más indiferente a las cuestiones medioambientales del arco parlamentario, a menudo cercano al negacionismo del cambio climático y abiertamente hostil al movimiento ecologista– se convirtió en las elecciones generales de noviembre de 2019 en primera fuerza política de la región, con casi un 30% de los votos, lo que sumado al porcentaje levemente inferior del PP arroja el mapa político autonómico más escorado a la derecha de todo el país, en lo que resulta razonablemente interpretable como un movimiento de tajante defensa, masivamente respaldado por su base social, del modelo económico regional frente a la amenaza de regulaciones medioambientales más estrictas[7].

    La articulación social subyacente a la movilización en defensa del medio rural y sus tradiciones resulta aún más compleja. Además del papel jugado por el ala derecha del sector agrario a través de ASAJA, tanto el taurino como el cinegético son sectores económicos de cierta importancia, con potentes estructuras empresariales específicas y auxiliares y una modesta pero significativa capacidad de generación de empleo en el mundo rural, pero también y sobre todo movilizan una amplia comunidad humana de costumbres y afectos, de base tanto rural como urbana, ideológicamente escorada a la derecha o muy a la derecha en la mayoría de sus expresiones organizadas y su publicística, pero cuya composición social dista mucho de ser homogénea, abarcando entre cazadores sociales, mixtos y privados a personas de muy distinta posición social[8]. La caza es objeto de un complejo y casi siempre áspero debate social[9], cuya virulencia se ve constantemente incentivada por los aparatos ideológicos del negocio cinegético con declaraciones incendiarias (por poner un solo ejemplo entre cientos: «Unidos Podemos propone prohibir la caza y la pesca en España», Jara y Sedal, 26/01/2018), que en poco o nada reflejan la realidad de las posiciones de los actores políticos concernidos[10], a fin de recrudecer la reacción de su base social contra estos. El debate social sobre la caza se utiliza como sinécdoque de toda una imaginaria ofensiva de la izquierda contra el medio rural y sus pobladores, consiguiendo así parapetar los intereses económicos de la caza comercial y los intereses políticos de la derecha tras la suspicacia y el enfado de la base de extracción social más humilde de la práctica cinegética, los cazadores sociales. Una práctica de hecho antiquísima en la disputa por el poder, que la contemporaneidad ha rebautizado –que no inventado– como guerras culturales, y que ha sufrido una intensificación exponencial con la aparición en todo el mundo de potentes alternativas por la derecha a la crisis del capitalismo neoliberal, como la que en España encarna Vox[11].

    Las movilizaciones de «Renovables sí, pero no así» añaden una nueva variable al conflicto por los usos del territorio: la proliferación de macroinstalaciones de generación energética solar y eólica y la extracción de minerales como el litio, imprescindibles para cualquier transición energética y objeto de una cada vez más intensa puja comercial y geopolítica. La generación energética tradicional mediante saltos de agua, centrales térmicas o nucleares, así como las actividades mineras fuera de sus territorios tradicionales, siempre han provocado conflictos sociales de mayor o menor intensidad, pero una vez asentado el parque nuclear con la moratoria de 1982, ante la ausencia de nuevas grandes obras hidroeléctricas[12] o grandes explotaciones mineras, este tipo de conflictos, al menos en sus expresiones masivas, parecía en retroceso, con pocas excepciones, como las protagonizadas por los fallidos proyectos de refinería petrolera en la comarca pacense de Tierra de Barros, de minería de uranio en el Campo Charro salmantino o de cementerio de residuos nucleares en la Mancha Alta conquense. Inicialmente, la multiplicación de proyectos eólicos y solares a partir de 2004 fue en general recibida con alborozo en los territorios receptores, que veían en ellos una fuente de ingresos y empleos de mínimo impacto ambiental y compatible con unos usos económicos tradicionales en retroceso que dejaban disponibles importantes cantidades de terreno improductivo. Pero la urgencia cada vez más patente de la diversificación energética y el desembarco masivo del capital inversor en el sector de las renovables ha generado un incremento explosivo de la demanda de suelo y con ello una oleada de conflictos sin precedentes desde hace cuarenta años[13], en los que al tejido ecologista se están sumando sectores amplios de población habitualmente no movilizada y, cada vez más a menudo, el sector agrario y ganadero[14]. Paralelamente, la vertiginosa escalada del sector ganadero ultraintensivo en forma de macrogranjas y macromataderos está animando una novedosa tipología adicional de conflicto socioambiental, tan intensa como habitualmente lo son los conflictos relacionados con macroproyectos energéticos, pero ahora asociados a un desacostumbradamente brusco recambio modal en los usos tradicionales del territorio[15].

    Con esta ya extensa y aún así muy lejos de ser exhaustiva enumeración de sujetos, demandas, alianzas y fracturas, hemos pretendido poner de manifiesto la extraordinaria complejidad que encierran expresiones de uso habitual en el debate público como la España vaciada, la España interior, el mundo rural o el campo y afirmar la necesidad de tomar seriamente esa complejidad como punto de partida a la hora de plantear el diseño de proyectos de transformación social. Proyectos que, tanto más ambiciosos sean en su desafío al orden neoliberal vigente y a las alternativas neofascistas que surgen por doquier a su derecha, mayor asiento social requerirán. Es fácil predicar, con el último informe del IPCC o las mismísimas leyes fundamentales de la termodinámica en la mano, la necesidad de un inmediato y masivo recorte en el consumo de energía, agua, minerales o carne, el abandono de la agricultura y ganadería intensivas, la resilvestración de grandes masas de territorio humanizado o cualquier otra medida de impacto ambiental sin duda benéfico para la malherida salud del planeta. Y también es fácil que esa prédica tenga escaso o nulo efecto práctico si no se tiene en cuenta la necesidad de articular amplias coaliciones sociales que las respalden, que difícilmente nacerán en exclusiva de la mera reiteración salmódica de los datos científicos –como si estos, en virtud de su veracidad, gozasen ya de suyo del poder de remover drásticamente la conciencia y voluntad de individuos y sociedades–, sino que deberán retramarse, al menos provisionalmente, a partir de la pluralidad de intereses, necesidades, experiencias, identidades y horizontes hoy existentes. A partir, en síntesis, de la política.

    No es necesario insistir en la posición de partida muy desfavorable desde la que se plantea esta hipótesis, cuando la disputa por la hegemonía en el mundo rural y campesino se dilucida entre dos bloques: de un lado, el compacto bando reaccionario, dotado de grandes organizaciones de masas y firmemente asentado en las formas productivas dominantes. Del otro, una emergente pero aún muy difusa y frágil alianza entre grupos de afectados por unos u otros desmanes sociales y medioambientes, basada sobre todo en referentes locales, ideológicamente muy dispar y en la que los sectores nítidamente transformadores, aunque algo más visibles e influyentes en momentos de movilización, son minoría numérica, tienen una presencia escasa en los espacios de poder institucional y dirigen un volumen ínfimo de la actividad productiva. La posibilidad de promover con éxito un Nuevo Acuerdo Territorial que maximice las oportunidades de transformación de signo ecosocialista que abre la crisis orgánica territorial española en el mundo rural y campesino dependen de un arriesgado y exigente doble movimiento estratégico. Este debería reforzar la posición de esos sectores más transformadores en las articulaciones amplias de sentido política, socioeconómica y medioambientalmente más progresista, radicalizando su identidad y sus demandas, a la vez que perfore las articulaciones adversarias, explotando minuciosamente cada una de sus contradicciones expresas o latentes, atrayendo siquiera tácticamente a aquellos segmentos de sus bases sociales por una u otra causa peor acomodadas en su plataforma reivindicativa o en su construcción identitaria, sin al mismo tiempo ser víctima de las contradicciones que inevitablemente incentivará en el campo propio esta política de alianzas amplias y el ensanchamiento programático e identitario que esta necesariamente conlleva, calculando los costes y beneficios de cada una de estas operaciones en el corto, medio y largo plazo, no con el baremo de lo ideal, a menudo ni siquiera de lo necesario, sino de lo estrictamente posible, mediante una estrategia que potencie en cada territorio y momento dados las opciones políticas, productivas, medioambientales o culturales mejores –o menos malas– frente a las peores, buscando un promedio global positivo entre todos esos epígrafes. Cada centésima de grado importa, cada concejal o diputado voxista, negacionista del cambio climático y entusiasta del fosilismo, el extractivismo y la agroindustralización, importa también, y existe sobrada evidencia de que el incremento de los unos y de los otros está íntimamente interrelacionado, como en consecuencia debe estarlo también el empeño por contenerlos, en un antagonismo estructurante capaz de generar su propio sistema de coordenadas políticas. Como escribe el sabio Bruno Latour,

    estamos demasiado desorientados para clasificar las posiciones a lo largo del eje que iba de lo antiguo a lo nuevo, de lo Local a lo Global, y somos incapaces de darle nombre, de fijar una posición […]. Y, sin embargo, toda la orientación política depende de ese paso a un lado: hay que decidir quiénes nos ayudan y quiénes nos traicionan, quién es nuestro amigo y quién es nuestro enemigo, con quién aliarse y con quién enfrentarse, pero según una dirección que ya no está trazada […]. Es necesario cartografiar todo de nuevo y, además, urgentemente, antes de que los sonámbulos aplasten en su ciega huida todo lo que más apreciamos[16].

    Por desgracia, hoy no existen los instrumentos de intervención sociopolítica suficientes para abordar una operación de este calado. En el plano político institucional, hubo un momento en que Podemos, desde su modesta pero prometedora implantación inicial en el mundo rural y campesino, comenzó a articular una plataforma reivindicativa al respecto y parte de sus elementos lograron cierta visibilidad dentro de su plataforma general –fue el caso del rechazo al tratado comercial TTIP, compartido con la práctica totalidad del asociacionismo agrario por sus desastrosas consecuencias para el sector–, que como tantos otros aspectos del desarrollo del partido quedó truncado con las alguna vez denominadas guerras civiles plebeyas entre sus diferentes familias, que terminarían por arrasarlo –empezando, como certifica un simple vistazo al reparto de escaños por circunscripciones de las últimas tres elecciones generales, por las provincias menos pobladas del país. Tampoco lograron sustraerse a este reflujo aquellas iniciativas municipalistas que, con la marea del cambio político a favor, lograron posiciones de representación significativa o gobierno en un buen puñado de medianos y pequeños municipios rurales de todo el país en 2015, pero que en la mayoría de los casos también encogieron o desaparecieron en 2019 con el desplome de sus pares de las grandes ciudades y de Podemos a escala estatal[17]. La anunciada transformación de parte de las plataformas de la España vaciada en agrupaciones electorales, siguiendo el ejemplo de Teruel Existe[18], abre una ventana de oportunidad para la recuperación de la iniciativa política en el mundo rural y campesino, no exenta también de riesgos, empezando por la misma composición social y plataforma reivindicativa que puedan estas plataformas adquirir en los distintos territorios, y también por las relaciones que puedan establecer con Unidas Podemos, con sus confluencias territoriales y con las fuerzas políticas nacidas de su descomposición, como Más País o Adelante Andalucía. Es probable que, si Podemos se hubiese tomado en serio su implantación en el medio rural y campesino y la defensa de sus demandas, el salto a la arena electoral de estas plataformas nunca hubiese llegado a producirse, pero este parece ya irreversible y todo indica que su impacto podría ser significativo en hasta una decena de circunscripciones electorales del país. La izquierda tendrá que baremar ahora muy cuidadosamente cuáles son sus mejores opciones a la hora de competir o cooperar con estas plataformas, primero en las urnas y luego en las instituciones, en la compleja lógica de partidos y bloques de partidos de la España del posbipartidismo, bajo el peligro claro y presente del acceso del neofascismo voxista a la cabina de mando de muchas administraciones locales, autonómicas y del mismo Gobierno central.

    En el campo político de la economía campesina el punto de partida es aún más pobre[19]. Idealmente, es imaginable un sujeto complejo que agrupase las redes de la agricultura y ganadería ecológica y alternativa, a los segmentos más politizados del trabajo agrario por cuenta ajena autóctono y migrante, hoy agrupado en las secciones del ramo de los grandes sindicatos o sin participación sindical, y a segmentos de la pequeña y mediana propiedad agraria asfixiados por el agronegocio y disconformes con la cartelización de su representación bajo la hegemonía de ASAJA, pero nada similar a ese sujeto existe hoy, ni siquiera en embrión. En general, prima la fractura rotunda entre trabajo asalariado y pequeña y mediana propiedad en la agricultura y la ganadería tradicionales, también entre esta y sus pares ecológicas. Y pervive la fractura sempiterna entre agricultura y ganadería y movimiento ecologista, capaces de confluir con éxito en movilizaciones puntuales, pero no de entablar más allá de estas un diálogo en profundidad resultante en alianzas políticas duraderas. El consuetudinario conflicto en torno a las formas productivas e impactos ambientales del sector se agudiza al solaparse, artificial pero eficazmente, con el de la caza, desde siempre polémico y hoy agravado por la intensificación de la sensibilidad animalista en el campo ecologista –o, cada vez menos infrecuentemente, al margen o incluso contra él–, que dificulta potenciales alianzas estratégicas con la caza social frente al gran negocio cinegético, con la ganadería tradicional frente a la ganadería industrial o con ambas frente a macroproyectos energéticos, agroindustriales o turísticos de alto impacto ambiental[20].

    No es, por último, un aspecto menor –de hecho, probablemente sea condición mínima de posibilidad para comenzar a abordar los anteriores– el absolutamente desequilibrado panorama cultural y comunicativo relacionado con el mundo rural y campesino, sólidamente hegemonizado por las posiciones beligerantemente conservadoras de espacios y medios especializados de gran difusión e influencia, como el programa radiofónico Agropopular o la revista Jara y Sedal, auténticos aparatos ideológicos de masas[21] sin competencia ni remotamente comparable al otro lado del espectro ideológico, cuyos posicionamientos se suelen expresar en publicaciones militantes, en general más focalizadas en profundizar en los debates internos del movimiento ecologista, el neorruralismo o la agroecología que en intervenir desde posiciones alternativas en los debates de interés general entre la población del mundo rural y campesino. Una población que es social y culturalmente mucho más diversa y su potencial político transformador es, en consecuencia, mucho mayor de lo que aparenta cuando es mirada solo a través del prisma deformante de aquellos aparatos ideológicos de masas conservadores[22]. Se cuelan a veces en la esfera pública generalista, de la mano de colectivos como Fundación EntretantosCampo Adentro o autores como Fernando Fernández o María Sánchez, visiones alternativas de gran interés y potencial como argamasa simbólica de nuevas articulaciones sociales en el mundo rural y campesino, pero faltan los altavoces que las hagan correr entre públicos masivos.

    En ausencia de todos estos actores colectivos que la elaboren y promuevan, toda propuesta concreta de Nuevo Acuerdo Territorial para el mundo rural y campesino que pueda hoy plantearse será una simple elucubración teórica, de mayor o menor interés intelectual, pero todavía alejadísima del umbral que separa la teoría de la praxis. Estamos, pese a la angustiosa premura que nos imponen las presentes condiciones políticas, sociales, económicas y ambientales, en un momento cultural y político muy anterior, en el que aún es preciso roturar los más básicos espacios y procedimientos de diálogo entre todas las partes potencialmente implicadas de esta rustica multitudine por construir. Una tarea previsiblemente ardua, que la urgencia no debería incitarnos a seguir sorteando sino, muy al contrario, a comenzar cuanto antes.

    [1] Para un balance general de la geografía poblacional del país, vid. Fundación BBVA, «Delimitación de áreas rurales y urbanas a nivel local. Demografía, coberturas del suelo y accesibilidad», informe, 2016; FUNCAS, «La despoblación de la España interior», informe, 2021; Banco de España, «La distribución espacial de la población en España y sus implicaciones económicas»; informe, 2021. Para datos actualizados vid. «La España vacía: despoblación en España, datos y estadísticas», EP Data.

    [2] Vid. Gonzalo Andrés López, «Geografía y ciudades medias en España, ¿a la búsqueda de una definición innecesaria?», Scripta Nova, 270/49, 8/2008 y «Las ciudades medias industriales en España: caracterización geográfica, clasificación y tipologías», Cuadernos geográficos, 59/1, 2020. Un ejemplo de cómo opera sociopolíticamente esta estratificación geodemográfica es el movimiento por el tren en Extremadura y su discusión en torno a la prioridad de sostener la movilidad interior entre sus pequeños y medianos municipios mediante tren convencional o ampliar la movilidad exterior de algunas de sus mayores ciudades mediante tren de alta velocidad, vid. María José Rodríguez Fernández, «La odisea de un tren digno en Extremadura», El Salto, 17/11/2017; Julio César Pintos Cubo, «Un nuevo modelo de ferrocarril es necesario en España», El Salto, 09/01/2019. Aunque se suele poner el foco mediático en las demandas de descentralización de servicios e inversiones de la España vaciada dirigidas a la administración general del Estado, estas demandas también se dirigen, como sucede en Castilla y León, a las administraciones y grandes ciudades de sus autonomías, vid. «La Zamora Vaciada propone una agenda de descentralización a todos los niveles», La Opinión de Zamora, 20/10/2021

    [3] El auge del turismo de interior ha llevado a sus territorios y poblaciones beneficiarias actividad económica y social, revalorización del patrimonio natural y cultural, retención y a veces aumento de la población y otras ventajas, pero también problemas de excesiva dependencia de las cambiantes tendencias del mercado turístico, insuficiencia de los servicios públicos, multiplicación de los desórdenes urbanísticos y fuertes impactos ambientales, entre otros. Aunque no constan episodios de turismofobia rural de amplia base popular, abusos flagrantes de dimensiones antaño solo imaginables en la España costera, como el proyecto de urbanización turística de la isla de Valdecañas en el nordeste extremeño, han provocado conflictos de importancia entre movimientos ecologistas, promotores y administraciones públicas, vid. Manuel Cañada, «Valdecañas: corrupción estructural», El Salto, 02/12/2019. Para una panorámica general de la cuestión, vid. Ecologistas en Acción, «Impacto del turismo en los espacios naturales y rurales», informe, 09/2020. Parte de estos problemas son comunes a los municipios que componen las microcoronas metropolitanas de las ciudades intermedias, vid. Víctor Jiménez y Antonio-José Campesino, «Deslocalización de lo urbano e impacto en el mundo rural: rururbanización en pueblos dormitorio de Cáceres capital», Cuadernos Geográficos, 57/3, 2018

    [4] Vid. «Estructura de la propiedad de la tierra en España. Concentración y acaparamiento», Mundubat y Revista Soberanía Alimentaria, estudio, 12/2015

    [5] Para un análisis más detallado del desarrollo y composición de esta última oleada de movilizaciones agrarias, centrado en su expresión extremeña, vid. Fernando Llorente, «La larga agonía del modelo agropecuario intensivo e industrial», El Salto, 06/02/2020; Jónatham F. Moriche, «Movilización campesina en Extremadura: anatomía de un complejo despertar», El Salto, 07/02/2020; Ángel Calle, «Un grito y dos protestas encontradas», El Salto, 20/02/2020

    [6] Un caso muy interesante de interacción entre tejidos agroecológicos y tradicionales es el valle del Jerte, en el contexto por distintas razones especialmente favorable de las comarcas del nordeste extremeño (predominio de la pequeña y mediana explotación familiar, persistencia del tejido cooperativo de base, nutrida población neorrural, coexistencia con un fuerte sector de turismo de naturaleza), y por ello de difícil exportación a otros territorios, pero que durante las movilizaciones del sector en Extremadura marcó un significativo contrapunto a la hegemonía de las organizaciones de tendencia más conservadora e impidió una completa captura de las protestas por parte de estas. Vid. Guillem Caballero, «Aproximación a la diversidad de agroecologías en el norte de Extremadura», TFM, Universidad Internacional de Andalucía, 2018; La piel del Jerte, documental, Bokeh Estudio, 2018

    [7] Aproximadamente un quinto de los regadíos del campo de Cartagena, unas 8.500 hectáreas, obtendrían su agua de riego de forma ilegal, cifra que aún palidece frente a las 24.000 hectáreas de Los Arenales (Zamora) y las 50.000 de Daimiel (Ciudad Real), vid. WWF, «El robo del agua», informe, 2021. De los vertidos de nitratos a la albufera, un 17% correspondería ya a las macrogranjas porcinas, vid. Dani Domínguez y Ana Rojas «El Gobierno de Murcia obvia la responsabilidad de las macrogranjas de cerdos en el desastre del Mar Menor», La Marea, 13/10/2021. Para un análisis exhaustivo de la estructura política, económica y social tras la catástrofe de la albufera murciana, vid. Pedro Costa Morata, «La muerte del Mar Menor: crimen, corresponsabilidad e impunidad», El Salto, 02/09/2021

    [8] Como botón de muestra, en Extremadura, cuyo extenso y diverso territorio acoge algunos de los cotos privados más exclusivos de España y de Europa, un 40% de los cazadores federados locales declara ingresos inferiores a 1.500 euros mensuales y un 46% realiza su actividad exclusivamente en cotos sociales, lo que en virtud de la muy diferente densidad de poblaciones cinegéticas en cotos sociales y privados implica una enorme desigualdad en el volumen de capturas. Vid. Luz María Martín Delgado, La actividad cinegética en Extremadura: el modelo de caza social y sus efectos sociales, económicos y ambientales, tesis doctoral, Universidad de Extremadura, 2021

    [9] Para una síntesis de las posiciones críticas sobre la práctica cinegética, vid. Ecologistas en Acción, «El impacto de la caza en España», informe, 12/2016

    [10] Vid. Área de Soberanía Alimentaria, Mundo Rural y Sostenibilidad de Podemos, «Marco para la posición de Podemos respecto a la caza y la pesca», informe, 01/2019

    [11] Vid. Fernando Fernández y Ariel Jerez, «Vox a la conquista del mundo rural», Público, 24/11/2018; Fernando Fernández, «Cómo frenar el avance de la ultraderecha en el medio rural», El Diario Rural, 13/11/2019; Ángel Calle, «Sobre agroecología y extrema derecha en el mundo rural», Soberanía Alimentaria, 12/2019. Aunque queda fuera del alcance de estas notas, es importante dejar constancia del carácter transnacional de este fenómeno de guerra cultural y avance político de las ultraderechas sobre el mundo rural y campesino, y la necesidad de poner en relación, tanto analítica como estratégicamente, las distintas expresiones locales de esta tendencia y de sus resistencias. Vid. VV.AA., Authoritarian Populism and the Rural World, Routledge, 2021

    [12] Entre 1950 y 2000 España experimentó una proliferación sostenida de grandes infraestructuras hidráulicas, que con la llegada de la democracia empezaron a ser contestadas por las poblaciones afectadas, con casos de gran participación popular e impacto mediático y político como los de Riaño, Itoiz o Yesa. A partir del 2000 esa proliferación de infraestructuras se refrena y la conflictividad se desplaza a los trasvases previstos por el Plan Hidrológico Nacional, contestados con movilizaciones que alcanzan una participación social histórica hasta 2004. Desde entonces los conflictos por el agua, sin desaparecer, se han asordinado, quedando política y mediáticamente circunscritos al ámbito local o autonómico. No por ello la cuestión del agua es medioambientalmente menos acuciante en España, y la aceleración del calentamiento global no hace sino agravarla, pero su expresión sociopolítica permanece, por ahora, latente. Vid. Fundación Nueva Cultura del Agua, «Retos de la planificación y gestión del agua en España», informe, 2020; Fernando Llorente «Y por fin, la lluvia», El Salto, 26/11/2019

    [13] Vid. Miguel Rodríguez, «Guerra del viento en Galicia: el rural gallego se levanta contra un nuevo ‘boom’ de la industria eólica», Eldiario, 14, 05/2021; Xosé Manuel Pereiro, «Toma el dinero y vuela. Los parques eólicos, la pantalla verde para el negocio del expolio de siempre», CTXT, 03/06/2021; Manuel Nogueras, «El negocio eólico: lo que se va a llevar el viento», El Salto, 10/08/2021

    [14] La presencia del campesinado ya es protagónica en movilizaciones como las del campo de Gibraltar, vid. Eldiario, 11/08/2021, Baza, vid. Eldiario, 22/04/2021, Méntrida, vid. Eldiario, 18/04/2021 o el Bierzo, vid. Eldiario, 03/10/2021. Sería posible establecer una taxonomía histórica de los conflictos de base energética a partir de la relación que en ellos se entabla entre tejido ecologista y sector agrario. Los conflictos en los que la proyectada actividad energética choca frontalmente con los usos productivos tradicionales del territorio se suelen traducir en movilizaciones más amplias, arraigadas, duraderas, radicales y de más probable éxito. Así, por ejemplo, los dos triunfos históricos capitales del ambientalismo en Extremadura, primero contra el proyecto de central nuclear de Valdecaballeros y tres décadas después contra el proyecto de refinería petrolera de Tierra de Barros, lo fueron en compleja pero eficaz alianza con el campesinado. Vid. José Manuel Naredo y otros, Extremadura saqueada, Ruedo Ibérico, 1978; VV.AA. Dominación y (Neo-)extractivismo. 40 años de Extremadura Saqueada, Campo Adentro, 2018

    [15] Para iluminar las dimensiones del impacto ambiental de la nueva ganadería industrial, baste un solo dato: más de un tercio del suelo de Aragón y Catalunya, las dos regiones de mayor concentración de macrogranjas del país, está en riesgo de contaminación por purines. Vid. Ecologistas en Acción, «Ganadería industrial y despoblación», informe, 13/10/2021; Greenpeace, «Macrogranjas, veneno para la España rural», informe, 14/10/2021; Antonio Delgado y Ana Tudela, «La fábrica industrial de cerdos», Eldiario, 30/10/2021

    [16] Bruno Latour, ¿Dónde aterrizar?, Taurus, 2019. También sobre la interrelación entre cambio climático y desdemocratización neofascista, vid. Kyle McGee, Heathen Earth: Trumpism and Political Ecology, Punctum Books, 2017

    [17] Inexplicablemente (o no tanto), en medio de la actual profusión de estudios, relatos y memorias de las experiencias del movimiento 15-M y de Podemos aún no existe un solo balance cuantitativo y cualitativo en profundidad del ciclo político 2011-2020 en el mundo rural y campesino. Para un estudio de caso, vid. Jónatham F. Moriche, «¿Hacia una Extremadura sin izquierda?», El Salto, 28/09/2020

    [18] Sobre la trayectoria de las plataformas contra la despoblación, vid. Inés Amézaga y Salvador Martí i Puig, «¿Existen los Yimbis? Las plataformas de reivindicación territorial en Soria, Teruel y Zamora», Reis, 138, 04/2012; Lucía Pérez García-Oliver, «Movimiento ciudadano ¡Teruel Existe!: «quiero vivir… precisamente aquí», Revista PH, 98, 2019. Sobre la transformación de Teruel Existe en agrupación de electores, vid. Carlos Rotger Roca. «La irrupción de Teruel Existe en las Cortes Generales: análisis electoral del 10-N», TFG, Universitat de Girona, 2020

    [19] Aunque no es posible aquí profundizar debidamente en el asunto, es importante dejar constancia de la complejidad del que podríamos llamar campo político-campesino, que tiene como aspecto más visible a las organizaciones formales de representación del trabajo y la propiedad agraria y su relación con los partidos políticos (y a través de ellos, con los ayuntamientos, diputaciones, comunidades autónomas o instituciones de la administración general del Estado), pero comprende también todo un denso y heterogéneo entramado de instituciones públicas y privadas como cámaras agrarias, cooperativas de distinto grado, juntas gestoras de montes comunales y cotos sociales, entidades de desarrollo territorial, escuelas de capacitación agraria, patronatos de ferias profesionales o consejos de administración de entidades financieras con especial asiento en el sector. Basta chequear las trayectorias a través de esos ámbitos de muchas de las personalidades públicas más representativas del sector para comprobar cómo este campo político-campesino constituye un escenario formalmente muy diverso pero funcionalmente unificado de disputa y ejercicio del poder político –escenario en el que la izquierda transformadora juega hoy, casi huelga decirlo, un papel absolutamente irrelevante.

    [20] La afectación de macroproyectos energéticos a cotos de caza ha impulsado la participación de asociaciones cinegéticas en protestas como las de la comarca granadina de Baza-Caniles, vid. El Independiente de Granada, 06/06/2021, la campiña de Toro zamorana, vid. La Opinión de Zamora, 17/08/21 o la Hoya y la Ribera Alta valencianas, vid. Levante-EMV, 17/12/2020 y Levante-EMV, 12/09/21

    [21] Procede reseñar también el boyante negocio editorial del neorruralismo reaccionario representado por autores de ensayo o narrativa como J. D. Vance en Estados Unidos, Christophe Guilluy en Francia o Sergio del Molino o Ana Iris Simón en España, de menor impacto directo sobre la opinión pública pero que estercola eficazmente los argumentarios de políticos y comunicadores derechistas en su guerra cultural sobre el mundo rural y campesino.

    [22] Vid. Luis A. Camarero Rioja, «Los patrimonios de la despoblación: la diversidad del vacío», Revista PH, 98, 2019; Pablo Batalla Cueto, «Entre Walden y Puerto Hurraco: los vicios del neorruralismo», La Marea, 18/06/2021

    La imagen de cabecera es obra de Marta Endrino

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