Por Thea Riofrancos.
Este texto fue publicado originalmente en la revista Logic con el título «What Green Costs».
Quienes abogan por la energía limpia se imaginan una casa electrificada con energía cien por cien renovable, un Tesla en el garaje, placas solares en el tejado y un contador inteligente que acumule cumplidamente los datos de uso para después subirlos a la nube. Pero si rascamos un poco más nos acabamos topando con los límites extractivos de la transición energética a las renovables.
Eran las 8:45 del primer día de la 11.ª Conferencia de Mercados de Litio, que tenía lugar en la planta sótano del Hotel W de Santiago de Chile. No había forma de pasar desapercibida. El nombre en mi etiqueta, «Providence College», hacía de mí un caso singular. Aun así, menos mal que me acordé de pintarme los labios y que las asas de mi mochila permitían convertirla en un bolso.
Encontré un sitio vacío entre un mar de trajes, casi todos ellos hombres pero de distintas edades. Venían de muchas partes: China, Australia, Chile, Estados Unidos, Reino Unido, Argentina. Analistas de mercados y contratistas; comerciales de equipamiento y reguladores; ejecutivos, consultores y mercaderes de información dentro del tristemente opaco mundo del litio, un «espacio», según la jerga de Silicon Valley, que no se merece demasiado el nombre de mercado.
Cuando me acomodé en mi asiento, salió al escenario el presidente de una de las compañías de litio más grandes del mundo, un hombre con un pasado sórdido marcado por un proceso corrupto de privatización bajo la brutal dictadura de Augusto Pinochet. «La minería es la médula espinal de Chile; la minería corre por nuestras venas». Puede que fuera la única persona en la sala a la que inmediatamente le vino a la mente el fascinante libro de temática anticolonial de Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina, que, por cierto, resulta que fue escrito el mismo año en que Pinochet derrocó brutalmente el sueño de un socialismo democrático en Chile. Pero no creo que este señor se refiriera a la iconografía vampírica del capital global; los muertos succionándoles a los vivos la sangre y el sudor y los paisajes torturados de la extracción, especialmente en su variante colonial.
Pulso en Atacama
El litio es el tercer elemento de la tabla periódica. Es altamente reactivo y se puede encontrar junto a otros minerales en formaciones rocosas, en depósitos de arcilla, o en forma de ion disuelto en salmuera. También es el ingrediente activo de las baterías recargables ligeras de los vehículos eléctricos y de las que almacenan energía en las redes de las renovables, por lo que es esencial para la futura transición energética.
En Estados Unidos, el transporte es la mayor fuente de contaminación de carbono, con alrededor del 30% de las emisiones. Lograr algo que podamos calificar como clima seguro implica un cambio en los vehículos con motor de combustión interna por vehículos eléctricos y conectar esos coches, camiones y autobuses a una red eléctrica alimentada por el viento o el sol. (La transición desde un modelo de vehículos individuales a uno de transporte público facilitaría este proceso y tendría otros efectos medioambientales positivos). El litio interviene dos veces en esta ecuación. En primer lugar, es una materia prima de las baterías de los coches eléctricos. En segundo lugar, las baterías son una tecnología de almacenamiento de energía y las redes que operan con ráfagas intermitentes de viento y rayos de sol necesitan un mecanismo para suavizar los picos de oferta y ajustarla a la demanda. (Reducir de manera drástica nuestro consumo general de energía también ayudaría).
Las salmueras del salar de Atacama, en Chile, se encuentran a unos 2.300 metros sobre el nivel del mar, en un altiplano andino, y proveen en torno al treinta por ciento del litio mundial. Estas reservas subterráneas de litio están en el fondo de una depresión rodeada por la cordillera andina. Una tormenta perfecta de factores climáticos, geológicos y químicos ha concentrado litio en las aguas que hay bajo la dura superficie de esta vasta llanura salina, que en total ocupa un área equivalente a unos dos tercios del estado del que yo vengo, Rhode Island.
Pero la extracción de recursos está conduciendo al desastre a este vulnerable humedal desértico. Obtener el litio implica extraer la salmuera a un ritmo altísimo. SQM, la compañía a cuyo presidente escuché hablar en aquella conferencia, bombea salmuera a un ritmo de 1.700 litros por segundo, de los cuales se evapora el 95%. En otras palabras, extraer litio implica extraer una gran cantidad de agua para que luego la mayor parte se evapore.
Casi cualquier representante de una compañía te dirá que extraer salmuera y dejar que se evapore no tiene efecto alguno en el agua dulce, pero si hablas con cualquier científico o regulador que conozca la cuenca del Atacama te dirá que estos dos tipos de agua interactúan y que extraer la salmuera reduce el nivel freático, lo que supone una amenaza para los suministros de agua potable y para riegos.
Se puede plantear esto como un pulso. El agua con salmuera se encuentra bajo el salar, en cuyo perímetro se hallan los sistemas de agua dulce. A los dos tipos de agua los separa una interfaz dinámica: una tensión en la superficie generada por las distintas densidades de los fluidos. La salmuera es mucho más densa que el agua dulce debido a la carga de elementos disueltos que contiene, como el litio. Pero si bien la salmuera tiene de su parte la fuerza de la masa, el agua dulce ―fruto del deshielo en los picos de los Andes y de los acuíferos a los que alimentan― tiene a su favor la fuerza de la gravedad. Ambas están atrapadas en esta pugna: la de la masa contra la gravedad. Cuando se absorbe la salmuera, la interfaz que las separa se desplaza hacia el centro del salar, llevándose consigo el agua dulce y alejándola de las comunidades indígenas que habitan en el perímetro del salar.
Flamencos y membrillos
Vi por primera vez el salar de Atacama después de conducir en torno a las montañas de la frontera con Bolivia. Frente a nosotros se erigía el volcán Licancabur. Condujimos a través de una tormenta de arena, la primera que veía en mi vida, fácil de recordar por su fuerza y por el ruido que hacía, así como por la forma en que la arena suspendida reflejaba el baile del rápido movimiento del aire, y aún más extraña porque vino acompañada de una tormenta de lluvia. Atravesamos multitud de microclimas. La vegetación cambió completamente a medida que ascendíamos. Al ganar altitud, el aire más fresco y húmedo daba cobijo a una vida más densa; los arbustos salteados daban paso a praderas frondosas.
Una puerta en Toconao. Foto de la autora.
Al bajar de nuevo, entramos en el desierto. Había oasis diseminados por el paisaje: árboles y matorrales se aglomeraban alrededor de corrientes que fluían por gargantas montañosas. Estas quebradas son la base del ambiente construido y de la vida social de las dieciocho comunidades indígenas que habitan en el salar. Las quebradas viajan por canales y filtros de piedra y proporcionan agua a pequeñas granjas. Las parcelas están cercadas por vallas rudimentarias de madera y árboles plantados estratégicamente para que den sombra. Su producción es increíblemente variada. En una visita que hice a la comunidad de Toconao pude ver higos, granadas y membrillos, además del maíz típico.
Membrillos en Toconao. Foto de la autora.
Nos dirigimos más hacia el este y llegamos a la Reserva Nacional Los Flamencos, una inmensa extensión de tierra blanca y gris totalmente rodeada de montañas. A nuestra izquierda había una corteza de sal pura; a nuestra derecha, la misma corteza salpicada de esteros en los que los flamencos se alimentaban de pequeñas artemias. Los lagos tenían manchas rojas, fruto de la interacción de las algas, el sol y el viento. Parecía tan extenso que a mí se me asemejaba al océano. El suelo estaba lleno de protuberancias y crujía bajo mis botas de montaña.
Un arroyo bajando inusualmente rápido tras una gran tormenta. Foto de la autora.
Las áreas de extracción estaban fuera del alcance de la vista. Treinta kilómetros más allá, engullidas por el horizonte, se levantaban las grandes instalaciones de litio. Durante la conferencia de Santiago había escuchado a los ejecutivos decir que se deberían mejorar las medidas de protección medioambiental, pero también que no había de nada de lo que preocuparse. El rico ecosistema de estos humedales desérticos —los flamencos andinos del color del algodón de azúcar, los macás de cara blanca y las majestuosas vicuñas— no apareció demasiado en la conversación. Apenas se mencionó a las comunidades indígenas y tan solo una o dos veces a los trabajadores. Durante la mayor parte de la conferencia la textura humana y ecológica del salar brilló por su ausencia.
La Reserva Nacional Los Flamencos. Foto de la autora.
Sin embargo, comunidades como la de los Toconao ya están sintiendo los efectos de la extracción en su día a día. Las condiciones anormalmente áridas reducen el flujo de las corrientes, restringiendo el acceso al agua potable y de regadío y, debido al calentamiento global, las variaciones son cada vez menos predecibles: las largas sequías son interrumpidas por lluvias torrenciales que destruyen la infraestructura y las plantas y que al suelo le cuesta absorber. Estos cambios también amenazan el hábitat de la vegetación y de los animales; los biólogos han observado que el recuento de flamencos andinos está disminuyendo.
Para los tipos trajeados del Hotel W, el salar de Atacama es un yacimiento extractivo, un lugar de operaciones, el comienzo de un largo camino logístico y de beneficios. ¿Pero qué ocurre con la vicuña y con el membrillo, con las comunidades que dependen del flujo de la escasa agua del desierto? ¿Qué veríamos si las incluyésemos en la imagen?
Pulula, repta, flota y vuela
El día después de mi primera visita a la llanura salina conocí a Ramón. Dejamos a un lado otros compromisos y estuvimos hablando durante tres horas acompañados de café y de medialunas de manjar de leche.
A diferencia de muchos de los pequeñoburgueses venidos de fuera que viven en San Pedro ―el proliferante núcleo turístico de Atacama―, Ramón es de una familia trabajadora del entorno rural de las afueras de Santiago. Es cofundador del Observatorio Plurinacional de Salares Andinos, una red internacional de ecologistas, científicos preocupados por el tema, abogados activistas y miembros afectados de las comunidades indígenas y campesinas del altiplano andino conocido como triángulo del litio. Este triángulo abarca zonas de Argentina, de Bolivia y de Chile y contiene más de la mitad de las reservas conocidas de litio en el mundo. Hay miembros del Observatorio que prefieren no usar este término para referirse al altiplano porque lo reduce a los recursos que se extraen de él. (Por completar la información: yo misma soy miembro del Observatorio).
El Observatorio rechaza el «extractivismo verde», esto es, la subordinación de los derechos humanos y de los ecosistemas a la extracción infinita a fin de «solucionar» el cambio climático. La plataforma defiende de un modo más amplio los valores culturales, naturales y científicos de los salares, no solo el valor económico de su litio.
Se trata de un trabajo muy difícil. El Observatorio está intentando tejer una forma organizativa novedosa, con objetivos a la misma escala internacional del capital extractivo, pero es complicado organizarse cruzando tres fronteras nacionales y espacios rurales atravesados por carreteras sin asfaltar e infradotados en cuanto a transporte público y wifi. En la conferencia industrial de Santiago hubo tensiones entre los capitalistas y el estado, y entre los potenciales inversores y las compañías mineras. Pero en general estas alianzas entre las élites son relativamente fáciles: están engrasadas por el dinero y los aviones, por los teléfonos móviles y los cáterin interminables. Los obstáculos con que nos encontramos a la hora de construir un movimiento internacional son mucho mayores.
Estos obstáculos se hicieron evidentes durante una reunión del Observatorio en la Universidad de Atacama en junio de 2019. La delegación argentina no consiguió llegar, la nieve había bloqueado la frontera. El presidente de la asociación de dieciocho comunidades indígenas atacameñas, Sergio Cubillos, también tuvo que ausentarse. Las comunidades a las que él representa, junto a grupos indígenas de todo el país, estaban involucradas en una movilización sin cuartel contra el presidente chileno Sebastián Piñera, cuyo gobierno estaba intentando fragmentar y privatizar aún más el territorio indígena.
Pero quienes lograron llegar al encuentro contribuyeron a desarrollar una idea distinta de los hábitats y los humedales de la región, una alternativa a la de los tipos trajeados de Santiago. Esta idea queda claramente plasmada en la obra de la artista portuguesa Mafalda Paiva, expuesta durante el evento del Observatorio. En sus cuadros, las llanuras salinas rebosan de una energía sobrenatural, un efecto producido por la gran densidad de especies y una topografía con unos escorzos muy marcados. Esta vida que pulula, repta, flota y vuela fue invisible en la conferencia de Santiago, pero en este encuentro conformaba el núcleo emocional. Paiva ofrece una especie de hiperrealismo ecoutópico y nos conduce a un futuro muy diferente del imaginado por los capitalistas del litio.
Mafalda Paiva, Salar de Atacama.
Futuros comunes
El Observatorio se opone al extractivismo verde por el daño real que inflige a los humanos, animales y ecosistemas, pero su postura plantea cuestiones espinosas sobre la transición a la energía renovable. Tal como dejan claro los perentorios informes de la ciencia climática, las emisiones de los combustibles fósiles están dejando un planeta cada vez menos habitable. Al mismo tiempo, construir un mundo bajo en emisiones de carbono trae consigo sus propios costes sociales y medioambientales: cada turbina eólica, cada panel solar y cada vehículo eléctrico necesita grandes cantidades de materiales extraídos de las minas, transportados en barco a largas distancias, manufacturados en fábricas cuya energía seguramente provenga todavía de la quema de carbón, y llevados de nuevo a los consumidores. Esta cadena de suministro, dispersa por todo el globo como ninguna otra en toda la historia del capitalismo, da pie a una carrera hacia el abismo, dado que el capital busca continuamente trabajo y recursos naturales más baratos.
No todas las comunidades situadas a lo largo de esta cadena tienen voz a la hora de decidir quién carga con los costes sociales y medioambientales o cuánto esfuerzo debería emplearse en reducirlos, a no ser que lo fuercen. Cuanto más vasta y compleja sea la cadena, más difícil va a ser movilizarse a través de ella. Esta amplitud global no es nueva: la revolución industrial fue posible gracias a las materias primas extraídas y cosechadas lejos de los centros industriales. Pero en las últimas décadas han proliferado las tecnologías que dispersan la producción aún más, desde los barcos cargueros a los nuevos tratados de comercio, desde el método de producción «justo a tiempo» facilitado por el desarrollo informático a las zonas económicas especiales, lo que hace que el capitalismo global sea una red infinitamente más intricada e interdependiente de lo que jamás soñase Adam Smith.
Cuando hablamos de la transición a las energías renovables, la forma en que funciona esta red es especialmente importante; se trata de quién controla nuestro futuro. Un mundo con el zumbido de cientos de millones de Teslas (o peor: Escalades eléctricos) fabricados con materiales rapiñados sin el consentimiento de las comunidades locales y bajo un régimen laboral represivo en fábricas contaminantes ―o, en otras palabras, un mundo no muy distinto del actual pero movido por la energía del viento y del sol― no es algo inevitable.
También son posibles otros futuros. La transición energética que ya está en marcha ofrece una oportunidad histórica para desmantelar el estilo de vida estadounidense de opulencia privatizada y aislada en las zonas residenciales y para construir algo mejor en su lugar. Este estilo de vida siempre ha sido una pesadilla, tanto ecológica como políticamente. Cuanta menos energía consumamos, menos materias primas vamos a necesitar. Y esto no es una llamada a la ecoausteridad; actualmente, el consumo de energía es profundamente desigual e ineficiente. Podemos construir una sociedad que sea al mismo tiempo baja en emisiones y abundante en un sentido que nos resulte relevante a la mayoría.
Para ello va a hacer falta que se reconozca que el sustrato material de nuestras vidas está íntima y a menudo violentamente conectado a los ecosistemas y a la gente que vive más allá de nuestras fronteras. En teoría, el comercio, la producción y el consumo podrían reorganizarse para priorizar la seguridad climática, la igualdad socioeconómica, los derechos de las y los indígenas y la integridad de sus hábitats.
Pero para lograr un resultado como este se necesita poder político y utilizarlo de manera estratégica. Dada la abrumadora complejidad del capitalismo contemporáneo, es fácil olvidar que las cadenas de suministro no son el producto de una fatalidad geográfica. De hecho, un aspecto clave de la injusticia medioambiental es que los procesos contaminantes —en minas, centrales eléctricas o fábricas— están situados allí donde los ecosistemas y las vidas humanas son percibidos como prescindibles o donde se los considera carentes de influencia política.
El resultado es que la fuerza desde abajo puede obstruir e incluso dar una forma nueva a los flujos globales. Esta fuerza es particularmente efectiva cuando se aplica en los «cuellos de botella», esto es, en puntos de paso obligatorios para personas y productos. Además de los propios espacios fabriles, la infraestructura logística (puertos, barcos, almacenes) y los pozos de extracción (minas, plataformas petrolíferas, refinerías) son «cuellos de botella» en potencia y, por tanto, nodos vulnerables para el sistema en su conjunto. En otras palabras, son puntos estratégicos de disrupción.
Puede que yo no sepa exactamente qué forma tiene el mundo que quiero. El presente pesa mucho y pone trabas a la imaginación. Pero sí sé que ese mundo empieza por entender lo misterioso, vital y estimulante de la exuberancia que hay en este planeta; por concebir la abundancia como prosperidad compartida y por ampliar nuestra solidaridad para que incluya a personas que puede que nunca conozcamos y lugares que puede que nunca visitemos, pero cuyos futuros están unidos a los nuestros. El salar nos lo agradecerá.
THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso), y próximamente publicará Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press).
La ilustración que encabeza el texto es Les Îles Éoliennes (ca. 1480), ilustración de Robinet Testard para Secrets de l’histoire naturelle. El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.