Por Alyssa Battistoni y Jedediah Britton-Purdy
Este texto fue publicado originalmente en Dissent con el título «After Carbon Democracy».
En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia en lugar de por menos.
Si te preocupa la democracia, el cambio climático no va a hacer que te sientas mejor. Desde hace décadas, el clima (y anteriormente la crisis ecológica en general) ha sido esgrimido como exponente fundamental de la incapacidad de la democracia para solucionar nuestros problemas más acuciantes.
Los retos son innumerables: la acción climática requiere compromisos nacionales que beneficien a pueblos extranjeros y sacrificios actuales en beneficio de generaciones futuras, y que se basen en fundamentos científicos que, aunque fácilmente sintetizables, son demasiado complejos como para enganchar narrativamente a los negacionistas. Simplemente, la gente no se impone a sí misma firmes restricciones de manera voluntaria, especialmente en beneficio de desconocidos.
Como prueba de ello, quienes se muestran escépticos ante la democracia señalan las airadas protestas contra las subidas de precio de los combustibles fósiles, como los chalecos amarillos en Francia o las movilizaciones ecuatorianas contra la retirada de las subvenciones a los carburantes. A esto hay que añadir el rechazo, o directamente la derogación, de los impuestos sobre el carbono en lugares que van desde Australia hasta Washington, y la elección de presidentes agresivamente antiambientalistas en Estados Unidos y Brasil, dos de las mayores democracias del mundo.
Recientemente un columnista del Financial Times, un barómetro fiable de la opinión de las élites, preguntaba: «¿Puede la democracia sobrevivir sin carbono?». Su respuesta era: «No lo vamos a averiguar. Ningún electorado va a votar en perjuicio de su propio estilo de vida. No podemos culpar a malos políticos o a corporaciones, somos nosotros: siempre vamos a elegir crecimiento antes que clima».
Incluso las personas de izquierdas afines a la democracia no pueden sino preocuparse por lo que implicaría para esta un cambio drástico en las condiciones materiales. En Carbon Democracy, el historiador Timothy Mitchell afirma que «gracias al petróleo, las políticas democráticas se han desarrollado con una orientación particular hacia el futuro: el futuro como horizonte ilimitado de crecimiento». Ahora sabemos que dicho horizonte se está cerrando.
Así pues, ¿somos nosotros el problema? ¿Qué posibilidades hay de una democracia sin carbono en el siglo XXI?
Una breve historia de la democracia climática
La actual oleada de ansiedad a propósito de la democracia y el medio ambiente tiene multitud de precedentes. En los años setenta, momento en que emergía la política ecológica moderna, el teórico político William Ophuls imaginó qué ocurriría si tuviese que detenerse el crecimiento económico (una predicción habitual, en ese momento, tanto entre individuos radicales como entre centristas). Ophuls argumentaba que la escasez es la condición insoslayable de la vida humana y la política, el inevitable conflicto por los recursos limitados. Esta es la razón que llevó a Thomas Hobbes, el primer teórico político moderno, a insistir en la necesidad de un soberano absoluto para que hubiera orden político: para mantener a la gente a salvo de los estómagos codiciosos y famélicos de los demás. Lo específico de la época moderna, y de mediados del siglo xx en particular, ha sido la creencia de que la escasez podía ser evitada; de que la riqueza podía ser no solo abundante sino ilimitada. La crisis ecológica se presentó como un duro reproche a semejante manera de pensar y a los sistemas políticos que se han edificado sobre ella.
Ophuls defiende que un futuro sostenible ecológicamente hubiese sido «más autoritario» y «menos democrático». Los mandarines ecológicos se harían cargo de gestionar los recursos comunes de manera apropiada; el gobernador ecológico ideal vendría a ser una combinación de Platón y Hobbes, al que se le añadiría algo de John Muir: el conocimiento del filósofo-rey combinado con la soberanía absoluta y con una elegante nota de conciencia verde.
En cualquier caso, en los años ochenta los expertos políticos en boga ya promovían una solución distinta: ecologismo de mercado, que veía la respuesta a los problemas medioambientales no en un decrecimiento, sino en la creación de más mercados, calibrados inteligentemente para la «internalización» de «externalidades» industriales a través de la incorporación de los costes de la polución a los de los recursos (el impuesto sobre el carbono es una versión de esta idea). Los economistas señalaron que la amenaza de la polución lanzada a la capa de ozono por los clorofluorocarbonos (CFC) se había solucionado de forma barata y rápida mediante un sistema de mercado de permisos negociables. En Europa se resolvió incluso de manera más veloz a través de su prohibición; sugiriendo que la clave era que se podían reemplazar los CFC, o directamente prescindir de ellos. Si había funcionado para los CFC, la lógica dictaba que podía funcionar para el carbono. La teoría económica, que es la elitista sabiduría convencional de esta época, indicaba claramente que el camino a seguir era una solución de mercado.
Parecía que la mejora del medio ambiente se ajustaba perfectamente al final de la historia: capitalismo, democracia y aire limpio podrían ir de la mano ahora y siempre. La «curva de Kuznets medioambiental» mostraba, supuestamente, que la polución había crecido en los primeros estadios de la industrialización para luego caer cuando el electorado de clase media decidió que se podía permitir agua y aire limpios, lo que replicaba la trayectoria de la desigualdad económica que el economista Simon Kuznets plantea en su optimista trabajo sobre tendencias de ingresos a largo plazo. La versión de la democracia que se hallaba en esta idea aparecía desnuda: los politólogos que investigaban el progreso democrático y su «consolidación» incluyeron en su definición los «derechos de propiedad», que generalmente implican un sistema de mercado capitalista. Esta no era una democracia que pudiera impugnar las prerrogativas capitalistas, sino una que se identificaba axiomáticamente con ellas.
Para los años 2000 quedó claro que el progreso no estaba ocurriendo lo suficientemente rápido. El cambio climático era un problema más grande de lo que muchos habían supuesto, quizá fuera incluso completamente distinto. El ingenuo optimismo «democrático» cedió terreno. Desde la perspectiva de la economía de la elección racional, el cambio climático se presentaba ahora como un ejemplo de manual de problema de la acción colectiva: era de interés común alcanzar una solución, pero también era de interés individual no dejar de emitir aprovechando que los demás sí que lo hacían. La acción climática suponía un sacrificio que nadie estaba dispuesto a hacer a no ser que lo hicieran todo el mundo; y todo el mundo tenía incentivos personales para descargar la responsabilidad sobre los demás y, en última instancia, sobre las generaciones futuras.
Pero la teoría de la elección racional estaba siendo en sí misma atacada por la economía behaviorista, la cual apuntaba que la manera de tomar decisiones es de todo menos racional. Este era el lenguaje de las élites políticas sobre la naturaleza humana en el nuevo milenio; en libros de gran popularidad, como Freakonomics, como en trabajos cuasiacadémicos, como Nudge, del economista de la Universidad de Chicago Richard Thaler y el profesor de derecho en Harvard Cass Sunstein (quien estuvo una temporada el frente de la Oficina de Información y Asuntos Regulatorios de Barack Obama). La economía behaviorista explicaba el problema de la acción colectiva en sus propios términos: no se trataba simplemente de que nuestros intereses tuviesen una orientación deficiente, sino más bien que apenas podíamos entender cuáles eran nuestros propios intereses. «¿Por qué no es verde el cerebro?», preguntaba en 2009 un titular en la portada de The New York Times Magazine, captando el nuevo zeitgeist. El problema era de «prejuicios automáticos» que deformaban la cognición; la gente está acostumbrada al corto plazo, mientras que el cambio climático es un problema que abarca siglos. No hemos calculado correctamente los riesgos; reaccionamos de manera distinta a las mismas medidas si se las adorna de manera diferente: la gente odia los «impuestos» al carbono, pero le gustan las «compensaciones» de carbono. No nos gusta el cambio, sufrimos de aversión al riesgo. Tenemos dificultades para percibir el cambio climático como una amenaza porque no se trata de un acto de violencia inmediatamente visible, como la guerra.
Quizá la democracia no fuera la culpable per se del cambio climático, pero había algo en el demos (algo en la gente en sí misma, algo en nuestros cerebros) que no estaba preparado para entender y lidiar con semejante problema. Se seguía de esto que no estábamos preparados para el autogobierno en un mundo definido por complejos problemas a largo plazo; la gente necesitaba ser engañada ―«impelida»― para poder decidir sobre sus intereses propios más profundos y verdaderos. Tanto aquí como en el análisis de la elección racional había, tácita pero implícitamente, un análisis fundamentalmente individualista y ahistórico del cambio climático. No importaba quién hubiese causado realmente todas las emisiones de carbono, o bajo qué sistemas de economía política se hubiesen producido: los humanos éramos, en última instancia, todos iguales y dicha forma de ser dificultaba enormemente hacer nada respecto a los procesos efectivos.
En los últimos años, las culpas han pasado de recaer en lo idiota que es la gente o en los fallos inherentes de las instituciones democráticas para recaer en la dominación de estas por parte de las compañías de combustibles fósiles. El dinero negro que responde a intereses particulares (y también no poco dinero obscenamente visible a plena luz) ha sido utilizado para negar el cambio climático, para acabar con los impuestos sobre el carbono y con la expansión de las energías renovables, y para desregular la industria. Este giro hacia una historia política de las políticas medioambientales se ha centrado en los defectos e infortunios contingentes del proceso político estadounidense; desde la completa apertura de la válvula del gasto político hasta las vicisitudes de las negociaciones de la Casa Blanca en los años ochenta («la década en que casi paramos el cambio climático», como afirmaba Nathaniel Rich en un extenso artículo de The New York Times Magazine en 2018).
Mientras el catastrofismo por el fin del mundo sustituye a la euforia del fin de la historia, las últimas cuatro décadas de pensamiento «político» sobre el clima parecen no haber sido nada políticas. O, más bien, el pensamiento climático de estas décadas ha sido un síntoma de la antipolítica dominante: una política de ideas (teoría de la acción racional, economía behaviorista) e instituciones (la industria de los combustibles fósiles, los bancos de inversión, el Partido Demócrata de Bill Clinton y Robert Rubin) que afirmaba no ser política, sino sentido común o ciencia, y que trabajaba para aplastar cualquier política que fuera más allá del pesimismo generalizado acerca de los seres humanos y del optimismo sobre los tejemanejes institucionales y tecnológicos.
El «elefante en la habitación» propio de estos discursos en torno a la democracia y el cambio climático es el capitalismo.
El capitalismo se encuentra en el corazón mismo del cambio climático, ya que se basa en un crecimiento indefinido que el planeta no puede soportar. Todas las formas de capitalismo que hemos conocido han sido extractivistas, han drenando la Tierra de su energía y de gran parte de su riqueza de maneras destructivas que no son renovables. Y todas las formas de capitalismo que conocemos han sido incapaces de reparar en las amenazas medioambientales, sobre todo la polución, de la cual los gases de efecto invernadero son el último y mayor ejemplo. El extractivismo y la polución se hallan en el núcleo de las economías medioambientales convencionales: habitualmente son descritas como cuestiones derivadas de «externalidades» y del «capital natural» y a menudo se propone como solución a ello la «contabilidad ambiental de costo total», para así incorporar bienes y riesgos ecológicos a los balances generales de empresas y consumidores. Este relato convierte el problema en una serie de cuestiones técnicas, pero desde la derrota de la ley Waxman-Markey en 2010 ha quedado claro que incluso los desafíos aparentemente técnicos para el ámbito político y económico de los combustibles fósiles requiere mayorías movilizadas luchando para salvar el mundo. Es decir, la tecnocracia no evita la política, sino que la ignora, para luego verse sorprendida por ella. La idea del crecimiento indefinido es más básica aún y, por lo general, la economía convencional la ha esquivado.
La política climática se ha dado en su totalidad dentro del periodo de la hegemonía neoliberal, en el cual ha sido imposible considerar o imaginar un fuerte control democrático sobre la economía; la antipolítica de esas décadas funcionó para proteger contundentemente los mercados de inoportunas distorsiones políticas. Al restringir las políticas democráticas y revertir ―o directamente saltarse― las limitaciones impuestas al capital de manera democrática (incluyendo las regulaciones medioambientales de los años setenta), el neoliberalismo ha dificultado enormemente la solución de los problemas medioambientales sistémicos del capitalismo.
Si vamos a hablar de democracia y cambio climático, entonces también tenemos que hablar de democracia y capitalismo, aunque en casi todas las conversaciones se presupone una democracia que no puede o no necesita poner en cuestión los preceptos básicos del capitalismo. La actual política climática ha funcionado de la misma manera hasta hace muy poco. Hasta 2016 parecía que el neoliberalismo había triunfado sobre la democracia, que la economía había sometido completamente a la política. Y entonces la política volvió a la vida, y lo hizo rugiendo.
Pero una política viva plantea preguntas de distinto tipo y ni mucho menos fáciles. ¿Puede la democracia realmente vencer o contener al capitalismo en un momento en el que la primera parece debilitarse cada vez más y la segunda no para de hacerse más fuerte? ¿Y cuáles son los caminos más probables para la democracia en un mundo golpeado por el cambio climático? Argumentar que la difícil situación en la que nos encontramos es resultado de un mundo profundamente antidemocrático no implica necesariamente que una democracia más fuerte vaya a facilitar las cosas. Hemos alcanzado algo de claridad sobre nuestra situación, pero a costa de remplazar un problema histórico (hacer frente al cambio climático) por dos (alcanzar la democracia para hacer frente el cambio climático). ¿Cuáles son las dimensiones de este nuevo problema? ¿Es probable que la democracia y el cambio climático colisionen en los años?
Culpar a la democracia por el cambio climático
Comencemos con la insinuación habitual de que acabar con el cambio climático puede significar la supresión de la democracia. El espectro del déspota ilustrado que gobierna en pos de la Tierra y sus criaturas ―el híbrido Platón-Hobbes-Muir― reaparece regularmente. El hecho de que un régimen semejante no haya existido jamás y de que sea poco probable que nunca lo vaya a hacer no ha detenido a académicos y periodistas a la hora de citar una y otra vez a tal o cual científico que afirma que la democracia no está a la altura de la tarea de frenar el cambio climático. Allí donde gobiernan fuerzas autoritarias no lo hacen en nombre de la ecología. Paradójicamente, China ocupa una doble posición dentro de este imaginario: de una parte, se dice que hace que las acciones climáticas norteamericanas se vuelvan irrelevantes debido a sus crecientes e imparables emisiones; de otra, se usa como ejemplo de las ventajas medioambientales del autoritarismo, dada su capacidad para construir trenes de alta velocidad o detener la producción de carbón de la noche a la mañana.
De todas formas, la democracia no va a volver por donde ha venido. Va a ser difícil que desaparezca completamente incluso en lugares donde lleva instaurada apenas unas pocas décadas, a pesar del pánico de algunos progresistas ante su caída. Aunque por supuesto que puede retroceder o erosionarse y, de hecho, lo hace. A veces, como ha ocurrido recientemente en Rojava y Hong Kong, la democracia es violentamente reprimida. La democracia se encuentra amenazada en todo el mundo: por los terratenientes y oligarcas racistas en Bolivia o por el régimen nacionalista y derechista de Turquía.
Al tratar con las fuerzas debilitadoras de la democracia, además, deberíamos desconfiar menos de las masas que de los liberales de clase media, que son quienes sostienen los tropos acerca de «la crisis de la democracia» y de cómo la gente no es capaz de gobernarse a sí misma. Históricamente, las clases medias han sido tibias con respecto a la democracia, a veces la apoyan, pero también la dejan de lado cuando las clases trabajadoras parecían demasiado poderosas. Estudios recientes sugieren que la relación entre capitalismo y democracia no se deriva de una innata afinidad estructural, sino más bien del hecho de que, en las sociedades capitalistas, la creciente clase trabajadora presiona en pos de reformas democráticas con el inconstante y escasamente fiable apoyo de la clase media.
En muchos lugares, lo que es más probable que un gobierno directamente autoritario es la perspectiva de que el neoliberalismo, que ha demostrado ser notablemente resistente tras la crisis de 2008, continúe restringiendo el gobierno popular. Y la solución favorita de los tecnócratas liberales es el impuesto sobre el carbono, pero dicho impuesto conlleva un problema del tipo de los de qué vendrá antes, el huevo o la gallina: los únicos que realmente lo defienden son una alianza de politólogos y de una parte afín del capital, pero, sin embargo, es difícil imaginar al capital imponiéndose voluntariamente a sí mismo nuevos costes añadidos sin una presión política masiva. Las empresas solo apoyan un impuesto sobre el carbono cuando la alternativa les resulta más amenazadora ―por ejemplo, el Green New Deal―. Si surgiera una presión política en torno a dicha alternativa, sería posible imaginar al centrismo presionando por un impuesto sobre el carbono en tanto que solución que cuenta con el visto bueno de las empresas, si bien, probablemente, a un nivel muy por debajo de los setenta y cinco dólares por tonelada propuestos por el Fondo Monetario Internacional (a modo de referencia, la media mundial es de ocho dólares por tonelada, cuando la ONU ha recomendado un impuesto de entre 135 y 5.500 dólares por tonelada para 2030).
Mientras tanto, en países donde la agenda política está marcada por su capacidad para pedir préstamos, un impuesto sobre el carbono (o sobre el combustible) podría imponerse desde el exterior o ser instituido en respuesta a las condiciones de los prestamistas. El reciente intento de Ecuador de recortar los subsidios a los combustibles, por ejemplo, pretendía ahorrarle al estado 1.300 millones de dólares al año como parte de un paquete de crédito de 4.200 millones por parte del FMI. Sin embargo, es probable que la imposición de nuevos gastos sobre personas que ya han sufrido la peor parte de la crisis económica genere nuevos contraataques: las movilizaciones que siguieron a los recortes en los subsidios mencionados obligaron a su restablecimiento, de la misma forma en que las protestas de los chalecos amarillos contra un nuevo impuesto sobre los carburantes provocaron que este fuera abandonado. Entender todo ello como manifestaciones democráticas contra la acción climática es mezquino; podrían serlo si quienes protestan vieran que sus alternativas fueran o bien austeridad o bien destrucción medioambiental, pero estas son también revueltas democráticas contra el neoliberalismo y, al menos potencialmente, a favor de otra opción distinta. La pregunta es si pueden señalar el camino hacia una alternativa menos desesperante, hacia alguna forma de prosperidad pública compartida.
Democratizando la descarbonización
De hecho, hay un programa climático ambicioso que propone asumir grandes gastos en beneficio de pueblos extranjeros y de generaciones futuras (y también reconstruir el paisaje estadounidense de manera generosa e inclusiva) y que está movilizando a activistas y convenciendo a candidatos a las primarias del Partido Demócrata. En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia, no por menos, incluso cuando aún no gocemos de nada que se asemeje a una democracia perfecta. La premisa es que la acción climática debe ser popular para poder triunfar políticamente, lo que implica que debe beneficiar a las personas ahora, en lugar de pedirles que se sacrifiquen en beneficio del futuro. No hay electorado para una austeridad verde y los cambios que necesitamos no se pueden barrer debajo de la alfombra mediante acciones ejecutivas (como en el Plan de Energía Limpia) o mediante maniobras legales (como sucede con la estrategia «demandar a esos cabrones» que históricamente han seguido las grandes organizaciones medioambientales sin ánimo de lucro).
El Green New Deal señala que la acción de acabar con las emisiones de carbono tiene que formar parte de una transformación más amplia de la economía y la sociedad: una que aborde el enquistado poder del capital fósil y el de los responsables políticos que lo han estado protegiendo, así como los daños que estos han causado a la ciudadanía, especialmente a las comunidades de color y a la clase trabajadora. Señala también que la riqueza pública es la forma de vivir bien dentro de los límites ecológicos y que debemos construir el tipo de democracia necesaria para lucha contra el cambio climático mediante la lucha contra el cambio climático, en lo concreto más que en lo abstracto.
La izquierda que abraza la «democracia» tiende a entenderla como algo más sólido y robusto que un mero «mayoritarismo» ―como una llamada a la igualdad, como una riqueza compartida y como un reconocimiento mutuo; como algo que siempre estamos esforzándonos en conseguir, en lugar de una serie de procedimientos políticos ya establecidos de una vez para siempre―. Estados Unidos sigue fracasando en tanto que democracia por muchas de estas cuestiones y las políticas climáticas pueden o bien ahondar en este sentido de democracia o bien ponerlo aún más en cuestión.
Pero también hay mucho que decir acerca de ese frágil «mayoritarismo». Si el Tribunal Supremo de los Estados Unidos no hubiese otorgado la victoria en las elecciones del año 2000 a George W. Bush tras haber perdido la votación popular frente a Al Gore, probablemente las negociaciones climáticas internacionales hubiesen progresado mucho más y la legislación sobre el clima podría haber ocurrido en la década en que Estados Unidos, en cambio, se lanzó a la guerra de Irak. Si el colegio electoral no le hubiese entregado la victoria a Trump tras haber perdido la votación popular, quizá Estados Unidos no estaría revirtiendo en tiempo récord las restricciones sobre la polución en el aire y sobre las emisiones de carbono. Incluso en una democracia enormemente imperfecta, el «mayoritarismo» sigue implicando poder.
«Mayoritarismo» implica que no tienes que hacerte con los corazones y las ideas de toda las personas del país, no tienes que alentar una transformación moral completa y simultánea, simplemente tienes que ganarte a la mayoría de la gente. Y una gran mayoría de la gente ha señalado de manera consistente su apoyo a muchos de los elementos del Green New Deal: trabajo garantizado, inversión en energías cien por cien renovables y en transporte público, restauración de bosques y suelos, etcétera. En un mundo construido por fuerzas profundamente antidemocráticas, en el que estamos tratando de abrirnos paso democráticamente hacia algo distinto, el hecho de que la democracia no sea un proyecto de consenso es algo positivo.
Pero el respaldo en las encuestas es solo el primer paso. Incluso ganar unas elecciones es el principio y no tanto el final. Si las exigencias democráticas suelen ser antagónicas a las necesidades del capital, y si el cambio climático es producto del capitalismo, entonces la acción democrática contra el cambio climático va a ser hostil al capital. Por supuesto, a ciertas formas del capital más que a otras: sin duda la industria de los combustibles fósiles va a luchar hasta la muerte, mientras que los potenciales magnates de la energía solar y eólica van a estar contentísimo con la instauración de un Green New Deal, si bien es de suponer que con uno que inyecte dinero público al I+D privado en vez de gravar al capital para desarrollar servicios públicos. En cualquier caso, hay suficiente capital adyacente o dependiente de los combustibles fósiles como para que se alinee un conjunto de fuerzas significativo contra cualquier pretensión seria de desbancar a las grandes compañías petrolíferas.
La lucha contra las decisiones antidemocráticas del capital no es la única en el horizonte. El «mayoritarismo» no siempre implica que quienes ganen puedan hacer que los perdedores hagan lo que no quieren hacer; incluso si es posible imaginar mayorías democráticas que respalden una vivienda y un transporte públicos, ¿qué ocurrirá cuando haya resistencia frente a los proyectos de rehacer todo lo que tenga que ver con carreteras, vehículos deportivos y viviendas unifamiliares independientes en Estados Unidos? Las eternas luchas sobre quién controla realmente de manera efectiva los terrenos públicos en los estados del oeste (que llegan ocasionalmente a cotas dramáticas, como la ocupación derechista en 2016 del refugio de vida salvaje de Malheur, en el este de Oregón) muestran que existe una fuerte resistencia a la idea de que el Congreso, el Tribunal Supremo o quien sea desde Washington tenga la última palabra. Las agudas divisiones entre jurisdicciones «rojas» y «azules»,[1] en las que cada una de ellas denuncia como ilegítimas las mayorías de la otra ―por manipuladas, por dependientes del Colegio Electoral o de la restricción del derecho a voto, o por estar empañadas por el «fraude electoral» (algo en lo que Trump no para de insistir de manera insidiosa)―, pueden conllevar una dificultad aun mayor a la hora de aplicar decisiones nacionales a estados y ciudades disconformes.
El problema de la escala es aún más imponente a nivel planetario. En la historia de la democracia, al menos hasta el momento, el «gobierno del pueblo» ha sido siempre de un subgrupo del pueblo, generalmente señalado por los límites territoriales del estado nación; pero el cambio climático afecta de manera significativa a personas más allá de las fronteras nacionales, a aquellas que aún no han nacido, y a animales no humanos, ninguna de las cuales forma parte del «pueblo» que toma decisiones políticas. También sabemos que tanto las causas como los efectos del cambio climático están desigualmente distribuidos: alrededor del 10% de la población global es responsable del 50% de las emisiones en todo el mundo, mientras que el 50% de la población es responsable de apenas el 10%, siendo estas últimas las comunidades más vulnerables al desastre climático. Sin embargo, no tenemos un Estado global (sea eso deseable o no), así que, en lo que respecta a un futuro que seamos capaces de anticipar, está descartada una democracia global genuina .
Esto significa que la mayoría de la población global que quiera poner freno al consumo derrochador de unos pocos poderosos no tiene medios de ninguna clase para hacerlo. En concreto, el resto del mundo no puede hacer que Estados Unidos rinda cuentas. Somos el país que más tiene que perder con una toma de decisiones democrática global, lo cual explica por qué el poder de Estados Unidos se ha utilizado principalmente para socavar instituciones globales, excepto cuando se alineaban con los intereses norteamericanos. La democracia realmente existente está atrapada en el problema de que hay subgrupos nacionales que tienden a tomar decisiones para el resto del mundo y de que, dentro de ellos, son los ricos y poderosos los que conservan la mayor parte de la capacidad de influencia. Sin embargo, eso no significa que las opciones sean o Estado mundial o la quiebra. Sea cual sea el grado de poder que puedan alcanzar las comunidades situadas en primera línea de batalla (desde acciones legales frente a amenazas climáticas en los países de origen de las grandes compañías petrolíferas hasta esfuerzos internacionales conjuntos para frenar la extracción de combustibles fósiles, pasando por programas solidarios como el de gasto internacional incluido en la versión del Green New Deal propuesta por Sanders), van a ser relevantes para limitar el poder de los combustibles fósiles y para hacer que las décadas por venir sean menos crueles y desiguales.
Por supuesto, no es una realidad el que los movimientos por la democracia sean movimientos por la justicia climática: es bastante sencillo imaginar movimientos circunscritos a estados nación en posiciones estructuralmente privilegiadas demarcando «el pueblo» como una categoría étnico-nacionalista y fomentando posturas en contra de las personas migrantes cuando haya más refugiados climáticos buscando un lugar seguro, o acelerando la extracción de combustibles fósiles para financiar programas sociales para las personas nativas a costa de los extranjeros, o invirtiendo en infraestructura y trabajos verdes para las comunidades más favorecidas mientras se abandona al resto a merced de inundaciones e incendios cada vez más abundantes.
Pero también es demasiado simple observar el clima como si fuera una crisis única. La mayor parte de las decisiones políticas afectan a personas fuera de las comunidades políticas ya existentes, ya sea porque viven más allá de sus fronteras o porque lo van a hacer en el futuro. La decisión de construir autopistas moldea de manera profunda los patrones de habitabilidad y desplazamiento; la de debilitar a los sindicatos de un país afecta al comercio global y a los trabajadores de todo el mundo. ¿Por qué el cambio climático, en particular, ha hecho correr ríos de tinta? La crisis climática es un reto temible para la política y, aun así, hay muy pocas personas que sugieran que la toma de decisiones democrática sea imposible en muchas otras áreas en las que existe una fuerte interdependencia. Como sugiere el filósofo Stephen M. Gardiner en A Perfect Moral Storm, resulta difícil no pensar que la enumeración de las muchas razones por las cuales la política «no funciona» o «no puede funcionar» puede llegar a ser una manifestación de mala fe que nos distraiga de la tarea de tratar de confrontar estas crisis con los medios de los que disponemos.
Tendemos a tratar el cambio climático como un problema de un tipo completamente distinto, que requiere de soluciones completamente distintas, cuando en realidad está arrojando luz sobre muchos de los retos, las tensiones y las paradojas más recurrentes de la política realmente existente. A un alto nivel de abstracción, la pregunta puede ser existencial, pero en la práctica la solución va a implicar algo a medio camino entre la guerra de trincheras y un ataque de nervios colectivo, atravesará los canales de toda institución existente y, a la vez, estos la atraparán y le exprimirán todas sus capacidades. Hacemos nuestra propia política, pero no tal y como queremos.
Cabe esperar un conflicto largo y difícil, repleto de peleas recurrentes sobre cuál es la voluntad de la gente, quién es la gente y cómo se debería relacionar esa voluntad, perpetuamente en disputa, con instituciones pegajosas, infraestructuras más pegajosas todavía, un capital desatado y gente sometida, y todo ello enmarcado en una naturaleza cada vez más impredecible a la que no le importa nada de todo esto que hemos dicho. Desafortunadamente, este es el aspecto que tiene la política hoy en día, incluso cuando los desafíos son enormes y evidentes, y la meta a alcanzar es la propia democracia. Para salir de esta solo nos queda seguir hacia delante.
ALYSSA BATTISTONI es investigadora posdoctoral en la Universidad de Harvard y editora de Jacobin. Es coautora de A planet to win: Why we need a Green New Deal. JEDEDIAH BRITTON-PURDY es profesor de derecho en la Universidad de Columbia, editor de Dissent Magazine y autor de This Land Is Our Land: The Struggle for a New Commonwealth.
La ilustración de cabecera es un grabado en cobre que representa una batalla naval cerca de Corinto en el año 430, y es obra de Matthäus Merian el viejo (1593-1650). La traducción del artículo es de Marco Silvano.
[1] En Estados Unidos se habla de estados o jurisdicciones «rojas» o «azules» para señalar aquellas en las que gobierna una mayoría del Partido Republicano o del Partido Demócrata. Lo particular es que, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares, el color rojo sirve para identificar al Partido Republicano, que es conservador, y el azul para identificar al Partido Demócrata, supuestamente más progresista. (N. de Contra el diluvio).