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  • Esta vez en llamas

    Esta vez en llamas

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    Por John Bellamy Foster.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Monthly Review con el título «On Fire This Time».

    Actualmente estamos presenciando lo que parecen ser los comienzos de una revolución ecológica, un nuevo momento histórico que no se parece a ningún otro que la humanidad haya experimentado.[1] Tal y como sugiere Naomi Klein en su nuevo libro On Fire [En llamas], no es solo que el planeta esté ardiendo, sino que para responder a ello se está alzando un nuevo movimiento revolucionario climático que ya ha prendido.[2] He aquí una breve cronología del último año centrada en las acciones por el clima que ha habido en Europa y Norteamérica, aunque se debe insistir en que ahora el mundo entero está objetivamente (y subjetivamente) esta vez en llamas:[3]

    • Agosto de 2018: Greta Thunberg, de quince años, da comienzo a una huelga estudiantil frente al Parlamento de Suecia.
    • 8 de octubre de 2018: el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC) publica el Informe especial sobre el calentamiento global de 1,5 °C y señala la necesidad de «transiciones en los sistemas [que] no tienen precedentes en lo que a escala se refiere».[4]
    • 17 de octubre de 2018: activistas de Extinction Rebellion ocupan la sede de Greenpeace en Reino Unido exigiendo que se lleve a cabo una desobediencia civil masiva para afrontar la emergencia climática.
    • 6 de noviembre de 2018: Alexandria Ocasio-Cortez (del Partido Demócrata) es elegida como miembro del Congreso con un programa que incluye un Green New Deal.[5]
    • 13 de noviembre de 2018: miembros del Sunrise Movement ocupan el despacho de la presidenta del Congreso, Nancy Pelosi; se les une la congresista Ocasio-Cortez, recién elegida.
    • 17 de noviembre de 2018: activistas de Extinction Rebellion cortan cinco puentes sobre el río Támesis, en Londres.
    • 10 de diciembre de 2018: activistas del Sunrise Movement irrumpen en los principales despachos del Partido Demócrata en el Congreso exigiendo la creación de un Comité Selecto para el Green New Deal.
    • 19 de diciembre de 2018: se eleva a cuarenta el número de miembros del Congreso que apoyan la creación de un Comité Selecto para el Green New Deal.
    • 25 de enero de 2019: Thunberg se dirige al Foro Económico Mundial: «Nuestra casa está en llamas […]. Quiero que actuéis como si nuestra casa estuviera en llamas. Porque lo está».[6]
    • 7 de febrero de 2019: la congresista Ocasio-Cortez y el senador Edward Markey presentan la resolución del Green New Deal en el Congreso.[7]
    • 15 de marzo de 2019: tienen lugar cerca de 2.100 huelgas por el clima lideradas por la juventud en 125 países, con 1.600.000 participantes (100.000 en Milán, 40.000 en París, 150.000 en Montreal).[8]
    • 15-19 de abril de 2019: Extinction Rebellion corta el acceso a muchas partes del centro de Londres.
    • 23 de abril de 2019: al dirigirse a ambas cámaras parlamentarias, Thunberg afirma: «¿Habéis oído lo que os acabo de decir? ¿Mi inglés es correcto? ¿Está encendido el micrófono? Porque estoy empezando a dudar».[9]
    • 25 de abril de 2019: manifestantes de Extinction Rebellion bloquean la Bolsa de Londres, adhiriéndose a la entrada con pegamento.
    • 1 de mayo de 2019: el Parlamento de Reino Unido declara la emergencia climática poco después de que haya habido declaraciones similares en Escocia y Gales.
    • 22 de agosto de 2019: el senador y candidato a la presidencia Bernie Sanders lanza el proyecto de Green New Deal más completo hasta la fecha, en el que se propone una inversión de 16,3 billones de dólares en diez años.[10]
    • 12 de septiembre de 2019: el número de apoyos a la resolución del Green New Deal en el Congreso llega a 107.[11]
    • 20 de septiembre de 2019: cuatro millones de personas participan en la huelga mundial por el clima y tienen lugar más 2.500 acciones en 150 países. Solo en Alemania participan en la protesta 1.400.000 personas.[12]
    • 23 de septiembre de 2019: Thunberg se dirige a las Naciones Unidas: «Hay gente que está sufriendo. Hay gente que está muriendo. Hay ecosistemas enteros colapsando. Estamos al comienzo de una extinción masiva y solo sois capaces de hablar de dinero y de cuentos de hadas acerca del crecimiento económico. ¡Cómo os atrevéis!».[13]
    • 25 de septiembre de 2019: el IPCC publica el Informe especial sobre el océano y la criósfera, que indica que para el año 2050 muchas megaciudades de poca altitud e islas pequeñas, especialmente las de las regiones tropicales, van a experimentar cada año «fenómenos extremos relacionados con el nivel del mar».[14]

    La eclosión de las protestas contra el cambio climático durante el último año ha sido, en buena medida, una respuesta al informe del IPCC de octubre de 2018, el cual declara que las emisiones de dióxido de carbono tienen que alcanzar su tope en 2020, haber caído un 45% en 2030 y alcanzar un impacto neto de cero emisiones en 2050 para que el mundo tenga alguna posibilidad razonable de evitar un catastrófico aumento de 1,5 ºC en la temperatura media global.[15] Un ingente número de personas se ha percatado de que, para dar marcha atrás y alejarnos del borde del precipicio, es necesario iniciar una transformación socioeconómica de una escala equiparable a la crisis del sistema Tierra a la que se enfrenta la humanidad. El resultado es que «System Change Not Climate Change» [cambiar el sistema, no el clima], que es como se llama el movimiento ecosocialista más importante de Estados Unidos, se ha convertido en el mantra del movimiento popular por el clima en el mundo entero.[16]

    El ascenso meteórico de Thunberg y del movimiento de las huelgas estudiantiles por el clima, el Sunrise Movement, Extinction Rebellion y el Green New Deal, todo ello en el breve periodo de un año, unido a las protestas y huelgas actuales de millones de activistas contra el cambio climático, la mayor parte de ellos jóvenes, ha traído una transformación masiva de la lucha medioambiental en los países capitalistas avanzados. Prácticamente de la noche a la mañana, la lucha ha abandonado su anterior marco de acción por el clima, más genérico, y se ha desplazado hacia el ala más radical del movimiento, por la justicia climática y el ecosocialismo.[17] El movimiento de acción por el clima ha sido en buena medida reformista y simplemente ha intentado darle un empujoncito al statu quo para que avanzara en una dirección con cierta conciencia climática. La marcha de 400.000 personas que tuvo lugar en Nueva York en 2014, organizada por el People’s Climate Movement, se dirigió a la calle 34 con la Undécima Avenida, un destino banal, en lugar de a las Naciones Unidas, donde estaba teniendo lugar el encuentro entre los negociadores por el clima, con el resultado de que aquello tuvo un carácter más de desfile que de protesta.[18]

    Por el contrario, a las organizaciones por la justicia climática, como Extinction Rebellion, el Sunrise Movement y la Climate Justice Alliance, se las reconoce por la acción directa. El nuevo movimiento es más joven, más valiente, más diverso y con una actitud más revolucionaria.[19] En la actual lucha por el planeta, tiene lugar un reconocimiento cada vez mayor de que las relaciones sociales y ecológicas de producción deben ser transformadas. Únicamente una transformación revolucionaria en cuanto a su escala y su velocidad puede sacar a la humanidad de la trampa en la que el capitalismo la ha metido. Como le dijo Thunberg a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático el 15 de diciembre de 2018: «Si tan difícil es encontrar las soluciones dentro de este sistema, quizá deberíamos cambiar el sistema mismo».[20]

    El Green New Deal: ¿reforma o revolución?

    Lo que ha hecho que en el último año la lucha por una revolución ecológica se convierta en una fuerza aparentemente imparable es el impulso del Green New Deal, un proyecto que encarna la unidad del movimiento por detener el cambio climático, que lucha por la justicia económica y social y se centra en los trabajadores y en las poblaciones situadas en primera línea.[21] No obstante, en origen el Green New Deal no fue una estrategia radical de transformación, sino más bien moderada y reformista. El término Green New Deal quedó establecido en 2007 en un encuentro entre Colin Hines, antiguo jefe de la sección de economía internacional de Greenpeace, y el editor de la sección de economía de The Guardian, Larry Elliott. A la vista del crecimiento económico y de los problemas medioambientales, Hines propuso aplicar cierta dosis de gasto y de keynesianismo verde y lo denominó Green New Deal por el New Deal que había puesto en marcha Franklin Roosevelt durante la gran depresión en Estados Unidos. Elliott, Hines y más gente, como el emprendedor británico Jeremy Leggett, lanzaron el Grupo por el Green New Deal de Reino Unido ese mismo año.[22]

    La idea fue recogida rápidamente por los círculos políticos. El columnista proempresarial de The New York Times Thomas Friedman comenzó a promover el término en Estados Unidos prácticamente al mismo tiempo que hacía lo mismo con una nueva estrategia capitalista ecomodernista.[23] Barack Obama avanzó un proyecto de Green New Deal en la campaña de 2008. Sin embargo, abandonó la terminología del Green New Deal junto a lo que quedaba de su contenido después de las elecciones de mitad de mandato de 2010.[24] En septiembre de 2009, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente publicó un informe titulado Global Green New Deal que contenía un plan de crecimiento sostenible.[25] Ese mismo mes, la Green European Foundation publicó A Green New Deal for Europe, una estrategia keynesiana de capitalismo verde, hoy conocida como Green New Deal europeo.[26]

    Todas estas propuestas, presentadas bajo el paraguas del Green New Deal, fueron hechas de arriba hacia abajo, combinaban keynesianismo verde, ecomodernismo y una planificación tecnocrática y corporativista, e incluían una preocupación apenas testimonial por la promoción del empleo y la erradicación de la pobreza, así que era la encarnación de un capitalismo verde tibiamente reformista. A este respecto, los primeros proyectos de Green New Deal tenían más en común con el primer New Deal de Franklin Roosevelt, el de 1933 a 1935 en Estados Unidos, que tenía un carácter corporativista y fuertemente proempresarial, que con el segundo New Deal, el de 1935 a 1940, alentado por las grandes revueltas de mediados de la década de los treinta por parte de los trabajadores industriales.[27]

    La versión radical del Green New Deal que ha ido ganando terreno el último año en Estados Unidos contrasta de un modo tajante con estas primeras propuestas corporativistas y obtiene su inspiración histórica de la gran revuelta de base que tuvo lugar durante el segundo New Deal. Una fuerza clave en esta metamorfosis fue la Climate Justice Alliance, que surgió en 2013 de la unión de varias organizaciones centradas principalmente en la justicia medioambiental. Hoy día, la Climate Justice Alliance reúne a sesenta y ocho organizaciones diferentes situadas en primera línea y que representan a comunidades con rentas bajas y comunidades racializadas, involucradas en luchas inmediatas por la justicia medioambiental y que apoyan una transición justa.[28]

    El concepto fundamental de transición justa tiene su origen en la década de los ochenta y el trabajo del ecosocialista Tony Mazzocchi en la Oil, Chemical and Atomic Workers Union por construir un movimiento radical por la justicia laboral y medioambiental, que más tarde fue difundido por la United Steel Workers.[29] La transición justa, destinada a superar el abismo que hay entre las luchas económica y ecológica, es ahora reconocida como el principio fundamental en la lucha por un Green New Deal popular, aparte de la salvaguarda del clima en sí mismo.

    El Green New Deal mutó por primera vez en una estrategia radical de base ―o en un Green New Deal popular, según Science for the People― durante las dos campañas presidenciales sucesivas de Jill Stein por el Partido Verde, en 2012 y 2016.[30] El Green New Deal del Partido Verde tenía cuatro pilares: (1) una carta de derechos económicos que incluía el derecho al trabajo, derechos para los trabajadores, el derecho a atención sanitaria (Medicare for All[31]) y el derecho a una educación superior gratuita y financiada estatalmente; (2) una transición verde que promovía la inversión en pequeñas empresas, la investigación verde y trabajos sostenibles; (3) una reforma financiera real que incluía el alivio de las deudas hipotecarias y estudiantiles, la democratización de la política monetaria, la ruptura con las compañías financieras, el fin de los rescates bancarios gubernamentales y la regulación de los de derivados financieros; (4) una democracia real que acabara con la figura de persona jurídica para las empresas, incorporase una carta de derechos del votante, derogase la Ley Patriótica[32] y redujese un cincuenta por ciento el gasto militar.[33]

    No cabe duda acerca del carácter radical (y antiimperialista) del programa original del Green New Deal del Partido Verde. La reducción a la mitad el gasto en el ejército estadounidense era la clave del proyecto para incrementar el gasto estatal en otras esferas. En el corazón del Green New Deal del Partido Verde se hallaba por tanto un ataque a la estructura económica, financiera y militar del imperio estadounidense, al tiempo que centraba sus propuestas económicas en una transición verde que generase hasta veinte millones de empleos nuevos.[34] La parte sobre la transición verde era, irónicamente, el elemento más débil del proyecto. No obstante, en lo que innovó el Partido Verde fue en vincular un cambio medioambiental vital a lo que se concebía como un cambio social igualmente necesario.

    Sin embargo, fue en noviembre de 2018 cuando una versión radical del Green New Deal irrumpió en el Congreso de mano de la congresista Ocasio-Cortez ―recién elegida durante las elecciones de mitad de mandato―, cuando este programa se convirtió de repente en un factor crucial dentro del panorama político de Estados Unidos. Ocasio-Cortez había decidido presentarse al cargo después de unirse a las duras protestas encabezadas por indígenas que habían tenido el objetivo de bloquear el oleoducto llamado Dakota Access Pipeline, en Standing Rock (Dakota del Norte), entre 2016 y 2017. Durante la campaña por el Decimocuarto Distrito Congresual de Nueva York, el que representa al Bronx y a la parte centro-norte de Queens, Ocasio-Cortez firmó con el Sunrise Movement un compromiso para no aceptar dinero de las industrias de combustibles fósiles, por lo que el Sunrise Movement hizo campaña a su favor y contribuyó a su sorprendente victoria electoral sobre el congresista Joe Crowley, que había ocupado el cargo durante diez mandatos.[35] Ocasio-Cortez se unió a la sentada del Sunrise Movement en favor de un Green New Deal que tuvo lugar una semana después de las elecciones en el despacho de Pelosi y fue ella quien, junto a Markey, presentó en el Congreso la resolución del Green New Deal.

    La campaña de Ocasio-Cortez se inspiró en buena medida en la campaña presidencial de Sanders de 2016, que se definía a como socialista democrática y que llevó al resurgir de Democratic Socialists of America (DSA), a quienes se había afiliado Ocasio-Cortez antes de su elección. Desde el principio, la resolución por un Green New Deal popular adquirió lo que, en muchos sentidos, era un carácter ecosocialista.[36]

    En la página catorce de la resolución del Green New Deal presentada por Ocasio-Cortez y Markey en febrero de 2019 se hace referencia a la realidad de la emergencia climática, así como al nivel de responsabilidad de Estados Unidos. Ello se yuxtapone a las «crisis vinculadas a ella», que se manifiestan en el declive de la esperanza de vida, el estancamiento de los salarios, una menguante movilidad de clase, una desigualdad desorbitada, la división racial de la riqueza y la brecha salarial de género. La solución que se ofrece es un Green New Deal que lograría reducir a cero neto las emisiones de gases de efecto invernadero mediante una «transición justa», creando «millones de puestos de trabajo buenos y bien remunerados» dentro de un proceso con el que garantizar un medioambiente sostenible. Está diseñado para «promover la justicia y la igualdad al detener la opresión actual, prevenir la opresión futura y reparar la opresión histórica sobre las poblaciones indígenas, las comunidades racializadas, las comunidades migrantes, las comunidades desindustrializadas, las comunidades rurales despobladas, las personas pobres, los trabajadores con bajos ingresos, las mujeres, los mayores, los sintecho, gente con discapacidad y gente joven (esta resolución se refiere a todos ellos como “comunidades situadas en primera línea y vulnerables”)».

    La resolución del Green New Deal se basa en una «movilización nacional de diez años». Durante este periodo, el objetivo es lograr «que el cien por cien de la demanda de energía en Estados Unidos sea satisfecha a través de fuentes de energía limpia, renovable y sin emisiones de carbono». Entre otras medidas se incluyen la oposición «a los monopolios propios e internacionales»; el apoyo a la agricultura familiar; la construcción de un sistema sostenible de alimentación; la creación de una infraestructura para vehículos que no produzca emisiones; la promoción del transporte público; la inversión en el tren de alta velocidad; la garantía de un intercambio tecnológico internacional vinculado al clima; la colaboración con comunidades situadas en primera línea, sindicatos del trabajo y cooperativas de trabajadores; proporcionar un trabajo garantizado, una preparación y una educación superior a la población trabajadora; asegurar un sistema de salud de calidad y universal a toda la población de Estados Unidos; la protección de las tierras y las aguas públicas.[37]

    A diferencia del New Deal del Partido Verde, la resolución del Green New Deal del Partido Demócrata según fue presentada por Ocasio-Cortez y Markey no se opone directamente al capital financiero o al gasto militar e imperialista de Estados Unidos. Su carácter radical se reduce más bien al vínculo entre una movilización masiva para combatir el cambio climático y una transición justa para las comunidades en primera línea que incluya medidas económicas redistributivas. Y aun así no cabe duda acerca de la naturaleza radical de las exigencias expuestas, que si se aplicasen en su totalidad exigirían una movilización masiva de toda la sociedad que apuntase a una amplia transformación del capital estadounidense y a la expropiación de la industria de los combustibles fósiles.

    El plan de treinta y cuatro páginas de Sanders para el Green New Deal va todavía más allá.[38] Exige un cien por cien de suministros con energías renovables para la electricidad y el transporte en 2030 (lo que conduce a una reducción del 71% en las emisiones de carbono en Estados Unidos) y una descarbonización completa como muy tarde en 2050. Plantea lograr todo esto gracias a una inversión pública de 16,3 billones de dólares en la movilización masiva de recursos con la que abandonar los combustibles fósiles; el énfasis en una transición justa tanto para los trabajadores como para las comunidades en primera línea; la declaración de una emergencia nacional por el cambio climático; la recuperación del Cuerpo Civil de Conservación,[39] y la prohibición de las perforaciones mar adentro, el fracking y la minería de carbón de remoción de cima. Además, ofrecería doscientos mil millones de dólares al Fondo Verde del Clima para apoyar las transformaciones necesarias en países pobres con la intención de ayudar a reducir un 36% las emisiones de carbono para 2030 en los países menos industrializados.

    Para asegurar una transición justa para el conjunto de los trabajadores y trabajadoras, Sanders propone «hasta cinco años de salario garantizado, ayuda en la búsqueda de empleo, ayuda en el traslado, sanidad y una pensión basada en el salario anterior», además de ayuda para la vivienda, a todos los empleados desplazados debido al abandono de los combustibles fósiles. Los trabajadores recibirán formación en diferentes itinerarios profesionales, incluidos cuatro años de educación universitaria completamente pagados. El coste de la sanidad estaría cubierto por Medicare for All. A todo ello se le añadirían los principios de justicia medioambiental para así proteger a la población situada en primera línea. Se destinaría financiación a estas comunidades, incluidas las indígenas. La soberanía de las tribus sería respetada, pues en el plan de Sanders está incluido que se ofrecerían 1.120 millones de dólares para programas de acceso y extensión de los terrenos tribales. A ello hay que sumar que el gobierno «destinará 41.000 millones de dólares a ayudar a transformar las macrogranjas» en «prácticas ecológicamente regenerativas», además de apoyar a las granjas familiares.

    La financiación llegaría de diversas fuentes, entre las que se incluyen: (1) «un aumento masivo de impuestos a los ingresos y la riqueza de las compañías contaminantes y de los inversores en combustibles fósiles», así como «un aumento de las sanciones a la contaminación que provenga de la generación de energía con combustibles fósiles» por parte de las empresas; (2) la eliminación de los subsidios a la industria de los combustibles fósiles; (3) «la generación de ingresos con la venta de energía producida por las Administraciones de Comercialización de Energía regionales», a lo que hay que añadir los ingresos utilizados para sostener el Green New Deal y que van a ser recaudados hasta 2035, tras lo cual la electricidad será suministrada prácticamente gratis a los consumidores, más allá de los costes de operaciones y mantenimiento; (4) un recorte en los gastos militares destinados a proteger los suministros globales de petróleo; (5) la recaudación de impuestos adicionales provenientes del aumento del empleo, y (6) haciendo que las empresas y los ricos paguen «lo que les corresponde».[40]

    El Green New Deal de Sanders se diferencia por tanto de la resolución congresual de Ocasio-Cortez y Markey en: (1) el planteamiento de una línea temporal definida para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero (más ambicioso para Estados Unidos, debido a su particular responsabilidad, de lo que de media y bajo el presupuesto global de carbono hace falta para el mundo); (2) su ataque directo al capital fósil; (3) que basa explícitamente la transición justa en las necesidades de la clase trabajadora en su conjunto, al tiempo que presta particular atención a las comunidades situadas en primera línea; (4) la especificación de que se van a crear veinte millones de puestos de trabajo nuevos, como en la anterior propuesta de New Deal del Partido Verde; (5) la prohibición de las perforaciones mar adentro, del fracking y de la minería de carbón de remoción de cima; (6) el enfrentamiento con el papel de las fuerzas armadas en la protección de la economía global de los combustibles fósiles; (7) la estipulación de un desembolso en el Green New Deal por parte del gobierno de 16,3 billones de dólares en diez años, y (8) que la financiación del propio Green New Deal dependa de impuestos a las compañías contaminantes.[41] El plan de Sanders, de todos modos, da un paso atrás respecto a la audaz propuesta del Partido Verde de reducir a la mitad el gasto militar.

    Las estrategias del Green New Deal popular que están siendo promovidas en este momento constituyen lo que en la teoría socialista se denomina reformas revolucionarias, esto es, reformas que prometen una reestructuración fundamental del poder económico, político y ecológico y que señalan inequívocamente hacia la transición del capitalismo al socialismo. La escala de los cambios que se prevén es mucho mayor y representa una amenaza de más envergadura al poder del capital que la que planteó a finales de los años treinta el segundo New Deal. La desinversión completa en combustibles fósiles, incluidas las reservas de combustibles, da forma a una especie de abolicionismo impulsado por la pura necesidad y cuyo mayor parecido se encuentra, en cuanto a sus efectos generales a escala económica, en la abolición de la esclavitud en Estados Unidos. Se ha estimado que, en 1860, los esclavos conformaban «el mayor activo financiero de toda la economía estadounidense, con un valor mayor que toda la manufactura y los ferrocarriles juntos».[42] Hoy en día, plantar cara a la industria de los combustibles fósiles y a las industrias e infraestructuras relacionadas, incluida toda la estructura financiera, hace que surjan conflictos similares por la riqueza y el poder simplemente en cuanto a la escala que implica, y esto solo se puede concebir si forma parte de una transformación ecológica y social generalizada. Tanto es así que el Banco Interamericano de Desarrollo declaró en 2016 que las empresas de energía se enfrentaban a una pérdida potencial de veintiocho billones de dólares debido a la necesidad que tiene el planeta de dejar los combustibles fósiles bajo el suelo.[43]

    Lo que el capital ha entendido desde el principio es que estos cambios amenazarían la totalidad del orden político-económico, dado que, una vez que la población se haya movilizado por el cambio, todo el metabolismo de la producción capitalista estaría en tela de juicio.[44] Klein escribe que las empresas energéticas «deberán dejar bajo el suelo lo que se ha demostrado que son reservas de combustibles fósiles [que ellas contabilizan como activos] valoradas en billones de dólares».[45] Para el movimiento por la justicia climática, enfrentarse de esta manera al capital fósil y al sistema capitalista imperante en su conjunto exige una movilización social y una lucha de clases de una escala enorme, pues la mayoría de las transformaciones en la producción energética se pondrán en marcha en apenas unos años.

    Está claro que ninguna de las propuestas de Green New Deal está siquiera cerca de concebir ―y mucho menos de abordar― la inmensidad de la tarea que plantea la actual emergencia planetaria; pero están fundamentadas en lo que es necesario que suceda que podrían hacer saltar la chispa de una lucha revolucionaria global por la libertad y la sostenibilidad, pues los cambios que se contemplan van contra la lógica del capital en sí misma y no se pueden lograr sin una movilización de emergencia por parte de la población.

    Aun así, hay contradicciones pendientes dentro de las propias estrategias del Green New Deal radical en cuanto al énfasis que se hace en el crecimiento económico y la acumulación de capital. Los límites que impone la necesidad de estabilizar el clima son severos y exigen cambios en la estructura de producción subyacente. No obstante, en gran parte todas las propuestas actuales de Green New Deal evitan mencionar la conservación directa de recursos o las reducciones en el consumo total, y mucho menos medidas de emergencia como el racionamiento en tanto que forma equitativa y desvinculada del precio con la que reasignar los escasos recursos sociales (una medida bastante popular en Estados Unidos durante la segunda guerra mundial).[46] Ninguna tiene en consideración el nivel de despilfarro integral para el actual sistema de acumulación ni cómo ello se podría convertir en algo ecológicamente de provecho. En su lugar, todos los planes parten de la base de promover un crecimiento económico o una acumulación de capital rápidos y exponenciales, pese al hecho de que ello agravaría la emergencia planetaria y a que los verdaderos éxitos del segundo New Deal tuvieron mucho menos que ver con el crecimiento que con la redistribución económica y social.[47] Tal y como avisa Klein, el plan para un Green New Deal fracasaría estrepitosamente tanto a la hora de proteger el planeta como en llevar a cabo una transición justa si tomase la senda de un «keynesianismo climático».[48]

    El IPCC y las estrategias de mitigación

    Con todo ello no se quiere negar que parezca estar en marcha un movimiento tectónico. Las estrategias que ahora mismo se están promoviendo para un Green New Deal radical amenazan con hacer saltar por los aires el proceso de iniciativas científico-políticas liderado por el IPCC en cuanto a lo que se puede y a lo que se debería hacer para combatir el cambio climático, pues hasta ahora este ha cortado el paso a todas las perspectivas sociales y de izquierda. El enfoque del IPCC respecto a las acciones sociales necesarias para mitigar la emergencia climática ha venido dictado en buena medida por la hegemonía política y económica actual, lo cual contrasta de manera nítida con su cuidadoso tratamiento científico de las causas y las consecuencias del cambio climático, que ha estado relativamente exento de intervenciones políticas. Las estrategias de mitigación para reducir las emisiones de dióxido de carbono en todo el mundo han sufrido hasta el momento el duro golpe de la dominación casi total de las relaciones capitalistas de acumulación y de la hegemonía de la economía neoclásica. Las líneas maestras que conforman estos escenarios de mitigación restringen de modo tajante los parámetros de cambio que se tienen en consideración y lo hacen a través de dispositivos como los modelos de evaluación integrada (IAM por sus siglas en inglés, enormes modelos informáticos que integran los mercados energéticos y los usos de la tierra junto a proyecciones de los gases de efecto invernadero) y las trayectorias socioeconómicas compartidas (SPP por sus siglas en inglés, que constan de cinco trayectorias diferentes dentro del actual statu quo, basadas por lo general en marcos tecnológicos, con un crecimiento económico sustancial y que en todos sus modelos deja formalmente a un lado las medidas políticas climáticas).

    El resultado de unos modelos así de conservadores, que descartan cualquier alternativa al funcionamiento actual de las cosas, es la proliferación de afirmaciones nada realistas sobre qué se puede hacer y sobre qué se debe hacer.[49] Por lo general, los escenarios de mitigación incorporados al proceso del IPCC: (1) asumen de manera implícita la necesidad de perpetuar la actual hegemonía político-económica; (2) desdeñan los cambios en las relaciones sociales en favor de los cambios tecnocráticos, en buena medida basados en tecnologías que no existen o que no son viables; (3) hacen hincapié en la oferta ―que consta de factores principalmente tecnológicos y vinculados al precio― más que en la demanda, o en reducciones directas en el consumo ecológico, para reducir las emisiones; (4) confían en las así llamadas «emisiones negativas» (es decir, la captura y, de algún modo, el almacenamiento de dióxido de carbono presente en la atmósfera) para permitir alcanzar rápidamente los objetivos de emisiones; (5) dejan a las masas de población fuera de la ecuación y asumen que el cambio será gestionado por unas élites administradoras con una mínima participación pública, y (6) postulan respuestas lentas que dejan fuera la posibilidad (de hecho, la necesidad) de una revolución ecológica.[50]

    Así pues, mientras que los modelos y las proyecciones del IPCC recogen de manera adecuada la escala del cambio climático y sus impactos socioecológicos, la escala del cambio social que se requiere para afrontar este desafío es minimizada de manera sistemática en los cientos de modelos de mitigación que utiliza. En su lugar, recurren a soluciones mágicas surgidas de intervenciones basadas en el precio de mercado (como el comercio de los derechos de emisión) y a tecnologías futuristas que parten de inventos que no son viables en la escala que se necesitaría y que están basados en las emisiones negativas.[51] Este tipo de modelos señalan resultados catastróficos para los cuales se supone que la única defensa está en la denominada «eficiencia del mercado» y en extravagantes tecnologías inexistentes y/o irracionales, pues se supone que estos enfoques permiten que la sociedad prosiga con su modelo productivo prácticamente intacto.

    Por tanto, la mayor parte de los modelos de mitigación incorporan tecnología de bioenergía con captura y almacenamiento de carbono (BECCS por sus siglas en inglés), la cual promueve el cultivo de plantas (árboles principalmente) a una escala masiva para luego quemarlas y producir energía, mientras, simultáneamente, capturan el dióxido de carbono liberado a la atmósfera y, de algún modo, lo aíslan y almacenan, como en el caso del aislamiento geológico y oceánico. Si esto se implementase, requeriría de una cantidad de tierra igual a una o dos veces la India y de una cantidad de agua que se acerca a la que actualmente se usa en la agricultura en todo el mundo, y ello pese a la escasez mundial de agua.[52] Tampoco es que la promoción de estos enfoques puramente mecánicos sea un accidente; están profundamente insertos en la forma en que se elaboran estos informes y en el orden capitalista subyacente al que sirven.

    Según el destacado climatólogo Kevin Anderson, del Tyndall Centre for Climate Change Research de Reino Unido:

    El problema es que cumplir con el compromiso de entre 1,5 y 2º C exige reducciones en las emisiones de los países ricos de más del 10% anual, mucho más de lo que habitualmente se considera posible dentro del actual sistema económico. Los IAM tienen un papel importante y peligroso en lo que parece que es un intento por salir de este impasse. Detrás de una fachada de objetividad, el uso de estos modelos informáticos leviatánicos ha profesionalizado el análisis de la mitigación del cambio climático mediante la sustitución de la política, enmarañada y coyuntural, por el formalismo matemático, que no es coyuntural. Dentro de estos límites profesionales, los IAM sintetizan modelos climáticos sencillos y confían en cómo funcionan las finanzas y en cómo cambian las tecnologías, todo ello apuntalado por una interpretación económica [ortodoxa] del comportamiento humano.

    […]

    Habitualmente, los IAM utilizan modelos basados en axiomas del libre mercado. Los algoritmos que integran estos modelos presuponen cambios marginales, cercanos al equilibrio económico, y están fuertemente supeditados a pequeñas variaciones en la demanda como resultado de cambios marginales en los precios. El Acuerdo de París, por el contrario, establece un reto de mitigación que se aleja de los equilibrios de la economía de mercado actual y requiere de cambios inmediatos y radicales en todas las facetas de la sociedad.[53]

    Anderson insiste en que la realidad es que los modelos y proyecciones de escenarios climáticos que proporciona el IPCC y que luego son incorporados a los planes nacionales están basados en suposiciones extraídas del análisis general del equilibrio hecho por la economía neoclásica y se elaboran a partir de ideas acerca de la gradualidad de los cambios, según las exigencias del sistema de beneficio. Este tipo de condiciones en los escenarios de mitigación carecen de sentido en el contexto de la actual emergencia climática y son peligrosos en la medida en que coartan la acción que resultaría necesaria, pues ven en una tecnología que no existe a la única salvadora. De los numerosos modelos que el IPCC tuvo en cuenta para su informe de 2018, todos exigían la reducción de dióxido de carbono (CDR por sus siglas en inglés) o las denominadas emisiones negativas, principalmente a través de medios tecnológicos, pero también estaba incluida la reforestación.[54] Lo cierto es que, según explica Anderson, todo el enfoque que tiene el IPCC respecto a la mitigación ha sido un «fracaso acelerado» que ha guiado un proceso radicalmente opuesto a sus propias proyecciones y cuyo resultado es que «las emisiones anuales de CO2 han aumentado en torno al 70% desde 1990». Dado que los efectos de estas emisiones son acumulativos y no lineales y, además, cuentan con todo tipo de retroalimentaciones positivas, el «fracaso actual en la mitigación de las emisiones ha transformado el reto de un cambio moderado en el sistema económico en el de una revisión revolucionaria del sistema. Esta no es una posición ideológica; surge directamente de una interpretación científica y matemática del Acuerdo de París por el clima».[55]

    El IPCC reconoció en el informe de 2018 que se estaba acelerando la emergencia climática y dejó a un lado sus informes anteriores para animar tibiamente al desarrollo de enfoques respecto a la mitigación del cambio climático que tuviesen en cuenta también el factor demanda. Ello implica encontrar modos de reducir el consumo, por lo general a través del aumento de la eficiencia (aunque, como es habitual, se le resta importancia a la conocida paradoja de Jevons, según la cual en el capitalismo un aumento de la eficiencia lleva a un aumento de la acumulación y el consumo).[56] Se han presentado diversos escenarios de mitigación que demuestran que las intervenciones en la demanda constituyen la manera más rápida de abordar el cambio climático, e incluso en uno de los modelos se sugiere que se puede alcanzar el objetivo de permanecer por debajo de 1,5 ºC únicamente con un ligero margen de error y sin apoyarse en las denominadas tecnologías de emisiones negativas, sino que más bien ello dependería de mejoras en las prácticas agrícolas y forestales (consideradas una forma no tecnológica de reducción del dióxido de carbono).[57] Es más, estos resultados se alcanzan dentro de los supuestos extremadamente restrictivos de los modelos de mitigación del IPCC, los cuales incorporan formalmente (a través de los IAM y SSP) un crecimiento económico rápido y significativo al tiempo que se excluye toda intervención institucional (o política) respecto al clima. Por ello, algunos críticos radicales, como Jason Hickel y Giorgos Kallis, han sugerido que un enfoque sociopolítico sobre la demanda que haga hincapié en la abundancia y en las políticas redistributivas y que establezca límites al beneficio y al crecimiento (que hoy en día beneficia principalmente al 0,01%) ha demostrado ser mucho mejor en términos de mitigación y constituye la única solución realista.[58]

    Una virtud fundamental del surgimiento de las estrategias del Green New Deal radical o popular es, por tanto, que abren el terreno de lo posible de acuerdo a necesidades reales, colocando la cuestión de un cambio transformador como la única base de la supervivencia humana y civilizatoria: la libertad de la necesidad.[59] Aquí resulta importante reconocer que una revolución ecológica y social probablemente atraviese dos etapas que podemos denominar ecodemocrática y ecosocialista.[60] La movilización de la población en un principio adquirirá una forma ecodemocrática que pondrá el énfasis en la construcción de alternativas energéticas y de una transición justa, pero en un contexto general que carecerá de una crítica sistemática a la producción o el consumo. Sin embargo, cabe esperar que llegue un punto en el que la presión del cambio climático y de la lucha por la justicia social y ecológica, espoleada por la movilización de comunidades diversas, lleve a una perspectiva ecorrevolucionaria más amplia que perfore el velo de la ideología recibida.

    Aun así, el hecho es que el intento por construir un Green New Deal radical en un mundo aún dominado por el capital monopolista-financiero va a estar constantemente amenazado por una tendencia a virar hacia un keynesianismo verde, en el que la promesa de empleos ilimitados, rápido crecimiento económico y un consumo más elevado va a actuar contra cualquier solución a la crisis ecológica planetaria. Como señala Klein en On Fire:

    Un Green New Deal que sea creíble necesita un plan concreto para garantizar que los salarios de todos los buenos trabajos verdes que cree no se despilfarran en unos modos de vida de alto consumo y que, sin darse cuenta, acaben haciendo que las emisiones aumenten; un escenario en el que todo el mundo tiene un buen empleo y un montón de ingresos a su disposición y todo se gaste en chorradas prescindibles […]. Lo que nos hace falta son transiciones que reconozcan los límites rígidos de la extracción y que, simultáneamente, creen nuevas oportunidades para que la gente mejore su calidad de vida y encuentre placer fuera del ciclo infinito del consumo.[61]

    La senda hacia la libertad ecológica y social exige el abandono de un modo de producción cimentado sobre la explotación del trabajo humano y la expropiación de la naturaleza y de los pueblos, y que conduce a crisis económicas y ecológicas cada vez más frecuentes y severas. La sobreacumulación de capital bajo el régimen del capital monopolista-financiero ha conseguido que, a todos los niveles, el derroche sea fundamental para la preservación del sistema, creando una sociedad en la cual lo que es racional para el capital resulta irracional para las personas del mundo y para la Tierra.[62] Esto ha llevado a que se echen a perder vidas humanas en un trabajo innecesario dedicado a la producción de mercancías inútiles que requiere del despilfarro de los recursos naturales y materiales del planeta. En cambio, el alcance de este pródigo derroche de la producción y la riqueza humana, y de las de la Tierra misma, es una medida del enorme potencial que existe hoy en día para ampliar la libertad humana y satisfacer las necesidades individuales y colectivas al tiempo que se asegura un medioambiente sostenible.[63]

    En la actual crisis climática, son los países imperialistas situados en el centro del sistema los que han producido el grueso de las emisiones de dióxido de carbono que en este momento se concentran en el medioambiente. Son estos países los que aún tienen las mayores emisiones per cápita. Es más, estos mismos estados monopolizan la riqueza y la tecnología necesaria para reducir drásticamente las emisiones globales de carbono. Por ello, es esencial que los países ricos asuman la mayor parte de la carga en la estabilización del clima del planeta y reduzcan sus emisiones de dióxido de carbono en una tasa de un 10% anual o más.[64] El reconocimiento de esta responsabilidad por parte de las naciones ricas, junto a la necesidad global subyacente, es lo que ha llevado al repentino crecimiento de movimientos transformadores como Extinction Rebellion.

    Sin embargo, a largo plazo el principal impulso para una transformación ecológica en todo el mundo vendrá del sur global, donde la crisis planetaria está teniendo sus efectos más duros, además del sistema imperialista mundial y de una brecha cada vez mayor entre países ricos y pobres en su conjunto. Es en la periferia del mundo capitalista donde el legado de la revolución es más fuerte, y allí persisten las ideas más profundas acerca de cómo llevar a cabo este cambio tan necesario. Esto es especialmente evidente en países como Cuba, Venezuela y Bolivia, que han intentado revolucionar sus sociedades pese a los duros ataques del sistema imperialista mundial y pese a la dependencia histórica (en los casos de Venezuela y Bolivia) de la extracción energética, impuesta por las estructuras hegemónicas de la economía global. En general, es de esperar que el sur global sea el lugar donde crezca de un modo más rápido un proletariado medioambiental que surja de la degradación de las condiciones materiales de la población tanto a nivel ecológico como económico.[65]

    El papel de China en todo esto sigue siendo crucial y contradictorio. Es uno de los países más contaminados y que más recursos consume del mundo y sus emisiones de carbono son tan descomunales que por sí mismas constituyen un problema a escala global. No obstante, hasta el momento China ha hecho más que cualquier otro país por desarrollar tecnologías de energía alternativa destinadas a la creación de lo que oficialmente es denominado una civilización ecológica. Sorprendentemente, en buena medida sigue siendo autosuficiente en cuanto a los alimentos debido a su sistema agrícola, en el cual la tierra es una propiedad social y la producción agrícola depende principalmente de pequeños productores y de lo que queda de la responsabilidad colectivo-comunal. Lo que está claro es que las decisiones presentes y futuras del estado chino ―y, más aún, las del pueblo chino― respecto a la creación de una civilización ecológica probablemente serán claves a la hora de determinar el destino de la Tierra a largo plazo.[66]

    La revolución ecológica se enfrenta a la hostilidad de todo el sistema capitalista. Como mínimo, implica ir contra la lógica del capital. En su máximo desarrollo, implica trascender el sistema. Bajo estas condiciones, la respuesta reaccionaria de la clase capitalista, apoyada desde la retaguardia por la extrema derecha, será retrógrada, destructiva e incontrolada. Esto ya lo podemos ver en los numerosos intentos de la administración de Donald Trump por deshacerse incluso de la posibilidad de llevar a cabo los cambios necesarios para combatir el cambio climático (pareciera que para que con él el mundo quemase sus últimas naves), empezando con su retirada del Acuerdo de París por el clima y con la aceleración en la extracción de combustibles fósiles. La barbarie ecológica o el ecofascismo son amenazas evidentes en el actual contexto político global y forman parte de la realidad a la que cualquier revuelta ecológica de masas va a tener que enfrentarse.[67] En estas circunstancias, solo una lucha auténticamente revolucionaria, y no una reformista, va a ser capaz de salir adelante.

    Una era de cambio transformador

    Es un lugar común dentro de la literatura de las ciencias sociales, que son la encarnación del imperio de la ideología liberal, el contemplar la sociedad como si estuviese constituida por las acciones de los individuos que la conforman. Otros pensadores, más críticos, en ocasiones ofrecen la perspectiva opuesta, en la que los individuos son el producto de la estructura social en su conjunto. Un tercer modelo general observa cómo los individuos influyen en la sociedad y cómo la sociedad influye en los individuos en una especie de movimiento de ida y vuelta, percibido como una síntesis de estructura y agencia.[68]

    Frente a estas corrientes dominantes, las cuales son casi todas enfoques liberales que dejan escaso margen para una genuina transformación social, la teoría marxiana, con su perspectiva histórico-dialéctica, descansa sobre lo que el filósofo realista crítico Roy Bhaskar ha denominado «modelo transformador de la actividad social», en el que los individuos nacen en el interior de la historia y son socializados en una sociedad dada (en un modo de producción dado) que establece los parámetros iniciales de su existencia.[69] Sin embargo, estas condiciones y las relaciones productivas cambian de maneras impredecibles y contingentes durante el curso de sus vidas, lo que lleva a consecuencias, contradicciones y crisis involuntarias. Los seres humanos, atrapados en situaciones que no han escogido, actúan tanto espontáneamente como a través de movimientos sociales organizados, y en todo ello se refleja tanto la clase como otras identidades individuales y colectivas, y buscan cambiar las estructuras existentes de reproducción social y transformación social, dando lugar a momentos históricos críticos formados por rupturas y revoluciones radicales y por nuevas realidades emergentes. Como escribió Karl Marx: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado».[70]

    Este modelo transformador de la actividad social respalda una teoría de la autoemancipación del ser humano dentro de la historia. Las relaciones sociales existentes se convierten en grilletes para el desarrollo humano general, pero también dan lugar a las contradicciones fundamentales en el proceso de trabajo y producción ―o lo que Marx llamó «metabolismo social de la humanidad y la naturaleza»―, que llevan a un periodo de crisis y transformación que amenaza con la subversión revolucionaria de las relaciones sociales de producción o las relaciones de clase, de propiedad y de poder.[71] Hoy tenemos ante nosotros contradicciones así de agudas en el metabolismo de la naturaleza y la sociedad y en las relaciones sociales de producción, pero de un modo para el cual no existe ningún verdadero precedente histórico.

    En el Antropoceno, la emergencia ecológica planetaria se superpone a la sobreacumulación de capital y a una expropiación imperialista intensificada, creando una crisis económica y ecológica epocal.[72] Es la sobreacumulación de capital la que acelera la crisis ecológica global al llevar al capital a buscar formas nuevas de estimular el consumo para que los beneficios sigan circulando. El resultado de todo ello es un estado de Armagedón planetario que amenaza no solo la estabilidad socioeconómica, sino la supervivencia de la civilización y de la propia especie humana. Para Klein, la explicación central es sencilla: después de señalar que «Marx escribió acerca de la “fractura irreparable” del capitalismo con “las leyes naturales de la propia vida”», continúa y subraya que «en la izquierda mucha gente ha defendido que un sistema económico construido sobre la liberación de los apetitos voraces del capital arrasaría con los sistemas naturales de los que depende la vida».[73] Y esto es exactamente lo que ha ocurrido en el periodo que siguió a la segunda guerra mundial, a través de una gran aceleración de la actividad económica, el sobreconsumo por parte de los ricos y la consiguiente destrucción ecológica.

    Durante mucho tiempo la sociedad capitalista ha glorificado la dominación de la naturaleza. Es bien conocido que William James, el gran filósofo pragmático, se refirió en 1906 al «equivalente moral de la guerra». Aunque rara vez se menciona, el equivalente moral de James era una guerra contra la Tierra, para la que proponía «formar durante varios años a una parte del ejército para que fuera empleada contra la Naturaleza».[74] Hoy tenemos que revertir esto y tenemos que crear un nuevo equivalente moral de la guerra, más revolucionario, que no esté no destinado a utilizar un ejército para conquistar la Tierra, sino a que la población se movilice para salvar la Tierra y que este sea un lugar para que los seres humanos lo habiten. Esto solo se puede lograr a través de una lucha por la sostenibilidad ecológica y la igualdad real que tenga el objetivo de hacer resurgir los comunes globales. Según dijo Thunberg al dirigirse a las Naciones Unidas el 23 de septiembre de 2019: «Es aquí y ahora donde trazamos la línea. El mundo está despertando. Y el cambio se acerca, os guste o no». Esta vez el mundo está en llamas.

    JOHN BELLAMY FOSTER es profesor de sociología en la Universidad de Oregón y editor desde hace años de la revista Monthly Review. Su trabajo se ha centrado en la teoría de la fractura metabólica, en el estudio del imperialismo, en el legado teórico de Marx y en la necesidad de una revolución ecosocialista.

    La obra que ilustra este artículo es Hoguera de San Juan en la playa de Skagen (1906), de Peder Severin Krøyer.

    [1] Aquí la revolución es vista como un proceso complejo que abarca muchos actores y fases, a veces emergentes, a veces desarrollados, y que incluye una impugnación fundamental del estado además de la estructura social de propiedad, productiva y de clases. Puede implicar a actores cuyas intenciones no sean revolucionarias, pero que objetivamente son parte del desarrollo de una situación revolucionaria. Para una analogía histórica, ver George Lefebvre, The Coming of the French Revolution, Princeton, Princeton University Press, 1947 [trad. cast.: 1789: Revolución Francesa, Barcelona, Laia, 1981]. En torno al concepto en sí mismo de revolución ecológica, ver John Bellamy Foster, The Ecological Revolution, Nueva York, Monthly Review Press, 2009, pp. 11-35.

    [2] Naomi Klein, On Fire: The (Burning) Case for a Green New Deal, New York, Simon and Schuster, 2019.

    [3] James Baldwin, The Fire Next Time, Nueva York, Dial, 1963 [trad. cast.: La próxima vez el fuego, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1964].

    [4] IPCC, Calentamiento global de 1,5ºC, Ginebra, IPCC, 2018.

    [5] John Haltiwanger, «This Is the Platform That Launched Alexandria Ocasio-Cortez, a 29-Year-Old Democratic Socialist, to Become the Youngest Woman Ever Elected to Congress»Business Insider, 4 de enero de 2019.

    [6] Greta Thunberg, No One Is Too Small to Make a Difference, Londres, Penguin, 2019, pp. 19-24.

    [7] Congresista Alexandria Ocasio-Cortez, 116.º Congreso, Primera Sesión, resolución de la cámara 109, «Recognizing the Duty of the Federal Government to Create a Green New Deal» (en lo que sigue referida como Green New Deal Resolution), 7 de febrero 2019.

    [8] Klein, óp. cit., pp. 1-7.

    [9] Thunberg, óp. cit., p. 61.

    [10] Bernie Sanders, The Green New Deal, 22 de abril de 2019.

    [11] Res. 109, lista de apoyos; S. Res. 59, lista de apoyos.

    [12] Eliza Barclay y Brian Resnick, «How Big Was the Global Climate Strike? 4 Million People Activists Estimate»Vox, 20 de septiembre de 2019.

    [13] «Transcript: Greta Thunberg’s Speech to UN Climate Action Summit», NPR, 23 de septiembre de 2019.

    [14] IPCC, Special Report on the Ocean and Cryosphere in a Changing Climate (Summary for Policymakers), Ginebra, IPCC, 2019, pp. 22-24, 33.

    [15] Nicholas Stern, «We Must Reduce Greenhous Gas Emissions to Net Zero or Face More Floods»The Guardian, 7 de octubre de; NPR, óp. cit. Con frecuencia se asume que el mundo debe quedarse por debajo de los 2 ºC para evitar un punto de no retorno con respecto a la relación del ser humano con el planeta, pero cada vez más datos científicos señalan que la marca está en 1,5 ºC. La mayoría de los esquemas de mitigación climática que reconoce el IPCC asumen una superación temporal del límite de 1,5 ºC (si no del límite de 2 ºC) con emisiones negativas y luego la supresión de carbono de la atmósfera antes de que hayan tenido lugar los peores efectos. Pero cada vez está más asumido que una estrategia así es peor que una ruleta rusa en lo que se refiere a las posibilidades estadísticas y solo trae consigo aún más quimeras.

    [16] http://systemchangenotclimatechange.org. Ver también Martin Empson (ed.), System Change Not Climate Change, Londres, Bookmarks, 2019.

    [17] Para la diferencia entre acción por el clima y justicia climática, ver Klein, óp. cit., pp. 27-28.

    [18] A la marcha por el clima le siguió más tarde la acción Flood Wall Street, en la que los manifestantes pusieron en práctica la desobediencia civil, pero les faltó la fuerza de las masas.

    [19] Klein, óp. cit., pp. 27-28.

    [20] Thunberg, óp. cit., p. 16.

    [21] Poblaciones situadas en primera línea o comunidades en primera línea es una fórmula en inglés (frontline communities), aún no demasiado común en castellano, para hacer referencia a la población que, por diferentes condiciones sociales, políticas y económicas, es probable que sufra  las consecuencias del cambio climático antes y con menos recursos para hacerle frente. (N. de Contra el diluvio).

    [22] Partido Verde de Estados Unidos, Green New Deal Timeline; Green New Deal Policy Group, A Green New Deal, Londres, New Economics Foundation, 2008; Larry Elliott, «Climate Change Cannot Be Bargained With»The Guardian, 29 de octubre de 2007.

    [23] Thomas Friedman, «A Warning from the Garden»The New York Times, 19 de enero de 2007.

    [24] Alexander C. Kaufman, «What’s the “Green New Deal”?»Grist, 30 de junio de 2018.

    [25] UNEP, Global Green New Deal, Ginebra, UNEP, 2009.

    [26] Green European Foundation, A Green New Deal for Europe, Bruselas, Green European Foundation, 2009.

    [27] David Milton, The Politics of U.S. Labor, Nueva York, Monthly Review Press, 1982.

    [28] Climate Justice Alliance, «History of the Climate Justice Alliance».

    [29] John Bellamy Foster, «Ecosocialism and a Just Transition»Monthly Review, 22 de junio de 2019; Climate Justice Alliance, «Just Transition: A Framework for Change».

    [30] Science for the People ha sido el principal defensor de un Green New Deal popular que incorporase una transición para los trabajadores y las comunidades más vulnerables frente a los intentos por hacer retroceder el Green New Deal a su forma corporativista anterior. Ver Science for the People, «Peoples’ Green New Deal».

    [31] Proyecto para desarrollar un sistema de sanidad público, garantizado y gratuito en Estados Unidos. (N. de Contra el diluvio).

    [32] Ley aprobada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 por la que se dotó al gobierno federal de una mayor capacidad de control y vigilancia sobre la ciudadanía, supuestamente en aras de luchar contra el terrorismo. (N. de Contra el diluvio).

    [33] Jill Stein, «Solutions for a Country in Trouble: The Four Pillars of the Green New Deal»Green Pages, 25 de septiembre de 2012.

    [34] Partido Verde, «We Can Build a Better Tomorrow Today, It’s Time for a Green New Deal».

    [35] Tessa Stuart, «Sunrise Movement, the Force Behind the Green New Deal Ramps Up Plans for 2020»Rolling Stone, 1 de mayo de 2019. Los miembros fundadores del Sunrise Movement habían tenido su primera experiencia en el movimiento que luchaba por la desinversión en industrias fósiles, particularmente en las universidades, el cual, en diciembre de 2018, afirmaba haber logrado desinversiones por valor de ocho billones de dólares. Sin embargo, los activistas se dieron cuenta de que el siguiente paso consistía en intentar enfrentarse al estado y cambiar el sistema a través de un Green New Deal. Klein, óp. cit., p. 22.

    [36] El Partido Verde se ha movido de manera explícita hacia el ecosocialismo y ha patrocinado la conferencia sobre ecosocialismo de Chicago del 28 de septiembre de 2019. Ver Anita Rios, «Green Party Gears Up for Ecosocialism Conference»Black Agenda Report, 10 de septiembre de 2019.

    [37] Res. 109, «Recognizing the Duty of the Federal Government to Create a Green New Deal».

    [38] Sanders está completamente solo entre los principales candidatos demócratas para las elecciones de 2020 en cuanto a la promoción de un verdadero Green New Deal. El Plan para una Revolución de las Energías Limpias y la Justicia Medioambiental de Joe Biden, presentado en junio de 2019, deja completamente a un lado el énfasis que hace el IPCC en que las emisiones de dióxido de carbono deben reducirse en torno a un cincuenta por ciento en 2030 para permanecer por debajo de 1,5 ºC y, simplemente, promete promover políticas con las que lograr unas emisiones de cero neto en 2050 y un gasto de 1,7 billones de dólares durante diez años en la lucha contra el cambio climático. Elizabeth Warren ha suscrito la resolución del Green New Deal, pero en su Plan de Energías Limpias, presentado en septiembre de 2019, no va más allá de afirmar que apoya una movilización de diez años y hasta 2030 con el objetivo de alcanzar un cero neto de emisiones de gases de efecto invernadero «lo antes posible»; además, propone una inversión de tres billones de dólares durante diez años. Su plan evita mencionar una transición justa para los trabajadores y las poblaciones vulnerables.

    [39] El Cuerpo Civil de Conservación fue un programa muy popular que formó parte del New Deal original. Este organismo ofreció trabajo a cientos de miles de jóvenes desempleados en tareas de recuperación, cuidado y conservación de los recursos naturales. (N. de Contra el diluvio).

    [40] Sanders, óp. cit.

    [41] Pese a que en la resolución del Green New Deal presentada por Ocasio-Cortez y Markey no se aborda cómo sería financiado, el énfasis se puso en la creación de bancos públicos, en una expansión cuantitativa verde y en el gasto deficitario debido a la baja capacidad productiva actual ―una perspectiva apoyada por la teoría monetaria moderna―, y evita deliberadamente hablar de la financiación a través de impuestos a las empresas. Ver Ellen Brown, «The Secret to Funding a Green New Deal»Truthdig, 19 de marzo de 2019.

    [42] David Blight, citado en Ta-Nehisi Coates, «Slavery Made America»Atlantic, 24 de junio de 2014.

    [43] Ben Caldecott et al., Stranded Assets: A Climate Risk Challenge, Washington D.C., Banco Interamericano de Desarrollo, 2016.

    [44] Naomi Klein, This Changes Everything: Capitalism vs. the Climate, Nueva York, Simon and Schuster, 2014, pp. 31-63 [trad. cast.: Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima, Barcelona, Paidós, 2015].

    [45] Klein, On Fire, p. 261; J. F. Mercure et al., «Macroeconomic Impact of Stranded Fossil Fuel Assets»Nature Climate Change, 8, 2018, pp. 588-593.

    [46] Klein, This Changes Everything, pp. 115-116.

    [47] Nancy E. Rose, Put to Work, Nueva York, Monthly Review Press, 2009.

    [48] Klein, On Fire, p. 264.

    [49] Kevin Anderson, «Debating the Bedrock of Climate-Change Mitigation Scenarios»Nature, 16 de septiembre de 2019; Zeke Hausfather, «Explainer: How “Shared Socioeconomic Pathways” Explore Future Climate Change»Carbon Brief, 19 de abril de 2018.

    [50] Estos defectos forman parte de manera directa de los SPP y los IAM. Ver Oliver Fricko et al., «The Marker Quantification of the Shared Socioeconomic Pathway 2: A Middle-of-the-Road Scenario for the 21st Century»Global Environmental Change, 42, 2017, pp. 251-267. Para una evaluación crítica general, ver Jason Hickel y Giorgos Kallis, «Is Green Growth Possible?», New Political Economy, 17 de abril de 2019.

    [51] Kevin Anderson y Glen Peters, «The Trouble with Negative Emissions», Science, 354, n.º 6309, 2016, pp. 182-183; European Academies Science Advisory Council, Negative Emission Technologies: What Role in Meeting Paris Agreement Targets, EASAC Policy Report 35, Halle, Academia Alemana de Ciencias, 2018.

    [52] Ver John Bellamy Foster, «Making War on the Planet»Monthly Review, 70, n.º 4, septiembre de 2018, pp. 4-6.

    [53] Anderson, óp. cit.

    [54] IPCC, Calentamiento global de 1,5ºC, 16, 96.

    [55] Anderson, óp. cit.

    [56] Ver John Bellamy Foster, Brett Clark y Richard York, The Ecological Rift, Nueva York, Monthly Review Press, 2010, pp. 169-182

    [57] IPCC, Calentamiento global de 1,5ºC, 15-16, 97; Jason Hickel, «The Hope at the Heart of the Apocalyptic Climate Change Report»Foreign Policy, 18 de octubre de 2018. Ver también Arnulf Grubler, «A Low Energy Demand Scenario for Meeting the 1.5ºC Target and Sustainable Development Goals Without Negative Emission Technologies», Nature Energy, 3, n.º 6, 2018, pp. 512-527; Joeri Rogelj et al., «Scenarios Towards Limiting Global Mean Temperature Increase Below 1.5ºC», Nature Climate Change, 8, 2018, pp. 325-332; Christopher Bertram et al. «Targeted Policies Can Compensate Most of the Increased Sustainability Risks in 1.5ºC Mitigation Scenarios»Environmental Research Letters, 13, n.º 6, 2018.

    [58] Hickel y Kallis, óp. cit.

    [59] J. D. Bernal, The Freedom of Necessity, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1949.

    [60] Ver John Bellamy Foster, «Ecology», en Marcelo Musto (ed.) The Marx Revival, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, p. 193.

    [61] Klein, On Fire, p. 264.

    [62] Ver Paul A. Baran y Paul M. Sweezy, Monopoly Capital, Nueva York, Monthly Review Press, 1966.

    [63] John Bellamy Foster, «The Ecology of Marxian Political Economy»Monthly Review, 63, n.º 4, septiembre de 2011, pp. 1-16; Fred Magdoff y John Bellamy Foster, What Every Environmentalist Needs to Know About Capitalism, Nueva York, Monthly Review Press, 2011, pp. 123-144; William Morris, News from Nowhere and Selected Writings and Design, Londres, Penguin, 1962, pp. 121-122.

    [64] Kevin Anderson y Alice Bows, «Beyond “Dangerous” Climate Change: Emission Scenarios for a New World»Philosophical Transactions of the Royal Society, 369, 2011, pp. 20-44.

    [65] Para un debate sobre la actual situación ecológica del sur global y su relación el imperialismo, ver John Bellamy Foster, Hannah Holleman y Brett Clark, «Imperialism in the Anthropocene»Monthly Review, 71, n.º 3, julio-agosto de 2019, pp. 70-88. Acerca del concepto de proletariado medioambiental, ver Bellamy Foster, Clark y York, óp. cit. pp. 440-441.

    [66] El asunto de China y la ecología es complejo. Ver John B. Cobb (en conversación con Andre Vltchek), China and Ecological Civilization, Yakarta, Badak Merah, 2019; David Schwartzman, «China and the Prospects for a Global Ecological Civilization»Climate and Capitalism, 17 de septiembre de 2019; Lau Kin Chi, «A Subaltern Perspective on China’s Ecological Crisis», Monthly Review, 70, n.º 5, octubre de 2018, pp. 45-57. Sobre el concepto de civilización ecológica y su relación con China, ver John Bellamy Foster, «The Earth-System Crisis and Ecological Civilization»International Critical Thought, 7, n.º 4, 2017, pp. 439-458.

    [67] Naomi Klein, «Only a Green New Deal Can Douse the Fires of Eco-fascism»The Intercept, 16 de septiembre de 2019.

    [68] Roy Bhaskar, Reclaiming Reality: A Critical Introduction to Contemporary Philosophy, Londres, Routledge, 2010, pp. 74-76.

    [69] Ibíd., pp. 76-77, 92-94.

    [70] Karl Marx, Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, 1852; Nueva York, International Publishers, 1963, p. 15 [trad. cast.: El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, en Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, tomo I, Editorial Progreso, Moscú, 1981].

    [71] Karl Marx, Capital, vol. 1, Londres, Penguin, 1976, p. 283 [trad. cast.: El capital, vol. I, Madrid, Siglo XXI,, 2017].

    [72] Ver Ian Angus, Facing the Anthropocene: Fossil Capitalism and the Crisis of the Earth System, Nueva York, Monthly Review Press, 2016, pp. 175-191.

    [73] Klein, On Fire, pp. 90-91; Karl Marx, Capital, vol. 3, Londres, Penguin, 1981, p. 949 [trad. cast.: El capital, vol. III, Madrid, Siglo XXI, 2017].

    [74] William James, «Proposing the Moral Equivalent of War», discurso en la Universidad de Stanford, 1906.

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  • Plan, estado de ánimo, campo de batalla – Reflexiones sobre el Green New Deal

    Plan, estado de ánimo, campo de batalla – Reflexiones sobre el Green New Deal

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    Por Thea Riofrancos.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «Plan, Mood, Battlefield – Reflections on the Green New Deal».

    Los científicos que estudian el clima están empezando a parecer unos radicales.

    El informe del IPCC de 2018 concluye que serían necesarios «cambios sin precedentes y en todos los aspectos de la sociedad» para limitar el calentamiento a 1,5 ºC. En un informe devastador sobre el terrible estado de los ecosistemas del planeta, la Plataforma de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos de la ONU también pide, en palabras textuales de su presidente, «una reorganización sistémica de los factores tecnológicos, económicos y sociales, incluyendo paradigmas, objetivos y valores».

    La primera y hasta ahora única iniciativa legal en Estados Unidos que aborda la severidad de la crisis a la que nos enfrentamos es el Green New Deal, presentado el pasado mes de febrero [de 2019] como una resolución conjunta del Congreso. La resolución propone, entre otros objetivos, la descarbonización de la economía, la inversión en infraestructuras y la creación de trabajos dignos para millones de personas. Y aunque, desde el punto de vista global, esta resolución resulta limitada dada su escala nacional, transformar Estados Unidos de acuerdo a esos parámetros tendría repercusiones en todo el planeta por al menos dos razones: Estados Unidos es un gran impedimento para la cooperación global respecto al clima y hay partidos políticos en todo el mundo (el Partido Laborista en Reino Unido y el PSOE en España) que han empezado a adoptar el Green New Deal como marco para su propias políticas a nivel nacional.

    Después de unos meses de idas y venidas en los discursos, podemos empezar a identificar una serie de posiciones emergentes dentro del debate en torno al Green New Deal. La derecha se ha limitado a meter miedo porque «vienen los rojos» y ha tachado la resolución no vinculante sobre el Green New Deal de «monstruosidad socialista» y de vía hacia la servidumbre de la planificación de estado, el racionamiento y el veganismo obligatorio. En las posiciones de centro, cada vez más menguantes, se agarran con fuerza a las políticas equidistantes: el Green New Deal es como un sueño infantil; los adultos de verdad saben que la única opción es seguir la senda del bipartidismo y del incrementalismo. La izquierda, por supuesto, sabe que en el contexto de una crisis climática que ya está en marcha, del resurgir de la xenofobia y del debilitamiento de la legitimidad del consenso neoliberal, lo verdaderamente engañoso son las soluciones «de mercado» y los alegatos nostálgicos en favor de las «normas e instituciones» americanas.

    Pero también en la izquierda hay críticas y rechazos frontales al Green New Deal (como esta, esta, esta y esta). Al Green New Deal, como al antiguo New Deal, se le achaca que se limite a que el estado, en tanto que comité ejecutivo de la burguesía, rescate al capitalismo de la crisis planetaria que él mismo ha provocado. Según este punto de vista, en lugar de dotar de poder a las comunidades «vulnerables que se encuentran en primera línea», tal y como dicta la resolución, este marco normativo concedería a las empresas oportunidades de inversión inesperadas y subvenciones que se beneficiarían de rebajas de impuestos, subsidios, colaboraciones público-privadas, desembolsos en infraestructura que estimularían el desarrollo inmobiliario y una garantía de trabajo que haría lo mismo con el consumo; todo un win-win para el estado y el capitalismo, pero que, al dejar intacto el modelo subyacente de acumulación de capital, adicto al crecimiento, supondría una derrota para el planeta y para las comunidades más vulnerables a la crisis climática y al apartheid ecológico. Y hay otra vuelta de tuerca más. Como apuntan a veces estos mismos análisis, este escenario, con sus vencedores y vencidas asegurados,  se basa en una comprensión errónea del capitalismo contemporáneo. En un mundo con un estancamiento económico secular ―márgenes de beneficio decrecientes, burbujas especulativas, financiarización, actitudes rentistas y acumulación de capital a través de la redistribución de abajo arriba―, las cualidades vampíricas del capital nunca han resultado tan obvias. La idea de que, con un pequeño estímulo, el capital podría superar de repente estas tendencias e invertir en actividades productivas no es más que una fantasía nostálgica sobre sí mismo.

    Para los escépticos del Green New Deal que hay en la izquierda, este keynesianismo verde tan anacrónico tiene su contrapartida ideológica en el nacionalismo económico que se deja ver a través del lenguaje de la resolución, el cual coloca a Estados Unidos como un «líder internacional» que, en general, realiza un contabilidad de las emisiones de carbono que llega solo hasta las fronteras americanas, invisibilizando así las grandes redes de extracción, producción y distribución que requeriría una transición masiva hacia las energías renovables. En palabras de Max Ajl, su plan político se resumiría en «socialdemocracia verde en casa; fronteras terrestres y marítimas militarizadas; y, más allá, la extracción de recursos para crear tecnologías limpias en casa». Esto podría darse, por ejemplo, mediante apropiaciones neocoloniales de tierras para la producción de energías renovables.

    En esa misma línea, una mirada algo miope acerca de las emisiones de carbono que no vea más allá de la red eléctrica nacional puede ignorar los límites extractivistas en el Green New Deal. Una visión global y holística revela que las energías renovables intensificará la minería, la cual aporta materias primas con las que rehacer el «ambiente construido»[1] para que funcione exclusivamente con electricidad. Y un mundo con una minería intensificada es, a su vez, un mundo de acumulación por desposesión y de contaminación. Uno de estos límites es el del litio: se trata de un componente extraído de la salmuera o de la roca sólida que es necesario para fabricar las baterías que hacen funcionar los vehículos eléctricos, o las que proporcionan almacenamiento de energía a las redes de las renovables. En Sudamérica, el litio está siendo extraído a un ritmo alarmante a partir de la salmuera almacenada bajo unos salares ubicados en una meseta que se halla a gran altitud y que está rodeada por la cordillera de los Andes. Los salares son sistemas hidrológicos vulnerables de los que la salmuera es una parte fundamental; es un tipo de humedal desértico que se superpone al territorio, a huertos y a pastos de comunidades campesinas indígenas y mestizas. En el supuesto de que en 2050 haya tenido lugar una transición energética total a las energías renovables y sin alteración de los patrones de consumo de energía, la demanda de litio habrá excedido el 280% de las reservas de litio conocidas (es decir, los depósitos cuya extracción resulta económicamente viable ahora mismo).

    Finalmente, está el asunto de que la resolución no habla en ningún momento del monstruo que todo el mundo se empeña en ignorar, la industria de la energía fósil, responsable de la mayor parte de las emisiones globales. Este sector es un obstáculo político descomunal a nivel interno: debido a la expansión del fracking, Estados Unidos está camino de convertirse en el mayor productor global de petróleo y de gas natural; de hecho, el mundo está tan anegado por el petróleo americano que las mayores barreras para el suministro —«sanciones, conflicto y guerra civil»— apenas afectan ya al precio del crudo. Es difícil imaginarse a este monstruo renunciando de manera voluntaria a sus enormes inversiones. En el caso de que viéramos unas regulaciones rigurosas de las emisiones y se impusiera una transición hacia las energías renovables, las inversiones en torres de perforación, oleoductos y plantas energéticas se convertirían de la noche a la mañana en billones de dólares en activos echados a perder y causarían una crisis financiera global.

    Esto son obstáculos reales, restricciones reales y preocupaciones reales. Opino, sin embargo, que una política de mera oposición, una política que, a la luz tanto del poder de nuestros enemigos como de las limitaciones del Green New Deal tal y como es concebido actualmente, se posiciona principalmente en contra de esta iniciativa no es ni empíricamente sensata ni políticamente estratégica.

    Empecemos por los hechos básicos. Nadie niega que sea deseable una descarbonización de los sistemas energéticos nacionales y globales. Los complejos mecanismos de retroalimentación que existen entre el calentamiento de la atmósfera y otras formas de desastres medioambientales, desde las sequías hasta la subida del nivel del mar, pasando por otros fenómenos meteorológicos extremos, son tales que cada grado de calentamiento que evitemos ―o, ya que estamos, cada décima de grado― supone que el mundo sea mucho más seguro para la población humana y no humana, especialmente para quienes sufren los daños de un desastre que ya está en marcha (mientras escribo esto, y en el lapso de dos meses, la costa este de África ha sido azotada por dos ciclones de una magnitud nunca vista; el primero, Idai, mató a más de mil personas y dejó millones de afectadas).

    Y nadie niega que la descarbonización sea tecnológicamente e incluso económicamente factible. Los estudiosos y los inversores del sector de las energías renovables están entusiasmados con la drástica reducción de los costes de las renovables y del almacenamiento de las baterías. Por supuesto, nos encontramos con la peliaguda cuestión de cuál sería la extensión de tierra que requeriría un sistema basado en las energías solar y eólica. No hay duda de que las renovables hacen un uso intensivo del territorio, tanto en la producción (aerogeneradores y paneles solares) como en líneas de transmisión, pero estas estimaciones varían muchísimo. Según los más optimistas, la producción de energía solar y eólica podría requerir de menos del uno por ciento del territorio estadounidense. Según los más pesimistas, como Jasper Bernes, podría ser de entre un veinticinco y un cincuenta por ciento, que es un margen bastante amplio. No obstante, incluso estos porcentajes simplifican demasiado la complejidad del asunto. A diferencia de lo que sucede con la biomasa y la agricultura, un aerogenerador y un huerto no son territorialmente excluyentes. Los paneles solares pueden instalarse en el tejado, de modo que no toda la energía solar compite directamente con la asignación de tierra del sector agropecuario o con el restablecimiento de ecosistemas. A su vez, hay muchos usos del territorio que son ecocidas y antisociales pero que podrían ser modificados para la producción de energías renovables o ser renaturalizados para la captura natural de carbono: jardines inmaculados, campos de golf, aparcamientos y miles de kilómetros cuadrados de terrenos públicos cedidos a compañías petrolíferas y de gas. Y las posibilidades para la descarbonización pueden (y deben) exceder al sector energético e incluir la propia infraestructura del comercio global: por ejemplo, reducir la velocidad de los cargueros un diez por ciento conllevaría una reducción de casi un veinte por ciento de sus emisiones.

    Como se puede ver, tecnológicamente factible es un concepto amplio que abarca todo un universo de escenarios diversos.

    A un lado del espectro, tenemos la transición energética que ya está en marcha, organizada bajo la lógica del capitalismo verde y la enorme industria de las «tecnologías limpias». Esta deposita sus esperanzas en soluciones técnicas como el control de la radiación solar, que tienen el objetivo de alterar lo menos posible el modelo de acumulación económica actual para no cuestionar cuánta energía se usa, ni para qué se utiliza, ni quién controla dicha energía. Al otro lado tendríamos una descarbonización que se alcanzaría mediante la mezcla de un cambio completo hacia las energías renovables, el diseños de redes que maximicen la resiliencia con una generación distribuida, ecosistemas que capturen carbono, eficiencia energética, una demanda energética reducida (que por supuesto asegure que dichas reducciones apunten sobre todo y ante todo al derroche y el sobreconsumo de los más ricos) y un cambio de paradigma del consumo privado a uno que valore el consumo colectivo regido por un empleo de los recursos social y ecológicamente sostenible. Esta última perspectiva reconoce que la raíz de la crisis climática (la competitividad de un mercado que solo busca el beneficio, el crecimiento descontrolado, la explotación de las personas y de la naturaleza y la expansión imperialista) no puede ser al mismo tiempo la solución a la crisis climática.

    Decidir entre el capitalismo verde o el ecosocialismo como vías hacia la descarbonización ―con el infinito número de versiones que hay entre ambos― es política; política no solo en Estados Unidos, sino a lo largo de la dispersa cadena de producción de la transición a las renovables, desde las fronteras extractivas hasta nuestras casas, pasando por fábricas, cargueros, almacenes y red de distribución. En Chile, cuyas exportaciones de litio representan el 40% respecto al total mundial y que es donde he estado llevando a cabo mis investigaciones, las comunidades indígenas y las y los ecologistas están empezando a organizarse contra la creación de nuevos proyectos en torno al litio, en parte gracias a unas alianzas nuevas que están atravesando la meseta andina y llegan a comunidades de Argentina y Bolivia.

    En cada uno de los nodos de esta cadena global, lo técnico y lo político están íntimamente vinculados. Decretar que la descarbonización es improbable o imposible equivale a evitar las complejas tareas históricas que tenemos por delante para crear un mundo nuevo.

    ¿Demasiado radical o no lo suficiente?

    La principal incertidumbre que recorre las críticas de la izquierda al Green New Deal es acerca de si es demasiado radical o si, por el contrario, no lo es lo suficiente («unas tibias reformas propuestas por socialdemócratas», según Joshua Clover).

    Por un lado, intentar alcanzar la descarbonización de la economía que el plan propone desencadenaría una respuesta implacable de parte de la clase dirigente (como avisa Bernes, «es de esperar que los propietarios de dicha riqueza se opongan con todo lo que tienen, que es más o menos todo lo que hay»). Por otro lado, lo que hace el Green New Deal es salvar al capitalismo de sí mismo y, así, «deja el crecimiento intacto» (Bernes) al tiempo que deja también intactas a «empresas que se rigen por el beneficio» (Clover). Las implicaciones políticas son igualmente inciertas. A primera vista, el estado, presa del capital, se asegurará de que la legislación nunca pase de su fase inicial o de que sea vetada o de que la diluyan las agencias dedicadas a su aplicación y que tenga una muerte lenta y burocrática. Si se analiza más en profundidad, es difícil de imaginar por qué el sistema político se iba a oponer a unas reformas tan leves, especialmente teniendo en cuenta el tremendo efecto legitimador que podría conseguirse si parece que se están llevando a cabo acciones serias contra el cambio climático.

    ¿Es el Green New Deal una guerra de clases sin cuartel o un win-win para el crecimiento verde? ¿Es demasiado radical para ser concebible ―no digamos aplicable― en la situación actual o es demasiado reformista dada la escala de la catástrofe climática?

    Por supuesto, cualquiera podría defender, como creo que en concreto hace Bernes, que esta incertidumbre no es inherente a su crítica del Green New Deal, sino a la perspectiva misma de la resolución, una perspectiva que puede gustarle a cualquiera, un espejo en el que tanto el anticapitalista como el emprendedor capitalista pueden ver reflejado el futuro que ambos anhelen.

    Aun así, existe otra lectura posible de esta indeterminación. El estado no es un monolito hecho de una sola pieza y tampoco lo es el capital, y estos dos hechos están relacionados. El capital no está formado solo por capitalistas, sino por sectores enteros que compiten entre sí, y la competencia es una de las primeras leyes del movimiento del capitalismo. Aparte de por la cuota de mercado y por la inversión, los capitalistas compiten entre sí por el estado: por sus políticas, su amplitud, su poder de legitimación. Podríamos imaginar sin mayores complicaciones cómo algunos sectores apoyan algunos puntos del Green New Deal (la «tecnología limpia»), mientras que otros maniobran con empeño en su contra (la industria del combustible fósil). Se podría analizar de manera aún más exhaustiva: algunas compañías petrolíferas están invirtiendo miles de millones en combustibles con una huella de carbono baja o nula; el sector inmobiliario podría resistirse a una costosa adaptación para aumentar la eficiencia energética, pero potencialmente podría verse beneficiado por las inversiones públicas en infraestructura de transportes, que harían aumentar el valor de las propiedades circundantes. Para que podamos desarrollar una perspectiva estratégica que plantee una amenaza creíble a la generación de beneficios, antes debemos comprender las posiciones de algunas empresas concretas y distinguir entre las diferentes fracciones dentro del capital; e incluso, dado el tremendo poder de los inversores privados para fijar los parámetros respecto a los cuales se desarrollan las distintas iniciativas legales ―un poder que está particularmente afianzado en el sistema estadounidense, donde ciudades y estados compiten por las inversiones―, no habría que descartar la posibilidad de que un cambio en la legislación pueda modificar sustancialmente las reglas del juego. Recientemente, en parte debido a la presión de una coalición de movimientos de base por unas políticas de vivienda justas, y pese a las protestas del lobby inmobiliario, el Ayuntamiento de Nueva York ha aprobado un ambicioso plan para limitar las emisiones de los edificios.

    Si el estado y el capital son heterogéneos y existe una competencia entre fracciones de la clase dirigente, lo que en ocasiones ofrece aperturas estratégicas para ejercer poder popular, también la clase trabajadora está dividida por sus diferencias y fragmentaciones. No se trata de un agente preconstituido ni puede esperarse de ella que se unifique de forma espontánea en un momento de ruptura revolucionaria. No hay nada que sustituya la lenta y a veces acelerada labor de composición de intereses de la clase trabajadora. Pero bajo el lema de una «transición justa», el Green New Deal presenta la posibilidad de que los y las trabajadoras de los propios sectores que están destruyendo el clima y los ecosistemas puedan formar parte de esa misma coalición. Mientras tanto, la renovada actividad huelguística entre profesores y profesoras, cuyo vital trabajo de reproducción social podría ser una parte central de una sociedad con bajas emisiones de carbono, nos invita a redefinir qué es un «trabajo verde» para que abarque el a menudo infravalorado e invisibilizado trabajo de cuidarnos las unas a las otras y de cuidar el planeta.

    De un modo más general, es precisamente la indeterminación del Green New Deal lo que ofrece una oportunidad histórica para la izquierda. Tal vez sin darse cuenta, Bernes hace referencia a este potencial: según él, para los defensores del Green New Deal «su valor es más que nada retórico; la cosa va de transformar el debate, de aunar voluntades políticas y de subrayar la urgencia de la crisis climática; se trata de un poderoso estado de ánimo más que de un gran plan». Hablaré sobre el contraste entre un «estado de ánimo» y un «plan» más adelante, pero por el momento querría hacer una pausa y repetir lo que ahí se dice: «Transformar el debate, aunar voluntades políticas y subrayar la urgencia de la crisis climática». Si con la herramienta de un Green New Deal amorfo las fuerzas de izquierdas consiguieran llevar a cabo estas tres tareas, a mí eso ya me parecería un avance de una importancia tremenda; no se trata de un fin en sí mismo, obviamente, pero no tengo muy claro que cualquier camino que conduzca hacia una transformación radical no deba atravesar estas tres pruebas tan cruciales a la capacidad política.

    ¿Demandas o engaños?

    En consonancia con la acusación de incertidumbre está la de vaguedad; según Bernes, «el Green New Deal propone descarbonizar la mayor parte de la economía en diez años; estupendo, pero nadie dice nada sobre cómo hacerlo». Esto, si nos fijamos bien, no es cierto. Actualmente proliferan las propuestas sobre cómo descarbonizar la economía, no solo de parte de los sabihondos de siempre con sus medidas para un capitalismo verde, sino también de defensores de la agroecología, de quienes defienden la banca pública y la vivienda pública, o de aquellas personas que se centran en la lógica de la obsolescencia programada y abogan por una producción y un consumo libres de residuos. Nunca he tenido tantas conversaciones como en los últimos meses acerca del diseño de las redes eléctricas, de la contribución relativa de los diferentes sectores al total de emisiones o de los dilemas que plantean los impuestos a las emisiones de carbono. Con esto no quiero sugerir que esta miríada de propuestas vaya a solucionar el problema, ni menosprecio los fuertes contrastes entre una propuesta de expropiación de la industria del combustible fósil y la fijación de un precio del carbono basado en una alta tasa de descuento; solo quiero señalar la cantidad de gente que de hecho está hablando sobre cómo descarbonizar la economía. Las batallas que se libren en estos frentes van a demostrarse vitales en los conflictos políticos y de clase de nuestros días.

    Sin embargo, el reproche que hace Bernes a su vaguedad se transforma rápidamente en otra acusación más seria: la de engañar. Las y los socialistas que, como yo, se movilizan por el Green New Deal saben muy bien que «es imposible mitigar el cambio climático en un sistema de producción orientado al beneficio, pero creen que un proyecto como el Green New Deal es lo que León Trotski llamaba un “programa de transición” dependiente de una “reivindicación transitoria”». Afirma que para cualquiera de estos socialistas es precisamente la combinación de una posibilidad tecnológica y de una imposibilidad sistémica lo que hace del Green New Deal una necesidad radical: si el capitalismo puede salvar a la humanidad y el planeta, pero no lo hace, las masas se alzarán frente al que es el auténtico obstáculo al progreso. Esta estrategia no es solo fundamentalmente condescendiente y tramposa, tal y como él señala, sino que es también contraproducente: «La reivindicación transitoria anima a crear instituciones y organizaciones alrededor de unos objetivos» y luego transforma dichas instituciones. En este caso, las organizaciones se crean para «resolver el cambio climático dentro del capitalismo» y, cuando eso falla, se espera que «[pasen] a expropiar a la clase capitalista y reorganizar el estado de acuerdo a líneas socialistas». Las instituciones, no obstante, «son estructuras con inercias muy fuertes»: una vez han sido diseñadas para un propósito, no pueden ser transformadas.

    Esta me parece una afirmación muy extraña. En el ámbito de las ciencias sociales, la «dependencia del camino» es más o menos el mantra de las principales teorías institucionales y funciona a nivel ideológico para impulsar la aceptación del statu quo. Una perspectiva crítica e histórica de las instituciones las percibe como cristalizaciones o resoluciones vivas y provisionales del conflicto de clases, necesitadas de una reproducción y una legitimación constantes. Son convenciones sociales a través de las cuales la dominación violenta se transforma en hegemonía.

    Esta es una lección que la derecha tiene muy bien aprendida y lo demuestra en los movimientos que hace en cada rincón del sistema institucional: juntas escolares, gobiernos estatales, juzgados locales, comisiones de servicios públicos. En otros lugares, los partidos y los movimientos de izquierdas han hecho sus experimentos con el cambio institucional, desde el Partido Comunista en Kerala hasta el movimiento municipalista radical en España. A través de una mezcla de innovación en las iniciativas legales, aprendizaje por ensayo y error y organización social, han ido socavando la exclusión y la dominación. En Kerala, de hecho, se movilizaron instituciones locales y redes solidarias en la impresionante respuesta que se dio a las inundaciones masivas del verano de 2018, un ejemplo con implicaciones evidentes para las tempestuosas condiciones que tenemos por delante.

    Más allá de la desesperación medioambiental y del cruel optimismo

    Resulta, no obstante, que los defensores del Green New Deal no solo son unos tramposos, sino que también se engañan a sí mismos. En sus delirios acerca de unos futuros perfectos, «el mundo del Green New Deal es este mundo solo que mejor; este mundo, solo que sin emisiones, con un sistema sanitario universal y universidad gratuita». Para estos ecosoñadores, la realidad va a ser un jarro de agua fría: «Su atractivo es obvio, pero la fórmula es imposible. No podemos continuar en este mundo». No va a funcionar nada que no sea «reorganizar completamente la sociedad».

    No solo fantasean los green new dealers; también Bernes se imagina «una sociedad emancipada, en la que nadie pueda forzar a nadie a trabajar por razones de propiedad, [que pueda] traer alegría, sentido, libertad, satisfacción e incluso cierta abundancia». Esto está muy cerca del horizonte radical que yo planteo, ¿pero cómo llegamos hasta allí? «Necesitamos una revolución»; pero la seriedad vuelve rápidamente: «No hay una revolución a la vista». Esta perspectiva tan serena coincide con el tono de su ensayo. Simplemente hace una enumeración de los hechos, en lugar de mentirnos nos cuenta la verdad («enunciemos entonces lo que sabemos que es cierto», «no nos mintamos las unas a las otras»; o, en el caso de Clover, «ahora llegamos a los temas serios»). Estas frases hacen que el autor se coloque por encima del debate, como alguien con entereza, objetivo, y presenta a sus oponentes como personas confundidas, poco fiables, engañadas y, retomando la cita anterior, seducidas por el poderoso estado de ánimo producido por un sueño verde. ¿Pero acaso no es también un estado de ánimo la «desesperación medioambiental» que Bernes define como el registro emocional inevitable de la realidad que él mismo ha constatado?

    Me parece curioso que algunas de las refutaciones que desde la izquierda se hacen al Green New Deal suenen parecidas al rechazo que muestran los enemigos conservadores que todos compartimos: ambas adoptan una posición serena y de seriedad y nos pintan la iniciativa como si fuera una fantasía o, peor, como un plan maligno bajo el aspecto de un mundo mejor. Mientras que la derecha tiende a fijarse en la viabilidad económica de la inversión pública que haría falta, lo que hace Bernes es señalar la imposibilidad de su objetivo («es la implementación lo que lo mata»). Paradójicamente, al hacer estas afirmaciones con la idea de llamar la atención sobre su viabilidad objetiva, lo que están haciendo los escépticos de izquierdas es perder la oportunidad de elaborar una reflexión que resulte más convincente. A diferencia de lo que opina Bernes, el mayor obstáculo que enfrenta el Green New Deal no es su «implementación», sino la política. Una crítica propiamente política pondría sobre la mesa que el Green New Deal defiende la ilusión de que un estado ilustrado va a poder salvarnos de la catástrofe climática, una ilusión que nos disuade de emprender acciones radicales, las cuales, de hecho, son un requisito para que el estado empiece a hacer algo; y la tentación de desmovilizarnos, de volcar toda nuestra capacidad colectiva de forma alienada en el estado, puede resultar atractiva en caso de una victoria de los demócratas en 2020. El Green New Deal, en este caso, sería un ejemplo de manual de la crueldad del optimismo: la esperanza que nos inspira la propuesta es precisamente lo que complica que se convierta en realidad.

    Sin duda el pesimismo nos protege del trauma psicológico que la decepción acarrea. Sin embargo, el riesgo del pesimismo es que tiende al fatalismo, el cual posee el mismo efecto desmovilizador que la ilusión de que nos vaya a salvar el estado. Pero existe otra opción. Lo opuesto al pesimismo no es un optimismo convencido, sino un compromiso militante con la acción colectiva frente a la incertidumbre y el peligro. Podemos seguir el ejemplo de los movimientos sociales que recogen el guante del Green New Deal al tiempo que se enfrentan a algunos elementos concretos, de manera que amplían los horizontes de lo políticamente posible. Indígenas y movimientos por la justicia medioambiental han emitido declaraciones detalladas en las que apoyan algunos aspectos de la resolución y otros no ―especialmente la terminología sobre la energía «limpia» y «net zero» [cero neto], que abre la puerta a tecnologías de geoingeniería y planes de compensación carbónica― y que, además, priorizan de manera sistemática las necesidades de las personas excluidas, explotadas y desposeídas frente a un enfoque tecnocrático de la política. El grupo de trabajo sobre ecosocialismo del DSA [Democratic Socialists of America] (aviso: formo parte de su comité directivo) ha desarrollado un conjunto de principios para apoyar el Green New Deal al tiempo que va sustancialmente más allá de su contenido actual, planteando «la lucha por el clima como una pugna contra el capitalismo y la multitud de formas de opresión que lo sustentan». En la misma línea, Kali Akuno, de Cooperation Jackson, ha criticado el productivismo y el nacionalismo del marco del Green New Deal y aboga por el desarrollo de alternativas de base, como cooperativas, huertos urbanos o restauración del ecosistema, y por la desobediencia civil masiva para luchar por una transición radical y justa al ecosocialismo.

    En lugar de refugiarse en la mera oposición, estos movimientos se enfrentan a un dilema estratégico complicado: el desafío de enfrentarse a las distintas fracciones del capital y a sus múltiples aliados en el estado, los cuales van a luchar de forma implacable para preservar el capital fósil, al tiempo que radicalizan las políticas del Green New Deal más allá sus limitaciones actuales.

    La pregunta insistente que se le plantea a cualquier proyecto de transformación radical es la de cómo hacer que el nuevo mundo nazca a partir del viejo. ¿Qué clase de demandas programáticas, formas de organización y modelos institucionales se pueden proponer, movilizar y aglutinar bajo las condiciones presentes, pero que una vez puestas en funcionamiento profanen la santidad del crecimiento, la propiedad o el beneficio? ¿De qué tácticas de ruptura disponemos? ¿Qué coaliciones emergentes pueden tejer redes de solidaridad que atraviesen las dispersas cadenas de producción de la transición energética? ¿Qué crisis financieras pueden aparecer en el horizonte? ¿Qué fracciones del capital están en ascenso o en descenso? ¿Cuáles son las debilidades del orden hegemónico?

    Vivimos en un momento de profundas turbulencias; predecir o anular el futuro parece menos riguroso analíticamente que participar de manera activa para así dotarlo de forma. No sabemos cómo van a evolucionar las políticas del Green New Deal; pese a todo, lo que podemos dar por seguro es que la resignación con aires de realismo es la mejor forma que tenemos para garantizarnos un resultado que sea el menos transformador de todos. Quedarse esperando el momento de ruptura revolucionaria, siempre postergado, es a efectos prácticos equivalente a la inacción. En un conflicto tan extremadamente desigual como el que nos enfrenta a los dirigentes de las empresas de energía fósil, a compañías privadas, a propietarios, a altos mandatarios y a los políticos que hacen lo que estos quieren, hace falta una acción rupturista y extraparlamentaria que surja desde abajo, que se inspire en Standing Rock, en la ola de huelgas de profesores, en Extinction Rebellion, en las huelgas de los jóvenes contra el cambio climático, así como una experimentación creativa con iniciativas legales e instituciones. Las batallas que están por venir tienen el potencial de dar rienda suelta a los deseos y de transformar las identidades. Vamos a aprender, vamos a cagarla y vamos a aprender de nuevo. El Green New Deal no nos ofrece una solución prefabricada, sino que abre un nuevo terreno político. Ocupémoslo.

    [1] Concepto utilizado para referirse a los espacios que han sido modificados por la intervención humana para habitar en ellos [N. de los E.].

    THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso), y próximamente publicará Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press), así como diversos artículos en medios como n+1, The Guardian, The Los Angeles Review of Books, Dissent, Jacobin e In this Times.

    El cuadro que ilustra este artículo es «Puesta de sol» [«Coucher de soleil»], 1913, de Félix Vallotton. Agradecemos la ayuda de Íñigo Soldevilla Soroeta con la traducción.

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  • Entre la espada y el Green New Deal

    Entre la espada y el Green New Deal

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    Por Jasper Barnes

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Commune con el título «Between the Devil and the Green New Deal».

    Desde el espacio, las minas de Bayan Obo, en China, de donde se extrae y donde se refina el setenta por ciento de los minerales raros de la tierra, parecen un cuadro. En el kilométrico diseño de cachemira de las balsas de estériles radiactivos se concentran los colores ocultos de la tierra: los tonos aguamarina de origen mineral y los ocres que un pintor utilizaría para agasajar a los gobernantes de un imperio en declive.

    Para cumplir con las exigencias del Green New Deal, que propone convertir Estados Unidos en una potencia de las energías renovables y sin emisión alguna para el año 2030, en la corteza terrestre van a excavarse muchas minas como esta. Ello se debe a que casi todas las fuentes de energía renovable dependen de minerales que son no renovables y a menudo difíciles de conseguir. Los paneles solares usan indio, las turbinas usan neodimio, las baterías usan litio y todos ellos requieren de miles de toneladas de acero, estaño, plata y cobre. Las cadenas de suministro necesarias para proveer a las tecnologías de energías renovables van dando saltos por la tabla periódica y por el mapamundi como en la rayuela. Para fabricar un panel solar de alta capacidad se necesitan cobre (número atómico 29) de Chile, indio (49) de Australia, galio (31) de China y selenio (34) de Alemania. Muchos de los aerogeneradores de accionamiento directo más eficientes requieren de un kilo de neodimio, un metal perteneciente a las tierras raras, y cada modelo de Tesla contiene unos setenta kilogramos de litio.

    No sin motivo, durante buena parte de los siglos XIX y XX los mineros de carbón fueron la viva imagen de la miseria capitalista: se trata de un trabajo agotador, peligroso y desagradable. Le Voreux, «el voraz». Así se refería Émile Zola a la minería de carbón en Germinal, una novela sobre la lucha de clases en una colonia industrial francesa. Cubierta de humeantes chimeneas de carbón, la mina es a la vez el laberinto y el minotauro. «En el fondo de su agujero […], respiraba con un aliento más fuerte y prolongado, como si le irritase su penosa digestión de carne humana». En la mitología clásica los monstruos son productos de la tierra, hijos de Gaia, nacidos de cuevas y cazados por una cruel raza de divinidades civilizadoras celestiales. Pero en el capitalismo lo que es monstruoso es la tierra una vez animada por esas energías civilizadoras. A cambio de esos tesoros terrenales, utilizados para hacer funcionar trenes, barcos y fábricas, una nueva clase social acaba siendo arrojada a los pozos. La tierra se calienta y está repleta de esos monstruos que nosotros mismos hemos creado: el monstruo de la sequía, el de la migración, el de la hambruna, el de las tormentas. Y en realidad la energía renovable no es un refugio. El peor accidente industrial en la historia de Estados Unidos, el de Hawk’s Nest, en 1930, fue un desastre relacionado con las energías renovables. Mientras horadaban una entrada de casi cinco mil metros de largo para una central hidroeléctrica de Union Carbide, cinco mil trabajadores enfermaron después de dar con una gruesa veta de sílice y llenar el túnel con un polvo blanco cegador. Ochocientos trabajadores murieron de silicosis. La energía nunca es «limpia», y eso lo deja claro Muriel Rukeyser en el épico poema documental que escribió acerca de Hawk’s Nest, El libro de los muertos. «¿Quién fluye por los cables eléctricos? ―pregunta―, ¿quién habla bajo cada camino?». La infraestructura del mundo moderno ha sido moldeada con dolor fundido.

    Salpicada de «pueblos muertos» donde los cultivos ya no dan fruto, la región de Mongolia Interior, donde se encuentran las minas de Bayan Obo, muestra niveles de cáncer propios de Chernóbil. Pero resulta que estos pueblos ya están aquí, y habrá más si no hacemos algo respecto al cambio climático. ¿Qué importan un puñado de pueblos cuando la mitad de la Tierra podría volverse inhabitable? ¿Qué importan los cielos grises sobre Mongolia Interior si la alternativa es, según dicen los geoingenieros que va a ocurrir, que el cielo se vuelva blanco de manera permanente debido a los aerosoles sulfúricos? Los moralistas, los filósofos de sillón y los «abogados del mal menor» pueden intentar convencerte de que estas situaciones van a ir evolucionando como en el dilema del tranvía: si no haces nada, el tranvía avanza por la vía de la muerte en masa; si sí haces algo, el tranvía se cambia a la vía en que muere menos gente, pero eres parcial y activamente responsable de esas muertes. Cuando la supervivencia de millones o de miles de millones de personas pende de un hilo, como ocurre cuando hablamos de cambio climático, que el resultado sea el de unos cuantos pueblos muertos pueden parecer un buen pacto, un pacto verde [green deal], un pacto nuevo [new deal]. Sin embargo, el cambio climático no avanza como el sencillo dilema del tranvía. Más bien estamos ante un patio de maniobras enmarañado que se extiende por todo el planeta y que provoca muertes en masa en cada una de las vías.

    De todos modos, ni siquiera está claro si vamos a poder extraer del suelo la cantidad suficiente de estos materiales, dado el marco temporal que manejamos. Para que no hubiese emisiones en 2030, esas minas tendrían que estar funcionando ya, no dentro de cinco o diez años. Es muy probable que la carrera por poner a funcionar esos suministros vaya a ponerse fea y de maneras diferentes, pues, en medio de una explosión de precios, habrá productores sin escrúpulos que se peleen por cobrar cuanto antes, utilizando cualquier atajo y abriendo minas peligrosas, poco sanitarias y particularmente contaminantes. Las minas requieren de una inversión masiva por anticipado y, normalmente, la recuperación de dicha inversión es bastante lenta, excepto durante el boom de mercancías que podemos esperar que produzca el Green New Deal. Puede pasar una década, si no más, hasta que los recursos se hayan desarrollado y otros diez años antes de que puedan dar beneficios.

    Tampoco está claro en qué medida el fruto de estas minas va a ayudar a la descarbonización si el consumo de energía sigue subiendo. Que Estados Unidos esté hasta arriba de paneles solares que no emiten gases de efecto invernadero no significa que las tecnologías utilizadas no generen carbono. Se necesita energía para sacar esos minerales del suelo y para convertirlos en baterías y paneles solares fotovoltaicos y rotores gigantes para aerogeneradores, se necesita energía para reemplazarlos cuando se gastan. Las minas funcionan, principalmente, con vehículos con motor de combustión interna. Los cargueros que cruzan los mares del mundo y que llevan su buen cargamento de renovables utilizan tanto combustible que son responsables del tres por ciento de las emisiones del planeta. Los motores puramente eléctricos para equipos de construcción se encuentran todavía en las primeras etapas de desarrollo. ¿Qué tamaño tan descomunal tendría que tener una batería para que un carguero pudiese cruzar el Pacífico? ¿No sería mejor, tal vez, un pequeño reactor nuclear?

    En otras palabras, llevar la cuenta de las emisiones dentro de las divisiones nacionales es como llevar la cuenta de calorías solamente durante el desayuno y la comida. Si para ser un país más limpio Estados Unidos aumenta la contaminación en otros lugares, eso hay que añadirlo al libro de cuentas. Seguro que las sumas de carbono son menores de lo que lo serían de otro modo, pero entonces las reducciones podrían no ser tan fuertes como se pensaba, especialmente si los productores, desesperados por ingresar dinero gracias al pelotazo de las renovables, lo hacen de la forma más barata posible, lo que ahora mismo implica más combustibles fósiles. Por otro lado, una restauración medioambiental va a ser costosa en todos los sentidos: ¿quieres limpiar las balsas de estériles, enterrar residuos a gran profundidad y prevenir el envenenamiento del agua?, pues vas a necesitar motores y es posible que tengas que quemar combustible.

    El informe más reciente del IPCC [Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático] consolida la opinión científica y augura que los biocombustibles van a ser utilizados en los siguientes casos: construcción, industria pesada y transporte, áreas en las que los motores eléctricos no pueden usarse fácilmente. Los biocombustibles emiten carbono a la atmósfera, pero es carbono que ya ha sido absorbido por plantas, de modo que las emisiones netas son nulas. El problema es que la creación de biocombustibles requiere de tierra que podría estar dedicada a cultivos u ocupada por vegetación que pueda absorber carbono. Son una de las formas de producción de energía con menos densidad espacial; serían necesarias unas cinco hectáreas para llenar el depósito de un solo avión transatlántico. Las emisiones son solo el problema más evidente dentro de una crisis ecológica que abarca varios ámbitos. La población humana, los pastos y la industria ―que se expanden a través de lo que queda de naturaleza de la manera más irresponsable y destructiva posible― han tenido repercusiones que han llegado a los reinos animal y vegetal. La aniquilación de los insectos ―en algunas zonas se ha reducido su población a un quinto de la original― es una de las manifestaciones de esta situación. El mundo de los insectos es un gran incomprendido, pero algunos científicos sospechan que estos sucesos son solo parcialmente atribuibles al cambio climático; los mayores culpables son el uso que los humanos dan a la tierra y la utilización de pesticidas. De los dos mil millones de toneladas de masa animal que hay en el planeta, los insectos conforman la mitad. Si uno elimina los pilares que sostienen el mundo de los insectos, las cadenas tróficas se derrumban.

    De acuerdo con las estimaciones de Vaclav Smil, el gran pope de los estudios energéticos, para remplazar el gasto de energía de Estados Unidos con energías renovables sería necesario dedicar entre un veinticinco y un cincuenta por ciento del territorio estadounidense a plantas solares, eólicas y de biocombustible. ¿Disponemos de espacio para ello, aparte de para la expansión del hábitat humano? ¿Y para pastos y para la industria de la carne y de los lácteos? ¿Y para los bosques que se necesitarían para eliminar el carbono del aire? Si el capitalismo sigue haciendo lo que no puede dejar de hacer ―crecer―, la respuesta es no. La ley del capitalismo es la ley del más: más energía, más cosas, más materiales. Es eficiente  únicamente en lo que se refiere a expoliar el planeta. No hay solución en la que pueda seguir intacta la tendencia al crecimiento que tiene el capitalismo. Y esto es lo que no aborda el Green New Deal, un concepto acuñado por el untuoso neoliberal Thomas Friedman. Según el Green New Deal, se puede conservar el capitalismo, se puede mantener el crecimiento, pero eliminando sus consecuencias nocivas. Los pueblos muertos están aquí para decirnos que no es posible. Para ellos no hay vida después de la muerte.

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    Sin embargo, los mineros de Chile, de China y de Zambia van a excavar para algo más que para colocar cincuenta millones de paneles solares y aerogeneradores, ya que el Green New Deal también propone renovar la red eléctrica y así aumentar su eficiencia, incorporar mejoras en todos los edificios de acuerdo a los más altos estándares medioambientales y, por último, desarrollar un sistema de transporte con una baja huella de carbono basado en vehículos eléctricos y trenes de alta velocidad. Huelga decirlo, esto implica un despliegue monumental de materiales con una alta huella de carbono, como el cemento y el acero. Va a ser necesario enviar a Estados Unidos una cantidad de materias primas valorada en billones de dólares para que allí las transformen en vías de tren y en coches eléctricos. También en escuelas y hospitales, pues, junto a otras iniciativas, el Green New Deal propone una atención sanitaria universal y una educación gratuita, por no hablar de la garantía de empleo con un salario digno.

    En política nada es nunca nuevo del todo en realidad y, por ello, no sorprende que el Green New Deal nos devuelva a los años treinta del mismo modo en que los gilets jaunes [chalecos amarillos] de Francia reviven el cadáver de la revolución francesa y lo ponen a bailar bajo el Arco del Triunfo. Entendemos el presente y futuro a través del pasado. Tal y como apunta Marx en El 18 de brumario de Luis Bonaparte, las personas «hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado». Para hacer entendibles nuevas formas de lucha de clases, sus defensores miran al pasado, «toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal». Lo «nuevo» del Green New Deal debe entonces mostrarse en un idioma antiguo, que sea atractivo para el desaparecido obrerismo de nuestros bisabuelos y con el estilo gráfico de los posters de la agencia encargada de gestionar el antiguo New Deal, la WPA [Works Progress Administration].

    Este juego de disfraces puede acabar siendo progresivo en vez de regresivo, siempre que sea para «glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro». Al contrario, en los albores de la revolución de 1848, cuando Marx escribía esto, la simbología de la revolución francesa tenía el efecto de ahogar cualquier cosa que en aquel momento fuera revolucionaria. El sobrino de Napoleón Bonaparte, Napoleón III, era una parodia del libertador de Europa. Lo que Europa necesitaba era una ruptura radical, no continuidad:

    La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase.

    Haríamos bien en recordar estas palabras durante las próximas décadas, para evitar recular ante soluciones reales o insistir en soluciones fantasiosas. El proyecto del Green New Deal realmente no tiene nada que ver con el New Deal de los años treinta, más allá de lo superficial. El New Deal fue una respuesta ante una emergencia económica inmediata ―la gran depresión― y no ante una catástrofe climática futura; su objetivo principal era devolver el crecimiento a una economía que se había visto reducida en un cincuenta por ciento y en la que una de cada cuatro personas estaba sin trabajo. El objetivo del New Deal era conseguir que el capitalismo hiciera lo que ya deseaba hacer: poner a la gente a trabajar, explotarlos y venderles los productos de su propio trabajo. El estado era necesario como catalizador y mediador, para asegurar el equilibrio entre beneficios y salarios, principalmente dando fuerza a la mano de obra y quitándosela a los negocios. Aparte de que implicaría unos desembolsos de capital mucho mayores, el Green New Deal tiene una ambición más compleja: en lugar de hacer que el capitalismo haga lo que ya está deseando hacer, tiene que lograr que vaya por un camino que, a largo plazo, es sin lugar a dudas perjudicial para los dueños del capital.

    Mientras que el New Deal necesitaba solamente restaurar el crecimiento económico, el Green New Deal tiene que generar dicho crecimiento y reducir emisiones. El problema es que el crecimiento y las emisiones están, en casi cualquiera de sus formas, directa y profundamente relacionados. Por ello, el Green New Deal corre el riesgo de convertirse en algo parecido al mito de Sísifo, que cada día sube la colina empujando la roca de la reducción de emisiones para que, cada noche, una economía creciente y ávida de de energía la vuelva a hacer rodar hasta abajo.

    Los defensores del crecimiento ecológico prometen una «desacoplamiento absoluto» entre emisiones y crecimiento, en la que cada unidad adicional de energía no añade CO2 a la atmósfera. Incluso si tal cosa fuera tecnológicamente posible, incluso si fuera posible generar energía libre de emisiones para abastecer la demanda actual, tal separación requeriría de un control mucho mayor sobre el comportamiento de los propietarios del capital que el que tuvo el New Deal.

    Franklin Delano Roosevelt y su coalición en el congreso ejercieron un modesto control sobre las corporaciones mediante un proceso de «compensación de poderes», en palabras de John Kenneth Galbraith, que fue quien inclinó el terreno de juego para arrebatar poder a los capitalistas respecto a trabajadores y consumidores y quien hizo más atractivas las inversiones. Efectivamente, el estado llevó a cabo inversiones públicas —construyó carreteras, puentes, centrales energéticas y museos—, pero no lo hizo para sustituir a la inversión privada, sino para establecer «para siempre una vara de medir contra la extorsión», según la contundente formulación de Roosevelt. Las centrales energéticas gubernamentales podrían, por ejemplo, fijar el precio real ―más bajo― de la electricidad, impidiendo así que los monopolios energéticos inflasen los precios.

    Los defensores del Green New Deal ensalzan este aspecto del New Deal, ya que se acerca mucho a lo que ellos proponen. La Tennessee Valley Authority, una empresa pública de energía que sigue operando después de ochenta años, es la más famosa entre este tipo de proyectos. Infraestructura pública, energía limpia, desarrollo económico…; la TVA engloba muchos de los elementos esenciales para el Green New Deal. Mediante la construcción de presas y centrales hidroeléctricas a lo largo del río Tennessee, suministró energía limpia y barata a una de las regiones económicamente más deprimidas del país. Las centrales hidroeléctricas estaban, a su vez, vinculadas a fábricas que producían nitratos, una materia prima que requiere de un gran gasto energético y que se utiliza en fertilizantes y explosivos. Los salarios y la producción agraria subieron, el coste de la energía descendió. La TVA trajo energía barata, fertilizante barato y empleos dignos a un lugar previamente conocido por la malaria, la pobre calidad de sus tierras, unos sueldos por debajo de la mitad de la media nacional y una tasa de desempleo alarmantemente alta.

    El problema a la hora de plantear este escenario como marco para el Green New Deal es que las renovables no son muchísimo más baratas que los combustibles fósiles. El estado no puede abrir el camino de una energía barata y renovable que satisfaga a los consumidores gracias a sus bajos costes y a los productores con beneficios aceptables. Mucha gente pensó en su momento que nos iba a salvar el agotamiento de las reservas de petróleo y carbón, pues ello elevaría el precio de los combustibles fósiles por encima del de las renovables y forzaría un cambio como si se tratara de un asunto de necesidad económica. Desgraciadamente, ese mesiánico pico de los precios se ha ido alejando hacia el futuro desde el momento en que las nuevas tecnologías de perforación, introducidas en la última década, han hecho posible extraer petróleo del shale mediante el fracking y recuperar reservas de campos que anteriormente se pensaba que estaban agotados. El precio del petróleo se ha mantenido reiteradamente bajo y, para sorpresa de todo el mundo, Estados Unidos ahora mismo está produciendo más que nadie. Las apocalípticas previsiones en torno al «pico del petróleo» son hoy una curiosidad propia del cambio de milenio, como lo son el efecto 2000 o Al Gore. Sintiéndolo mucho, se han equivocado ustedes de apocalipsis.

    Algunos dirán que las energías renovables pueden competir en el mercado con los combustibles fósiles. Es cierto, la energía eólica, la hidroeléctrica y la geotérmica han bajado de precio en tanto que fuentes de electricidad y en algunos casos han alcanzado precios más bajos que el carbón y que el gas natural, pero siguen sin ser lo suficientemente baratas. Esto se debe a que, para hacer quebrar a las compañías petrolíferas capitalistas, las energías renovables deberían lograr algo más que sobrepasar marginalmente a los combustibles fósiles en uno o dos céntimos por kilovatio/hora. Hay billones de dólares invertidos en infraestructuras de energía fósil y los propietarios de dichas inversiones siempre van a preferir recuperar parte de sus inversiones antes que no recuperar nada. Para reducir el valor de esos activos a cero y obligar a los capitalistas de la energía a invertir en nuevas centrales, las energías renovables no solo deberían ser más baratas, sino muchísimo más baratas, más baratas en proporciones casi imposibles. Al menos esta es la conclusión a la que llegó el grupo de ingenieros que contrató Google para estudiar el problema. La tecnología existente nunca va a ser lo suficientemente barata como para desbancar a las centrales térmicas de carbón; necesitaríamos cosas que actualmente forman parte de la ciencia ficción, como la fusión fría. Y esto no es solo por un problema de costos hundidos, sino porque la energía solar y la eólica no pueden suministrarse bajo demanda: solo están disponibles cuando la luz del sol llega a la Tierra y cuando sopla el viento. Si alguien quiere disponer de estas fuentes de energía en todo momento, debe almacenarla o transportarla miles de kilómetros, y eso va a hacer que aumente el precio.

    La mayor parte de la gente dice que la respuesta a este problema son los impuestos a fuentes de energía contaminantes, o directamente su prohibición, junto a subvenciones a las energías limpias. Un impuesto al carbono, aplicado de manera inteligente, puede inclinar la balanza a favor de las energías renovables hasta que estas puedan desbancar por completo a las energías fósiles. Se pueden prohibir nuevas fuentes e infraestructuras de energía fósil y los ingresos de los impuestos pueden utilizarse para desarrollar nuevas tecnologías y para aplicar mejoras en la eficiencia y subsidios para las y los consumidores. Pero entonces estaríamos hablando de algo que no es un New Deal, sino de algo que abriría el camino a un capitalismo mucho más productivo en el que salarios y beneficios pudiesen aumentar de manera conjunta. Según algunas proyecciones, en las reservas planetarias existe un billón y medio de barriles de crudo, unos cincuenta billones de dólares si asumimos un precio bajo por cada barril. Básicamente este es el valor con el que las compañías petrolíferas ya cuentan de acuerdo con sus propios cálculos. Si el impuesto sobre el carbono y las prohibiciones llegaran a dividir por diez ese beneficio, los propietarios de la energía fósil harían lo que fuera posible para evitar, alterar o rechazar estas medidas. Surge aquí de nuevo el problema de los costos hundidos. Si cercenas el valor de esas reservas y te pones un poco retorcido, podrías reducir el coste de las energías fósiles, animando así al aumento del consumo y de las emisiones, ya que los productores de petróleo se movilizarán para vender sus suministros a países sin impuesto sobre el carbono. Por ejemplo, se estima que toda la riqueza del mundo es de unos trescientos billones de dólares, la mayoría en manos de la clase propietaria. El PIB global, el valor de todos los bienes y servicios producidos en el mundo a lo largo del año, está alrededor de los ochenta billones. Si proponemos deshacernos de cincuenta billones de dólares, un sexto de la riqueza de todo el planeta, es de esperar que los propietarios de dicha riqueza se opongan con todo lo que tienen, que es más o menos todo lo que hay.

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    Como si se tratara de una novela de mil páginas con un MacGuffin o con alguna otra atrocidad estilística en cada página, el Green New Deal presenta un desafío a sus críticos. Hay demasiados niveles en los que nunca podría funcionar. Hay una infinidad de mundos en los que el Green New Deal fracasa: un millón de Bernie Sanders o, con más urgencia aún, de Ocasio-Cortez comandando el desastre. Por ejemplo, uno puede escribir un artículo entero acerca de su imposibilidad política debido a que el gobierno de Estados Unidos se halla completamente cooptado por intereses corporativos y debido a un sistema de partidos y una división de poderes que se alinean con la derecha de manera rigurosa; un artículo sobre cómo, incluso si fuera políticamente posible, es muy probable que unos desembolsos que alcanzasen magnitudes de varios billones de dólares al año en energías renovables acabarían por tumbar el dólar y por sobrepasar los costes previstos; un artículo sobre cómo, incluso si se superasen estos obstáculos, las últimas intervenciones en la economía —cuatro billones y medio de dólares inyectados durante el mandato de Obama para la expansión cuantitativa del gobierno federal, un billón y medio en los recortes de Trump— indican que el Green New Deal debe luchar por animar a las corporaciones a gastarse el dinero según lo planeado: en inversiones en infraestructuras verdes en lugar de verterlo todo en bienes inmuebles y en acciones, como ha pasado en los casos anteriores.

    Es fácil irse por las ramas y perder de vista lo importante. En cada uno de estos escenarios, en cada uno de estos mundos tristes, cada vez más calientes, el Green New Deal fracasa por culpa del capitalismo; porque, en el capitalismo, existe una pequeña clase de propietarios y administradores que compite contra sí misma y que se ve obligada a tomar una serie de decisiones limitadas acerca de dónde y en qué invertir, fijando así precios, salarios y otros determinantes fundamentales de la economía. Incluso si estos propietarios quisieran evitar que hubiera ciudades anegadas y miles de millones de personas migrantes en el año 2070, no podrían hacerlo; el resto de la cuadrilla los enviaría a la bancarrota. Tienen las manos atadas, sus decisiones vienen dictadas por el hecho de que deben vender al ritmo establecido o desaparecer. Es el conjunto de esta clase la que decide, no los miembros que la componen. Es por esto por lo que a menudo los marxistas (y Marx) se refieren al capital como a un agente en lugar de como a un objeto. La voluntad de crecimiento desenfrenado y el incremento del uso de energía no son una decisión, son algo forzado, un requisito para la obtención de beneficios cuando la obtención de beneficios es un requisito para la existencia.

    Si se crean impuestos sobre el petróleo, el capital se va a ir a venderlo a otra parte. Si incrementas la demanda de materias primas, el capital va a aumentar el precio de los productos de primera necesidad y va a poner las materias primas en el mercado de la forma más ineficiente desde el punto de vista energético. Si te hacen falta millones de kilómetros cuadrados para colocar paneles solares, parques eólicos o granjas de biocombustible, el capital va a hacer que aumente el precio del metro cuadrado. Si pones aranceles a las importaciones, el capital se va a desplazar a otros mercados. Si intentas fijar un precio máximo que no permita el beneficio, el capital sencillamente va a dejar de invertir. Si a la Hidra le cortas una cabeza, otra la sustituirá. Si inviertes billones de dólares en infraestructuras, vas a tener que enfrentarte a la industria de la construcción, que es asombrosamente lenta, antieconómica e improductiva y con la que tender un kilómetro de vía de metro puede costar hasta veinte veces más tiempo y cuatro veces más dinero de lo que se había planificado. Vas a tener que enfrentarte a los monstruos de Bechtel y Fluor Corp., acostumbrados a vivir directamente del gobierno y a cobrarles cincuenta dólares por tornillo. Si esto no te asusta, ponte a pensar en la historia de ineficiencia del ejército de Estados Unidos, que es el mayor consumidor de petróleo del planeta y, a la vez, el principal cuerpo de policía del petróleo. La contabilidad del Pentágono es un agujero negro en el que se vierte la riqueza de la nación pero del que no emerge ninguna luz. Su libro de cuentas está en blanco.

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    Sospecho que muchos defensores del Green New Deal esto ya lo saben. No creen que vaya a poder cumplirse lo prometido y saben que, si se cumpliese, no iba a funcionar. Probablemente es por esto por lo que se ofrecen tan pocos detalles concretos. Hasta ahora las discusiones giran en torno al presupuesto: los defensores de la teoría monetaria moderna (TMM) defienden que la cantidad que puede gastar un gobierno como el de Estados Unidos no tiene techo, a lo que la gente de izquierdas que tanto defiende los impuestos y el gasto público opone escenarios de todo tipo. Lo que propone la TMM es técnicamente correcto, pero obvian el poder que tienen los acreedores de Estados Unidos para determinar el valor del dólar y, por lo tanto, los precios y los beneficios. Mientras tanto, los críticos del Green New Deal limitan su discusión a los aspectos menos problemáticos. Que no se me malinterprete, las partidas presupuestarias de decenas de billones de dólares no son poca cosa. Pero garantizarse el dinero no es ni mucho menos nuestro mayor problema. Es la puesta en marcha la que lo mata y hay pocos defensores del Green New Deal que tengan algo que decir acerca de estos detalles.

    El Green New Deal propone descarbonizar la mayor parte de la economía en diez años; estupendo, pero nadie dice nada sobre cómo hacerlo. Esto es así porque para mucha gente el valor del GND es más que nada retórico; la cosa va de transformar el debate, de aunar voluntades políticas y de subrayar la urgencia de la crisis climática; se trata de unas sensaciones poderosas más que de un gran plan. Hay muchos socialistas que reconocen que es imposible mitigar el cambio climático en un sistema de producción orientado al beneficio, pero creen que un proyecto como el Green New Deal es lo que León Trotski llamaba un «programa de transición» dependiente de una «reivindicación transitoria». A diferencia de una reivindicación mínima, que el capitalismo puede satisfacer, y de la reivindicación máxima, que evidentemente no puede satisfacer, la reivindicación transitoria es algo que el capitalismo podría satisfacer si se tratara de un sistema racional y humano, pero que, en un momento dado, no puede hacerlo. A base de hacer bandera de esta reivindicación transitoria, los socialistas harían ver que el capitalismo es un coordinador de la actividad humana extraordinariamente despilfarrador y destructivo, incapaz de explotar su propio potencial y, en este caso, responsable en el futuro de un número inimaginablemente de muertes. Tan expuesto quedaría que se podría proceder a la eliminación del capitalismo. Enfrentados a la resistencia de la clase capitalista y a una burocracia gubernamental atrincherada, aquellas personas elegidas para aplicar un Green New Deal, con el apoyo de las masas, podrían pasar a expropiar a la clase capitalista y reorganizar el estado de acuerdo a principios socialistas. O esa es la idea.

    Siempre he despreciado el concepto de programa de transición. Para empezar creo que es condescendiente asumir que hay que decirle a las «masas» una cosa para, finalmente, poder convencerlas de otra. También creo que es peligroso y que puede salir el tiro por la culata. Las revoluciones a menudo comienzan cuando fracasan las reformas, pero el problema es que la reivindicación transitoria anima a crear instituciones y organizaciones alrededor de unos objetivos con la esperanza de que, llegado el momento, puedan adoptar otros rápidamente. Sin embargo, las instituciones son estructuras con inercias muy fuertes: si construyes un partido y unas instituciones en torno a la idea de resolver el cambio climático dentro del capitalismo, que no te sorprenda cuando una gran parte del partido ofrezca resistencia a tus intentos de convertirlo en un órgano revolucionario. La historia de los partidos socialistas y comunistas da razones para ir con cautela. Incluso después de que los líderes de la Segunda Internacional traicionaran a sus miembros enviándolos a matarse entre ellos en la primera guerra mundial y después de que una buena parte se escindiera y formase organizaciones revolucionarias en las primeras etapas de la revolución rusa, mucha gente continuó apoyándola, por costumbre y porque había formado una densa red de estructuras culturales y sociales a la que estaban vinculada por mil y un lazos. Hay que tener cuidado para que, al ir buscando un programa de transición, no acabe uno fortaleciendo a su futuro enemigo.

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    Enunciemos entonces lo que sabemos que es cierto. El camino hacia la estabilización climática por debajo de los 2 ºC que ofrece el Green New Deal es una ilusión. Sin lugar a dudas, ahora mismo las únicas soluciones posibles dentro del paradigma del capitalismo son unas formas de geoingeniería horribles y arriesgadas que envenenarían químicamente el océano o el cielo para absorber carbono o limitar la luz solar, que preservarían el capitalismo y a su hueste, la humanidad, a cambio del cielo (pero sin clima) o del océano (pero sin vida). A diferencia de la reducción de emisiones, estos proyectos no requieren de ninguna colaboración internacional. En este momento cualquier país puede iniciar un proyecto de geoingeniería. ¿Por qué China o Estados Unidos no iban a decidir arrojar azufre a la atmósfera si la cosa se calienta o se tuerce demasiado?

    El problema del Green New Deal es que promete cambiarlo todo mientras hace que todo continúe como hasta ahora. Promete transformar las bases energéticas de la sociedad contemporánea como quien cambia la batería de un coche. Uno va a seguir pudiendo comprarse un iPhone nuevo cada dos años, solo que sin emisiones. El mundo del Green New Deal es este mundo solo que mejor; este mundo, solo que sin emisiones, con un sistema sanitario universal y universidad gratuita. Su atractivo es obvio, pero la fórmula es imposible. No podemos continuar en este mundo. Para conservar este nicho ecológico en el que nosotras, nosotros y toda nuestra legión de especies hemos vivido durante los últimos once mil años, vamos a tener que reorganizar completamente la sociedad y cambiar dónde, cómo y, sobre todo, por qué vivimos. Con la tecnología actual no es posible continuar usando más energía por persona, más tierra por persona, más más por persona. Esto no tiene por qué traducirse en un mundo austero y gris, pero es lo que se nos viene encima si la desigualdad y el robo continúan. Una sociedad emancipada, en la que nadie pueda forzar a nadie a trabajar por razones de propiedad, podría traer alegría, sentido, libertad, satisfacción e incluso cierta abundancia. Fácilmente podríamos tener suficiente de lo que sí que importa: conservar energía y otros recursos para alimento, refugio y medicina. Como le resultará obvio a cualquiera que dedique medio minuto a echar un vistazo a su alrededor, en un sistema capitalista la mitad de las cosas que nos rodean son innecesarias. Más allá de nuestras necesidades básicas, la abundancia más importante es la necesidad de tiempo y el tiempo tiene, demos gracias, emisiones nulas o, incluso, emisiones negativas. Si los y las revolucionarias de sociedades que usaban un cuarto de la energía de la que utilizamos nosotros pensaban que el comunismo estaba a la vuelta de la esquina, no hay necesidad alguna de encadenarse a los horribles imperativos de crecimiento. Una sociedad en la que cualquiera es libre para cultivarse, hacer deporte, entretenerse, hacerse compañía y viajar, es aquí donde vemos qué abundancia es la que importa.

    Tal vez el progreso en la descarbonización o las tecnologías libres de emisiones estén a punto de llegar. Estaríamos mal de la cabeza si eliminásemos esa posibilidad. Pero no se hace política esperando a que sucedan milagros. Han pasado casi setenta años desde que se inventó la última tecnología que causó un cambio de paradigma: los transistores, la energía nuclear, la genómica…, todos datan de mediados del siglo xx. A pesar de las perspectivas y del constante flujo de nuevas aplicaciones, el ritmo del cambio tecnológico se ha ido frenando más que acelerando. En cualquier caso, si el capitalismo de repente se ve capaz de mitigar el cambio climático, podemos centrarnos en cualquiera de las otras mil razones por las que deberíamos acabar con él.

    No podemos seguir igual y que todo cambie. Necesitamos una revolución, una ruptura con el capital y con sus impulsos asesinos, aunque el aspecto que ello pueda tener en el siglo XXI sea básicamente una pregunta sin respuesta. Una revolución que tiene sus miras puestas en el florecimiento de la vida humana implica una descarbonización inmediata, un rápido decrecimiento en el uso de energía para aquellas personas en el norte global industrializado, nada de cemento, muy poco acero, nada de viajes en avión, pueblos y ciudades peatonales, calefacción y aire acondicionado pasivos, una transformación total de la agricultura y una disminución de las tierras de pasto de por lo menos varios órdenes de magnitud. Todo esto es posible si no continuamos arrojando la mitad de la producción mundial a las fauces del capital, si dejamos de sacrificar a buena parte de cada generación enviándola a las minas, si no permitimos que aquellas personas cuyo objetivo es el beneficio decidan cómo debemos vivir.

    Por ahora no hay una revolución a la vista. Estamos atrapados entre la espada y el Green New Deal y no podemos culpar a nadie por comprometerse con la esperanza que tienen al alcance de la mano en lugar entregarse a la desesperación medioambiental. Tal vez el trabajo en torno a reformas legislativas marque la diferencia entre lo impensable y lo sencillamente insoportable, pero no nos mintamos los unos a los otros.

     

    JASPER BERNES es jefe de redacción de Commune. Es autor de The Work of Art in the Age of Deindustrialization (2017) y de dos libros de poesía: We Are Nothing and So Can You y Starsdown.

    El cuadro que ilustra este texto es «Sol moribundo» [«Kustuv päike»], 1968, de Ilmar Malin. Agradecemos la ayuda de Íñigo Soldevilla Soroeta con la traducción.

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