Por Astra Taylor and Sunaura Taylor.
Este texto fue publicado inicialmente en la revista Dissent con el título «Solidarity Across Species».
Somos animales. Aunque a los seres humanos, con frecuencia, nos cuesta aceptar este hecho fundamental, el nuevo coronavirus ha evidenciado nuestra conexión y relación de dependencia con el bienestar de otras criaturas. Nuestra indiferencia hacia otras especies ha ocasionado y agravado, de diversas formas, esta pandemia. Para coordinar una respuesta adecuada ―y para prevenir desastres futuros― debemos empezar a tener en consideración a los animales.
Como muchas otras enfermedades temibles, entre las que se incluyen el ébola y el sida, COVID-19 es de origen zoonótico, lo cual significa que saltó de una especie a otra (probablemente de murciélagos a humanos). La destrucción y explotación de la vida no humana ha obligado a diferentes especies animales a tener un contacto cada vez más cercano, lo cual implica una mayor probabilidad de que emerjan virus semejantes.
Los mercados de animales vivos chinos han recibido abundante (y xenófoba) atención mediática como posible fuente del brote, pero la industria cárnica estadounidense también ha ayudado a crear unas condiciones propicias para los patógenos a nivel mundial. La demanda creciente de carne en China, y a nivel global, no es espontánea: la crea una industria poderosa que invierte cantidades ingentes de dinero en promocionar sus productos y fomentar la falsa creencia de que la carne es una pieza clave para una dieta saludable y deseable. Esta propaganda tiene su origen en Estados Unidos, situados a la cabeza mundial en el consumo de carne per cápita.
La ganadería industrial fomenta la propagación de virus a través del confinamiento de miles de animales cada vez más similares genéticamente en ambientes donde a menudo no tienen luz, no pueden ejercitarse y no pueden escapar de su propia suciedad. En vez de ofrecer unas condiciones y unos cuidados que garanticen la salud de los animales, se les impone a estos una dieta que contiene antibióticos, con el insensato objetivo de evitar enfermedades, y que a largo plazo lo que hace es generar súperbacterias resistentes a los mismos.
En Estados Unidos, la carne es una industria que mueve novecientos mil millones de dólares. El ansia por la carne y por el beneficio económico se encuentran interconectados en un sistema que muestra una absoluta indiferencia hacia la vida animal y humana. Los vegetarianos tampoco deberían ir alardeando sobre lo que comen, ya que a los trabajadores agrícolas también se les maltrata y se les paga mal. Pero los trabajadores de plantas procesadoras de carne o mataderos soportan unas condiciones de trabajo particularmente horribles y peligrosas. Gran parte de los empleados de empresas cárnicas son inmigrantes con pocos recursos y la mayoría no tienen derecho a seguro médico ni a baja por enfermedad A los trabajadores se les despide o se les reemplaza rápidamente por caer enfermos o lesionarse. Estas instalaciones procesan miles de animales cada día, con cientos de empleados hacinados realizando un trabajo agotador, repetitivo y peligroso.
La decisión de Trump de usar la Ley de Producción de Defensa para obligar a las plantas de procesamiento de carne a permanecer abiertas durante la pandemia fue una sentencia de muerte para muchos trabajadores racializados en situación vulnerable. El 27 de abril, un día antes de que se invocase la Ley de Producción de Defensa, cerca de 5.000 trabajadores de dichas plantas en diecinueve estados ya habían dado positivo por coronavirus. A la redacción de este artículo, 11.000 trabajadores de tres de las mayores empresas procesadoras de carne del país (Tyson Foods, Smithfield Foods, y JBS) se han contagiado. En todo el país han muerto sesenta y tres trabajadores. Las noticias sobre casos de discriminación contra trabajadores y trabajadoras de origen latino y sus comunidades debido a los brotes de coronavirus son cada vez más comunes. La situación es tan grave que la organización de defensa de los derechos civiles latinos LULAC ha instado a los habitantes de Iowa a boicotear la carne y los huevos de grandes empresas durante el mes de mayo para solidarizarse con sus trabajadores, y el sindicato de trabajadores de la industria cárnica más grande del país también apoya el cierre de las plantas.
Comer menos carne, huevos y lácteos es ventajoso en muchos frentes: no solo reduce el riesgo de futuros brotes de enfermedades y pone fin a una industria sin consideración alguna hacia el bienestar o la seguridad de sus trabajadores, sino que también mitiga las diversas crisis ecológicas a las cuales nos enfrentamos.
El consumo de productos animales es una de las principales causas de las emisiones de gases de efecto invernadero, del consumo y contaminación del agua, y de la deforestación global. Las industrias animales son también las principales causantes de la sexta extinción. Los humanos y el ganado constituyen actualmente más del 96% de la biomasa de mamíferos en el planeta, lo cual supone la sustitución de la vida y los espacios salvajes por animales de granja a los que tratamos cual partes de una línea de montaje ―como los millones que han sido sacrificados sin remordimiento alguno durante la pandemia. Reducir nuestro consumo de carne salvaría innumerables vidas, humanas y no humanas.
Las industrias animales ―bestias económicas que concentran la riqueza y agravan la destrucción ecológica y biológica― deberían preocupar a cualquiera que esté interesado en saber cómo funciona el capitalismo. Sin embargo, la izquierda normalmente tiene muy poco que decir al respecto.
Como mínimo, la izquierda debería unificarse en torno a la demanda de acabar con la ganadería industrial, un negocio global que aporta dos billones de dólares al año. Liberales y progresistas están dando pasos en esa dirección. El 7 de mayo, los senadores Elizabeth Warren y Cory Booker anunciaron una propuesta de ley para eliminar gradualmente la ganadería industrial a gran escala antes del 2040. ¿Por qué la izquierda no está liderando las demandas para acabar con Big Meat, o mejor aún, para abolir la industria cárnica en su totalidad? Un sector de la izquierda defiende que la adopción de prácticas sostenibles en la ganadería puede solucionar la crisis de la carne, pero eso sería algo parecido a que el movimiento por el clima pidiese reformas en la industria fósil en vez de su desaparición.
Existen argumentos epidemiológicos, económicos y ecológicos lo suficientemente persuasivos para abolir la carne, pero conviene reflexionar sobre consideraciones éticas más fundamentales. Los y las socialistas que no tienen problemas en cuestionar la propiedad privada rara vez ponen en tela de juicio la posesión de animales. Como gente de izquierdas, tenemos el deber de preguntarnos qué nos da derecho a los seres humanos a tratar a las otras criaturas como nada más que cosas. ¿Qué es lo que otorga a nuestra especie el derecho a mercantilizar otros seres conscientes y, por consiguiente, a despojarlos de todo sin tregua alguna?
Entre la ganadería y el forraje, la industria ganadera devora un 40% de la superficie habitable del planeta. Un sistema alimentario vegano consumiría una décima parte del terreno que consume el sistema actual. Un proyecto conjunto de resilvestración reduciría el brote de nuevas epidemias mediante la reducción del contacto entre humanos y animales salvajes y la restauración de la biodiversidad, disminuyendo así el riesgo de zoonosis y capturando carbono de la atmósfera. Si nuestra especie fuese razonable ―un rasgo que supuestamente nos distingue de otros animales― nos embarcaríamos en un proyecto de ese estilo. Para responder a la pandemia necesitamos ampliar nuestro imaginario político. Nuestra concepción de la solidaridad debe cruzar la barrera de la especie.
ASTRA TAYLOR es la autora de Democracy May Not Exist, but We’ll Miss It When It’s Gone.
SUNAURA TAYLOR es la autora de Beasts of Burden: Animal and Disability Liberation.
La ilustración de cabecera es «Белая свинья с поросятами» [Cerda blanca con lechones], de Niko Pirosmani (1982-1918). El texto ha sido traducido por Inés Sánchez.