Por Gavin Jacobson.

Este texto fue publicado inicialmente en New Statesman con el título «Why Children of Men haunts the present moment».

«A medida que se desvanecía el sonido de los patios de recreo, se aposentaba la desesperación. Es muy extraño lo que sucede en un mundo sin voces de niños».

Pensé en estas líneas de la película de Alfonso Cuarón Hijos de los hombres en los días después de que la pandemia de coronavirus clausurara Gran Bretaña. Hay una escuela de primaria al otro lado de la carretera en East Sussex, donde vivo, que, hasta el 23 de marzo, todos los días cobraba vida y se convertía en una algarabía de gritos y risas infantiles. Ahora permanece en silencio.

Más que las máscaras y las muertes durante la noche, las calles vacías o los cielos sin aviones, es esta escena silenciosa la que ha agudizado mi sensación de crisis y me ha hecho evocar la historia distópica sobre el fracaso de la humanidad que contó Cuarón.

Adaptada de la novela escrita en 1992 por P.D. James, la película de Cuarón fue un fracaso comercial cuando se estrenó en 2006. La crítica la apreció, y su realización costó 76 millones de dólares, pero recaudó menos de 70 millones de dólares en  taquilla. Tras ser pasada por alto en los Oscar y sin mucha promoción de su estudio, Universal, Hijos de los hombres parecía destinada a languidecer en el mundo del cine.

Pero desde entonces la película se ha convertido en el paradigma cultural del apocalipsis, una imagen singularmente sombría de nuestra desaparición colectiva. En 2016, los críticos internacionales la situaron en el puesto 13 del ránking de la BBC de las 100 mejores películas del siglo XXI. El crítico de cine americano J. Hoberman la describió en 2018 como un «clásico del siglo XXI». Junto con los escritos de J.G. Ballard, la película se ha convertido en una cita cardinal en la era del coronavirus.

Está ambientada en Inglaterra en 2027, tras una catástrofe no explicada que ha dejado a la humanidad estéril. El planeta está en una situación de colapso y la persona más joven de la Tierra, según nos dicen los reportajes televisivos, acaba de morir a la edad de 18 años. Gran Bretaña existe como un estado autoritario semiestable, el último reducto que queda, y que atrae a los migrantes que huyen de las plagas y la devastación nuclear en sus países de origen. Pero llegan a un ambiente hostil de xenofobia y paranoia incitada por el Estado. Los inmigrantes y refugiados («fugees») son demonizados, cazados «como cucarachas», como dice un personaje, y encarcelados en enormes campos de internamiento en la costa.

Londres ofrece un panorama sombrío de atentados terroristas y puestos de control; de espacios militarizados, calles sucias y policía con pastores alemanes que gruñen e intentan liberarse de sus correas. Grandes pantallas cuelgan en los laterales de autobuses y edificios, mostrando advertencias sobre los inmigrantes e invitando a que la gente se someta a pruebas de fertilidad.

A diferencia de los paisajes urbanos de Blade Runner, la capital de Cuarón se parece más a la «Ciudad irreal» de La tierra baldía de T.S. Eliot, un lugar en el que la gente tropieza con «la niebla marrón de un mediodía de invierno», ni muerta ni viva. En el set, Cuarón insistió: «No estamos creando; estamos haciendo referencia». No hay aparatos ni escenarios tecno–punk en Hijos de los hombres, solo alusiones a las tierras colonizadas y zonas de guerra de Palestina, Irak, Irlanda del Norte y los Balcanes.

El antihéroe de la película, Theo Faron (interpretado por Clive Owen), se mueve a trompicones por esta ruina. Antiguo activista y ahora burócrata quemado, Theo está obsesionado con la muerte de su hijo a causa de una pandemia de gripe en 2008. Al principio de la película, su ex compañera Julian (Julianne Moore) lo convence de que ayude a su célula clandestina de revolucionarios a obtener papeles de tránsito para una joven llamada Kee (Clare-Hope Ashitey). Una vez  trasladada a la campiña, Kee –una fugitiva– revela a Theo que está embarazada, y huyen juntos en una persecución desesperada para llegar a un grupo secreto de investigación de la fertilidad llamado Proyecto Humano.

La impresionante cinematografía es una de las razones de la duradera popularidad de la película. Realizada en paletas de gris desgastado, fue filmada con cámaras de mano, lo que le da a la historia energía y realismo. La película también es famosa por sus largos planos. Cuarón se inspiró en el teórico del cine del siglo XX André Bazin, para quien la edición rápida disminuye una escena «de algo real a algo imaginario».

Dos de las secuencias de acción extendida en particular –una persecución en coche en la que Julian recibe un disparo fatal (cuatro minutos y siete segundos), y cuando Theo esquiva los disparos mientras corre por el campo de refugiados de Bexhill (seis minutos y treinta segundos)– son dos de los momentos más electrizantes del cine moderno.

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Como han observado los comentaristas de la película, Hijos de los hombres reproduce un mundo que es, si no exactamente igual al nuestro, sí un destilado más oscuro y bárbaro de este. Esta es la razón principal de su persistente y creciente resonancia en la imaginación cultural.

En 1965, la ensayista americana Susan Sontag describió la «satisfacción» que proporcionan las películas de ciencia ficción. Son fantasías, escribió, «donde uno puede dar salida a sentimientos crueles o al menos amorales». Pero no hay catarsis o redención en Hijos de los hombres, no hay tiempo para disfrutar del triunfo sobre un invasor alienígena o de la eliminación del medio ambiente. Las imágenes en la pantalla, un collage de degradación humana y abdicación moral, son demasiado parecidas a la forma en que vivimos.

En la novela original de James, Gran Bretaña vive bajo la dictadura del Alcaide. Pero en la pantalla, no tiene sentido que la vida esté presidida por un poder totalitario. ¿Por qué debería ser así, ya que la película imitó y predijo, simultáneamente, las normas y métodos de la democracia liberal existente?

La aprobación de un proyecto de ley de seguridad nacional al comienzo de la película es análoga a la Patriot Act de EE.UU. de 2001 tras los ataques del 11–S. Los anuncios en toda la ciudad sobre la denuncia de comportamientos sospechosos son versiones más amenazadoras de los mensajes que se escuchan hoy en día en el transporte público británico («Si ves algo raro…»). Las escenas de prisioneros encapuchados recuerdan el abuso de los detenidos en Abu Ghraib durante la guerra contra el terrorismo. La xenofobia rutinaria es tal vez lo que Theresa May tenía en mente cuando ideó su estrategia de «ambiente hostil» como ministra del Interior en 2012.

Las calles deterioradas de Londres son las secuelas reconocibles de la austeridad económica. La distribución de kits de suicidio a los «ilegales» y a las personas mayores de 60 años es inmunidad de grupo, pero al revés. Las imágenes de personas enjauladas no slo evocan las campañas genocidas del nazismo del siglo XX, sino también cómo ha tratado Occidente a los inmigrantes y refugiados en el siglo XXI. Y la crisis de infertilidad es una proyección extrema de lo que el futuro podría deparar a los países con tasas de natalidad decrecientes, como Japón, Rusia, Singapur y Corea del Sur.

Es su representación del lado oscuro de la democracia lo que hace que Hijos de los hombres sea tan inquietante. Pero más allá de estos paralelismos y profecías se encuentra la verdadera fuerza perturbadora de la película: su iconoclasia filosófica. Cuarón coloca el futuro de la humanidad en el cuerpo de una mujer negra inmigrante, tal vez el individuo más impotente, privado de derechos, estigmatizado y explotado en la Gran Cadena del Ser moderna.

Kee es la antítesis de casi todo lo que las sociedades modernas veneran y perdonan: los ricos, los hombres, los arraigados, los documentados. Ella es el verdadero apocalipsis de la película en el sentido literal de la palabra: pura revelación, que nos obliga a enfrentarnos a la vacuidad y la vileza del orden moral imperante.

Esta idea se refuerza con una ironía aplastante cuando se contempla con el telón de fondo de la crisis de Covid–19. En la película, un montaje de vídeo que se reproduce en las televisiones muestra el estado anárquico de las capitales del mundo. Luego se corta a una imagen del Big Ben con las palabras «SOLO GRAN BRETAÑA RESISTE» superpuestas en la parte superior.

Este chovinismo, parecido al del Brexit, es familiar, tal vez incluso mundano, después de una década de gobierno conservador. Pero en el momento de escribir este artículo, el Reino Unido tiene la tercera tasa de mortalidad por coronavirus más alta del mundo, y está a punto de sufrir la peor recesión económica entre las economías desarrolladas. Demasiado para seguir adelante.

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La falta de reproducción humana, que lleva a las personas de la película a adoptar mascotas y a tratar a los animales como si fueran niños, es la forma de Cuarón de enfrentarse a otra catástrofe. Esto ocurrió fuera de cámara, antes de que la historia comience en 2027, y anuda la línea de tiempo de la película a nuestro presente. Este es el fracaso de la imaginación política.

La forma en que la película extrapola el aquí y ahora es la razón por la que el difunto teórico cultural Mark Fisher pensaba que Hijos de los hombres era única. Escribiendo a raíz de la crisis financiera de 2008, Fisher entendió la película como una verdadera representación de lo que llamó «realismo capitalista: el sentido generalizado de que no solo el capitalismo es el único sistema político y económico viable, sino también que ahora es imposible incluso imaginar una alternativa coherente a él».

Hijos de los hombres no tiene lugar en el fin del mundo, el cual ya ha ocurrido, sino dentro de su escalofriante coda, donde, como escribe Fisher, «coexisten los campos de internamiento y las cafeterías franquiciadas». No hay ningún deseo de crear formas de vida alternativas, o de hacer que el fin de los tiempos sea menos horrible. En Interstellar (2014) de Christopher Nolan, la incapacidad de cultivar alimentos impulsa a la humanidad a mirar a las estrellas en busca de nuevos mundos habitables. En Hijos de los hombres, sin embargo, el fracaso de las ciencias médicas para descubrir una cura para la infertilidad parece haber despojado a la humanidad de toda resolución y ambición prometeica.

En cambio, la sociedad se mantiene unida por una combinación de alambre de espino y el deseo de la gente de vivir con normalidad; de encajar los golpes, de aguantar, de mantener la calma y seguir adelante. Cuando Theo le pregunta a su primo Nigel, un alto funcionario del gobierno, cómo se las arregla con todo esto, la respuesta subraya las consecuencias mortales del amor propio: «Intento no pensar en ello».

Fisher tenía razón al destacar la relación entre el capitalismo y la política autoritaria en la película; cómo la plaza pública ha sido abandonada –literal y metafóricamente– y el estado despojado  de todo salvo sus funciones militares y policiales. Pero más aterrador es, quizás, cómo incluso cuando el fin del mundo se acerca todavía nos vemos obligados a soportar las banalidades de la vida cotidiana.

En otras películas sobre el apocalipsis, como Mad Max, la ruina global invita a una especie de oscura liberación, cuando los supervivientes abrazan el sexo, las drogas, las carreras, las peleas y el saqueo. Pero en Hijos de los hombres, Gran Bretaña sigue adelante, cojeando, y sus ciudadanos cojean con ella. La humanidad ha llegado a su trágico desenlace, pero nadie puede escapar de la infelicidad ordinaria del realismo capitalista: formularios interminables, largos desplazamientos, colas ociosas, calles abarrotadas e intentos de convencer a tu jefe de que te deje trabajar desde casa.

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La idea de Fisher del realismo capitalista se basó en el trabajo del crítico cultural americano Frederic Jameson. En The Seeds of Time (1992), Jameson sostuvo que «es más fácil para nosotros hoy en día imaginar el profundo deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el colapso del capitalismo tardío; quizás esto se deba a alguna debilidad en nuestra imaginación».

Los temores sobre la mente exhausta –un silenciamiento del intelecto que nos hace incapaces de revisar los mismos órdenes que construimos para nosotros mismos– pertenecían a un conjunto más amplio de ansiedades al final de la Guerra Fría. El historiador Eric Hobsbawm predijo en ese momento que el mundo se estaba volviendo «inhabitable» como resultado de las desigualdades mundiales y del «crecimiento exponencial de la producción y la contaminación». Pensó que las democracias corrían el riesgo de convertirse en «regímenes de derecha, demagógicos, xenófobos y nacionalistas» a medida que la humanidad descendía a la «barbarie».

Hobsbawm hizo esas observaciones en 1992, el mismo año en que Jameson publicó Las semillas del tiempo, y P.D. James publicó Hijos de los hombres. También fue el año en que Francis Fukuyama publicó El fin de la historia y el último hombre, su lectura hegeliana de cómo la democracia liberal se convirtió, según sus palabras, en «la forma final de gobierno humano».

Considerado como el texto fundamental del triunfalismo occidental, Fukuyama estaba desconcertado por la mala interpretación de su tesis –la victoria definitiva del capitalismo democrático como el sistema perfecto de gobierno. Para Fukuyama, poca alegría se encuentra al final de la historia. El futuro post-histórico, pensó, sería «una época muy triste», y corría el riesgo de convertirse en una «vida de esclavitud sin amo»; una época de decadencia y aburrimiento.

Fukuyama ha elogiado Hijos de los hombres como una película que «debería estar en la mente de la gente después del Brexit y después del ascenso de Donald Trump». Como alguien que se anticipó a los trastornos políticos de los últimos años, y que ha profetizado una «guerra nihilista contra la democracia liberal por parte de los que se criaron en su seno», Fukuyama quizás ve la película como la interpretación cinematográfica de su tesis. Tanto El fin de la historia como Hijos de los hombres muestran un interregno entre el pasado y el futuro. «En el período post-histórico», escribió Fukuyama, «no habrá ni arte ni filosofía, solo el cuidado perpetuo del museo de la historia humana».

Este punto se ilustra perfectamente en la película. Cuando Theo visita la casa de su primo, un apartamento fortificado en lo alto de la Central Eléctrica de Battersea, es recibido por la estatua del David de Miguel Ángel. Esta es parte de la colección de arte de Nigel, que también incluye el Guernica de Picasso y los retratos de Rembrandt.

Sin embargo, sin un futuro del que hablar, el pasado se ha convertido en algo sin sentido, y en el espacio muerto del reducto de Nigel estas obras maestras son meros artefactos, vaciados de todo poder e importancia. La Gran Bretaña de Cuarón es una especie de perdición temporal, un implacable e ineludible presente. Para modificar la línea de Antonio Gramsci de los Cuadernos de la cárcel, es un lugar en el que lo viejo está muriendo y lo nuevo nunca nacerá.

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El pensamiento aterrador que te asalta  mientras ves la película es que ya hemos cruzado algún tipo de horizonte de acontecimientos históricos y estamos viviendo en ese eterno presente, sin dirección ideológica y sin motivación política para mejorar nuestra suerte.

Esta es una visión que el columnista del New York Times Ross Douthat argumenta en su libro The Decadent Society (2020). El argumento de Douthat es que, incluso con altos niveles de prosperidad material y desarrollo tecnológico, nuestras sociedades existen en un estado de «decadencia sostenible», caracterizado por el estancamiento económico, el bloqueo institucional, la repetición cultural y el agotamiento intelectual.

Esta condición nos ha expuesto gravemente al desastre. Incluso ante una catástrofe ecológica –la devastación de la naturaleza, la extinción de especies, el envenenamiento de los océanos y la erosión de las viviendas humanas– las sociedades parecen incapaces de reunir las energías imaginativas y políticas necesarias para evitar el inexorable diluvio.

Como escribe Douthat, existe la posibilidad de que si algunas partes del mundo se vuelven inhabitables, los tecnócratas del futuro tengan un fuerte argumento de que la decadencia –es decir, el estancamiento político– «hizo imposible que los gobiernos occidentales llevaran a cabo políticas climáticas, ya fuera juntos o solos».

En relación a Hijos de los hombres, la ironía de la crisis climática es que ahora nos vemos obligados a preguntarnos: ¿está bien tener hijos? A diferencia de la película de Cuarón, en la que el fin de los niños es la fuente del colapso de la humanidad, algunos se preguntan ahora si el fin de los niños es la clave de nuestra salvación. Cuando The Guardian informó sobre un prominente estudio científico en 2017, el titular decía: «¿Quieres luchar contra el cambio climático? Ten menos hijos».

Como padre reciente, no puedo contemplar la idea de que la misma existencia de mi hijo dañe la Tierra, y que menos niños en el mundo sea la manera de salvarlo. Como ha argumentado la escritora científica Meehan Crist, esta teoría no hace otra cosa que trasladar la responsabilidad del cambio climático de «actores sistémicos» como las empresas de combustibles fósiles a los individuos. Excusa a las empresas, al tiempo que atribuye la responsabilidad moral «a las personas que viven dentro de sistemas en los que no son libres de tomar decisiones neutrales en cuanto al carbono».

Lo que sí me preocupa, especialmente para mi hijo pequeño, no es que la humanidad vaya a experimentar un declive y una caída repentinos y catastróficos. Más bien, como Theo se queja a su amigo Jasper, me preocupa que sea «demasiado tarde».

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La idea de que se nos ha acabado el tiempo es lo que hace a los Hijos de los hombres tanto un espejo como un augurio del mundo, y del mundo venidero. Al final de la historia, aislada de su pasado y pesimista sobre el futuro, y enfrentándose a una muerte lenta bajo mareas crecientes, la humanidad se ha resignado a una vida sonámbula. Es una vida de finitud, rutina y conformidad; una vida sin visión, espontaneidad o sorpresa, en la que ya no buscamos vivir vidas más grandes o incluso luchar por nuestra existencia continuada. Nos hemos convertido en los «últimos hombres» de Nietzsche.

La ilustración de cabecera es «L’ermite dans le désert, vol d’oiseaux», de Léon Spilliaert (1881-1946).