Por Thea Riofrancos.
Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «Plan, Mood, Battlefield – Reflections on the Green New Deal».
Los científicos que estudian el clima están empezando a parecer unos radicales.
El informe del IPCC de 2018 concluye que serían necesarios «cambios sin precedentes y en todos los aspectos de la sociedad» para limitar el calentamiento a 1,5 ºC. En un informe devastador sobre el terrible estado de los ecosistemas del planeta, la Plataforma de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos de la ONU también pide, en palabras textuales de su presidente, «una reorganización sistémica de los factores tecnológicos, económicos y sociales, incluyendo paradigmas, objetivos y valores».
La primera y hasta ahora única iniciativa legal en Estados Unidos que aborda la severidad de la crisis a la que nos enfrentamos es el Green New Deal, presentado el pasado mes de febrero [de 2019] como una resolución conjunta del Congreso. La resolución propone, entre otros objetivos, la descarbonización de la economía, la inversión en infraestructuras y la creación de trabajos dignos para millones de personas. Y aunque, desde el punto de vista global, esta resolución resulta limitada dada su escala nacional, transformar Estados Unidos de acuerdo a esos parámetros tendría repercusiones en todo el planeta por al menos dos razones: Estados Unidos es un gran impedimento para la cooperación global respecto al clima y hay partidos políticos en todo el mundo (el Partido Laborista en Reino Unido y el PSOE en España) que han empezado a adoptar el Green New Deal como marco para su propias políticas a nivel nacional.
Después de unos meses de idas y venidas en los discursos, podemos empezar a identificar una serie de posiciones emergentes dentro del debate en torno al Green New Deal. La derecha se ha limitado a meter miedo porque «vienen los rojos» y ha tachado la resolución no vinculante sobre el Green New Deal de «monstruosidad socialista» y de vía hacia la servidumbre de la planificación de estado, el racionamiento y el veganismo obligatorio. En las posiciones de centro, cada vez más menguantes, se agarran con fuerza a las políticas equidistantes: el Green New Deal es como un sueño infantil; los adultos de verdad saben que la única opción es seguir la senda del bipartidismo y del incrementalismo. La izquierda, por supuesto, sabe que en el contexto de una crisis climática que ya está en marcha, del resurgir de la xenofobia y del debilitamiento de la legitimidad del consenso neoliberal, lo verdaderamente engañoso son las soluciones «de mercado» y los alegatos nostálgicos en favor de las «normas e instituciones» americanas.
Pero también en la izquierda hay críticas y rechazos frontales al Green New Deal (como esta, esta, esta y esta). Al Green New Deal, como al antiguo New Deal, se le achaca que se limite a que el estado, en tanto que comité ejecutivo de la burguesía, rescate al capitalismo de la crisis planetaria que él mismo ha provocado. Según este punto de vista, en lugar de dotar de poder a las comunidades «vulnerables que se encuentran en primera línea», tal y como dicta la resolución, este marco normativo concedería a las empresas oportunidades de inversión inesperadas y subvenciones que se beneficiarían de rebajas de impuestos, subsidios, colaboraciones público-privadas, desembolsos en infraestructura que estimularían el desarrollo inmobiliario y una garantía de trabajo que haría lo mismo con el consumo; todo un win-win para el estado y el capitalismo, pero que, al dejar intacto el modelo subyacente de acumulación de capital, adicto al crecimiento, supondría una derrota para el planeta y para las comunidades más vulnerables a la crisis climática y al apartheid ecológico. Y hay otra vuelta de tuerca más. Como apuntan a veces estos mismos análisis, este escenario, con sus vencedores y vencidas asegurados, se basa en una comprensión errónea del capitalismo contemporáneo. En un mundo con un estancamiento económico secular ―márgenes de beneficio decrecientes, burbujas especulativas, financiarización, actitudes rentistas y acumulación de capital a través de la redistribución de abajo arriba―, las cualidades vampíricas del capital nunca han resultado tan obvias. La idea de que, con un pequeño estímulo, el capital podría superar de repente estas tendencias e invertir en actividades productivas no es más que una fantasía nostálgica sobre sí mismo.
Para los escépticos del Green New Deal que hay en la izquierda, este keynesianismo verde tan anacrónico tiene su contrapartida ideológica en el nacionalismo económico que se deja ver a través del lenguaje de la resolución, el cual coloca a Estados Unidos como un «líder internacional» que, en general, realiza un contabilidad de las emisiones de carbono que llega solo hasta las fronteras americanas, invisibilizando así las grandes redes de extracción, producción y distribución que requeriría una transición masiva hacia las energías renovables. En palabras de Max Ajl, su plan político se resumiría en «socialdemocracia verde en casa; fronteras terrestres y marítimas militarizadas; y, más allá, la extracción de recursos para crear tecnologías limpias en casa». Esto podría darse, por ejemplo, mediante apropiaciones neocoloniales de tierras para la producción de energías renovables.
En esa misma línea, una mirada algo miope acerca de las emisiones de carbono que no vea más allá de la red eléctrica nacional puede ignorar los límites extractivistas en el Green New Deal. Una visión global y holística revela que las energías renovables intensificará la minería, la cual aporta materias primas con las que rehacer el «ambiente construido»[1] para que funcione exclusivamente con electricidad. Y un mundo con una minería intensificada es, a su vez, un mundo de acumulación por desposesión y de contaminación. Uno de estos límites es el del litio: se trata de un componente extraído de la salmuera o de la roca sólida que es necesario para fabricar las baterías que hacen funcionar los vehículos eléctricos, o las que proporcionan almacenamiento de energía a las redes de las renovables. En Sudamérica, el litio está siendo extraído a un ritmo alarmante a partir de la salmuera almacenada bajo unos salares ubicados en una meseta que se halla a gran altitud y que está rodeada por la cordillera de los Andes. Los salares son sistemas hidrológicos vulnerables de los que la salmuera es una parte fundamental; es un tipo de humedal desértico que se superpone al territorio, a huertos y a pastos de comunidades campesinas indígenas y mestizas. En el supuesto de que en 2050 haya tenido lugar una transición energética total a las energías renovables y sin alteración de los patrones de consumo de energía, la demanda de litio habrá excedido el 280% de las reservas de litio conocidas (es decir, los depósitos cuya extracción resulta económicamente viable ahora mismo).
Finalmente, está el asunto de que la resolución no habla en ningún momento del monstruo que todo el mundo se empeña en ignorar, la industria de la energía fósil, responsable de la mayor parte de las emisiones globales. Este sector es un obstáculo político descomunal a nivel interno: debido a la expansión del fracking, Estados Unidos está camino de convertirse en el mayor productor global de petróleo y de gas natural; de hecho, el mundo está tan anegado por el petróleo americano que las mayores barreras para el suministro —«sanciones, conflicto y guerra civil»— apenas afectan ya al precio del crudo. Es difícil imaginarse a este monstruo renunciando de manera voluntaria a sus enormes inversiones. En el caso de que viéramos unas regulaciones rigurosas de las emisiones y se impusiera una transición hacia las energías renovables, las inversiones en torres de perforación, oleoductos y plantas energéticas se convertirían de la noche a la mañana en billones de dólares en activos echados a perder y causarían una crisis financiera global.
Esto son obstáculos reales, restricciones reales y preocupaciones reales. Opino, sin embargo, que una política de mera oposición, una política que, a la luz tanto del poder de nuestros enemigos como de las limitaciones del Green New Deal tal y como es concebido actualmente, se posiciona principalmente en contra de esta iniciativa no es ni empíricamente sensata ni políticamente estratégica.
Empecemos por los hechos básicos. Nadie niega que sea deseable una descarbonización de los sistemas energéticos nacionales y globales. Los complejos mecanismos de retroalimentación que existen entre el calentamiento de la atmósfera y otras formas de desastres medioambientales, desde las sequías hasta la subida del nivel del mar, pasando por otros fenómenos meteorológicos extremos, son tales que cada grado de calentamiento que evitemos ―o, ya que estamos, cada décima de grado― supone que el mundo sea mucho más seguro para la población humana y no humana, especialmente para quienes sufren los daños de un desastre que ya está en marcha (mientras escribo esto, y en el lapso de dos meses, la costa este de África ha sido azotada por dos ciclones de una magnitud nunca vista; el primero, Idai, mató a más de mil personas y dejó millones de afectadas).
Y nadie niega que la descarbonización sea tecnológicamente e incluso económicamente factible. Los estudiosos y los inversores del sector de las energías renovables están entusiasmados con la drástica reducción de los costes de las renovables y del almacenamiento de las baterías. Por supuesto, nos encontramos con la peliaguda cuestión de cuál sería la extensión de tierra que requeriría un sistema basado en las energías solar y eólica. No hay duda de que las renovables hacen un uso intensivo del territorio, tanto en la producción (aerogeneradores y paneles solares) como en líneas de transmisión, pero estas estimaciones varían muchísimo. Según los más optimistas, la producción de energía solar y eólica podría requerir de menos del uno por ciento del territorio estadounidense. Según los más pesimistas, como Jasper Bernes, podría ser de entre un veinticinco y un cincuenta por ciento, que es un margen bastante amplio. No obstante, incluso estos porcentajes simplifican demasiado la complejidad del asunto. A diferencia de lo que sucede con la biomasa y la agricultura, un aerogenerador y un huerto no son territorialmente excluyentes. Los paneles solares pueden instalarse en el tejado, de modo que no toda la energía solar compite directamente con la asignación de tierra del sector agropecuario o con el restablecimiento de ecosistemas. A su vez, hay muchos usos del territorio que son ecocidas y antisociales pero que podrían ser modificados para la producción de energías renovables o ser renaturalizados para la captura natural de carbono: jardines inmaculados, campos de golf, aparcamientos y miles de kilómetros cuadrados de terrenos públicos cedidos a compañías petrolíferas y de gas. Y las posibilidades para la descarbonización pueden (y deben) exceder al sector energético e incluir la propia infraestructura del comercio global: por ejemplo, reducir la velocidad de los cargueros un diez por ciento conllevaría una reducción de casi un veinte por ciento de sus emisiones.
Como se puede ver, tecnológicamente factible es un concepto amplio que abarca todo un universo de escenarios diversos.
A un lado del espectro, tenemos la transición energética que ya está en marcha, organizada bajo la lógica del capitalismo verde y la enorme industria de las «tecnologías limpias». Esta deposita sus esperanzas en soluciones técnicas como el control de la radiación solar, que tienen el objetivo de alterar lo menos posible el modelo de acumulación económica actual para no cuestionar cuánta energía se usa, ni para qué se utiliza, ni quién controla dicha energía. Al otro lado tendríamos una descarbonización que se alcanzaría mediante la mezcla de un cambio completo hacia las energías renovables, el diseños de redes que maximicen la resiliencia con una generación distribuida, ecosistemas que capturen carbono, eficiencia energética, una demanda energética reducida (que por supuesto asegure que dichas reducciones apunten sobre todo y ante todo al derroche y el sobreconsumo de los más ricos) y un cambio de paradigma del consumo privado a uno que valore el consumo colectivo regido por un empleo de los recursos social y ecológicamente sostenible. Esta última perspectiva reconoce que la raíz de la crisis climática (la competitividad de un mercado que solo busca el beneficio, el crecimiento descontrolado, la explotación de las personas y de la naturaleza y la expansión imperialista) no puede ser al mismo tiempo la solución a la crisis climática.
Decidir entre el capitalismo verde o el ecosocialismo como vías hacia la descarbonización ―con el infinito número de versiones que hay entre ambos― es política; política no solo en Estados Unidos, sino a lo largo de la dispersa cadena de producción de la transición a las renovables, desde las fronteras extractivas hasta nuestras casas, pasando por fábricas, cargueros, almacenes y red de distribución. En Chile, cuyas exportaciones de litio representan el 40% respecto al total mundial y que es donde he estado llevando a cabo mis investigaciones, las comunidades indígenas y las y los ecologistas están empezando a organizarse contra la creación de nuevos proyectos en torno al litio, en parte gracias a unas alianzas nuevas que están atravesando la meseta andina y llegan a comunidades de Argentina y Bolivia.
En cada uno de los nodos de esta cadena global, lo técnico y lo político están íntimamente vinculados. Decretar que la descarbonización es improbable o imposible equivale a evitar las complejas tareas históricas que tenemos por delante para crear un mundo nuevo.
¿Demasiado radical o no lo suficiente?
La principal incertidumbre que recorre las críticas de la izquierda al Green New Deal es acerca de si es demasiado radical o si, por el contrario, no lo es lo suficiente («unas tibias reformas propuestas por socialdemócratas», según Joshua Clover).
Por un lado, intentar alcanzar la descarbonización de la economía que el plan propone desencadenaría una respuesta implacable de parte de la clase dirigente (como avisa Bernes, «es de esperar que los propietarios de dicha riqueza se opongan con todo lo que tienen, que es más o menos todo lo que hay»). Por otro lado, lo que hace el Green New Deal es salvar al capitalismo de sí mismo y, así, «deja el crecimiento intacto» (Bernes) al tiempo que deja también intactas a «empresas que se rigen por el beneficio» (Clover). Las implicaciones políticas son igualmente inciertas. A primera vista, el estado, presa del capital, se asegurará de que la legislación nunca pase de su fase inicial o de que sea vetada o de que la diluyan las agencias dedicadas a su aplicación y que tenga una muerte lenta y burocrática. Si se analiza más en profundidad, es difícil de imaginar por qué el sistema político se iba a oponer a unas reformas tan leves, especialmente teniendo en cuenta el tremendo efecto legitimador que podría conseguirse si parece que se están llevando a cabo acciones serias contra el cambio climático.
¿Es el Green New Deal una guerra de clases sin cuartel o un win-win para el crecimiento verde? ¿Es demasiado radical para ser concebible ―no digamos aplicable― en la situación actual o es demasiado reformista dada la escala de la catástrofe climática?
Por supuesto, cualquiera podría defender, como creo que en concreto hace Bernes, que esta incertidumbre no es inherente a su crítica del Green New Deal, sino a la perspectiva misma de la resolución, una perspectiva que puede gustarle a cualquiera, un espejo en el que tanto el anticapitalista como el emprendedor capitalista pueden ver reflejado el futuro que ambos anhelen.
Aun así, existe otra lectura posible de esta indeterminación. El estado no es un monolito hecho de una sola pieza y tampoco lo es el capital, y estos dos hechos están relacionados. El capital no está formado solo por capitalistas, sino por sectores enteros que compiten entre sí, y la competencia es una de las primeras leyes del movimiento del capitalismo. Aparte de por la cuota de mercado y por la inversión, los capitalistas compiten entre sí por el estado: por sus políticas, su amplitud, su poder de legitimación. Podríamos imaginar sin mayores complicaciones cómo algunos sectores apoyan algunos puntos del Green New Deal (la «tecnología limpia»), mientras que otros maniobran con empeño en su contra (la industria del combustible fósil). Se podría analizar de manera aún más exhaustiva: algunas compañías petrolíferas están invirtiendo miles de millones en combustibles con una huella de carbono baja o nula; el sector inmobiliario podría resistirse a una costosa adaptación para aumentar la eficiencia energética, pero potencialmente podría verse beneficiado por las inversiones públicas en infraestructura de transportes, que harían aumentar el valor de las propiedades circundantes. Para que podamos desarrollar una perspectiva estratégica que plantee una amenaza creíble a la generación de beneficios, antes debemos comprender las posiciones de algunas empresas concretas y distinguir entre las diferentes fracciones dentro del capital; e incluso, dado el tremendo poder de los inversores privados para fijar los parámetros respecto a los cuales se desarrollan las distintas iniciativas legales ―un poder que está particularmente afianzado en el sistema estadounidense, donde ciudades y estados compiten por las inversiones―, no habría que descartar la posibilidad de que un cambio en la legislación pueda modificar sustancialmente las reglas del juego. Recientemente, en parte debido a la presión de una coalición de movimientos de base por unas políticas de vivienda justas, y pese a las protestas del lobby inmobiliario, el Ayuntamiento de Nueva York ha aprobado un ambicioso plan para limitar las emisiones de los edificios.
Si el estado y el capital son heterogéneos y existe una competencia entre fracciones de la clase dirigente, lo que en ocasiones ofrece aperturas estratégicas para ejercer poder popular, también la clase trabajadora está dividida por sus diferencias y fragmentaciones. No se trata de un agente preconstituido ni puede esperarse de ella que se unifique de forma espontánea en un momento de ruptura revolucionaria. No hay nada que sustituya la lenta y a veces acelerada labor de composición de intereses de la clase trabajadora. Pero bajo el lema de una «transición justa», el Green New Deal presenta la posibilidad de que los y las trabajadoras de los propios sectores que están destruyendo el clima y los ecosistemas puedan formar parte de esa misma coalición. Mientras tanto, la renovada actividad huelguística entre profesores y profesoras, cuyo vital trabajo de reproducción social podría ser una parte central de una sociedad con bajas emisiones de carbono, nos invita a redefinir qué es un «trabajo verde» para que abarque el a menudo infravalorado e invisibilizado trabajo de cuidarnos las unas a las otras y de cuidar el planeta.
De un modo más general, es precisamente la indeterminación del Green New Deal lo que ofrece una oportunidad histórica para la izquierda. Tal vez sin darse cuenta, Bernes hace referencia a este potencial: según él, para los defensores del Green New Deal «su valor es más que nada retórico; la cosa va de transformar el debate, de aunar voluntades políticas y de subrayar la urgencia de la crisis climática; se trata de un poderoso estado de ánimo más que de un gran plan». Hablaré sobre el contraste entre un «estado de ánimo» y un «plan» más adelante, pero por el momento querría hacer una pausa y repetir lo que ahí se dice: «Transformar el debate, aunar voluntades políticas y subrayar la urgencia de la crisis climática». Si con la herramienta de un Green New Deal amorfo las fuerzas de izquierdas consiguieran llevar a cabo estas tres tareas, a mí eso ya me parecería un avance de una importancia tremenda; no se trata de un fin en sí mismo, obviamente, pero no tengo muy claro que cualquier camino que conduzca hacia una transformación radical no deba atravesar estas tres pruebas tan cruciales a la capacidad política.
¿Demandas o engaños?
En consonancia con la acusación de incertidumbre está la de vaguedad; según Bernes, «el Green New Deal propone descarbonizar la mayor parte de la economía en diez años; estupendo, pero nadie dice nada sobre cómo hacerlo». Esto, si nos fijamos bien, no es cierto. Actualmente proliferan las propuestas sobre cómo descarbonizar la economía, no solo de parte de los sabihondos de siempre con sus medidas para un capitalismo verde, sino también de defensores de la agroecología, de quienes defienden la banca pública y la vivienda pública, o de aquellas personas que se centran en la lógica de la obsolescencia programada y abogan por una producción y un consumo libres de residuos. Nunca he tenido tantas conversaciones como en los últimos meses acerca del diseño de las redes eléctricas, de la contribución relativa de los diferentes sectores al total de emisiones o de los dilemas que plantean los impuestos a las emisiones de carbono. Con esto no quiero sugerir que esta miríada de propuestas vaya a solucionar el problema, ni menosprecio los fuertes contrastes entre una propuesta de expropiación de la industria del combustible fósil y la fijación de un precio del carbono basado en una alta tasa de descuento; solo quiero señalar la cantidad de gente que de hecho está hablando sobre cómo descarbonizar la economía. Las batallas que se libren en estos frentes van a demostrarse vitales en los conflictos políticos y de clase de nuestros días.
Sin embargo, el reproche que hace Bernes a su vaguedad se transforma rápidamente en otra acusación más seria: la de engañar. Las y los socialistas que, como yo, se movilizan por el Green New Deal saben muy bien que «es imposible mitigar el cambio climático en un sistema de producción orientado al beneficio, pero creen que un proyecto como el Green New Deal es lo que León Trotski llamaba un “programa de transición” dependiente de una “reivindicación transitoria”». Afirma que para cualquiera de estos socialistas es precisamente la combinación de una posibilidad tecnológica y de una imposibilidad sistémica lo que hace del Green New Deal una necesidad radical: si el capitalismo puede salvar a la humanidad y el planeta, pero no lo hace, las masas se alzarán frente al que es el auténtico obstáculo al progreso. Esta estrategia no es solo fundamentalmente condescendiente y tramposa, tal y como él señala, sino que es también contraproducente: «La reivindicación transitoria anima a crear instituciones y organizaciones alrededor de unos objetivos» y luego transforma dichas instituciones. En este caso, las organizaciones se crean para «resolver el cambio climático dentro del capitalismo» y, cuando eso falla, se espera que «[pasen] a expropiar a la clase capitalista y reorganizar el estado de acuerdo a líneas socialistas». Las instituciones, no obstante, «son estructuras con inercias muy fuertes»: una vez han sido diseñadas para un propósito, no pueden ser transformadas.
Esta me parece una afirmación muy extraña. En el ámbito de las ciencias sociales, la «dependencia del camino» es más o menos el mantra de las principales teorías institucionales y funciona a nivel ideológico para impulsar la aceptación del statu quo. Una perspectiva crítica e histórica de las instituciones las percibe como cristalizaciones o resoluciones vivas y provisionales del conflicto de clases, necesitadas de una reproducción y una legitimación constantes. Son convenciones sociales a través de las cuales la dominación violenta se transforma en hegemonía.
Esta es una lección que la derecha tiene muy bien aprendida y lo demuestra en los movimientos que hace en cada rincón del sistema institucional: juntas escolares, gobiernos estatales, juzgados locales, comisiones de servicios públicos. En otros lugares, los partidos y los movimientos de izquierdas han hecho sus experimentos con el cambio institucional, desde el Partido Comunista en Kerala hasta el movimiento municipalista radical en España. A través de una mezcla de innovación en las iniciativas legales, aprendizaje por ensayo y error y organización social, han ido socavando la exclusión y la dominación. En Kerala, de hecho, se movilizaron instituciones locales y redes solidarias en la impresionante respuesta que se dio a las inundaciones masivas del verano de 2018, un ejemplo con implicaciones evidentes para las tempestuosas condiciones que tenemos por delante.
Más allá de la desesperación medioambiental y del cruel optimismo
Resulta, no obstante, que los defensores del Green New Deal no solo son unos tramposos, sino que también se engañan a sí mismos. En sus delirios acerca de unos futuros perfectos, «el mundo del Green New Deal es este mundo solo que mejor; este mundo, solo que sin emisiones, con un sistema sanitario universal y universidad gratuita». Para estos ecosoñadores, la realidad va a ser un jarro de agua fría: «Su atractivo es obvio, pero la fórmula es imposible. No podemos continuar en este mundo». No va a funcionar nada que no sea «reorganizar completamente la sociedad».
No solo fantasean los green new dealers; también Bernes se imagina «una sociedad emancipada, en la que nadie pueda forzar a nadie a trabajar por razones de propiedad, [que pueda] traer alegría, sentido, libertad, satisfacción e incluso cierta abundancia». Esto está muy cerca del horizonte radical que yo planteo, ¿pero cómo llegamos hasta allí? «Necesitamos una revolución»; pero la seriedad vuelve rápidamente: «No hay una revolución a la vista». Esta perspectiva tan serena coincide con el tono de su ensayo. Simplemente hace una enumeración de los hechos, en lugar de mentirnos nos cuenta la verdad («enunciemos entonces lo que sabemos que es cierto», «no nos mintamos las unas a las otras»; o, en el caso de Clover, «ahora llegamos a los temas serios»). Estas frases hacen que el autor se coloque por encima del debate, como alguien con entereza, objetivo, y presenta a sus oponentes como personas confundidas, poco fiables, engañadas y, retomando la cita anterior, seducidas por el poderoso estado de ánimo producido por un sueño verde. ¿Pero acaso no es también un estado de ánimo la «desesperación medioambiental» que Bernes define como el registro emocional inevitable de la realidad que él mismo ha constatado?
Me parece curioso que algunas de las refutaciones que desde la izquierda se hacen al Green New Deal suenen parecidas al rechazo que muestran los enemigos conservadores que todos compartimos: ambas adoptan una posición serena y de seriedad y nos pintan la iniciativa como si fuera una fantasía o, peor, como un plan maligno bajo el aspecto de un mundo mejor. Mientras que la derecha tiende a fijarse en la viabilidad económica de la inversión pública que haría falta, lo que hace Bernes es señalar la imposibilidad de su objetivo («es la implementación lo que lo mata»). Paradójicamente, al hacer estas afirmaciones con la idea de llamar la atención sobre su viabilidad objetiva, lo que están haciendo los escépticos de izquierdas es perder la oportunidad de elaborar una reflexión que resulte más convincente. A diferencia de lo que opina Bernes, el mayor obstáculo que enfrenta el Green New Deal no es su «implementación», sino la política. Una crítica propiamente política pondría sobre la mesa que el Green New Deal defiende la ilusión de que un estado ilustrado va a poder salvarnos de la catástrofe climática, una ilusión que nos disuade de emprender acciones radicales, las cuales, de hecho, son un requisito para que el estado empiece a hacer algo; y la tentación de desmovilizarnos, de volcar toda nuestra capacidad colectiva de forma alienada en el estado, puede resultar atractiva en caso de una victoria de los demócratas en 2020. El Green New Deal, en este caso, sería un ejemplo de manual de la crueldad del optimismo: la esperanza que nos inspira la propuesta es precisamente lo que complica que se convierta en realidad.
Sin duda el pesimismo nos protege del trauma psicológico que la decepción acarrea. Sin embargo, el riesgo del pesimismo es que tiende al fatalismo, el cual posee el mismo efecto desmovilizador que la ilusión de que nos vaya a salvar el estado. Pero existe otra opción. Lo opuesto al pesimismo no es un optimismo convencido, sino un compromiso militante con la acción colectiva frente a la incertidumbre y el peligro. Podemos seguir el ejemplo de los movimientos sociales que recogen el guante del Green New Deal al tiempo que se enfrentan a algunos elementos concretos, de manera que amplían los horizontes de lo políticamente posible. Indígenas y movimientos por la justicia medioambiental han emitido declaraciones detalladas en las que apoyan algunos aspectos de la resolución y otros no ―especialmente la terminología sobre la energía «limpia» y «net zero» [cero neto], que abre la puerta a tecnologías de geoingeniería y planes de compensación carbónica― y que, además, priorizan de manera sistemática las necesidades de las personas excluidas, explotadas y desposeídas frente a un enfoque tecnocrático de la política. El grupo de trabajo sobre ecosocialismo del DSA [Democratic Socialists of America] (aviso: formo parte de su comité directivo) ha desarrollado un conjunto de principios para apoyar el Green New Deal al tiempo que va sustancialmente más allá de su contenido actual, planteando «la lucha por el clima como una pugna contra el capitalismo y la multitud de formas de opresión que lo sustentan». En la misma línea, Kali Akuno, de Cooperation Jackson, ha criticado el productivismo y el nacionalismo del marco del Green New Deal y aboga por el desarrollo de alternativas de base, como cooperativas, huertos urbanos o restauración del ecosistema, y por la desobediencia civil masiva para luchar por una transición radical y justa al ecosocialismo.
En lugar de refugiarse en la mera oposición, estos movimientos se enfrentan a un dilema estratégico complicado: el desafío de enfrentarse a las distintas fracciones del capital y a sus múltiples aliados en el estado, los cuales van a luchar de forma implacable para preservar el capital fósil, al tiempo que radicalizan las políticas del Green New Deal más allá sus limitaciones actuales.
La pregunta insistente que se le plantea a cualquier proyecto de transformación radical es la de cómo hacer que el nuevo mundo nazca a partir del viejo. ¿Qué clase de demandas programáticas, formas de organización y modelos institucionales se pueden proponer, movilizar y aglutinar bajo las condiciones presentes, pero que una vez puestas en funcionamiento profanen la santidad del crecimiento, la propiedad o el beneficio? ¿De qué tácticas de ruptura disponemos? ¿Qué coaliciones emergentes pueden tejer redes de solidaridad que atraviesen las dispersas cadenas de producción de la transición energética? ¿Qué crisis financieras pueden aparecer en el horizonte? ¿Qué fracciones del capital están en ascenso o en descenso? ¿Cuáles son las debilidades del orden hegemónico?
Vivimos en un momento de profundas turbulencias; predecir o anular el futuro parece menos riguroso analíticamente que participar de manera activa para así dotarlo de forma. No sabemos cómo van a evolucionar las políticas del Green New Deal; pese a todo, lo que podemos dar por seguro es que la resignación con aires de realismo es la mejor forma que tenemos para garantizarnos un resultado que sea el menos transformador de todos. Quedarse esperando el momento de ruptura revolucionaria, siempre postergado, es a efectos prácticos equivalente a la inacción. En un conflicto tan extremadamente desigual como el que nos enfrenta a los dirigentes de las empresas de energía fósil, a compañías privadas, a propietarios, a altos mandatarios y a los políticos que hacen lo que estos quieren, hace falta una acción rupturista y extraparlamentaria que surja desde abajo, que se inspire en Standing Rock, en la ola de huelgas de profesores, en Extinction Rebellion, en las huelgas de los jóvenes contra el cambio climático, así como una experimentación creativa con iniciativas legales e instituciones. Las batallas que están por venir tienen el potencial de dar rienda suelta a los deseos y de transformar las identidades. Vamos a aprender, vamos a cagarla y vamos a aprender de nuevo. El Green New Deal no nos ofrece una solución prefabricada, sino que abre un nuevo terreno político. Ocupémoslo.
[1] Concepto utilizado para referirse a los espacios que han sido modificados por la intervención humana para habitar en ellos [N. de los E.].
THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso), y próximamente publicará Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press), así como diversos artículos en medios como n+1, The Guardian, The Los Angeles Review of Books, Dissent, Jacobin e In this Times.
El cuadro que ilustra este artículo es «Puesta de sol» [«Coucher de soleil»], 1913, de Félix Vallotton. Agradecemos la ayuda de Íñigo Soldevilla Soroeta con la traducción.