Por Gregory Marks.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog del propio autor, The Wasted World. Gothic Pasts and Posthuman Futures, con el título «Metabolic Monstrosities: Vampire Capital in the Anthropocene» y, posterioremente, fue reproducido en la revista Monthly Review.
Parafraseando un pasaje de Marx en los Grundrisse, Stavros Tombazos señala que «toda economía es a fin de cuentas una economía del tiempo» (2014, 13). Lo que ello quiere decir es que la productividad del trabajo, la acumulación de riqueza y la circulación de bienes y recursos que conforman una economía en su más amplio sentido son todos ellos componentes de una organización particular del tiempo. Por lo tanto, los cambios en esta organización no solo son percibidos en las transformaciones materiales que llevan a cabo, sino también en el orden de la temporalidad y en los ritmos de vida que son posibles bajo un sistema económico dado. No hay momento en el que sea más evidente el hecho de que el paso del tiempo, el cual a menudo damos por descontado, esté en realidad determinado por las condiciones materiales y económicas en las cuales vivimos que en la época actual de cambio climático y catástrofe ecológica.
Dos largos siglos de capitalismo industrial nos han dejado con una percepción del tiempo que ya no se adecúa a las condiciones materiales que están reconfigurando nuestras vidas. Los historiadores de la ecología Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz caracterizan este antiguo orden del tiempo por su dependencia respecto de la extracción de combustibles fósiles y afirman que «el continuo temporal del capitalismo industrial [fue] proyectado en representaciones culturales del futuro, concebido como un progreso continuado que se desplegaba al ritmo de los incrementos en la productividad» (2016, 203). La conmoción actual viene de que este incremento continuado y lineal de la productividad, conceptualizado como el progreso natural hacia un mañana más grandioso que hoy, no fue más que el producto de una afluencia temporal de energía que provenía de un recurso menguante. Tal y como ha escrito Rob Nixon: «En este interregno entre regímenes energéticos, estamos viviendo del tiempo prestado: prestado del pasado y del futuro» y que la continuidad del statu quo únicamente está llevándonos de manera acelerada «hacia un futuro colectivo abreviado, convirtiéndonos en fósiles» (2011, 69).
En los años crepusculares del capitalismo fósil estamos viendo el surgimiento de una nueva organización del tiempo en la que el presente ya no es capaz de alimentarse a costa del futuro y en la que la destrucción acumulada del pasado está volviendo a nosotros a una escala planetaria. Para abordar esta disyuntiva entre el tiempo del capital y las temporalidades de la naturaleza de la cual se nutre, voy a dar cuenta de la teoría de la fractura metabólica de los ecosocialistas contemporáneos e intentaré ampliar esta explicación metabólica hacia un territorio más monstruoso por medio de la caracterización que el propio Marx hace de la sed vampírica del capital.
Por ello, querría proponer que la perspectiva de Walter Benjamin respecto a la historia, la naturaleza y el capital potencialmente puede servir de puente entre la explicación metabólica de la depredación planetaria del capital y el proyecto de crítica ideológica que es necesario para disipar la bruma en torno a nuestra parálisis temporal y para hacer que se desvanezca de una vez por todas la maldición vampírica.
I. Sed de acumulación
En el primer volumen de El capital Marx escribe que «el trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. […] Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza» (1976, 283 [2017, 239]). No es meramente una acción que se lleve a cabo en la naturaleza, el trabajo es el acto de controlar el intercambio entre la humanidad y la naturaleza y la transformación mutua que resulta de ese intercambio. Tal y como han subrayado los ecosocialistas John Bellamy Foster (2000), Paul Burkett (2014) y Kohei Saito (2018), el concepto de trabajo de Marx y la relación que establece entre la humanidad y la naturaleza giran en torno al concepto de metabolismo. Su concepto de intercambio metabólico, tomado del agrónomo Justus von Liebig, tiene su origen en la química, en tanto que «proceso incesante de intercambio orgánico de componentes viejos y nuevos a través de combinaciones, asimilaciones y excreciones de manera que toda acción orgánica pueda continuar» y se aplica «no solo a los cuerpos orgánicos, sino también a diversas interacciones en uno o varios ecosistemas, incluso a escala global, ya sea un “metabolismo industrial” o un “metabolismo social”» (Saito, 2018, 69-70).
Cualquier sistema material, ya conste este de cuerpos o de máquinas, o tenga lugar en la escala de un individuo o de una sociedad, va a contar necesariamente con un intercambio metabólico de elementos químicos y de energía que lo mantenga en movimiento. Como sucede con el conjunto de la economía, aquí el metabolismo es definido como una relación temporal que describe las tasas de intercambio entre un sistema dado y su base natural. Sin embargo, lo que ha surgido con el capitalismo es una disyunción particular entre las temporalidades natural y económica, abriendo entre ellas una fractura metabólica que se abre cada vez más. Ahora mismo encaramos una «contradicción entre el tiempo de la naturaleza y el tiempo del capital», como afirma Paul Burkett:
La producción acelerada del capital implica un conflicto entre el tiempo que la naturaleza necesita para producir y absorber materiales y energía, y la dinámica, impuesta por la competitividad, de la máxima acumulación monetaria en cualquier periodo de tiempo a través de cualquier medio material disponible (2014, 112).
En el capitalismo, el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza acaba siendo dislocado, y no simplemente en una trampa maltusiana en la que el consumo excede a la producción, sino a través de la compleja red de reciprocidades y procesos por los cuales el capital intercambia lo que obtiene en beneficios a corto plazo por un largo futuro de resultados perniciosos. McKenzie Wark señala lo siguiente:
El ejemplo de Marx de la fractura metabólica se refería al modo por el cual la agricultura inglesa del siglo diecinueve extraía nutrientes del suelo, como los nitratos, los cuales eran absorbidos por las plantas que estaban en proceso de crecimiento, las cuales los agricultores recogían en sus cosechas, las cuales los trabajadores de las ciudades ingerían para tener energía en sus trabajos en la industria y quienes después cagaban y meaban los desechos sacándolos así de sus metabolismos particulares. Esos desechos, incluidos los nitratos, circulaban por los desagües y las cloacas y se vertían en el mar. Para afrontar esta fractura surgieron industrias enteras dedicadas a producir fertilizante artificial, lo que a su vez originó más fracturas metabólicas en otros lugares (2015, XIV).
Mientras que las sociedades precedentes se topaban con los límites naturales a un nivel local, debido tanto al agotamiento de los suelos como de los recursos, el capitalismo está constantemente desplazándose más lejos para ampliar el alcance de sus mercados, apropiándose así de recursos en el extranjero y desposeyendo a la periferia tanto de su trabajo como de sus tierras. Cada vez que aparece un límite a nivel local, este es trascendido y sobrepasado en busca de nuevas fuentes de acumulación. Sin embargo, y tal y como deja claro Marx, «del hecho que el capital ponga cada uno de esos límites como barrera y, por lo tanto, de que idealmente le pase por encima, de ningún modo se desprende que lo haya superado realmente» (1973, 410 [1972, 362]).
Aunque fuese capaz de escapar, e incluso de nutrirse, de las fluctuaciones del mercado nacidas de las crisis naturales mediante la explotación de la elasticidad de los límites materiales, el capital no puede superar estos límites de manera absoluta; en su lugar, lo que hace es buscar a conciencia maneras de postergar lo inevitable. Tal y como afirma Kohei Saito: «El capital siempre intenta superar sus limitaciones mediante el desarrollo de las fuerzas productivas, de nuevas tecnologías y del comercio internacional, pero precisamente debido a los continuos intentos por ampliar su escala, acaba reforzando su tendencia a explotar las fuerzas naturales (incluida la fuerza de trabajo humano) buscando materias primas y auxiliares, alimento y energías a escala global» (2018, 96). Cada vez que una crisis es temporalmente superada, únicamente se está compensando el colapso sistémico en el presente mediante el aumento de la magnitud de la crisis que vaya a venir después, así hasta que llegue el momento en que toda la tierra esté atrapada en la fractura metabólica y se alcance un límite global real.
II. Bajo el embrujo del vampiro
Debido a «su desmesurado y ciego impulso, [con] su hambruna canina de plustrabajo», unido al hecho de que se alimenta incesantemente tanto de la vida presente como de la futura, no resulta extraño que Marx se fijase en la figura del vampiro para definir al capital (1976, 375 [2017, 331]). En un pasaje ya célebre del primer volumen de El capital, Marx lo describe como «trabajo muerto que solo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo» y, en otra parte, como si estuviera movido por «la sed vampírica de sangre viva del trabajo» (1976, 342 y 367 [2017, 297 y 322]). El vampiro aparece aquí no solo como una figura fuera del tiempo, el muerto que no llega a morir, sino, de manera manifiesta, como un monstruo metabólico al que no solo mueve la maldad o la bajeza moral, sino un instinto primario de mantenerse a costa de los procesos vitales de los vivos. El vampiro como monstruosidad metabólica no es algo original de Marx y, de hecho, se puede encontrar en los escritos sobre agronomía del propio Liebig, en los cuales, al tratar el asunto de la apropiación imperial del guano y de otros fertilizantes a lo largo de todo el mundo, subrayaba que «Gran Bretaña se apodera de las condiciones de fertilidad de otros países […]. Al igual que un vampiro, se engancha a la garganta de Europa, y se podría decir que de todo el mundo, para extraer su mejor sangre» (Bonneuil y Fressoz, 2016, 186-187).
Más allá de esta polémica floritura, la evocación de la figura del vampiro tiene el papel fundamental de revelar, con una sola imagen, los mecanismos ocultos de los sanguinarios festines del capital. Foster y Burkett señalan lo siguiente: «La utilización que hacía Marx del metabolismo no era “analógica”, sino que estaba destinada a proporcionar las bases para una comprensión materialista y dialéctica de la relación productiva humana con la naturaleza» (2016, 35-36). En la misma línea, yo quisiera afirmar que no es que el capital sea simplemente igual que un vampiro, sino que pone en práctica literalmente una relación vampírica con los vivos tanto a través de su sed parasitaria de acumulación como con la servidumbre psíquica a la que somete a sus víctimas. Además de hacer una caracterización del capital en la que predominan sus procesos metabólicos, la metáfora vampírica trae consigo connotaciones como el embrujo, la invisibilidad y la sumisión de la víctima respecto al vampiro. Efectivamente, la articulación de vampirismo y capital funde la lógica del metabolismo con el aparato ideológico que la mantiene oculta. David McNally escribe lo siguiente en Monsters of the Market:
Las enormes cualidades del capital para el ilusionismo residen en el modo en que invisibiliza su propia configuración monstruosa. Lo que buscaba Marx al intentar sacarle el tapón mágico a la modernidad era una confrontación con la monstruosidad. Se dispuso a sacar a la luz a las hordas de vampiros y hombres lobo que le son intrínsecos al capital de modo que pudieran ser desterrados (2011, 114).
Del mismo modo en que el tiempo de la producción capitalista inocula en aquellos que están atrapados en ella los ritmos de la industria y del incremento progresivo de las fuerzas productivas, el ocultamiento de sus desequilibrios metabólicos pone en marcha su propia lógica temporal. No solo es que es que el capital les saque a los vivos su flujo vital, sino que también lo hace a un ritmo y en unos intervalos que, al menos hasta el momento, evitan que sea percibido de manera directa. Frente a las teorías de Max Weber, para quien la modernidad representaba el triunfo de la razón sobre el mito, podríamos hacer referencia a la proposición de Walter Benjamin que dice lo siguiente: «El capitalismo, en cuanto tal, es sin duda un producto natural junto con el cual le sobrevino en su conjunto a Europa un nuevo sueño, en cuyo interior las fuerzas míticas se vieron nuevamente reactivadas» (1999, K 1 a, 8 [2013]). Al identificar como vampírica la relación metabólica del capital con la humanidad y la naturaleza, en cierto sentido se perforan y atraviesan los nuevos mitos de ese letargo cargado de sueños propio del capitalismo. En primer lugar, se disipa la bruma ideológica que hace pasar por justo o necesario el lento agostamiento del trabajo y la naturaleza bajo el capitalismo. Como apunta McNally:
Si existe un marxismo gótico, entonces ha de ser uno que insista, entre otras cosas, en viajar por los espacios nocturnos del submundo capitalista, en visitar las mazmorras secretas que dan cobijo a doloridos cuerpos laboriosos (2011, 138).
En segundo lugar, revela que las crisis y los desastres cíclicos del capitalismo no son anormalidades o irregularidades en la trayectoria ascendente del progreso, sino que más bien son los estertores agónicos de multitud de metabolismos atrapados entre los colmillos del vampiro. Benjamin escribió lo siguiente:
Fundamentar el concepto de progreso directamente en la idea de catástrofe. La catástrofe misma, en cuanto tal, es el que esto «se siga produciendo». Porque no es lo que viene cada vez, sino que a cada vez es lo ya dado. […] El infierno no es nada que se encuentre por venir, emplazado ante nosotros, sino que está ya aquí, en esta vida. (1999, N 9 a, 1 [2013]).
III. Despertar aterrorizados
El proyecto de Benjamin de desvelar las oscuras y mágicas bases de la modernidad capitalista —lo que Margaret Cohen (1993) ha denominado cierta forma de «marxismo gótico»— lo coloca en alegre compañía junto a los vampiros y hombres lobo del imaginario de Marx. Pero por mucho éxito que Benjamin haya tenido como crítico de la cultura, la ideología y la historia, resulta menos evidente su relevancia para un marxismo con conciencia ecológica. En La ecología de Marx, John Bellamy Foster se aleja de los marxistas occidentales y de su incapacidad a la hora de tomarse en serio el análisis materialista de la naturaleza. Escribe Foster que «la Escuela de Frankfurt […] desarrolló una crítica “ecológica” que era casi por completo culturalista en su forma, carecía de todo […] análisis de la alienación real, material, respecto a la naturaleza: por ejemplo, la teoría de la fractura metabólica de Marx» (2000, 245 [2004, 369-370]).
A modo de conclusión, me gustaría someter a juicio esta aseveración partiendo de dos frentes: en primer lugar, afirmando que en Benjamin —si no en otros pensadores de Frankfurt— sí que encontramos de hecho un análisis minuciosamente materialista de la naturaleza, que rechaza tanto cualquier visión de la historia separada de sus condiciones naturales como cualquier teorización de la naturaleza indiferente a su alteración histórica; en segundo lugar, quiero defender que en la filosofía de la naturaleza de Benjamin también descubrimos huellas de la relación metabólica entre la humanidad y la naturaleza que nos permitirán sortear el vacío que existe entre una crítica gótico-marxista de la ideología y el pensamiento ecologista que es necesario para un marxismo del siglo veintiuno.
Desde sus primeros trabajos hasta los últimos, el pensamiento de Benjamin regresaba no solo a la pregunta acerca de la naturaleza y su lugar en el curso de la historia, sino también al momento en el que la «antítesis de historia y naturaleza» se viniese abajo y la «historia se desplaza[ra] así al escenario», como otro componente más de un mundo puramente material (2019, 81 [2010, 297]). Esta entrada de la historia en la naturaleza —y de la naturaleza en la historia— ocupa las reflexiones de Benjamin en su inacabada última obra, Obra de los pasajes, en la cual la historia del siglo diecinueve es pensada en términos naturalistas y como si estuviera compuesta de fósiles de una era perdida. A partir de los restos de esta etapa temprana del capitalismo, Benjamin arma una genealogía del capitalismo tardío para sacar a la luz los efectos ideológicos que surgen cuando la historia y la naturaleza están conceptualmente divorciadas. Tal y como escribe Susan Buck-Morss:
Cada vez que la teoría sostenía a la «naturaleza» o a la «historia» como primer principio ontológico, se perdía este doble carácter de los conceptos, y con él la potencialidad de negatividad crítica: o se afirmaban como naturales las condiciones sociales perdiendo de vista su devenir histórico, o se afirmaba como esencial el proceso histórico real (1977, 54 [1981, 123]).
En términos del propio Benjamin, mientras los entornos modernos de «las modas, las arquitecturas, e incluso el mismo clima» no fuesen pensados como productos del empeño humano, serán «procesos tan naturales como el digestivo o el respiratorio para el cuerpo. Se hallan así incluidos en el ciclo de aquello que es lo mismo eternamente hasta el momento en que el colectivo se los apropia mediante la política para construir la Historia» (1999, K 1, 5 [2013]). Lo que damos por meramente «natural», ya sea la búsqueda del beneficio o que cambie el clima, para nosotros existirá solo de manera inconsciente hasta que reconozcamos la relación mutuamente constitutiva entre estos hechos aparentemente naturales y la historia que creamos de manera colectiva. Sin este momento de despertar a nuestra propia historia natural, el curso de los hechos históricos parece inevitable e inaprensible. Benjamin escribía lo siguiente: «El fin de un periodo económico se le presenta al colectivo onírico tal como si fuera el fin del mundo» (1999, R 2, 3 [2015]). En esta era de presagios apocalípticos tenemos la imperiosa necesidad de una política capaz de atravesar este mito de una catástrofe inevitable para enfrentarnos a la disyuntiva ecológica y económica que encierra en su interior.
Pese a su aparente inevitabilidad en tanto que hecho de la naturaleza, «en el fondo la fractura metabólica es producto de una fractura social: la dominación del ser humano por el ser humano» (Foster et al., 2010, 47). Kohei Saito escribe lo siguiente: «Por todo ello, el proyecto socialista de Marx exige la rehabilitación de la relación entre seres humanos y naturaleza mediante la contención y finalmente la trascendencia de las fuerzas ajenas de la reificación» (2018, 133). O tal y como lo formuló Benjamin muchos años antes, la tarea vital de nuestro conocimiento técnico «no es, en cuanto tal, el dominio de la naturaleza, sino el dominio de la relación de la naturaleza con lo humano» (1979, 104 [2010, 88]). Vemos aquí del modo más claro el potencial metabólico de la filosofía natural de Benjamin: no gobernar la naturaleza en sí misma sino la relación entre humanidad y naturaleza implica comprender los intercambios metabólicos que articulan los procesos planetarios y los asuntos humanos. Pero lo que Benjamin escribe también deja claro que comprender nuestra relación metabólica con la Tierra no es suficiente por sí mismo. Para que sea políticamente efectivo, el marxismo con conciencia ecológica debe vincularse a un análisis de las estructuras ideológicas que ocultan nuestras relaciones metabólicas y que inoculan en nosotros cierta fe en las temporalidades del progreso infinito o del desastre inevitable. De la mordedura vampírica del capital, el cual oculta los medios de su dominación incluso al tiempo que los despliega tanto sobre la humanidad como sobre la naturaleza, solo nos podremos liberar si gobernamos de modo consciente y colectivo nuestras relaciones con la naturaleza y damos inicio a un nuevo metabolismo con la Tierra.
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La ilustración de cabecera es «Las resultas» (ca. 1820 – 1823), de Francisco de Goya.