Por Àngel Ferrero.
Justo cuando la crítica a la idea tradicional de «progreso» había alcanzado un consenso entre la izquierda institucional, una parte del pujante movimiento ecologista, paradójicamente, la hizo suya. No otra cosa se encuentra detrás de muchos de los ataques contra el reciente documental Planet of the Humans (Jeff Gibs, 2019), producido por Michael Moore. Se trata, en resumen, de la renovada ilusión de que el mundo puede sostener las sociedades de consumo actuales —e incluso extender su modelo a otros países más allá del hemisferio norte— simplemente cambiando sus fuentes de energía por otras renovables. Una vana ilusión que no solo se mantiene en el estadio presente, sino que en algunas de sus elucubraciones se proyecta al futuro con la creencia de que inminentes descubrimientos tecnológicos solventarán los problemas actuales sin prácticamente ninguna necesidad de modificar ni nuestra cultura ni nuestras estructuras políticas y económicas. Es muestra del poder e influencia de los medios de comunicación estadounidenses y, por descontado, del maltrecho estado teórico de la izquierda occidental en general, que esta ideología —pues no es otra cosa que eso: falsa conciencia— se haya abierto paso allí donde existían fundamentos sólidos para el debate desde, al menos, la publicación de Los límites del crecimiento (el debatido informe del Club de Roma de 1972). Así, Manuel Sacristán criticó ya en 1980, por citar un destacado ejemplo, «el ingenuo entusiasmo por el reciclaje, que no tiene en cuenta el consumo de energía que exigen algunos procesos». En este debate también son clave las aportaciones de, entre otros, Elmar Altvater o, antes que él, de Wolfgang Harich, quien en ¿Comunismo sin crecimiento? escribió que «características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica».
Esta última frase de Harich merece mayor atención, toda vez que nos acercamos a las tres décadas de la desintegración de aquel campo socialista del que hablaba el pensador alemán y ahora podemos evaluar la experiencia de aquellos estados, hoy desaparecidos, con otros parámetros y libres de las amarras ideológicas de la guerra fría. Para un observador de Europa oriental y la Unión Soviética, y mucho más para un ciudadano que haya vivido en ambos sistemas, resulta chocante cuanto menos haber visto cómo muchas cosas que en los noventa, con la introducción del capitalismo, se consideraban un signo de atraso —invariablemente vinculado a las economías socialistas— del que cabía avergonzarse, se recuperan hoy como ideas útiles para el equilibrio ecológico. Ha pasado, por empezar por algún sitio, con los envases de vidrio reutilizables, que en algunos estados del campo socialista se usaban para comprar leche, por ejemplo. También ha ocurrido con las bolsas de rejilla para la compra, que en ruso se conocen como avozka: en Europa occidental y Estados Unidos acostumbraban a identificarse con la escasez y las largas colas frente a los establecimientos en comparación con la entrega gratuita de las bolsas de compra de plástico que comenzaron a utilizarse en los años ochenta y noventa de manera masiva en supermercados y grandes superficies comerciales. Como es sabido, hoy las bolsas de plástico se han convertido en un serio problema medioambiental y las bolsas de rejilla se venden en algunas tiendas como un artículo ecológico por sus considerables ventajas: pueden producirse localmente y a bajo coste, pueden reutilizarse varias veces, son lavables y, debido a su diseño, son resistentes y pueden plegarse y transportarse prácticamente en el bolsillo. «Lo que es ecológicamente conveniente y lo que ayuda a ahorrar materias primas puede contribuir igualmente a hacer más agradable la vida», observaba Harich. Podrían citarse otros tantos ejemplos relacionados con electrodomésticos que no se producían bajo la lógica de la obsolescencia planificada, como mostró en su día el documental de Cosima Dannoritzer Comprar, tirar, comprar (2011) con los casos de las bombillas y los refrigeradores producidos en la RDA.
Pero acaso sea en el campo del transporte y la movilidad urbana donde haya más ejemplos a retomar por el énfasis de aquellas sociedades en el transporte público colectivo. En ningún otro lugar era más visible el contraste que en Berlín: mientras las autoridades de Berlín occidental modificaron su política de transporte en 1954 en favor del metro, el autobús y, por supuesto, el coche, en Berlín oriental los planes en los sesenta y setenta que favorecían el automóvil privado no llegaron a prosperar. De este modo, la última línea de tranvía de Berlín occidental se cerró en 1967 y en Berlín oriental sobrevivieron a la RDA más de diez líneas. Desde hace dos décadas Berlín ha reabierto y prolongado líneas de tranvía. En Barcelona, el tranvía desapareció en 1971 después de que como en otras ciudades los planes urbanísticos favoreciesen el automóvil, y en Madrid lo hizo en 1972. En Barcelona no regresaría hasta el año 2004 y en Madrid hasta 2007, con el nombre de Metro Ligero. En Estados Unidos existe hoy únicamente en un puñado de ciudades —siendo las más conocidas San Francisco y Nueva Orleans por su aparición en algunas películas— y todavía hoy se sigue sospechando que detrás de la modificación de los planes urbanísticos hubo presiones de la industria automovilística. En 1947 un tribunal de California del Sur procesó a nueve empresas y siete personas por violar la ley «antitrust», acusadas de conspirar para formar un monopolio, el holding National City Lines (NCL) —formado por General Motors, Firestone Tire, Standard Oil of California y Philips Petroleum—, con el que adquirir líneas de tranvía que luego se desmantelaban para favorecer la venta de autobuses y automóviles. Dos años después, el tribunal federal de Illinois del Norte declaró a estas empresas culpables de conspirar para conseguir el monopolio de la venta de autobuses y suministros para vehículos a las empresas de transporte locales controladas por la propia NCL, pero se las absolvió de la acusación de intentar monopolizar la propiedad de dichas compañías.
El futuro de la aviación puede estar en su pasado
Uno de los sectores más afectados por las restricciones para contener la pandemia de COVID-19 ha sido el de la aviación, que ha tenido flotas enteras sin despegar durante semanas. Las pérdidas económicas son multimillonarias: en mayo, la Organización de Aviación Civil Internacional (ICAO) las calculaba entre 198.000 y 273.000 millones de dólares, dependiendo de la gravedad del escenario. En los últimos meses hemos visto el controvertido rescate de Lufthansa mientras otras aerolíneas, como South African Airways o Thai Airways, siguen luchando por no desaparecer. Al calor de estas noticias, Telepolis recordaba, como otros medios, que el transporte aéreo es altamente contaminante y la crisis del sector podría aprovecharse para replantear su ordenamiento. Por situar al lector, en su conversación con Freimut Duve, publicada en 1975, Harich mencionaba la cifra de 3.000 vuelos diarios, mientras que Flightradar registró el 25 de julio de 2019 unos 230.000 vuelos diarios, la cifra más alta de toda la historia de la aviación. El digital alemán planteaba como alternativa, además del ferrocarril y el transporte marítimo, reintroducir los dirigibles, o zepelines.
La imagen de los dirigibles está asociada al desastre del Hindenburg en 1937, cuyo incendio, registrado por las cámaras y difundido por los noticieros de la época, destruyó la confianza en este medio de transporte y lo relegó a fines meramente publicitarios. Cabe señalar, empero, que el fabricante, la Luftschifftbau Zeppelin GmbH, en un principio había optado para este modelo por el uso de helio y no por el hidrógeno —inflamable—, pero este gas, además de costoso, solo podía adquirirse en cantidades industriales en Estados Unidos, que había prohibido su exportación en 1927. Además de las mejoras en la extracción de helio o los materiales de cubierta (fibra de carbono con una cobertura de kevlar), el autor del artículo de Telepolis, Wolfgang Pomrehn, indicaba que los dirigibles ahora pueden funcionar también con placas solares e incluso motores de combustión, ya que «su emisión de gases invernadero sería considerablemente menor a la de los aviones ya que, gracias a la flotabilidad del helio, pueden permanecer en suspenso en el aire y necesitan mucha menos energía». Además, a diferencia de los aviones, los dirigibles tienen una mayor autonomía de vuelo y no precisan para su despegue y aterrizaje una infraestructura como la de los aeropuertos en tamaño. Según Pomrehn, los dirigibles podrían utilizarse para el transporte de mercancías a media distancia e incluso el transporte personal, pero el mercado es insuficiente —los vuelos actuales se ofrecen como curiosidad histórica, con billetes a partir de los 345 euros— y no existe ningún tipo de apoyo estatal.
A comienzos de verano los medios de comunicación recogieron la iniciativa de una empresa sueca que tiene pensado llevar en 2023 pasajeros al Polo Norte a bordo de un dirigible Airlander 10, un modelo de la británica Vehículos Híbridos de Aire (HAV) que ha comenzado a producirse en enero de este mismo año. Pero se trata, de nuevo, de una curiosidad para clientes con bolsillos hondos: el pasaje para dos personas del viaje inaugural cuesta 90.000 euros. A todo ello hay que sumar un problema que sobrepasa con creces a los anteriores, como el propio Pomrehn advierte en su artículo: «Junto con este o aquel desarrollo técnico, lo que falta, sobre todo, es otra forma de pensar y, más aún, otra economía del tiempo, ya que, como es obvio, los dirigibles y otras formas de transporte aéreo son más lentas que los aviones». Pero era en el final del texto donde el autor ponía el dedo en la llaga: «Quizá sea ya tiempo de reflexionar si la manía por la velocidad de las sociedades modernas no es un mayor destructor de calidad de vida y libertad individual». Nunca se insistirá lo suficiente en que ello requiere cambios políticos, sociales y culturales en la dirección contraria a las sociedades de consumo. «Como prueba —relataba Harich en el libro arriba citado—, le enseñaría al hombre mi mejor traje, que me hice confeccionar con un valioso paño rumano por el más caro de los sastres de caballero del centro de Berlín y que una vez llevado algo así como tres veces, ya no he podido volver a ponérmelo porque la hechura de los pantalones, pasada entretanto de moda, suscita en el personal femenino una sonrisita entre irónica y compasiva». La misma sonrisa que, seguramente, habrá esbozado el lector al leer esta anécdota. Pero, ¿cuándo fue la última vez que se deshizo discretamente de una prenda de moda por motivos no muy diferentes a los que explicaba Harich?
La ilustración de cabecera es «Na naberezhnoi Makarova [En el muelle de Markarov]» (1960), de Aleksandr Semenovich Vedernikov.