Por Mike Davis.
Este texto fue publicado inicialmente en el blog de la Rosa Luxemburg Stiftung NYC con el título «California’s Apocalyptic ‘Second Nature’».
De camino a Las Vegas, y a veinte minutos de la frontera estatal, hay una salida de la I-15 que lleva a un camino asfaltado de dos carriles llamado Cima Road. Esta es la modesta puerta de entrada a uno de los bosques más mágicos de Norteamérica: kilómetros y kilómetros de viejos árboles de Josué, una especie que cubre un campo de pequeños volcanes del Pleistoceno conocido como Cima Dome o la Cúpula de Cima. Los reyes del bosque tienen catorce metros de altura y mil años de antigüedad. A mediados de agosto, aproximadamente 1,3 millones de estas impresionantes yucas gigantes perecieron en el incendio de la Cúpula, provocado por un rayo.
No es la primera vez que vemos arder el este del desierto de Mojave: en 2005 un megaincendio calcinó más de cuatro mil kilómetros cuadrados de desierto, pero no penetró en la Cúpula, el corazón del bosque. Las plantas del desierto, a diferencia de los robles de California y el chaparral, no están adaptadas al fuego, por lo que su recuperación es una incógnita. La aparición de una hierba de racimo invasora a la que se conoce como bromo rojo ha creado un subsuelo inflamable para los árboles de Josué y ha transformado el desierto de Mojave en una ecología de fuego. (La espiguilla invasora ha jugado este papel en la Gran Cuenca durante décadas). El incremento de la frecuencia de los incendios acelerará el cambio de la vegetación y, en última instancia, pondrá en peligro la existencia de los árboles.
El que nuestros desiertos estén ardiendo es la expresión regional de una tendencia mundial: un planeta en llamas debido al cambio climático que ha desencadenado una peligrosa transformación de la ecología vegetal y, por lo tanto, de las poblaciones de fauna, desde el Ártico hasta la Patagonia, desde Montana hasta Mongolia. California es un ejemplo paradigmático de ese círculo vicioso, en el que el calor extremo conduce a incendios extremos que impiden el rejuvenecimiento natural y aceleran la transformación de paisajes emblemáticos en pastizales depauperados y laderas de montañas sin árboles.
A principios de este siglo, los gestores hídricos y las autoridades encargadas de los incendios se centraron principalmente en la amenaza de sequías plurianuales causadas por la intensificación de los episodios de La Niña y la persistencia de las cúpulas de alta presión, ambas potencialmente atribuibles al calentamiento antropogénico.
Sus peores temores se hicieron realidad en la gran sequía de la década anterior, quizás la mayor de los últimos quinientos años, que provocó la muerte de millones de robles y pinos, lo que a su vez proporcionó combustible para las tormentas de fuego de 2018 y 2019.
Estas últimas catástrofes, sin embargo, han obligado a los científicos a identificar un nuevo fenómeno, la «sequía caliente». Incluso en años con unas precipitaciones normales, el calor extremo del verano —nuestra nueva normalidad— está produciendo en los embalses y en las comunidades vegetales una pérdida masiva de agua por evaporación. Si el invierno y el principio de la primavera son húmedos pueden embelesarnos con exuberantes despliegues de plantas floridas, pero también producen un montón de pasto y malas hierbas que luego se van cociendo en el horno de nuestros veranos para luego convertirse en desencadenantes de incendios cuando regresan los vientos endemoniados.
El desarrollo inmobiliario en zonas de peligro de incendio alto y extremo, que es donde en los últimos veinte años se ha construido la mayoría de las nuevas viviendas del estado, también ha fomentado esta contrarrevolución botánica, ya que el aclaramiento de los bosques y la tala de chaparral abre nuevos caminos para la mostaza negra y los bromos, plantas pirómanas. La fórmula abreviada para un megaincendio es la de maleza más árboles muertos o afectados por la sequía.
La vegetación mediterránea (la de California al oeste de las Sierras y al sur de Klamath) ha coevolucionado acompañada por el fuego y de hecho los robles y la mayoría de las plantas de chaparral necesitan que haya fuegos episódicos para reproducirse. No obstante, el fuego extremo que ahora es habitual en Grecia, España, Australia y California está llevándose por delante las adaptaciones del Holoceno y produciendo cambios irreversibles en la biota. La única limitación real para los futuros incendios forestales es la masa de combustible disponible. Va a haber más áreas que se parezcan a la costa de Malibú, donde el fuego prende en el mismo sector cada década o cada dos décadas, según lo dicte el periodo de entre ocho y doce años que es necesario para que maduren los matorrales de salvia de la costa.
A finales de los años cuarenta del siglo pasado las ruinas de Berlín se convirtieron en un laboratorio en el que los científicos naturales estudiaron la sucesión vegetal tras tres años de incesantes bombardeos de fuego. Lo que se esperaba era que la vegetación original de la región, los bosques de robles y sus arbustos, se reestableciera con prontitud. Para su horror, esto no fue así. En su lugar hubo plantas exóticas, la mayoría de ellas llegadas de fuera de Alemania, que se establecieron allí como las nuevas especies dominantes.
Los botánicos prosiguieron con sus estudios hasta que en los años ochenta se limpiaron las últimas zonas bombardeadas. La persistencia de esta vegetación de zonas muertas y la incapacidad de las plantas de los bosques de Pomerania para restablecerse impulsó un debate sobre la «Naturaleza II». Se sostenía que el calor extremo de los fuegos y la pulverización de las estructuras de ladrillo habían creado un nuevo tipo de suelo que invitaba a la colonización por parte plantas como el «árbol del cielo» (Ailanthus), que había evolucionado en las morrenas de las capas de hielo del Pleistoceno. Una guerra nuclear total, advirtieron, podría reproducir estas mismas condiciones a gran escala.
El fuego en el Antropoceno se ha convertido en el equivalente físico de una guerra nuclear que nunca termina. Tras los incendios del Sábado Negro en Victoria, a principios de 2009, los científicos australianos calcularon que la energía liberada equivalía a la explosión de 1.500 bombas del tamaño de la de Hiroshima. Las actuales tormentas de fuego en los estados del Pacífico son mucho más grandes y se debería comparar su poder destructivo con el megatonelaje de cientos de bombas de hidrógeno.
De los escombros de nuestros fuegos está emergiendo a toda velocidad una naturaleza nueva y profundamente siniestra a costa de paisajes que una vez consideramos sagrados. Nuestra imaginación apenas puede abarcar la velocidad o la escala de la catástrofe. Adiós, California, adiós.
La ilustración de cabecera es «Sin título», de Anselm Kiefer (1982-1918).