Por Yifat Susskind.
Este texto fue publicado originalmente en Ms. en 2017 con el título «Population Control Isn’t the Answer to Our Climate Crisis».
«Si podemos deshacernos de suficiente gente —escribió aquel terrorista de El Paso en su grotesco manifiesto—, entonces nuestro estilo de vida puede ser más sostenible». Su masacre racista dejó pocas dudas acerca de a quién se refería con «nosotros» y «nuestro estilo de vida». El ecofascismo de la extrema derecha disfraza su intención racista de preocupación por el medio ambiente, demoniza a las mujeres de color debido a la «superpoblación» y aviva los temores de que se vaya a acabar con la «pureza» y el poder de la raza blanca. Utiliza el fantasma de un inminente colapso ecológico para reavivar un impulso genocida tan antiguo como los Estados Unidos con el que eliminar a los que se considere no aptos para sobrevivir.
Solo unas pocas personas defienden la expresión más horrible de estas creencias. Pero, hoy en día, la defensa del control de la población está resurgiendo en los debates mainstream —e incluso en entornos progresistas— acerca de la limitación de la fecundidad de las mujeres en pos de la sostenibilidad medioambiental.
No es esta la primera vez que el cuerpo de las mujeres es tratado como un medio para un fin demográfico. Recordemos iniciativas tan horrendas (todas ellas de sentido común en su época) como la esterilización forzosa de mujeres negras, latinas e indígenas, el trato a las mujeres puertorriqueñas propio de ratas de laboratorio en los ensayos de anticonceptivos para mantener una baja población en la isla y la financiación de los campamentos de esterilización en la India.
De manera invariable incluso los proyectos de control de la población más nefastos pretenden servir a algún bien social incuestionable, como la reducción de la pobreza o la paz. Después del huracán Katrina, un diputado de Luisiana propuso pagar mil dólares a las personas que reciben asistencia estatal a cambio de ser esterilizadas. Explicó los beneficios de reducir el número de personas pobres e hizo referencia a la posibilidad de que los huracanes sean cada vez más frecuentes y a la necesidad de conservar los recursos.
El movimiento por la justicia reproductiva se manifestó entonces para denunciar estas políticas como un abuso contra los derechos humanos. Pero hoy el monstruo del control de la población ha sido resucitado y estos logros se ven amenazados de nuevo.
Ahora mismo la mayoría de la gente tiene claro que no debe usar el desacreditado concepto de «control poblacional». Tampoco vais a escuchar a los voceros del sentido común hablar de «superpoblación de negros». Estad atentos, eso sí, al lenguaje que parte de los derechos y de la justicia sociales que sitúa la anticoncepción y la planificación familiar como estrategias centrales para reducir las emisiones de carbono.
Por ejemplo, una entrada en el blog de la USAID [Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional] en el Día Mundial de la Población vincula la planificación familiar con la protección de «la gente, el planeta, la prosperidad, la paz y las relaciones sociales» y pasa a decir que «al frenar el rápido crecimiento demográfico, la planificación familiar puede ayudar a reducir la cantidad de personas pobres».
Los principales defensores del control de la población de hoy en día ofrecen un apoyo total a los derechos reproductivos y subrayan la feliz coincidencia de que la libertad de las mujeres de poner límites a la maternidad sea también una solución clave para el cambio climático. Estas propuestas en las que todo el mundo sale ganando son intrínsecamente atractivas, pero debemos mostrarnos escépticas ante las soluciones que exigen poca cosa a los causantes del problema.
Las mujeres de todo el mundo coincidirán en que el acceso a la atención médica, la planificación familiar, los métodos anticonceptivos y el aborto siguen siendo necesidades críticas insatisfechas. La verdadera justicia reproductiva, tal y como la conciben las mujeres que durante tanto tiempo han sido el objetivo del control de la población, incluye la opción de elegir cuántos hijos tener y criarlos en un entorno seguro y saludable, pero los que tratan de instrumentalizar estos derechos básicos como soluciones frente al cambio climático pasan demasiado rápidamente a hacer hincapié en los beneficios para la reducción de emisiones que hay en que las mujeres tengan menos hijos: no cualquier mujer, sino las mujeres pobres negras y latinas a las que siempre se ha culpado de «tener demasiados hijos».
Cualesquiera que sean sus fundamentos políticos, los enfoques frente al cambio climático basados en lo poblacional están impregnados de tres falsedades.
Una es que la población mundial se ha disparado. En realidad, el ritmo de crecimiento ha ido disminuyendo desde los años sesenta; de 1990 a 2019, la tasa de fecundidad mundial se redujo de 3,2 nacimientos por mujer a 2,5.
Otra es que la principal amenaza a la que nos enfrentamos es la escasez de recursos, cuando en realidad el problema no son los números en sí mismos, sino la distribución desigual de las necesidades básicas. El planeta no puede albergar a 7.500 millones de personas que se dediquen a explotar los recursos al ritmo de los más ricos, pero podría albergar a muchas más si los más ricos se quedaran con una parte más justa y las políticas públicas permitieran a las comunidades más pobres poner fin a su excesiva dependencia respecto de los ecosistemas frágiles.
Por último, existe el mito de que las poblaciones más grandes aceleran el cambio climático, cuando no pueden extrapolarse las emisiones de carbono de un país solo a partir del tamaño de su población. Estados Unidos tiene menos del 5% de la población mundial, pero es responsables del 15% de las emisiones. Mientras tanto, los países de África subsahariana, a los que a menudo se señala como los principales candidatos para las políticas de control demográfico, se encuentran entre los que menos emiten carbono.
Eso resulta obvio cuando se recuerda que el caos climático es una consecuencia directa de la política industrial, pero reconocer esa verdad conduce a un conjunto de estrategias muy diferente que al de animar a las mujeres pobres a tener menos hijos. El uso de mujeres como chivos expiatorios desvía la atención respecto a los verdaderos culpables de nuestra catástrofe climática: las empresas de combustibles fósiles y de energía y el escandaloso éxito que tienen al evitar la regulación gubernamental con subsidios y vericuetos fiscales. Ello desvía la atención respecto a la necesidad de cambiar un sistema económico que exige la explotación ilimitada de los recursos y la búsqueda de beneficios.
Los políticos deben aprovechar el cambio para rechazar la idea de que el control poblacional es una solución al colapso climático. Además, podrían aprender de las mujeres que están en la primera línea del cambio climático a lo largo de todo el mundo, cuyas innovadoras soluciones y sus llamamientos en pos de la justicia económica mundial son la verdadera respuesta al colapso del clima.
YIFAT SUSSKIND dirige MADRE, una organización internacional de derechos humanos de la mujer que colabora con comunidades de mujeres de todo el mundo que están haciendo frente a guerras y desastres de diverso tipo. Ha escrito para The New York Times, The Washington Post, Foreign Policy in Focus, The Guardian y The Huffington Post.
La ilustración que encabeza el texto es «Cavalos vermelhos», de María Helena Vieira da Silva.