“Après moi le déluge! [¡Después de mí, el diluvio!] es el lema de todo capitalista y de toda nación capitalista. Por eso el capital no tiene en consideración la salud ni la duración de la vida del obrero, a menos que le obligue a ello la sociedad”.

Karl Marx

En los mal llamados ‘desastres naturales’ suele recorrer una pulsión antipolítica que o bien tiende a señalar a todos los dirigentes sin distinciones ni matices o bien acusa a los que exigen responsabilidades y acciones concretas de “politizar” los asuntos, como si la vida pudiese transcurrir al margen de las decisiones que tomamos sobre cómo la habitamos en común. Otra versión, común en estas horas de dolor y desconcierto, consiste en separar la crisis climática de la incompetencia institucional. Son indivisibles. La gravedad del caos climático al que nos abocamos, con la Península Ibérica como el territorio más afectado del continente europeo según todas las previsiones, se sustenta, precisamente, en la cadena de inercias, intereses, agendas y deseos que impide su abordaje efectivo desde la política o, al menos, que evite las decenas de fallecimientos en un territorio, el País Valenciano, tristemente acostumbrado a riadas y fenómenos convectivos por su orografía y su cercanía a un mar recalentado. 

Por lo tanto, mal que pese a algunos, hemos venido a hablar de política. Una política climática a la altura, como es obvio, detendría la emisión descontrolada de gases de efecto invernadero que, en base a toda la evidencia -y sin la necesidad, a estas alturas, de esperar a los estudios de atribución- agrava eventos como el de estos días. Pero la necesidad de que la acción climática ponga la vida por encima del capital exige también unas labores de adaptación. La primera piedra, por supuesto, es reforzar -o, al menos, poner a funcionar- un sistema de prevención, alerta temprana y evacuación que ha fracasado estrepitosamente por la irresponsabilidad y la incompetencia de un Gobierno de la Comunitat Valenciana que, por justicia climática, debe ser cesado y juzgado. Pero estas labores van más allá de la criminal ineptitud del Govern.

Es común, por poner un ejemplo, que los planes de gestión del riesgo de inundación que las confederaciones hidrográficas están obligadas a elaborar, suscribir y ejecutar se queden a medias, sin el más mínimo intento de revertir la construcción suicida de infraestructuras en cauces y terrenos susceptibles de riadas. Acordarse de la habitual dejadez en ese ámbito no puede ser calificado de oportunista sino de absolutamente esencial.

Por otro lado, la legislación en materia de riesgos laborales ha avanzado en los últimos años. A la norma que permite al trabajador abandonar su puesto en caso de riesgo inminente para su vida se suma la norma que prohíbe las labores al aire libre durante las olas de calor: lo sucedido en las últimas horas hace evidente su insuficiencia. Como en cualquier relación desigual de poder -y las laborales son su máximo exponente- que el ordenamiento jurídico ampare una decisión no la hace fácil de ejecutar, por los miedos, las presiones y los mandatos tanto evidentes como subyacentes. Y el capital no va a dejar de colocarse por encima de la vida a no ser que se le obligue, como dejó escrito Marx: no porque se le pida por favor.

La experiencia de la pandemia demostró que es perfectamente posible que el Estado obligue a las empresas a parar ante un riesgo inminente y manifiesto; y este lo era, en base a las alertas del sistema nacional de meteorología emitidas desde la mañana del martes. La decisión de no ir a trabajar -salvo puestos esenciales para el común, como es obvio- no puede sustentarse en la voluntad individual, como no se sustentó en marzo de 2020. Eso no implica, en cualquier caso, abandonar la responsabilidad, porque buena parte de las no ausencias de la clase trabajadora responden a la indefensión aprendida y a la infravaloración del riesgo, y es trabajo de los principales actores de la acción climática mover el sentido común hacia posiciones más cercanas a la autopreservación. No nos podemos dejar la vida por nuestro jefe, por la empresa, por la maquinaria perversa de la plusvalía; y para ello hay que apretar lo máximo posible a las compañías, exigir que rindan cuentas y, a la vez, deconstruir los aprendizajes que todos hemos interiorizado, en los que la producción es lo primero.

Por supuesto, el contrapeso a la acción empresarial ni puede ni debe recaer únicamente en el Estado o en una difusa voluntad, sino en un tejido sindical organizado, preparado y bien dispuesto para dar respuesta a situaciones así. La agenda climática en los sindicatos ha corrido suerte dispar: desde ridículas recomendaciones de reciclaje en los puestos de trabajo a trabajos bien avenidos sobre la transición ecosocial en las industrias más emisoras. Pero se mantiene un vacío. Las organizaciones deben prestar atención a la adaptación. Y esto pasa por hacer ‘piquetes climáticos’ para informar de los derechos al respecto a les trabajadores, pasa porque cada comité o sección presione a la dirección por el respeto más básico a la integridad física y pasa, en cualquier caso, por el establecimiento de nuevas alianzas; entre sindicatos y entre los sindicatos y otro tipo de militancias. Hace unos años era importante abandonar la creencia de que el cambio climático debía ocupar un papel subalterno en la agenda de la clase obrera. Ahora es ridículo mantenerla.

No podemos, de ninguna manera, ignorar el eje de clase: la mayor parte de los afectados por este episodio meteorológico son trabajadores obligades, bien por la maquinaria o bien por el patrón, a ignorar los avisos. Que acudían a la periferia de València, en los polígonos industriales, a sacar adelante la tarea, o que volvían por los ramales de las autovías a casa después de una jornada probablemente innecesaria. Pero, como fenómeno multicausal, complejo y de infinitas aristas, el eje de clase no se basta por sí solo ni para explicar lo sucedido ni para proponer soluciones. Los desastres climáticos que ya sufrimos y que sufriremos afectarán más a les más vulnerables, pero la vulnerabilidad en una riada no se explica solo por la renta o por la posición en la cadena de mando.

Y, por supuesto, tampoco podemos desligar la incompetencia de las instituciones de la contraofensiva del negacionismo climático, que castiga las alertas tempranas, produce explicaciones absurdas pero confortables y fáciles de entender ante cualquier evento e intenta silenciar cualquier reacción progresista. La “batalla cultural” que dicen mantener se traduce, en jornadas como las de este martes, en muerte. Estamos agotadas en este momento del ciclo político, pero cometeríamos un error mayúsculo al pensar que, como nos gusta tanto creer, los hechos por sí solos pondrán la agenda climática en su sitio. Ya estamos en el escenario del primer capítulo de ‘El Ministerio del Futuro’, pero sin la iniciativa institucional ni la rabia organizada que le sucedieron. Y, sin saber muy bien cómo se sale de este dolor y esta pereza, lo único que tenemos claro es que no podemos permanecer aquí.

Todo el calor y un fuerte abrazo, de parte de los integrantes de Contra el Diluvio, para toda la gente afectada por las inundaciones.