Categoría: qué hacer

  • El clima de la ecología

    El clima de la ecología

    [fusion_builder_container type=»flex» hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»true» min_height=»» hover_type=»none» link=»» border_sizes_top=»» border_sizes_bottom=»» border_sizes_left=»» border_sizes_right=»» first=»true»][fusion_text]

    Este texto, más largo de lo razonable y menos de lo necesario, es tanto un documento de trabajo de Contra el diluvio como un intento de compartir con quien esté interesado el punto en que se encuentran nuestras preocupaciones acerca de la crisis climática y el movimiento que le intenta hacer frente, además de algo así como un método para empezar a abordarlas. Como se verá a lo largo de las próximas cuatro o cinco mil palabras, no hay soluciones ni líneas maestras ni objetivos. En estos momentos, creemos que lo más honrado es ofrecer esto, por poco que sea, y trabajar desde aquí.

    Contexto político

    No corren buenos tiempos para la acción climática. La reciente victoria de Donald Trump en las elecciones de uno de los países más emisores del mundo aleja el objetivo consensuado hace casi diez años de un calentamiento global por debajo de los 1,5 grados, entre otras consecuencias para mujeres, minorías y los sistemas democráticos del Norte Global. El imparable avance del genocidio en Gaza, obra del criminal Estado israelí, ha demostrado de manera dolorosamente coincidente la inutilidad de los mecanismos multilaterales diseñados para la paz, además de la parálisis, cuando no directamente la complicidad, de esos mismos sistemas democráticos.

    Hay algo en esta lucha que nos interpela directamente como militantes de la causa ecologista: si no solo no conseguimos que nuestros gobiernos hagan todo lo posible por frenar la barbarie, sino que además colaboran con ella en mayor o menor medida (desde venta de armas a apoyo militar directo); cuando se trata de un genocidio que sus propios perpretadores nos retransmiten en directo por redes sociales, cuando podemos ver en vídeo el desplazamiento de poblaciones palestinas como parte de una limpieza étnica, ¿cómo vamos a conseguir que ningún gobierno nos haga caso cuando pedimos medidas para frenar el cambio climático, una tragedia formada por otras tragedias que se empeora de manera lenta pero progresiva cada año y cada década? No contribuye al optimismo la nueva configuración de la Comisión Europea, en la que la derecha y extrema derecha (tanto la sionista como la antisemita) han aumentado su influencia. 

    Ya en casa, la catástrofe de la DANA en Valencia nos sube varios puntos el medidor de la rabia y de la impotencia. Nos duele la evidencia de que la incompetencia de la Generalitat valenciana, que esperamos que algún día sea juzgada, no se sustenta en la simple inutilidad, sino en un caldo de cultivo negacionista que se traduce en muertes y que ha mostrado su fuerza y su amenazante camino hacia la hegemonía entre el fango de la tragedia. 

    Por otro lado, las masivas manifestaciones que se han celebrado en varias ciudades españolas por una vivienda digna muestra que este es uno de los problemas más acuciantes en nuestro país en este momento. Desde que hace seis décadas un ministro franquista dijera aquello de “país de propietarios y no de proletarios” el modelo de vivienda ha sido la espina dorsal económica, política y sociológica de España, así que es de esperar que las grandes convulsiones históricas estén relacionadas con sus ciclos. Tras la crisis del ladrillazo y de las hipotecas de 2008, el capital (grande, mediano y pequeño) ha buscado refugio en la rentabilidad de la subida desbocada de los alquileres así como en la vivienda turística. Como resultado tenemos una situación de empobrecimiento generalizado, en la que los buenos indicadores de crecimiento de España (en comparación con el resto de economías) no reflejan que tener sueldo ya no es ninguna garantía.

    Una brecha se forma entre quienes, independientemente de su situación laboral, van a tener acceso a la estabilidad de la clase media española mediante una herencia o apoyo económico directo familiar y quienes se ven hasta el final de los días no siendo más que “pasivos financieros”. Una crisis que, como no podía ser de otra forma en el capitalismo español, tiene en su centro a la propiedad, ligando todas las problemáticas de las que hablamos: no es casual, como decíamos, que las manifestaciones más multitudinarias en toda la geografía estatal hayan sido contra los precios de los alquileres y contra la turistificación.

    En resumidas cuentas: cada vez más personas, jóvenes y no tanto, ven imposible pensar en el futuro y se encuentran paralizadas y angustiadas por el presente. Nosotros, a ratos, también. Esta es la condición humana fundamental con la que nos toca ponernos trabajar en eso de “toda política es política climática”. Ahondando en esta cuestión nos podríamos preguntar algo así como: ¿cuál es el clima actual de esa política climática, de la acción contra los peores efectos del calentamiento global? 


    El estado del clima

    La movilización climática está, sin duda, en horas bajas, al menos si la comparamos con las movilizaciones de 2019, que sigue siendo el momento en el que seguimos sintiendo que la cuestión ecológica había cogido carrerilla y que se frenó de golpe por la pandemia. La fuerza de esa ola vino sin duda por el empuje juvenil, con Greta Thunberg y Fridays For Future a la cabeza. Ese empuje hoy en día no existe; es cada día más difícil mantener la ilusión por una acción decidida contra el cambio climático, dados los escasos avances y fiereza del capitalismo fósil. Además, la militancia, tal y como está diseñada en algunos espacios, quema y cansa. Hablaremos de ello más tarde.

    Algunas de las organizaciones y estrategias que cobraron más fuerza en aquel momento han seguido funcionando; en particular, la resistencia civil no violenta que abanderaba Extinction Rebellion (XR) ha seguido siendo una táctica que, si bien minoritaria, ha tenido un importante impacto, ya sea el rociar cuadros famosos con pintura que lleva a cabo Stop Oil, la protesta frente al Congreso de los Diputados de Rebelión Científica o las acciones y parones de Futuro Vegetal. Los tres casos son representativos de algunas de las características del activismo climático de los años post-pandemia: no tanto movilizaciones o acciones masivas como heroicidades de pequeños grupos muy convencidos que consiguen un fuerte impacto mediático (y, en el caso de los cuadros, un importante debate público al respecto) además de, en última instancia, una represión muy exagerada con peticiones de cárcel y multas desorbitadas. Tanto el estado español como el británico buscan claramente sentencias disciplinadoras que cumplan una función de quitar ideas a quien vea en la desobediencia civil una manera de presionar para pedir acción climática.

    Por otro lado, así como en 2019 las movilizaciones pillaron a la mayor parte de organizaciones (no ecologistas) de izquierda por sorpresa y sin discurso sobre la crisis ecosocial, ahora tenemos más bien la situación contraria: no tenemos grandes manifestaciones sobre el clima pero el discurso climático ha ido calando poco a poco más en partidos, sindicatos y asociaciones en general. Parte de los activistas de ese ciclo se han profesionalizado y han entrado a las organizaciones de la izquierda parlamentaria. Un ejemplo es la apuesta por un proyecto de populismo ecologista que ha impulsado Más País/Más Madrid y, hasta cierto punto, Sumar. Esta profesionalización tiene sus ventajas y desventajas, y daría por un análisis más en profundidad, pero es coherente con las demandas de una acción decidida en materia de transición ecológica desde el Estado.

    Por otra parte, es evidente que el ciclo, si no ya agotado, está camino de agotarse. El lamentable caso de Íñigo Errejón parece haber sido la puntilla a una pérdida de credibilidad del espacio a la izquierda del PSOE, que se le suma a una aritmética parlamentaria complicada para sacar adelante cualquier reforma de calado. La debilidad, aun formando parte del Gobierno, y la pérdida de credibilidad se retroalimentan; no es nuestro papel proponer salidas en este aspecto, pero sí queremos aprovechar para recordar que es inútil seguir insistiendo en recetas que se están demostrando fallidas ante el emponzoñamiento de la vida pública. Resistir tiene su valor visto lo que hay enfrente, y no queremos argüir el clásico cinismo que desprecia los pequeños avances; pero creemos aún más peligrosa la tentación de atrincherarnos.

    Un aspecto que ha caracterizado a nuestro ecologismo político desde la pandemia han sido las numerosas disputas internas. Lo que desde fuera y sobre todo durante las movilizaciones de 2019 se podía ver como un bloque compacto de acción climática es realmente una constelación muy compleja de actores con distintas sensibilidades, prioridades, valores, tácticas y estrategias. Una brecha evidente estos últimos años tiene que ver con los tiempos, extensión, gestión y necesidad siquiera del despliegue de las renovables a lo largo y ancho de la geografía del estado. Baste como muestra que esta división existe dentro de la mayor organización del ecologismo social español, Ecologistas en Acción.

    Otra brecha importante, aunque probablemente solo ha llegado a resonar entre quienes siguen muy de cerca la vida de nuestra ecología política, ha sido el debate entre “colapsistas y no colapsistas”, “GND vs decrecentismo”, “acción estatal vs. rechazo al Estado” o cualquiera que sea la etiqueta que prefiramos dar a los intercambios en forma de hilos de Twitter, artículos y libros que se ha dado a lo largo sobre todo de los dos últimos años (habiendo nosotros puesto nuestro granito de arena con artículos escritos por defensores de ambas posiciones). 

    Tenemos claro que no podemos renunciar ni a la acción estatal ni a la organización de clase; y que es mucho menos malo, aunque cueste defenderlo, el capitalismo verde que el capitalismo marrón. Pero no es nuestra intención aquí hacer un resumen de las diversas posiciones, tan solo consideramos fundamental mirar a nuestro alrededor para saber dónde estamos. Si recordamos el título del que creemos que es uno de los artículos más importantes Plan, estado de ánimo, campo de batalla” de Thea Riofrancos, nos parece fundamental captar el estado de ánimo de nuestro entorno, de la red en la que hacemos política. En los párrafos iniciales hemos además dado una visión (más impresionista que detallada) del campo de batalla político en el que nos encontramos. Y a partir de ahí, toca trabajar colectivamente y trazar un plan (discursivo, organizativo, político, táctico, estratégico).

    Una visión ecológica de la ecología

    Una lectura que nos ha marcado este año para clarificar conceptos y realizar las preguntas fundamentales respecto a la organización es ‘Neither vertical nor horizontal’, de Rodrigo Nunes, editado por Verso en inglés en 2021 (y que confiamos que será traducido al castellano en 2025). A falta de esta traducción invitamos encarecidamente a leer con detenimiento la interesante entrevista que le hicieron les compas de Corriente Cálida en su cuarto número, ‘Ecología de la Praxis’. No nos podemos resistir a traer citas de dicho libro (traducidas como mejor hemos podido) para trabajar algunos conceptos que nos parecen útiles para pensar para responder a la pregunta que un tal Vladimir nos dejó en las cabezas: “¿qué hacer?”. 

    En concreto, nos parece que el concepto de ecología, de entender la organización política de manera ecológica, nos puede ser muy útil para comprender la situación del entorno político que habitamos así como para ayudarnos a ser más efectivos a la hora de trabajar.

    “De lo que se trata, en resumidas cuentas, es de pasar de pensar la organización en términos de organizaciones individuales a concebirla ecológicamente: es decir, como una ecología distribuida de relaciones que atraviesan y ponen en contacto distintas formas de acción (acumulada, colectiva), diversas formas organizativas (grupos de afinidad, redes informales, sindicatos, partidos), los individuos que las componen o colaboran con ellas, individuos sin afiliación que van a protestas, comparten material online o incluso simplemente siguen con interés y simpatía el desarrollo en las noticias, web y perfiles de redes sociales, espacios físicos y demás”.

    Es decir, la cuestión es tener una visión global que nos permita ver la red de relaciones que existe entre los nodos de un red de la que formarían parte no solo Ecologistas en Acción, el Sindicato de Inquilinas o los partidos de la coalición del Gobierno, sino también la gente suscrita a medios de izquierdas, los asistentes a una mani por la vivienda que no iban a otra desde el 8M, etc. Se podría decir que esto es lo que ya suele recibir el nombre genérico de “la izquierda”, o “el movimiento ecologista”, pero en el mejor de los casos este es un término polisémico que además no anima a la acción. Porque la idea de verse dentro de una ecología es que los nodos de la red se ven influenciados los unos por los otros.

    Lo importante del asunto es que no se trata de una fórmula, de una llamada a “ser ecología”: esta está dada siempre, seamos conscientes o no, 

    “(…) si hay un elemento normativo en lo que he escrito, se puede resumir en la máxima: pensemos y actuemos de manera ecológica. Obviamente, una ecología siempre está ahí, no necesita ser creada. Pero puede ser expandida y cultivada, enriquecida, hecha más diversa y complementaria, más integrada internamente y capilarizada a lo largo de la sociedad. Todo esto depende de una masa crítica de personas pensando en la ecología como un todo. Pensar ecológicamente, por tanto, no es una cuestión de estar dispersos por estar dispersos, sino de aprovechar al máximo la pluralidad; entre la centralización extrema y la dispersión total hay muchas configuraciones posibles que son mucho más fértiles que cualquiera de las dos. Y tampoco asume la desaparición de diferencias irreconciliables y el conflicto. La idea es más bien que la enemistad misma tiene que ser concebida ecológicamente: si todo el mundo es un enemigo, nuestra manera de actuar se restringe mucho; entre un amigo total o un enemigo total, hay muchos grados intermedios que varían de acuerdo a la ocasión y a lo largo del tiempo”. 

    Por lo tanto, pensar y trabajar como ecología no es, para empezar, una manera de resignarse ante nuestra falta de fuerzas, algo así como “somos pocos y estamos dispersos pero de hecho está bien que esto siga siendo así”: no se trata de hacer de la necesidad virtud. Tampoco se trata de una manera complicada de decir que sea necesaria a veces mayor centralización, dirección, unidad de objetivos, etc, ni de vernos abocados a una falta de acción coordinada: el propio título del libro, ‘Ni vertical ni horizontal’, es una declaración de intenciones en este sentido. Este enfoque nos permite, partiendo de una realidad de la organización que es siempre ecológica, ser más conscientes de los recursos disponibles, de las distintas estrategias que se plantean, etc. Ya que si “la organización no es maś que la puesta en común, el almacenamiento y la gestión de la capacidad colectiva de actuar, algo que la gente siempre debe encontrar la manera de hacer si quieren llegar a ser, y a seguir siendo, capaces de efectuar un cambio en el mundo”, de lo que se trata es de aumentar nuestra capacidad de actuación colectiva sin anteponer respuestas prefabricadas acerca de cuál es la única forma válida de organizarse. 

    Un motivo por el que nos ha gustado tanto el planteamiento de Nunes es que a veces el trabajo militante, al menos desde Contra el diluvio, lleva un poco a preguntarse: ¿por qué? ¿Para quién? Es decir, si decimos algo como “no podemos renunciar al Estado”, ¿qué quiere decir esto, a quién va dirigido? ¿Tiene algún efecto decir cosas como esas sin estar organizados dentro de un partido? “Necesitamos visualizar un futuro mejor, necesitamos más transporte público”… ¿cuándo tiene sentido hacer artículos y seminarios en los que transmitimos estas ideas? ¿Para influir a otros activistas, para intentar marcar la agenda de un Gobierno? La perspectiva ecológica permite ser más conscientes del contexto en el que trabajamos, ver que no se lanzan mensajes al vacío sino que somos parte de un red y que lo que necesitamos no es emitir el análisis más sutil sino que nuestras ideas y los pocos recursos de los que disponemos se pongan en común. Esto puede parecer evidente pero creemos que ayuda a orientar mejor los esfuerzos personales y humanos de quienes dedicamos tiempo a lo político y lo colectivo. 

    Diferencias, alianzas, alegría

    Además, esta manera de actuar y de pensar creemos que da un marco útil para tratar las diferencias teóricas y prácticas que lógicamente se dan al hacer política, y en concreto las que ya hemos mencionado que existen dentro del movimiento ecologista: ‘colapsistas’ y ‘greennewdealers’ son parte de la misma ecología. No se trata de reducirlo todo a un simple “narcisismo de las diferencias”, pues evidentemente existen diferencias filosóficas, tácticas, estratégicas e incluso (o sobre todo) estéticas: no es esta una manera de decir “seamos todos hermanos”. La cuestión es que si queremos ser efectivos tendremos que preguntarnos en qué cuestiones concretas estas diferencias son más irrelevantes, y dónde podremos poner los recursos de los que se disponen en común para aumentar la potencia colectiva.

    Aterrizando un poco más este ejemplo concreto: más allá de lo que se ha convertido en diferencias personales, probablemente el mayor desacuerdo que exista entre ambas posiciones hace referencia a la necesidad y extensión de lo que se suele llamar mitigación. Sin embargo, en el contexto de lo que ha sido la DANA: ¿son las diferencias que existen relevantes cuando estamos ante un tragedia de esta dimensión? Y, más en concreto, ¿lo son en lo que respecta a la adaptación? La necesidad de gobiernos que reaccionen anteponiendo las vidas de las personas en casos de emergencia climática, de tener unos servicios de emergencia a la altura, de una red ciudadana y de clase, de apoyo mutuo, de cambiar la manera en la que se construye en zonas con gran riesgo de inundación…¿no son estas cuestiones en las que habría un amplio consenso? No quiere decir esto que en otros puntos las estrategias no diverjan, pero si pensamos de manera ecológica podemos ver cómo distintos núcleos de la red pueden movilizar a las personas de su entorno en una misma dirección. 

    En el libro Nunes cita a F. Scott Fitzgerald: “La prueba de una inteligencia de primer nivel es ser capaz de mantener dos ideas opuestas al mismo tiempo, y aún así, conservar la capacidad de funcionar”. Es posible que existan personas con posiciones muy firmes respecto al debate del colapso, con fuertes opiniones respecto al uso del término, a la relevancia y pertinencia de la acción estatal, etc, pero la realidad es que si pensamos por ejemplo en una persona joven que se moviliza en una marcha convocada por Fridays for Future lo cierto es que tendrá “dos ideas opuestas al mismo tiempo” en la cabeza. Por un lado, está en la calle pidiendo a los que mandan que actúen, con la rabia de los discursos de Greta Thunberg; y es probable que le hayan influido en esa rabia las palabras llenas de emoción y al borde del llanto de Antonio Turiel. Es probable que hable de colapso climático y que, a la vez, piense que sea necesario un despliegue de energía eólica y solar a lo largo de la geografía ibérica. No se trata de que defendamos la posición del famoso tuit de dril, de que todas las posiciones sean equivalentes o siquiera que sean siempre coherentes, sino de que esta es la realidad material de la que partimos; y de que no deberíamos solo utilizar nuestras fuerzas en que se hegemonice un sentimiento por encima del otro sino en ser capaz de ver cómo utilizar y movilizar estos afectos en un acción distribuida y ecológica en la que podamos poner fuerzas en común, como cuando antes hablábamos de la adaptación. 

    Otro aspecto en el que creemos que pensar de manera ecológica es útil es en la cuestión de alianzas que nuestro amigo José Luis Rodríguez trata en su artículo ¿Qué es una alianza? Apología de la incomodidad, en el mismo número de Corriente Cálida que la entrevista con Nunes. En este, José habla de dos tipos de alianza, una más simple que otra:

    “En todo caso, y desgraciadamente, esta es la alianza sencilla, la de quienes piensan y actúan de manera muy parecida, comparten buena parte de su visión del mundo y sus valores y, además, son indistinguibles para el resto del planeta. La de quienes al aliarse no están poniendo en cuestión nada esencial de sí mismos (…)”.

    Así pues, a priori el enfoque centrado en la ecología de Nunes trataría de esta primer tipo de alianza entre los y las que, de una manera simplificadora, solemos llamar “nuestra gente”. Sin embargo, creemos que la manera de ver la ecología como una red permite ver estas alianzas como momentos concretos, aquellos en los que existe mayor unidad de acción, en los que se prioriza la “verticalidad” en determinadas situaciones, en los que se deciden abandonar ciertas partes de las diversas identidades para poner en práctica y probar suerte con una estrategia concreta.

    El segundo tipo de alianza, el más complejo, hace referencia al carácter de clase de la misma:

    “Efectivamente, aquí se halla uno de los nudos de una política activa de alianza y activación progresista de la clase media: esta clase es el foco de generación de hegemonía en las sociedades democráticas y pluralistas, por mucho que estas nos desagraden”.

    Tratar en profundidad este tema supera de nuevo tanto nuestra capacidad de análisis en este momento como el alcance de este texto, pero creemos que vernos como ecología ayuda a este respecto también. Y no solo por la composición de clase del movimiento ecologista, aunque este es un aspecto importante, tanto por las personas que a nivel social más suelen priorizar estos temas como porque no es menor la parte de este movimiento que conforman personas ligadas al mundo universitario y de la academia.

    La cuestión es que, si abrimos el foco, la ecología de la ecología incluye ya, por definición, a sectores productivos que no podríamos decir que sean particularmente de clase trabajadora: no solo cooperativas energéticas sino empresas grandes y pequeñas ligadas a las renovables, todas las personas ligadas a esta industria, así como la miríada de organizaciones e individuos que conforman el movimiento contra el despliegue de las renovables. Todo esto, con mayor o menor grado de conexión y enfrentamiento, son parte de la ecología realmente existente. En cualquier caso, no es casual que tanto el artículo de José como el libro de Rodrigo Nunes citen a Lenin: “Puede temer alianzas temporales, aunque sea con personas poco fiables, solo quien desconfía de sí mismo”.

    Nuestra propuesta ha sido hasta ahora sobre todo organizativa, y más que una hoja de ruta detallada lo que traemos son preguntas y una invitación a pensar ecológicamente. Para insistir una vez más en esta idea traemos otra lectura reciente, ‘Militancia alegre. Tejer resistencias, florecer en tiempos tóxicos’, de carla bergman y Nick Montgomery, editado por Traficantes de Sueños. Este libro, al igual que el de Nunes, utiliza muchos conceptos de la filosofía política de Baruch Spinoza1, en la cual “las cosas no se definen por lo que son sino por lo que hacen: cómo afectan y son afectadas”. Una idea fundamental es la de la alegría, la cual para Spinoza “implica un aumento de la potencia de un cuerpo para afectar y ser afectado. Es la capacidad de hacer y sentir más”. Bergman y Montgomery plantean la militancia activa como esa manera de organizarse políticamente centrada en esta potencia colectiva:

    “La moral responde a la pregunta «¿qué se debe hacer?», mientras que la ética spinoziana se pregunta «¿de qué somos capaces?». (…). Nunca sabrás el resultado hasta que lo intentes. No importa si tienes «éxito» o si «fracasas», pues en el intento habrás aprendido, algo habrá cambiado.”

    Es decir, no se trata solo del “¿qué hacer?” de Lenin, sino de “¿qué podemos hacer para hacer más?”. Por eso estamos insistiendo tanto en lo que consideramos que son fundamentos y contribuciones importantes para una charla más amplia sobre organización, porque con las medidas y discursos que necesitamos para luchar la crisis ecosocial pasa un poco como con los datos del IPCC: en lo fundamental los tenemos todos y todas en la cabeza, la cuestión es ver qué hacer con ello, no seguir repitiendo lo mismo una y otra vez sin sumar fuerzas y analizando críticamente hasta la saciedad la manera de decirlo del resto.

    Un elemento importante a integrar dentro de este planteamiento es el de los partidos. Como hemos venido diciendo, el debate de la organización no consiste en elegir una forma organizativa definitiva que sirva para todas las situaciones, así como tampoco supone que el estado actual de las cosas es una fase preliminar de una futura forma ideal para la organización de la clase, que sería el Partido, con mayúsculas. Del mismo modo, el que insistamos en tener un enfoque ecológico de la organización tampoco implica que promovamos una atomización y unos nexos siempre laxos entre las distintas partes de la red: la opción electoral o la organización más centralizada son herramientas que parte de la red puede decidir en un momento determinado utilizar como la manera más eficaz de poner recursos en común y de conseguir objetivos en una coyuntura concreta, en concreto en lo referente al Estado. Incluso aunque haya parte de la red que no siga esta opción, seguirá formando parte de la ecología, que se verá modificada por la decisión en un momento determinado de una mayor “verticalidad”.

    Conclusión: adaptación

    “the sun setting above beds of ash

    while we sat together, arguing.

    the old world order barely pretended to care.

    this new century will be crueler still.

    war is coming.

    don’t give up.

    pick a side.

    hang on.

    love.”

    Godspeed you! Black Emperor

    Yes — you’re ready to start building communism again.

    You’ve built it before, they’ve built it before.

    Hasn’t really worked out yet,

    but neither has love — should we just stop building love, too?

    Disco Elysium

    Todo lo que hemos presentado más arriba nos lleva a pensar que precisamente la adaptación, con sus múltiples derivadas y concreciones, puede ser un concepto fundamental en torno al que se pueden llevar a cabo muchas acciones concretas desde estrategias distintas e incluso incompatibles en apariencia. Precisamente, como hemos comentado, al ser un ámbito que no tiene por qué generar tantos desacuerdos como otras cuestiones puede permitir que se pongan en común recursos de sindicatos, organizaciones vecinales y colectivos de todo tipo, como hemos estado viendo con los trabajos de recuperación tras la DANA en el País Valenciano.

    No solo eso, sino que puede atacarse desde distintos frentes sin necesidad de una organización absoluta orgánica: necesitamos que los partidos reformen las leyes urbanísticas, por ejemplo, pero a la vez se puede desplegar una coordinación entre colectivos para generar grupos de emergencia que movilicen y organicen a la población y la coordinen mejor con los medios del Estado. Esto no pasa, de ninguna manera, por dejar de lado la lucha contra el capital fósil, pero pensamos que precisamente a partir de una implicación más directa y física con la cuestión de la adaptación se abre la posibilidad a una organización asentada en el territorio a partir de la cual plantear piquetes climáticos, huelgas y boicots. Esta manera de organizarse es fácil verla también como mecanismos de autodefensa de la clase trabajadora y de apoyo, como una simple acción antifascista frente a los agentes reaccionarios que intentan aprovecharse de esta situación, como el pueblo que salva al pueblo….muchos afectos distintos que pueden movilizar, desde sentimientos e identidades diversas, las mismas acciones que necesitamos llevar a cabo.

    Además, no es difícil de imaginar que cada vez más capas de gente vean esta adaptación como urgente y necesaria. Es verdad que si algo aprendimos de la pandemia es que no siempre “vamos a salir mejores”, y que no hay hechos materiales concretos que creen de manera irreversible una conciencia. Sin embargo, el fenómeno de las inundaciones en el Mediterráneo, al igual que otros efectos que empeora el cambio climático, van a ser recurrentes: va a ser difícil que la gente pierda el nuevo miedo adquirido a la “alerta roja» en el móvil. Por lo tanto es en este contexto en el que sabemos que estos eventos van a volver a ocurrir en el que tenemos que organizarnos.

    No es fácil, desde luego. El panorama es sombrío: la legislatura reaccionaria de Donald Trump está a punto de empezar. Los genocidios avanzan sin freno aparente. Estamos cansades; de que cada vez nos cueste más pagar el alquiler, de los roces y las incomodidades de muchos años de militancia sin un fruto evidente y jugoso, de que la vida apriete. Pero, como solemos repetir, la historia raras veces se escribe en base a victorias incontestables o fracasos rotundos. A estas alturas del partido es prácticamente imposible limitar el calentamiento global a 1,5 grados, pero 1,6 grados son mejores que 1,7 grados y todas las redes que sepamos tejer, toda la resistencia que seamos capaces de levantar, será útil y cambiará vidas.

    La única seguridad de la que disponemos es que nuestras opciones pasan por la acción colectiva, por juntarnos y organizarnos y hablar y discutir y luchar y querernos y luchar y luchar. La Historia no está escrita: no permitamos que nos la escriban a sangre y petróleo.

    La ilustración de cabecera es «Les lumières de la ville», de Maria Helena Vieira da Silva (1908-1992). 

    1 Quienes escribimos estas líneas llegamos al pensamiento de Spinoza por Nunes, bergman y Montgomery, pero no son por supuesto los primeros en traer las ideas del filósofo holandés a la izquierda: Deleuze y Toni Negri entre otros abrieron esa puerta a finales de los 60, y de hecho en concreto el libro de Nunes discute el planteamiento espinoziano de Negri. Reconocemos que, como apenas iniciados en estas ideas, por ahora no hemos profundizado en esos precedentes, pero sirva esta nota como clarificación.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Un planeta en llamas – ¿Debería el movimiento climático abrazar el sabotaje?

    Un planeta en llamas – ¿Debería el movimiento climático abrazar el sabotaje?

    [fusion_builder_container type=»flex» hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»true» min_height=»» hover_type=»none» link=»» border_sizes_top=»» border_sizes_bottom=»» border_sizes_left=»» border_sizes_right=»» first=»true»][fusion_text]

    Por Thea Riofrancos.

    Este artículo fue originalmente publicado bajo el título «A planet in flames – Should the climate movement embrace sabotage?» en la revista The Nation. 

    En 1957, cuando el auge económico de posguerra dio lugar a una «gran aceleración» en el uso de energía de hidrocarburos, un grupo de científicos que trabajaba para una compañía petrolera de Texas llamada Humble Oil (que después se llamaría ExxonMobil) se embarcó en un estudio motivado por la creciente preocupación pública sobre la contaminación del aire y por nuevas investigaciones acerca de las consecuencias de la quema de combustibles fósiles. Lo que encontraron fue que «la enorme cantidad de dióxido de carbono» presente en la atmósfera estaba relacionada con la «quema de combustibles fósiles». Sesenta y cinco años después, la realidad ha demostrado ser peor que sus hallazgos. Debido a la quema sin límites de combustibles fósiles y la consiguiente emisión de enormes cantidades de CO2, el mundo se dirige ahora hacia los 3,2 ºC de calentamiento por encima de los niveles preindustriales. En la última Conferencia de la ONU sobre el cambio climático, los dirigentes allí reunidos llegaron, de nuevo, a un total de cero compromisos vinculantes para reducir esas emisiones. Y a pesar de la retórica verde, solo el 6 % de los paquetes de estímulos fiscales aplicados por las naciones del G20 en 2020 y 2021 han contribuido a reducir las emisiones, incluso cuando los beneficios de las empresas petroleras han alcanzado niveles de récord. Además de la inacción de los Gobiernos, también ha quedado claro que el sector privado no nos va a salvar. Se nos ha dicho que los inversores benévolos podrían redirigir el capital y sacarlo de los sectores energéticos sucios hacia las industrias verdes del futuro. Pero la promesa de unas «finanzas socialmente responsables» ha demostrado ser en su mayoría un fraude. A pesar de que prometió hacer lo contrario, Blackrock, el principal gestor de activos del mundo, ha continuado invirtiendo en empresas de combustibles fósiles, y la producción de carbón –el combustible fósil más sucio de todos– está en alza.

    Mientras tanto, como ni los Estados ni el capital están haciendo mucho para reducir las emisiones de CO2, estas se han recuperado completamente de su caída pandémica. En 2021, el mundo batió dos desalentadores récords: el nivel más alto registrado de emisiones de CO2 en la historia y el mayor crecimiento absoluto anual. Año tras año, los países del Norte Global retrasan la prometida financiación climática para el Sur Global, que ha contribuido menos a la crisis pero sufre sus peores consecuencias. En lugar de la redistribución, los Gobiernos del Sur Global pueden esperar lo que Daniela Gabor e Isabella Weber llaman «terapia de choque del carbono», en la que los préstamos del FMI vienen condicionados a la adopción de mecanismos regresivos de fijación de precios al carbono y recortes a los subsidios a los combustibles. Las condiciones geopolíticas están añadiendo leña al fuego. A raíz de la invasión rusa de Ucrania, los Gobiernos de EE UU y Europa están posponiendo sus compromisos de energía renovable.

    Sin embargo, el reino del capitalismo fósil se enfrenta a una feroz resistencia. Durante la oleada de huelgas estudiantiles de 2019, la juventud de todo el mundo denunció la injusticia generacional de heredar un planeta en llamas. En EE UU ha habido un aluvión de exitosas campañas en oposición a los nuevos proyectos de oleoductos y plantas energéticas y extractoras. En Memphis, una coalición por la justicia ambiental paró el oleoducto de Byhalia, que iba a cruzar los barrios negros del sur de la ciudad; en Luisiana, la resistencia de la población desbarató el proyecto de la terminal de exportación de petróleo de Plaquemines, que, entre muchos otros perjuicios, habría sido construida sobre un cementerio de esclavos. Tras seis años de organización, los activistas climáticos de Virginia Occidental a Carolina del Norte han forzado a Duke Energy y Dominion Energy a cancelar el oleoducto Atlantic Coast. La nación Lumni y sus aliados han ayudado a evitar la construcción de una terminal de exportación de carbón en el condado de Whatcom en Washington; al otro lado del Estado, grupos ecologistas han ayudado a evitar que el Gobierno conceda permisos para una refinería de metano en Kalama. En las Grandes Llanuras, tras más de una década de lucha contra el oleoducto Keystone XL –que habría transportado petróleo de arenas bituminosas extraído de debajo del bosque boreal de Alberta, Canadá, a refinerías en la costa del Golfo de Texas– el presidente Biden revocó el permiso transfronterizo y TC Energy abandonó el proyecto.

    Estas campañas han seguido estrategias muy variadas. Los movimientos liderados por indígenas como los defensores del agua en Standing Rock son distintos de lo que Kai Bosworth llama «populismo de oleoducto» (movimientos compuestos sobre todo por terratenientes rurales blancos y ecologistas de base), y ambos, a su vez, difieren de las comunidades negras y latinas que luchan contra el racismo medioambiental. Pero todos ellos han compartido un aspecto clave: la no violencia. Las excepciones –un puñado de activistas que han destruido maquinaria por su cuenta– solo confirman la regla. En EE UU, el compromiso de los activistas climáticos con el pacifismo imposibilita el daño a la propiedad, por no hablar de la agresión física a ejecutivos de la industria fósil. Pero a pesar de estos heroicos esfuerzos, las corporaciones siguen emitiendo impunemente y los Estados continúan retrasando cualquier acción para detenerlas. Y, mientras tanto, el mundo se calienta cada vez más.

    Es este consenso sobre el activismo pacífico frente a la insensatez de la élite lo que rechaza Andreas Malm. Cómo dinamitar un oleoducto no te explicará cómo volar un oleoducto, pero tratará de convencerte de que los esfuerzos por desmantelar físicamente los tentáculos infraestructurales del capitalismo fósil están históricamente fundamentados, son estratégicamente inteligentes, y un imperativo moral. «Ha habido un tiempo para el movimiento climático gandhiano; quizá ahora es el momento para un movimiento fanoniano», afirma la penúltima línea del libro. Ese «quizá» es performativamente ambivalente; se sitúa entre la predicción y la provocación. Si bien los deslizamientos entre estos modos retóricos permean el texto, una cosa es cristalina: para Malm, el movimiento climático necesita atacar la crisis en su raíz, desactivando uno a uno los «aparatos de emisión de CO2».

    Andreas Malm lleva varios años tras la pista de los perpetradores de uno de los mayores crímenes de la historia: la descarga de cientos de miles de millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera, con consecuencias fatales (los investigadores estiman que puede atribuirse a las temperaturas extremas causadas por el cambio climático un exceso de 5 millones de muertes al año). El viaje empezó con su libro Capital fósil. En él, trataba de refutar esas historias positivistas de la energía que muestran el pasado como un arco que se inclina hacia los combustibles fósiles y explicar, en su lugar, que la revolución de los combustibles fósiles de los años 20 y 30 del siglo XIX era el resultado de conflictos de clase dinámicos en lugar de una progresión inevitable. El agua, apunta, era al fin y al cabo abundante y gratis, y los molinos de agua, más potentes y fiables que los tempranos motores de vapor al comienzo de la era industrial. La adopción de motores de vapor y carbón se debió a que los propietarios de los molinos querían resolver un problema que dificultaba sus esfuerzos para asegurarse una oferta de trabajo fiable y disciplinada: el hecho de que hubiera fuentes de agua corriente desaprovechadas distribuidas por el campo, mientras que la gente estaba concentrada en pueblos y ciudades. Al utilizar los motores de carbón y vapor en lugar de los ríos y los molinos de agua, encontraron la forma de dominar mejor tanto a los trabajadores como a la naturaleza –y así pavimentar el camino para una era de crecimiento economico sin precedentes entre chimeneas que expulsaban el dióxido de carbono que calienta el planeta–.

    En El progreso de esta tormenta, Malm se salta casi dos siglos y pasa del estudio académico de la historia a las teorías cada vez más populares entre los propios académicos. Dirige su ira polémica a la torre de marfil, donde, insiste, un buen número de prominentes filósofos, geógrafos y sociólogos han jugado el papel de tontos útiles para los capitalistas fósiles al arrasar con la distinción entre la sociedad humana y la naturaleza no humana. Ocultar la responsabilidad de la clase dominante en el cambio climático no era, por supuesto, el objetivo de esos académicos que buscaban reincorporar a los humanos en la «trama de la vida» (por usar el término de Jason Moore) o recuperar la agencia de la naturaleza no humana (la «teoría del actor red» de Bruno Latour) e incluso de la «materia» (el «nuevo materialismo» de Jane Bennet). Pero al mezclar lo social y lo natural, sostiene Malm, estos académicos renunciaron a considerar a los humanos, y específicamente a los humanos capitalistas, culpables de la excesiva destrucción de la tierra. Para Malm, la única forma de oponerse a esta destrucción es retener «la singularidad de la agencia humana» y la dicotomía social/natural que esta garantiza. La agencia, después de todo, se encuentra en el corazón tanto de la complicidad de las élites como de la capacidad de las masas: «La guerra política contra una clase dominante cada vez más pestilente demanda manuales repletos de binarios».

    Recogiendo su propio guante, Malm entonces publicó algunos materiales de este estilo. White Skin, Black Fuel, escrito por él y un colectivo de otros 20 autores, explicaba cómo la extrema derecha se ha movilizado en defensa del capital fósil, transformando el negacionismo de la propaganda en un principio fundamental de reacción etnonacionalista. Corona, Clima, Chronic Emergency termina con una visión de «comunismo ecológico de guerra», en la que propone expropiar el capital fósil sin compensación y escalar masivamente las tecnologías verdes. Su último manual, Cómo dinamitar un oleoducto, tiene como objetivo provocar en el movimiento climático un estado de rabia colectiva adecuado para afrontar el reto de una catástrofe planetaria. Entre el pasado revolucionario y un futuro utópico, argumenta, está el pesado impasse del presente: «la inercia extraordinaria del modo de producción capitalista frente a la reacción de la Tierra». Las opciones son el fatalismo o el sabotaje. Malm nos ruega que optemos por la segunda.

    Cómo dinamitar un oleoducto puede dividirse en tres partes: la historia de la resistencia al cambio climático, las estrategias que ha adoptado y las que debería adoptar, y la moralidad de sus acciones. Para Malm, los anales del activismo climático pueden entenderse en dos planos relacionados. El primero es el activismo climático de corto plazo que mostró una trayectoria prometedora de crecimiento y desafío entre 2006 y 2019. A pesar de cumplir a rajatabla con la no violencia, este movimiento, según Malm, fue disruptivo –con un «impresionante repertorio» de «bloqueos, ocupaciones, sentadas, desinversión, huelgas escolares, apagón de centros urbanos, la táctica propia del campo climático», que demostraban la observación de John Berger de que la lógica de la protesta no es la persuasión moral sino la amenaza creíble–. El segundo plano de la historia del activismo climático es la longue durée del fermento social que parte de las revueltas de esclavos, el abolicionismo, las sufragistas, los levantamientos anticoloniales, la lucha por la libertad negra, y el movimiento contra el apartheid. Esta historia más larga, según Malm, es directamente relevante para el más reciente ciclo del activismo climático: es la razón por la que estos activistas abrazan el pacifismo –y es también la razón, argumenta Malm, por la que no deberían–. Grupos como Sunrise Movement o Extinction Rebellion, afirma, se suscriben a una imagen suavizada de los diversos movimientos emancipatorios del pasado –borrando por tanto cualquier atisbo de violencia y llegando a las conclusiones tácticas equivocadas a partir de sus propias confabulaciones–. Malm no se anda con rodeos: «La “psicología del pacifismo estratégico” es “un ejercicio de represión activa”; su narrativa aceptada es una “mezcla de hipocresía y falsificación” y “un fetiche, fuera de la historia, sin relación con la época”».

    Para oponerse a este fetiche, Malm dedica dieciséis páginas a refutar de manera sistemática el revisionismo pacifista, con animadas explicaciones del abolicionismo armado de John Brown, la masiva campaña de incendios provocados de las sufragistas, la «violencia subalterna» desde Irlanda a Argelia, la autodefensa armada y los disturbios urbanos en el movimiento por los derechos civiles, y la destrucción de la propiedad por parte de La Lanza de la Nación durante la lucha contra el apartheid. Estos movimientos victoriosos no solo emplearon la violencia defensiva y ofensivamente, sino que, insiste Malm, sus organizadores dejaron tras de sí un historial de sabiduría práctica sobre las razones por las que la violencia a veces es necesaria. El Congreso Nacional Africano ofreció una teoría del poder que combinaba «el martillo de la lucha armada» y el «yunque de la acción masiva», y la Unión Social y Política de las Mujeres demostraba que su lema «Hechos, no palabras» podía hacer añicos la dominación de género.

    ¿Necesita el movimiento climático hechos, y no palabras, como hicieron estas luchas emancipatorias de antaño? Según Malm, sí. La crisis climática es causa y consecuencia de la desigualdad, argumenta, con los menos responsables siendo los más vulnerables a sus estragos, y los más cómplices, saliendo prácticamente ilesos –todo lo cual apunta a la necesidad, desde su punto de vista, de acción violenta–. Pero Malm no especifica quién resulta más dañado. ¿Debería este grupo definirse en términos geográficos (por ejemplo, las poblaciones de las islas del Pacífico que están inundándose), los países de menor renta, todo el Sur Global, o un subconjunto de estos últimos con el mayor nivel de «vulnerabilidad climática multidimensional»? ¿Debería entenderse sociológicamente, ya sea demarcado por lo que W.E.B. Du Bois llamó «la línea de color global» o por los contornos de los pueblos indígenas y sus territorios ancestrales, o por clase económica –los trabajadores del mundo unidos–? ¿Mejor en términos generacionales, con no solo la juventud actual, sino todos los humanos no nacidos que vivirán las letales consecuencias de la insensatez de sus predecesores?

    ¿Quién, en otras palabras, es el sujeto revolucionario de la crisis climática? ¿Quién es el agente del cambio histórico? Sin una respuesta a estas preguntas, la idea de organizar protestas masivas y disruptivas que no eviten destruir la propiedad del capital fósil parece desalentadora. Incluso si se pudiera identificar a los antagonistas estructurales del capitalismo fósil, la existencia empírica de tal grupo, o conjunto de grupos, es una precondición insuficiente para que tomen acción decidida hacia un objetivo compartido. La diferencia entre una clase en sí y una clase para sí, por usar los términos marxianos, es la diferencia entre la inacción colectiva y la acción colectiva, y Malm no identifica las condiciones bajo las cuales las masas de los más perjudicados por el calentamiento global podrían reconocer sus reivindicaciones compartidas y su potencial combinado para cavar la tumba del capital fósil (o, mejor, mantener los combustibles fósiles enterrados donde están). De hecho, si acaso, Malm sugiere que los grupos más perjudicados son insuficientemente militantes. Especialmente en el Sur Global, apunta, el sabotaje contra la infraestructura fósil «brilla por su ausencia», teniendo en cuenta que allí se encuentran la mayoría de los objetivos de protesta y el desproporcionado impacto del calentamiento global. La gente del Sur Global, argumenta «podría agonizar por ella (la crisis climática); raramente ve un medio para contraatacar».

    Pero la estrecha definición que hace Malm de «contraatacar» corre el riesgo de minimizar lo que es sin duda el activismo antiextractivista más efectivo del mundo. Puede estar en lo cierto al decir que estos activistas en su mayor parte renuncian al sabotaje. Pero sí ponen sus cuerpos y erigen bloqueos y otras barreras físicas –y lo hacen frente a la represión estatal y corporativa–. Y, al contrario de lo que dice Malm, este activismo de alto riesgo es de hecho más probable que tenga lugar en países de las capas más bajas de la jerarquía global. Un reciente megaestudio de los movimientos antiextractivistas del mundo concluye que entre 1997 y 2019, poco menos de un cuarto de los 371 casos de protestas contra la extracción de combustibles fósiles, oleoductos o plantas de refinamiento tuvieron lugar en países de rentas altas, mientras que casi la mitad se dieron en países de rentas bajas o medio-bajas. Es cierto que la gran mayoría de la protesta del Sur Global es «pacifista» según la definición de Malm –aunque eso no necesariamente implica ausencia de fuerza por ambas partes–. El 40% de los casos de protesta contra oleoductos resultaron en criminalización estatal o violencia clara, e incluso asesinatos. Dado el respeto que Malm muestra por la valentía, debería quitarse el sombrero ante los defensores latinoamericanos de la tierra y el agua, cuyas cifras de asesinados son superiores a los activistas de cualquier parte del mundo.

    Si esto no cuenta como «contraatacar», tampoco lo hace la larga historia de voladuras de oleoductos en el Sur Global, principalmente en África y Oriente Próximo. Malm sí dedica varias páginas a estos actos de sabotaje. Pero ninguna de estas acciones satisface sus estrictos criterios: «Los aparatos que emiten CO2 han sido físicamente alterados durante dos siglos por grupos subalternos contrarios a las políticas para las que han servido –automatización, apartheid, ocupación–, pero todavía no como las fuerzas destructivas que son por sí mismas». Esta es una afirmación curiosa. En el estudio citado anteriormente, entre los motivos que llevan a las comunidades de primera línea a resistir frente a los combustibles fósiles (de nuevo, acciones concentradas de manera desproporcionada en el Sur Global) son la «pérdida de biodiversidad», la «contaminación del aire», la «contaminación del suelo y el agua» y la «pérdida de tierra»; para los oleoductos y el fracking en particular, otro motivo es el «calentamiento global». Estos movimientos claramente ven la infraestructura del capitalismo fósil tal como la ve Malm: destructiva en sí y por sí misma. Simplemente no siempre ven el cambio climático como el único o el principal perjuicio, sino que se centran en los impactos medioambientales y sociales localizados –impactos que también tienen implicaciones atmosféricas–. (Tras la industria fósil, la deforestación tropical es el segundo mayor contribuyente al calentamiento global).

    La idea de que el sabotaje y otras formas de acción directa contra el capitalismo fósil cuentan como tales solo si las pancartas y los cánticos de los manifestantes hacen referencia a partes de carbono por millón o denuncian a ejecutivos petroleros no solo minimiza artificialmente la extensión de la resistencia; también va en contra de todo lo que hemos aprendido sobre lo que inspira el activismo climático y medioambiental real. Más allá de los estrechos confines de quienes ya están implicados, o de quienes tienen suficiente seguridad material para protegerse de los estragos inmediatos, palpables y, por tanto, locales del capitalismo fósil, una estrategia que dependa de una promesa abstracta de mitigar el cambio climático está destinada a fracasar a la hora de organizar a las propias masas que Malm dice priorizar.

    En todo el libro de Cómo dinamitar un oleoducto, Malm se muestra explícitamente preocupado por la necesidad de un movimiento de base amplio que involucre a millones de personas. Lejos de impulsar una teoría de la vanguardia, tiene cuidado de enhebrar la aguja de la militancia y la movilización masiva, afirmando que ambas están dialécticamente interrelacionadas, más que mutuamente enfrentadas. Hasta este momento, critica el ecosabotaje de los 80, 90 y principios de los 2000 por su nihilismo y aventurerismo: según Malm, era sobre todo un martillo sin un yunque. Pero en un estado permanente de emergencia climática, el cálculo táctico de Malm cambia. El precario equilibrio entre el vanguardismo y la movilización masiva da lugar a la «ley de una tendencia a la receptividad» a que la violencia «crezca en un mundo que se calienta». (Se podría preguntar si esta «ley» también aplica a los partidarios del fascismo fósil, y qué riesgos podría esto suponer para los saboteadores). Sugiere que esta nueva receptividad a la violencia podría atraer a nuevos participantes, manifestantes que aún no están, a quienes el permanente pacifismo del movimiento les repele, más que inspirarles seguridad.

    Si bien es indudablemente cierto que algunos se «sentirían atraídos» por el sabotaje, Malm parece haber revertido aquí la causalidad. Los movimientos masivos no brotan de las espaldas de lobos solitarios; más bien, es en momentos de movilización masiva cuando puede surgir la violencia espontánea (o planeada). Es decir, durante el enorme levantamiento ocasionado por el asesinato policial de George Floyd, el incendio de una comisaría en Mineápolis recibió una aprobación generalizada: el 54 % de la población estadounidense pensó que el acto estaba justificado. Mover la opinión pública sobre un evento tan incendiario como prenderle fuego a la propia infraestructura de «la ley y el orden» fue una tarea hercúlea. Es imposible imaginar un giro tan dramático, aunque fugaz, en la ventana de Overton sin que hubiera millones de personas en las calles –entre 15 y 26 millones para ser precisos–, en un levantamiento de meses, el mayor y más extendido movimiento de protesta en la historia estadounidense. En otras palabras, la teoría del flanco radical funciona en ambos sentidos: el radicalismo puede legitimar posturas que son moderadas en comparación, pero la protesta multitudinaria que es considerada relativamente pacífica es necesaria para que la violencia tenga este efecto.

    A decir verdad, Malm probablemente estaría de acuerdo. Pero al establecer la violencia como una solución al actual impasse del movimiento climático, flirtea con la propaganda por el hecho, la idea de que los actos políticos violentos despiertan por sí mismos a las masas durmientes. Malm observa que la ausencia de «un solo disturbio u ola de destrucción de propiedades», normalmente tomada como una señal del éxito del pacifismo, bien podría ser también prueba del «fracaso del movimiento a la hora de lograr profundidad social, articular los antagonismos que atraviesan esta crisis y, no menos importante, hacerse con un activo táctico». ¿Es la violencia un resultado o una causa de la profundidad social? Y, exactamente, ¿cómo se articulan los «antagonismos»? La misma historia de lucha social violenta intermitente que Malm relata provee alguna guía: conceptos abstractos como la concentración atmosférica de dióxido de carbono o los trabajos globales del capitalismo fósil no compelen por su cuenta grandes cantidades de gente a implicarse en una acción colectiva potencialmente fatal. Son los efectos palpables cotidianos de esos fenómenos planetarios –la pérdida de tierra y fuentes de sustento, la destrucción de los hábitats y las vías navegables, la intimidación y la brutalidad– lo que incitó a la gente a unir fuerzas e incluso arriesgar sus vidas en batallas muy asimétricas con empresas multinacionales protegidas por el brazo represor del Estado.

    Así pues, nuestro reto no es persuadir a las comunidades que están en primera línea para que resistan en base a las emisiones globales en lugar de en base a la contaminación local, ni animar a utilizar la violencia a quienes en el Norte Global ya están implicados en Fridays for Future, Ende Gelände y Extinction Rebellion. Más bien, parece que el reto consiste en reclutar a mucha más gente de la que ya está movilizada por cualquiera de estos grupos, independientemente de las decisiones tácticas que tomen en el calor de la batalla. Malm comprende la importancia de organizar a los desorganizados: «Un movimiento climático que no quiere comerse a los ricos, con toda el hambre de quienes luchan por poner la comida sobre la mesa, nunca da en el blanco». Pero su acento continúa en incitar a la «rabia social» en lugar de cultivar una base social.

    En el capítulo final, Malm reflexiona sobre la base moral del sabotaje de oleoductos y conecta con una suerte de fe secular reminiscente del reciente tratado de Martin Haglund, Esta vida. Primero aniquila el fatalismo climático: la «reificación de la desesperanza», argumenta, es en sí misma «una contradicción performativa» que pretende meramente describir, desde la comodidad de un sofá, la certidumbre del apocalipsis mientras se disuade activamente a la gente de tomar acción. Esto es también empíricamente falso, porque «cada gigaton» de emisiones de carbono «importa». A Malm, por contra, le interesa un tipo distinto de fatalismo. Inspirándose en el levantamiento del gueto de Varsovia, apela a la «nobleza» del martirio: «La muerte era cierta y aun así continuaron luchando. Nunca jamás puede ser demasiado tarde para este gesto».

    Para Malm, el imperativo moral de actuar contra todo pronóstico surge de un deber tanto con el pasado como con el futuro. Cada nueva generación mira hacia quienes la precedieron, insiste, preguntándose si sus antepasados «hicieron cola voluntariamente para el horno, o si algunas personas lucharon como judíos que sabían que iban a ser asesinados». Pero en tanto que las temperaturas extremas de hoy en día son solo un «aperitivo» de lo que está por venir, cada generación también mira hacia delante, sabiendo que también será juzgada por sus descendientes. La consciencia histórica es también una conciencia histórica; es aquí donde la estrategia y la moral se encuentran.

    Todos los movimientos tienen mártires, ya sea en el sentido literal de quienes se exponen al peligro por la causa o, más figuradamente, quienes no vivirán para ver los frutos de sus esfuerzos. Pero para que los activistas tengan opciones de sacarnos de la senda hacia el peligroso calentamiento, necesitamos ver en el transcurso de nuestras vidas –no tras generaciones de lucha– un cambio dramático en el sistema energético que impulsa la economía global. Una transformación tan rápida y de tal magnitud requiere absolutamente un salto de fe secular: la creencia tenaz en que las cosas podrían y deben ser de otra manera. Y esto bien puede requerir un compromiso fortalecido por el sabotaje y los muchos y graves riesgos que eso supone.

    Por todas estas razones, cuando el movimiento climático de millones de personas esté reagrupado y preparado para continuar su trayectoria de crecimiento y militancia, Cómo dinamitar un oleoducto debería ser lectura obligatoria para sus cuadros. Su potente prosa, su emocionante oda al coraje y la disciplina, y la fidelidad al legado de la violencia popular en pos de la emancipación lo convierten en una crítica convincente de la piedad del pacifismo actual. Pero a pesar de estas virtudes, el libro no ofrece respuestas a los constantes desafíos de crear colectividades, unidas tanto por la legítima rabia y la esperanza, como por una estrategia y visión compartidas, y que sostengan sus acciones en las tormentosas décadas que vienen. ¿Quiénes son los enterradores del capitalismo fósil, y cuáles son sus fuentes de impulso? ¿Cuáles son sus preocupaciones y ansiedades cotidianas, y cómo se relacionan con la crisis climática? ¿Qué les impide unirse ahora, y qué facilitaría su movilización en el futuro? ¿Y cómo se les podría convencer de que, a pesar de las apariencias y su experiencia, es cierto que está en su mano cambiar el mundo?

    La ilustración de cabecera es «Sin título », de Jean-Michel Basquiat (1960-1988). El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Entrevista con Kim Stanley Robinson: «Hay un nicho ecológico para las historias que cuentan cómo alcanzar un mundo mejor desde el presente»

    Entrevista con Kim Stanley Robinson: «Hay un nicho ecológico para las historias que cuentan cómo alcanzar un mundo mejor desde el presente»

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»» type=»legacy»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»true» min_height=»» hover_type=»none» link=»» border_sizes_top=»» border_sizes_bottom=»» border_sizes_left=»» border_sizes_right=»» first=»true» type=»1_1″][fusion_text]

    Kim Stanley Robinson es uno de los autores de ciencia ficción más importantes de las últimas décadas. Tiene una voz particular, en la que se trenza la corriente fría de la ciencia ficción más científica o dura con la más cálida de la preocupación por las personas, presente en la fantasía utópica. Dos de los temas que vertebran su amplia obra (de la cual se puede destacar la trilogía de Marte, Aurora y Nueva York 2140) son la lucha por futuros mejores y más justos, y la amenaza del cambio climático. Recientemente ha publicado en inglés The Ministry for the Future, en el que aborda el paso del presente a un futuro mejor para la mayoría. Hablamos con él sobre el libro y el lugar que ocupa en su obra, sobre la inutilidad de los multimillonarios y sobre la relación y la distancia entre ficción y acción política.

    P. El ministerio para el futuro es el último de tus libros en el que tratas el cambio climático. Ya te habías peleado con este asunto en casi todos ellos, desde la serie Ciencia en la capital hasta la serie de Marte, Aurora y, por supuesto, Nueva York 2140 (todos en editorial Minotauro). Pero este es el primero –y, hasta donde sabemos, uno de los primeros de cualquier autor– que aborda el cómo llegamos al futuro desde el presente. ¿A qué se debe?

    R. Es muy común en la ciencia ficción y la ficción utópica presentar una sociedad futura, y que la historia que lleva al tiempo de esa sociedad desde nuestra propia época se cuente explícitamente en la historia, o que sea sugerida y el lector tenga que deducirlo a partir de pistas, como en una historia de detectives. Es uno de los juegos a los que puede jugar la ciencia ficción. En la ficción utópica esto sirve para dejar un espacio en el tiempo para que la sociedad buena nazca. En la Utopía de Tomás Moro este hueco incluso tiene un nombre, La Gran Fosa, que los habitantes de Utopía cavan en la península para convertir su tierra en una isla. El nombre representa ese hueco en el tiempo. 

    En la mayor parte de mis novelas he jugado a esto, y lo he disfrutado, pero me he ido convenciendo de que pensar en un orden social mejor es bastante fácil –la parte difícil es pensar en formas de llegar a él desde donde estamos, y este es un nicho que está más o menos vacío en la ecología de historias que nos contamos.

    Esta vez decidí contar la historia de una forma de llegar a una civilización mejor, a partir más o menos del presente, y hacerlo de forma que el lector pudiera, quizá, creérselo. 

    P. En realidad, el libro no va de ahora al futuro, sino que empieza en un futuro próximo en el que millones de personas han muerto a causa de una ola de calor en la India. El primer capítulo del libro, que podría funcionar como un panfleto político en sí mismo, es una de las lecturas que más hemos sufrido y disfrutado en mucho tiempo. ¿Fue difícil escribirlo? Ya has mencionado, en otras entrevistas y charlas, que los golpes de calor pueden ser uno de los peligros climáticos más inminentes para las personas. 

    R. Fue difícil de escribir, y pasé miedo. Normalmente escribo de modo cómico, y me centro en las posibilidades utópicas. No es que otras veces haya evitado tratar las partes oscuras de la historia, pero esta iba más allá de lo oscuro. El problema es que podría ocurrir, muy fácilmente. Estamos casi llegando a las temperaturas de bulbo húmedo que implican estos desastres, ya se han registrado brevemente, una vez a las afueras de Chicago, pero más a menudo en los trópicos, en particular alrededor del Golfo Pérsico y en la llanura del Ganges. Así que pensé que si lo escribía lo bastante vívidamente, podía ser una bofetada al lector, clavarle una aguja en el ojo, o incluso en el corazón, algo que dejara un poso. Y eso podría tener, quizá, un efecto positivo más tarde. 

    P. A partir de ese inicio, y con los inevitables reveses, la historia avanza siguiendo una línea que podríamos calificar de esperanzadora. ¿Cómo ves las acciones del Ministerio para el Futuro, comparadas con tus propias esperanzas en el futuro?

    R. Espero que lo hagamos aún mejor en el mundo real. Me explico: esto es sólo una esperanza, pero desde que comenzó la pandemia, creo que la gente ha mejorado su capacidad de imaginar lo mal que podrían ir las cosas si no lo hacemos mejor. Y las cosas que escribí en el libro como si fueran a ocurrir en la década de 2030 o 2040, ¡están empezando a hacerse ahora mismo en 2021! Algunos lectores incluso han comentado esto, diciendo que por qué soy tan pesimista, ¡ya estamos haciendo algunas de estas cosas buenas! Es cierto que también hay lectores que consideran el escenario de este libro como ridículamente optimista. Pero el caso es que es solo un escenario. El abanico de futuros posibles que se extienden desde ahora abarca toda la gama que va desde la catástrofe total hasta una civilización próspera, justa y sostenible para todas las criaturas. Lo que intenté fue hacer de esta novela una especie de mejor escenario posible, pero en el que todavía se pudiera creer, tal vez.

    P. En cuanto a las cosas que ya están mejor en nuestro presente que en el libro, hemos pensado en las protestas masivas de la India. También hay muchas cosas que parecen mucho más sombrías, como la negativa de los gobiernos a evitar la muerte masiva por COVID-19, utilizando la economía como excusa, incluso en un momento en el que la mayoría de los ciudadanos están de acuerdo en que la vida debe tener prioridad. ¿La respuesta a COVID-19 ha afectado de algún modo a sus posiciones?

    R. Ha sido un panorama muy variado. En algunos aspectos la respuesta ha sido sorprendentemente buena: el nivel general de consenso social, y la respuesta científica al coordinar un estudio tan grande del virus y la creación de vacunas. Luego ha habido partes malas, de mantener la presión económica sobre la gente en lugar de suspender la deuda, etc.  En el batiburrillo de respuestas ha sido difícil saber qué pensar. Creo que este año nos dirá mucho. Puede ser que aprendamos lo suficiente de la pandemia como para que hagamos la década de los 2020 mejor de lo que la habríamos hecho sin ella. Un pequeño resquicio de esperanza.

    P. En el libro hay una gran variedad de personajes, tanto en posiciones como en motivaciones. Y casi todos ellos se presentan como razonables, todos tienen algo de verdad. Es posible entender por qué los banqueros centrales tienen objetivos conservadores, por qué hay personas que deciden acabar con sus oponentes políticos, por qué los tecnócratas van más allá de su misión estricta para salvarlo todo. Sin embargo, creemos que es justo decir que, al final, las posiciones un poco más moderadas ganan frente a las directamente radicales, aunque estas últimas tengan una profunda influencia sobre las primeras. Un poco como el dilema entre rojos y verdes en la Trilogía de Marte. ¿Refleja esto la forma en la que piensas que se produce el cambio social?

    R. Puede que sí, me parece una descripción interesante, y seguramente correcta. Una cosa parece segura: hay gente que no lo ve como yo, y trabajará por causas que me parecen profundamente antivida. Eso me parece misterioso, pero la ideología es algo muy poderoso, y como dice mi libro, todos tenemos una ideología. La mayoría de las veces, la gente se las arregla para convencerse de que tiene razón. Pocos hacen cosas malas sabiendo que son malas; hay algunos así, pero los consideramos enfermos. En su mayor parte, la gente siempre tiene sus razones. Por eso, como novelista, me gusta tratar de imaginar lo que piensa el otro, y hablar en nombre de personajes con los que quizá no esté de acuerdo. Cuando las cosas van bien, mis personajes pueden darme algún susto.

    P. En el libro la violencia política de todo tipo tiene un papel destacado. Se presenta como una reacción a la «violencia lenta» que se ejerce a diario contra la gran mayoría de los habitantes del planeta, los más vulnerables. Una cosa que nos ha llamado la atención es que en muchos casos parece ser asombrosamente eficaz: las operaciones selectivas tienen efectos masivos en industrias enteras, en algunos casos básicamente destruyéndolas. No leemos casi nada sobre los posibles inconvenientes de esta táctica. ¿Por qué decidiste presentar las cosas de esta manera? ¿Para epatar? ¿Por alejarte un poco de la forma típica en que aparece la violencia política en la ficción?

    R. Es una buena pregunta. Entiendo lo que quieres decir, y supongo que estaba pensando que si la gente estaba lo suficientemente enfadada como para recurrir a la violencia política, como una especie de resistencia contra la injusticia, sería mejor que la violencia estuviera dirigida a tener un efecto final positivo, en lugar de simplemente hacer saltar por los aires las esperanzas de los inmisericordes mediante un intenso contragolpe de los poderosos. Probablemente debería haber distinguido mejor entre la violencia contra la propiedad y la violencia contra las personas, ya que personalmente creo que el sabotaje sería mucho más fácil de justificar que la violencia contra las personas. En cualquier caso, los personajes de esta novela no buscan mi aprobación. De nuevo, a menudo se trata de una expresión de miedo por mi parte: si no lo hacemos mejor que esta gente, nosotros también seremos objeto de este tipo de violencia selectiva, o incluso peor.

    P. En cuanto a la serie de soluciones propuestas, parece que has cogido un poco de casi todas partes: la geoingeniería de los «ecomodernistas”, el rewilding y el nuevo contrato con la vida animal de los ecologistas radicales, el carboncoin de los economistas heterodoxos y la comunidad del código abierto. Esta última idea nos interesa especialmente. En el libro, el Ministerio consigue convencer a los bancos centrales para que lo respalden, pero se insinúa que un camino alternativo podría ser que la gente de a pie lo hiciera sola, al menos al principio. ¿Ves esta última vía como una forma posible de tener algo así como una moneda de carbono?

    R. Creo que es más probable que tenga éxito si los bancos centrales lo respaldan, y he observado que a día de hoy bastantes banqueros centrales de todo el mundo han mencionado el quantitative easing del carbono de forma más o menos positiva, principalmente diciendo que si sus gobiernos les dijeran que lo hicieran, creen que podrían hacerlo. Para la gente corriente, no estoy seguro de que comerciar con una criptodivisa de forma ajena al dinero fiduciario diera suficiente confianza. El dinero es un asunto muy serio, y la confianza entre extraños es difícil de generar y mantener. Me parece que toda la civilización tiene que estar detrás de ese esfuerzo, que esa confianza es justamente uno de los ingredientes principales en cualquier civilización exitosa. Lo damos por sentado, se convierte en algo hegemónico y no se examina, es como una alucinación con la que todos estamos de acuerdo, como en el hipnotismo. Si se mira con demasiada atención, puede parecer demasiado inverosímil para creer en él, por lo que la gente pasa de largo. Una innovación radical puede hacer que nos fijemos demasiado; quizá sea mejor utilizar las herramientas que ya tenemos a mano, como el dinero fiduciario y los bancos centrales.

    P. Hablar de grandes ideas lleva, por desgracia, a hablar de grandes hombres. En tu libro, los multimillonarios no desempeñan ningún papel importante, aparte de ser secuestrados en Davos. ¿Por qué? ¿Es esto representativo de cómo ves su papel en nuestro futuro?

    R. Sí, no tengo fe en ellos. No deberían existir, y no tienen suficiente dinero y poder para hacer algo importante a nivel sistémico. Las organizaciones benéficas suelen ser mecanismos de evasión fiscal en su mayor parte, y sería preferible tener una fiscalidad progresiva, y normas de propiedad diferentes, para empezar, que limitaran la riqueza personal y también el tamaño de las empresas. Además, y de forma aún más obvia, debería haber un suelo de ingresos por debajo del cual nadie pudiera caer. Este tema de la paridad salarial se discute en las cooperativas, y de hecho la lista de valores cooperativos que el movimiento ha generado es un llamamiento a un post-capitalismo que comienza dentro del sistema actual. Lo adecuado como base, y luego diez veces lo adecuado como techo, la llamada relación salarial de diez a uno. Esa es una buena meta para comenzar a trabajar.

    P. Cierto. No queríamos decir que tuviéramos fe en los millonarios, nos referíamos más bien a que fueran esas personas que en tu libro «lucharían contra la vida». El último presidente de EE.UU. era una persona muy rica, y en general creemos que los multimillonarios tienen más influencia social de lo que su riqueza, por extrema que sea, podría sugerir. Hoy en día, Elon Musk es lo más parecido a un villano del tipo de James Bond, y establece el estándar para todo tipo de comportamientos antisociales que la gente replica. Y, sin embargo, en el libro la mayoría de los grandes acontecimientos están determinados por los Estados, las grandes empresas y otros actores colectivos. Esto, de nuevo, es refrescante comparado con la mayoría de la ficción, pero probablemente no es la forma en que mucha gente experimenta la política.

    R. Estoy de acuerdo en que existe una especie de cultura de la celebridad en la que los multimillonarios aparecen como héroes y/o villanos, y es cierto que las historias, al estar basadas en los personajes, tenderán a centrarse en esas personas. Megafauna carismática y todo eso. Pero para mí esto no es más que una distracción de la política real. Me encantaría ver niveles impositivos realmente progresivos, tanto contra las personas como contra las corporaciones, de tal manera que se acabara con los multimillonarios.  Podríamos llamarlo «El gran corte de pelo». 

    P. Alejándonos del libro, has escrito bastante sobre las utopías… pero no parece que te interese describirlas en tus libros. La búsqueda de algo mejor y la constatación de que esa búsqueda no tiene fin parece ser uno de los motores de tus historias… Estamos pensando en Aurora, que es todo lo sombrío que puede ser un libro (y bastante original en su giro argumental, que rompe con la ciencia ficción tradicional)… pero tiene uno de los finales más bonitos que hemos leído. Además, haces algo que muy pocos autores hacen: retconear tus propias historias. Aurora borra un poco la trilogía de Marte, Luna Roja se basa en Nueva York 2140, pero corrige algunos de sus argumentos, y El Ministerio hace lo mismo con Luna Roja… ¿Siempre te lo has planteado así?

    R. Gracias por lo de Aurora. Desde Pacific Edge he intentado redefinir la utopía como un nombre para un proceso dinámico en la historia en el que las cosas mejoran. H.G. Wells inició esta redefinición, pero la connotación popular como un estado final perfecto, probablemente sacada de Platón o de Moro, mantiene su lugar central en el imaginario popular. Pero trabajar en esa redefinición me da historias que contar. Y sí, me gusta retomar los problemas de una novela y ver si puedo volver a plantearlos de otra manera, en una obra posterior.  Tanto 2312 como Aurora se burlan de la historia de mi trilogía de Marte de formas que me hacen gracia: en 2312 pasan por Marte sin detenerse, y lo maldicen o murmuran «he oído que es un lugar interesante», y así sucesivamente, es una especie de juego para los lectores que han estado conmigo desde antes. Y cuando escribí Aurora, las noticias de Marte habían cambiado la situación material en ese lugar de tal manera que se necesitaba una nueva historia terraformar el lugar, sí, sigue siendo un buen proyecto, pero es probable que lleve diez mil años–, pero ¿y qué?  Luego, en cuanto a las finanzas, para cuando escriba una nueva novela habré aprendido más y el mundo habrá cambiado. Sería horrible estar atrapado en mi propia historia del futuro tratando de hacerla coincidir con las otras historias –creo que Heinlein y Asimov estaban atrapados en ese tipo de proyecto, era quizá un signo de los años cincuenta americanos, el deseo de que las cosas no cambiasen nunca. Sigo encontrando nuevos puntos de vista. Ya me han señalado errores en El Ministerio para el Futuro que me gustaría arreglar en alguna historia posterior. Eso sí, en historias más cortas.

    P. Mencionas que te han señalado errores, y que hay cosas que ahora cambiarías, o que harías de manera diferente en continuaciones. Tenemos curiosidad, ¿podrías mencionar algunas de esas cosas?

    R. Bueno, prefiero no hacerlo. Pero puedo decir que la gente me ha enseñado que vender tus datos en internet no es una buena idea, independientemente de cómo se configure; y también me han dicho que la Captación Directa del Aire debería haber tenido más protagonismo, lo que creo que quizá sea correcto. Pero estas son sólo algunas de las cosas más pequeñas.  

    P. Volviendo al pensamiento utópico, parece que está renaciendo en la anglosfera, y también en España. Tanto con un rechazo militante de la desesperanza en la ficción (el hopepunk, la ficción climática optimista…) como con, al menos, la intención de plantear planes políticos ambiciosos, como el Green New Deal. ¿Cuál es tu punto de vista al respecto?

    R. Yo también lo veo así y creo que tiene sentido. La distopía puede ser un pesimismo de moda, un intento de parecer inteligente siendo cínico, etc. Tiene su propósito, pero la utopía es mucho más esperanzadora, y la gente quiere historias esperanzadoras. Así que veo todo el hopepunk, el solarpunk y la ficción climática positiva como una reacción instintiva a nuestra peligrosa situación. Soy mayor y mis grandes contemporáneos utópicos, Le Guin e Iain Banks, han muerto, así que me gusta ver a los escritores más jóvenes recoger la antorcha. En ese grupo, me gusta el trabajo de un colega joven, Andrew Hudson. Es un género pequeño, pero nunca desaparecerá. Cory Doctorow ha tenido una gran presencia y ahora hay nuevos escritores, más jóvenes que él. Espero que haya más de este tipo de ficción.

    P. El estilo del libro es fragmentario. Hay muchos capítulos cortos autocontenidos con historias aisladas, o mini ensayos. Algunos de ellos recuerdan a los pronunciamientos de Ubik en la novela de Philip K. Dick, en los que una entidad no humana habla de forma ominosa (a veces también divertida). Es un gran contraste con las novelas anteriores, que eran mucho más tradicionales en su estructura. ¿Se trata de un intento de hacerla más contemporánea a un mundo en el que las ráfagas cortas de información que dominan la forma en que nos relacionamos con la vida?

    R. Bueno, veo la naturaleza fragmentaria de la lectura y la vida social contemporáneas, pero como novelista me gusta asentarme en un texto y quedarme con él, profundizando en su mundo. Pero la forma de la novela puede acoger todo tipo de material dentro de sí, y el juego de formas es algo que me gusta mucho. Recuerdo esos pequeños anuncios de Ubik en la novela de PKD, que eran divertidos y arrojaban un tono ominoso sobre la novela. Eso encajaba con una tradición de la ciencia ficción de los años 50 en la que se sacaban entradas de la Enciclopedia Galáctica, etc., para dar antecedentes, contextualizar (algo que también ocurre en Dune). Luego Brunner utiliza el formato de la trilogía USA de Dos Passos, de hilos trenzados de diferentes tipos de historias, marcadas como tal. Yo utilicé ese mismo formato en 2312, y lo disfruté mucho.  En realidad, casi todas mis novelas tienen un hilo argumental secundario encajado en la línea principal; esto fue a propósito en Las tres Californias, y he vuelto a él en los prefacios en cursiva de cada capítulo de la trilogía de Marte, que también está en Tierra verde. Y en los capítulos del bardo en Años de arroz y sal. Rara vez he recurrido a una sola narración, pero cuando lo he hecho, como en Chamán, también se convierte en un recurso formal destacado, al menos para mí. En el caso de Ministerio, tenía mucha intención de hacer un juego de formas en el que cada capítulo, cuando comienza, no se sabe qué tipo de texto será, o de quién tratará, etc. Dado lo sombrío de gran parte del material, pensé que tener un juego así sería un alivio y un placer.

    La ilustración de cabecera es «Osos en Marte», de Damir Raufovich Muratov (1967).

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • El coronavirus va a exigir que transformemos completamente la economía

    El coronavirus va a exigir que transformemos completamente la economía

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Por James Meadway.

    Este texto fue publicado originalmente en Novara Media con el título «Coronavirus Will Require Us to Completely Reshape the Economy». Aunque se centra en los efectos de la pandemia en Reino Unido (que ha adoptado una política frente al virus muy diferente a la de la mayoría de los países) hemos considerado que la mayor parte del análisis es perfectamente válido para cualquier sitio.

    La pandemia del Covid-19 es un acontecimiento mucho más profundo para la economía global de lo que fue la gran crisis financiera de 2008-2009. Va a tener consecuencias más importantes por la sencilla razón de que está afectando a nuestras relaciones económicas a un nivel más fundamental de lo que jamás lo hizo la crisis de 2008-2009.

    Va a provocar una recesión, pero también va a transformar de forma fundamental el modo en que funciona nuestra economía. Podemos pensar en las recesiones habituales (las que tenían lugar antes de 2008) como el resultado de una caída en la demanda por cualquier motivo, lo cual a su vez provoca que caigan las ventasde bienes y servicios. El efecto en cadena es que el desempleo sube conforme las empresas despiden trabajadores porque aquellas no están ganando dinero suficiente.

    Desde por lo menos la década de los treinta ha habido un manual bien conocido sobre cómo lidiar con esto: gasto en forma de déficit por parte de los gobiernos, mediante el cual un gobierno interviene con su propia capacidad de gasto —tal vez construyendo más carreteras, o contratando más profesores, o lo que fuera— para compensar la caída en la demanda en el resto de la economía.

    La crisis de 2008-2009 operó a un nivel más profundo, porque fue una crisis de las instituciones del propio capitalismo, específicamente de los bancos más grandes, que eran los pilares del sistema global.

    La crisis, que tuvo su origen en el sistema bancario, también causó una recesión, pero amenazó la viabilidad del propio sistema, o al menos la forma que tenía en ese momento. Tan solo una acción coordinada por parte de los gobiernos, con rescates masivos y apoyo para el sistema financiero, así como una intervención novedosa e inusual por parte de los bancos centrales (de las cuales la más notable fue el quantitative easing, o expansión cuantitativa) evitó en ese momento una reestructuración de más alcance. Pero debido a esas acciones de los gobiernos a lo largo de todo el mundo la transformación de la economía global fue, en última instancia, menos radical de lo que podría haber sido.

    El Covid-19 es de nuevo diferente porque no presenta tan solo la amenaza de una recesión. No solo amenaza la estabilidad de instituciones importantes (de hecho, los 700.000 millones de dólares de intervención por parte del banco central de Estados Unidos, la Reserva Federal, son de una escala similar a la ayuda ofrecida en 2008-2009). En este caso amenaza la institución más fundamental de toda para el capitalismo: el mismísimo mercado de trabajo.

    En el momento en que la gente está demasiado enferma para trabajar, o se encuentra en autoaislamiento obligatorio, las operaciones convencionales del mercado laboral comienzan a descomponerse. La división del trabajo en sí misma (el secreto detrás del inmenso aumento de la productividad del capitalismo, tal y como Adam Smith señaló hace doscientos cincuenta años) queda en entredicho: la distribución actual de trabajo entre distintas partes de la economía se ve alterada por una cuestión de necesidad de un modo repentino y forzado.

    El número de epidemias ya está aumentando como resultado de la presión que nuestras economías aplican sobre el medioambiente a través de una combinación de urbanización, aumento de los viajes, intensificación de la agricultura y la ganadería y, cada vez más, el cambio climático. La del coronavirus es y será más grande y más disruptiva que las epidemias del pasado más reciente, pero, si no reducimos esa presión medioambiental, no será la última.

    Dadas las predicciones de los epidemiólogos de que esta crisis llegará a su máximo y desaparecerá tan solo cuando hayan pasado doce meses meses —saturando nuestros servicios de salud y de paso forzando a millones de personas a una forma de aislamiento social extraña y novedosa— y que una vacuna efectiva todavía puede que tarde en llegar dieciocho meses, conocemos el periodo de tiempo durante el cual el desajuste va a alcanzar su punto álgido.

    Las herramientas económicas que están utilizando los gobiernos para lidiar con esto, como por ejemplo el patético paquete fiscal del gobierno británico (mil millones de libras para apoyar a trabajadores enfermos que estén de baja, pero un recorte en las pensiones de un total de 2.100 milones de libras), no van a ser suficientes, pero tampoco lo va a ser la intervención de la noche del 15 de marzo por parte de la Reserva Federal al estilo de las de 2008.

    Esta crisis va a necesitar algo más que dinero para resolverla: va a exigir la transformación y la reestructuración de nuestra economía. O esto tiene lugar en beneficio de la gente y el planeta o no tendrá lugar. Así que lo que exigimos ahora debería ser: en primer lugar, que se lidie con la inmensa crisis sanitaria y que ello incluya la garantía de que todo el mundo pueda aislarse; en segundo lugar, que se apoye la actividad económica existente; y, en tercer lugar, que empiece a labrarse el camino hacia el futuro.

    Hay cinco exigencias simples pero necesarias que ya han emergido en los espacios online que todos estamos usando para organizarnos.

    • Los sindicatos y las organizaciones sociales han exigido un subsidio de baja por enfermedad para todo el mundo (trabajadores a tiempo completo, a media jornada, eventuales, todos) como la única manera de garantizar que el aislamiento y el distanciamiento social puedan funcionar. (Si el Banco de Inglaterra está considerando otra ronda de quantitative easing, debería tomar en consideración acciones similares a las emprendidas en Hong Kong, que ha hecho pagos directamente disponibles para los ciudadanos).
    • Las hipotecas, los alquileres y el pago de suministros deben ser suspendidos inmediatamente.
    • Tanto el Servicio Nacional de Salud (NHS) como las ayudas sociales y la sanidad pública deben conseguir la financiación que necesiten, incluyendo todos los fondos necesarios para la investigación médica.
    • Las camas de los hospitales privados y las habitaciones de los hoteles y edificios vacíos deberían ponerse bajo control del sector público y adaptadas a la situación.
    • El gobierno «instará» a los fabricantes a que empiecen a producir respiradores: este cambio debe producirse esta semana como tarde, dado que el NHS está catastróficamente infrafinanciado.

    Superaremos esto, pero va a ser profundamente doloroso. Al tiempo que intentamos mirar hacia delante, debemos empezar a pensar en nuevas maneras de vivir y trabajar, reconstruyendo nuestros espacios y servicios públicos y no tan solo mitigando el daño que estamos infligiendo a la naturaleza (de la emergencia climática a la pérdida de biodiversidad) sino aprendiendo a adaptarnos, de un modo justo y humano, a un planeta cambiante.

    JAMES MEADWAY es economista y columnista en Novara Media.

    La ilustración de cabecera es una reinterpretación del clásico «Nighthawks» (Edward Hopper, 1942), realizada por el usuario de Reddit damnburglar en 2014.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • «Necesitamos el poder estatal si queremos hacer algo con el clima» – Entrevista con Kate Aronoff

    «Necesitamos el poder estatal si queremos hacer algo con el clima» – Entrevista con Kate Aronoff

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    En la pasada COP25, celebrada en Madrid, hablamos con Kate Aronoff periodista de The Intercept y de New Republic, y parte de Data Progress. Es co-autora de «A Planet To Win: Why we need a Green New Deal», publicado en Verso Books. En sus propias palabras, estaba en la COP porque no hay mejor lugar para ver la extraña intersección entre el capital, los movimientos sociales y la política institucional.

    Pregunta. ¿Cómo pasaste de cubrir e informar sobre cambio climático a ser activa en la defensa del Green New Deal?

    Respuesta. Empecé a interesarme por el clima en la universidad. Trabajé en la campaña de desinversión de combustibles fósiles durante toda la carrera y al salir me di cuenta de que no era muy buena organizando, era mejor escribiendo, así que empecé a escribir más profesionalmente. Escribí para blogs, cubrí cumbres climáticas y sociales y cosas así. Me gradué en 2014, y por aquel entonces la izquierda en los EEUU no estaba muy involucrada en la política electoral de una manera significativa, y yo tampoco. Eso cambió para mí, y supongo que para mucha gente de la izquierda de EE.UU., con la candidatura de Bernie Sanders para las primarias demócratas a finales de 2015 y en 2016. A partir de entonces me interesé más en la intersección entre los movimientos sociales, el clima y la política electoral en los estados. Poco después me di cuenta de que necesitamos el poder estatal si queremos hacer algo con el clima. Y eso es lo que he creído desde entonces: que el verdadero proyecto para la política climática es tomar el gobierno, democratizar el gobierno y liderar el tipo de cambios económicos generalizados que necesitamos para abandonar los combustibles fósiles.

    P. ¿Cuál es el objetivo principal del libro, «A planet to win»? ¿A quién intentáis llegar?

    R. Creo que hay un par de audiencias diferentes para este libro. Por un lado está la gente de izquierdas; esto está cambiando, pero tradicionalmente la izquierda no ha considerado la política climática como algo de su interés. Hay mucha gente que son socialistas o activistas en movimientos sociales o lo que sea, que durante mucho tiempo y en base a buenas razones no habían considerado hasta ahora que esto pudiese ir realmente con ellos. Por otro lado están los activistas ecologistas y la gente del movimiento climático que no han tenido en cuenta a los grupos más a la izquierda dentro del ecologismo mismo, durante mucho tiempo, así que estamos tratando de unir esas dos cosas. En cierto modo, la conversación sobre el Green New Deal ya ha hecho mucho de ese trabajo. Aparte de esto, sobre todo estamos tratando de presentar una visión para el Green New Deal tan radical como sea necesario. Nuestra posición en este debate es que el único Green New Deal que vale la pena es un Green New Deal radical. Con radical no nos referimos a ser de izquierdas solo por serlo, sino a tomarnos la ciencia muy en serio. Tomarnos en serio la escala de la transformación necesaria, y la gravedad de las proyecciones. Por lo tanto no somos más radicales de lo que es la ciencia.

    Lo que estamos diciendo es que el clima está cambiando, que estamos ante una crisis. No sabemos cómo se va a desarrollar pero, sea cual sea el futuro al final, ahora mismo éste puede ser realmente radical en un sentido violento y horroroso, la barbarie climática, o puede ser radical en un sentido igualitario (y se podría argumentar que socialista). Esto mejoraría claramente la vida de la mayoría de la gente. Tenemos que ver la crisis climática como una oportunidad para repensar muchas de las cosas que hacen de nuestro mundo un lugar terrible hasta sin cambios en el clima.

    P. ¿De dónde viene la oposición?

    R. Bueno, la oposición viene de muchos lugares, siendo el principal la derecha. El Partido Republicano en los Estados Unidos es funcionalmente el ala política de la industria de los combustibles fósiles, recibe una increíble cantidad de dinero de dichas empresas, y tiene un imperio mediático a su disposición a través de Fox News, que ataca directamente a la reputación del GND con mentiras y desinformación total.

    Hay muchas campañas de negación del cambio climático en los EE.UU. y aunque están debilitándose algo, siguen presentes tanto en los medios de comunicación como en la política de la derecha. Muchos republicanos niegan el cambio climático, y el presidente es un negacionista climático. Esto es algo fundamental, pero resulta casi tan difícil lidiar con la oposición de la gente que normalmente ha estado de nuestro lado. Hay algunas personas, gente que ha estado aquí en la COP25, muchos miembros del Partido Demócrata, que piensan que el GND es demasiado grande, que es una pérdida de tiempo que se incluyan cosas como la asistencia sanitaria o el empleo garantizado. Durante mucho tiempo la estrategia de esta gente ha sido no posicionarse y meterse en resquicios dentro de hacer políticas climáticas donde fuese que encajasen, e intentar ocultar todo lo demás con la construcción de algunos paneles solares más, aprobando deducciones o créditos fiscales como incentivos. Pero estamos haciendo las cosas a tal escala que es imposible ocultar lo que planeamos hacer. Es por ello que defendemos que para asegurarnos de que esto realmente suceda es necesario presentarlo como una oportunidad de hacer la vida de la gente mejor a corto plazo.

    P. Parte del éxito de la inclusión del GND en el discurso en los EE.UU. es que muchas cosas funcionan muy mal para la mayoría de la gente: no hay un sistema de salud pública, las ciudades son dispersas y tienen un mal transporte público… Esto es parcialmente diferente en Europa, donde la atención sanitaria es supuestamente gratuita y universal, las ciudades son más densas y aunque el sistema de transporte público no se considera muy bueno, probablemente no sea tan malo como en los EE.UU. La gente no se endeuda para ir a la universidad… Entonces, ¿cómo se puede meter la GND en el discurso aquí cuando esos otros temas no son una preocupación para la gente en la actualidad? Creo que te estoy pidiendo un poco que hagas nuestro trabajo.

    R. [risas] No me atrevería a sugerir políticas para Europa. Creo que los americanos realmente idealizan Europa por muchas razones que realmente son erróneas, pero ya sabes, la gente en Europa todavía sufre los problemas de vivir en una sociedad capitalista, y por lo tanto tienes cosas como los contratos de cero horas (bueno, en el Reino Unido, que justamente no estaría ahora en Europa). Los salarios en España tampoco son muy buenos, hay una privatización desenfrenada en marcha en todas partes, un intento constante de vender los sistemas de salud para atacar la red de seguridad que existe. Más allá de todas las mejoras que claramente conllevaría evitar la crisis climática, simplemente seguir el contenido de la propuesta que estamos haciendo nos pondría en marcha para remediar muchas de las cosas definitorias del capitalismo y nos llevaría hacia, si no el socialismo, un sistema muy muy diferente al que conocemos ahora. Así que la gente trabajadora de aquí podría verse muy beneficiada por un GND, ya sea por la creación masiva de puestos de trabajo, puestos de trabajo con buenas condiciones de sindicación, semanas de trabajo más cortas. Creo que, excepto por la prestación de servicios de salud, todos los aspectos sociales del Green New Deal también son de necesaria aplicación aquí.

    P. Una de las ideas que presentáis en el libro, y creo que eres tú personalmente quien plantea esto, porque he leído que hablas de ello en otros lugares, es la posibilidad de juzgar a ejecutivos de las grandes empresas fósiles en La Haya. ¿Podrías desarrollar un poco más ésta u otras medidas para que el Green New Deal se extienda a todo el mundo? El libro está muy centrado en los EE.UU. y el GND tendría que ser global para que funcione.

    R. Creo que este ha sido uno de los aspectos menos explorados del Green New Deal, al menos en EE.UU. Hay que tener en cuenta todo lo que va a hacer falta para que sea global. Sabemos que el carbono no conoce fronteras, por lo que debe haber una dimensión internacional, en particular desde la perspectiva de los EE.UU., que es el mayor emisor histórico de combustibles fósiles de la Tierra. Los países europeos también son grandes emisores históricos -en particular el Reino Unido, Alemania, etc.- y por lo tanto a todos nosotros, a los EE.UU en particular, nunca se nos ha dado mal situarnos en un contexto mundial. Por eso creo que una gran parte del trabajo es repensar el orden internacional. Tenemos un sistema mundial que se establece para proteger eficazmente a los mercados de cosas que parecen inconvenientes como la democracia o la regulación. Parte de la naturaleza de los EE.UU. como imperio, como un país súper poderoso, se ve en que tenemos poder de veto efectivo en muchos de estos temas. No sabemos realmente cómo sería un EE.UU. que se comprometiera de buena fe en la política exterior, porque siempre empezamos las guerras, y fastidiamos a todos los demás. Por lo tanto creo que eso es lo que tiene que hacer un GND, repensar cómo será un nuevo orden mundial que tenga como objetivo principal un sentido realmente amplio de la sostenibilidad. Considerar esa descarbonización como la tarea central de la política: llegar a una descarbonización equitativa.

    En ese sentido, creo que una cosa que hay que mencionar relacionada con que  EE.UU. sea un emisor histórico de combustibles fósil. Nos hemos enriquecido enormemente de la extracción, particularmente en el sur global, de tierra y trabajadores, recursos, combustibles fósiles, y un largo etcétera. Los EE.UU. y otros países del norte global tienen una tremenda deuda con estos países, y estamos viendo aquí en la COP25 enormes peleas sobre la financiación del clima. Al mismo tiempo que EE.UU. trata de salir del acuerdo de París, está tratando de asegurarse de que no se le vaya a pagar nada a nadie, para que no se cree precedente de algún estado cumpliendo con su responsabilidad histórica. Creo que hay mucho que se puede hacer en el contexto de una institución como la UNFCCC (la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático) para remediar estas relaciones. Creo que los EE.UU. tienen un largo camino por recorrer para reconstruir la confianza con el resto del mundo, apoyar políticas climáticas de financiación que sean equitativas, apoyar acuerdos comerciales que no arrojen a los trabajadores y al medio ambiente y a los pueblos indígenas a las vías del tren. Eso podría ser un buen comienzo.

    Una de las mejores cosas que los EE.UU. pueden hacer para reducir su huella material es transformar realmente la forma en que América consume -esto es cierto, pienso, en el Norte también-, porque tenemos estilos de vida muy consumistas que tienen cadenas de suministro enormemente destructivas. No necesitamos sacrificar calidad de vida, pero creo que debemos repensar la forma en que consumimos de manera sistemática, no quedarnos en decirle a la gente que renuncie a sus hamburguesas y cosas así.

    P. Esto también es cierto para nosotros, sí. Estamos de acuerdo en que es importante transmitir que la gente no va a tener que sufrir sino que la vida de la mayoría de la gente puede mejorar. Ahora estamos en la COP25, en la Zona Verde, que parece diseñada para antagonizar incluso a personas como nosotros que están de acuerdo con el objetivo general de reducir las emisiones, es una mezcla de cortinas de humo, empresas de combustibles fósiles con unos anuncios gigantescos y un olor a comida omnipresente. Sigues yendo a las COP, así que debes estar de acuerdo en que son importantes de alguna manera. ¿Qué crees que va a pasar este año?

    R. Este año hemos visto lo mismo que todos los años. EE.UU. y muchos países del Norte Global siguen obstaculizando cualquier tipo de acción ambiciosa y realmente salen de una gran parte del mundo, que es como el G77 + China. Creo que este proceso se está moviendo demasiado lento, no podemos esperar a que el acuerdo de París nos dé lo que necesitamos; ya sabemos que incluso si se cumpliera cada una de las contribuciones determinadas a nivel nacional, seguiríamos aumentando las emisiones en 3.2 grados, lo cual es simplemente inaceptable. Creo que hay mucho que se puede hacer dentro de la Convención para impedir que esto termine siendo así, pero también tenemos que pensar en otras instituciones. Es genial ver el movimiento desde dentro, desde arriba, y también fuera, lugares como la Cumbre Social por el Clima los que se juntan y tienen la oportunidad de reunirse. Esa es siempre la mejor parte de la COP, es un espacio real de internacionalismo y para que los movimientos se conecten y desafíen al poder, en cierto modo. Por eso vuelvo, hay gente muy interesante con la que hablar. Pero por desgracia es un espacio muy corporativo y ves a las compañías petroleras moviéndose con impunidad.

    P. Una de las cosas de las que hablas es de una nueva cooperación internacional, y claramente lo que sigue faltando ahora mismo es una forma de obligar a los países a cumplir con los objetivos de emisiones. Así que si, como propones, la Corte Penal Internacional es capaz de juzgar a ejecutivos de petroleras, y además de esto se habilita un mecanismo desde el que se pueda forzar a los países a cumplir con los objetivos de emisiones, terminas algo muy similar a un gobierno global. Estamos de acuerdo en que esto podría ser necesario para que sobrevivamos, pero podría volvérsenos en contra muy fácilmente. ¿Qué probabilidad crees que hay de que esto ocurra, de que aparezca un gobierno global neoliberal que mantenga las emisiones bajas, y cómo podríamos evitar esto y en su lugar obtener algún tipo de resultado socialista?

    R. Necesitamos imperiosamente una manera de hacer responsables a los países, pero en el contexto de un sistema global en el que el capital es lo que ejerce el control eso podría salir terriblemente mal. Cómo llegar en un sistema vinculante es muy complicado, y la razón por la que no tenemos uno en este momento, por ejemplo, es porque, ¿le pides a EEUU, siguiendo la política exterior que ha llevado hasta ahora y que tiene un poder de veto activo, que establezca esos mecanismos para demandar responsabilidades? Inmediatamente lo rechaza, no hay posibilidades de que eso suceda realmente de momento. Creo que hay tremendas oportunidades, creo que necesitamos democratizar nuestras instituciones internacionales, y creo que esa es una de las únicas maneras de asegurar que no terminemos bajo una especie de poderosa entidad forzándonos a reducir emisiones. Tampoco creo necesariamente que un sistema mundial que reproduzca el tipo de desequilibrios de poder que tenemos ahora pueda llegar a ser uno donde se reduzcan eficientemente las emisiones. No confío realmente en el FMI y el Banco Mundial, o en la OMC tal como están constituidos actualmente, la idea de que haya alguna fuerza supranacional que esté en su totalidad interesada en reducir las emisiones al nivel necesario. No creo necesariamente que ese sea el caso, en parte porque la gente que dirige estas instituciones, como las élites del reino, estarán bien durante mucho tiempo. Ya sea porque son viejos o porque son realmente ricos, creo que es muy difícil para ellos concebirlo como una amenaza a su propio bienestar. Tal vez en algún momento lo vean como algo necesario, pero soy menos optimista con respecto a cómo están las cosas ahora, no creo que vayan a cambiar el chip lo suficientemente rápido. No creo que eso sea una amenaza. Realmente creo que la gran amenaza es cómo se van a poder imponer medidas de consumo en el resto del mundo. Existe toda una lista de países del mundo gobernados por Donald Trumps, Jair Bolsonaros, Modis y Dutertes, etc., dónde todavía están mandando quemar todo lo posible, jodiendonos a todos. Creo que el peligro es esta clase de barbarie.

    P. Has mencionado a Trump, y están a punto de empezar las primarias del Partido Demócrata. Así que, ¿cuál es el mejor y el peor de los escenarios dentro de un año?

    R. Eso es bastante fácil (risas): el mejor escenario es Bernie Sanders como presidente de los EE.UU., el único candidato que ha demostrado ser muy serio sobre el cambio climático hasta ahora. El peor escenario es que Donald Trump sea reelegido.

    P. Así que hay un viejo rico bueno y un viejo rico malo. ¡Es difícil! En el mundo occidental hay una creciente correlación entre la edad y la riqueza (y las preferencias de voto), pero aquí hay dos viejos ricos y son muy diferentes.

    R. Creo que realmente nos confunde el «ok boomer», ¡algunos «boomers» están bien!

    La ilustración de cabecera es una de las muestras de arte textil de Fiona Robertson.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • El coste de ser verde

    El coste de ser verde

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Por Thea Riofrancos.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Logic con el título «What Green Costs».

    Quienes abogan por la energía limpia se imaginan una casa electrificada con energía cien por cien renovable, un Tesla en el garaje, placas solares en el tejado y un contador inteligente que acumule cumplidamente los datos de uso para después subirlos a la nube. Pero si rascamos un poco más nos acabamos topando con los límites extractivos de la transición energética a las renovables.

    Eran las 8:45 del primer día de la 11.ª Conferencia de Mercados de Litio, que tenía lugar en la planta sótano del Hotel W de Santiago de Chile. No había forma de pasar desapercibida. El nombre en mi etiqueta, «Providence College», hacía de mí un caso singular. Aun así, menos mal que me acordé de pintarme los labios y que las asas de mi mochila permitían convertirla en un bolso.

    Encontré un sitio vacío entre un mar de trajes, casi todos ellos hombres pero de distintas edades. Venían de muchas partes: China, Australia, Chile, Estados Unidos, Reino Unido, Argentina. Analistas de mercados y contratistas; comerciales de equipamiento y reguladores; ejecutivos, consultores y mercaderes de información dentro del tristemente opaco mundo del litio, un «espacio», según la jerga de Silicon Valley, que no se merece demasiado el nombre de mercado.

    Cuando me acomodé en mi asiento, salió al escenario el presidente de una de las compañías de litio más grandes del mundo, un hombre con un pasado sórdido marcado por un proceso corrupto de privatización bajo la brutal dictadura de Augusto Pinochet. «La minería es la médula espinal de Chile; la minería corre por nuestras venas». Puede que fuera la única persona en la sala a la que inmediatamente le vino a la mente el fascinante libro de temática anticolonial de Eduardo Galeano Las venas abiertas de América Latina, que, por cierto, resulta que fue escrito el mismo año en que Pinochet derrocó brutalmente el sueño de un socialismo democrático en Chile. Pero no creo que este señor se refiriera a la iconografía vampírica del capital global; los muertos succionándoles a los vivos la sangre y el sudor y los paisajes torturados de la extracción, especialmente en su variante colonial.

    Pulso en Atacama

    El litio es el tercer elemento de la tabla periódica. Es altamente reactivo y se puede encontrar junto a otros minerales en formaciones rocosas, en depósitos de arcilla, o en forma de ion disuelto en salmuera. También es el ingrediente activo de las baterías recargables ligeras de los vehículos eléctricos y de las que almacenan energía en las redes de las renovables, por lo que es esencial para la futura transición energética.

    En Estados Unidos, el transporte es la mayor fuente de contaminación de carbono, con alrededor del 30% de las emisiones. Lograr algo que podamos calificar como clima seguro implica un cambio en los vehículos con motor de combustión interna por vehículos eléctricos y conectar esos coches, camiones y autobuses a una red eléctrica alimentada por el viento o el sol. (La transición desde un modelo de vehículos individuales a uno de transporte público facilitaría este proceso y tendría otros efectos medioambientales positivos). El litio interviene dos veces en esta ecuación. En primer lugar, es una materia prima de las baterías de los coches eléctricos. En segundo lugar, las baterías son una tecnología de almacenamiento de energía y las redes que operan con ráfagas intermitentes de viento y rayos de sol necesitan un mecanismo para suavizar los picos de oferta y ajustarla a la demanda. (Reducir de manera drástica nuestro consumo general de energía también ayudaría).

    Las salmueras del salar de Atacama, en Chile, se encuentran a unos 2.300 metros sobre el nivel del mar, en un altiplano andino, y proveen en torno al treinta por ciento del litio mundial. Estas reservas subterráneas de litio están en el fondo de una depresión rodeada por la cordillera andina. Una tormenta perfecta de factores climáticos, geológicos y químicos ha concentrado litio en las aguas que hay bajo la dura superficie de esta vasta llanura salina, que en total ocupa un área equivalente a unos dos tercios del estado del que yo vengo, Rhode Island.

    Pero la extracción de recursos está conduciendo al desastre a este vulnerable humedal desértico. Obtener el litio implica extraer la salmuera a un ritmo altísimo. SQM, la compañía a cuyo presidente escuché hablar en aquella conferencia, bombea salmuera a un ritmo de 1.700 litros por segundo, de los cuales se evapora el 95%. En otras palabras, extraer litio implica extraer una gran cantidad de agua para que luego la mayor parte se evapore.

    Casi cualquier representante de una compañía te dirá que extraer salmuera y dejar que se evapore no tiene efecto alguno en el agua dulce, pero si hablas con cualquier científico o regulador que conozca la cuenca del Atacama te dirá que estos dos tipos de agua interactúan y que extraer la salmuera reduce el nivel freático, lo que supone una amenaza para los suministros de agua potable y para riegos.

    Se puede plantear esto como un pulso. El agua con salmuera se encuentra bajo el salar, en cuyo perímetro se hallan los sistemas de agua dulce. A los dos tipos de agua los separa una interfaz dinámica: una tensión en la superficie generada por las distintas densidades de los fluidos. La salmuera es mucho más densa que el agua dulce debido a la carga de elementos disueltos que contiene, como el litio. Pero si bien la salmuera tiene de su parte la fuerza de la masa, el agua dulce ―fruto del deshielo en los picos de los Andes y de los acuíferos a los que alimentan― tiene a su favor la fuerza de la gravedad. Ambas están atrapadas en esta pugna: la de la masa contra la gravedad. Cuando se absorbe la salmuera, la interfaz que las separa se desplaza hacia el centro del salar, llevándose consigo el agua dulce y alejándola de las comunidades indígenas que habitan en el perímetro del salar.

    Flamencos y membrillos

    Vi por primera vez el salar de Atacama después de conducir en torno a las montañas de la frontera con Bolivia. Frente a nosotros se erigía el volcán Licancabur. Condujimos a través de una tormenta de arena, la primera que veía en mi vida, fácil de recordar por su fuerza y por el ruido que hacía, así como por la forma en que la arena suspendida reflejaba el baile del rápido movimiento del aire, y aún más extraña porque vino acompañada de una tormenta de lluvia. Atravesamos multitud de microclimas. La vegetación cambió completamente a medida que ascendíamos. Al ganar altitud, el aire más fresco y húmedo daba cobijo a una vida más densa; los arbustos salteados daban paso a praderas frondosas.

      

    Una puerta en Toconao. Foto de la autora.

    Al bajar de nuevo, entramos en el desierto. Había oasis diseminados por el paisaje: árboles y matorrales se aglomeraban alrededor de corrientes que fluían por gargantas montañosas. Estas quebradas son la base del ambiente construido y de la vida social de las dieciocho comunidades indígenas que habitan en el salar. Las quebradas viajan por canales y filtros de piedra y proporcionan agua a pequeñas granjas. Las parcelas están cercadas por vallas rudimentarias de madera y árboles plantados estratégicamente para que den sombra. Su producción es increíblemente variada. En una visita que hice a la comunidad de Toconao pude ver higos, granadas y membrillos, además del maíz típico.

    Membrillos en Toconao. Foto de la autora.

    Nos dirigimos más hacia el este y llegamos a la Reserva Nacional Los Flamencos, una inmensa extensión de tierra blanca y gris totalmente rodeada de montañas. A nuestra izquierda había una corteza de sal pura; a nuestra derecha, la misma corteza salpicada de esteros en los que los flamencos se alimentaban de pequeñas artemias. Los lagos tenían manchas rojas, fruto de la interacción de las algas, el sol y el viento. Parecía tan extenso que a mí se me asemejaba al océano. El suelo estaba lleno de protuberancias y crujía bajo mis botas de montaña.

    Un arroyo bajando inusualmente rápido tras una gran tormenta. Foto de la autora.

    Las áreas de extracción estaban fuera del alcance de la vista. Treinta kilómetros más allá, engullidas por el horizonte, se levantaban las grandes instalaciones de litio. Durante la conferencia de Santiago había escuchado a los ejecutivos decir que se deberían mejorar las medidas de protección medioambiental, pero también que no había de nada de lo que preocuparse. El rico ecosistema de estos humedales desérticos —los flamencos andinos del color del algodón de azúcar, los macás de cara blanca y las majestuosas vicuñas— no apareció demasiado en la conversación. Apenas se mencionó a las comunidades indígenas y tan solo una o dos veces a los trabajadores. Durante la mayor parte de la conferencia la textura humana y ecológica del salar brilló por su ausencia.

    La Reserva Nacional Los Flamencos. Foto de la autora.

    Sin embargo, comunidades como la de los Toconao ya están sintiendo los efectos de la extracción en su día a día. Las condiciones anormalmente áridas reducen el flujo de las corrientes, restringiendo el acceso al agua potable y de regadío y, debido al calentamiento global, las variaciones son cada vez menos predecibles: las largas sequías son interrumpidas por lluvias torrenciales que destruyen la infraestructura y las plantas y que al suelo le cuesta absorber. Estos cambios también amenazan el hábitat de la vegetación y de los animales; los biólogos han observado que el recuento de flamencos andinos está disminuyendo.

    Para los tipos trajeados del Hotel W, el salar de Atacama es un yacimiento extractivo, un lugar de operaciones, el comienzo de un largo camino logístico y de beneficios. ¿Pero qué ocurre con la vicuña y con el membrillo, con las comunidades que dependen del flujo de la escasa agua del desierto? ¿Qué veríamos si las incluyésemos en la imagen?

    Pulula, repta, flota y vuela

    El día después de mi primera visita a la llanura salina conocí a Ramón. Dejamos a un lado otros compromisos y estuvimos hablando durante tres horas acompañados de café y de medialunas de manjar de leche.

    A diferencia de muchos de los pequeñoburgueses venidos de fuera que viven en San Pedro ―el proliferante núcleo turístico de Atacama―, Ramón es de una familia trabajadora del entorno rural de las afueras de Santiago. Es cofundador del Observatorio Plurinacional de Salares Andinos, una red internacional de ecologistas, científicos preocupados por el tema, abogados activistas y miembros afectados de las comunidades indígenas y campesinas del altiplano andino conocido como triángulo del litio. Este triángulo abarca zonas de Argentina, de Bolivia y de Chile y contiene más de la mitad de las reservas conocidas de litio en el mundo. Hay miembros del Observatorio que prefieren no usar este término para referirse al altiplano porque lo reduce a los recursos que se extraen de él. (Por completar la información: yo misma soy miembro del Observatorio).

    El Observatorio rechaza el «extractivismo verde», esto es, la subordinación de los derechos humanos y de los ecosistemas a la extracción infinita a fin de «solucionar» el cambio climático. La plataforma defiende de un modo más amplio los valores culturales, naturales y científicos de los salares, no solo el valor económico de su litio.

    Se trata de un trabajo muy difícil. El Observatorio está intentando tejer una forma organizativa novedosa, con objetivos a la misma escala internacional del capital extractivo, pero es complicado organizarse cruzando tres fronteras nacionales y espacios rurales atravesados por carreteras sin asfaltar e infradotados en cuanto a transporte público y wifi. En la conferencia industrial de Santiago hubo tensiones entre los capitalistas y el estado, y entre los potenciales inversores y las compañías mineras. Pero en general estas alianzas entre las élites son relativamente fáciles: están engrasadas por el dinero y los aviones, por los teléfonos móviles y los cáterin interminables. Los obstáculos con que nos encontramos a la hora de construir un movimiento internacional son mucho mayores.

    Estos obstáculos se hicieron evidentes durante una reunión del Observatorio en la Universidad de Atacama en junio de 2019. La delegación argentina no consiguió llegar, la nieve había bloqueado la frontera. El presidente de la asociación de dieciocho comunidades indígenas atacameñas, Sergio Cubillos, también tuvo que ausentarse. Las comunidades a las que él representa, junto a grupos indígenas de todo el país, estaban involucradas en una movilización sin cuartel contra el presidente chileno Sebastián Piñera, cuyo gobierno estaba intentando fragmentar y privatizar aún más el territorio indígena.

    Pero quienes lograron llegar al encuentro contribuyeron a desarrollar una idea distinta de los hábitats y los humedales de la región, una alternativa a la de los tipos trajeados de Santiago. Esta idea queda claramente plasmada en la obra de la artista portuguesa Mafalda Paiva, expuesta durante el evento del Observatorio. En sus cuadros, las llanuras salinas rebosan de una energía sobrenatural, un efecto producido por la gran densidad de especies y una topografía con unos escorzos muy marcados. Esta vida que pulula, repta, flota y vuela fue invisible en la conferencia de Santiago, pero en este encuentro conformaba el núcleo emocional. Paiva ofrece una especie de hiperrealismo ecoutópico y nos conduce a un futuro muy diferente del imaginado por los capitalistas del litio.

    Mafalda Paiva, Salar de Atacama.

    Futuros comunes

    El Observatorio se opone al extractivismo verde por el daño real que inflige a los humanos, animales y ecosistemas, pero su postura plantea cuestiones espinosas sobre la transición a la energía renovable. Tal como dejan claro los perentorios informes de la ciencia climática, las emisiones de los combustibles fósiles están dejando un planeta cada vez menos habitable. Al mismo tiempo, construir un mundo bajo en emisiones de carbono trae consigo sus propios costes sociales y medioambientales: cada turbina eólica, cada panel solar y cada vehículo eléctrico necesita grandes cantidades de materiales extraídos de las minas, transportados en barco a largas distancias, manufacturados en fábricas cuya energía seguramente provenga todavía de la quema de carbón, y llevados de nuevo a los consumidores. Esta cadena de suministro, dispersa por todo el globo como ninguna otra en toda la historia del capitalismo, da pie a una carrera hacia el abismo, dado que el capital busca continuamente trabajo y recursos naturales más baratos.

    No todas las comunidades situadas a lo largo de esta cadena tienen voz a la hora de decidir quién carga con los costes sociales y medioambientales o cuánto esfuerzo debería emplearse en reducirlos, a no ser que lo fuercen. Cuanto más vasta y compleja sea la cadena, más difícil va a ser movilizarse a través de ella. Esta amplitud global no es nueva: la revolución industrial fue posible gracias a las materias primas extraídas y cosechadas lejos de los centros industriales. Pero en las últimas décadas han proliferado las tecnologías que dispersan la producción aún más, desde los barcos cargueros a los nuevos tratados de comercio, desde el método de producción «justo a tiempo» facilitado por el desarrollo informático a las zonas económicas especiales, lo que hace que el capitalismo global sea una red infinitamente más intricada e interdependiente de lo que jamás soñase Adam Smith.

    Cuando hablamos de la transición a las energías renovables, la forma en que funciona esta red es especialmente importante; se trata de quién controla nuestro futuro. Un mundo con el zumbido de cientos de millones de Teslas (o peor: Escalades eléctricos) fabricados con materiales rapiñados sin el consentimiento de las comunidades locales y bajo un régimen laboral represivo en fábricas contaminantes ―o, en otras palabras, un mundo no muy distinto del actual pero movido por la energía del viento y del sol― no es algo inevitable.

    También son posibles otros futuros. La transición energética que ya está en marcha ofrece una oportunidad histórica para desmantelar el estilo de vida estadounidense de opulencia privatizada y aislada en las zonas residenciales y para construir algo mejor en su lugar. Este estilo de vida siempre ha sido una pesadilla, tanto ecológica como políticamente. Cuanta menos energía consumamos, menos materias primas vamos a necesitar. Y esto no es una llamada a la ecoausteridad; actualmente, el consumo de energía es profundamente desigual e ineficiente. Podemos construir una sociedad que sea al mismo tiempo baja en emisiones y abundante en un sentido que nos resulte relevante a la mayoría.

    Para ello va a hacer falta que se reconozca que el sustrato material de nuestras vidas está íntima y a menudo violentamente conectado a los ecosistemas y a la gente que vive más allá de nuestras fronteras. En teoría, el comercio, la producción y el consumo podrían reorganizarse para priorizar la seguridad climática, la igualdad socioeconómica, los derechos de las y los indígenas y la integridad de sus hábitats.

    Pero para lograr un resultado como este se necesita poder político y utilizarlo de manera estratégica. Dada la abrumadora complejidad del capitalismo contemporáneo, es fácil olvidar que las cadenas de suministro no son el producto de una fatalidad geográfica. De hecho, un aspecto clave de la injusticia medioambiental es que los procesos contaminantes —en minas, centrales eléctricas o fábricas— están situados allí donde los ecosistemas y las vidas humanas son percibidos como prescindibles o donde se los considera carentes de influencia política.

    El resultado es que la fuerza desde abajo puede obstruir e incluso dar una forma nueva a los flujos globales. Esta fuerza es particularmente efectiva cuando se aplica en los «cuellos de botella», esto es, en puntos de paso obligatorios para personas y productos. Además de los propios espacios fabriles, la infraestructura logística (puertos, barcos, almacenes) y los pozos de extracción (minas, plataformas petrolíferas, refinerías) son «cuellos de botella» en potencia y, por tanto, nodos vulnerables para el sistema en su conjunto. En otras palabras, son puntos estratégicos de disrupción.

    Puede que yo no sepa exactamente qué forma tiene el mundo que quiero. El presente pesa mucho y pone trabas a la imaginación. Pero sí sé que ese mundo empieza por entender lo misterioso, vital y estimulante de la exuberancia que hay en este planeta; por concebir la abundancia como prosperidad compartida y por ampliar nuestra solidaridad para que incluya a personas que puede que nunca conozcamos y lugares que puede que nunca visitemos, pero cuyos futuros están unidos a los nuestros. El salar nos lo agradecerá.

    THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso), y próximamente publicará Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press).

    La ilustración que encabeza el texto es Les Îles Éoliennes (ca. 1480), ilustración de Robinet Testard para Secrets de l’histoire naturelle. El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Discusiones climáticas familiares – navidad 2019

    Discusiones climáticas familiares – navidad 2019

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Estamos a punto de alcanzar el momento más temido del año: la cena de Nochebuena. Aunque Cataluña parte como el tema favorito de conversación de tu tío, la experiencia nos demuestra que hará lo posible para no dejar un charquito sin pisar, así que hazte a la idea de que vas a tener que poner los ojos en blanco con el tema del cambio climático, que este año ha ganado posiciones como campo de batalla opinológico. Desde Contra el diluvio queremos que vayas bien preparada a la cena, porque es una oportunidad fantástica para hablar del tema sin que puedan decir que “ya está otra vez la pesada ésta con la matraca”, así que nos hemos querido adelantar (con la ayuda de SkepticalScience) y comentar los que creemos que serán algunos de los comentarios más sonados. Este texto es una actualización del que ya publicamos en nuestro Kit de Emergencia para Cenas Navideñas de 2017, y está también disponible en forma de comodísimo pdf.

    1. Aquí la gente está perdiendo la cabeza, como si no hubiese cambiado el clima antes.

    El clima ha cambiado antes, efectivamente. Detrás de la mayoría de esos cambios se encontraban también los gases de efecto invernadero (principalmente el CO2 y, en menor medida, el metano): a mayor concentración de dichos gases mayor temperatura, y viceversa. Que el clima haya cambiado antes por causas ajenas al ser humano no implica que el cambio actual no lo estemos causando nosotros: nuestras emisiones de gases de efecto invernadero son el principal motor del cambio climático que estamos viviendo. Los seres humanos estamos emitiendo grandes cantidades de gases de efecto invernadero y a un ritmo mucho más rápido que el de cualquiera de los cambios climáticos destructivos que ha experimentado el planeta en el pasado.

    La situación actual de la humanidad no tiene precedentes en la historia porque los cambios climáticos más importantes que se han dado desde el origen del planeta fueron ciclos glaciales que ocurrieron mucho antes de que se desarrollasen la civilizaciones humanas. Desde hace unos 12.000 años la humanidad no ha experimentado un clima global tan cálido como el actual (fenómenos como el período cálido medieval, por ejemplo, afectaron sólo a ciertas regiones del planeta, mientras que la temperatura global se mantuvo consistentemente por debajo de la actual). Los cambios bruscos de temperatura con los que podemos compararnos (causados por emisiones inmensas de gases de efecto invernadero como consecuencia principalmente de erupciones masivas de volcanes que no se han vuelto a producir desde hace 16 millones de años, cambios en la órbita del planeta o fluctuaciones solares) fueron increíblemente destructivos para la vida, causando extinciones masivas como las del final del Pérmico, el Triásico (hace 251 y 201 millones de años, respectivamente). Los síntomas de dichos cambios (aumento brusco de las emisiones de carbono y de las temperaturas globales, aumento del nivel del mar, acidificación de los océanos…) son idénticos a los actuales, y supusieron en algunos casos la desaparición del 90% de las especies y la inhabitabilidad de grandes partes del planeta.

    2. Sí, bueno, a saber cómo mide esta gente la temperatura, que lo mismo te planta los termómetros rodeados de asfalto.

    La medida correcta de las temperaturas en la superficie del planeta a nivel global es fundamental para el estudio del clima. En la actualidad hay más de 30.000 estaciones a lo largo del mundo, y 7.000 de ellas disponen de un registro continuado que se extiende durante años. Además, dichas estaciones se van actualizando a medida que la tecnología avanza, y se comprueba que las medidas con el nuevo equipo son consistentes con las medidas anteriores. Esta comprobación se hace también cuando una estación cambia de sitio.

    En 2009, el National Climatic Data Center de EEUU decidió asegurarse de que no hubiese estaciones en malas condiciones (técnicas o geógraficas) que estuviesen sesgando las medidas. La conclusión de la investigación fue, sorprendentemente, que las estaciones que los críticos señalaban como ejemplos de estaciones mal situadas daban temperaturas máximas ligeramente inferiores a la media. En 2009, el grupo Berkeley Earth decidió investigar críticamente si la gráfica del “palo de hockey”, que refleja el aumento global de la temperatura media mostrando un ascenso pronunciado en el siglo XX, se encontraba contaminada por efectos similares (mala calidad de las estaciones, homogeneidad en la posición de las estaciones y el efecto urbano de la isla de calor), y llegó a la conclusión de que no era así.

    Además, las medidas de la temperatura en tierra son sólo una parte del estudio del clima. Hay muchos más indicadores del cambio climático, y todos apuntan a la misma conclusión: un aumento global de la temperatura.

    3. Hace cuarenta años nos vendían la moto de que la Tierra se estaba enfriando, ¿por qué me tengo que creer esto ahora?

    Eso es mentira. La mayoría de los artículos científicos entre 1965 y 1979 predecían un aumento de las temperaturas globales, unos cuantos menos no se atrevían a hacer predicciones, y sólo un 10% predijo un descenso de las temperaturas.

    Es cierto que las medidas de temperatura disponibles a mediados del siglo XX parecían sugerir que el planeta se estaba enfriando, y algunos científicos plantearon que podíamos ir de camino a una nueva edad de hielo. Sin embargo, muchos más científicos ya planteaban que las crecientes emisiones de gases de efecto invernadero contrarrestarían esa tendencia. Eso se hizo evidente a finales de la década de los 70. Además, las mejoras recientes en la cobertura de los registros de temperatura muestran que la tendencia al enfriamiento que se observó eran características del hemisferio norte, y que la temperatura se mantuvo relativamente estable a nivel global durante ese período.

    Lo cierto es que hace 50 años ya había seis veces más científicos que apoyaban una tendencia al calentamiento del planeta que científicos que no. A día de hoy, tras varias décadas de nuevos datos, el consenso científico es abrumador: el 97% de los climatólogos defiende que los seres humanos son la causa del calentamiento global.

    4. Lo que no te cuentan los del lobby del cambio climático es que los volcanes emiten mucho más CO2 que los humanos.

    Eso es mentira. Se estima que la tierra emite de forma natural (a través de los volcanes y de las fuentes termales) entre 65 y 319 millones de toneladas de CO2 al año. En comparación, las actividades humanas emitieron a la atmósfera 35.800 millones de toneladas de  CO2 en el año 2016, cien veces más.

    Sí es cierto que los fenómenos naturales en su totalidad liberan mucho más CO2 que los humanos: el océano libera anualmente unos 332.000 millones de toneladas, y la respiración vegetal unos 220.000 millones. Sin embargo, estas emisiones forman parte del ciclo natural del carbono: las plantas absorben mediante la fotosíntesis unos 450.000 millones de toneladas de CO2 al año, y el océano otros 338.000 millones, es decir, más del que liberan. Por nuestra parte, los humanos añadimos CO2 constantemente sin absorber nada, alterando el equilibrio natural. Esto hace que incluso con la tendencia natural a la disminución de la concentración de CO2 atmosférico, éste esté aumentando unas 15.000 millones de toneladas al año: nos encontramos en el momento con mayor concentración de CO2 en la atmósfera de los últimos 800.000 años.

    5. El primo de Rajoy lo clavó: aquí nadie sabe si llueve pasado mañana pero me quieren hacer creer que saben la temperatura que va a hacer en cien años.

    La predicción del tiempo en un momento determinado y en una zona concreta es muy diferente al estudio de la tendencia del clima en regiones amplias a lo largo del tiempo. Esto es algo que todos sabemos intuitivamente: si nos encontramos con un amigo una noche de enero y nos dice que nos invita a pasar dos semanas en su casa de Córdoba en julio, sabemos perfectamente qué meteríamos en la maleta. Nadie dice: “Como no sé si la semana que viene lloverá, no tengo forma de saber si en julio en Córdoba voy a necesitar un forro polar o unas bermudas”.

    El motivo por el que la predicción del tiempo a corto plazo (que es cada vez más precisa) se vuelve casi imposible a partir de las dos semanas es que depende fuertemente de condiciones iniciales que no podemos conocer con suficiente precisión. Esto no es un problema que afecte al estudio del clima a largo plazo, puesto que éste trata con medias a lo largo de grandes períodos de tiempo.

    6. Cuando les interesa insisten en que el tiempo y el clima son dos cosas diferentes, pero luego cuando viene una sequía o una ola de calor bien que te dicen que son cosas del cambio climático.

    Es imposible afirmar que un fenómeno meteorológico concreto se debe al cambio climático, puesto que siempre ha habido sequías, olas de calor, inundaciones, etc. Quienes señalan la relación entre estos fenómenos y el cambio climático no dicen que cada fenómeno individual esté inequívocamente causado por éste, sino que la subida global de la temperatura produce una tendencia al aumento de la frecuencia e intensidad de estos fenómenos extremos: si antes se producían dos olas de calor al año con temperaturas 5 ºC por encima de la media y ahora se producen cuatro con temperaturas 7 ºC por encima de la media, es innegable que hay un aumento en la frecuencia e intensidad de éstas, incluso si no somos capaces de señalar individualmente cuáles se deben al cambio climático y cuáles “habrían ocurrido de todas formas”.

    Hay diversas formas en las que el cambio climático afecta a los fenómenos meteorológicos extremos. Por ejemplo, el aumento de las temperaturas aumenta el ritmo de evaporación del agua contenida en la tierra, los mares y las plantas, causando un impacto directo en la frecuencia e intensidad de las sequías. Esto a su vez aumenta la cantidad de vapor de agua en la atmósfera (la concentración de vapor de agua en la atmósfera en la actualidad es 4% mayor que hace cuarenta años) y por tanto el riesgo de precipitaciones torrenciales. Las precipitaciones torrenciales están ligadas a las inundaciones, y tienen efectos catastróficos sobre el suelo cultivable. (En caso de que te lo estés preguntando, sí: el cambio climático se encuentra ligado a un aumento de la sequía en algunos lugares a la vez que a un aumento de las precipitaciones torrenciales en otros; esto no es contradictorio teniendo en cuenta que es un fenómeno a nivel global).

    7. Los modelos lo mismo te dicen que la temperatura va a subir 1 ºC que 5ºC, eso es como si yo digo que Podemos va a sacar entre 40 y 200 diputados.

    Este amplio rango de temperaturas viene dado por los distintos escenarios que se plantean de cara al futuro, dependiendo de si vamos a continuar emitiendo gases de efecto invernadero al ritmo actual, si planteamos medidas que conlleven una reducción, o si, incluso, aumentaremos las emisiones. En base a estos escenarios se proyectan los distintos aumentos de temperatura, que  pueden ir de 1º -en un caso extremadamente favorable, pero tan improbable que nadie se lo plantea ya-, hasta 6.5º si seguimos emitiendo CO2 como hasta ahora.

    Además, dentro de cada escenario hay un cierto margen de error, que se debe a que hay muchos modelos climáticos y cada uno funciona de forma ligeramente diferente; lo importante, sin embargo, es que todos coinciden en que el aumento de la temperatura va a ser considerable. Por tanto, si nos empeñamos en la analogía de la predicción de escaños, sería más bien como predecir que Podemos va a sacar entre 250 y 325 escaños: la mayoría absoluta no estaría en cuestión. La analogía es regular de todas formas porque, a diferencia de las predicciones electorales, los modelos se comparan entre ellos y con información del pasado para asegurar su fiabilidad.

    8. ¿Y qué problema hay? Más calorcito durante más tiempo es más turismo, que nos hace mucha falta s̶o̶b̶r̶e̶ ̶t̶o̶d̶o̶ ̶d̶e̶s̶p̶u̶é̶s̶ ̶d̶e̶ ̶l̶a̶ ̶d̶e̶s̶a̶s̶t̶r̶o̶s̶a̶ ̶g̶e̶s̶t̶i̶ó̶n̶ ̶d̶e̶ ̶Z̶a̶p̶a̶t̶e̶r̶o̶, y anda que no se está bien en las terracitas.

    El impacto económico y social del cambio climático supera con creces los efectos positivos que uno quiera verle. España es además el país europeo más vulnerable al cambio climático.

    El aumento de la frecuencia y duración de las olas de calor, por ejemplo, harían que ciertas áreas de España sean lugares a evitar durante ciertos períodos del año (por no hablar de los efectos de las temperaturas extremas en población vulnerable que viva en sitios no preparados para el calor: niños desmayándose en clase en Asturias todos los veranos, aumento de las muertes de ancianos…); las sequías tienen un efecto devastador en el sector agrario, y pondrían en riesgo el acceso libre al agua y a los alimentos, además de amenazar el abastecimiento suficiente de agua en las zonas turísticas; los gastos ocasionados por los destrozos de las inundaciones y los incendios forestales, cada vez más frecuentes, son muy elevados; el aumento del nivel del mar acabaría por destruir infraestructuras costeras e incluso podría sumergir ciudades costeras enteras; por no hablar de los efectos sobre el turismo de nieve que también es muy relevante a nivel económico. Todo esto además sin mencionar los destrozos que produciría en las zonas más pobres (y por tanto más vulnerables) del planeta, donde la falta de recursos les impediría adaptarse eficazmente a la nueva situación.

    9. Y la niña esa Greta, no hace más que dar vueltas por ahí, ¿es que no tiene que ir al colegio? 

    Desde que empezó su huelga escolar hace más de un año, Greta Thunberg se ha convertido en una de las personas más famosas del mundo, y quizá en la más eficaz divulgadora de la necesidad de hacer frente al cambio climático. Esto ha dado lugar, entre los adultos, a las lógicas suspicacias fruto de ver que una adolescente es mucho más coherente y decidida que tú. Desde que debería estar en el colegio (ahí se ve la nostalgia de cuando podías mandar impunemente a las mujeres a la cocina) hasta que no todo el mundo puede permitirse viajar en catamarán. Este berrinche adulto es la muestra más tangible de que Greta ha tocado una fibra sensible: la primera fase del duelo es la negación. El papel que juega Thunberg no es el de salvadora ni mesías, como algunos de sus críticos quieren atribuirle: es el de alarma, de gritar que hay fuego y que las cosas no pueden, no van a seguir como hasta ahora. Es normal sentirse violento ante esta constatación, pero lo que no es tan normal es dedicar gran parte de tu día de hombre adulto a insultar groseramente a una menor que te pone una verdad molesta ante la cara. Los argumentos son lo de menos, claro: cuando han visto que a todo el mundo le parece razonable dejar de ir al colegio cuando EL PLANETA ESTÁ EN LLAMAS, han empezado a inventarse cosas. Oscuros intereses, fotos manipuladas, un poco de todo. Ella ha seguido a lo suyo, sofisticando su mensaje y evitando las trampas: si parecía que todo se centraba en ella, cedía la palabra a sus compañeros de militancia; si su discurso empezaba a repetirse, o veía que no se hacía caso a sus llamamientos a seguir las alertas de los científicos, añadía más referencias científicas en sus alocuciones. Incluso la aparente extravagancia de viajar en catamarán por el Atlántico le sirvió para, primero, dejar claro que no va a flexibilizar su postura respecto a la aviación y segundo, para denunciar que ahora mismo es imposible para una persona corriente llevar una vida libre de emisiones de gases de efecto invernadero.

    En resumidas cuentas, Greta manda y no tu panda.

    10. Lo que toca ahora es esperar a que se extienda el uso del coche eléctrico. El mercado se está moviendo hacia eso, y entre eso y las renovables ya está solucionado. Y si no, ya se inventará algo cuando la situación lo requiera, los que mandan tienen que tener un plan B.

    Aunque es cierto que los vehículos eléctricos presentan ventajas respecto a los vehículos con motor de combustión (principalmente menor contaminación en la ciudad por no emitir hollín o monóxido de carbono), no se ataca a la raíz de uno de los problemas: la construcción de las baterías depende de elementos no renovables (como el litio) y, en general, de tierras raras (como el neodimio). Intentar sustituir el parque automovilístico mundial por coches eléctricos acabaría con las reservas planetarias de litio, metal que es muy necesario para llevar a cabo la transición a las energías renovables. Además, las emisiones de CO2 dependerán de la fuente energética utilizada para su carga, así como de la eficiencia del vehículo y de las emisiones generadas durante su fabricación. Si el aumento en la demanda de electricidad a raíz de una proliferación de los vehículos eléctricos se suple con centrales térmicas, por ejemplo, estamos donde empezamos.

    Por su parte, la transición hacia energías limpias y renovables es necesaria, pero éstas únicamente no serían capaces de satisfacer la demanda energética actual. A día de hoy aún presentan problemas de eficiencia, disponibilidad y almacenamiento. Requieren además mayor redundancia para minimizar el riesgo de caída de la red, especialmente ante la perspectiva de un clima global cada vez más difícil de predecir. Si a esto le sumamos el aumento en la demanda que cabe esperar de una transición hacia motores eléctricos, como en el caso de los coches, se ve claramente que una solución puramente tecnológica al cambio climático es una ilusión.

    Las estimaciones de que sería posible una transición a energías renovables que pudiese mantener el consumo actual se basan en predicciones de aumentos de la eficiencia nunca vistos antes en la historia, o en el desarrollo de tecnologías (como la fusión nuclear) que a día de hoy son ciencia ficción. La visión de que “ya se inventará algo si hace falta, que nunca hemos hecho nada y aquí seguimos” es parecida a la de alguien que está leyendo un libro y ve que el protagonista se encuentra en peligro de muerte cuando quedan todavía 200 páginas para acabar: no hay que ponerse nerviosos porque está claro que no va a pasarle nada. Sin embargo, no estamos leyendo ningún libro, no hay nada que garantice que el futuro no va a ser mucho peor que el presente, salvo nuestro esfuerzo y trabajo conjunto

    El nivel actual es ya insostenible; aumentarlo y extenderlo al resto del mundo es directamente imposible. El sueño de un futuro en el que las energías verdes mantienen indefinidamente el derroche actual del Primer Mundo es sólo eso, un sueño. Por el contrario, un mundo donde una redistribución del consumo de energía se utiliza para mejorar las vidas de las personas más pobres a la vez que se reducen drásticamente las emisiones de carbono para garantizar la habitabilidad del planeta es algo no sólo deseable sino posible. Pero para eso es indispensable un cambio hacia una nueva forma de entender el progreso, en la que no caben ideas como el mantener una flota de cientos de millones de vehículos privados (cuya producción supone un fuerte impacto ambiental) para que estén aparcados el 95% del tiempo.

    11. Al final todo esto da igual, porque no podemos hacer nada.

    Precisamente porque las causas son humanas, también lo es la solución. Podemos actuar sobre el cambio climático reduciendo las emisiones de gases de efecto invernadero. Esto no detendrá el aumento de las temperaturas inmediatamente, puesto que el clima depende de procesos lentos que requieren de años para detener su inercia, pero sí conseguirá estabilizarlas a la larga para evitar las consecuencias catastróficas de un aumento incontrolado de las mismas. La prueba más obvia de que se puede actuar sobre ello son los diferentes escenarios que comentábamos al hablar de los intervalos de confianza de los modelos climáticos.

    Hay muchas cosas que podemos hacer tanto a nivel individual como colectivo. Es importante que reduzcamos o eliminemos nuestro consumo de carne, pues la ganadería es uno de los principales motores del cambio climático; que reduzcamos al mínimo el uso del coche, en favor del transporte público, la bici o caminar; que abandonemos los viajes en avión: los de corta distancia son poco eficientes en el uso de combustible y los transoceánicos depositan gran cantidad de CO2 a gran altura, donde es más perjudicial; que nos centremos en el reducir de “reducir-reutilizar-reciclar”… Estos cambios en el estilo de vida personal son necesarios pero no son suficientes: hay que conseguir urgentemente cambios estructurales que busquen dos fines muy claros: hacer más cómoda una vida sostenible (mejorando el transporte público, aumentando el uso de las energías renovables y en general asegurando que la transformación de la sociedad se lleva a cabo para satisfacer las necesidades de la mayoría), e imposibilitar las prácticas nocivas (las consecuencias del cambio climático y de la contaminación las sufrimos todas, especialmente las personas más vulnerables, así que no se puede entender su mitigación como una decisión personal: nadie debe tener la potestad para hacer que el planeta sea inhabitable para los demás).

    La única forma de asegurar que estos cambios se llevan a cabo es organizarnos políticamente en torno a ellos. No, no, no hace falta que tu tío se venga a las asambleas de Contra el diluvio, tampoco es eso, él de momento puede ir dándole vueltas a la conversación y echarle un ojo al blog. Pero hay que hablar del tema, crear conciencia climática y contribuir con los movimientos que surjan al respecto. No es demasiado tarde para hacer algo, y el cambio climático no es una cuestión binaria de todo o nada: cada esfuerzo que hagamos y cada victoria tendrán un impacto en nuestra vida.

    La ilustración de cabecera es «Het vrolijke huisgezin [La familia alegre]» (1668) de Jan Havicksz Steen.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • El hogar siempre vale la pena

    El hogar siempre vale la pena

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Por Mary Annaïse Heglar.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Medium con el título «Home is Always Worth It». [El artículo original en inglés ha ido teniendo mínimas modificaciones puntuales desde su publicación original.]

    La primera vez que me encontré con lo que ahora llamo, sin demasiado cariño, «machote catastrofista», fue en 2007. Trabajaba como voluntaria en un periódico de izquierdas de Nueva York y seguía intentando que me viesen como una «periodista de verdad» (si miro hacia atrás, me alegro de no haberlo conseguido). Las principales agencias de noticias seguían haciendo oídos sordos y sin decir palabra acerca del «calentamiento global», que es como se lo conocía entonces de forma despectiva, controvertida, dudosa. Pero el pequeño periódico en el que estaba, The Indypendent, decidió romper el silencio de manera valiente y dedicar el número de abril entero a la crisis que se avecinaba.

    Teníamos reuniones editoriales abiertas todos los meses y eso atrajo a un tipo de voluntario muy concreto y ciertamente peculiar. Me vi rodeada de hombres altos, blancos, con quemaduras de sol bastante evidentes, con el pelo revuelto y pantalones cortos, que se erigían sobre mí con historias desesperanzadas. «Ya nada tiene sentido. ¡Los seres humanos estamos condenados! ―decían con regocijo. Y añadían, quizás a modo de consuelo―: ¡Pero no os preocupéis! ¡Al planeta no le va a pasar nada! Lo único que necesita es deshacerse de nosotros».

    Sus anhelos me desconcertaban y me intimidaban a partes iguales.

    Yo tenía veintitrés años y acababa de llegar a Nueva York, era demasiado joven y demasiado del sur como para saber cómo salir de ese torbellino de mansplaining. No sabía cómo decirles que yo no era capaz de ilusionarme si en lo que pensaba era en mi propia destrucción. Asentí, sonreí y lloré durante todo el camino de vuelta a casa.

    Eran bastante mayores que yo y no parecían darse cuenta de cuántos de mis sueños estaban aplastando. O ser capaces de pensar en ello. Según ellos, yo no estaba entrando en la edad adulta, estaba entrando en un achicharradero. Casi por accidente, su alegre nihilismo se encargó de colocar el ecologismo en un estante tan alto que yo no podía llegar a él. Yo, por mi parte, me limité a tocar temas de las baldas que sí estaban a mi alcance: la violencia policial, la desigualdad de ingresos y educativa, la falta de vivienda, etcétera. Tenía que arreglar lo que pudiese mientras el mundo ardía.

    Por entonces yo no sabía cómo decir lo que pensaba. No sabía cómo hacer valer mi determinación a tener un futuro. Pero he crecido.

     

    Estamos recogiendo tempestades

    Desde que entré a formar parte en serio del movimiento por la justicia climática, me he encontrado con no pocos de estos nihilistas del clima: escriben libros, presentan charlas, tuitean con asiduidad. Son legión; en mi opinión, son un problema.

    Y casi siempre son hombres blancos, porque solo los hombres blancos pueden permitirse el lujo de ser lo suficientemente perezosos como para renunciar… a sí mismos.

    Hasta cierto punto lo entiendo. No se puede negar la gravedad de nuestra crisis, al menos ya no se puede. Ya no podemos posponerlo para las «generaciones futuras». Ya no podemos «detener» el calentamiento global. Ha llegado. Estamos recogiendo tempestades.

    Pero un aspecto particular del calentamiento, ya sea el del planeta o el de un horno, es que avanza gradualmente. Esto quiere decir que cada décima de grado importa. Y ahora mismo eso significa que todo lo que hacemos importa. Literalmente, no tenemos tiempo para el nihilismo.

     

    La esperanza no es eterna

    Por otro lado, y para ser justa, la comunidad climática tiene una tendencia desquiciante a la agresividad en su narrativa y en sus mensajes. ¡Debemos albergar esperanza! ¡No podemos ser tan alarmistas! ¡Debemos ser fieles a los pequeños matices científicos, incluso a expensas de la claridad y de la urgencia y de la belleza! ¡No debemos dejar ningún sendero por explorar! Matices, matices, matices.

    Este deseo por controlar el tono de la conversación acerca del clima hace que sea imposible que esta se dé con honestidad, al menos en un mundo en el que lo que antes conocíamos como «impactos potenciales del calentamiento global» ahora tiene nombres propios: Dorian, Yutu, Idai, Camp Fire, María. En el contexto actual, tener esperanza y verlo todo de color de rosa simplemente parece una sociopatía.

    A medida que estas tragedias se van desvaneciendo y se mezclan en un continuo, la insistencia de la comunidad climática en una esperanza eterna comienza a parecer de todo menos realista. Se convierte en inmadurez emocional, es en sí misma un obstáculo.

    Por no señalar que para tener una esperanza así hay que ser capaz de explicar las soluciones que la justifiquen. Y eso favorece cierto tipo de conocimientos avanzados y que sea muchísimo más difícil poder participar de la conversación sobre el clima. No nos podemos permitir poner más cercos ni tener porteros en la entrada. Repito: no tenemos tiempo.

    Es cierto que esta reflexividad es el producto de décadas de ataques implacables y a mala fe, tanto por parte de la industria como del gobierno, pero el resultado es el que es. Es agotador, es ineficaz y es alienante. Honestamente, no es muy diferente de la narrativa de los catastrofistas. Ambos son paraísos del mansplaining. Ambos apestan al tipo de privilegio surgido de la falsa creencia de que hasta ahora este mundo ha sido perfecto y que, por lo tanto, no merece la pena ni conservar una versión que sea imperfecta ni tampoco luchar por ella. Representan los extremos de un péndulo hasta arriba de privilegios y que ha oscilado demasiado.

     

    Hay espacio en el medio

    Toda esta oscilación es innecesaria dado el abundante espacio que hay en el medio; de hecho, hay espacio para todos y todas nosotras. Una comunidad que se enorgullece de sus matices científicos puede aprender a aceptar los matices emocionales.

    Es perfectamente posible prepararse para los desastres que se ciernen aterradoramente sobre nosotras al tiempo que hacemos todo lo posible por dejar de calentar más el horno. Podemos reconocer la tormenta de emociones que nos abruma al ver cómo se deshace nuestro mundo, podemos procesar esas emociones y podemos volver a levantarnos para proteger lo que seamos capaces.

    Porque vale la pena. Porque valemos la pena.

    No tenemos que ser ni unas ciegas optimistas ni unas fatalistas. Podemos ser humanas. Podemos ser desordenadas, imperfectas, contradictorias, frágiles. Podemos reconocer que desesperanza no significa impotencia.

     

    Qué mundo tan maravilloso e imperfecto

    Yo nunca he visto un mundo perfecto. Nunca lo haré. Pero sé que un mundo con dos grados más es mucho mejor que uno con tres o seis grados más. Y sé que estoy dispuesta a luchar por ello, con todo lo que tengo, porque es todo lo que tengo. No necesito una garantía de éxito antes de arriesgarlo todo para salvar las cosas, a la gente y los lugares que amo, antes de intentar salvarme a mí.

    Incluso si solo puedo salvar una parte de lo que a mí me resulta valioso, esa será mi parte y para mí no tendrá precio. Si solo puedo salvar una brizna de hierba, lo haré. De ella haré un mundo y en ella y para ella viviré.

    No sabemos cómo va a terminar esta película, porque ahora mismo estamos en la sala de guionistas. Estamos tomando las decisiones ahora mismo. Abandonar la sala no es una opción. No podemos rendirnos.

    Este planeta es el único hogar que vamos a tener. No hay otro lugar como este. Y un hogar siempre, siempre, siempre vale la pena.

    Mary Annaïse Heglar, en sus propias palabras, escribe sobre justicia climática, despotrica, desvaría. Vive en el Bronx, pero sus raíces están en Alabama y Mississippi. James Baldwin es su héroe personal.

    La ilustración del artículo es de David Lasky, y está tomada de la contraportada del libro «Yiddishkeit», de Harvey Pekar y Paul Buhle.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Plan, estado de ánimo, campo de batalla – Reflexiones sobre el Green New Deal

    Plan, estado de ánimo, campo de batalla – Reflexiones sobre el Green New Deal

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Por Thea Riofrancos.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «Plan, Mood, Battlefield – Reflections on the Green New Deal».

    Los científicos que estudian el clima están empezando a parecer unos radicales.

    El informe del IPCC de 2018 concluye que serían necesarios «cambios sin precedentes y en todos los aspectos de la sociedad» para limitar el calentamiento a 1,5 ºC. En un informe devastador sobre el terrible estado de los ecosistemas del planeta, la Plataforma de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos de la ONU también pide, en palabras textuales de su presidente, «una reorganización sistémica de los factores tecnológicos, económicos y sociales, incluyendo paradigmas, objetivos y valores».

    La primera y hasta ahora única iniciativa legal en Estados Unidos que aborda la severidad de la crisis a la que nos enfrentamos es el Green New Deal, presentado el pasado mes de febrero [de 2019] como una resolución conjunta del Congreso. La resolución propone, entre otros objetivos, la descarbonización de la economía, la inversión en infraestructuras y la creación de trabajos dignos para millones de personas. Y aunque, desde el punto de vista global, esta resolución resulta limitada dada su escala nacional, transformar Estados Unidos de acuerdo a esos parámetros tendría repercusiones en todo el planeta por al menos dos razones: Estados Unidos es un gran impedimento para la cooperación global respecto al clima y hay partidos políticos en todo el mundo (el Partido Laborista en Reino Unido y el PSOE en España) que han empezado a adoptar el Green New Deal como marco para su propias políticas a nivel nacional.

    Después de unos meses de idas y venidas en los discursos, podemos empezar a identificar una serie de posiciones emergentes dentro del debate en torno al Green New Deal. La derecha se ha limitado a meter miedo porque «vienen los rojos» y ha tachado la resolución no vinculante sobre el Green New Deal de «monstruosidad socialista» y de vía hacia la servidumbre de la planificación de estado, el racionamiento y el veganismo obligatorio. En las posiciones de centro, cada vez más menguantes, se agarran con fuerza a las políticas equidistantes: el Green New Deal es como un sueño infantil; los adultos de verdad saben que la única opción es seguir la senda del bipartidismo y del incrementalismo. La izquierda, por supuesto, sabe que en el contexto de una crisis climática que ya está en marcha, del resurgir de la xenofobia y del debilitamiento de la legitimidad del consenso neoliberal, lo verdaderamente engañoso son las soluciones «de mercado» y los alegatos nostálgicos en favor de las «normas e instituciones» americanas.

    Pero también en la izquierda hay críticas y rechazos frontales al Green New Deal (como esta, esta, esta y esta). Al Green New Deal, como al antiguo New Deal, se le achaca que se limite a que el estado, en tanto que comité ejecutivo de la burguesía, rescate al capitalismo de la crisis planetaria que él mismo ha provocado. Según este punto de vista, en lugar de dotar de poder a las comunidades «vulnerables que se encuentran en primera línea», tal y como dicta la resolución, este marco normativo concedería a las empresas oportunidades de inversión inesperadas y subvenciones que se beneficiarían de rebajas de impuestos, subsidios, colaboraciones público-privadas, desembolsos en infraestructura que estimularían el desarrollo inmobiliario y una garantía de trabajo que haría lo mismo con el consumo; todo un win-win para el estado y el capitalismo, pero que, al dejar intacto el modelo subyacente de acumulación de capital, adicto al crecimiento, supondría una derrota para el planeta y para las comunidades más vulnerables a la crisis climática y al apartheid ecológico. Y hay otra vuelta de tuerca más. Como apuntan a veces estos mismos análisis, este escenario, con sus vencedores y vencidas asegurados,  se basa en una comprensión errónea del capitalismo contemporáneo. En un mundo con un estancamiento económico secular ―márgenes de beneficio decrecientes, burbujas especulativas, financiarización, actitudes rentistas y acumulación de capital a través de la redistribución de abajo arriba―, las cualidades vampíricas del capital nunca han resultado tan obvias. La idea de que, con un pequeño estímulo, el capital podría superar de repente estas tendencias e invertir en actividades productivas no es más que una fantasía nostálgica sobre sí mismo.

    Para los escépticos del Green New Deal que hay en la izquierda, este keynesianismo verde tan anacrónico tiene su contrapartida ideológica en el nacionalismo económico que se deja ver a través del lenguaje de la resolución, el cual coloca a Estados Unidos como un «líder internacional» que, en general, realiza un contabilidad de las emisiones de carbono que llega solo hasta las fronteras americanas, invisibilizando así las grandes redes de extracción, producción y distribución que requeriría una transición masiva hacia las energías renovables. En palabras de Max Ajl, su plan político se resumiría en «socialdemocracia verde en casa; fronteras terrestres y marítimas militarizadas; y, más allá, la extracción de recursos para crear tecnologías limpias en casa». Esto podría darse, por ejemplo, mediante apropiaciones neocoloniales de tierras para la producción de energías renovables.

    En esa misma línea, una mirada algo miope acerca de las emisiones de carbono que no vea más allá de la red eléctrica nacional puede ignorar los límites extractivistas en el Green New Deal. Una visión global y holística revela que las energías renovables intensificará la minería, la cual aporta materias primas con las que rehacer el «ambiente construido»[1] para que funcione exclusivamente con electricidad. Y un mundo con una minería intensificada es, a su vez, un mundo de acumulación por desposesión y de contaminación. Uno de estos límites es el del litio: se trata de un componente extraído de la salmuera o de la roca sólida que es necesario para fabricar las baterías que hacen funcionar los vehículos eléctricos, o las que proporcionan almacenamiento de energía a las redes de las renovables. En Sudamérica, el litio está siendo extraído a un ritmo alarmante a partir de la salmuera almacenada bajo unos salares ubicados en una meseta que se halla a gran altitud y que está rodeada por la cordillera de los Andes. Los salares son sistemas hidrológicos vulnerables de los que la salmuera es una parte fundamental; es un tipo de humedal desértico que se superpone al territorio, a huertos y a pastos de comunidades campesinas indígenas y mestizas. En el supuesto de que en 2050 haya tenido lugar una transición energética total a las energías renovables y sin alteración de los patrones de consumo de energía, la demanda de litio habrá excedido el 280% de las reservas de litio conocidas (es decir, los depósitos cuya extracción resulta económicamente viable ahora mismo).

    Finalmente, está el asunto de que la resolución no habla en ningún momento del monstruo que todo el mundo se empeña en ignorar, la industria de la energía fósil, responsable de la mayor parte de las emisiones globales. Este sector es un obstáculo político descomunal a nivel interno: debido a la expansión del fracking, Estados Unidos está camino de convertirse en el mayor productor global de petróleo y de gas natural; de hecho, el mundo está tan anegado por el petróleo americano que las mayores barreras para el suministro —«sanciones, conflicto y guerra civil»— apenas afectan ya al precio del crudo. Es difícil imaginarse a este monstruo renunciando de manera voluntaria a sus enormes inversiones. En el caso de que viéramos unas regulaciones rigurosas de las emisiones y se impusiera una transición hacia las energías renovables, las inversiones en torres de perforación, oleoductos y plantas energéticas se convertirían de la noche a la mañana en billones de dólares en activos echados a perder y causarían una crisis financiera global.

    Esto son obstáculos reales, restricciones reales y preocupaciones reales. Opino, sin embargo, que una política de mera oposición, una política que, a la luz tanto del poder de nuestros enemigos como de las limitaciones del Green New Deal tal y como es concebido actualmente, se posiciona principalmente en contra de esta iniciativa no es ni empíricamente sensata ni políticamente estratégica.

    Empecemos por los hechos básicos. Nadie niega que sea deseable una descarbonización de los sistemas energéticos nacionales y globales. Los complejos mecanismos de retroalimentación que existen entre el calentamiento de la atmósfera y otras formas de desastres medioambientales, desde las sequías hasta la subida del nivel del mar, pasando por otros fenómenos meteorológicos extremos, son tales que cada grado de calentamiento que evitemos ―o, ya que estamos, cada décima de grado― supone que el mundo sea mucho más seguro para la población humana y no humana, especialmente para quienes sufren los daños de un desastre que ya está en marcha (mientras escribo esto, y en el lapso de dos meses, la costa este de África ha sido azotada por dos ciclones de una magnitud nunca vista; el primero, Idai, mató a más de mil personas y dejó millones de afectadas).

    Y nadie niega que la descarbonización sea tecnológicamente e incluso económicamente factible. Los estudiosos y los inversores del sector de las energías renovables están entusiasmados con la drástica reducción de los costes de las renovables y del almacenamiento de las baterías. Por supuesto, nos encontramos con la peliaguda cuestión de cuál sería la extensión de tierra que requeriría un sistema basado en las energías solar y eólica. No hay duda de que las renovables hacen un uso intensivo del territorio, tanto en la producción (aerogeneradores y paneles solares) como en líneas de transmisión, pero estas estimaciones varían muchísimo. Según los más optimistas, la producción de energía solar y eólica podría requerir de menos del uno por ciento del territorio estadounidense. Según los más pesimistas, como Jasper Bernes, podría ser de entre un veinticinco y un cincuenta por ciento, que es un margen bastante amplio. No obstante, incluso estos porcentajes simplifican demasiado la complejidad del asunto. A diferencia de lo que sucede con la biomasa y la agricultura, un aerogenerador y un huerto no son territorialmente excluyentes. Los paneles solares pueden instalarse en el tejado, de modo que no toda la energía solar compite directamente con la asignación de tierra del sector agropecuario o con el restablecimiento de ecosistemas. A su vez, hay muchos usos del territorio que son ecocidas y antisociales pero que podrían ser modificados para la producción de energías renovables o ser renaturalizados para la captura natural de carbono: jardines inmaculados, campos de golf, aparcamientos y miles de kilómetros cuadrados de terrenos públicos cedidos a compañías petrolíferas y de gas. Y las posibilidades para la descarbonización pueden (y deben) exceder al sector energético e incluir la propia infraestructura del comercio global: por ejemplo, reducir la velocidad de los cargueros un diez por ciento conllevaría una reducción de casi un veinte por ciento de sus emisiones.

    Como se puede ver, tecnológicamente factible es un concepto amplio que abarca todo un universo de escenarios diversos.

    A un lado del espectro, tenemos la transición energética que ya está en marcha, organizada bajo la lógica del capitalismo verde y la enorme industria de las «tecnologías limpias». Esta deposita sus esperanzas en soluciones técnicas como el control de la radiación solar, que tienen el objetivo de alterar lo menos posible el modelo de acumulación económica actual para no cuestionar cuánta energía se usa, ni para qué se utiliza, ni quién controla dicha energía. Al otro lado tendríamos una descarbonización que se alcanzaría mediante la mezcla de un cambio completo hacia las energías renovables, el diseños de redes que maximicen la resiliencia con una generación distribuida, ecosistemas que capturen carbono, eficiencia energética, una demanda energética reducida (que por supuesto asegure que dichas reducciones apunten sobre todo y ante todo al derroche y el sobreconsumo de los más ricos) y un cambio de paradigma del consumo privado a uno que valore el consumo colectivo regido por un empleo de los recursos social y ecológicamente sostenible. Esta última perspectiva reconoce que la raíz de la crisis climática (la competitividad de un mercado que solo busca el beneficio, el crecimiento descontrolado, la explotación de las personas y de la naturaleza y la expansión imperialista) no puede ser al mismo tiempo la solución a la crisis climática.

    Decidir entre el capitalismo verde o el ecosocialismo como vías hacia la descarbonización ―con el infinito número de versiones que hay entre ambos― es política; política no solo en Estados Unidos, sino a lo largo de la dispersa cadena de producción de la transición a las renovables, desde las fronteras extractivas hasta nuestras casas, pasando por fábricas, cargueros, almacenes y red de distribución. En Chile, cuyas exportaciones de litio representan el 40% respecto al total mundial y que es donde he estado llevando a cabo mis investigaciones, las comunidades indígenas y las y los ecologistas están empezando a organizarse contra la creación de nuevos proyectos en torno al litio, en parte gracias a unas alianzas nuevas que están atravesando la meseta andina y llegan a comunidades de Argentina y Bolivia.

    En cada uno de los nodos de esta cadena global, lo técnico y lo político están íntimamente vinculados. Decretar que la descarbonización es improbable o imposible equivale a evitar las complejas tareas históricas que tenemos por delante para crear un mundo nuevo.

    ¿Demasiado radical o no lo suficiente?

    La principal incertidumbre que recorre las críticas de la izquierda al Green New Deal es acerca de si es demasiado radical o si, por el contrario, no lo es lo suficiente («unas tibias reformas propuestas por socialdemócratas», según Joshua Clover).

    Por un lado, intentar alcanzar la descarbonización de la economía que el plan propone desencadenaría una respuesta implacable de parte de la clase dirigente (como avisa Bernes, «es de esperar que los propietarios de dicha riqueza se opongan con todo lo que tienen, que es más o menos todo lo que hay»). Por otro lado, lo que hace el Green New Deal es salvar al capitalismo de sí mismo y, así, «deja el crecimiento intacto» (Bernes) al tiempo que deja también intactas a «empresas que se rigen por el beneficio» (Clover). Las implicaciones políticas son igualmente inciertas. A primera vista, el estado, presa del capital, se asegurará de que la legislación nunca pase de su fase inicial o de que sea vetada o de que la diluyan las agencias dedicadas a su aplicación y que tenga una muerte lenta y burocrática. Si se analiza más en profundidad, es difícil de imaginar por qué el sistema político se iba a oponer a unas reformas tan leves, especialmente teniendo en cuenta el tremendo efecto legitimador que podría conseguirse si parece que se están llevando a cabo acciones serias contra el cambio climático.

    ¿Es el Green New Deal una guerra de clases sin cuartel o un win-win para el crecimiento verde? ¿Es demasiado radical para ser concebible ―no digamos aplicable― en la situación actual o es demasiado reformista dada la escala de la catástrofe climática?

    Por supuesto, cualquiera podría defender, como creo que en concreto hace Bernes, que esta incertidumbre no es inherente a su crítica del Green New Deal, sino a la perspectiva misma de la resolución, una perspectiva que puede gustarle a cualquiera, un espejo en el que tanto el anticapitalista como el emprendedor capitalista pueden ver reflejado el futuro que ambos anhelen.

    Aun así, existe otra lectura posible de esta indeterminación. El estado no es un monolito hecho de una sola pieza y tampoco lo es el capital, y estos dos hechos están relacionados. El capital no está formado solo por capitalistas, sino por sectores enteros que compiten entre sí, y la competencia es una de las primeras leyes del movimiento del capitalismo. Aparte de por la cuota de mercado y por la inversión, los capitalistas compiten entre sí por el estado: por sus políticas, su amplitud, su poder de legitimación. Podríamos imaginar sin mayores complicaciones cómo algunos sectores apoyan algunos puntos del Green New Deal (la «tecnología limpia»), mientras que otros maniobran con empeño en su contra (la industria del combustible fósil). Se podría analizar de manera aún más exhaustiva: algunas compañías petrolíferas están invirtiendo miles de millones en combustibles con una huella de carbono baja o nula; el sector inmobiliario podría resistirse a una costosa adaptación para aumentar la eficiencia energética, pero potencialmente podría verse beneficiado por las inversiones públicas en infraestructura de transportes, que harían aumentar el valor de las propiedades circundantes. Para que podamos desarrollar una perspectiva estratégica que plantee una amenaza creíble a la generación de beneficios, antes debemos comprender las posiciones de algunas empresas concretas y distinguir entre las diferentes fracciones dentro del capital; e incluso, dado el tremendo poder de los inversores privados para fijar los parámetros respecto a los cuales se desarrollan las distintas iniciativas legales ―un poder que está particularmente afianzado en el sistema estadounidense, donde ciudades y estados compiten por las inversiones―, no habría que descartar la posibilidad de que un cambio en la legislación pueda modificar sustancialmente las reglas del juego. Recientemente, en parte debido a la presión de una coalición de movimientos de base por unas políticas de vivienda justas, y pese a las protestas del lobby inmobiliario, el Ayuntamiento de Nueva York ha aprobado un ambicioso plan para limitar las emisiones de los edificios.

    Si el estado y el capital son heterogéneos y existe una competencia entre fracciones de la clase dirigente, lo que en ocasiones ofrece aperturas estratégicas para ejercer poder popular, también la clase trabajadora está dividida por sus diferencias y fragmentaciones. No se trata de un agente preconstituido ni puede esperarse de ella que se unifique de forma espontánea en un momento de ruptura revolucionaria. No hay nada que sustituya la lenta y a veces acelerada labor de composición de intereses de la clase trabajadora. Pero bajo el lema de una «transición justa», el Green New Deal presenta la posibilidad de que los y las trabajadoras de los propios sectores que están destruyendo el clima y los ecosistemas puedan formar parte de esa misma coalición. Mientras tanto, la renovada actividad huelguística entre profesores y profesoras, cuyo vital trabajo de reproducción social podría ser una parte central de una sociedad con bajas emisiones de carbono, nos invita a redefinir qué es un «trabajo verde» para que abarque el a menudo infravalorado e invisibilizado trabajo de cuidarnos las unas a las otras y de cuidar el planeta.

    De un modo más general, es precisamente la indeterminación del Green New Deal lo que ofrece una oportunidad histórica para la izquierda. Tal vez sin darse cuenta, Bernes hace referencia a este potencial: según él, para los defensores del Green New Deal «su valor es más que nada retórico; la cosa va de transformar el debate, de aunar voluntades políticas y de subrayar la urgencia de la crisis climática; se trata de un poderoso estado de ánimo más que de un gran plan». Hablaré sobre el contraste entre un «estado de ánimo» y un «plan» más adelante, pero por el momento querría hacer una pausa y repetir lo que ahí se dice: «Transformar el debate, aunar voluntades políticas y subrayar la urgencia de la crisis climática». Si con la herramienta de un Green New Deal amorfo las fuerzas de izquierdas consiguieran llevar a cabo estas tres tareas, a mí eso ya me parecería un avance de una importancia tremenda; no se trata de un fin en sí mismo, obviamente, pero no tengo muy claro que cualquier camino que conduzca hacia una transformación radical no deba atravesar estas tres pruebas tan cruciales a la capacidad política.

    ¿Demandas o engaños?

    En consonancia con la acusación de incertidumbre está la de vaguedad; según Bernes, «el Green New Deal propone descarbonizar la mayor parte de la economía en diez años; estupendo, pero nadie dice nada sobre cómo hacerlo». Esto, si nos fijamos bien, no es cierto. Actualmente proliferan las propuestas sobre cómo descarbonizar la economía, no solo de parte de los sabihondos de siempre con sus medidas para un capitalismo verde, sino también de defensores de la agroecología, de quienes defienden la banca pública y la vivienda pública, o de aquellas personas que se centran en la lógica de la obsolescencia programada y abogan por una producción y un consumo libres de residuos. Nunca he tenido tantas conversaciones como en los últimos meses acerca del diseño de las redes eléctricas, de la contribución relativa de los diferentes sectores al total de emisiones o de los dilemas que plantean los impuestos a las emisiones de carbono. Con esto no quiero sugerir que esta miríada de propuestas vaya a solucionar el problema, ni menosprecio los fuertes contrastes entre una propuesta de expropiación de la industria del combustible fósil y la fijación de un precio del carbono basado en una alta tasa de descuento; solo quiero señalar la cantidad de gente que de hecho está hablando sobre cómo descarbonizar la economía. Las batallas que se libren en estos frentes van a demostrarse vitales en los conflictos políticos y de clase de nuestros días.

    Sin embargo, el reproche que hace Bernes a su vaguedad se transforma rápidamente en otra acusación más seria: la de engañar. Las y los socialistas que, como yo, se movilizan por el Green New Deal saben muy bien que «es imposible mitigar el cambio climático en un sistema de producción orientado al beneficio, pero creen que un proyecto como el Green New Deal es lo que León Trotski llamaba un “programa de transición” dependiente de una “reivindicación transitoria”». Afirma que para cualquiera de estos socialistas es precisamente la combinación de una posibilidad tecnológica y de una imposibilidad sistémica lo que hace del Green New Deal una necesidad radical: si el capitalismo puede salvar a la humanidad y el planeta, pero no lo hace, las masas se alzarán frente al que es el auténtico obstáculo al progreso. Esta estrategia no es solo fundamentalmente condescendiente y tramposa, tal y como él señala, sino que es también contraproducente: «La reivindicación transitoria anima a crear instituciones y organizaciones alrededor de unos objetivos» y luego transforma dichas instituciones. En este caso, las organizaciones se crean para «resolver el cambio climático dentro del capitalismo» y, cuando eso falla, se espera que «[pasen] a expropiar a la clase capitalista y reorganizar el estado de acuerdo a líneas socialistas». Las instituciones, no obstante, «son estructuras con inercias muy fuertes»: una vez han sido diseñadas para un propósito, no pueden ser transformadas.

    Esta me parece una afirmación muy extraña. En el ámbito de las ciencias sociales, la «dependencia del camino» es más o menos el mantra de las principales teorías institucionales y funciona a nivel ideológico para impulsar la aceptación del statu quo. Una perspectiva crítica e histórica de las instituciones las percibe como cristalizaciones o resoluciones vivas y provisionales del conflicto de clases, necesitadas de una reproducción y una legitimación constantes. Son convenciones sociales a través de las cuales la dominación violenta se transforma en hegemonía.

    Esta es una lección que la derecha tiene muy bien aprendida y lo demuestra en los movimientos que hace en cada rincón del sistema institucional: juntas escolares, gobiernos estatales, juzgados locales, comisiones de servicios públicos. En otros lugares, los partidos y los movimientos de izquierdas han hecho sus experimentos con el cambio institucional, desde el Partido Comunista en Kerala hasta el movimiento municipalista radical en España. A través de una mezcla de innovación en las iniciativas legales, aprendizaje por ensayo y error y organización social, han ido socavando la exclusión y la dominación. En Kerala, de hecho, se movilizaron instituciones locales y redes solidarias en la impresionante respuesta que se dio a las inundaciones masivas del verano de 2018, un ejemplo con implicaciones evidentes para las tempestuosas condiciones que tenemos por delante.

    Más allá de la desesperación medioambiental y del cruel optimismo

    Resulta, no obstante, que los defensores del Green New Deal no solo son unos tramposos, sino que también se engañan a sí mismos. En sus delirios acerca de unos futuros perfectos, «el mundo del Green New Deal es este mundo solo que mejor; este mundo, solo que sin emisiones, con un sistema sanitario universal y universidad gratuita». Para estos ecosoñadores, la realidad va a ser un jarro de agua fría: «Su atractivo es obvio, pero la fórmula es imposible. No podemos continuar en este mundo». No va a funcionar nada que no sea «reorganizar completamente la sociedad».

    No solo fantasean los green new dealers; también Bernes se imagina «una sociedad emancipada, en la que nadie pueda forzar a nadie a trabajar por razones de propiedad, [que pueda] traer alegría, sentido, libertad, satisfacción e incluso cierta abundancia». Esto está muy cerca del horizonte radical que yo planteo, ¿pero cómo llegamos hasta allí? «Necesitamos una revolución»; pero la seriedad vuelve rápidamente: «No hay una revolución a la vista». Esta perspectiva tan serena coincide con el tono de su ensayo. Simplemente hace una enumeración de los hechos, en lugar de mentirnos nos cuenta la verdad («enunciemos entonces lo que sabemos que es cierto», «no nos mintamos las unas a las otras»; o, en el caso de Clover, «ahora llegamos a los temas serios»). Estas frases hacen que el autor se coloque por encima del debate, como alguien con entereza, objetivo, y presenta a sus oponentes como personas confundidas, poco fiables, engañadas y, retomando la cita anterior, seducidas por el poderoso estado de ánimo producido por un sueño verde. ¿Pero acaso no es también un estado de ánimo la «desesperación medioambiental» que Bernes define como el registro emocional inevitable de la realidad que él mismo ha constatado?

    Me parece curioso que algunas de las refutaciones que desde la izquierda se hacen al Green New Deal suenen parecidas al rechazo que muestran los enemigos conservadores que todos compartimos: ambas adoptan una posición serena y de seriedad y nos pintan la iniciativa como si fuera una fantasía o, peor, como un plan maligno bajo el aspecto de un mundo mejor. Mientras que la derecha tiende a fijarse en la viabilidad económica de la inversión pública que haría falta, lo que hace Bernes es señalar la imposibilidad de su objetivo («es la implementación lo que lo mata»). Paradójicamente, al hacer estas afirmaciones con la idea de llamar la atención sobre su viabilidad objetiva, lo que están haciendo los escépticos de izquierdas es perder la oportunidad de elaborar una reflexión que resulte más convincente. A diferencia de lo que opina Bernes, el mayor obstáculo que enfrenta el Green New Deal no es su «implementación», sino la política. Una crítica propiamente política pondría sobre la mesa que el Green New Deal defiende la ilusión de que un estado ilustrado va a poder salvarnos de la catástrofe climática, una ilusión que nos disuade de emprender acciones radicales, las cuales, de hecho, son un requisito para que el estado empiece a hacer algo; y la tentación de desmovilizarnos, de volcar toda nuestra capacidad colectiva de forma alienada en el estado, puede resultar atractiva en caso de una victoria de los demócratas en 2020. El Green New Deal, en este caso, sería un ejemplo de manual de la crueldad del optimismo: la esperanza que nos inspira la propuesta es precisamente lo que complica que se convierta en realidad.

    Sin duda el pesimismo nos protege del trauma psicológico que la decepción acarrea. Sin embargo, el riesgo del pesimismo es que tiende al fatalismo, el cual posee el mismo efecto desmovilizador que la ilusión de que nos vaya a salvar el estado. Pero existe otra opción. Lo opuesto al pesimismo no es un optimismo convencido, sino un compromiso militante con la acción colectiva frente a la incertidumbre y el peligro. Podemos seguir el ejemplo de los movimientos sociales que recogen el guante del Green New Deal al tiempo que se enfrentan a algunos elementos concretos, de manera que amplían los horizontes de lo políticamente posible. Indígenas y movimientos por la justicia medioambiental han emitido declaraciones detalladas en las que apoyan algunos aspectos de la resolución y otros no ―especialmente la terminología sobre la energía «limpia» y «net zero» [cero neto], que abre la puerta a tecnologías de geoingeniería y planes de compensación carbónica― y que, además, priorizan de manera sistemática las necesidades de las personas excluidas, explotadas y desposeídas frente a un enfoque tecnocrático de la política. El grupo de trabajo sobre ecosocialismo del DSA [Democratic Socialists of America] (aviso: formo parte de su comité directivo) ha desarrollado un conjunto de principios para apoyar el Green New Deal al tiempo que va sustancialmente más allá de su contenido actual, planteando «la lucha por el clima como una pugna contra el capitalismo y la multitud de formas de opresión que lo sustentan». En la misma línea, Kali Akuno, de Cooperation Jackson, ha criticado el productivismo y el nacionalismo del marco del Green New Deal y aboga por el desarrollo de alternativas de base, como cooperativas, huertos urbanos o restauración del ecosistema, y por la desobediencia civil masiva para luchar por una transición radical y justa al ecosocialismo.

    En lugar de refugiarse en la mera oposición, estos movimientos se enfrentan a un dilema estratégico complicado: el desafío de enfrentarse a las distintas fracciones del capital y a sus múltiples aliados en el estado, los cuales van a luchar de forma implacable para preservar el capital fósil, al tiempo que radicalizan las políticas del Green New Deal más allá sus limitaciones actuales.

    La pregunta insistente que se le plantea a cualquier proyecto de transformación radical es la de cómo hacer que el nuevo mundo nazca a partir del viejo. ¿Qué clase de demandas programáticas, formas de organización y modelos institucionales se pueden proponer, movilizar y aglutinar bajo las condiciones presentes, pero que una vez puestas en funcionamiento profanen la santidad del crecimiento, la propiedad o el beneficio? ¿De qué tácticas de ruptura disponemos? ¿Qué coaliciones emergentes pueden tejer redes de solidaridad que atraviesen las dispersas cadenas de producción de la transición energética? ¿Qué crisis financieras pueden aparecer en el horizonte? ¿Qué fracciones del capital están en ascenso o en descenso? ¿Cuáles son las debilidades del orden hegemónico?

    Vivimos en un momento de profundas turbulencias; predecir o anular el futuro parece menos riguroso analíticamente que participar de manera activa para así dotarlo de forma. No sabemos cómo van a evolucionar las políticas del Green New Deal; pese a todo, lo que podemos dar por seguro es que la resignación con aires de realismo es la mejor forma que tenemos para garantizarnos un resultado que sea el menos transformador de todos. Quedarse esperando el momento de ruptura revolucionaria, siempre postergado, es a efectos prácticos equivalente a la inacción. En un conflicto tan extremadamente desigual como el que nos enfrenta a los dirigentes de las empresas de energía fósil, a compañías privadas, a propietarios, a altos mandatarios y a los políticos que hacen lo que estos quieren, hace falta una acción rupturista y extraparlamentaria que surja desde abajo, que se inspire en Standing Rock, en la ola de huelgas de profesores, en Extinction Rebellion, en las huelgas de los jóvenes contra el cambio climático, así como una experimentación creativa con iniciativas legales e instituciones. Las batallas que están por venir tienen el potencial de dar rienda suelta a los deseos y de transformar las identidades. Vamos a aprender, vamos a cagarla y vamos a aprender de nuevo. El Green New Deal no nos ofrece una solución prefabricada, sino que abre un nuevo terreno político. Ocupémoslo.

    [1] Concepto utilizado para referirse a los espacios que han sido modificados por la intervención humana para habitar en ellos [N. de los E.].

    THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso), y próximamente publicará Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press), así como diversos artículos en medios como n+1, The Guardian, The Los Angeles Review of Books, Dissent, Jacobin e In this Times.

    El cuadro que ilustra este artículo es «Puesta de sol» [«Coucher de soleil»], 1913, de Félix Vallotton. Agradecemos la ayuda de Íñigo Soldevilla Soroeta con la traducción.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Dos certezas y siete preguntas sobre la crisis ecosocial

    Dos certezas y siete preguntas sobre la crisis ecosocial

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Intervención en el XIX Cine Foro de Economistas sin Fronteras (22/11/18) a cargo de Xan López.

    Primero las certezas.

    1. La emisión creciente de gases de efecto invernadero está provocando un aumento generalizado de las temperaturas. Un grado desde la época preindustrial. Parece muy probable que como mínimo llegaremos a 1.5°C o 2°C en las próximas décadas. Las consecuencias para la sociedad y todos los seres vivos en la Tierra serán, ya son, gravísimas.
    2. Este proceso está ligado íntimamente a la lógica de producción y acumulación capitalista. Es enormemente improbable que podamos atajar la crisis ecológica sin atacar a esa lógica capitalista. Además, los efectos del calentamiento global afectarán desproporcionadamente a los más pobres del mundo.

    El problema de este tipo de certezas es que por sí mismas nunca suponen una fuerza política. No cambian nada. «El triunfo de la razón solo será el triunfo de los que razonan» (Brecht). Por otra parte es de suponer que quienes estamos aquí ya las conocemos, así que tampoco tiene sentido recrearse constantemente en ellas. Por eso voy a centrarme en el poco tiempo que tengo en algunos de los problemas que veo en el camino hacia una solución política de esta crisis.

    Siete preguntas.

    1) Hay cierta perspectiva histórica desde la que Lutero tenía razón, y no Müntzer. Los Girondinos y no los Jacobinos. Los Mencheviques y no los Bolcheviques. La opción correcta era la moderación, adecuarse a los límites de lo posible. Hay otra perspectiva que plantea que la cantidad de energía organizada para conseguir un cambio siempre tiene que desbordar los objetivos realmente posibles. Que para alcanzar lo posible hay que intentar, y rozar, lo imposible. Es la idea del progreso como dos pasos adelante y uno atrás. El paso atrás es traumático, pero al final se ha conseguido avanzar algo, que permanece.

    Estas dos perspectivas comparten un convencimiento implícito. El de que en cualquier caso hay un tiempo histórico suficiente para la mejora social, y que ningún exceso de moderación o paso atrás inevitable nos llevará a un abismo que rompa la serie histórica. Puede que ese convencimiento ya no tenga tanta solidez. ¿Podemos concebir una revolución social profunda que solo dé dos pasos adelante? El cambio que necesitamos no es tanto la aceleración de un proceso previo, sino más bien un salto fuera de la historia.

    2) Un filósofo dijo, exagerando, que «la pérdida más trágica no consiste en perder la seguridad, sino en perder la capacidad de imaginar que las cosas pueden ser de otra manera» (Bloch). Los grandes sacrificios nunca pierden de vista la lucha por el pan de cada día, pero el convencimiento de que es posible conseguirlo proviene de una visión que suele ir más allá de lo individual y lo inmediato. Por ahora no hemos alcanzado el reino de los cielos, la república de los iguales o el comunismo, pero hemos llegado hasta aquí porque nunca se perdió la esperanza en ellos. No la esperanza estúpida de que todo se arreglará por sí mismo, que hoy en día es el tecno-utopismo. Sí la esperanza informada que sabe que ese desenlace depende de nosotros mismos.

    Sin el horizonte de un mundo mejor nos refugiamos en el cinismo, que hoy en día no tiene oposición y se enorgullece de no creer en nada que no sea la gestión del mejor mundo posible, que resulta ser éste. Si la esperanza en un mundo mejor es inherente al ser humano entonces no puede estar destruida, solo extraviada. ¿Sobre qué materiales contemporáneos podemos forjar una nueva visión de futuro? Muchos intentan revivir viejas visiones. Ahí sin duda habrá mucho de utilidad. Quizás también debamos mirar entre las piedras descartadas por los canteros de la historia.

    3) En una fábula de Esopo una zorra alardea ante una leona de tener camadas numerosas, mientras que ella siempre tiene una única cría. «Una, pero un león» contesta la leona.

    El problema de la calidad y la cantidad no es nuevo. Hoy la preocupación de la gran mayoría está centrada en la cantidad. Tener suficiente, o más que suficiente. La fábula apunta a un problema en esa mentalidad, que también se conoce desde hace mucho. Sin embargo es una frivolidad pensar que aquí hay una simple confusión, un error persistente. Durante mucho tiempo fue correcto tener como primera preocupación el tener más cosas necesarias. Todavía lo es para la inmensa mayoría, que deberían tener mucho más. Sin embargo la minoría que más contribuye al cambio climático no puede seguir igualando su bienestar, o su felicidad, a la acumulación de mercancías. Debemos, claro, organizar un mecanismo para garantizar nuestra supervivencia colectiva, pero el mercado capitalista como medio para hacerlo parece cada vez más insostenible. ¿Es concebible una sociedad que garantice la existencia de sus miembros como algo indiscutible y entienda el lujo como algo distinto al consumismo? El reino de la libertad no puede estar en la producción creciente, pero sí más allá: el lujo como tiempo libre, como relaciones sociales, como desarrollo personal. Pasar, como decía alguien, de la austeridad pública y el lujo privado al lujo público y la austeridad privada. Así por fin la cantidad suficiente se convertirá en calidad. Una, sí, pero leona.

    4) La inmensa mayoría de la riqueza mundial está concentrada en un pequeño número de países. No es difícil imaginar una pseudo-solución al cambio climático que trate de cristalizar esta diferencia histórica. La consecuencia sería el exterminio activo o pasivo de la «población excedente». Este plan no es realista, porque la riqueza de los primeros no es una característica intrínseca sino sobre todo el producto del trabajo y la expropiación de los segundos. Pero lo importante para su ejecución no es que sea viable, sino que se crea como tal. Al menos durante un tiempo. Sin duda no desentonaría con nuestra época el considerar un plan imposible como viable, mientras se desprecian por ilusorias las únicas soluciones realmente posibles.

    Hace ya mucho se comprendió que un problema fundamental para la solidaridad obrera mundial era precisamente esta relación de dependencia mundial. Una relación que también afectaba a la conciencia y perspectiva de los trabajadores de las países ricos. No es exagerado decir que nunca hemos superado este problema. La posibilidad de que el cambio climático no implique un genocidio pasa por su superación.

    5) La réplica visceral cuando se plantea cualquier cambio social profundo suele ser: que lo haga quien quiera, pero a mí que no me obliguen. Casi todos los aspectos importantes de nuestras vidas son enormemente autoritarios y reglamentados, pero la idea de que son producto de nuestra libre elección tiene una fuerza enorme. En cualquier debate siempre será mejor recibida la propuesta de pequeños cambios, acompañados de pedagogía, que nos vayan guiando al objetivo deseando siempre que así lo queramos. Una revolución larga, de siglos, que se vaya arrastrando por las generaciones.

    Todo apunta a que no tenemos esos siglos. Que el trabajo será de las generaciones que ya están vivas. ¿Cómo podemos defender las transformaciones de vida o muerte necesarias sin que se nos llame «liberticidas»? ¿Se puede arrancar la bandera de la libertad de manos del neoliberalismo? ¿La libertad de existir antes que la libertad de elegir morir?

    Siempre estará la tentación de destruir la casa del amo con sus herramientas. La libertad individual descansa sobre la tiranía del mercado, al que no se puede apelar ni está sujeto al control popular. La pinza del hombre de la calle y el empresario contra el coco colectivista. Si así se privatizaron hospitales quizás podamos delegar en otra instancia inapelable para nacionalizar los monopolios que nos dominan. Nos gustaría no tener que hacerlo, pero seguimos órdenes de las leyes físicas. No hay alternativa, señora Thatcher.

    6) Según una visión de la historia el nivel de desarrollo técnico y la forma que éste toma determinan el tipo de sociedad existente. El molino de agua llevaría al feudalismo tan inevitablemente como el motor de vapor al capitalismo. La central nuclear llevaría, se supone, al capitalismo monopolista tardío o al socialismo del siglo xx; aquí sus similitudes se explicarían sobre todo por una cuestión técnica.

    Una primera crítica evidente a esta visión es que no parece del todo fácil decidir de qué manera exactamente una tecnología determina una sociedad. Algunas llevas con nosotros milenios y han visto muchos tipos de sociedades. En el mejor de los casos hay un gran número de pasos intermedios y posibilidades; la autonomía de las relaciones sociales y la cultura que se forma alrededor de la tecnología es suficiente como para complicar este debate enormemente. La segunda crítica es más prosaica. Asumiendo que la influencia de ciertas tecnologías fuese directa y poco deseable, ¿a cuáles estaríamos dispuestos a renunciar? Algunas parecen irrenunciables, aunque todavía no estén al alcance de todos: alcantarillados, agua corriente, seguridad alimentaria, antibióticos y analgésicos… Es posible que el progreso técnico sea un arma de doble filo, pero cualquiera que haya sufrido una infección de muelas seguramente aceptaría casi cualquier riesgo por una semana de tratamiento con antibióticos y un dentista competente.

    7) La historia del corto siglo xx es la historia del trabajador como sujeto político. Ya sea el trabajador de los países ricos, en el centro de un pacto social complejo y coyuntural. O el de los países pobres, centro de un proyecto que en un principio aspiraba a acabar con las clases como tales. Sobre los primeros alguien opinaba, en retrospectiva, que al final se demostró que no querían socialismo, solo salarios más altos (Tronti). El efecto de esto sobre los segundos no fue despreciable. Muchos cambiaron la abolición del salario por la promesa de salarios occidentales, o por la aspiración de emigrar a Occidente. Algunos sabían desde hace mucho que esto era una imposibilidad política. Los países ricos existen porque existen los pobres. No son una imagen de su futuro, sino la garantía de que no tendrán futuro. Ahora también sabemos que es una imposibilidad ecológica. El nivel de vida occidentalizado no es universalizable. Ni siquiera es sostenible para una minoría relativa.

    La contradicción es antigua. El sujeto político necesariamente será el conjunto de personas que no son dueñas de su tiempo, que trabajan o viven para otros. Un sujeto ya nunca más estrecho y normativo, sino unido en su diversidad de género, raza, orientación sexual, etc. Pero las luchas por mejorar nuestra situación como trabajadores asalariados, si tienen éxito, refuerzan la lógica capitalista que destruye la base de nuestra existencia. Se busca desde hace mucho el salto de la lucha económica como trabajadores a la lucha por la abolición de los trabajadores como tales y de todas las clases, que no del trabajo. Pero no es un salto fácil de dar. ¿Cómo llegar a una regulación racional de nuestro metabolismo con la naturaleza que no esté mediado por el trabajo asalariado? ¿Cómo plantear esto en un entorno de inseguridad y trabajo precario sin parecer unos lunáticos? O mucho peor, unos frívolos.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]