Categoría: antiespecismo

  • Solidaridad entre especies

    Solidaridad entre especies

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    Por Astra Taylor and Sunaura Taylor.

    Este texto fue publicado inicialmente en la revista Dissent con el título «Solidarity Across Species».

    Somos animales. Aunque a los seres humanos, con frecuencia, nos cuesta aceptar este hecho fundamental, el nuevo coronavirus ha evidenciado nuestra conexión y relación de dependencia con el bienestar de otras criaturas. Nuestra indiferencia hacia otras especies ha ocasionado y agravado, de diversas formas, esta pandemia. Para coordinar una respuesta adecuada ―y para prevenir desastres futuros― debemos empezar a tener en consideración a los animales.

    Como muchas otras enfermedades temibles, entre las que se incluyen el ébola y el sida, COVID-19 es de origen zoonótico, lo cual significa que saltó de una especie a otra (probablemente de murciélagos a humanos). La destrucción y explotación de la vida no humana ha obligado a diferentes especies animales a tener un contacto cada vez más cercano, lo cual implica una mayor probabilidad de que emerjan virus semejantes.

    Los mercados de animales vivos chinos han recibido abundante (y xenófoba) atención mediática como posible fuente del brote, pero la industria cárnica estadounidense también ha ayudado a crear unas condiciones propicias para los patógenos a nivel mundial. La demanda creciente de carne en China, y a nivel global, no es espontánea: la crea una industria poderosa que invierte cantidades ingentes de dinero en promocionar sus productos y fomentar la falsa creencia de que la carne es una pieza clave para una dieta saludable y deseable. Esta propaganda tiene su origen en Estados Unidos, situados a la cabeza mundial en el consumo de carne per cápita.

    La ganadería industrial fomenta la propagación de virus a través del confinamiento de miles de animales cada vez más similares genéticamente en ambientes donde a menudo no tienen luz, no pueden ejercitarse y no pueden escapar de su propia suciedad. En vez de ofrecer unas condiciones y unos cuidados que garanticen la salud de los animales, se les impone a estos una dieta que contiene antibióticos, con el insensato objetivo de evitar enfermedades, y que a largo plazo lo que hace es generar súperbacterias resistentes a los mismos.

    En Estados Unidos, la carne es una industria que mueve novecientos mil millones de dólares. El ansia por la carne y por el beneficio económico se encuentran interconectados en un sistema que muestra una absoluta indiferencia hacia la vida animal y humana. Los vegetarianos tampoco deberían ir alardeando sobre lo que comen, ya que a los trabajadores agrícolas también se les maltrata y se les paga mal. Pero los trabajadores de plantas procesadoras de carne o mataderos soportan unas condiciones de trabajo particularmente horribles y peligrosas. Gran parte de los empleados de empresas cárnicas son inmigrantes con pocos recursos y la mayoría no tienen derecho a seguro médico ni a baja por enfermedad A los trabajadores se les despide o se les reemplaza rápidamente por caer enfermos o lesionarse. Estas instalaciones procesan miles de animales cada día, con cientos de empleados hacinados realizando un trabajo agotador, repetitivo y peligroso.

    La decisión de Trump de usar la Ley de Producción de Defensa para obligar a las plantas de procesamiento de carne a permanecer abiertas durante la pandemia fue una sentencia de muerte para muchos trabajadores racializados en situación vulnerable. El 27 de abril, un día antes de que se invocase la Ley de Producción de Defensa, cerca de 5.000 trabajadores de dichas plantas en diecinueve estados ya habían dado positivo por coronavirus. A la redacción de este artículo, 11.000 trabajadores de tres de las mayores empresas procesadoras de carne del país (Tyson Foods, Smithfield Foods, y JBS) se han contagiado. En todo el país han muerto sesenta y tres trabajadores. Las noticias sobre casos de discriminación contra trabajadores y trabajadoras de origen latino y sus comunidades debido a los brotes de coronavirus son cada vez más comunes. La situación es tan grave que la organización de defensa de los derechos civiles latinos LULAC ha instado a los habitantes de Iowa a boicotear la carne y los huevos de grandes empresas durante el mes de mayo para solidarizarse con sus trabajadores, y el sindicato de trabajadores de la industria cárnica más grande del país también apoya el cierre de las plantas.

    Comer menos carne, huevos y lácteos es ventajoso en muchos frentes: no solo reduce el riesgo de futuros brotes de enfermedades y pone fin a una industria sin consideración alguna hacia el bienestar o la seguridad de sus trabajadores, sino que también mitiga las diversas crisis ecológicas a las cuales nos enfrentamos.

    El consumo de productos animales es una de las principales causas de las emisiones de gases de efecto invernadero, del consumo y contaminación del agua, y de la deforestación global. Las industrias animales son también las principales causantes de la sexta extinción. Los humanos y el ganado constituyen actualmente más del 96% de la biomasa de mamíferos en el planeta, lo cual supone la sustitución de la vida y los espacios salvajes por animales de granja a los que tratamos cual partes de una línea de montaje ―como los millones que han sido sacrificados sin remordimiento alguno durante la pandemia. Reducir nuestro consumo de carne salvaría innumerables vidas, humanas y no humanas.

    Las industrias animales ―bestias económicas que concentran la riqueza y agravan la destrucción ecológica y biológica― deberían preocupar a cualquiera que esté interesado en saber cómo funciona el capitalismo. Sin embargo, la izquierda normalmente tiene muy poco que decir al respecto.

    Como mínimo, la izquierda debería unificarse en torno a la demanda de acabar con la ganadería industrial, un negocio global que aporta dos billones de dólares al año. Liberales y progresistas están dando pasos en esa dirección. El 7 de mayo, los senadores Elizabeth Warren y Cory Booker anunciaron una propuesta de ley para eliminar gradualmente la ganadería industrial a gran escala antes del 2040. ¿Por qué la izquierda no está liderando las demandas para acabar con Big Meat, o mejor aún, para abolir la industria cárnica en su totalidad? Un sector de la izquierda defiende que la adopción de prácticas sostenibles en la ganadería puede solucionar la crisis de la carne, pero eso sería algo parecido a que el movimiento por el clima pidiese reformas en la industria fósil en vez de su desaparición.

    Existen argumentos epidemiológicos, económicos y ecológicos lo suficientemente persuasivos para abolir la carne, pero conviene reflexionar sobre consideraciones éticas más fundamentales. Los y las socialistas que no tienen problemas en cuestionar la propiedad privada rara vez ponen en tela de juicio la posesión de animales. Como gente de izquierdas, tenemos el deber de preguntarnos qué nos da derecho a los seres humanos a tratar a las otras criaturas como nada más que cosas. ¿Qué es lo que otorga a nuestra especie el derecho a mercantilizar otros seres conscientes y, por consiguiente, a despojarlos de todo sin tregua alguna?

    Entre la ganadería y el forraje, la industria ganadera devora un 40% de la superficie habitable del planeta. Un sistema alimentario vegano consumiría una décima parte del terreno que consume el sistema actual. Un proyecto conjunto de resilvestración reduciría el brote de nuevas epidemias mediante la reducción del contacto entre humanos y animales salvajes y la restauración de la biodiversidad, disminuyendo así el riesgo de zoonosis y capturando carbono de la atmósfera. Si nuestra especie fuese razonable ―un rasgo que supuestamente nos distingue de otros animales― nos embarcaríamos en un proyecto de ese estilo. Para responder a la pandemia necesitamos ampliar nuestro imaginario político. Nuestra concepción de la solidaridad debe cruzar la barrera de la especie.

    ASTRA TAYLOR es la autora de Democracy May Not Exist, but We’ll Miss It When It’s Gone.

    SUNAURA TAYLOR es la autora de Beasts of Burden: Animal and Disability Liberation.

    La ilustración de cabecera es «Белая свинья с поросятами» [Cerda blanca con lechones], de Niko Pirosmani (1982-1918). El texto ha sido traducido por Inés Sánchez.

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  • Una teoría marxista de la extinción

    Una teoría marxista de la extinción

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    Por Troy Vetesse.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Salvage con el título «A Marxist Theory of Extinction».

    La tragedia del ecologismo común

    El mismo año en que el parlamento británico aprueba las Actas de Cercamiento (Inclosure Act) de 1773, se extingue la especie del correlimos de Tahití.

    La sexta extinción, destructora de mundos, supone la aniquilación de innumerables ramas antiguas e irreemplazables del árbol de la vida. El inicio de la sexta extinción comenzó hace medio milenio, coincidiendo con el nacimiento del capitalismo, y ahora avanza a un ritmo frenético comparable a la devastación de la última gran extinción, hace sesenta y seis millones de años. Desde la perspectiva de la vida terrestre, el capitalismo difiere poco de la colisión con un meteorito masivo. El influyente naturalista E. O. Wilson ha predicho que la mitad de la flora y fauna del mundo se habrá extinguido a finales de siglo. Estudios recientes han estimado que las especies de mamíferos están desapareciendo entre cien y mil veces más rápido de lo que lo harían al ritmo natural. La sexta extinción tiene multitud de causas, pero la principal es la pérdida de hábitat, seguida de la caza furtiva, aunque el cambio climático va a tener sin duda un papel cada vez más importante. Al menos un mamífero ya se ha extinguido por el cambio climático, la rata cola de mosaico del Cayo Bramble en 2016, cuando el aumento del nivel del océano inundó el hogar de esta especie, que se hallaba en una isla de baja altitud en la Gran Barrera de Coral.

    Los mamíferos, sin embargo, representan solo un pequeño porcentaje del reino animal, que está abrumadoramente compuesto por invertebrados. Pequeñas criaturas, como la mariposa azul Xerces de San Francisco (desaparecida en 1941), han soportado la peor parte del cataclismo: hasta 130.000 especies de invertebrados han desaparecido desde las primeras etapas de la modernidad, alrededor del 7% de todas las especies animales. Sin embargo, más allá de trabajos notables como Extinction, de Ashley Dawson, y Tragedy of the Commodity, de Brett Clark, Rebecca Clausen y Stefano B. Longo, los marxistas han descuidado el debate acerca de la extinción, cediendo el terreno a una alianza impía de neoliberales y maltusianos racistas.

    El marco dominante para pensar la extinción, así como en muchos otros problemas medioambientales, ha sido el de la «tragedia de los comunes». El concepto fue acuñado por el biólogo Garrett Hardin en 1968, que la usó como título de un breve ensayo que publicó en Science. En él describía un prado imaginario de propiedad comunal, donde unos pastores sin escrúpulos apacentaban a más ganado del que el prado podía soportar, y concluía: «La ruina es el destino hacia el que se precipitan todos los hombres, cada uno persigue su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. La libertad de los bienes comunes trae la ruina a todos». En este marco, lo que es racional para el individuo —el engaño— es irracional para el grupo, una contradicción que solo puede ser solucionada a través de la implementación de derechos de propiedad. Hardin emplea otros ejemplos en los que el uso excesivo degrada un recurso comunal, como el aparcamiento gratuito, las zonas de acampada, la contaminación y la pesca. En este último caso, «las naciones marítimas […] llevan cada vez más cerca de la extinción a una especie tras otra de peces y ballenas» debido a la «libertad de los mares».

    «La tragedia de los comunes» sigue siendo un texto canónico del ecologismo centrista. Tal vez porque se hace referencia al texto más a menudo de lo que se lo lee, o tal vez por un tabú, a menudo se omite que la alegoría de Hardin es extremadamente brutal, incluso fascista. La mayoría de la gente sabe que abogó por la privatización como remedio a la tragedia de los bienes comunes y hay más personas que conocen que también sugirió el pago de cuotas de uso, pero lo que menos se discute es la tercera propuesta, la del control «coercitivo» de la población junto con el desmantelamiento del estado de bienestar. En su opinión, estas cuestiones están relacionadas porque la asistencia estatal podría dar apoyo a «a la religión, la raza o la clase […] que fomente la procreación excesiva». Más tarde, equiparó la «procreación excesiva» de personas indeseables con el «genocidio pasivo» de los blancos.

    Estos sentimientos no eran meros lapsus pasajeros. Como el ferviente supremacista blanco que fue, abogó por el control de la población para la gente de color (pero no para los blancos; él mismo tenía cuatro hijos) y restricciones a la inmigración en Estados Unidos (especialmente desde Latinoamérica) para evitar la creación de una «América del Norte y Central caótica». Defendió estas ideas hasta el final de su vida en publicaciones fascistas como Chronicles y The Social Contract.

    Hardin puede haber sido una de las protuberancias más feas dentro del cuerpo político del ecologismo blanco dominante, pero articuló la conclusión lógica de una ideología compartida. En 1968, el año en que publicó «La tragedia de los comunes», se reveló que el gobierno de Estados Unidos había esterilizado a miles de mujeres puertorriqueñas en las dos décadas anteriores, lo que afectó a un tercio de la población. Cinco años después, la esterilización involuntaria de dos niñas negras, Minnie y Mary Alice Relf, llamó la atención del país sobre el hecho de que el gobierno cubría anualmente la esterilización de entre 100.000 y 150.000 personas pobres como condición para que recibiesen más ayuda social. Como muchos grupos apoyaban el control coercitivo de la población, dudaron en criticar estas atrocidades, una postura que distanció a los movimientos sociales negros y latinos durante una generación. Los debates posteriores sobre la inmigración solo empeoraron las cosas. En las décadas de los setenta y ochenta, la organización Zero Population Growth (Crecimiento Poblacional Cero), el Sierra Club y destacados empresarios fundaron la Federation for American Immigration Reform (Federación por la Reforma de la Inmigración Americana; FAIR, por sus siglas en inglés), un grupo al que el Southern Poverty Law Center (Centro Legal sobre la Pobreza en el Sur) señaló como un grupo de odio. FAIR se centró en la lucha contra la inmigración mexicana: una de sus primeras campañas importantes trató de impedir el recuento de los migrantes indocumentados en el censo de los Estados Unidos de 1980, de modo que se privase de fondos a los programas de asistencia social. Hardin era miembro de la junta directiva de FAIR.

    Naturalmente, para Hardin la tragedia de los comunes tenía un alcance internacional. En 1974 escribió «Vivir en un bote salvavidas», donde comparaba las naciones con los botes salvavidas y a los refugiados con las personas que «se caen de sus botes salvavidas y están nadando un rato en el agua, esperando que los admitan en un rico bote salvavidas o beneficiarse de algún otro modo de las “cosas buenas” que hay abordo». En 1987 le dijo a un periodista de The New York Times que estaba en contra de la ayuda a Etiopía durante su hambruna más reciente porque el país «tiene demasiada gente para los recursos que posee». A pesar de la prevalencia de este tipo de retórica, los ecologistas nunca han purgado adecuadamente su xenofobia ni han dado la espalda a profetas tan llenos de odio como Hardin. Herman Daly, fundador de la economía ecológica y colaborador de colecciones de ensayos con Hardin, dijo recientemente a un admirador Benjamin Kunkel en la New Left Review que todavía deseaba un control de población coercitivo y que «no creo en las fronteras abiertas». Ahora, cuando un sistema climático global cada vez más inestable está expulsando a los refugiados de sus países natales, la Weltanschauung genocida de Hardin debe ser expulsada del discurso ecologista de la izquierda.

    Sin duda Hardin era un tipo odioso, pero lo peor es que no era muy inteligente: no es precisamente el Carl Schmitt del ecologismo estadounidense. La «La tragedia de los comunes» tiene agujeros lo suficientemente grandes como para que pase por ellos un rebaño de vacas. Su fábula fascista no es ni histórica ni etnográfica ni describe con precisión cómo funcionan o se descomponen los bienes comunes, defectos que Elinor Ostrom señaló hace décadas. Que tal ejercicio de sentido común le haya valido el premio del Banco de Suecia demuestra lo arraigado que está en la economía el modelo de Hardin, pero Ostrom no fue ni mucho menos la única crítica de Hardin. Los neoliberales, que son una banda de gente inteligente, reconocieron desde el principio que la tragedia de los bienes comunes era un marco insuficientemente riguroso, pero se contentaron con que quedara como la hoja de parra que cubriese su trabajo en torno a la economía ecológica, que tiene más matices y el cual todavía atrae muy poca atención académica. Hoy en día, los únicos seguidores reales de Hardin son ingenuos ecologistas de centro y neonazis.

    Desde una perspectiva neoliberal, una especie solo debe ser preservada —incluso si es de propiedad privada— si resulta rentable, solo si el mercado así lo decreta. Aunque los economistas conservadores escriben alabanzas a la clarividencia del mercado a la hora de administrar la escasez natural, los economistas neoliberales son mucho más contundentes. Desde el punto de vista del capital, los organismos no tienen ningún valor intrínseco —ni siquiera los últimos individuos de una especie—, sino que son simplemente activos diversos de capital que forman parte de una cartera variada y en constante transformación. Esta caracterización de la naturaleza en tanto que capital proviene del economista de la pesca canadiense Anthony Scott, cuya perspectiva fue retomada por otros neoliberales como Friedrich Hayek y Dieter Helm (catedrático de Oxford y presidente del Comité del Capital Natural). Esta lógica queda claramente expuesta en Los fundamentos de la libertad de Hayek, donde defendía que «tanto desde un punto de vista social como desde un punto de vista individual, cualquier recurso natural representa tan solo un elemento de nuestra dotación total de recursos agotables y nuestro problema no es preservar esta reserva de ninguna forma en particular, sino mantenerla siempre en la forma en que haga la contribución más deseable a los ingresos totales». Sin embargo, fue otro economista de la pesca canadiense, Colin Clark, quien expuso el fin lógico de este tipo de afirmaciones de la manera más descarnada posible en el artículo de 1973 «La maximización de los beneficios y la extinción de las especies animales», y afirmó: «En términos generales, se ha demostrado que las siguientes condiciones son necesarias y suficientes para la extinción en el marco de la maximización del valor actual: a) la tasa de descuento (o preferencia temporal) excede de manera suficiente el máximo potencial reproductivo de la población y b) se puede obtener un beneficio inmediato de la recopilación de los últimos animales que queden». Para Clark estos dos factores importaban mucho más que si una criatura era de propiedad privada o colectiva; la privatización no estaba para aliviar la extinción.

    Aunque los neoliberales apenas hayan ocultado que ven la naturaleza como un activo más, la izquierda ha tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que es ahí donde se encuentra el centro del debate. El capital no controla la flora y la fauna mediante una rama de la economía que requiera su propia teoría, sino que lo hace de un modo tan industrial como lo es la fabricación de acero y de microchips. Kenneth Fish desarrolla esta idea en Living Factories, quizás el mejor libro de estudios sobre animales con perspectiva marxista. Fish caracteriza los organismos genéticamente modificados (OGM) como «fábricas, fábricas vivas. Los microbios, las plantas y los animales, en definitiva la vida misma, han sido aprovechados para la producción industrial a través de técnicas de ingeniería genética».

    Sin embargo, los OGM representan solo un caso extremo de lo que el capital desea hacer con toda la vida; a saber: el capital borra todas las diferencias que separan al organismo de la máquina. «A pesar del dominio tecnológico que supuso la llegada de la máquina en aquel entonces —observa Fish—, el significado de la fábrica para Marx radica en cómo se aproxima a un organismo vivo, el más natural de los seres». La apreciación de Marx acerca de cómo la fábrica es un «organismo», que es «trabajo muerto» que cobra «vida» cuando se une a una «fuerza de la naturaleza», no es tanto una metáfora como una descripción casi literal de las máquinas como bestias de carga capitalistas.

    Subsumir y extinguir

    La Trochetiopsis melanoxylon, una planta de «ébano enano» endógena de Santa Helena, se extingue en 1771. Ese año Richard Arkwright inaugura en Cromford la primera fábrica textil alimentada con energía hidráulica.

    Una vez que los marxistas ven que el capital busca transformar la flora y la fauna en máquinas, entonces se hace más fácil ver cuál es la relación del capital con la naturaleza y cómo la sexta extinción es un problema inherentemente capitalista. Tal vez las herramientas marxistas más útiles sean la «subsunción formal» y la «subsunción real», ambas descritas en los Manuscritos económicos de 1864-1866. La subsunción formal se produce cuando «procesos de producción con una determinación social diferente se transforman en procesos de producción del capital». Si en la época precapitalista un individuo poseía los medios de producción (por ejemplo, un campesino) o estaba vinculado a un superior por medio de densos lazos sociales (por ejemplo, un aprendiz o un siervo del gremio), el capitalismo lo que hace es sustituir estas relaciones por otras mediadas por el dinero. Sin embargo, el proceso de trabajo cambia poco si el trabajo solo se subsume formalmente. Marx afirmó que, «a pesar de todo ello, dicha transformación no implica que se produzca un cambio esencial desde el principio en la forma real en que se lleva a cabo el proceso de trabajo […], el capital subsume así un determinado proceso de trabajo existente, como el trabajo artesanal o el modo de cultivar de la agricultura campesina independiente a pequeña escala». Su forma básica es la industria artesanal: la tejedora trabaja cuando quiere y al ritmo que quiere, a menudo en casa, encontrándose con el capitalista con poca frecuencia para obtener un salario o suministros. Esto no implica que esa subsunción formal sea inocua. Como es difícil aumentar la productividad sin maquinaria, solo se puede aumentar la plusvalía de un modo absoluto, prolongando la jornada laboral.

    La subsunción real comienza cuando el capitalista introduce la maquinaria, transformando la producción a través de la «aplicación consciente de las ciencias naturales, la mecánica, la química, etcétera». En lugar de que el trabajador utilice una herramienta de manera manual como durante la subsunción formal, el trabajador ahora utiliza una máquina impulsada por una «fuerza de la naturaleza» (Naturkraft), como la energía hidroeléctrica o el carbón. Estos cambios permiten la concentración de la mano de obra y aumentan la productividad, propiciando la pérdida de cualificación y la devaluación de los trabajadores, pero quizás lo más significativo sea que a estos se los obliga a trabajar al ritmo de la máquina y, por tanto, al ritmo establecido por el propio capitalista.

    La concepción de Marx de la subsunción es dinámica: la subsunción formal suele ocurrir en primer lugar, pero una vez que las mercancías hechas a máquina empiezan a competir con las manufacturados es probable que los trabajadores artesanales sean destruidos como clase. «La Historia no revela ninguna tragedia más horrible que la extinción gradual de los tejedores ingleses de telar manual». La mayoría de los marxistas tienden a detenerse aquí, preocupados por los tejedores y por sus desgraciados sucesores. Sin embargo, con tan solo un pequeño cambio de perspectiva es posible ver lo que sucede cuando el capital extiende su alcance a los reinos de la flora y la fauna.

    Se puede comenzar en la etapa precapitalista de las relaciones entre la naturaleza y los seres humanos; por ejemplo, entre los animales de pelaje y los pueblos indígenas de América del Norte. En el momento en que la gente cazaba ciervos, nutrias, ratas almizcleras y, lo que era más lucrativo, castores, resultaba ilógico cazar todos esos animales a la vez, pues las necesidades de los cazadores se satisfacían fácilmente,y se habría necesitado un esfuerzo considerable para dar con la última rata almizclera, nutria o ciervo que hubiera sobrevivido y en el futuro no quedarían más. Por lo tanto, en las sociedades precapitalistas las extinciones eran raras (aunque las extinciones de la megafauna hace miles de años pueden ser excepciones a este caso). Sin embargo, la relación de los pueblos indígenas con los animales con pelaje cambió una vez que pasaron a formar parte del mercado mundial durante el siglo XVII, un cambio histórico detallado por Richard White en su clásico estudio The Roots of Dependency. La insaciable demanda de pieles por parte de los sombrereros europeos impulsó a las primeras compañías como la Hudson’s Bay Company (fundada en 1670, ocho años después de que se matara el último dodo) a expandirse por el continente norteamericano. Las compañías y los comerciantes contrataron a pueblos indígenas para que cazasen, haciendo de la piel de castor una mercancía que podía ser intercambiada por calderos, cuentas, armas, caballos y cuchillos. En esta etapa, sin embargo, los cazadores indígenas solo estaban formalmente subsumidos por el capital, pues trabajaban cuando y donde querían. La plusvalía solo podía incrementarse de forma absoluta, por lo que los capitalistas trataban de encontrar más tramperos y los animaban a matar a más castores. Aunque cazaban más, las necesidades de muchos pueblos indígenas eran modestas. No era la primera vez que los capitalistas recurrían al comercio de productos adictivos, en este caso el alcohol, para ampliar el mercado. Con el tiempo, se mataron demasiados animales y se fueron produciendo crisis. Los tramperos podían viajar hacia el interior del país o pasarse a cazar a otras especies, pero estas soluciones permanecían dentro del ámbito de la subsunción formal. Las granjas de pieles se acabarían convirtiendo en una posibilidad, pero esto marcó un salto hacia la subsunción real.

    La subsunción real se produce una vez que el capital domina las funciones biológicas de una planta o de un animal, permitiendo que sean manipulados como cualquier otra máquina. Ahora es posible incrementar la productividad, permitiendo al capital exprimir más plusvalía relativa de los trabajadores. La acuicultura ejemplifica el paso de la subsunción formal a la real: a medida que desde la década de los noventa las poblaciones de muchas especies de peces se han ido reduciendo, se ha producido un cambio hacia la cría de peces como si fueran ganado. Los peces criados son alimentados con mayor frecuencia y riqueza de lo que comerían en la naturaleza para así engordarlos de manera más rápida. Su tamaño puede aumentar aún más mediante un tratamiento hormonal que puede acelerar el crecimiento; el tratamiento hormonal puede incluso cambiar el sexo de un pez, lo que podría resultar aprovechable si hay un dimorfismo pronunciado en una especie. También es posible la intervención genética mediante la cría selectiva o la ingeniería genética, como en el caso del salmón AquAdvantage de la empresa AquaBounty Technologies. En el marco de la acuicultura industrial, la mano de obra se hace más eficiente, por ejemplo, a través de la sustitución de la alimentación manual por una automatizada. La escala de producción puede ampliarse concentrando los peces mucho más allá de lo que sería posible en el medio natural, con todos los problemas que ello conlleva en términos de desechos y enfermedades. Estas últimas pueden mitigarse parcialmente recurriendo de manera cuantiosa a los antibióticos, mientras que las primeras pueden ser una carga que se les imponga al restoa los demás.

    Se pueden distinguir tres formas intermedias entre la subsunción formal y la real, que se podrían denominar «ganadería», «secuestro» y la «fábrica en la selva». La ganadería se da cuando es más barato para un capitalista subsumir solo parcialmente los procesos de vida de un organismo. Por ejemplo, el ganado longhorn de Texas fue muy apreciado a finales del siglo XIX porque podían defenderse de los depredadores con su impresionante frontal de oseína y eran lo suficientemente resistentes como para sobrevivir ingiriendola maleza de la pradera. Su ciclo de vida era casi salvaje hasta que fueron raptados y se los llevaron a las estaciones de ferrocarril en Kansas. La robustez de los longhorns era un «regalo de la naturaleza» que reducía los costos; fue útil para el capital hasta que se hizo más rentable subsumir más aspectos del ganado de modo que crecieran más rápido o tuvieran más músculo. Con el tiempo, estas criaturas artificiales alcanzaron tales proporciones que hizo falta mantenerlas en granjas de engorde en lugar de dejarlas en la pradera. Los criaderos de peces tenían un patrón similar al del longhorn ya que los alevines son criados y luego se los introduce en los ríos o lagos para reponer las poblaciones originales diezmadas. Aunque sus nacimientos no sean naturales, los peces se cuidan a sí mismos durante la mayor parte de sus vidas y el capital requiere mano de obra solo al final del proceso para capturarlos, matarlos y comercializarlos. Este fue un paso intermedio hacia la acuicultura.

    El secuestro es la imagen especular de la ganadería, porque se subsumen momentos opuestos del ciclo vital: la adolescencia en lugar del nacimiento. Un esclarecedor estudio de caso en The Tragedy of the Commodity traza este proceso en el caso del comercio del atún. Como el atún no puede reproducirse en cautividad, los pescadores tratan de capturar y enjaular a los atunes salvajes jóvenes para que puedan ser engordados para el mercado. Por lo tanto, se trata de una mezcla de pesca formalmente subsumida y de acuicultura realmente subsumida. Por supuesto, esta forma híbrida solo acelera el declive de la especie, pues ofrece pocas oportunidades para la reproducción. Debido a una combinación de sobrepesca y secuestro, la población de atún del Mediterráneo disminuyó drásticamente entre las décadas de 1990 y 2000. A nivel mundial, las poblaciones de diversas especies de atún han disminuido un 74% desde 1970. Esta cifra oculta variaciones regionales y es aún peor en el océano Pacífico, donde las poblaciones de aleta azul y aleta amarilla ha menguado completamente a solo el dos o tres por ciento de sus poblaciones históricas.

    En la tercera variante intermedia, la fábrica de la selva, el ciclo de vida del organismo cazado sigue siendo salvaje, pero la caza sufre una subsunción real. La pesca formalmente subsumida siguió dándose durante siglos en aguas británicas porque, en general, no resultaba muy eficaz, aunque la caza de varias especies de cetáceos en el Atlántico Norte fue excepcionalmente letal. Aún en 1882 el influyente biólogo Thomas Huxley pudo declarar en su discurso inaugural de la Exposición de Pesca de Londres que «probablemente todas las grandes pesquerías marinas son inagotables». Sin embargo, solo ocho años después algunos científicos pusieron de manifiesto su preocupación por la disminución de las poblaciones de peces debido a la voracidad de los arrastreros a vapor, una tecnología que entonces tenía menos de dos décadas de existencia. En los siglos XX y XXI, la subsunción real de la caza oceánica se llevó a extremos absurdos. Balleneros y pescadores pilotan barcos poderosos más parecidos a acorazados que a las modestas goletas de la era de la navegación a vela. Están armados hasta los dientes con arpones explosivos, satélites que miden las temperaturas de la superficie, «dispositivos de agregación de peces», sonares y aviones de observación. La matanza y la desmembración se pueden llevar a cabo en el propio barco y, gracias a los enormes congeladores, estas fábricas flotantes pueden permanecer en el mar durante meses. La brutal eficacia de la pesca de arrastre industrializada, un tema fetiche de The Economist, ha obligado incluso a que este altavoz del neoliberalismo bienpensante admita que «la pesca moderna es en realidad análoga a la minería: los peces se sacan del mar más rápido de lo que pueden reponerse».

    Comunismo vegano

    Karl Marx murió el 14 de marzo de 1883. Ciento cincuenta y un días más tarde, murió el último cuaga en un zoológico holandés.

    El análisis de la subsunción formal y real, así como de sus formas intermedias, revela mecanismos de extinción específicamente capitalistas. Los capitalistas pueden tratar de pasar de la subsunción formal a la real una vez que se agota el número de especies, pero el ciclo de vida de la criatura puede ser demasiado delicado como para soportar el abrazo del capital, como sucede en el caso del atún. El capital puede que ni siquiera repare en si hay un sustituto adecuado disponible, como con el longhorn de Texas, que reemplazó al bisonte. Si una criatura es controlada por medio de la subsunción real, entonces no está amenazada por la extinción, excepto si se acaba diluyendo a través de cruces, como sucedió con los uros en 1627. Una vez que comienza la cría intensiva, como en el caso de la acuicultura del salmón o de las granjas de engorde, el capital va a tratar de aumentar la plusvalía relativa mediante el incremento de la productividad. Así como la productividad de un obrero de fábrica del siglo XIX aumentó al operar máquinas de vapor de mayor potencia que consumían cada vez más carbón, la subsunción real de la naturaleza permite la concentración de Naturkraft. La masiva población de ganado, artificialmente sostenida y que asciende a cerca de cincuenta mil millones, depende de cultivos nutridos por combustibles fósiles para mantenerse viva en este tipo de cantidades. Son fábricas vivas, motivo por el cual el Worldwatch Institute considera que la respiración del ganado es contaminación de gases de efecto invernadero, como si fuera expulsada por máquinas: vapores nocivos que componen el 51% de las emisiones totales.

    La subsunción real ha permitido la expansión de la industria animal y es este proceso el que alienta de manera abrumadora la sexta extinción. Las industrias animales requieren más de cuatro mil millones de hectáreas, casi la mitad de la superficie habitable de la Tierra. Esta enorme cantidad de robo de tierras ya ha causado innumerables extinciones, pero llegarán más si la industria cárnica se duplica, como se prevé que suceda para 2050. La situación no es mucho mejor en el mar, porque muchos pescados muy demandados, especialmente el atún, son carnívoros voraces, lo que hace que el hecho de que los seres humanos se los coman sea tan extraño e ineficiente como sería comer bocadillos de tigre. Por cada mil toneladas de biomasa de atún (unos dos mil peces adultos), una operación de engorde de atún requiere entre cincuenta y sesenta toneladas de harina de pescado por día. Este alimento está empezando a ser escaso a medida que va creciendo la acuicultura y el rapto de atún, lo que obliga al capital a sondear profundidades cada vez mayores y a arrastrar la capa mesopelágica a cientos de metros de profundidad, dejando aún más hondas huellas de extinción. De esta manera, es posible ver los efectos de las formas intermedias. La ganadería aumenta la presión sobre otras criaturas, ya que el animal mercantilizado ocupa espacios enormes, mientras que el secuestro no solo ejerce presión tanto sobre el animal subsumido como sobre el ecosistema circundante; la tercera forma, la fábrica de la selva, acelera la decadencia de cualquier modo de producción que solo subsuma formalmente la naturaleza. Todas estas formas de subsunción deben ser revertidas si se quiere tener alguna esperanza de detener la sexta extinción. Esto implica devolver a la naturaleza al menos la mitad de la Tierra, incluyendo la mitad del mar. En este momento, solo una sexta parte de la masa terrestre del mundo tiene alguna protección y solo una veinticincoava parte del mar.

    Los y las marxistas deben oponerse fervientemente a la dominación despiadada de la naturaleza por parte del capital, al convertir todo el mundo en una fábrica, un centro comercial o un vertedero de basura. A través de la subsunción, el capital aleja tanto a los humanos como a otras criaturas de su ser, de cómo deberían vivir naturalmente. La izquierda debe rechazar la Weltanschauung neoliberal según la cual la naturaleza es solo otra forma de capital: más bien, la izquierda debe esforzarse por apoyar también la autorrealización de la naturaleza. Es demasiado pronto para decir qué aspecto tendría eso, dada la escasez de trabajo marxista sobre el tema, pero como mínimo hay que dar más espacio a la flora y a la fauna silvestres, y ello implica que hay que poner freno a la ganadería. Aunque el análisis aquí esbozado se aplica a las plantas tanto como a los animales, evitar el consumo de productos animales minimiza al menos la complicidad con la subsunción de la naturaleza, dado el despilfarro que supone convertir el grano en carne y leche animal. Hacerse vegano es la acción más simple y efectiva que un individuo puede tomar para reducir su impacto medioambiental, aunque por supuesto ningún marxista se contentaría con una mera política de «estilo de vida».

    Cualquiera que sea la forma que adopte la sociedad comunista del futuro, su surgimiento debe complementarse con la abolición de las industrias animales, que serán sustituidas por una agricultura orgánica vegana gestionada de manera comunitaria, de modo que la humanidad se mueva con cuidado por la biosfera global. Un dominio socialista de la naturaleza, que es lo que defiende la izquierda tecnófila, no va a detenerla sexta extinción. En lugar de eso, la relación de la humanidad con la naturaleza debería estar guiada por la humildad, la empatía y la contención. La izquierda ha de preocuparse del hecho de que cualquier criatura sea subsumida en las fauces del capital y que permanezca cautiva o se extinga, condenando a la mitad de la creación al olvido.

    TROY VETTESE es investigador de postdoctorado en la Universidad de Harvard, donde estudia el pensamiento ecológico neoliberal. 

    La ilustración de cabecera corresponde al gran cormorán (Phalacrocorax carbo), en la Guía de Aves de Audubon.

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  • Por qué deberías dejar de consumir animales: 18 argumentos a favor de comer carne desmontados

    Por qué deberías dejar de consumir animales: 18 argumentos a favor de comer carne desmontados

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    Por Damian Carrington.

    Este artículo fue publicado originalmente en The Guardian con el título «Why you should go animal-free: 18 arguments for eating meat debunked». El artículo contiene numerosas referencias y declaraciones de expertos británicos, que se refieren a su contexto estatal. Sin embargo, consideramos que gran parte de las cuestiones planteadas son trasladables sin apenas modificación a la mayoría de los países occidentales, ya que los argumentos a favor de comer carne se repiten.

    Tanto si lo que te preocupa es tu salud como si es el medioambiente o el bienestar de los animales, se están acumulando pruebas científicas de que las dietas sin carne son las mejores. En las naciones ricas ya hay millones de personas que están reduciendo su consumo de productos animales.

    Por supuesto, los ganaderos y los amantes de la carne se defienden, como es lógico, y esto puede acabar siendo un lío. ¿Son los aguacates realmente peores que la carne? ¿Qué pasa con la masacre de abejas debido a la producción de almendras?

    La pandemia del coronavirus ha añadido otro ingrediente a esa mezcla. La destrucción desenfrenada del mundo natural se considera la causa principal de las enfermedades que saltan a los humanos y aquella está impulsada en gran medida por la expansión de la agricultura. Los principales científicos del mundo expertos en biodiversidad dicen que se van a producir más pandemias mortales a menos que se detenga rápidamente la devastación ecológica.

    La comida es también una parte vital de nuestra cultura, mientras que la asequibilidad de los alimentos es una cuestión de justicia social. Así que no hay una única dieta perfecta. Pero la evidencia es clara: sea cual sea la dieta saludable y sostenible que elijas, va a tener mucha menos carne roja y muchos menos lácteos que las dietas occidentales típicas actuales, y muy posiblemente nada de todo ello. Eso se debe a dos razones básicas.

    Primero, el consumo excesivo de carne está causando una epidemia de enfermedades: solamente el tratamiento de enfermedades derivadas del consumo de carne roja supone cerca de 285.000 millones de dólares al año. En segundo lugar, comer plantas conlleva, sencillamente, un uso mucho más eficiente de los recursos del planeta que alimentar a los animales con plantas para luego comérnoslos. A nivel mundial, el ganado y el grano que este consume ocupan el 83% de las tierras agrícolas del mundo, pero produce solo el 18% de las calorías de los alimentos.

    Entonces, ¿qué pasa con todos esos argumentos a favor de comer carne y en contra de las dietas vegetarianas? Empecemos hincando el diente a las discusiones en torno a la carne roja.

    La chicha

    1. Afirmación: La carne de ternera alimentada con pastos es baja en emisiones

    Esto solo es cierto cuando se la compara con carne de ternera de crianza intensiva, que está íntimamente relacionada con la destrucción de bosques. El Sindicato Nacional de Granjeros de Reino Unido afirma que la ternera producida en Reino Unido únicamente emite la mitad que la media mundial. Sin embargo, muchas investigaciones muestran que la ternera alimentada con pastos requiere más tierra y produce más (o en el mejor de los casos, las mismas) emisiones porque las vacas digieren mejor el grano y las vacas de ganadería intensiva viven menos tiempo. Ambos factores implican menos metano. En cualquier caso, las emisiones de la carne ternera menos contaminante son aun así varias veces superiores a las de la de las judías y legumbres.

    Hay más. Según Joseph Poore, de la Universidad de Oxford, si todos los pastos del mundo se transformasen de nuevo en vegetación natural, se eliminaría de la atmósfera el equivalente a ocho mil millones de toneladas de dióxido de carbono al año. Eso es aproximadamente el 15% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero totales. Solo se necesitaría una pequeña parte de esas tierras de pastos para cultivar los alimentos que sustituirían la ternera que ya no se estaría produciendo. Así que, en resumen, si quieres hacer algo contra la crisis climática, deja la ternera.

    2. Afirmación: El ganado en realidad no afecta al clima, porque el metano tiene un tiempo de vida relativamente corto

    El metano es un gas de efecto invernadero muy potente y los rumiantes lo producen en grandes cantidades. No obstante, solo permanece en la atmósfera durante un tiempo relativamente corto: la mitad se acaba descomponiendo al cabo de nueve años. Esto lleva a algunas personas a afirmar que mantener las cabezas de ganado mundiales a los niveles actuales (unos mil millones de animales) no está calentando el planeta. Los eructos de las vacas simplemente reemplazan el metano que se ha ido descomponiendo con el paso del tiempo.

    Pero, según Pete Smith, de la Universidad de Aberdeen, y Andrew Balmford, de la Universidad de Cambridge, esto no es más que «contabilidad creativa». No deberíamos asumir que los ganaderos pueden seguir contaminando únicamente porque ya han contaminado en el pasado, y afirman que «tenemos que hacer algo más que quedarnos quietos». De hecho, la naturaleza efímera del metano hace que la reducción del número de cabezas de ganado sea un «objetivo especialmente atractivo», dado que necesitamos desesperadamente reducir las emisiones de gases de efecto invernadero lo antes posible para evitar los peores impactos de la crisis climática.

    En cualquier caso, el simple hecho de centrarse en el metano no hace que desaparezca la deforestación desenfrenada provocada por los ganaderos de Sudamérica. Incluso si se ignorase el metano por completo, dice Poore, lo cierto es que los productos animales siguen produciendo más CO2 que las plantas. Incluso un defensor de la afirmación del metano afirma: «Estoy de acuerdo en que la ganadería intensiva es insostenible».

    3. Afirmación: En muchos sitios lo único que puede crecer es pasto para el ganado y las ovejas

    La presidenta del Sindicato Nacional de Granjeros, Minette Batters, señala que «el 65% de las tierras británicas solo son aptas para el pastoreo de ganado y tenemos el clima adecuado para producir carne roja y lácteos de alta calidad».

    «Pero si todo el mundo defendiera que “nuestros pastos son los mejores y que deberían ser utilizados para el pastoreo”, entonces no habría manera de limitar el calentamiento global», dice Marco Springmann, de la Universidad de Oxford. Su trabajo muestra que una transición a una dieta flexitariana basada predominantemente en plantas liberaría tanto superficies de pasto como tierras de cultivo.

    Los pastos podrían utilizarse en cambio para cultivar árboles y capturar carbono, proporcionar tierras para la reforestación y la restauración de la naturaleza y cultivar plantas bioenergéticas para reemplazar los combustibles fósiles. Los cultivos que ya no se utilizasen para dar de comer a los animales podrían convertirse en alimentos para las personas, aumentando la capacidad de las naciones para el autoabastecimiento de grano.

    4. Afirmación: El ganado de pastos ayuda a almacenar carbono de la atmósfera en la tierra

    Esto es cierto. El problema es que aun poniéndonos en lo mejor, este almacenamiento de carbono supone únicamente entre el 20% y el 60% de las emisiones totales del ganado de pastoreo. «En otras palabras, el ganado de pastoreo (incluso en el mejor de los casos) es un contribuyente neto al problema climático, como el resto del ganado», dice Tara Garnett, también de la Universidad de Oxford.

    Además, las investigaciones demuestran que este almacenamiento de carbono alcanza su límite al cabo de unas pocas décadas, mientras que el problema de las emisiones de metano continúa. El carbono almacenado también es vulnerable: un cambio en el uso de la tierra o incluso una sequía puede hacer que se libere de nuevo. A los defensores del «pastoreo holístico» como forma de capturar el carbono también se los critica por extrapolar resultados locales a nivel mundial de una forma poco realista.

    5. Afirmación: Hay mucha más diversidad de vida salvaje en los pastos que en las tierras de monocultivo

    Esto probablemente sea cierto, pero no es lo que realmente importa. Uno de los grandes motores de la crisis mundial de la vida salvaje es la destrucción (pasada y presente) de los hábitats naturales con el fin de crear pastos para el ganado. Los herbívoros tienen un papel importante en los ecosistemas, pero la alta densidad de los rebaños de ganado implica que para la vida silvestre los pastos resultan peores que la tierra natural. Comer menos carne conlleva una menor destrucción de los lugares salvajes y la eliminación la carne de manera significativa también liberaría pastos y tierras de cultivo que podrían ser devueltas a la naturaleza. Además, un tercio de todas las tierras de cultivo se utilizan para producir alimentos para animales.

    6. Afirmación: Necesitamos que los animales conviertan los alimentos en proteínas que los humanos podamos comer

    A pesar de lo que se diga al respecto, no nos faltan proteínas. En las naciones ricas, la gente suele comer entre un 30% y un 50% más de proteínas de las que necesita. Toda la necesidad de proteínas se puede satisfacer fácilmente con fuentes vegetales, como las alubias, las lentejas, las nueces y los granos integrales.

    Aunque los animales puedan tener su papel en algunas partes de África y Asia (por ejemplo en India, donde los desechos de la producción de granos pueden alimentar al ganado que produce leche), en el resto del mundo, donde gran parte de las tierras de cultivo que podrían utilizarse para alimentar a las personas se utilizan en realidad para alimentar a los animales, sigue siendo necesario una disminución del consumo de carne para que la agricultura sea sostenible.

    ¿Y qué pasa con…?

    7. Afirmación: ¿Y qué pasa con la leche de soja y el tofu, que están destruyendo el Amazonas?

    No es cierto. Poore afirma que, según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, más del 96% de la soja de la región amazónica se utiliza para alimentar a las vacas, los cerdos y los pollos que se están comiendo en todo el mundo. Además, el 97% de la soja brasileña está genéticamente modificada, lo que hace que en muchos países esté prohibido destinarla a consumo humano y, en cualquier caso, rara vez se utiliza para hacer tofu y leche de soja.

    Además, la leche de soja supone unas emisiones y un uso de la tierra y del agua mucho menores que la leche de vaca. Si te preocupa el Amazonas, no comer carne sigue siendo tu mejor opción.

    8. Afirmación: La producción de leche de almendra está acabando con las abejas y desertificando la tierra

    Cierto tipo de producción de almendras puede causar problemas medioambientales, pero eso se debe a que el aumento de la demanda ha impulsado una intensificación rápida en lugares específicos, como California, la cual podría abordarse con una regulación adecuada. No tiene nada que ver con lo que las almendras necesitan para crecer. De hecho, la producción tradicional de almendras en el sur de Europa no utiliza ningún tipo de irrigación. Tal vez también valga la pena señalar que las abejas que mueren en California no son salvajes, sino que son criadas por los agricultores como si fueran ganado de seis patas.

    Al igual que sucede con la leche de soja, la leche de almendra también implica menos emisiones de carbono y un menor uso de la tierra y el agua que la leche de vaca. Pero si aun así te sigue preocupando, hay muchas alternativas y la leche de avena suele ser la que menos huella ambiental deja.

    9. Afirmación: Los aguacates están causando sequías en algunos lugares

    Una vez más, el problema aquí es el rápido aumento de la producción en regiones específicas que carecen de controles que sean prudentes sobre el uso del agua, como sucede con Perú y Chile. Los aguacates generan un tercio de las emisiones del pollo, un cuarto de las del cerdo y un 20% de las de la carne de vacuno.

    Si, con todo, te siguen preocupando los aguacates, evidentemente puedes elegir no comerlos, pero esa no es una razón para que en su lugar comas carne, que tiene una huella hídrica y de deforestación mucho mayor.

    Es probable que el mercado resuelva el problema, ya que la alta demanda de aguacates y almendras por parte de los consumidores incentiva a los agricultores de otros lugares a cultivarlos, aliviando así la presión sobre los actuales puntos calientes de producción.

    10. Afirmación: El boom de la quinoa está dañando a los agricultores pobres de Perú y Bolivia

    La quinoa es un alimento increíble y ha experimentado un auge en su popularidad. Pero la idea de que esto supuso arrebatarle la comida de la boca a los granjeros pobres es errónea. «La afirmación de que el aumento de los precios de la quinoa estaba perjudicando a los que la producían y consumían tradicionalmente es manifiestamente falsa», han dicho los investigadores que han estudiado el tema.

    La quinoa nunca fue un alimento básico, pues representa solo un pequeño porcentaje del presupuesto alimentario de estas personas. El auge de la quinoa no ha tenido ningún efecto en su nutrición, pero sí aumentó significativamente los ingresos de los agricultores.

    Hay un problema con la caída de la calidad del suelo a medida que la tierra se trabaja más, pero la quinoa se siembra ahora en China, India y Nepal, y también en Estados Unidos y Canadá, lo que alivia la carga. Los investigadores están más preocupados ahora por la pérdida de ingresos de los agricultores sudamericanos, ya que el suministro de quinoa aumenta y el precio cae.

    11. Afirmación: ¿Y qué pasa con el aceite de palma, que está acabando con los bosques tropicales y los orangutanes?

    Las plantaciones de aceite de palma han traído consigo una deforestación terrible, pero eso es un problema para todo el mundo, no solo para las personas vegetarianas: se encuentra en cerca de la mitad de todos los productos en las estanterías de los supermercados, tanto en alimentos como en artículos de estética. La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza defiende que elegir el aceite de palma producido de manera sostenible es en realidad positivo, porque otros cultivos oleaginosos ocupan más tierra.

    Pero Poore afirma que «estamos abandonando millones de hectáreas de tierras de semillas oleaginosas al año en todo el mundo, incluyendo campos de colza y girasol en las antiguas regiones soviéticas, así plantaciones tradicionales de olivos». Según él, sería preferible hacer un mejor uso de esta tierra al uso del aceite de palma.

    Cuestiones de salud

    12. Afirmación: Las personas veganas no toman suficiente B12 y eso las hace más tontas

    Una dieta vegana por lo general es muy saludable, pero los médicos han advertido sobre la posible falta de B12, una importante vitamina para la función cerebral que se encuentra en la carne, los huevos y la leche de vaca. Esto se remedia fácilmente tomando un suplemento.

    Sin embargo, si miramos con atención encontraremos algunas sorpresas. La B12 la producen bacterias que se hallan el suelo y en las tripas de los animales, y el ganado que vive en el campo ingiere la B12 cuando pastan y picotean el suelo. Sin embargo, la mayoría del ganado no es de pastoreo, y los pesticidas y antibióticos que se usan mayoritariamente en las granjas matan a los bichos productores de B12. El resultado es que la mayoría de los suplementos de B12 (el 90% según una fuente) se administran al ganado, no a las personas.

    Así que hay que elegir entre tomar un suplemento de B12 uno mismo o comerse un animal al que se le ha dado ese suplemento. Las algas son una fuente vegetal de B12, aunque el grado de biodisponibilidad aún no está establecido. También vale la pena señalar que hay un número significativo de personas que no son vegetarianas que tienen deficiencia de B12, especialmente las personas mayores. Entre los veganos la cifra es solo de alrededor del 10%.

    13. Afirmación: Las alternativas veganas a la carne son muy poco sanas

    El rápido aumento de las hamburguesas vegetales ha llevado a algunos a criticarlas por ser comida basura ultraprocesada. Una hamburguesa vegetal podría ser más perjudicial que una de carne si los niveles de sal son muy altos, afirma Springmann, pero es más probable que siga siendo más saludable si se tienen en cuenta todos los factores nutricionales, en particular el de la fibra. Además, la sustitución de una hamburguesa de carne de vacuno por una alternativa hecha a base de plantas resulta sin duda menos perjudicial para el medioambiente.

    Ciertamente, uno podría argumentar, con razón, que comemos demasiados alimentos procesados, pero eso se aplica tanto a los consumidores de carne como a los vegetarianos y veganos. Y como es poco probable que la mayoría de la gente renuncie de momento a las hamburguesas y a las salchichas, las opciones hechas con plantas son una alternativa útil.

    «Desmontando» a los veganos

    14. Afirmación: Las frutas y las verduras no son veganas porque requieren el uso de estiércol animal como fertilizante

    La mayoría de los veganos dirían que es una tontería decir que la fruta y la verdura son productos animales y que muchas se producen sin estiércol animal. En cualquier caso, no hay ninguna razón para que la horticultura dependa del estiércol. El fertilizante sintético se fabrica fácilmente con el nitrógeno del aire y hay mucho fertilizante orgánico disponible en forma de heces humanas, si es que decidimos utilizarlo de manera más general. La aplicación excesiva de fertilizantes causa problemas de contaminación del agua en muchas partes del mundo, pero eso se aplica tanto a los fertilizantes sintéticos como al estiércol y es el resultado de una mala gestión.

    15. Afirmación: Las dietas veganas matan millones de insectos

    Piers Morgan está entre los que se quejan de los vegetarianos «hipócritas» porque las abejas que son criadas para su uso comercial mueren al polinizar almendras y aguacates y las cosechadoras «asesinan de manera masiva a insectos» y pequeños mamíferos al cosechar el grano. No obstante, casi todo el mundo consume estos alimentos, no solamente los veganos.

    Es cierto que los insectos se hallan en un declive terrible en todo el planeta, pero los mayores impulsores de esta situación son la destrucción del hábitat silvestre, en gran parte para la producción de carne, y el uso generalizado de plaguicidas. Si son los insectos lo que realmente te preocupa, entonces la opción que tienes que elegir es pasarte una dieta orgánica vegana.

    16. Afirmación: Decirle a la gente que coma menos carne y productos lácteos es negarles nutrientes vitales a las personas más pobres del mundo

    Una «dieta planetaria saludable», publicada por científicos para satisfacer tanto las necesidades globales sanitarias como las medioambientales, acabó siendo objeto de crítica por parte de la periodista Joanna Blythman: «Cuando los ideólogos que viven en los países ricos presionan a los países pobres para que abandone los alimentos de origen animal y se vuelvan vegetarianos están demostrando una insensibilidad descarada y una mentalidad colonial propia de un salvador blanco».

    De hecho, según Springmann, que formaba parte del equipo que estaba detrás de la dieta planetaria saludable, esta mejoraría la ingesta nutricional en todas las regiones, incluidas las regiones más pobres, en las cuales las dietas están dominadas actualmente por los alimentos con almidón. En las naciones ricas son necesarios unas reducciones drásticas en la carne y los lácteos. En otras partes del mundo ya hay muchas dietas saludables tradicionales bajas en productos animales.

    En camino

    17. Afirmación: Las emisiones del transporte significan que comer plantas de todo el mundo es mucho peor que la carne y los lácteos locales

    «“Comer de proximidad” es una recomendación que se oye a menudo [pero] es uno de los consejos más equivocados». Esto afirma Hannah Ritchie, de la Universidad de Oxford. «Las emisiones de gases de efecto invernadero provenientes del transporte representan una cantidad muy pequeña de las emisiones de los alimentos y es mucho más importante qué es lo que comes que el lugar desde donde venga».

    La carne de vacuno y de cordero tiene una huella de carbono varias veces superior a la de la mayoría del resto de alimentos, según ella. Por lo tanto, independientemente de que la carne sea de producción local o venga desde el otro lado del mundo, las plantas tienen una huella de carbono mucho menor. Las emisiones del transporte para la carne de vacuno representan alrededor del 0,5% del total y para el cordero es del 2%.

    La razón es que casi todos los alimentos que son transportados a largas distancias lo hacen en barco, el cual pueden albergar cargas enormes y, por lo tanto, son bastante eficientes. Por ejemplo, las emisiones del transporte de los aguacates que cruzan el Atlántico son alrededor del 8% de su huella total. El transporte aéreo, por supuesto, conlleva emisiones altas, pero muy pocos alimentos se transportan de esta manera; el transporte aéreo representa solo el 0,16% del kilometraje de alimentos.

    18. Afirmación: Si todo el planeta dejase la carne todos los granjeros que crían ganado estarían desempleados

    En todo el mundo la ganadería se subvenciona de manera masiva con el dinero de los contribuyentes, a diferencia de las verduras y la fruta. Ese dinero podría utilizarse para dar apoyo a alimentos más sostenibles, como judías y nueces, y para pagar otros servicios relevantes, como la captura de carbono en bosques y humedales, la restauración de la vida silvestre, la limpieza del agua y la reducción de los riesgos de inundación. ¿Acaso no deberían destinarse tus impuestos a bienes públicos en lugar de a males públicos?

    Sí, la comida es un tema complejo. Pero por mucho que deseemos seguir criando y comiendo como hoy en día, los datos son contundentes: consumir menos carne y más plantas es muy bueno tanto para nuestra salud como para el planeta. El hecho de que algunos cultivos de plantas conlleven problemas no es una razón para que en su lugar se coma carne.

    Al final, eres tú quien eliges qué comer. Si quieres comer de forma saludable y sostenible, no tienes que dejar de comer carne y lácteos del todo. La dieta planetaria saludable permite comer una hamburguesa de carne, algo de pescado y un huevo cada semana, y un vaso de leche o un poco de queso cada día.

    Michael Pollan, escritor de temas de alimentación, prefiguró en 2008 la dieta planetaria saludable con una simple regla de siete palabras: «Come comida. No demasiada. Sobre todo plantas». Sin embargo, si lo que quieres es tener el máximo impacto en la lucha contra la crisis climática y de la vida salvaje, entonces será exclusivamente plantas.

    La ilustración de cabecera es «Gopala Krishna – The Protector Of The Cows», de autoría desconocida.

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  • La crisis climática y la COVID-19 son inseparables

    La crisis climática y la COVID-19 son inseparables

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    Por Drew Pendergrass y Troy Vettese.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Jacobin Magazine con el título «The Climate Crisis and COVID-19 Are Inseparable».

    En el siglo XVIII, Edward Jenner, el inventor de la primera vacuna, se enfrentó a una crisis parecida a la actual —un mundo deshecho por la enfermedad—. Lo que él estudió no fue el coronavirus, sino la viruela, una enfermedad con una tasa de mortalidad de entre el 20% y el 60% en el Viejo Mundo, y aún mayor en el Nuevo Mundo.

    Observador perspicaz y exitoso ornitólogo, Jenner entendió que las epidemias no son crisis atemporales e inevitables, sino que más bien surgen del creciente entrecruzamiento de la civilización con la naturaleza. Patógenos como el SARS-CoV-2 se denominan «zoonosis» debido a sus orígenes como enfermedades animales. «La desviación del Hombre de donde fue colocado por la Naturaleza originalmente ha demostrado ser una prolífica fuente de enfermedades —así empezaba Jenner su tratado de 1798 sobre sus experimentos con vacunas—. Se ha familiarizado con una gran cantidad de animales, que podrían no ser sus compañeros originales».

    No son muchos los analistas que comparten la idea de Jenner respecto a la fuerte relación entre la salud pública y la más amplia crisis ecológica. Mientras que la derecha recurre a tácticas xenófobas como el chivo expiatorio de los mercados chinos, la izquierda tiende a enfatizar la torpeza de las respuestas gubernamentales, la necesidad de una sanidad universal, o quizá la poco habitual crítica a la ganadería industrial. Demasiado a menudo, sin embargo, estos debates asumen que la zoonosis es un fenómeno inevitable cuyas causas no nos conciernen.

    Si bien efectivamente hay problemas urgentes que necesitan ser resueltos inmediatamente, también es necesaria una mejor comprensión del origen del SARS-CoV-2. Para ello, es preciso abordar la crisis ecológica como un todo, porque todos sus rasgos —desde la extinción al cambio climático— tienen el potencial de producir más enfermedades. A pesar del uso caprichoso de conceptos como Antropoceno, la implicación de la izquierda respecto a las ciencias naturales sigue siendo limitada. Esta disyuntiva es particularmente chocante teniendo en cuenta la fuerte relación entre científicos y socialistas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Si se quiere seguir los desarrollos científicos actuales, pronto va a quedar claro que la deteriorada condición de la biosfera necesita una forma nueva de socialismo en la que las políticas alimentarias y energéticas no sean marginales, sino que sean centrales.

    La nueva Edad de Piedra

    Los epidemiólogos dividen la historia de las enfermedades infecciosas en tres grandes épocas. La primera empieza hace diez mil años, cuando da comienzo la agricultura neolítica. Los rebaños domesticados, en estrecho contacto con los humanos, crearon las condiciones para que hubiera nuevas enfermedades que saltaran entre especies con una frecuencia que era imposible en sociedades cazadoras-recolectoras. La segunda es la breve era moderna del rápido progreso científico, entre los años cincuenta del siglo XIX y los setenta del XX. El epidemiólogo Rudolf Virchow, de la tradición científica iniciada por Jenner, acuñó el término zoonosis y defendía que la salud humana y la veterinaria deberían estudiarse juntas como una sola medicina o, como se llama actualmente, «medicina planetaria» y «una sola salud». Los avances médicos en el siglo XX dieron lugar a nuevas vacunas y antibióticos milagrosos que salvaron millones de vidas. Pero ahí también terminó la modernidad. La tercera era zoonótica empezó en los años ochenta del siglo XX, la época oscura por la que penamos actualmente, marcada por la emergencia sin precedentes de una nueva enfermedad.

    No es mera casualidad que este último periodo coincida con el de las fuerzas que definen la posmodernidad: cadenas globalizadas de mercancías, ascendencia del neoliberalismo, agotamiento de los recursos naturales en las metrópolis, el auge de las compañías multinacionales monopolísticas, la desindustrialización del norte global y el rápido pero desigual desarrollo del sur.

    El comercio de animales exóticos —ya sea en Wuhan o en África Occidental— no puede entenderse al margen de estas tendencias. En origen el SARS-CoV-2 podría haber sido una enfermedad de un murciélago o un pangolín que hubiese pasado a un animal intermediario, donde se hubiera recombinado y se hubiese vuelto infeccioso para los humanos. El comercio de animales exóticos es crucial, porque pone no solo a los humanos en contacto directo con animales salvajes, sino también a diversas especies que en la naturaleza nunca se habrían juntado. ¿Cómo ocurre esto, si hasta los años setenta China fue famosa por sus milenarias prácticas agrícolas sostenibles? Todo empezó a cambiar en los noventa, cuando el país adoptó un sistema alimentario industrial basado en la carne. Los pequeños granjeros no pudieron competir con las fábricas, así que el Gobierno les animó a entrar en el comercio de animales salvajes, incluso aunque esto haya dado lugar a problemas como el SARS en 2003, un coronavirus que saltó de los murciélagos a las jinetas y de ahí a los humanos.

    Por todo el mundo tienen lugar fenómenos parecidos, allá donde las fuerzas del mercado y la política estatal lleven a los pobres a situaciones desesperadas, lo que da lugar a la rápida desestabilización de los ecosistemas locales. Cuando los barcos pesqueros europeos invadieron los caladeros de la costa occidental africana, los habitantes del lugar tuvieron que recurrir a la carne de animales salvajes para obtener proteína de manera asequible. Estos sistemas alimentarios transnacionales y desiguales han contribuido no solo a la extinción masiva, con la desaparición de especies de vertebrados a un ritmo mil veces superior al normal, sino también a nuevas zoonosis, como las provocadas por el virus del Ébola o el VIH. Las carreteras que se han construido para extender el alcance de las empresas mineras, petroleras y madereras han permitido a los cazadores llegar a regiones boscosas previamente inaccesibles y esto ha puesto a los humanos en un contacto muy estrecho con la vida salvaje. Solo en la cuenca del Congo se cazan al año más quinientos millones de animales, a menudo para dar de comer a los mineros. Por supuesto, el comercio de animales salvajes también incluye el norte global. Los «ecoturistas», al viajar, han contagiado a los primates el sarampión, la polio y la tuberculosis. Los cuidadores de zoos y laboratorios tienen muchas más probabilidades de contraer espumavirus. El comercio de mascotas exóticas pudo dar al virus del Nilo Occidental vía libre en su camino hacia Norteamérica, donde ha acabado con especies de aves autóctonas y ha matado a más de 2.300 personas.

    Hay una crítica estrecha del comercio de animales exóticos que pasa por alto su relación con el destino del campesinado mundial, una clase social devastada por la agricultura industrial. Incluso un vistazo rápido a la economía de la carne de animales salvajes muestra que no podemos proteger la vida salvaje sin deshacernos de las granjas industriales, lo cual también implica que no haya más carne barata.

    Quizás la idea más importante que los socialistas podemos extraer de la salud planetaria es que el desafío de las nuevas zoonosis es inseparable de la más amplia crisis medioambiental. Esto significa que hay una única crisis medioambiental. Si dividimos el problema en asuntos menores, como el cambio climático, la expansión urbana, la extinción masiva, la desertización causada por los fertilizantes, las enfermedades no transmisibles y las epidemias, es por falta de imaginación.

    La ciencia que hay tras cada uno de estos fenómenos es complicada, pero el mensaje general es simple: cuanto menos espacio deje la humanidad a la naturaleza, más problemas medioambientales habrá —incluyendo zoonosis nuevas y letales—. Hacer referencia al «Antropoceno» es una forma de encapsular la escala del problema, pero resulta demasiado descriptivo cuando necesitamos conceptos analíticos para entender por qué hemos entrado en una nueva era geológica. Aquí hay un área donde la izquierda puede ser útil y ofrecer a los científicos y a toda la sociedad conceptos capaces de establecer un marco unitario para la crisis medioambiental. Mejor que hablar de «Antropoceno», podemos desempolvar aquella antigua píldora marxista: la humanización de la naturaleza.

    El espíritu del mundo y los duendes del bosque

    La «humanización de la naturaleza» es una idea original de Hegel, que consideraba la alienación de la humanidad con respecto de la naturaleza el quid de la historia mundial. Se entendía el trabajo como el proceso que reconciliaba ambos aspectos e infundía a la naturaleza consciencia humana. A grandes rasgos, en lugar de tomar nuestra comida directamente de la naturaleza, como hacen los animales, los humanos utilizamos herramientas con las que guiar los flujos naturales para producir granos y ganado. Podríamos extender la lógica de Hegel para decir que buena parte de la humanización de la naturaleza es por tanto la historia del «cambio en el uso de la tierra», como diría el IPCC.

    Karl Marx hizo uso del concepto de Hegel y reconoció el proceso como una expresión de la naturaleza humana (nuestro «ser genérico»). Sin embargo, a diferencia de Hegel, Marx entendía que la humanización de la naturaleza había sido distorsionada bajo el capitalismo por el divorcio entre la inconsciencia del capital y la consciencia humana. Para Marx, el capital solo busca expandirse. El individuo capitalista es el «capital personificado»; aunque «dotado de consciencia y deseo», decía, su libertad está limitada, inclinada hacia el objetivo único de la acumulación de capital. Lo vemos hoy: la CEO de una empresa puede ser una amante de la naturaleza, pero no puede invertir en tecnología cara y ecológica sin que su empresa se arruine por no conseguir la tasa de beneficio perseguida. El concepto de «humanización de la naturaleza», adaptado por Marx, explica por qué la sociedad puede percatarse de que se acerca al precipicio pero es incapaz de cambiar el rumbo, por qué la extracción de combustibles fósiles planificada excede dramáticamente los límites del Acuerdo de París. Los políticos pueden decir una cosa, e incluso plasmarla en un tratado, pero en nuestro sistema económico actual es inconcebible «bajarla a la tierra».

    Como concepto, la «humanización de la naturaleza» es útil —de hecho más que el de «Antropoceno»— porque subraya que el capitalismo es fundamentalmente un proyecto que consiste en una reorganización de la naturaleza de manera distinta a la de otros periodos históricos y que, en último término, conducirá a la catástrofe porque el capital es una fuerza insensata que ignora que está destruyendo la biosfera. Ante este proceso, pues, hemos de controlar de modo consciente la economía al tiempo que le damos a la naturaleza el espacio que necesita para funcionar.

    Como socialistas, no solo hemos de enfrentarnos a la capitalización de la naturaleza allá donde sea posible, ya sean los incendios de la selva amazónica causados por los ganaderos o la construcción de nuevos oleoductos en Canadá para transportar petróleo no convencional. También deberíamos tener mucho cuidado con la humanización socialista de la naturaleza: el deseo de dominarla con fines izquierdistas. La fantasía de un control prometeico aún tiene mucho tirón en la izquierda, en particular entre quienes se adhieren al «comunismo lujoso totalmente automatizado» (Aaron Bastani, que apoya la carne de laboratorio y la resilvestración, es parcialmente una excepción en esta corriente).

    Muy raramente los socialistas aplican sus elogiadas capacidades de crítica y sentido común científico cuando se sientan a comer. Está claro que Marx no era ecologista y, por tanto, a veces tenemos que pensar «contra él» para imaginar lo que podría ser el socialismo. Marx pudo acertar con la idea de que la historia empezó con el nacimiento de la agricultura, pero pasó por alto la aparición de su hermana gemela: la epidemia.

    El nacimiento de la tragedia y la tuberculosis

    Los científicos piensan que la mayoría de los patógenos humanos —quizá todos— son en última instancia zoonosis, que no tienen su origen en los albores de la especie humana, sino en un pasado relativamente más reciente. El sarampión probablemente es una evolución de la peste bovina de hace 7.000 años. La gripe pudo haber empezado hace 4.500 años con la domesticación de aves acuáticas. La especialidad de Jenner, la viruela, probablemente surgió hace 4.000 años en África Oriental cuando el virus de un jerbo saltó al camello, recién domesticado, y de ahí a los humanos. En el Nuevo Mundo, la práctica de la agricultura estaba muy generalizada, pero se domesticaba a muy pocos animales; esa es la razón por la que los pueblos indígenas vivían sin apenas enfermedades. Con la colonización, sin embargo, la cría de animales dio a los invasores europeos una ventaja epidemiológica y los pueblos indígenas estuvieron cada vez más expuestos al sarampión, el tifus, la tuberculosis y la viruela. La población del Nuevo Mundo era de entre cincuenta y cien millones en 1492 y cayó un 90% durante los siguientes siglos, en gran parte debido a las zoonosis del Viejo Mundo.

    Durante un tiempo, pareció que los nuevos fármacos llegarían a contener eventualmente a los patógenos, del mismo modo en que el estado de bienestar había domado al capitalismo. En 1972, los autores de un libro de texto sobre enfermedades contagiosas creían que «la predicción más plausible sobre el futuro de las enfermedades contagiosas es que será algo muy aburrido». En 1975, el decano de la facultad de medicina de Yale predijo que ya no había «nuevas enfermedades por descubrir».

    No había pasado más que un año cuando se identificó el virus del Ébola. Poco después, el editor del primer compendio autorizado sobre la nueva zoonosis avisaba: «Cuanto mayor sea el cambio medioambiental provocado por el ser humano, mayor será el riesgo de aparición de una zoonosis, nueva o vieja». El VIH hizo que el problema fuera aún más urgente. En los noventa, el campo de las «enfermedades infecciosas emergentes» pasó de ser una «mera curiosidad» a una disciplina extensa. Tras el susto de la gripe aviar H5N1 de 2005, el Gobierno de Estados Unidos dio inicio al programa PREDICT, que detectó cerca de mil nuevos virus en una década, incluyendo nuevas cepas del Ébola y de coronavirus. La administración Trump cerró el programa el año pasado.

    Cualquier aspecto de la humanización de la naturaleza va a causar lo que los científicos llaman «contaminación por patógenos», la difusión de una enfermedad entre diferentes especies de animales. Las enfermedades como la de Lyme o la del Nilo Occidental proliferaron porque la reducción de la biodiversidad dio como resultado un crecimiento asimétrico de otras especies portadoras, como el ratón de pies blancos o los petirrojos. La deforestación y el cambio climático expanden el hábitat de los mosquitos, lo cual hace que el dengue, el virus de Zika, la malaria y otras enfermedades sean cada vez más comunes. La actual erupción de nuevas enfermedades es un problema no solo para los humanos, sino también para los animales. Por ejemplo, las nuevas enfermedades corales están relacionadas con la floración de algas y el cambio climático y los gatos han transmitido la toxoplasmosis a los delfines giradores y a las belugas.

    La ganadería industrial ha sido la principal responsable de que volvamos a la edad de piedra de la salud pública. Ni siquiera los pingüinos emperadores de la Antártida están a salvo de este cambio de época. Ahora están plagados de bursitis, una enfermedad que surgió en los años ochenta de las entrañas de las grandes granjas industriales de aves de corral en la costa oriental estadounidense. El crecimiento de la industria de la ganadería, con unos cuatro mil millones de hectáreas, abarca el 40% de la superficie no habitable del planeta, lo que hace que sea la principal interfaz entre la humanidad y la naturaleza, y por tanto el primer portal para nuevas enfermedades.

    La agricultura también ha cambiado cualitativamente. El capital genera una presión increíble para que se incremente la eficiencia de la producción alimentaria a expensas de la salud. El propio Marx criticó a Robert Bakewell, un famoso criador capitalista de del siglo XVIII, por reducir «el esqueleto de una oveja al mínimo requerido para su existencia». Bakewell, efectivamente, criaba a los animales con el fin de que tuvieran menos masa ósea para aumentar su voluminosa carne. A diferencia de muchos de sus epígonos, Marx se percató de que uno no necesita una teoría aislada para analizar los aspectos ecológicos del capitalismo, pues la mirada ciega del capital no veía la diferencia entre animales y máquinas.

    Los Bakewell de hoy en día manipulan la genética animal para impulsar la producción de huevos o aumentar la carne de la pechuga, incluso al coste de sistemas inmunes debilitados. Las empresas crían animales genéticamente similares —incluso clones— en instalaciones masificadas vulnerables a los brotes. El uso generalizado de antibióticos puede mantener la enfermedad a raya (y acelerar las tasas de crecimiento de los animales), pero al coste de crear «superbacterias» como el MRSA, una bacteria que come carne y que ya es habitual en hospitales de todo el mundo. Incluso enfermedades provocadas por bacterias comunes, como las infecciones del tracto urinario, son cada vez más resistentes a tratamientos que hace una década habrían funcionado; cada año, unos 35.000 estadounidenses mueren por infecciones resistentes a los antibióticos. Se estima que el 71% de las chuletas de cerdo que se venden en los supermercados estadounidenses contienen bacterias resistentes a los antibióticos; el porcentaje para la carne de pavo es incluso mayor, un 79%.

    El virus Nipah, identificado por primera vez en una ciudad malaya en 1998, muestra que las distintas ramificaciones de la crisis ecológica convergen para crear epidemias. Para aumentar beneficios, los granjeros habían plantado huertos de mangos junto a sus piaras de cerdos para poder utilizar el estiércol como fertilizante. La deforestación por la tala y quema había expulsado de su hábitat natural a los murciélagos de la fruta, que tuvieron que alojarse en árboles recién plantados, desde donde serían capaces de transmitir la enfermedad a las piaras y de ahí pasaría a las personas. Los murciélagos, además, eran más vulnerables a la enfermedad, dado que, por la fragmentación de su población, tan solo tienen una exposición esporádica. Lo que en su momento fue un virus inofensivo entre los murciélagos acabó causando severos problemas neurológicos en cerdos y humanos. El virus mató aproximadamente a un tercio de sus víctimas en Malasia, pero a siete décimas partes en un brote posterior en el Sudeste Asiático. Solo se detuvo su expansión tras una estricta cuarentena y el sacrificio de un millón de cerdos; no es casualidad que el brote partiera de la principal explotación porcina del país.

    Liberemos la lenteja

    Los epidemiólogos que trabajan con el acervo de la salud planetaria tienen claro lo que hay que hacer. Un corpus de investigaciones cada vez mayor sugiere que el cambio en el uso de la tierra es «el principal impulsor de las enfermedades infecciosas emergentes [EID por sus siglas en inglés] entre la vida salvaje, los animales domésticos y los humanos». De manera más específica, «la creciente demanda de carne y productos cárnicos por parte de la población humana ha dado lugar a un contacto sin precedentes entre humanos y animales». Parte de la solución ha de ser «la conservación de áreas ricas en diversidad de vida salvaje reduciendo la actividad antropogénica».

    La Asociación Americana de Salud Pública ha pedido una moratoria a la ganadería industrial. En los inicios del brote del SARS de 2003, el boletín de la asociación publicó un editorial abogando por un cambio en «el modo en que los humanos tratan a los animales; básicamente, dejar de comerlos o, al menos, limitar radicalmente la cantidad de animales que se comen», como una medida básica de salud pública. «Un cambio así, si se adoptara o impusiera de manera suficiente, podría reducir el riesgo de una epidemia de gripe».

    En estos momentos el planeta está siendo relativamente afortunado, dado que las cadenas de suministro de alimentos que sostienen la vida se han mantenido hasta ahora intactas, pero no hay garantía de que los desastres naturales vayan a espaciarse en el tiempo, especialmente con el cambio climático. Imagínese la emergencia que sería que simultáneamente hubiera enfermedades zoonóticas de aves acuáticas durante una gran inundación en el Sudeste asiático, al tiempo que una sequía arrasa las cosechas de las regiones productoras de grano. Un desastre de esta escala, que se hace más probable con cada molécula de CO2 que se emite a la atmósfera, con cada microbio que salta de un animal a un humano, con cada milímetro de aumento del nivel del mar, daría lugar a un sufrimiento extraordinario.

    Para limitar el impacto de las futuras pandemias al tiempo que se pone freno a la extinción masiva y se mitiga el cambio climático, deberíamos luchar por reestructurar nuestros sistemas alimentarios y abandonar la producción de carne. El informe EAT-Lancet, escrito por treinta y siete académicos y científicos climáticos en nombre de una importante revista médica, defiende un aumento extraordinario en el consumo de verdura, fruta, granos saludables y proteínas vegetales y una reducción drástica en la carne y los lácteos.

    Esas reducciones las asumirían sobre todo los ricos del carnívoro mundo desarrollado, los cuales comen dos o tres veces más carne que la media en los países pobres. Sin embargo, llegado un punto nuestro horizonte político debería imaginar dietas basadas en vegetales para casi todo el mundo. No son sostenibles las dietas que obligan a la deforestación a fin de ganar terreno para los pastos en algunas de las regiones más biodiversas de la Tierra, como la selva amazónica. Si la mayor parte de las sociedades fueran capaces de adoptar la dieta EAT-Lancet, se estima que se evitarían unos once millones de muertes al año; se evitaría la malnutrición y a la vez se minimizarían las principales enfermedades no transmisibles como la diabetes o los problemas cardiacos. Dejar de comer carne y resilvestrar vastas zonas del planeta —quizá incluso la mitad, como propone el controvertido conservacionista E. O. Wilson— debe formar parte del programa socialista.

    Confiar en las vacunas, los antibióticos y los antivirales para lidiar con las futuras epidemias es como si para salvar del cambio climático nuestra sociedad basada en los combustibles fósiles confiásemos en la captura de dióxido de carbono o en la geoingeniería. Nunca cupo esperar que PREDICT fuera a detectar todos y cada uno de los brotes nuevos, incluso si no hubiera sido saboteado por el actual gobierno. El capitalismo no puede solucionar los problemas que genera; las grandes farmacéuticas invierten menos de lo que se debería en vacunas y antivirales porque los pingües beneficios se hallan en las enfermedades propias de la opulencia como la diabetes o la disfunción eréctil. Sin embargo, lo más preocupante es que los resultados también son esquivos incluso en campos bien financiados. La pandemia del VIH/SIDA, que ha matado a treinta y dos millones de personas, demuestra que no se pueden solucionar todas las enfermedades con una vacuna. Tras el brote del SARS en 2003, la OMS señaló que «mientras que la ciencia moderna tenía su rol moderno, ninguna de las herramientas técnicas modernas había tenido un papel relevante en el control del SARS; más importante en esa tarea fueron las estrategias del siglo XIX basadas en rastrear el contacto, en la cuarentena y en el aislamiento». Como socialistas, deberíamos pensar de manera estructural y ser escépticos respecto a las «soluciones» técnicas y a los parches —especialmente porque la eficacia de la medicina moderna parece estar menguando— y, en su lugar, dirigirnos directamente a la raíz del problema.

    Ya debería estar claro que la humanización de la naturaleza no ha llevado a la reconciliación entre esta y la humanidad, sino más bien a la ruina de ambas. Deberíamos ser conscientes de los límites de la consciencia humana, de que nuestro bienestar está ligado a complejos sistemas naturales que nunca comprenderemos totalmente. En lugar de la inconsciencia de que el mercado dirija la naturaleza y la sociedad, la izquierda debe esforzarse por gestionar de modo consciente los asuntos humanos, pero tener humildad y dejar que la naturaleza sea salvaje. Esto no es una especie de necedad mística, sino un implacable análisis sobre cómo nos hemos metido en este embrollo.

    Un nuevo socialismo construido a escala geológica ayudará a la ciencia a lograr lo que no puede conseguir por su cuenta. Para ello, necesitamos ver que las mismas fuerzas económicas tóxicas se hallan en el corazón tanto de las pandemias como del cambio climático. Los socialistas no podemos reconstruir el mundo hasta que no entendamos cómo se ha desbocado. Esta comprensión proviene no solo de la implicación en la ciencia, sino también de la crítica reflexiva. Como habría remarcado Jenner, el «amor por el esplendor» y «la indulgencia hacia el lujo» —ya sean la carne, la piel, las mascotas o los productos testados en animales— por parte de la izquierda han impedido ver su complicidad con la peligrosa devastación de la naturaleza.

    DREW PENDERGRASS es doctorando en ingeniería medioambiental en la Universidad de Harvard. TROY VETTESE es historiador medioambiental y está cursando su posdoctorado en la Universidad de Harvard. Ambos autores publicarán el libro Half-Earth Socialism en la primavera de 2021.

    La ilustración de cabecera es «Chicken Truck» (2008), de Sunaura Taylor. El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

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