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  • Apropiarse y resistir – La cadena global de suministros está en disputa

    Apropiarse y resistir – La cadena global de suministros está en disputa

    Por Thea Riofrancos.

    Este texto fue originalmente publicado bajo el título «Seize and Resist» en The Baffler.

    La globalización está siendo asediada desde todos los flancos. Resulta difícil precisar cuándo empezó el conflicto: el concepto —y el proceso al que se refiere— casi es indistinguible de la polémica que lo rodea. El 1 de enero de 1994, el día que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio para América del Norte, fue también el día que el EZLN le declaró la guerra al gobierno mexicano. En el año 1999 apareció en Estados Unidos el movimiento altermundista en la Batalla de Seattle; en el sur, aquello llegó a su punto álgido con el Foro Social Mundial de 2005 en la ciudad brasileña de Porto Alegre, que contó con la participación de quince mil personas. Unos años más tarde, el «movimiento de las plazas» ocupó espacios públicos desde El Cairo a Nueva York pasando por Atenas. Estos hechos coincidieron con toda una etapa de movimientos de resistencia al libre comercio y a la hegemonía estadounidense en Latinoamérica, que culminó con el giro a la izquierda, que a su vez precedió a la dispersión global de los populismos de izquierdas y derechas que, aunque diametralmente opuestos en sus diagnósticos, apuntaban a las insípidas políticas de gestión de las democracias de mercado.

    Y aquello fue solo el comienzo. Después de sobrevivir a la inestabilidad causada por los movimientos sociales y las crisis financieras, el destino de aquella utopía en torno a una Tierra aplanada —el sueño de una humanidad global conectada entre sí a través de las nervaduras de un comercio pacífico, de la comunicación digital y de las instituciones internacionales, con la protección del benévolo imperialismo estadounidense— entró en otra fase de incertidumbre. Hubo varios continentes en los que el nacionalismo de derechas, nutrido por el neoliberalismo, se hizo con el poder estatal. Tuvieron lugar guerras comerciales, se abandonó el multilateralismo y se reconfiguraron las alianzas históricas. La integración global ya estaba en su punto más bajo cuando en China surgió el coronavirus para después expandirse por todo el mundo gracias a los canales de interconexión transnacional. Se paralizaron las cadenas de suministro, que tienen su base en una circulación sin fricciones y en la producción just in time; mientras tanto, los líderes políticos de todo signo ideológico lamentaban la «dependencia» no solo de China, sino de una producción globalmente dispersa, que se encarga de fabricarlo todo, desde lo más superficial (la moda) a lo más esencial (los equipos de protección). En su lugar, apelaron a una «relocalización» de las cadenas de suministro, a la reducción de la escala productiva a niveles domésticos y regionales y a mantener el equilibrio entre la eficiencia económica y las recientes exigencias de salud pública. ¿Estamos contemplando el ocaso de la globalización?

    Como siempre ocurre en el capitalismo, las apariencias engañan. Desmantelar los procesos mundiales de extracción, producción, distribución y finanzas sería una tarea extremadamente compleja. Estos procesos están mediados por tecnologías de transporte (contenedores, tránsito intermodal) e informática (IA, aprendizaje automático, robótica); organizados en geografías económicas diversas (corredores, pasarelas, clústers, zonas económicas especiales); estructurados por relaciones interempresariales e intraempresariales en desarrollo (deslocalización, subcontratación, reintegración vertical) y formas de poder mercantil (monopolios y monopsonios); y, en última instancia, vienen posibilitados por la autoridad estatal, que pone a su disposición la infraestructura logística y regulatoria que requieran y su aparato represivo para defender a toda costa el flujo de mercancías. El «capitalismo desglobalizado» roza el oxímoron. Desde sus albores, con en el comercio de esclavos transatlántico y la desposesión indígena, la lógica del beneficio viene ejerciendo una fuerza centrífuga; el anhelo de acumulación es espacialmente totalizador. En la teoría el capitalismo puede ser cualquier cosa, pero el capitalismo realmente existente siempre ha confiado en la desvalorización globalmente desigual del trabajo y la naturaleza, en el sacrificio de las vidas y los ecosistemas más remotos en el altar de la producción incesante y en la expulsión continuada de poblaciones que o bien sobran o bien son superexplotadas.

    El repliegue nacionalista es, por tanto, una fantasía, pero las fantasías pueden ser políticamente muy potentes: en la práctica, la exigencia de «traer de nuevo la producción a casa» es el presagio de un mundo sombrío con políticas migratorias aún más duras y cadenas de suministros cada vez más protegidas por la violencia estatal. Hoy la tarea de la izquierda es la de comprender la escala fundamentalmente planetaria del capitalismo global —y los horizontes planetarios de nuestros proyectos transformadores—. Es esta interdependencia planetaria —su realidad brutal y su posibilidad emancipatoria— lo que Martín Arboleda describe con rigor y generosidad en Planetary Mine. Territories of Extraction Under Late Capitalism (Verso Books, 2020). Y, al hacerlo desde la atalaya de las vastas zonas de extracción que se extienden desde Chile hasta China —minas, refinerías, puertos, barcos, centrales eléctricas, centros de procesamiento de datos y ciudades enteras que funcionan como centros logísticos para el capital—, Arboleda no solo coloca la periferia en el centro, sino que le da la vuelta a nuestro depauperado vocabulario espacial. Los márgenes del sistema mundial no están ni mucho menos atrasados: en ellos se ponen en práctica las técnicas de explotación más novedosas y son la vanguardia de los futurismos subalternos.

     

    Leviatán fragmentado

    Hay fragmentos de esta mina planetaria por todas partes. Dada la procedencia de los materiales utilizados como accesorios para fontanería, cableado eléctrico, ventanas y demás, los paisajes urbanos son «minas invertidas»: los rascacielos no solo son levantados con materiales minerales; su construcción es posible gracias al alumbrado, la ventilación y los ascensores que originalmente fueron inventados para la industria de la extracción subterránea. Los fragmentos también están presentes en las «prácticas y costumbres casi imperceptibles que […] tejen juntas la fábrica de la vida cotidiana»; tierras raras, litio, cobalto, níquel y cobre son ingredientes esenciales para un sinfín de dispositivos electrónicos. La mina planetaria permite que tengan lugar nuestros encuentros románticos y nuestras rutinas de ejercicio, así como los extendidísimos ámbitos de la vigilancia estatal y la disciplina laboral.

    El progreso tecnológico es el producto y el instrumento de la extracción. Es gracias al «salto cualitativo en […] la robotización e informatización» por lo que la frontera extractiva sigue extendiéndose y ya alcanza las impresionantes cimas de los Andes que se ciernen de modo amenazador en Planetary Mine y, de una manera más especulativa, llega también a los tesoros minerales del fondo oceánico y a los depósitos extraplanetarios de los asteroides más cercanos. Los minerales sirven para alimentar las máquinas que, a su vez, extraen más minerales. El trabajo humano —ya sea el trabajo degradado en los sectores de servicios informales que proliferan alrededor de las minas y los centros logísticos, o el cada vez más proletarizado trabajo profesional de ingenieros y programadores— funciona como un apéndice del aparato técnico. El ritmo de automatización se ha acelerado con el crecimiento del comercio entre Latinoamérica y China, cuyo volumen se multiplicó más de tres veces entre 2000 y 2011. Buena parte de este comercio es el de minerales, soja, petróleo y carne de vaca, lo que conforma una densa red de «interdependencias sociometabólicas» entre estas dos regiones. Para dar una idea de la escala, cabe mencionar el Valemax, «el segundo barco carguero más grande del mundo», con capacidad para transportar 450.000 toneladas de peso muerto, y que transporta carbón de China a Brasil y porta hierro en el viaje de vuelta. La descripción de Arboleda representa un culmen industrial, «aterrador e imponente» a partes iguales, que recuerda el bestiario victoriano de los vampiros y los monstruos de Frankenstein, aunque ahora actualizados a cíborgs, como los «megabulldozers» robotizados capaces de «operar en condiciones de gran altitud, nula visibilidad y condiciones atmosféricas adversas».

    Por supuesto, es solo en combinación con el trabajo como estas máquinas adquieren su fuerza vital. Desde 1992, cuatrocientos millones de campesinos chinos han sido forzosamente «descampesinizados» para que empezasen a trabajar en las fábricas, pero también en la otra costa del Pacífico los campesinos y los pueblos indígenas son expulsados de sus tierras. A este proceso Marx lo llamó «acumulación primitiva»: la forzosa separación de las personas de sus medios de subsistencia, empujándolas así al trabajo asalariado y al nexo a través del dinero. Estos cambios en la estructura de clases no se desarrollan en paralelo, sino que están relacionados entre sí. La reproducción de la clase obrera china depende de la desposesión de los campesinos latinoamericanos, y la deforestación, la contaminación y las epidemias de cáncer que implican la extracción rapaz y la megaagricultura. La condición de subordinación que comparten es, para Arboleda, una de las claves para las condiciones compartidas de su emancipación: los trabajadores chinos y chilenos tienen más en común entre sí que con sus respectivas clases dominantes. Y, en lo que sirve como un útil correctivo a los tropos sinófobos, China no debería ser vista como un hegemón manipulador y conspirador obcecado con la dominación mundial. Más bien, y parafraseando a Stuart Hall, el imperialismo es la forma que a través de la cual es vivido el capitalismo. Desde este punto de vista, el papel de la banca y de las empresas chinas en la expansión de la frontera extractiva es una expresión de un proceso de carácter global.

    Desde esta perspectiva planetaria, las categorías de «centro» y «periferia» de la teoría tradicional del sistema mundo no cuadran en tanto que unidades con delimitaciones nacionales. Más bien se dan en una relación fractal que se repite a distintas escalas. Arboleda pone el foco en lo urbano. En Chile, la mina planetaria se despliega a través de un «asombroso, árido y fracturado paisaje urbano», la desértica región del norte «en la cual se dan la mano la riqueza y la miseria». La ciudad de Antofagasta constituye un nodo clave en la economía minera; su espacio urbano funciona como infraestructura para posibilitar «el flujo, la conectividad y la velocidad» en las cadenas de suministro de la minería. Bajo la circulación sin costuras de productos, trabajo y capital hay un «frenético movimiento de grúas portuarias, buques de carga, trenes, camiones y trabajadores industriales». Tanto los trabajadores como las ciudades existen para servir a lo que el difunto académico marxista Moishe Postone llamó la «rueda» de la acumulación. Los paisajes y el trabajo están íntimamente vinculados: el mismo entorno artificial transformado por la extracción intensiva en capital y las infraestructuras logísticas de apoyo es lo que produce el llamado «trabajador colectivo», un organismo internamente heterogéneo que comprende ingenieros y trabajadores domésticos, programadores y camioneros que residen en un espacio segregado de torres brillantes y contaminados poblados chabolistas.

    La otra cara de tener un flujo de bienes sin sobresaltos es la incesante precarización de los trabajadores. Esta condición es experimentada tanto en el trabajo (la mayoría de los estibadores chilenos tiene contratos temporales) como en la esfera habitacional, donde predominan asentamientos urbanos inseguros. Y el lugar del estado es el de ensamblar estos «espacios escleróticos» al «aparato mecánico autónomo» de la logística de la cadena de suministro. La regulación tecnocrática y la fuerza represora son lo que hacen que la rueda no se detenga.

    Los cuellos de botella del capital

    Es el poder del estado lo que establece las condiciones para el capitalismo. En Chile, el marco legal heredado de la brutal dictadura neoliberal de Augusto Pinochet (1973-1990) transformó el agua en una mercancía, privatizó compañías estatales y estableció un sistema de concesiones mineras que permitía la expropiación de las tierras de campesinos y pequeños propietarios. En el proceso, se transfirieron a los capitalistas vastos depósitos de gran riqueza natural, poniendo los cimientos del llamado «milagro económico chileno». El surgimiento de la propiedad privada y el intercambio mercantil fueron de la mano de una violenta «lógica de la expulsión», gracias a una legitimidad estatal basada en el aislamiento institucional de los tecnócratas respecto al dominio de la violencia militar. Pero el desarrollo de la fuerza extraeconómica no es solo una aberración histórica, es también un garante permanente de la «libertad económica». La unidad organizativa del estado y el capital se expresa en «camiones de policía, cañones de agua y botes de humo empleados contra los estibadores y los mineros en huelga». De hecho, la insurgencia minera —que brota al unísono junto al régimen de trabajo flexibilizado— preocupa especialmente a los gestores de la cadena de suministro que hay en la burocracia estatal y en las empresas privadas. Tal como relata Deborah Cowen, desde sus orígenes en el desarrollo de la logística militar, las cadenas de suministros siempre han reunido capital y coerción. Tras el 11 de septiembre, estas redes globales están gobernadas por una lógica seguritaria que identifica huelgas, terrorismo y piratería como amenazas al traslado ágil de bienes a través de «corredores» y «pasarelas» transnacionales.

    Resistir frente a este gigante es una tarea titánica, y no hablemos ya de transformarlo. Pero Arboleda encuentra esperanza en la acción insumisa de trabajadores, campesinos y pueblos indígenas que se enfrentan a la explotación, la desposesión y la contaminación. Ve este sujeto popular «plebeyo» no como una comunidad romántica y precapitalista, sino más bien como una articulación. Parte humana y parte máquina, esta colectividad insurgente otorga una nueva función a la interdependencia mediada tecnológicamente por la modernidad capitalista. El capital puede ser una criatura de Frankenstein, pero para el capital el monstruo es el sujeto emancipatorio que él mismo desata. Cuando los trabajadores y las diferentes comunidades hacen una huelga, sabotean infraestructuras y ocupan las minas y los territorios que estas engullen, lo que hacen es afirmar su control sobre el movimiento de personas, mercancías y beneficios. Estas acciones son al mismo tiempo económicas y políticas; exponen la totalidad interrelacionada del estado y el poder empresarial.

    Las luchas en las minas van más allá de las meras reivindicaciones laborales. En 2006, durante la ocupación de la mina de cobre de La Escondida, explotada por varias empresas extranjeras, el sindicato organizó, junto con un movimiento de mujeres, un campamento en el que se celebraban asambleas, se tocaba música y se enseñaba pedagogía radical. Las políticas subalternas también se extienden más allá de la mina. En el largo conflicto de la mina de oro de Pascua Lama, que se inició con su apertura en 2001, las comunidades de campesinos directamente afectadas fueron protagonistas fundamentales. Los residentes del valle Huasco se han manifestado a través de diversos grupos de agricultores, de defensa de la tierra y ecologistas mediante acciones directas —incluida la destrucción de la infraestructura minera—, marchas y manifestaciones contra las juntas de accionistas de Barrick Gold para denunciar la amenaza que la compañía supone para su supervivencia y la de los ecosistemas. Estas acciones han demostrado ser efectivas: la mina sigue en un limbo legal y lleva tres años sin funcionar. Su organización ha logrado algo quizá tan crucial como es la demora de la mina: las comunidades afectadas se han erigido en un actor colectivo regional y han liberado su interdependencia alienada de la dominación del capital.

    Estas formas de poder popular tienen un gran impacto, pues ralentizan el avance del extractivismo en unos cuellos de botella que resultan críticos. La fuerza de la cadena de suministros contemporánea reside en su complejidad, pero esta es también la fuente de su vulnerabilidad; la resiliencia y el riesgo están entrelazados. Cada nodo de la cadena es susceptible de sufrir fallos tecnológicos, alguna insurgencia laboral, protestas indígenas y, de manera cada vez más frecuente, fenómenos climáticos extremos provocados por el cambio climático. La mina planetaria multiplica los lugares de la lucha de clases, la cual reverbera de los puertos a las minas, de las favelas a los tribunales. Estas luchas apuntan al reordenamiento radical de las relaciones entre «los pueblos, las ecologías y las tecnologías» que el capital combina a su manera en su incesante búsqueda de beneficio.

    Los monográficos sobre extractivismo tienden a centrarse o bien en las elitistas esferas de la empresa privada, en la represión política y en las altas finanzas, o bien en las movilizaciones de base de las comunidades locales. Planetary Mine hace ambas cosas. La forma en que Arboleda cuestiona la explotación es comparable en su intensidad con su fidelidad a «las imágenes oníricas de los paisajes tecnológicos del mañana». En un presente tan sombrío como el nuestro no hay manera de encontrar utopía alguna, pero sus ingredientes están por todas partes. 

    Aunque las luchas en la cadena de suministros son distintas y sus tácticas diversas, la única posibilidad que Planetary Mine no analiza directamente es la de tomar elementos del aparato estatal para imponer una redirección de la economía, no hacia la extracción sino hacia la prosperidad socioecológica. Que esta posibilidad parezca aquí insignificante podría tener su origen en que el libro pone su foco sobre Chile. A pesar de oleadas de revueltas populares, las últimas de las cuales han tenido lugar entre octubre de 2019 y marzo de 2020, el estado chileno ha demostrado una gran habilidad a la hora de desviar y fragmentar el poder político de la izquierda. El escepticismo estatal de Arboleda es también producto de su rigurosa teorización, que rechaza las ideas tanto de Ralph Miliband como de Nicos Poulantzas en los debates de los años setenta acerca del Estado. En pocas palabras, Miliband veía el estado como un instrumento del capital, mientras que para Poulantzas era «relativamente autónomo» con respecto de la clase dominante. Al contrario, Arboleda hace hincapié en la unidad organizativa del estado y el capital, y en la primacía de lo planetario. La pretendida autonomía de los estados es al mismo tiempo «ilusoria y real»; esa contradicción es de hecho la condición de su fuerza legitimadora. Y los estados-nación, según él, son «partes alícuotas» del mercado mundial: porciones de un todo, más que unidades separadas.

    Aquí y ahora

    Planetary Mine pone sobre la mesa un horizonte revolucionario en el que son abolidos tanto el trabajo asalariado como el estado tal como lo conocemos. Los movimientos que describe Arboleda seguramente han obstaculizado el avance de la frontera extractiva. Sin embargo, al carecer de cierta forma de institucionalización, estas victorias siguen siendo provisionales y prefigurativas, y aplazan sine die los futuros que ellas mismas conjuran. En cualquier parte del mundo —así como en el pasado— los movimientos políticos de izquierdas han acabado tomando el poder estatal y han intentado, con distintos grados de éxito y participación, transformar la sociedad. Estos experimentos han arrojado luz sobre temas espinosos acerca de cómo hacerlo, desde la vía parlamentaria al socialismo pasando por el poder dual, así como sobre conceptos que aún han de ser inventados y los escollos de cada uno de los enfoques. Pero en un contexto de catástrofe climática acelerada, enorme desigualdad y violencia etnonacional, es difícil imaginar una vía a la transformación que no pase por el estado. Si el estado-nación es, como acertadamente sostiene Arboleda, la «expresión concentrada de un proceso cuya escala es planetaria», ¿no es por tanto un terreno de la lucha de clases universal? Teniendo en cuenta que el capital y el Estado forman la totalidad del orden social, luchar por el control del Estado —sus instituciones representativas, regulatorias, financieras y legales— es un medio a través del cual plantar cara al control del capital sobre la inversión, la producción y la distribución. El Green New Deal está motivado por esta estrategia, como lo está también el pacto ecosocial que tanto impulso está ganando en Latinoamérica (también, no olvidemos, el actual trabajo de Arboleda sobre las cadenas de suministro agrícolas, que, de manera explícita, plantea la cuestión del poder estatal y la planificación económica). Estos proyectos transformadores proponen que la justicia climática solo se puede lograr a través de una relación entre la lucha extraparlamentaria y los representantes políticos de izquierdas.

    El capitalismo está en la mismísima raíz de la crisis climática. El capitalismo verde, aunque es una contradicción en sus términos, se encuentra en un estado embrionario. No obstante, sin la intervención del estado no es posible ningún tipo de reorientación verde de la economía; la cuestión es qué forma va a adquirir y a qué intereses va a servir dicha intervención. En la Unión Europea se está diseñando el boceto de lo que se podría llamar un capitalismo climate-smart, que articula una mezcla de financiación pública e incentivos regulatorios para empujar a los inversores hacia los sectores verdes. El enfoque que tiene su política industrial es el de socializar el riesgo y las inversiones iniciales, mientras que los beneficios son privatizados. Se trata de un regalo al capital en una época de estancamiento secular, con su toque de greenwashing incluido.   

    ¿Cuál es la alternativa ecosocialista? Arboleda se enfrenta de manera decidida y convincente al nacionalismo tanto en sus políticas como en su análisis. Al igual que sucede con los circuitos extractivos que son descritos en Planetary Mine, también las cadenas de suministros para las tecnologías verdes, tales como las turbinas eólicas o los vehículos eléctricos, deberán traspasar fronteras. Y eso es lo que van a hacer: los recursos necesarios están desigualmente distribuidos por la corteza terrestre y a lo que debería comprometerse la izquierda es a que el acceso sea global, lo cual implica priorizar una distribución globalmente equitativa. Las lejanas redes de producción son nodos estratégicos sobre los cuales ejercer el poder popular del siglo XXI. Desde los bloqueos indígenas a la extracción de litio en Chile, a la organización obrera en las fábricas de Tesla en Estados Unidos, las diferentes comunidades y la gente trabajadora resisten frente al incipiente capitalismo verde e imaginan futuros verdes alternativos. Este tipo de resistencia es una condición necesaria pero insuficiente para una transición ecosocialista: solo tenemos una década para evitar lo peor del caos climático y el estado tiene la capacidad de reorientar la actividad económica aquí y ahora. La inversión pública, un sistema financiero democratizado, regulaciones estrictas, un sistema de propiedad público y obrero y las políticas industriales y comerciales tienen un papel importante en la construcción de un futuro democrático y con bajas emisiones. Si están en manos de los movimientos sociales, de los sindicatos y los agentes estatales aliados con ellos, estas herramientas pueden servir para diseñar un nuevo mundo a partir del viejo, que ahora mismo está agonizando.

    Desde la mina planetaria a la fábrica global, está en juego la futura organización de las cadenas de suministros. Las luchas de base al margen del poder estatal, contra él y a través de él ayudarán a dar forma al orden económico por venir.

    THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso) y es autora de Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press). Además, ha publicado diversos artículos en medios como The New York Times, n+1 o Dissent, entre otros.

    La ilustración de cabecera es «Cerro de Potosí», de Petrus Bertius (1565-1629). El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

  • «Nuestra lucha es la de una fuerza contra otra, no la del conocimiento contra la ignorancia» Entrevista con Andreas Malm

    «Nuestra lucha es la de una fuerza contra otra, no la del conocimiento contra la ignorancia» Entrevista con Andreas Malm

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    Andreas Malm (Mölndal, Suecia, 1977) se ha convertido en uno de los pensadores con más visibilidad dentro del ecosocialismo, también en el estado español, con dos libros aparecidos en apenas unas semanas y otros más que están por venir. Desde que publicara Capital fósil, recientemente traducido al castellano, su preeminencia no ha dejado de crecer, en parte debido a la claridad y el vigor de su manera de escribir, pero sobre todo gracias a la contundencia (incluso la brutalidad) de sus análisis y propuestas. La editorial Errata Naturae ha publicado hace poco uno de los últimos libros del autor sueco, El murciélago y el capital. Coronavirus, cambio climático y guerra social, en el que, inspirándose en cómo los bolcheviques lidiaron con una situación catastrófica de varias dimensiones (social, política, económica, bélica, energética…) durante el fin de la primera guerra mundial, la revolución de octubre y la guerra civil rusa, propone retomar la noción de comunismo de guerra y poner en marcha un leninismo ecológico que nos permita salir de la actual crisis ecosocial global, la cual se está manifestando también en múltiples niveles: pandemia, emergencia climática y desigualdades sociales rampantes a escala planetaria. Para ello, Malm pone sobre la mesa la necesidad de apropiarnos de todos los recursos materiales y sociales a nuestro alcance, utilizarlos para recuperar el ímpetu comunista de salvación y redirigir esta crisis contra sus causas y, especialmente, contra sus causantes. Hemos tenido la oportunidad de entrevistar al autor en torno a estas propuestas, sus complicaciones y sus posibilidades.

    Aunque a primera vista podría parecer que el cambio climático y la crisis del COVID-19 presentan profundas similitudes debido a sus implicaciones globales y de urgencia, en tu libro subrayas las muchas diferencias que hay entre ellos. Pese a que no existían muchas pruebas científicas acerca del COVID-19 ni análisis políticos sobre las posibles soluciones, muchos gobiernos aplicaron medidas rápidas y drásticas sin demasiado debate político. En el caso del cambio climático, tras décadas de investigación disponemos de una cantidad abrumadora de pruebas sobre sus causas y sobre qué hacer, pero en este momento las medidas que es necesario aplicar parecen políticamente irrealizables. ¿Qué crees que puede aprender el movimiento climático de esta aparente paradoja y de la relativa importancia que tiene la «verdad científica» si no está vinculada a la importancia del poder?

    Esta es una muy buena pregunta, porque señala una lección que al movimiento climático se le debería quedar grabada a fuego después de este año: el progreso no deriva del conocimiento, deriva del poder y del equilibrio de fuerzas. Parece haber una relación inversa entre las acciones más relevantes y la cantidad de conocimiento que las acompaña; como sugerís, la sobreabundancia de pruebas científicas sobre el calentamiento global viene acompañada por una actitud de pasividad, mientras que las acciones más dramáticas para combatir el COVID-19 (se llegó al punto de dejar en suspenso economías enteras) emergen de una base con una comprensión muy rudimentaria acerca de la pandemia. Por lo tanto, el movimiento por el clima ya no puede simplemente seguir pidiendo a los políticos que presten atención y «escuchen a los científicos», un enunciado repetido por gente como Greta Thunberg. Si bien esa postura tiene, por supuesto, muy buenas intenciones, está pasando por alto lo que es la clave del asunto: los políticos se alinean con las posturas científicas solo si los intereses de la clase dominante, responsable de la destrucción que ahora mismo está en marcha, son sobrepasados y derrotados o si estos no aparecen siquiera cuestionados. La pregunta que el movimiento debería hacerse es más bien esta: «¿Cómo construimos el músculo social necesario para obligar a los estados a hacer lo que hace falta?». No tanto «¿por qué no escucháis a la ciencia?» sino «¿cómo forzamos a los gobiernos, tan plegados hasta ahora al capital fósil que han ignorado la montaña inmensa de pruebas científicas, para que empiecen a actuar?». En otras palabras, ¿cómo rompemos los lazos que los unen al capital fósil y los ponemos a funcionar como aparatos que apliquen una transición ecológica? Lo que yo creo, por supuesto, es que esta transición no puede tener lugar sin que los estados se encarguen de ella, pero nunca va a suceder si son los estados los que tienen que tomar la iniciativa: el principal motor serán las fuerzas situadas fuera del estado, fuerzas populares, dentro del movimiento climático y aliado con él, que hagan que los gobiernos se comporten de manera distinta a como lo han venido haciendo hasta ahora. No estoy diciendo que el movimiento (incluida Thunberg y sus cuadros) no hayan intentado lograr precisamente esto; probablemente la generación de 2018-2019 se ha acercado más que ninguna otra dentro de la historia del movimiento a encarnar este papel. Pero tenemos que pensar en nuestra lucha como la de una fuerza contra otra más que como la del conocimiento contra la ignorancia. Porque la política no viene determinada por la presencia de la verdad científica; desde luego, esta es una lección que sacar de la comparación entre la crisis del coronavirus y la crisis climática.

    Afirmas que la deforestación y la destrucción de ecosistemas están entre los principales desencadenantes de la zoonosis, las pandemias y el cambio climático. ¿Qué podrían hacer los países del norte global para frenar esta destrucción y comenzar a restaurar ecosistemas situados más allá de sus fronteras? ¿Está sucediendo esto de algún modo que nos pueda resultar visible?

    Lo primero sería tomar el control público de las cadenas de suministro que llegan a zonas tropicales de tala masiva de árboles. Los estados del norte global deberían dejar de aplicar su capacidad de orden, mando y mapeo sobre la ciudadanía (y, añadiría, sobre la gente migrante) y empezar a hacerlo sobre las compañías que sacan sus mercancías de pastizales y plantaciones y minas y cultivos situados donde hasta hace poco se alzaban bosques. Que esto se puede hacer es evidente, no hay ningún obstáculo técnico. Pero no estamos viendo nada que se le parezca; de hecho, a estas alturas de 2020 solo hemos visto lo contrario: una deforestación acelerada de las áreas tropicales más sensibles del planeta. Las carreteras penetran tanto en las selvas tropicales del Amazonas, del centro de África y del Sudeste Asiático que la integridad de estos ecosistemas se halla en peligro inminente. La devastación del interior del Amazonas llegó este verano a un punto de intensidad nuevo, cuando hubo empresarios que se adentraron en la región para incendiar bosques enteros, al tiempo que el gobierno de Indonesia decidía abrir sus selvas a la inversión extranjera, sin límite alguno a la tala. Y todo eso en mitad de una pandemia, cuando cabría pensar que los estados se lo iban a pensar dos veces antes de dar alas a una mayor destrucción forestal. Porque lo cierto es que la ciencia es tremendamente clara acerca del hecho de que la deforestación es el principal desencadenante de la zoonosis. Cuando las carreteras se abren paso a través de los bosques, los patógenos que habitan en ellos entran en contacto con los seres humanos; cuando se talan bosques enteros, los portadores (como los murciélagos, que portan los coronavirus) se ven obligados a irse a otro lugar. Es aquí donde el contraste entre el coronavirus y el cambio climático se esfuma: es precisamente allí donde se ven involucradas las principales entidades de acumulación de capital donde los estados no han estado preparados para llevar a cabo ningún movimiento contra las causas de la pandemia. En su lugar, lo que hemos visto este año ha sido cómo se echa más gasolina al fuego de la fiebre global: más deforestación, lo que ha causado el surgimiento de nuevas enfermedades infecciosas, junto a una mayor quema de combustibles fósiles. Todos los pasos se están dando en la dirección equivocada.

    En «El murciélago y el capital» hay una idea que aparece con frecuencia y que nos resulta interesante: no solo la deforestación y la destrucción de ecosistemas están entre los principales desencadenantes tanto de las pandemias como del cambio climático, sino que también es muy importante en este sentido la mercantilización y subsunción de la vida animal a los circuitos del capital. Llegas incluso a proponer, de manera bastante provocativa, que deberíamos alcanzar un «veganismo global obligatorio». En este sentido, ¿crees que el antiespecismo, que ahora mismo en la práctica parece estar políticamente separado de la lucha ecologista, podría tener un papel relevante en la lucha contra el cambio climático y viceversa?

    Eso creo, sí. El «veganismo global obligatorio» es, por supuesto, una provocación. No tengo ninguna intención de prohibir el consumo de carne al pueblo sami o a comunidades del Amazonas con las que no se ha establecido ningún contacto. Pero sí que creo que la generalización del veganismo sería un fin deseable dentro de la transición que necesariamente tiene que hacer en su dieta el norte global rico; eso para empezar. Nuestras metrópolis no pueden seguir cebándose gracias a las preciadas tierras que hay por todo el planeta. Lo que hace falta es utilizar la tierra para otros fines que no son ni la producción de carne ni la de lácteos; especialmente se deben dedicar a la resilvestración y la reforestación, que permitirán absorber CO2 y estabilizar el clima. Estamos alcanzando un punto en el que el interés de la humanidad por su propia supervivencia (y debemos suponer que existe tal interés, al menos más allá de las clases dominantes, de la extrema derecha y demás gente que parece poseída por una arrebatadora pulsión de muerte) se está alineando de manera objetiva con la de otras especies. Lo que quiero decir es lo siguiente: la crisis de biodiversidad ahora mismo se ha vuelto también peligrosa para los seres humanos. El COVID-19 es la primera manifestación épica de esta respuesta. Lo que ha sucedido hace poco en la granja de visones en Dinamarca nos ha puesto ante los ojos de nuevo el mismo asunto: al tener enjaulados a quince millones de criaturas, la industria danesa de visones (que es la más grande del mundo, pues produce abrigos de piel y productos de pestañas falsas para un segmento de consumidores espantosamente rico) generó las condiciones perfectas para que el Sars-Cov-2 saltase de nuevo a organismos animales, mutase y volviese otra vez a los seres humanos de una forma potencialmente desastrosa. Por tanto, el estado danés ahora está liquidando esa industria. Esto es algo que, por supuesto, los y las activistas por los derechos de los animales han estado exigiendo desde hace una eternidad por compasión hacia los visones, que necesitan deambular y nadar y andar escarbando; para estas criaturas, la vida en una jaula es de un terror abyecto. Y ahora finalmente se ha convertido en una fuente de terror también para los seres humanos. En el mismo espíritu, el cambio de la comida de origen animal a la de origen vegetal en nuestra dieta debería estar motivado por un interés humano por nosotros mismos. Por decirlo de algún modo, el antiespecismo se convierte así en un abandono con base antropocéntrica del reino animal.

    En tu libro hay una parte en la que hablas de algo que para mucha gente de izquierdas no es fácil de asumir: la necesidad de hacer cesiones, un asunto que incluso los bolcheviques tuvieron que afrontar y que se vuelve aún más inevitable cuando apenas disponemos de fuerza política y queremos empezar a crecer, que es lo que sucede actualmente. ¿Cómo podríamos combinar esta necesidad con la de empezar a ver cambios drásticos de manera inmediata? ¿Cómo puede el movimiento climático empezar a levantarse a partir de esta idea de un diálogo entre reforma y revolución, y no solo a partir de la oposición negativa entre reforma o revolución?

    A mí, que vengo del movimiento trotskista, la conceptualización que más me atrae de la relación entre reforma y revolución sigue siendo la idea de «reivindicaciones transitorias»: se elevan reivindicaciones que articulan intereses materiales inmediatos de los grupos subalternos, pero ello, precisamente por esta razón, entra en conflicto con el statu quo y acaba apuntando aún más allá. Las reivindicaciones más básicas por una transición climática tienen esta forma. La abolición total de aquello que normalmente denominamos «industria de combustibles fósiles» (las compañías que extraen sus beneficios directamente de la producción de petróleo, gas y carbón) es una reivindicación de mínimos para lograr la estabilización del clima. Toda aquella persona que tenga cierta idea sobre la crisis climática sabe también que esas empresas no pueden seguir existiendo en cuanto tales. Deben ser apartadas de la economía de manera inmediata y para siempre. Sin embargo, eso abriría un agujero enorme en el tejido del capitalismo tal cual existe actualmente y no sabemos qué puede surgir al otro lado; perfectamente podría ser alguna versión de una sociedad poscapitalista. No obstante, es importante no poner el carro delante de los bueyes. No se arranca diciendo «acabemos con el capitalismo», esa no es la lógica de las reivindicaciones transitorias. Uno empieza exigiendo lo que es necesario ahora y luego sigue la dinámica social de esa demanda allí donde le lleve. Por poner un caso un poco más concreto, pensemos en un país del que rara vez se habla en este contexto: Francia. La empresa privada más grande del país es Total, una de las compañías de petróleo y gas más grandes del mundo. Como cualquier otra empresa del sector, ahora mismo está planeando una expansión de su producción para la década actual, la misma en la que las emisiones se deben reducir a la mitad a nivel mundial si queremos conservar alguna posibilidad de tener un calentamiento global que esté por debajo de 1,5 ºC. Evidentemente, Total tiene que dejar de existir. La manera más obvia de lograr que eso suceda sería nacionalizar la compañía y poner fin a toda su producción de petróleo y gas (y yo añadiría que habría que convertirla en una entidad dedicada a absorber CO2 de la atmósfera en lugar de a emitirlo). Es también evidente que el estado francés no está pensando hacer esto ni nada que se le parezca. Al contrario, el presidente Macron respalda los planes que tiene Total de irse al Ártico a hacer perforaciones en busca de más petróleo, y lo hace en el mismo momento en el que hay científicos informándonos de que el calentamiento en el Ártico se está dando a tal velocidad que los depósitos de hidrato de metano ubicados en el fondo del mar se están activando, filtrando así a la atmósfera este gas de efecto invernadero ultrapotente, uno de los mecanismos de retroalimentación más temidos y peligrosos del sistema climático. Pero imaginemos que el estado francés, sometido a algún tipo de presión de masas, de hecho socializase Total y se la quedase. ¿Sería eso compatible con el capitalismo tal cual lo conocemos en Francia o apuntaría, de manera más o menos inevitable, a un lugar situado más allá del statu quo? Esa es la lógica de las reivindicaciones transitorias en la crisis climática: trascienden la oposición binaria entre reforma y revolución. Y, en este momento de emergencia, lo cierto es que no podemos permitirnos quedarnos atascados en ningún tipo de insistencia purista en ninguna de las dos. Sencillamente hay que hacer lo hay que hacer.

    Dentro del mismo marco de reforma y revolución, en el libro sugieres que incluso los revolucionarios más radicales del siglo veinte tuvieron que mantener cierta continuidad con el antiguo régimen debido a las circunstancias extremas que estaban afrontando. Las nuestras no solo son extremas, sino que además nos dan muy poco tiempo para reaccionar. ¿Crees que deberíamos hacernos a la idea de que los cambios políticos más importantes de la próxima década para superar lo peor del cambio climático se darán dentro del antiguo régimen capitalista? ¿O esta es la receta perfecta para el desastre y el derrotismo?

    Retomo la respuesta a la pregunta anterior: no podemos aceptar el capitalismo como un marco del que no podemos escapar y en el que tenemos que permanecer mientras resolvemos el problema del clima. No obstante, tampoco podemos decir que solo acabando primero con el capitalismo vamos a poder abordar el asunto del clima. Eso es una bobada. La lógica de la reivindicaciones transitorias, a riesgo de repetirme, es la de insistir en las políticas que resulten más evidentes (pensemos en la petición de paz en Rusia en 1917) y después, dado que estas políticas solo pueden ser llevadas a cabo a través de la confrontación con las clases dominantes, o al menos con fracciones de la clase dominante, prepararnos para ir más allá de su gobierno, si es eso lo que hace falta. La transición climática es un viaje que no empieza (que no puede empezar) con el fin del capitalismo, como tampoco pudo la revolución rusa. Puede terminar en ello, pero eso aún no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que ninguna de nuestras exigencias (emisiones cero, la liquidación de la industria de combustibles fósiles, revertir la deforestación, etcétera) va a darse sin lucha. Y esa lucha debemos darla hasta el final. Todo depende de ello.

    En otras entrevistas has señalado que esta cuarentena a nivel global ha supuesto todo un golpe para la lucha contra el cambio climático, la cual parecía estar en auge antes de marzo. Además, como decíamos antes, la pandemia ha demostrado que es más que necesario un movimiento social potente para dotar de ambición y sentido a las intervenciones estatales. Esto nos podría recordar otro de los preceptos leninistas: debemos estar preparados para aprovechar el momento. ¿Cómo podría prepararse el movimiento climático antes de una posible vuelta a la normalidad, cómo debería proceder cuando eso suceda (si es que sucede)? ¿Crees que la actual situación podría ser redirigida contra el capital fósil? En resumidas cuentas, ¿qué aspecto podría tener hoy ese «momento a aprovechar»?

    Una cosa que defiendo en How to Blow Up a Pipeline: Learning to Fight in a World on Fire, que aparecerá en la editorial británica Verso en enero y algo más tarde en castellano [Cómo dinamitar un oleoducto. Nuevas luchas en un mundo en llamas será publicado también por Errata Naturae], es que el movimiento por el clima tiene que aprovechar los momentos de desastres climáticos, es decir, debemos aprender a actuar cuando nos golpeen sucesos meteorológicos extremos. Hasta el momento, el movimiento ha seguido un calendario ajeno al clima (huelgas los viernes, eventos contra las cumbres de la COP) y rara vez ha ajustado sus acciones a desastres reales, pero la próxima vez que Australia sufra unos incendios infernales, el movimiento debería lanzar una serie de acciones militantes contra la industria del carbón del país, y el próximo verano que Europa padezca un calor y unas sequías insoportables, deberíamos atacar las infraestructuras y tecnologías de combustibles fósiles para dejarle claro a la gente que, a menos que desarmemos esta maquinaria, vamos a arder hasta la muerte. El leninismo ecológico en funcionamiento sería eso: transformar una crisis de los síntomas en una crisis contra las causas. Los momentos de condiciones meteorológicas extremas y el sufrimiento que los acompaña deben ser politizados como los episodios bélicos que en realidad son. Son también los momentos en los que existe el potencial de ganar un apoyo masivo para la resistencia contra los combustibles fósiles; el verano de 2018 en Europa y lo que vino después (Fridays for Future y Extinction Rebellion) así lo indican. Tenemos que aprender a golpear cuando la cosa se está poniendo caliente, de manera bastante literal. Es entonces cuando las acciones militantes de masas se deben escalar, llegando a tomar las infraestructuras y tecnologías de combustibles fósiles, también dentro de las ciudades, para asfixiarlas hasta tal punto que los estados se vean obligados a negociar su desmantelamiento permanente. Pero está claro que hay algo de camino que recorrer hasta llegar ahí.

    Como dices en el libro, el comunismo ha sido un movimiento fuertemente vinculado a las ideas de emergencia y salvación, desde el Manifiesto comunista hasta el periodo de 1914-1945 y hasta, queremos creer, la actual crisis climática. ¿Crees que si abordamos el cambio climático y la destrucción de ecosistemas desde una perspectiva realmente de emergencia, esta sería inherentemente comunista, al menos en espíritu (si es que existe tal cosa)?

    Debemos atrevernos a enfrentarnos a la propiedad privada. Esto es inevitable, es el alfa y el omega. Que eso requiera un comunismo en toda regla es harina de otro costal; yo creo que en ningún caso lo hace de manera axiomática. Uno puede concebir de manera lógica la abolición de las industrias de combustibles fósiles sin la abolición del capitalismo como modo de producción. Pero, de nuevo, la abolición de las primeras perfectamente puede llevar a una ruptura con el capitalismo. A fin de cuentas, las reivindicaciones transitorias básicas y de mínimos apuntan algo que se parece bastante al comunismo de guerra.

    En todo caso, sí afirmas que las experiencias comunistas históricas fueron una especie de operación de rescate a partir de fallos catastróficos anteriores, esto es, fueron empresas inherentemente trágicas. Dices que deberíamos estar dispuestos a aceptar esta situación y a tener por delante una vida de lucha sin cuartel. Todo indicaría que esto es así y, pese a todo, vivimos en sociedades en las que cualquier cambio significativo viene después de haber convencido a un porcentaje importante de la población. Un comunismo del desastre, en estas condiciones, podría parecer un suicidio político perfecto a la hora de hacer campaña por él. ¿Qué opinas al respecto?

    En las pancartas yo no escribiría «¡Comunismo del desastre ya!», sino que plasmaría reivindicaciones como las que hemos mencionado, que puedan granjearse un apoyo extenso, como lo hacen, claro está, la reivindicaciones por un Green New Deal, por una transición justa y otros proyectos similares. Lo que pasa con el comunismo en el siglo veintiuno (si pensamos en el comunismo como una sociedad sin clases en la que todo el mundo tiene sus necesidades básicas cubiertas) es que probablemente tendría que construirse en una situación de escasez más que de abundancia. No tenemos más que pensar en el aumento del nivel del mar. Si crece dos metros, la mayor parte de Bangladés y todo el sur de Irak van a estar inundados, y puede que ya sea demasiado tarde para evitar este crecimiento, dada la velocidad y la irreversibilidad potencial del derretimiento del hielo en Groenlandia y en la Antártida occidental. Así pues, de aquí a un siglo, el comunismo en países como Bangladés o en el sur de Irak tendría una forma más parecida a la del comunismo de guerra o del desastre que a propuestas como el «comunismo de lujo totalmente automatizado», que parten de una «capacidad de suministro extremo» de cualquier bien que podamos desear. Bien pudiera ser que hubiera una escasez extrema de los bienes más básicos, incluso de un suelo sobre el que poner los pies. ¿Cómo cubriríamos entonces las necesidades de todo el mundo? ¿Podemos hacerlo sin dejar atrás las terribles desigualdades que existen en una sociedad de clases? Son preguntas que debemos hacernos de manera seria. Tendríamos que formular nuestras reivindicaciones más inmediatas pensando en evitar hacer más daño a la Tierra, pero sabiendo que hay un daño que ya se le ha hecho.

    Dicho todo esto, cierras tu libro vinculando las ideas de supervivencia y utopía. La de utopía es una noción que nos resulta muy cercana, pensada no solo como la necesidad de dibujar un futuro imaginario mejor, sino también, y de manera muy concreta, un presente diferente. ¿En tu idea de «comunismo de guerra» hay espacio para el pensamiento utópico?

    Desde luego. Como señalo en el libro (si bien no me extiendo en ello, ya lo han hecho otras personas) una transición que deje atrás los combustibles fósiles es compatible con mejoras radicales en las vidas de la gente. Puede venir acompañada de mejores trabajos, trabajos más seguros y, lo que no es menor, menos trabajo: jornadas laborales más cortas, más tiempo libre. De hecho en el comunismo de guerra original existía también una pulsión utópica: la emergencia de la guerra civil rusa ofreció la ocasión de experimentar con una vida sin dinero ni propiedad privada. Evidentemente, no salió demasiado bien. Pero la supervivencia y la utopía no son conceptos opuestos por definición. La primera podría hallarse en la segunda y necesitarla.

    La ilustración de cabecera es «La carga de la caballería roja», de Kazimir Malévich (1878-1935).

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  • Por qué «Hijos de los hombres» atormenta el presente

    Por qué «Hijos de los hombres» atormenta el presente

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    Por Gavin Jacobson.

    Este texto fue publicado inicialmente en New Statesman con el título «Why Children of Men haunts the present moment».

    «A medida que se desvanecía el sonido de los patios de recreo, se aposentaba la desesperación. Es muy extraño lo que sucede en un mundo sin voces de niños».

    Pensé en estas líneas de la película de Alfonso Cuarón Hijos de los hombres en los días después de que la pandemia de coronavirus clausurara Gran Bretaña. Hay una escuela de primaria al otro lado de la carretera en East Sussex, donde vivo, que, hasta el 23 de marzo, todos los días cobraba vida y se convertía en una algarabía de gritos y risas infantiles. Ahora permanece en silencio.

    Más que las máscaras y las muertes durante la noche, las calles vacías o los cielos sin aviones, es esta escena silenciosa la que ha agudizado mi sensación de crisis y me ha hecho evocar la historia distópica sobre el fracaso de la humanidad que contó Cuarón.

    Adaptada de la novela escrita en 1992 por P.D. James, la película de Cuarón fue un fracaso comercial cuando se estrenó en 2006. La crítica la apreció, y su realización costó 76 millones de dólares, pero recaudó menos de 70 millones de dólares en  taquilla. Tras ser pasada por alto en los Oscar y sin mucha promoción de su estudio, Universal, Hijos de los hombres parecía destinada a languidecer en el mundo del cine.

    Pero desde entonces la película se ha convertido en el paradigma cultural del apocalipsis, una imagen singularmente sombría de nuestra desaparición colectiva. En 2016, los críticos internacionales la situaron en el puesto 13 del ránking de la BBC de las 100 mejores películas del siglo XXI. El crítico de cine americano J. Hoberman la describió en 2018 como un «clásico del siglo XXI». Junto con los escritos de J.G. Ballard, la película se ha convertido en una cita cardinal en la era del coronavirus.

    Está ambientada en Inglaterra en 2027, tras una catástrofe no explicada que ha dejado a la humanidad estéril. El planeta está en una situación de colapso y la persona más joven de la Tierra, según nos dicen los reportajes televisivos, acaba de morir a la edad de 18 años. Gran Bretaña existe como un estado autoritario semiestable, el último reducto que queda, y que atrae a los migrantes que huyen de las plagas y la devastación nuclear en sus países de origen. Pero llegan a un ambiente hostil de xenofobia y paranoia incitada por el Estado. Los inmigrantes y refugiados («fugees») son demonizados, cazados «como cucarachas», como dice un personaje, y encarcelados en enormes campos de internamiento en la costa.

    Londres ofrece un panorama sombrío de atentados terroristas y puestos de control; de espacios militarizados, calles sucias y policía con pastores alemanes que gruñen e intentan liberarse de sus correas. Grandes pantallas cuelgan en los laterales de autobuses y edificios, mostrando advertencias sobre los inmigrantes e invitando a que la gente se someta a pruebas de fertilidad.

    A diferencia de los paisajes urbanos de Blade Runner, la capital de Cuarón se parece más a la «Ciudad irreal» de La tierra baldía de T.S. Eliot, un lugar en el que la gente tropieza con «la niebla marrón de un mediodía de invierno», ni muerta ni viva. En el set, Cuarón insistió: «No estamos creando; estamos haciendo referencia». No hay aparatos ni escenarios tecno–punk en Hijos de los hombres, solo alusiones a las tierras colonizadas y zonas de guerra de Palestina, Irak, Irlanda del Norte y los Balcanes.

    El antihéroe de la película, Theo Faron (interpretado por Clive Owen), se mueve a trompicones por esta ruina. Antiguo activista y ahora burócrata quemado, Theo está obsesionado con la muerte de su hijo a causa de una pandemia de gripe en 2008. Al principio de la película, su ex compañera Julian (Julianne Moore) lo convence de que ayude a su célula clandestina de revolucionarios a obtener papeles de tránsito para una joven llamada Kee (Clare-Hope Ashitey). Una vez  trasladada a la campiña, Kee –una fugitiva– revela a Theo que está embarazada, y huyen juntos en una persecución desesperada para llegar a un grupo secreto de investigación de la fertilidad llamado Proyecto Humano.

    La impresionante cinematografía es una de las razones de la duradera popularidad de la película. Realizada en paletas de gris desgastado, fue filmada con cámaras de mano, lo que le da a la historia energía y realismo. La película también es famosa por sus largos planos. Cuarón se inspiró en el teórico del cine del siglo XX André Bazin, para quien la edición rápida disminuye una escena «de algo real a algo imaginario».

    Dos de las secuencias de acción extendida en particular –una persecución en coche en la que Julian recibe un disparo fatal (cuatro minutos y siete segundos), y cuando Theo esquiva los disparos mientras corre por el campo de refugiados de Bexhill (seis minutos y treinta segundos)– son dos de los momentos más electrizantes del cine moderno.

    ***

    Como han observado los comentaristas de la película, Hijos de los hombres reproduce un mundo que es, si no exactamente igual al nuestro, sí un destilado más oscuro y bárbaro de este. Esta es la razón principal de su persistente y creciente resonancia en la imaginación cultural.

    En 1965, la ensayista americana Susan Sontag describió la «satisfacción» que proporcionan las películas de ciencia ficción. Son fantasías, escribió, «donde uno puede dar salida a sentimientos crueles o al menos amorales». Pero no hay catarsis o redención en Hijos de los hombres, no hay tiempo para disfrutar del triunfo sobre un invasor alienígena o de la eliminación del medio ambiente. Las imágenes en la pantalla, un collage de degradación humana y abdicación moral, son demasiado parecidas a la forma en que vivimos.

    En la novela original de James, Gran Bretaña vive bajo la dictadura del Alcaide. Pero en la pantalla, no tiene sentido que la vida esté presidida por un poder totalitario. ¿Por qué debería ser así, ya que la película imitó y predijo, simultáneamente, las normas y métodos de la democracia liberal existente?

    La aprobación de un proyecto de ley de seguridad nacional al comienzo de la película es análoga a la Patriot Act de EE.UU. de 2001 tras los ataques del 11–S. Los anuncios en toda la ciudad sobre la denuncia de comportamientos sospechosos son versiones más amenazadoras de los mensajes que se escuchan hoy en día en el transporte público británico («Si ves algo raro…»). Las escenas de prisioneros encapuchados recuerdan el abuso de los detenidos en Abu Ghraib durante la guerra contra el terrorismo. La xenofobia rutinaria es tal vez lo que Theresa May tenía en mente cuando ideó su estrategia de «ambiente hostil» como ministra del Interior en 2012.

    Las calles deterioradas de Londres son las secuelas reconocibles de la austeridad económica. La distribución de kits de suicidio a los «ilegales» y a las personas mayores de 60 años es inmunidad de grupo, pero al revés. Las imágenes de personas enjauladas no slo evocan las campañas genocidas del nazismo del siglo XX, sino también cómo ha tratado Occidente a los inmigrantes y refugiados en el siglo XXI. Y la crisis de infertilidad es una proyección extrema de lo que el futuro podría deparar a los países con tasas de natalidad decrecientes, como Japón, Rusia, Singapur y Corea del Sur.

    Es su representación del lado oscuro de la democracia lo que hace que Hijos de los hombres sea tan inquietante. Pero más allá de estos paralelismos y profecías se encuentra la verdadera fuerza perturbadora de la película: su iconoclasia filosófica. Cuarón coloca el futuro de la humanidad en el cuerpo de una mujer negra inmigrante, tal vez el individuo más impotente, privado de derechos, estigmatizado y explotado en la Gran Cadena del Ser moderna.

    Kee es la antítesis de casi todo lo que las sociedades modernas veneran y perdonan: los ricos, los hombres, los arraigados, los documentados. Ella es el verdadero apocalipsis de la película en el sentido literal de la palabra: pura revelación, que nos obliga a enfrentarnos a la vacuidad y la vileza del orden moral imperante.

    Esta idea se refuerza con una ironía aplastante cuando se contempla con el telón de fondo de la crisis de Covid–19. En la película, un montaje de vídeo que se reproduce en las televisiones muestra el estado anárquico de las capitales del mundo. Luego se corta a una imagen del Big Ben con las palabras «SOLO GRAN BRETAÑA RESISTE» superpuestas en la parte superior.

    Este chovinismo, parecido al del Brexit, es familiar, tal vez incluso mundano, después de una década de gobierno conservador. Pero en el momento de escribir este artículo, el Reino Unido tiene la tercera tasa de mortalidad por coronavirus más alta del mundo, y está a punto de sufrir la peor recesión económica entre las economías desarrolladas. Demasiado para seguir adelante.

    ***

    La falta de reproducción humana, que lleva a las personas de la película a adoptar mascotas y a tratar a los animales como si fueran niños, es la forma de Cuarón de enfrentarse a otra catástrofe. Esto ocurrió fuera de cámara, antes de que la historia comience en 2027, y anuda la línea de tiempo de la película a nuestro presente. Este es el fracaso de la imaginación política.

    La forma en que la película extrapola el aquí y ahora es la razón por la que el difunto teórico cultural Mark Fisher pensaba que Hijos de los hombres era única. Escribiendo a raíz de la crisis financiera de 2008, Fisher entendió la película como una verdadera representación de lo que llamó «realismo capitalista: el sentido generalizado de que no solo el capitalismo es el único sistema político y económico viable, sino también que ahora es imposible incluso imaginar una alternativa coherente a él».

    Hijos de los hombres no tiene lugar en el fin del mundo, el cual ya ha ocurrido, sino dentro de su escalofriante coda, donde, como escribe Fisher, «coexisten los campos de internamiento y las cafeterías franquiciadas». No hay ningún deseo de crear formas de vida alternativas, o de hacer que el fin de los tiempos sea menos horrible. En Interstellar (2014) de Christopher Nolan, la incapacidad de cultivar alimentos impulsa a la humanidad a mirar a las estrellas en busca de nuevos mundos habitables. En Hijos de los hombres, sin embargo, el fracaso de las ciencias médicas para descubrir una cura para la infertilidad parece haber despojado a la humanidad de toda resolución y ambición prometeica.

    En cambio, la sociedad se mantiene unida por una combinación de alambre de espino y el deseo de la gente de vivir con normalidad; de encajar los golpes, de aguantar, de mantener la calma y seguir adelante. Cuando Theo le pregunta a su primo Nigel, un alto funcionario del gobierno, cómo se las arregla con todo esto, la respuesta subraya las consecuencias mortales del amor propio: «Intento no pensar en ello».

    Fisher tenía razón al destacar la relación entre el capitalismo y la política autoritaria en la película; cómo la plaza pública ha sido abandonada –literal y metafóricamente– y el estado despojado  de todo salvo sus funciones militares y policiales. Pero más aterrador es, quizás, cómo incluso cuando el fin del mundo se acerca todavía nos vemos obligados a soportar las banalidades de la vida cotidiana.

    En otras películas sobre el apocalipsis, como Mad Max, la ruina global invita a una especie de oscura liberación, cuando los supervivientes abrazan el sexo, las drogas, las carreras, las peleas y el saqueo. Pero en Hijos de los hombres, Gran Bretaña sigue adelante, cojeando, y sus ciudadanos cojean con ella. La humanidad ha llegado a su trágico desenlace, pero nadie puede escapar de la infelicidad ordinaria del realismo capitalista: formularios interminables, largos desplazamientos, colas ociosas, calles abarrotadas e intentos de convencer a tu jefe de que te deje trabajar desde casa.

    ***

    La idea de Fisher del realismo capitalista se basó en el trabajo del crítico cultural americano Frederic Jameson. En The Seeds of Time (1992), Jameson sostuvo que «es más fácil para nosotros hoy en día imaginar el profundo deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el colapso del capitalismo tardío; quizás esto se deba a alguna debilidad en nuestra imaginación».

    Los temores sobre la mente exhausta –un silenciamiento del intelecto que nos hace incapaces de revisar los mismos órdenes que construimos para nosotros mismos– pertenecían a un conjunto más amplio de ansiedades al final de la Guerra Fría. El historiador Eric Hobsbawm predijo en ese momento que el mundo se estaba volviendo «inhabitable» como resultado de las desigualdades mundiales y del «crecimiento exponencial de la producción y la contaminación». Pensó que las democracias corrían el riesgo de convertirse en «regímenes de derecha, demagógicos, xenófobos y nacionalistas» a medida que la humanidad descendía a la «barbarie».

    Hobsbawm hizo esas observaciones en 1992, el mismo año en que Jameson publicó Las semillas del tiempo, y P.D. James publicó Hijos de los hombres. También fue el año en que Francis Fukuyama publicó El fin de la historia y el último hombre, su lectura hegeliana de cómo la democracia liberal se convirtió, según sus palabras, en «la forma final de gobierno humano».

    Considerado como el texto fundamental del triunfalismo occidental, Fukuyama estaba desconcertado por la mala interpretación de su tesis –la victoria definitiva del capitalismo democrático como el sistema perfecto de gobierno. Para Fukuyama, poca alegría se encuentra al final de la historia. El futuro post-histórico, pensó, sería «una época muy triste», y corría el riesgo de convertirse en una «vida de esclavitud sin amo»; una época de decadencia y aburrimiento.

    Fukuyama ha elogiado Hijos de los hombres como una película que «debería estar en la mente de la gente después del Brexit y después del ascenso de Donald Trump». Como alguien que se anticipó a los trastornos políticos de los últimos años, y que ha profetizado una «guerra nihilista contra la democracia liberal por parte de los que se criaron en su seno», Fukuyama quizás ve la película como la interpretación cinematográfica de su tesis. Tanto El fin de la historia como Hijos de los hombres muestran un interregno entre el pasado y el futuro. «En el período post-histórico», escribió Fukuyama, «no habrá ni arte ni filosofía, solo el cuidado perpetuo del museo de la historia humana».

    Este punto se ilustra perfectamente en la película. Cuando Theo visita la casa de su primo, un apartamento fortificado en lo alto de la Central Eléctrica de Battersea, es recibido por la estatua del David de Miguel Ángel. Esta es parte de la colección de arte de Nigel, que también incluye el Guernica de Picasso y los retratos de Rembrandt.

    Sin embargo, sin un futuro del que hablar, el pasado se ha convertido en algo sin sentido, y en el espacio muerto del reducto de Nigel estas obras maestras son meros artefactos, vaciados de todo poder e importancia. La Gran Bretaña de Cuarón es una especie de perdición temporal, un implacable e ineludible presente. Para modificar la línea de Antonio Gramsci de los Cuadernos de la cárcel, es un lugar en el que lo viejo está muriendo y lo nuevo nunca nacerá.

    ***

    El pensamiento aterrador que te asalta  mientras ves la película es que ya hemos cruzado algún tipo de horizonte de acontecimientos históricos y estamos viviendo en ese eterno presente, sin dirección ideológica y sin motivación política para mejorar nuestra suerte.

    Esta es una visión que el columnista del New York Times Ross Douthat argumenta en su libro The Decadent Society (2020). El argumento de Douthat es que, incluso con altos niveles de prosperidad material y desarrollo tecnológico, nuestras sociedades existen en un estado de «decadencia sostenible», caracterizado por el estancamiento económico, el bloqueo institucional, la repetición cultural y el agotamiento intelectual.

    Esta condición nos ha expuesto gravemente al desastre. Incluso ante una catástrofe ecológica –la devastación de la naturaleza, la extinción de especies, el envenenamiento de los océanos y la erosión de las viviendas humanas– las sociedades parecen incapaces de reunir las energías imaginativas y políticas necesarias para evitar el inexorable diluvio.

    Como escribe Douthat, existe la posibilidad de que si algunas partes del mundo se vuelven inhabitables, los tecnócratas del futuro tengan un fuerte argumento de que la decadencia –es decir, el estancamiento político– «hizo imposible que los gobiernos occidentales llevaran a cabo políticas climáticas, ya fuera juntos o solos».

    En relación a Hijos de los hombres, la ironía de la crisis climática es que ahora nos vemos obligados a preguntarnos: ¿está bien tener hijos? A diferencia de la película de Cuarón, en la que el fin de los niños es la fuente del colapso de la humanidad, algunos se preguntan ahora si el fin de los niños es la clave de nuestra salvación. Cuando The Guardian informó sobre un prominente estudio científico en 2017, el titular decía: «¿Quieres luchar contra el cambio climático? Ten menos hijos».

    Como padre reciente, no puedo contemplar la idea de que la misma existencia de mi hijo dañe la Tierra, y que menos niños en el mundo sea la manera de salvarlo. Como ha argumentado la escritora científica Meehan Crist, esta teoría no hace otra cosa que trasladar la responsabilidad del cambio climático de «actores sistémicos» como las empresas de combustibles fósiles a los individuos. Excusa a las empresas, al tiempo que atribuye la responsabilidad moral «a las personas que viven dentro de sistemas en los que no son libres de tomar decisiones neutrales en cuanto al carbono».

    Lo que sí me preocupa, especialmente para mi hijo pequeño, no es que la humanidad vaya a experimentar un declive y una caída repentinos y catastróficos. Más bien, como Theo se queja a su amigo Jasper, me preocupa que sea «demasiado tarde».

    ***

    La idea de que se nos ha acabado el tiempo es lo que hace a los Hijos de los hombres tanto un espejo como un augurio del mundo, y del mundo venidero. Al final de la historia, aislada de su pasado y pesimista sobre el futuro, y enfrentándose a una muerte lenta bajo mareas crecientes, la humanidad se ha resignado a una vida sonámbula. Es una vida de finitud, rutina y conformidad; una vida sin visión, espontaneidad o sorpresa, en la que ya no buscamos vivir vidas más grandes o incluso luchar por nuestra existencia continuada. Nos hemos convertido en los «últimos hombres» de Nietzsche.

    La ilustración de cabecera es «L’ermite dans le désert, vol d’oiseaux», de Léon Spilliaert (1881-1946).

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  • Trabajar menos, ganar tiempo, ganar vida. Por la reducción de la jornada

    Trabajar menos, ganar tiempo, ganar vida. Por la reducción de la jornada

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    El miedo es una respuesta de supervivencia. El miedo nos impulsa a correr, a saltar; el miedo puede hacernos actuar como si fuéramos sobrehumanos. Pero tiene que haber un sitio hacia el que correr. Si no, el miedo solamente es paralizante. Así que el truco de verdad, la única esperanza, es dejar que el horror que nos produce la imagen de un futuro inhabitable se equilibre y se alivie con la perspectiva de construir algo mucho mejor que cualquiera de los escenarios que muchos de nosotros nos habíamos atrevido a imaginar hasta ahora.

    Naomi Klein, Esto lo cambia todo

    Puede que sea por una falta de distancia temporal con la crisis que estamos viviendo ahora mismo, pero es fácil sentir la tentación de clasificar nuestra era en una época Antes del COVID-19 y una Después del COVID-19. Desde luego parece que en estos términos pensamos cuando recordamos las cosas que hacíamos antes del confinamiento y cómo cambió todo radicalmente después. El impacto está siendo (y será) tal que parece casi comprensible que hayamos olvidado lo que los dos últimos años supusieron para el ecologismo, convertido, por primera vez, en un movimiento de masas mundial. Millones de personas salieron a las calles de todo el mundo exigiendo a los gobiernos que escuchen a los científicos y reaccionen antes de que sea demasiado tarde. Es fundamental retomar esta lucha y tomar impulso porque tanto la actual pandemia como el cambio climático están causados en última instancia por un sistema que considera que no existen límites físicos y ecológicos en su búsqueda de beneficio. Con la crisis del coronavirus hemos visto que cuando un desastre de estas magnitudes afecta a nuestra sociedad, son las condiciones de los servicios públicos de salud, de vivienda, de trabajo, de cuidados las que determinan cuánto sufriremos y con qué grado de desigualdad. Del mismo modo, serán precisamente unos servicios públicos robustos y unas condiciones laborales y sociales mejores las que nos permitirán afrontar del mejor modo posible las peores consecuencias del cambio climático (temperaturas más altas, incendios, inundaciones…).

    En octubre de 2018, solo un par de meses después de que Greta Thunberg dejase de ir a clase los viernes para exigir acción contra el cambio climático, el IPCC publicó un informe especial sobre los impactos de un calentamiento global por encima de los 1,5 ºC en el que se avisaba de que, para poder descartar estos escenarios, eran necesarios «cambios rápidos, de gran alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad». ¿Pero y si existiera un precedente? ¿Y si hubiera una medida que se pudiera tomar de inmediato, que fuese a tener un impacto muy grande en la reducción de emisiones y en la movilización social y que, además, se ha tomado repetidamente a lo largo de la historia del capitalismo? Hablamos, por supuesto, de la reducción de la jornada laboral.

    Los cronocrímenes del capital

    Tal vez una de las mayores enseñanzas de El capital de Marx es que el capitalismo es un «cronocrimen» a gran escala: una parte minoritaria de la sociedad roba sistemáticamente el tiempo de vida de la mayoría, enriqueciéndose durante el proceso y aumentando la desigualdad social. Hemos descubierto demasiado tarde que el mismo sistema que nos roba el tiempo individualmente a cada persona además ha estado destruyendo las condiciones de vida en la Tierra, desposeyéndonos por tanto de nuestro tiempo de una manera adicional, también como especie. Por ello, cuando decimos que el capitalismo es el culpable del cambio climático tenemos que entender que, en última instancia, la lucha contra el trabajo asalariado debe ser uno de los pilares de la lucha climática. Nos roban el tiempo de vida hoy y nos roban el tiempo de vida de mañana.

    La lucha entre la clase trabajadora y la burguesía con motivo de la duración de la jornada laboral ha sido uno de los elementos fundamentales del metabolismo capitalista durante los últimos doscientos años y, de hecho, uno de los principales focos de la lucha obrera, a menudo ofuscado, ha sido la lucha por la reducción de la jornada laboral. Desde la reclamación de la reducción de la jornada a doce horas hasta lograr la jornada de ocho horas, la lucha por trabajar menos para el patrón ha sido una de las señas de identidad del movimiento obrero. Sin embargo, parece que la jornada laboral de ocho horas (al menos sobre el papel) se ha asentado como la cantidad «natural» de horas que hay que trabajar y, al menos en España, la reducción de esta cantidad no ha vuelto a aparecer como una reivindicación de la clase trabajadora durante los últimos cien años de un modo mayoritario (y cuando ha aparecido ha sido, generalmente, con poco éxito), desde que la última reducción se consiguiese con la huelga de la CNT en La Canadiense. Los trabajadores y las trabajadoras siempre hemos necesitado tener más tiempo libre y regalarle menos tiempo a nuestros jefes. Sin embargo, ahora esta necesidad vital y humana se convierte en una necesidad existencial: tenemos que pasar menos tiempo en el trabajo para poder ganar más tiempo sobre la Tierra. No habrá transición ecológica ni esta podrá ser justa sin una jornada laboral que comience a disminuir cuanto antes.

    Hay que puntualizar que cuando decimos reducción de jornada nos referimos a una reducción del tiempo de trabajo que no conlleve una reducción de salario, implementando si es necesario desde la administración un período de transición en el que el Estado se asegure de que esto ocurre. Además, existen múltiples formatos de reducción de jornada, como puede ser trabajar directamente un día menos o seguir trabajando la misma cantidad de días pero menos horas. Consideramos que lo fundamental es trabajar menos, y que distintas personas encontrarán más beneficioso uno u otro formato dependiendo, por ejemplo, de las responsabilidades de cuidado a su cargo. Por ejemplo, la federación de sindicatos del sector público de Islandia firmó recientemente un nuevo contrato en el que se reduce la semana laboral de cuarenta a treinta y seis horas sin pérdida salarial, y dentro del acuerdo se incluye que serán los trabajadores y trabajadoras en cada lugar de trabajo quienes decidirán cómo se implementará y repartirá la disminución de horas.

    En España hemos visto hace poco un ejemplo de cómo «los momentos son los elementos del beneficio», como decía Marx: es decir, de por qué es tan fundamental para el beneficio del empresario exprimir todos los segundos posibles del tiempo que pasamos en el puesto de trabajo. Nos referimos a la reacción a las medidas impulsadas por el gobierno del PSOE para implementar un control de horario en las empresas y así intentar luchar contra la espectacular cantidad de horas extras no remuneradas que los empresarios de este país roban a la clase trabajadora (¡unos tres millones de horas por semana!). Pudimos ver en televisiones y periódicos los argumentos más peregrinos para que nos apenásemos por los pobres emprendedores y empresarios cuyos negocios no iban a ser rentables si no podían robar impunemente más horas de vida a los trabajadores. Hablamos de aumentar el robo de tiempo vital en forma de plusvalía incrementando el tiempo de trabajo por el que no se recibe compensación ni siquiera formalmente. Por lo tanto, si esta es la pelea que presentan para, simplemente, ¡no cumplir la ley!, podemos imaginarnos cómo sería si se plantease de manera seria y decidida la reducción de la jornada laboral. Sí, existen estudios sobre cómo esto aumentaría la productividad de muchas empresas y sobre cómo en última instancia podría ser beneficioso también para ellas, pero en general estos beneficios solo los asumirán como tales una vez hayan sufrido la derrota y hayan debido aceptar una reducción de las horas de trabajo.  Poco a poco van surgiendo en distintos países empresas que implementan una jornada laboral más corta, y aunque sea por aumentar su productividad es positivo que ocurra, pero hay que tener en cuenta por un lado que hay muchos sectores en los que no es cierto que trabajar menos horas vaya a hacer que el proceso sea más productivo. Esto variará mucho de sector en sector: en aquellos en los que se trata con personas, como por ejemplo la sanidad, la atención sería de más calidad, y una fábrica necesitaría inversiones para conseguir mantener la productividad. Por otro lado, no podemos olvidar del beneficio a nivel global que los capitalistas obtienen de la función disciplinadora del trabajo: la clase propietaria siempre ha peleado para que no se consigan estos avances, aunque les beneficien a largo plazo.

    Reducción de jornada: win, win, win

    La reducción de jornada es una medida que contiene un «triple dividendo». En primer lugar, el trabajo existente se reparte entre más gente, lo que permite reducir el desempleo. Vivimos en una sociedad altamente disfuncional, en la que una parte de las personas trabajan mucho más de lo que recoge su contrato, regalando cada mes decenas de horas adicionales a sus empleadores, mientras que otra parte de la población no consigue trabajar todo lo que le permitiría tener un salario digno y necesita acumular varios trabajos de jornada reducida. De hecho, a los millones de personas con trabajos precarios lo de una reducción de jornada les podría sonar a broma pesada: «¡Mis problemas vienen porque trabajo de menos, no de más!». Junto a otro tipo de medidas que podrían debatirse y que no son necesariamente excluyentes, como el trabajo garantizado o la renta básica, la reducción de jornada permitiría redistribuir el trabajo de un modo más racional, haciendo que quien trabaja demasiado pueda descansar más y que los que lo necesiten puedan acceder a un empleo.

    En segundo lugar, está claro que trabajar menos tiene beneficios individuales: menos estrés, más tiempo libre y mejoras en la calidad de vida. Esto lo ha sabido la clase trabajadora desde su nacimiento y es algo que deberíamos volver a recordar. Además, cualquier proyecto de transición ecológica justa debe ser capaz de ofrecer a la mayor parte de la población una visión de un mundo mejor, y disponer de más tiempo propio ha de ser una parte central en ella. De un modo naif podemos pensar que, si los fines de semana pasaran a durar tres días, la gente lo que haría es consumir más, derrochar más o tomar más aviones; es decir, que no ganaríamos nada porque lo único que haríamos es ceder más espacio al consumismo exacerbado en el que se basa nuestro actual sistema de producción. Este era precisamente el argumento de la burguesía contra las vacaciones: el proletariado llevaría una vida disoluta si disponía de tiempo libre en lugar de seguir la vida ordenada que proporciona el trabajo. Sin embargo, existen estudios que indican lo contrario: que cuanto más largas son las jornadas de trabajo más se tiende a dedicar el ocio a este tipo de consumo [1]. Como tenemos poco tiempo, necesitamos actividades que satisfagan nuestras necesidades de diversión y entretenimiento de un modo inmediato y superficial, por eso vamos a pasar el rato a un centro comercial o de compras o a alguna capital europea en un viaje exprés de fin de semana.

    Por último, y vinculado a este último punto, hay también muchos estudios que muestran que existe una relación entre trabajar más horas y patrones de consumo con mayor huella de carbono [2]. Cuanto más trabajamos más tendemos a utilizar productos intensivos en energía; por ejemplo, tendemos a coger más el coche porque no nos podemos permitir perder tiempo, así como a comer más productos precocinados porque no tenemos tiempo para dedicárselo a la alimentación. Estudios sistemáticos hechos en Estados Unidos muestran que menos horas de trabajo tienden a tener una huella ecológica y de carbono y unas emisiones de dióxido de carbono menores [3].

    La virtuosidad de esta medida está clara en todos los sentidos, pero de cara a conseguir que se convierta en hegemónica en poco tiempo puede resultar interesante, e incluso necesario, vincularla lo más posible al problema ecológico. Por ejemplo, se podría forzar a que entrase en los paquetes de «emergencia climática» que los gobiernos están aprobando poco a poco. Así quedaría claro que la cosa no se queda en greenwashing, porque esto es pura lucha de clases… hasta cierto punto. Es posible que no nos quede otra, a nivel climático, que trabajar menos y lo que queremos es que esto se lleve a cabo desde un punto de vista progresista: por ejemplo, no queremos que aumente la diferencia actual en cantidad de tiempo libre existente entre las distintas capas sociales, haciendo que las capas más ricas trabajen menos pero sigan teniendo salarios más que razonables, mientras que los más pobres se vean más golpeados y sean abocados a tener más de un trabajo, por poner un ejemplo extremo de por dónde podría avanzar esta medida y que desgraciadamente podemos imaginar con facilidad.

    No hay que inventar trabajos verdes: ya existen

    Una de las ideas de las movilizaciones feministas de los últimos años que va calando en los imaginarios colectivos de los sectores progresistas (y cada vez más de los mainstream) es la de «poner los cuidados en el centro»  (y de nuevo la pandemia nos ha mostrado que, a la hora de la verdad, cuidar y ser cuidados es lo único que importa). Se derivan muchas implicaciones a partir de la puesta en valor de todas esas labores reproductivas que han estado siempre ocultas. La separación entre las esferas productiva y reproductiva realizada a lo largo de siglos por el capitalismo ha llevado a que las únicas actividades que se consideran relevantes, dignas de elogio y reconocimiento en la sociedad sean aquellas que generan actividad económica directamente (o sea, plusvalía), las que se encuentran de modo explícito inmersas en esa rueda tautológica y destructiva que es la autovalorización del capital. El cuidado de niños y niñas, de las personas ancianas, de personas dependientes, de nuestras casas e incluso de las casas de las clases superiores, el trabajo emocional en nuestras familias, colectivos y comunidades, y hasta el cuidado de nuestro ecosistema más inmediato, es decir, todas ellas actividades ligadas históricamente a la feminidad,han sido, por tanto, merecedoras de un puesto muy bajo en la escala de valores burguesa.

    Con la crisis sanitaria y social del COVID-19 hemos podido ver de primera mano lo que son los trabajos esenciales para que la sociedad siga funcionando y cuáles no, y cómo se maltrata precisamente a quien cumple esas funciones. Resulta, además, que los cuidados son actividades extremadamente bajas en carbono, por lo que los llamados «trabajos verdes» tendrán que girar en gran medida en torno a este tipo de tareas. Pero ante todo, se trata de generar una visión en la que ese tiempo libre que se libere se dedique a cuidarnos los unos a las otras, a pasar más tiempo con nuestras familias (entendida esta en el sentido más diverso que podamos imaginar), a poder dedicarnos a la crianza, a cuidar de nuestros parques, barrios, jardines y ecosistemas. Tenemos que aprovechar el tiempo vital del que volvemos a disponer para regenerar el tejido comunitario y asociativo que hemos perdido en estos años.

    Como hemos mencionado, existen otras medidas relacionadas y que son totalmente compatibles con la reducción de jornada laboral, como una Renta Mínima Universal mucho más útil y ambiciosa que el Ingreso Mínimo Vital implementado (de un modo francamente malo) por el Gobierno de coalición. Algo que comparten todas estas medidas en cierto modo es que son formas concretas que toma el derecho a existir, el más fundamental de todos los derechos. Como además salir de la lógica productivista del capital es condición necesaria para que nuestra especie pueda, literalmente, seguir existiendo de un modo digno en este planeta, entonces podemos decir que estamos luchando por un derecho a la existencia a nivel planetario y ecológico.

    Fridays for Future

    La semana laboral de cuatro días no sería solo un momento Polanyi defensivo que nos permita limitar las esferas de la vida dominadas por el mercado, una victoria difícil de revertir una vez sea hegemónica que nos sirva como trinchera para afrontar mejor las luchas venideras. Es también un punto de partida que nos permite imaginar un futuro distinto, y mejor. Tal vez esa sea una de las mayores virtudes de esta lucha: que mezcla en una reivindicación concreta tanto la mirada corta como la mirada larga. Nos podrá parecer una reivindicación más o menos difícil de conseguir, y puede que genere reticencias al inicio en una sociedad en la que nos definimos por el trabajo de un modo tan fundamental, pero cualquiera puede figurarse fácilmente cómo sería su vida si su fin de semana durase tres días. Es decir: es una medida que todo el mundo puede imaginarse implementada y visualizar cuál sería el impacto material concreto en sus vidas. Pero es que además la reducción de la semana laboral nos abre la puerta a imaginar un mundo en el que trabajemos no cuatro, sino tres o dos o incluso un solo día; es decir, genera de un modo inmediato un imaginario nuevo, en el que el trabajo pueda no ser el centro de nuestras vidas. Y en la lucha climática tal vez lo que más necesitemos sea esto, visiones concretas de cómo puede ser el mundo en un futuro que no sean el colapso y la degradación absoluta, sino una sociedad en la que el tiempo que no pasemos realizando un trabajo (que sea además beneficioso socialmente) realmente podamos dedicarlo a pasear con nuestra gente, a hacer fiestas al aire libre, a disfrutar de nuestros ríos y nuestras playas, a cuidarnos y querernos y a cuidar y a querer nuestro entorno. Si queremos un planeta habitable tendremos que hacer decrecer mucho la esfera material de producción, pero tenemos que conseguir crecer exponencialmente el tiempo disponible para todas las personas.

    Este septiembre el Euromillones ha sacado una nueva campaña de publicidad en la que se ven distintas actividades para las que no solemos tener tiempo escritas con la típica tipografía utilizada en relojes digitales, junto a la frase «cuando te toca el Euromillones, te toca todo el tiempo del mundo para hacer con él lo que siempre has querido», junto al eslogan «dueños del tiempo». Tenemos que mostrarles a los que actualmente son dueños de nuestro tiempo que no queremos que nos toque la lotería para poder aprender a tocar el piano, hacer yoga o estar con nuestras familias: vamos a recuperar nuestro tiempo luchando por una sociedad en el que la cantidad de tiempo disponible no dependa de nuestros millones.

    Desde hace tiempo el activismo climático fantasea con un Pride propio. Pride es una película británica de 2014 que cuenta la historia de un grupo de activistas del colectivo LGBT que deciden apoyar las huelgas mineras de 1984 en Reino Unido. Para conseguir victorias contra el cambio climático que permitan además que la mayoría viva mejor vamos a necesitar un movimiento parecido, que consiga establecer alianzas entre el nuevo movimiento ecologista y las clases trabajadoras, y la lucha por una jornada laboral más corta puede ser una de las demandas que puedan unir a todos estos grupos en luchas concretas, que es de donde brotan los vínculos y emociones que podemos ver en Pride. Greta Thunberg inspiró a millones de jóvenes en todo el mundo haciendo una huelga climática, recordánonos cuál es el arma más potente de la que disponemos los que no disponemos de nada más que de nuestra fuerza de trabajo. Y el nombre que se han dado estos jóvenes que han seguido su ejemplo ha sido Fridays for Future, que han decidido dejar de ir al colegio los viernes para luchar por nuestro futuro. El potencial es evidente, pues, para articular una lucha en torno a, por ejemplo, la semana laboral de cuatro días: dejemos de trabajar los viernes, o no tendremos un futuro. Reapropiémonos de nuestro tiempo ahora para reapropiarnos de nuestro tiempo en el futuro. Fridays for Future hoy, literalmente, para luchar por Thursdays for Future mañana.

    Referencias

    [1] J. B. Fitzgerald, J. B. Schor, A. K. Jorgenson, «Working Hours and Carbon Dioxide Emissions in the United States, 2007-2013», Social Forces, v, 96, n.º 4, junio de 2018, pp. 1851-1874 <https://academic.oup.com/sf/article/96/4/1851/4951469>

    [2] J. Nässén, J. Larsson, «Would shorter working time reduce greenhouse gas emissions? An analysis of time use and consumption in Swedish households», Environment and Planning C: Government and Policy 2015, v. 33, pp. 726-745.

    [3] K. Knight, E. A. Rosa, J. B. Schor, «Reducing Growth to Achieve Environmental Sustainability: The Role of Work Hours», Political Economy Research Institute, n.º 304, 2012 <https://www.peri.umass.edu/media/k2/attachments/4.2KnightRosaSchor.pdf>

    Se puede encontrar mucha información sobre los impactos sociales y ecológicos de la reducción de jornada en los trabajos hechos por el grupo de investigación británico Autonomy:

    The Shorter Working Week: a report from Autonomy

    The Shorter Working Week: a powerful tool to drastically reduce carbon emissions

    The Ecological Limits of Work:

    La New Economics Foundation coordina esta newsletter donde periódicamente recogen artículos y noticias relacionadas con la reducción de la semana laboral en Europa: Achieving a shorter working week across Europe

    La ilustración de cabecera es «La siesta (según Millet)», de Vincent Van Gogh (1853-1890).

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  • La apocalíptica «Segunda Naturaleza» de California

    La apocalíptica «Segunda Naturaleza» de California

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    Por Mike Davis.

    Este texto fue publicado inicialmente en el blog de la Rosa Luxemburg Stiftung NYC con el título «California’s Apocalyptic ‘Second Nature’».

    De camino a Las Vegas, y a veinte minutos de la frontera estatal, hay una salida de la I-15 que lleva a un camino asfaltado de dos carriles llamado Cima Road. Esta es la modesta puerta de entrada a uno de los bosques más mágicos de Norteamérica: kilómetros y kilómetros de viejos árboles de Josué, una especie que cubre un campo de pequeños volcanes del Pleistoceno conocido como Cima Dome o la Cúpula de Cima. Los reyes del bosque tienen catorce metros de altura y mil años de antigüedad. A mediados de agosto, aproximadamente 1,3 millones de estas impresionantes yucas gigantes perecieron en el incendio de la Cúpula, provocado por un rayo.

    No es la primera vez que vemos arder el este del desierto de Mojave: en 2005 un megaincendio calcinó más de cuatro mil kilómetros cuadrados de desierto, pero no penetró en la Cúpula, el corazón del bosque. Las plantas del desierto, a diferencia de los robles de California y el chaparral, no están adaptadas al fuego, por lo que su recuperación es una incógnita. La aparición de una hierba de racimo invasora a la que se conoce como bromo rojo ha creado un subsuelo inflamable para los árboles de Josué y ha transformado el desierto de Mojave en una ecología de fuego. (La espiguilla invasora ha jugado este papel en la Gran Cuenca durante décadas). El incremento de la frecuencia de los incendios acelerará el cambio de la vegetación y, en última instancia, pondrá en peligro la existencia de los árboles.

    El que nuestros desiertos estén ardiendo es la expresión regional de una tendencia mundial: un planeta en llamas debido al cambio climático que ha desencadenado una peligrosa transformación de la ecología vegetal y, por lo tanto, de las poblaciones de fauna, desde el Ártico hasta la Patagonia, desde Montana hasta Mongolia. California es un ejemplo paradigmático de ese círculo vicioso, en el que el calor extremo conduce a incendios extremos que impiden el rejuvenecimiento natural y aceleran la transformación de paisajes emblemáticos en pastizales depauperados y laderas de montañas sin árboles.

    A principios de este siglo, los gestores hídricos y las autoridades encargadas de los incendios se centraron principalmente en la amenaza de sequías plurianuales causadas por la intensificación de los episodios de La Niña y la persistencia de las cúpulas de alta presión, ambas potencialmente atribuibles al calentamiento antropogénico.

    Sus peores temores se hicieron realidad en la gran sequía de la década anterior, quizás la mayor de los últimos quinientos años, que provocó la muerte de millones de robles y pinos, lo que a su vez proporcionó combustible para las tormentas de fuego de 2018 y 2019.

    Estas últimas catástrofes, sin embargo, han obligado a los científicos a identificar un nuevo fenómeno, la «sequía caliente». Incluso en años con unas precipitaciones normales, el calor extremo del verano —nuestra nueva normalidad— está produciendo en los embalses y en las comunidades vegetales una pérdida masiva de agua por evaporación. Si el invierno y el principio de la primavera son húmedos pueden embelesarnos con exuberantes despliegues de plantas floridas, pero también producen un montón de pasto y malas hierbas que luego se van cociendo en el horno de nuestros veranos para luego convertirse en desencadenantes de incendios cuando regresan los vientos endemoniados.

    El desarrollo inmobiliario en zonas de peligro de incendio alto y extremo, que es donde en los últimos veinte años se ha construido la mayoría de las nuevas viviendas del estado, también ha fomentado esta contrarrevolución botánica, ya que el aclaramiento de los bosques y la tala de chaparral abre nuevos caminos para la mostaza negra y los bromos, plantas pirómanas. La fórmula abreviada para un megaincendio es la de maleza más árboles muertos o afectados por la sequía.

    La vegetación mediterránea (la de California al oeste de las Sierras y al sur de Klamath) ha coevolucionado acompañada por el fuego y de hecho los robles y la mayoría de las plantas de chaparral necesitan que haya fuegos episódicos para reproducirse. No obstante, el fuego extremo que ahora es habitual en Grecia, España, Australia y California está llevándose por delante las adaptaciones del Holoceno y produciendo cambios irreversibles en la biota. La única limitación real para los futuros incendios forestales es la masa de combustible disponible. Va a haber más áreas que se parezcan a la costa de Malibú, donde el fuego prende en el mismo sector cada década o cada dos décadas, según lo dicte el periodo de entre ocho y doce años que es necesario para que maduren los matorrales de salvia de la costa.

    A finales de los años cuarenta del siglo pasado las ruinas de Berlín se convirtieron en un laboratorio en el que los científicos naturales estudiaron la sucesión vegetal tras tres años de incesantes bombardeos de fuego. Lo que se esperaba era que la vegetación original de la región, los bosques de robles y sus arbustos, se reestableciera con prontitud. Para su horror, esto no fue así. En su lugar hubo plantas exóticas, la mayoría de ellas llegadas de fuera de Alemania, que se establecieron allí como las nuevas especies dominantes.

    Los botánicos prosiguieron con sus estudios hasta que en los años ochenta se limpiaron las últimas zonas bombardeadas. La persistencia de esta vegetación de zonas muertas y la incapacidad de las plantas de los bosques de Pomerania para restablecerse impulsó un debate sobre la «Naturaleza II». Se sostenía que el calor extremo de los fuegos y la pulverización de las estructuras de ladrillo habían creado un nuevo tipo de suelo que invitaba a la colonización por parte plantas como el «árbol del cielo» (Ailanthus), que había evolucionado en las morrenas de las capas de hielo del Pleistoceno. Una guerra nuclear total, advirtieron, podría reproducir estas mismas condiciones a gran escala.

    El fuego en el Antropoceno se ha convertido en el equivalente físico de una guerra nuclear que nunca termina. Tras los incendios del Sábado Negro en Victoria, a principios de 2009, los científicos australianos calcularon que la energía liberada equivalía a la explosión de 1.500 bombas del tamaño de la de Hiroshima. Las actuales tormentas de fuego en los estados del Pacífico son mucho más grandes y se debería comparar su poder destructivo con el megatonelaje de cientos de bombas de hidrógeno.

    De los escombros de nuestros fuegos está emergiendo a toda velocidad una naturaleza nueva y profundamente siniestra a costa de paisajes que una vez consideramos sagrados. Nuestra imaginación apenas puede abarcar la velocidad o la escala de la catástrofe. Adiós, California, adiós.

    La ilustración de cabecera es «Sin título», de Anselm Kiefer (1982-1918).

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  • Solidaridad entre especies

    Solidaridad entre especies

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    Por Astra Taylor and Sunaura Taylor.

    Este texto fue publicado inicialmente en la revista Dissent con el título «Solidarity Across Species».

    Somos animales. Aunque a los seres humanos, con frecuencia, nos cuesta aceptar este hecho fundamental, el nuevo coronavirus ha evidenciado nuestra conexión y relación de dependencia con el bienestar de otras criaturas. Nuestra indiferencia hacia otras especies ha ocasionado y agravado, de diversas formas, esta pandemia. Para coordinar una respuesta adecuada ―y para prevenir desastres futuros― debemos empezar a tener en consideración a los animales.

    Como muchas otras enfermedades temibles, entre las que se incluyen el ébola y el sida, COVID-19 es de origen zoonótico, lo cual significa que saltó de una especie a otra (probablemente de murciélagos a humanos). La destrucción y explotación de la vida no humana ha obligado a diferentes especies animales a tener un contacto cada vez más cercano, lo cual implica una mayor probabilidad de que emerjan virus semejantes.

    Los mercados de animales vivos chinos han recibido abundante (y xenófoba) atención mediática como posible fuente del brote, pero la industria cárnica estadounidense también ha ayudado a crear unas condiciones propicias para los patógenos a nivel mundial. La demanda creciente de carne en China, y a nivel global, no es espontánea: la crea una industria poderosa que invierte cantidades ingentes de dinero en promocionar sus productos y fomentar la falsa creencia de que la carne es una pieza clave para una dieta saludable y deseable. Esta propaganda tiene su origen en Estados Unidos, situados a la cabeza mundial en el consumo de carne per cápita.

    La ganadería industrial fomenta la propagación de virus a través del confinamiento de miles de animales cada vez más similares genéticamente en ambientes donde a menudo no tienen luz, no pueden ejercitarse y no pueden escapar de su propia suciedad. En vez de ofrecer unas condiciones y unos cuidados que garanticen la salud de los animales, se les impone a estos una dieta que contiene antibióticos, con el insensato objetivo de evitar enfermedades, y que a largo plazo lo que hace es generar súperbacterias resistentes a los mismos.

    En Estados Unidos, la carne es una industria que mueve novecientos mil millones de dólares. El ansia por la carne y por el beneficio económico se encuentran interconectados en un sistema que muestra una absoluta indiferencia hacia la vida animal y humana. Los vegetarianos tampoco deberían ir alardeando sobre lo que comen, ya que a los trabajadores agrícolas también se les maltrata y se les paga mal. Pero los trabajadores de plantas procesadoras de carne o mataderos soportan unas condiciones de trabajo particularmente horribles y peligrosas. Gran parte de los empleados de empresas cárnicas son inmigrantes con pocos recursos y la mayoría no tienen derecho a seguro médico ni a baja por enfermedad A los trabajadores se les despide o se les reemplaza rápidamente por caer enfermos o lesionarse. Estas instalaciones procesan miles de animales cada día, con cientos de empleados hacinados realizando un trabajo agotador, repetitivo y peligroso.

    La decisión de Trump de usar la Ley de Producción de Defensa para obligar a las plantas de procesamiento de carne a permanecer abiertas durante la pandemia fue una sentencia de muerte para muchos trabajadores racializados en situación vulnerable. El 27 de abril, un día antes de que se invocase la Ley de Producción de Defensa, cerca de 5.000 trabajadores de dichas plantas en diecinueve estados ya habían dado positivo por coronavirus. A la redacción de este artículo, 11.000 trabajadores de tres de las mayores empresas procesadoras de carne del país (Tyson Foods, Smithfield Foods, y JBS) se han contagiado. En todo el país han muerto sesenta y tres trabajadores. Las noticias sobre casos de discriminación contra trabajadores y trabajadoras de origen latino y sus comunidades debido a los brotes de coronavirus son cada vez más comunes. La situación es tan grave que la organización de defensa de los derechos civiles latinos LULAC ha instado a los habitantes de Iowa a boicotear la carne y los huevos de grandes empresas durante el mes de mayo para solidarizarse con sus trabajadores, y el sindicato de trabajadores de la industria cárnica más grande del país también apoya el cierre de las plantas.

    Comer menos carne, huevos y lácteos es ventajoso en muchos frentes: no solo reduce el riesgo de futuros brotes de enfermedades y pone fin a una industria sin consideración alguna hacia el bienestar o la seguridad de sus trabajadores, sino que también mitiga las diversas crisis ecológicas a las cuales nos enfrentamos.

    El consumo de productos animales es una de las principales causas de las emisiones de gases de efecto invernadero, del consumo y contaminación del agua, y de la deforestación global. Las industrias animales son también las principales causantes de la sexta extinción. Los humanos y el ganado constituyen actualmente más del 96% de la biomasa de mamíferos en el planeta, lo cual supone la sustitución de la vida y los espacios salvajes por animales de granja a los que tratamos cual partes de una línea de montaje ―como los millones que han sido sacrificados sin remordimiento alguno durante la pandemia. Reducir nuestro consumo de carne salvaría innumerables vidas, humanas y no humanas.

    Las industrias animales ―bestias económicas que concentran la riqueza y agravan la destrucción ecológica y biológica― deberían preocupar a cualquiera que esté interesado en saber cómo funciona el capitalismo. Sin embargo, la izquierda normalmente tiene muy poco que decir al respecto.

    Como mínimo, la izquierda debería unificarse en torno a la demanda de acabar con la ganadería industrial, un negocio global que aporta dos billones de dólares al año. Liberales y progresistas están dando pasos en esa dirección. El 7 de mayo, los senadores Elizabeth Warren y Cory Booker anunciaron una propuesta de ley para eliminar gradualmente la ganadería industrial a gran escala antes del 2040. ¿Por qué la izquierda no está liderando las demandas para acabar con Big Meat, o mejor aún, para abolir la industria cárnica en su totalidad? Un sector de la izquierda defiende que la adopción de prácticas sostenibles en la ganadería puede solucionar la crisis de la carne, pero eso sería algo parecido a que el movimiento por el clima pidiese reformas en la industria fósil en vez de su desaparición.

    Existen argumentos epidemiológicos, económicos y ecológicos lo suficientemente persuasivos para abolir la carne, pero conviene reflexionar sobre consideraciones éticas más fundamentales. Los y las socialistas que no tienen problemas en cuestionar la propiedad privada rara vez ponen en tela de juicio la posesión de animales. Como gente de izquierdas, tenemos el deber de preguntarnos qué nos da derecho a los seres humanos a tratar a las otras criaturas como nada más que cosas. ¿Qué es lo que otorga a nuestra especie el derecho a mercantilizar otros seres conscientes y, por consiguiente, a despojarlos de todo sin tregua alguna?

    Entre la ganadería y el forraje, la industria ganadera devora un 40% de la superficie habitable del planeta. Un sistema alimentario vegano consumiría una décima parte del terreno que consume el sistema actual. Un proyecto conjunto de resilvestración reduciría el brote de nuevas epidemias mediante la reducción del contacto entre humanos y animales salvajes y la restauración de la biodiversidad, disminuyendo así el riesgo de zoonosis y capturando carbono de la atmósfera. Si nuestra especie fuese razonable ―un rasgo que supuestamente nos distingue de otros animales― nos embarcaríamos en un proyecto de ese estilo. Para responder a la pandemia necesitamos ampliar nuestro imaginario político. Nuestra concepción de la solidaridad debe cruzar la barrera de la especie.

    ASTRA TAYLOR es la autora de Democracy May Not Exist, but We’ll Miss It When It’s Gone.

    SUNAURA TAYLOR es la autora de Beasts of Burden: Animal and Disability Liberation.

    La ilustración de cabecera es «Белая свинья с поросятами» [Cerda blanca con lechones], de Niko Pirosmani (1982-1918). El texto ha sido traducido por Inés Sánchez.

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  • Monstruosidades metabólicas. El capital vampírico en el Antropoceno

    Monstruosidades metabólicas. El capital vampírico en el Antropoceno

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    Por Gregory Marks.

    Este artículo fue publicado originalmente en el blog del propio autor, The Wasted World. Gothic Pasts and Posthuman Futures, con el título «Metabolic Monstrosities: Vampire Capital in the Anthropocene» y, posterioremente, fue reproducido en la revista Monthly Review.

    Parafraseando un pasaje de Marx en los Grundrisse, Stavros Tombazos señala que «toda economía es a fin de cuentas una economía del tiempo» (2014, 13). Lo que ello quiere decir es que la productividad del trabajo, la acumulación de riqueza y la circulación de bienes y recursos que conforman una economía en su más amplio sentido son todos ellos componentes de una organización particular del tiempo. Por lo tanto, los cambios en esta organización no solo son percibidos en las transformaciones materiales que llevan a cabo, sino también en el orden de la temporalidad y en los ritmos de vida que son posibles bajo un sistema económico dado. No hay momento en el que sea más evidente el hecho de que el paso del tiempo, el cual a menudo damos por descontado, esté en realidad determinado por las condiciones materiales y económicas en las cuales vivimos que en la época actual de cambio climático y catástrofe ecológica.

    Dos largos siglos de capitalismo industrial nos han dejado con una percepción del tiempo que ya no se adecúa a las condiciones materiales que están reconfigurando nuestras vidas. Los historiadores de la ecología Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz caracterizan este antiguo orden del tiempo por su dependencia respecto de la extracción de combustibles fósiles y afirman que «el continuo temporal del capitalismo industrial [fue] proyectado en representaciones culturales del futuro, concebido como un progreso continuado que se desplegaba al ritmo de los incrementos en la productividad» (2016, 203). La conmoción actual viene de que este incremento continuado y lineal de la productividad, conceptualizado como el progreso natural hacia un mañana más grandioso que hoy, no fue más que el producto de una afluencia temporal de energía que provenía de un recurso menguante. Tal y como ha escrito Rob Nixon: «En este interregno entre regímenes energéticos, estamos viviendo del tiempo prestado: prestado del pasado y del futuro» y que la continuidad del statu quo únicamente está llevándonos de manera acelerada «hacia un futuro colectivo abreviado, convirtiéndonos en fósiles» (2011, 69).

    En los años crepusculares del capitalismo fósil estamos viendo el surgimiento de una nueva organización del tiempo en la que el presente ya no es capaz de alimentarse a costa del futuro y en la que la destrucción acumulada del pasado está volviendo a nosotros a una escala planetaria. Para abordar esta disyuntiva entre el tiempo del capital y las temporalidades de la naturaleza de la cual se nutre, voy a dar cuenta de la teoría de la fractura metabólica de los ecosocialistas contemporáneos e intentaré ampliar esta explicación metabólica hacia un territorio más monstruoso por medio de la caracterización que el propio Marx hace de la sed vampírica del capital.

    Por ello, querría proponer que la perspectiva de Walter Benjamin respecto a la historia, la naturaleza y el capital potencialmente puede servir de puente entre la explicación metabólica de la depredación planetaria del capital y el proyecto de crítica ideológica que es necesario para disipar la bruma en torno a nuestra parálisis temporal y para hacer que se desvanezca de una vez por todas la maldición vampírica.

    I. Sed de acumulación

    En el primer volumen de El capital Marx escribe que «el trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. […] Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza» (1976, 283 [2017, 239]). No es meramente una acción que se lleve a cabo en la naturaleza, el trabajo es el acto de controlar el intercambio entre la humanidad y la naturaleza y la transformación mutua que resulta de ese intercambio. Tal y como han subrayado los ecosocialistas John Bellamy Foster (2000), Paul Burkett (2014) y Kohei Saito (2018), el concepto de trabajo de Marx y la relación que establece entre la humanidad y la naturaleza giran en torno al concepto de metabolismo. Su concepto de intercambio metabólico, tomado del agrónomo Justus von Liebig, tiene su origen en la química, en tanto que «proceso incesante de intercambio orgánico de componentes viejos y nuevos a través de combinaciones, asimilaciones y excreciones de manera que toda acción orgánica pueda continuar» y se aplica «no solo a los cuerpos orgánicos, sino también a diversas interacciones en uno o varios ecosistemas, incluso a escala global, ya sea un “metabolismo industrial” o un “metabolismo social”» (Saito, 2018, 69-70).

    Cualquier sistema material, ya conste este de cuerpos o de máquinas, o tenga lugar en la escala de un individuo o de una sociedad, va a contar necesariamente con un intercambio metabólico de elementos químicos y de energía que lo mantenga en movimiento. Como sucede con el conjunto de la economía, aquí el metabolismo es definido como una relación temporal que describe las tasas de intercambio entre un sistema dado y su base natural. Sin embargo, lo que ha surgido con el capitalismo es una disyunción particular entre las temporalidades natural y económica, abriendo entre ellas una fractura metabólica que se abre cada vez más. Ahora mismo encaramos una «contradicción entre el tiempo de la naturaleza y el tiempo del capital», como afirma Paul Burkett:

    La producción acelerada del capital implica un conflicto entre el tiempo que la naturaleza necesita para producir y absorber materiales y energía, y la dinámica, impuesta por la competitividad, de la máxima acumulación monetaria en cualquier periodo de tiempo a través de cualquier medio material disponible (2014, 112).

    En el capitalismo, el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza acaba siendo dislocado, y no simplemente en una trampa maltusiana en la que el consumo excede a la producción, sino a través de la compleja red de reciprocidades y procesos por los cuales el capital intercambia lo que obtiene en beneficios a corto plazo por un largo futuro de resultados perniciosos. McKenzie Wark señala lo siguiente:

    El ejemplo de Marx de la fractura metabólica se refería al modo por el cual la agricultura inglesa del siglo diecinueve extraía nutrientes del suelo, como los nitratos, los cuales eran absorbidos por las plantas que estaban en proceso de crecimiento, las cuales los agricultores recogían en sus cosechas, las cuales los trabajadores de las ciudades ingerían para tener energía en sus trabajos en la industria y quienes después cagaban y meaban los desechos sacándolos así de sus metabolismos particulares. Esos desechos, incluidos los nitratos, circulaban por los desagües y las cloacas y se vertían en el mar. Para afrontar esta fractura surgieron industrias enteras dedicadas a producir fertilizante artificial, lo que a su vez originó más fracturas metabólicas en otros lugares (2015, XIV).

    Mientras que las sociedades precedentes se topaban con los límites naturales a un nivel local, debido tanto al agotamiento de los suelos como de los recursos, el capitalismo está constantemente desplazándose más lejos para ampliar el alcance de sus mercados, apropiándose así de recursos en el extranjero y desposeyendo a la periferia tanto de su trabajo como de sus tierras. Cada vez que aparece un límite a nivel local, este es trascendido y sobrepasado en busca de nuevas fuentes de acumulación. Sin embargo, y tal y como deja claro Marx, «del hecho que el capital ponga cada uno de esos límites como barrera y, por lo tanto, de que idealmente le pase por encima, de ningún modo se desprende que lo haya superado realmente» (1973, 410 [1972, 362]).

    Aunque fuese capaz de escapar, e incluso de nutrirse, de las fluctuaciones del mercado nacidas de las crisis naturales mediante la explotación de la elasticidad de los límites materiales, el capital no puede superar estos límites de manera absoluta; en su lugar, lo que hace es buscar a conciencia maneras de postergar lo inevitable. Tal y como afirma Kohei Saito: «El capital siempre intenta superar sus limitaciones mediante el desarrollo de las fuerzas productivas, de nuevas tecnologías y del comercio internacional, pero precisamente debido a los continuos intentos por ampliar su escala, acaba reforzando su tendencia a explotar las fuerzas naturales (incluida la fuerza de trabajo humano) buscando materias primas y auxiliares, alimento y energías a escala global» (2018, 96). Cada vez que una crisis es temporalmente superada, únicamente se está compensando el colapso sistémico en el presente mediante el aumento de la magnitud de la crisis que vaya a venir después, así hasta que llegue el momento en que toda la tierra esté atrapada en la fractura metabólica y se alcance un límite global real.

    II. Bajo el embrujo del vampiro

    Debido a «su desmesurado y ciego impulso, [con] su hambruna canina de plustrabajo», unido al hecho de que se alimenta incesantemente tanto de la vida presente como de la futura, no resulta extraño que Marx se fijase en la figura del vampiro para definir al capital (1976, 375 [2017, 331]). En un pasaje ya célebre del primer volumen de El capital, Marx lo describe como «trabajo muerto que solo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo» y, en otra parte, como si estuviera movido por «la sed vampírica de sangre viva del trabajo» (1976, 342 y 367 [2017, 297 y 322]). El vampiro aparece aquí no solo como una figura fuera del tiempo, el muerto que no llega a morir, sino, de manera manifiesta, como un monstruo metabólico al que no solo mueve la maldad o la bajeza moral, sino un instinto primario de mantenerse a costa de los procesos vitales de los vivos. El vampiro como monstruosidad metabólica no es algo original de Marx y, de hecho, se puede encontrar en los escritos sobre agronomía del propio Liebig, en los cuales, al tratar el asunto de la apropiación imperial del guano y de otros fertilizantes a lo largo de todo el mundo, subrayaba que «Gran Bretaña se apodera de las condiciones de fertilidad de otros países […]. Al igual que un vampiro, se engancha a la garganta de Europa, y se podría decir que de todo el mundo, para extraer su mejor sangre» (Bonneuil y Fressoz, 2016, 186-187).

    Más allá de esta polémica floritura, la evocación de la figura del vampiro tiene el papel fundamental de revelar, con una sola imagen, los mecanismos ocultos de los sanguinarios festines del capital. Foster y Burkett señalan lo siguiente: «La utilización que hacía Marx del metabolismo no era “analógica”, sino que estaba destinada a proporcionar las bases para una comprensión materialista y dialéctica de la relación productiva humana con la naturaleza» (2016, 35-36). En la misma línea, yo quisiera afirmar que no es que el capital sea simplemente igual que un vampiro, sino que pone en práctica literalmente una relación vampírica con los vivos tanto a través de su sed parasitaria de acumulación como con la servidumbre psíquica a la que somete a sus víctimas. Además de hacer una caracterización del capital en la que predominan sus procesos metabólicos, la metáfora vampírica trae consigo connotaciones como el embrujo, la invisibilidad y la sumisión de la víctima respecto al vampiro. Efectivamente, la articulación de vampirismo y capital funde la lógica del metabolismo con el aparato ideológico que la mantiene oculta. David McNally escribe lo siguiente en Monsters of the Market:

    Las enormes cualidades del capital para el ilusionismo residen en el modo en que invisibiliza su propia configuración monstruosa. Lo que buscaba Marx al intentar sacarle el tapón mágico a la modernidad era una confrontación con la monstruosidad. Se dispuso a sacar a la luz a las hordas de vampiros y hombres lobo que le son intrínsecos al capital de modo que pudieran ser desterrados (2011, 114).

    Del mismo modo en que el tiempo de la producción capitalista inocula en aquellos que están atrapados en ella los ritmos de la industria y del incremento progresivo de las fuerzas productivas, el ocultamiento de sus desequilibrios metabólicos pone en marcha su propia lógica temporal. No solo es que es que el capital les saque a los vivos su flujo vital, sino que también lo hace a un ritmo y en unos intervalos que, al menos hasta el momento, evitan que sea percibido de manera directa. Frente a las teorías de Max Weber, para quien la modernidad representaba el triunfo de la razón sobre el mito, podríamos hacer referencia a la proposición de Walter Benjamin que dice lo siguiente: «El capitalismo, en cuanto tal, es sin duda un producto natural junto con el cual le sobrevino en su conjunto a Europa un nuevo sueño, en cuyo interior las fuerzas míticas se vieron nuevamente reactivadas» (1999, K 1 a, 8 [2013]). Al identificar como vampírica la relación metabólica del capital con la humanidad y la naturaleza, en cierto sentido se perforan y atraviesan los nuevos mitos de ese letargo cargado de sueños propio del capitalismo. En primer lugar, se disipa la bruma ideológica que hace pasar por justo o necesario el lento agostamiento del trabajo y la naturaleza bajo el capitalismo. Como apunta McNally:

    Si existe un marxismo gótico, entonces ha de ser uno que insista, entre otras cosas, en viajar por los espacios nocturnos del submundo capitalista, en visitar las mazmorras secretas que dan cobijo a doloridos cuerpos laboriosos (2011, 138).

    En segundo lugar, revela que las crisis y los desastres cíclicos del capitalismo no son anormalidades o irregularidades en la trayectoria ascendente del progreso, sino que más bien son los estertores agónicos de multitud de metabolismos atrapados entre los colmillos del vampiro. Benjamin escribió lo siguiente:

    Fundamentar el concepto de progreso directamente en la idea de catástrofe. La catástrofe misma, en cuanto tal, es el que esto «se siga produciendo». Porque no es lo que viene cada vez, sino que a cada vez es lo ya dado. […] El infierno no es nada que se encuentre por venir, emplazado ante nosotros, sino que está ya aquí, en esta vida. (1999, N 9 a, 1 [2013]).

    III. Despertar aterrorizados

    El proyecto de Benjamin de desvelar las oscuras y mágicas bases de la modernidad capitalista —lo que Margaret Cohen (1993) ha denominado cierta forma de «marxismo gótico»— lo coloca en alegre compañía junto a los vampiros y hombres lobo del imaginario de Marx. Pero por mucho éxito que Benjamin haya tenido como crítico de la cultura, la ideología y la historia, resulta menos evidente su relevancia para un marxismo con conciencia ecológica. En La ecología de Marx, John Bellamy Foster se aleja de los marxistas occidentales y de su incapacidad a la hora de tomarse en serio el análisis materialista de la naturaleza. Escribe Foster que «la Escuela de Frankfurt […] desarrolló una crítica “ecológica” que era casi por completo culturalista en su forma, carecía de todo […] análisis de la alienación real, material, respecto a la naturaleza: por ejemplo, la teoría de la fractura metabólica de Marx» (2000, 245 [2004, 369-370]).

    A modo de conclusión, me gustaría someter a juicio esta aseveración partiendo de dos frentes: en primer lugar, afirmando que en Benjamin —si no en otros pensadores de Frankfurt— sí que encontramos de hecho un análisis minuciosamente materialista de la naturaleza, que rechaza tanto cualquier visión de la historia separada de sus condiciones naturales como cualquier teorización de la naturaleza indiferente a su alteración histórica; en segundo lugar, quiero defender que en la filosofía de la naturaleza de Benjamin también descubrimos huellas de la relación metabólica entre la humanidad y la naturaleza que nos permitirán sortear el vacío que existe entre una crítica gótico-marxista de la ideología y el pensamiento ecologista que es necesario para un marxismo del siglo veintiuno.

    Desde sus primeros trabajos hasta los últimos, el pensamiento de Benjamin regresaba no solo a la pregunta acerca de la naturaleza y su lugar en el curso de la historia, sino también al momento en el que la «antítesis de historia y naturaleza» se viniese abajo y la «historia se desplaza[ra] así al escenario», como otro componente más de un mundo puramente material (2019, 81 [2010, 297]). Esta entrada de la historia en la naturaleza —y de la naturaleza en la historia— ocupa las reflexiones de Benjamin en su inacabada última obra, Obra de los pasajes, en la cual la historia del siglo diecinueve es pensada en términos naturalistas y como si estuviera compuesta de fósiles de una era perdida. A partir de los restos de esta etapa temprana del capitalismo, Benjamin arma una genealogía del capitalismo tardío para sacar a la luz los efectos ideológicos que surgen cuando la historia y la naturaleza están conceptualmente divorciadas. Tal y como escribe Susan Buck-Morss:

    Cada vez que la teoría sostenía a la «naturaleza» o a la «historia» como primer principio ontológico, se perdía este doble carácter de los conceptos, y con él la potencialidad de negatividad crítica: o se afirmaban como naturales las condiciones sociales perdiendo de vista su devenir histórico, o se afirmaba como esencial el proceso histórico real (1977, 54 [1981, 123]).

    En términos del propio Benjamin, mientras los entornos modernos de «las modas, las arquitecturas, e incluso el mismo clima» no fuesen pensados como productos del empeño humano, serán «procesos tan naturales como el digestivo o el respiratorio para el cuerpo. Se hallan así incluidos en el ciclo de aquello que es lo mismo eternamente hasta el momento en que el colectivo se los apropia mediante la política para construir la Historia» (1999, K 1, 5 [2013]). Lo que damos por meramente «natural», ya sea la búsqueda del beneficio o que cambie el clima, para nosotros existirá solo de manera inconsciente hasta que reconozcamos la relación mutuamente constitutiva entre estos hechos aparentemente naturales y la historia que creamos de manera colectiva. Sin este momento de despertar a nuestra propia historia natural, el curso de los hechos históricos parece inevitable e inaprensible. Benjamin escribía lo siguiente: «El fin de un periodo económico se le presenta al colectivo onírico tal como si fuera el fin del mundo» (1999, R 2, 3 [2015]). En esta era de presagios apocalípticos tenemos la imperiosa necesidad de una política capaz de atravesar este mito de una catástrofe inevitable para enfrentarnos a la disyuntiva ecológica y económica que encierra en su interior.

    Pese a su aparente inevitabilidad en tanto que hecho de la naturaleza, «en el fondo la fractura metabólica es producto de una fractura social: la dominación del ser humano por el ser humano» (Foster et al., 2010, 47). Kohei Saito escribe lo siguiente: «Por todo ello, el proyecto socialista de Marx exige la rehabilitación de la relación entre seres humanos y naturaleza mediante la contención y finalmente la trascendencia de las fuerzas ajenas de la reificación» (2018, 133). O tal y como lo formuló Benjamin muchos años antes, la tarea vital de nuestro conocimiento técnico «no es, en cuanto tal, el dominio de la naturaleza, sino el dominio de la relación de la naturaleza con lo humano» (1979, 104 [2010, 88]). Vemos aquí del modo más claro el potencial metabólico de la filosofía natural de Benjamin: no gobernar la naturaleza en sí misma sino la relación entre humanidad y naturaleza implica comprender los intercambios metabólicos que articulan los procesos planetarios y los asuntos humanos. Pero lo que Benjamin escribe también deja claro que comprender nuestra relación metabólica con la Tierra no es suficiente por sí mismo. Para que sea políticamente efectivo, el marxismo con conciencia ecológica debe vincularse a un análisis de las estructuras ideológicas que ocultan nuestras relaciones metabólicas y que inoculan en nosotros cierta fe en las temporalidades del progreso infinito o del desastre inevitable. De la mordedura vampírica del capital, el cual oculta los medios de su dominación incluso al tiempo que los despliega tanto sobre la humanidad como sobre la naturaleza, solo nos podremos liberar si gobernamos de modo consciente y colectivo nuestras relaciones con la naturaleza y damos inicio a un nuevo metabolismo con la Tierra.

     

    Bibliografía

    BENJAMIN, Walter, One Way Street and Other Writings, traducción de Edmund Jephcott y Kingsley Shorter, Londres, Verso, 1979 [trad. cast. de Jorge Navarro Pérez: Calle de dirección única, en Obras completas, libro IV, vol. I, Madrid, Abada, 2010].

    —, The Arcades Project, traducción de Howard Eiland y Kevin McLaughlin, Cambridge, Belknap, 1999 [trad. cast. de Juan Barja: Obra de los pasajes, en Obras completas, libro V, Madrid, Abada, 2013/2015].

    —, The Origin of the German Trauerspiel, traducción de Howard Eiland, Cambridge, Harvard University Press, 2019 [trad. cast. de Alfredo Brotons Muñoz: El origen del ‘Trauerspiel’ alemán, en Obras completas, libro I, vol. I, Madrid, Abada, 2010].

    BONNEUIL, Christophe y FRESSOZ, Jean-Baptiste, The Shock of the Anthropocene, traducción de David Fernbach, Londres, Verso, 2016.

    BUCK-MORSS, Susan, The Origins of Negative Dialectics. Theodor W. Adorno, Walter Benjamin, and the Frankfurt Institute, Nueva York, The Free Press, 1977 [trad. cast. de Nora Rabotnikof Maskikver: El origen de la dialéctica negativa. Theodor W. Adorno, Walter Benjamin y el Instituto de Frankfurt, México D.F., Siglo XXI, 1981].

    BURKETT, Paul, Marx and Nature. A Red and Green Perspective, Chicago, Haymarket Books, 2014.

    COHEN, Margaret, Profane Illumination: Walter Benjamin and the Paris of Surrealist Revolution, Berkeley, University of California Press, 1993.

    FOSTER, John Bellamy, Marx’s Ecology. Materialism and Nature, New York, Monthly Review Press, 2000 [trad. cast. de Carlos Martín y Carmen González: La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza, Madrid, El Viejo Topo, 2004].

    FOSTER, John Bellamy y BURKETT, Paul, Marx and the Earth. An Anti-Critique, Chicago, Haymarket Books, 2016.

    FOSTER, John Bellamy, CLARK, Brett y YORK Richard, The Ecological Rift. Capitalism’s War on the Earth, Nueva York, Monthly Review Press, 2010.

    MARX, Karl, Grundrisse, traducción de Martin Nicolaus, Londres, Penguin Books, 1973 [trad. cast. de Pedro Scaron, edición a cargo de José Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scaron: Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse), Madrid, Siglo XXI, 1972].

    —, Capital (vol. I), traducción de Ben Fowkes, Londres, Penguin Books, 1976 [trad. cast. de Pedro Scaron: El capital. Crítica de la economía política, vol. 1, Madrid, Siglo XXI, 2017].

    McNALLY, David, Monsters of the Market. Zombies, Vampires and Global Capitalism, Chicago, Haymarket Books, 2011.

    NIXON, Rob, Slow Violence and the Environmentalism of the Poor, Cambridge, Harvard University Press, 2011.

    SAITO, Kohei, Karl Marx’s Ecosocialism. Capital, Nature, and the Unfinished Critique of Political Economy, New Delhi, Dev Publishers, 2018.

    TOMBAZOS, Stavros, Time in Marx. The Categories of Time in Marx’s Capital, traducción de Christakis Georgiou, Chicago, Haymarket Books, 2014.

    WARK, McKenzie, Molecular Red. Theory for the Anthropocene, Londres, Verso, 2015.

    La ilustración de cabecera es «Las resultas» (ca. 1820 – 1823), de Francisco de Goya.

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  • Mirar atrás para mirar al futuro: «progreso», ecología y cultura de sociedad de consumo

    Mirar atrás para mirar al futuro: «progreso», ecología y cultura de sociedad de consumo

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    Por Àngel Ferrero.

    Justo cuando la crítica a la idea tradicional de «progreso» había alcanzado un consenso entre la izquierda institucional, una parte del pujante movimiento ecologista, paradójicamente, la hizo suya. No otra cosa se encuentra detrás de muchos de los ataques contra el reciente documental Planet of the Humans (Jeff Gibs, 2019), producido por Michael Moore. Se trata, en resumen, de la renovada ilusión de que el mundo puede sostener las sociedades de consumo actuales —e incluso extender su modelo a otros países más allá del hemisferio norte— simplemente cambiando sus fuentes de energía por otras renovables. Una vana ilusión que no solo se mantiene en el estadio presente, sino que en algunas de sus elucubraciones se proyecta al futuro con la creencia de que inminentes descubrimientos tecnológicos solventarán los problemas actuales sin prácticamente ninguna necesidad de modificar ni nuestra cultura ni nuestras estructuras políticas y económicas. Es muestra del poder e influencia de los medios de comunicación estadounidenses y, por descontado, del maltrecho estado teórico de la izquierda occidental en general, que esta ideología —pues no es otra cosa que eso: falsa conciencia— se haya abierto paso allí donde existían fundamentos sólidos para el debate desde, al menos, la publicación de Los límites del crecimiento (el debatido informe del Club de Roma de 1972). Así, Manuel Sacristán criticó ya en 1980, por citar un destacado ejemplo, «el ingenuo entusiasmo por el reciclaje, que no tiene en cuenta el consumo de energía que exigen algunos procesos». En este debate también son clave las aportaciones de, entre otros, Elmar Altvater o, antes que él, de Wolfgang Harich, quien en ¿Comunismo sin crecimiento? escribió que «características de la República Democrática Alemana, como del campo socialista en general, en las que estábamos acostumbrados a ver desventajas, resultan ser excelencias en cuanto que las medimos con los criterios de la crisis ecológica».

    Esta última frase de Harich merece mayor atención, toda vez que nos acercamos a las tres décadas de la desintegración de aquel campo socialista del que hablaba el pensador alemán y ahora podemos evaluar la experiencia de aquellos estados, hoy desaparecidos, con otros parámetros y libres de las amarras ideológicas de la guerra fría. Para un observador de Europa oriental y la Unión Soviética, y mucho más para un ciudadano que haya vivido en ambos sistemas, resulta chocante cuanto menos haber visto cómo muchas cosas que en los noventa, con la introducción del capitalismo, se consideraban un signo de atraso —invariablemente vinculado a las economías socialistas— del que cabía avergonzarse, se recuperan hoy como ideas útiles para el equilibrio ecológico. Ha pasado, por empezar por algún sitio, con los envases de vidrio reutilizables, que en algunos estados del campo socialista se usaban para comprar leche, por ejemplo. También ha ocurrido con las bolsas de rejilla para la compra, que en ruso se conocen como avozka: en Europa occidental y Estados Unidos acostumbraban a identificarse con la escasez y las largas colas frente a los establecimientos en comparación con la entrega gratuita de las bolsas de compra de plástico que comenzaron a utilizarse en los años ochenta y noventa de manera masiva en supermercados y grandes superficies comerciales. Como es sabido, hoy las bolsas de plástico se han convertido en un serio problema medioambiental y las bolsas de rejilla se venden en algunas tiendas como un artículo ecológico por sus considerables ventajas: pueden producirse localmente y a bajo coste, pueden reutilizarse varias veces, son lavables y, debido a su diseño, son resistentes y pueden plegarse y transportarse prácticamente en el bolsillo. «Lo que es ecológicamente conveniente y lo que ayuda a ahorrar materias primas puede contribuir igualmente a hacer más agradable la vida», observaba Harich. Podrían citarse otros tantos ejemplos relacionados con electrodomésticos que no se producían bajo la lógica de la obsolescencia planificada, como mostró en su día el documental de Cosima Dannoritzer Comprar, tirar, comprar (2011) con los casos de las bombillas y los refrigeradores producidos en la RDA.

    Pero acaso sea en el campo del transporte y la movilidad urbana donde haya más ejemplos a retomar por el énfasis de aquellas sociedades en el transporte público colectivo. En ningún otro lugar era más visible el contraste que en Berlín: mientras las autoridades de Berlín occidental modificaron su política de transporte en 1954 en favor del metro, el autobús y, por supuesto, el coche, en Berlín oriental los planes en los sesenta y setenta que favorecían el automóvil privado no llegaron a prosperar. De este modo, la última línea de tranvía de Berlín occidental se cerró en 1967 y en Berlín oriental sobrevivieron a la RDA más de diez líneas. Desde hace dos décadas Berlín ha reabierto y prolongado líneas de tranvía. En Barcelona, el tranvía desapareció en 1971 después de que como en otras ciudades los planes urbanísticos favoreciesen el automóvil, y en Madrid lo hizo en 1972. En Barcelona no regresaría hasta el año 2004 y en Madrid hasta 2007, con el nombre de Metro Ligero. En Estados Unidos existe hoy únicamente en un puñado de ciudades —siendo las más conocidas San Francisco y Nueva Orleans por su aparición en algunas películas— y todavía hoy se sigue sospechando que detrás de la modificación de los planes urbanísticos hubo presiones de la industria automovilística. En 1947 un tribunal de California del Sur procesó a nueve empresas y siete personas por violar la ley «antitrust», acusadas de conspirar para formar un monopolio, el holding National City Lines (NCL) —formado por General Motors, Firestone Tire, Standard Oil of California y Philips Petroleum—, con el que adquirir líneas de tranvía que luego se desmantelaban para favorecer la venta de autobuses y automóviles. Dos años después, el tribunal federal de Illinois del Norte declaró a estas empresas culpables de conspirar para conseguir el monopolio de la venta de autobuses y suministros para vehículos a las empresas de transporte locales controladas por la propia NCL, pero se las absolvió de la acusación de intentar monopolizar la propiedad de dichas compañías.

    El futuro de la aviación puede estar en su pasado

    Uno de los sectores más afectados por las restricciones para contener la pandemia de COVID-19 ha sido el de la aviación, que ha tenido flotas enteras sin despegar durante semanas. Las pérdidas económicas son multimillonarias: en mayo, la Organización de Aviación Civil Internacional (ICAO) las calculaba entre 198.000 y 273.000 millones de dólares, dependiendo de la gravedad del escenario. En los últimos meses hemos visto el controvertido rescate de Lufthansa mientras otras aerolíneas, como South African Airways o Thai Airways, siguen luchando por no desaparecer. Al calor de estas noticias, Telepolis recordaba, como otros medios, que el transporte aéreo es altamente contaminante y la crisis del sector podría aprovecharse para replantear su ordenamiento. Por situar al lector, en su conversación con Freimut Duve, publicada en 1975, Harich mencionaba la cifra de 3.000 vuelos diarios, mientras que Flightradar registró el 25 de julio de 2019 unos 230.000 vuelos diarios, la cifra más alta de toda la historia de la aviación. El digital alemán planteaba como alternativa, además del ferrocarril y el transporte marítimo, reintroducir los dirigibles, o zepelines.

    La imagen de los dirigibles está asociada al desastre del Hindenburg en 1937, cuyo incendio, registrado por las cámaras y difundido por los noticieros de la época, destruyó la confianza en este medio de transporte y lo relegó a fines meramente publicitarios. Cabe señalar, empero, que el fabricante, la Luftschifftbau Zeppelin GmbH, en un principio había optado para este modelo por el uso de helio y no por el hidrógeno —inflamable—, pero este gas, además de costoso, solo podía adquirirse en cantidades industriales en Estados Unidos, que había prohibido su exportación en 1927. Además de las mejoras en la extracción de helio o los materiales de cubierta (fibra de carbono con una cobertura de kevlar), el autor del artículo de Telepolis, Wolfgang Pomrehn, indicaba que los dirigibles ahora pueden funcionar también con placas solares e incluso motores de combustión, ya que «su emisión de gases invernadero sería considerablemente menor a la de los aviones ya que, gracias a la flotabilidad del helio, pueden permanecer en suspenso en el aire y necesitan mucha menos energía». Además, a diferencia de los aviones, los dirigibles tienen una mayor autonomía de vuelo y no precisan para su despegue y aterrizaje una infraestructura como la de los aeropuertos en tamaño. Según Pomrehn, los dirigibles podrían utilizarse para el transporte de mercancías a media distancia e incluso el transporte personal, pero el mercado es insuficiente —los vuelos actuales se ofrecen como curiosidad histórica, con billetes a partir de los 345 euros— y no existe ningún tipo de apoyo estatal.

    A comienzos de verano los medios de comunicación recogieron la iniciativa de una empresa sueca que tiene pensado llevar en 2023 pasajeros al Polo Norte a bordo de un dirigible Airlander 10, un modelo de la británica Vehículos Híbridos de Aire (HAV) que ha comenzado a producirse en enero de este mismo año. Pero se trata, de nuevo, de una curiosidad para clientes con bolsillos hondos: el pasaje para dos personas del viaje inaugural cuesta 90.000 euros. A todo ello hay que sumar un problema que sobrepasa con creces a los anteriores, como el propio Pomrehn advierte en su artículo: «Junto con este o aquel desarrollo técnico, lo que falta, sobre todo, es otra forma de pensar y, más aún, otra economía del tiempo, ya que, como es obvio, los dirigibles y otras formas de transporte aéreo son más lentas que los aviones». Pero era en el final del texto donde el autor ponía el dedo en la llaga: «Quizá sea ya tiempo de reflexionar si la manía por la velocidad de las sociedades modernas no es un mayor destructor de calidad de vida y libertad individual». Nunca se insistirá lo suficiente en que ello requiere cambios políticos, sociales y culturales en la dirección contraria a las sociedades de consumo. «Como prueba —relataba Harich en el libro arriba citado—, le enseñaría al hombre mi mejor traje, que me hice confeccionar con un valioso paño rumano por el más caro de los sastres de caballero del centro de Berlín y que una vez llevado algo así como tres veces, ya no he podido volver a ponérmelo porque la hechura de los pantalones, pasada entretanto de moda, suscita en el personal femenino una sonrisita entre irónica y compasiva». La misma sonrisa que, seguramente, habrá esbozado el lector al leer esta anécdota. Pero, ¿cuándo fue la última vez que se deshizo discretamente de una prenda de moda por motivos no muy diferentes a los que explicaba Harich?

    La ilustración de cabecera es «Na naberezhnoi Makarova [En el muelle de Markarov]» (1960), de Aleksandr Semenovich Vedernikov.

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  • Videojuegos y cambio climático, podcast con María Bonete y Alberto Venegas

    Videojuegos y cambio climático, podcast con María Bonete y Alberto Venegas

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  • Una teoría marxista de la extinción

    Una teoría marxista de la extinción

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    Por Troy Vetesse.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Salvage con el título «A Marxist Theory of Extinction».

    La tragedia del ecologismo común

    El mismo año en que el parlamento británico aprueba las Actas de Cercamiento (Inclosure Act) de 1773, se extingue la especie del correlimos de Tahití.

    La sexta extinción, destructora de mundos, supone la aniquilación de innumerables ramas antiguas e irreemplazables del árbol de la vida. El inicio de la sexta extinción comenzó hace medio milenio, coincidiendo con el nacimiento del capitalismo, y ahora avanza a un ritmo frenético comparable a la devastación de la última gran extinción, hace sesenta y seis millones de años. Desde la perspectiva de la vida terrestre, el capitalismo difiere poco de la colisión con un meteorito masivo. El influyente naturalista E. O. Wilson ha predicho que la mitad de la flora y fauna del mundo se habrá extinguido a finales de siglo. Estudios recientes han estimado que las especies de mamíferos están desapareciendo entre cien y mil veces más rápido de lo que lo harían al ritmo natural. La sexta extinción tiene multitud de causas, pero la principal es la pérdida de hábitat, seguida de la caza furtiva, aunque el cambio climático va a tener sin duda un papel cada vez más importante. Al menos un mamífero ya se ha extinguido por el cambio climático, la rata cola de mosaico del Cayo Bramble en 2016, cuando el aumento del nivel del océano inundó el hogar de esta especie, que se hallaba en una isla de baja altitud en la Gran Barrera de Coral.

    Los mamíferos, sin embargo, representan solo un pequeño porcentaje del reino animal, que está abrumadoramente compuesto por invertebrados. Pequeñas criaturas, como la mariposa azul Xerces de San Francisco (desaparecida en 1941), han soportado la peor parte del cataclismo: hasta 130.000 especies de invertebrados han desaparecido desde las primeras etapas de la modernidad, alrededor del 7% de todas las especies animales. Sin embargo, más allá de trabajos notables como Extinction, de Ashley Dawson, y Tragedy of the Commodity, de Brett Clark, Rebecca Clausen y Stefano B. Longo, los marxistas han descuidado el debate acerca de la extinción, cediendo el terreno a una alianza impía de neoliberales y maltusianos racistas.

    El marco dominante para pensar la extinción, así como en muchos otros problemas medioambientales, ha sido el de la «tragedia de los comunes». El concepto fue acuñado por el biólogo Garrett Hardin en 1968, que la usó como título de un breve ensayo que publicó en Science. En él describía un prado imaginario de propiedad comunal, donde unos pastores sin escrúpulos apacentaban a más ganado del que el prado podía soportar, y concluía: «La ruina es el destino hacia el que se precipitan todos los hombres, cada uno persigue su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. La libertad de los bienes comunes trae la ruina a todos». En este marco, lo que es racional para el individuo —el engaño— es irracional para el grupo, una contradicción que solo puede ser solucionada a través de la implementación de derechos de propiedad. Hardin emplea otros ejemplos en los que el uso excesivo degrada un recurso comunal, como el aparcamiento gratuito, las zonas de acampada, la contaminación y la pesca. En este último caso, «las naciones marítimas […] llevan cada vez más cerca de la extinción a una especie tras otra de peces y ballenas» debido a la «libertad de los mares».

    «La tragedia de los comunes» sigue siendo un texto canónico del ecologismo centrista. Tal vez porque se hace referencia al texto más a menudo de lo que se lo lee, o tal vez por un tabú, a menudo se omite que la alegoría de Hardin es extremadamente brutal, incluso fascista. La mayoría de la gente sabe que abogó por la privatización como remedio a la tragedia de los bienes comunes y hay más personas que conocen que también sugirió el pago de cuotas de uso, pero lo que menos se discute es la tercera propuesta, la del control «coercitivo» de la población junto con el desmantelamiento del estado de bienestar. En su opinión, estas cuestiones están relacionadas porque la asistencia estatal podría dar apoyo a «a la religión, la raza o la clase […] que fomente la procreación excesiva». Más tarde, equiparó la «procreación excesiva» de personas indeseables con el «genocidio pasivo» de los blancos.

    Estos sentimientos no eran meros lapsus pasajeros. Como el ferviente supremacista blanco que fue, abogó por el control de la población para la gente de color (pero no para los blancos; él mismo tenía cuatro hijos) y restricciones a la inmigración en Estados Unidos (especialmente desde Latinoamérica) para evitar la creación de una «América del Norte y Central caótica». Defendió estas ideas hasta el final de su vida en publicaciones fascistas como Chronicles y The Social Contract.

    Hardin puede haber sido una de las protuberancias más feas dentro del cuerpo político del ecologismo blanco dominante, pero articuló la conclusión lógica de una ideología compartida. En 1968, el año en que publicó «La tragedia de los comunes», se reveló que el gobierno de Estados Unidos había esterilizado a miles de mujeres puertorriqueñas en las dos décadas anteriores, lo que afectó a un tercio de la población. Cinco años después, la esterilización involuntaria de dos niñas negras, Minnie y Mary Alice Relf, llamó la atención del país sobre el hecho de que el gobierno cubría anualmente la esterilización de entre 100.000 y 150.000 personas pobres como condición para que recibiesen más ayuda social. Como muchos grupos apoyaban el control coercitivo de la población, dudaron en criticar estas atrocidades, una postura que distanció a los movimientos sociales negros y latinos durante una generación. Los debates posteriores sobre la inmigración solo empeoraron las cosas. En las décadas de los setenta y ochenta, la organización Zero Population Growth (Crecimiento Poblacional Cero), el Sierra Club y destacados empresarios fundaron la Federation for American Immigration Reform (Federación por la Reforma de la Inmigración Americana; FAIR, por sus siglas en inglés), un grupo al que el Southern Poverty Law Center (Centro Legal sobre la Pobreza en el Sur) señaló como un grupo de odio. FAIR se centró en la lucha contra la inmigración mexicana: una de sus primeras campañas importantes trató de impedir el recuento de los migrantes indocumentados en el censo de los Estados Unidos de 1980, de modo que se privase de fondos a los programas de asistencia social. Hardin era miembro de la junta directiva de FAIR.

    Naturalmente, para Hardin la tragedia de los comunes tenía un alcance internacional. En 1974 escribió «Vivir en un bote salvavidas», donde comparaba las naciones con los botes salvavidas y a los refugiados con las personas que «se caen de sus botes salvavidas y están nadando un rato en el agua, esperando que los admitan en un rico bote salvavidas o beneficiarse de algún otro modo de las “cosas buenas” que hay abordo». En 1987 le dijo a un periodista de The New York Times que estaba en contra de la ayuda a Etiopía durante su hambruna más reciente porque el país «tiene demasiada gente para los recursos que posee». A pesar de la prevalencia de este tipo de retórica, los ecologistas nunca han purgado adecuadamente su xenofobia ni han dado la espalda a profetas tan llenos de odio como Hardin. Herman Daly, fundador de la economía ecológica y colaborador de colecciones de ensayos con Hardin, dijo recientemente a un admirador Benjamin Kunkel en la New Left Review que todavía deseaba un control de población coercitivo y que «no creo en las fronteras abiertas». Ahora, cuando un sistema climático global cada vez más inestable está expulsando a los refugiados de sus países natales, la Weltanschauung genocida de Hardin debe ser expulsada del discurso ecologista de la izquierda.

    Sin duda Hardin era un tipo odioso, pero lo peor es que no era muy inteligente: no es precisamente el Carl Schmitt del ecologismo estadounidense. La «La tragedia de los comunes» tiene agujeros lo suficientemente grandes como para que pase por ellos un rebaño de vacas. Su fábula fascista no es ni histórica ni etnográfica ni describe con precisión cómo funcionan o se descomponen los bienes comunes, defectos que Elinor Ostrom señaló hace décadas. Que tal ejercicio de sentido común le haya valido el premio del Banco de Suecia demuestra lo arraigado que está en la economía el modelo de Hardin, pero Ostrom no fue ni mucho menos la única crítica de Hardin. Los neoliberales, que son una banda de gente inteligente, reconocieron desde el principio que la tragedia de los bienes comunes era un marco insuficientemente riguroso, pero se contentaron con que quedara como la hoja de parra que cubriese su trabajo en torno a la economía ecológica, que tiene más matices y el cual todavía atrae muy poca atención académica. Hoy en día, los únicos seguidores reales de Hardin son ingenuos ecologistas de centro y neonazis.

    Desde una perspectiva neoliberal, una especie solo debe ser preservada —incluso si es de propiedad privada— si resulta rentable, solo si el mercado así lo decreta. Aunque los economistas conservadores escriben alabanzas a la clarividencia del mercado a la hora de administrar la escasez natural, los economistas neoliberales son mucho más contundentes. Desde el punto de vista del capital, los organismos no tienen ningún valor intrínseco —ni siquiera los últimos individuos de una especie—, sino que son simplemente activos diversos de capital que forman parte de una cartera variada y en constante transformación. Esta caracterización de la naturaleza en tanto que capital proviene del economista de la pesca canadiense Anthony Scott, cuya perspectiva fue retomada por otros neoliberales como Friedrich Hayek y Dieter Helm (catedrático de Oxford y presidente del Comité del Capital Natural). Esta lógica queda claramente expuesta en Los fundamentos de la libertad de Hayek, donde defendía que «tanto desde un punto de vista social como desde un punto de vista individual, cualquier recurso natural representa tan solo un elemento de nuestra dotación total de recursos agotables y nuestro problema no es preservar esta reserva de ninguna forma en particular, sino mantenerla siempre en la forma en que haga la contribución más deseable a los ingresos totales». Sin embargo, fue otro economista de la pesca canadiense, Colin Clark, quien expuso el fin lógico de este tipo de afirmaciones de la manera más descarnada posible en el artículo de 1973 «La maximización de los beneficios y la extinción de las especies animales», y afirmó: «En términos generales, se ha demostrado que las siguientes condiciones son necesarias y suficientes para la extinción en el marco de la maximización del valor actual: a) la tasa de descuento (o preferencia temporal) excede de manera suficiente el máximo potencial reproductivo de la población y b) se puede obtener un beneficio inmediato de la recopilación de los últimos animales que queden». Para Clark estos dos factores importaban mucho más que si una criatura era de propiedad privada o colectiva; la privatización no estaba para aliviar la extinción.

    Aunque los neoliberales apenas hayan ocultado que ven la naturaleza como un activo más, la izquierda ha tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que es ahí donde se encuentra el centro del debate. El capital no controla la flora y la fauna mediante una rama de la economía que requiera su propia teoría, sino que lo hace de un modo tan industrial como lo es la fabricación de acero y de microchips. Kenneth Fish desarrolla esta idea en Living Factories, quizás el mejor libro de estudios sobre animales con perspectiva marxista. Fish caracteriza los organismos genéticamente modificados (OGM) como «fábricas, fábricas vivas. Los microbios, las plantas y los animales, en definitiva la vida misma, han sido aprovechados para la producción industrial a través de técnicas de ingeniería genética».

    Sin embargo, los OGM representan solo un caso extremo de lo que el capital desea hacer con toda la vida; a saber: el capital borra todas las diferencias que separan al organismo de la máquina. «A pesar del dominio tecnológico que supuso la llegada de la máquina en aquel entonces —observa Fish—, el significado de la fábrica para Marx radica en cómo se aproxima a un organismo vivo, el más natural de los seres». La apreciación de Marx acerca de cómo la fábrica es un «organismo», que es «trabajo muerto» que cobra «vida» cuando se une a una «fuerza de la naturaleza», no es tanto una metáfora como una descripción casi literal de las máquinas como bestias de carga capitalistas.

    Subsumir y extinguir

    La Trochetiopsis melanoxylon, una planta de «ébano enano» endógena de Santa Helena, se extingue en 1771. Ese año Richard Arkwright inaugura en Cromford la primera fábrica textil alimentada con energía hidráulica.

    Una vez que los marxistas ven que el capital busca transformar la flora y la fauna en máquinas, entonces se hace más fácil ver cuál es la relación del capital con la naturaleza y cómo la sexta extinción es un problema inherentemente capitalista. Tal vez las herramientas marxistas más útiles sean la «subsunción formal» y la «subsunción real», ambas descritas en los Manuscritos económicos de 1864-1866. La subsunción formal se produce cuando «procesos de producción con una determinación social diferente se transforman en procesos de producción del capital». Si en la época precapitalista un individuo poseía los medios de producción (por ejemplo, un campesino) o estaba vinculado a un superior por medio de densos lazos sociales (por ejemplo, un aprendiz o un siervo del gremio), el capitalismo lo que hace es sustituir estas relaciones por otras mediadas por el dinero. Sin embargo, el proceso de trabajo cambia poco si el trabajo solo se subsume formalmente. Marx afirmó que, «a pesar de todo ello, dicha transformación no implica que se produzca un cambio esencial desde el principio en la forma real en que se lleva a cabo el proceso de trabajo […], el capital subsume así un determinado proceso de trabajo existente, como el trabajo artesanal o el modo de cultivar de la agricultura campesina independiente a pequeña escala». Su forma básica es la industria artesanal: la tejedora trabaja cuando quiere y al ritmo que quiere, a menudo en casa, encontrándose con el capitalista con poca frecuencia para obtener un salario o suministros. Esto no implica que esa subsunción formal sea inocua. Como es difícil aumentar la productividad sin maquinaria, solo se puede aumentar la plusvalía de un modo absoluto, prolongando la jornada laboral.

    La subsunción real comienza cuando el capitalista introduce la maquinaria, transformando la producción a través de la «aplicación consciente de las ciencias naturales, la mecánica, la química, etcétera». En lugar de que el trabajador utilice una herramienta de manera manual como durante la subsunción formal, el trabajador ahora utiliza una máquina impulsada por una «fuerza de la naturaleza» (Naturkraft), como la energía hidroeléctrica o el carbón. Estos cambios permiten la concentración de la mano de obra y aumentan la productividad, propiciando la pérdida de cualificación y la devaluación de los trabajadores, pero quizás lo más significativo sea que a estos se los obliga a trabajar al ritmo de la máquina y, por tanto, al ritmo establecido por el propio capitalista.

    La concepción de Marx de la subsunción es dinámica: la subsunción formal suele ocurrir en primer lugar, pero una vez que las mercancías hechas a máquina empiezan a competir con las manufacturados es probable que los trabajadores artesanales sean destruidos como clase. «La Historia no revela ninguna tragedia más horrible que la extinción gradual de los tejedores ingleses de telar manual». La mayoría de los marxistas tienden a detenerse aquí, preocupados por los tejedores y por sus desgraciados sucesores. Sin embargo, con tan solo un pequeño cambio de perspectiva es posible ver lo que sucede cuando el capital extiende su alcance a los reinos de la flora y la fauna.

    Se puede comenzar en la etapa precapitalista de las relaciones entre la naturaleza y los seres humanos; por ejemplo, entre los animales de pelaje y los pueblos indígenas de América del Norte. En el momento en que la gente cazaba ciervos, nutrias, ratas almizcleras y, lo que era más lucrativo, castores, resultaba ilógico cazar todos esos animales a la vez, pues las necesidades de los cazadores se satisfacían fácilmente,y se habría necesitado un esfuerzo considerable para dar con la última rata almizclera, nutria o ciervo que hubiera sobrevivido y en el futuro no quedarían más. Por lo tanto, en las sociedades precapitalistas las extinciones eran raras (aunque las extinciones de la megafauna hace miles de años pueden ser excepciones a este caso). Sin embargo, la relación de los pueblos indígenas con los animales con pelaje cambió una vez que pasaron a formar parte del mercado mundial durante el siglo XVII, un cambio histórico detallado por Richard White en su clásico estudio The Roots of Dependency. La insaciable demanda de pieles por parte de los sombrereros europeos impulsó a las primeras compañías como la Hudson’s Bay Company (fundada en 1670, ocho años después de que se matara el último dodo) a expandirse por el continente norteamericano. Las compañías y los comerciantes contrataron a pueblos indígenas para que cazasen, haciendo de la piel de castor una mercancía que podía ser intercambiada por calderos, cuentas, armas, caballos y cuchillos. En esta etapa, sin embargo, los cazadores indígenas solo estaban formalmente subsumidos por el capital, pues trabajaban cuando y donde querían. La plusvalía solo podía incrementarse de forma absoluta, por lo que los capitalistas trataban de encontrar más tramperos y los animaban a matar a más castores. Aunque cazaban más, las necesidades de muchos pueblos indígenas eran modestas. No era la primera vez que los capitalistas recurrían al comercio de productos adictivos, en este caso el alcohol, para ampliar el mercado. Con el tiempo, se mataron demasiados animales y se fueron produciendo crisis. Los tramperos podían viajar hacia el interior del país o pasarse a cazar a otras especies, pero estas soluciones permanecían dentro del ámbito de la subsunción formal. Las granjas de pieles se acabarían convirtiendo en una posibilidad, pero esto marcó un salto hacia la subsunción real.

    La subsunción real se produce una vez que el capital domina las funciones biológicas de una planta o de un animal, permitiendo que sean manipulados como cualquier otra máquina. Ahora es posible incrementar la productividad, permitiendo al capital exprimir más plusvalía relativa de los trabajadores. La acuicultura ejemplifica el paso de la subsunción formal a la real: a medida que desde la década de los noventa las poblaciones de muchas especies de peces se han ido reduciendo, se ha producido un cambio hacia la cría de peces como si fueran ganado. Los peces criados son alimentados con mayor frecuencia y riqueza de lo que comerían en la naturaleza para así engordarlos de manera más rápida. Su tamaño puede aumentar aún más mediante un tratamiento hormonal que puede acelerar el crecimiento; el tratamiento hormonal puede incluso cambiar el sexo de un pez, lo que podría resultar aprovechable si hay un dimorfismo pronunciado en una especie. También es posible la intervención genética mediante la cría selectiva o la ingeniería genética, como en el caso del salmón AquAdvantage de la empresa AquaBounty Technologies. En el marco de la acuicultura industrial, la mano de obra se hace más eficiente, por ejemplo, a través de la sustitución de la alimentación manual por una automatizada. La escala de producción puede ampliarse concentrando los peces mucho más allá de lo que sería posible en el medio natural, con todos los problemas que ello conlleva en términos de desechos y enfermedades. Estas últimas pueden mitigarse parcialmente recurriendo de manera cuantiosa a los antibióticos, mientras que las primeras pueden ser una carga que se les imponga al restoa los demás.

    Se pueden distinguir tres formas intermedias entre la subsunción formal y la real, que se podrían denominar «ganadería», «secuestro» y la «fábrica en la selva». La ganadería se da cuando es más barato para un capitalista subsumir solo parcialmente los procesos de vida de un organismo. Por ejemplo, el ganado longhorn de Texas fue muy apreciado a finales del siglo XIX porque podían defenderse de los depredadores con su impresionante frontal de oseína y eran lo suficientemente resistentes como para sobrevivir ingiriendola maleza de la pradera. Su ciclo de vida era casi salvaje hasta que fueron raptados y se los llevaron a las estaciones de ferrocarril en Kansas. La robustez de los longhorns era un «regalo de la naturaleza» que reducía los costos; fue útil para el capital hasta que se hizo más rentable subsumir más aspectos del ganado de modo que crecieran más rápido o tuvieran más músculo. Con el tiempo, estas criaturas artificiales alcanzaron tales proporciones que hizo falta mantenerlas en granjas de engorde en lugar de dejarlas en la pradera. Los criaderos de peces tenían un patrón similar al del longhorn ya que los alevines son criados y luego se los introduce en los ríos o lagos para reponer las poblaciones originales diezmadas. Aunque sus nacimientos no sean naturales, los peces se cuidan a sí mismos durante la mayor parte de sus vidas y el capital requiere mano de obra solo al final del proceso para capturarlos, matarlos y comercializarlos. Este fue un paso intermedio hacia la acuicultura.

    El secuestro es la imagen especular de la ganadería, porque se subsumen momentos opuestos del ciclo vital: la adolescencia en lugar del nacimiento. Un esclarecedor estudio de caso en The Tragedy of the Commodity traza este proceso en el caso del comercio del atún. Como el atún no puede reproducirse en cautividad, los pescadores tratan de capturar y enjaular a los atunes salvajes jóvenes para que puedan ser engordados para el mercado. Por lo tanto, se trata de una mezcla de pesca formalmente subsumida y de acuicultura realmente subsumida. Por supuesto, esta forma híbrida solo acelera el declive de la especie, pues ofrece pocas oportunidades para la reproducción. Debido a una combinación de sobrepesca y secuestro, la población de atún del Mediterráneo disminuyó drásticamente entre las décadas de 1990 y 2000. A nivel mundial, las poblaciones de diversas especies de atún han disminuido un 74% desde 1970. Esta cifra oculta variaciones regionales y es aún peor en el océano Pacífico, donde las poblaciones de aleta azul y aleta amarilla ha menguado completamente a solo el dos o tres por ciento de sus poblaciones históricas.

    En la tercera variante intermedia, la fábrica de la selva, el ciclo de vida del organismo cazado sigue siendo salvaje, pero la caza sufre una subsunción real. La pesca formalmente subsumida siguió dándose durante siglos en aguas británicas porque, en general, no resultaba muy eficaz, aunque la caza de varias especies de cetáceos en el Atlántico Norte fue excepcionalmente letal. Aún en 1882 el influyente biólogo Thomas Huxley pudo declarar en su discurso inaugural de la Exposición de Pesca de Londres que «probablemente todas las grandes pesquerías marinas son inagotables». Sin embargo, solo ocho años después algunos científicos pusieron de manifiesto su preocupación por la disminución de las poblaciones de peces debido a la voracidad de los arrastreros a vapor, una tecnología que entonces tenía menos de dos décadas de existencia. En los siglos XX y XXI, la subsunción real de la caza oceánica se llevó a extremos absurdos. Balleneros y pescadores pilotan barcos poderosos más parecidos a acorazados que a las modestas goletas de la era de la navegación a vela. Están armados hasta los dientes con arpones explosivos, satélites que miden las temperaturas de la superficie, «dispositivos de agregación de peces», sonares y aviones de observación. La matanza y la desmembración se pueden llevar a cabo en el propio barco y, gracias a los enormes congeladores, estas fábricas flotantes pueden permanecer en el mar durante meses. La brutal eficacia de la pesca de arrastre industrializada, un tema fetiche de The Economist, ha obligado incluso a que este altavoz del neoliberalismo bienpensante admita que «la pesca moderna es en realidad análoga a la minería: los peces se sacan del mar más rápido de lo que pueden reponerse».

    Comunismo vegano

    Karl Marx murió el 14 de marzo de 1883. Ciento cincuenta y un días más tarde, murió el último cuaga en un zoológico holandés.

    El análisis de la subsunción formal y real, así como de sus formas intermedias, revela mecanismos de extinción específicamente capitalistas. Los capitalistas pueden tratar de pasar de la subsunción formal a la real una vez que se agota el número de especies, pero el ciclo de vida de la criatura puede ser demasiado delicado como para soportar el abrazo del capital, como sucede en el caso del atún. El capital puede que ni siquiera repare en si hay un sustituto adecuado disponible, como con el longhorn de Texas, que reemplazó al bisonte. Si una criatura es controlada por medio de la subsunción real, entonces no está amenazada por la extinción, excepto si se acaba diluyendo a través de cruces, como sucedió con los uros en 1627. Una vez que comienza la cría intensiva, como en el caso de la acuicultura del salmón o de las granjas de engorde, el capital va a tratar de aumentar la plusvalía relativa mediante el incremento de la productividad. Así como la productividad de un obrero de fábrica del siglo XIX aumentó al operar máquinas de vapor de mayor potencia que consumían cada vez más carbón, la subsunción real de la naturaleza permite la concentración de Naturkraft. La masiva población de ganado, artificialmente sostenida y que asciende a cerca de cincuenta mil millones, depende de cultivos nutridos por combustibles fósiles para mantenerse viva en este tipo de cantidades. Son fábricas vivas, motivo por el cual el Worldwatch Institute considera que la respiración del ganado es contaminación de gases de efecto invernadero, como si fuera expulsada por máquinas: vapores nocivos que componen el 51% de las emisiones totales.

    La subsunción real ha permitido la expansión de la industria animal y es este proceso el que alienta de manera abrumadora la sexta extinción. Las industrias animales requieren más de cuatro mil millones de hectáreas, casi la mitad de la superficie habitable de la Tierra. Esta enorme cantidad de robo de tierras ya ha causado innumerables extinciones, pero llegarán más si la industria cárnica se duplica, como se prevé que suceda para 2050. La situación no es mucho mejor en el mar, porque muchos pescados muy demandados, especialmente el atún, son carnívoros voraces, lo que hace que el hecho de que los seres humanos se los coman sea tan extraño e ineficiente como sería comer bocadillos de tigre. Por cada mil toneladas de biomasa de atún (unos dos mil peces adultos), una operación de engorde de atún requiere entre cincuenta y sesenta toneladas de harina de pescado por día. Este alimento está empezando a ser escaso a medida que va creciendo la acuicultura y el rapto de atún, lo que obliga al capital a sondear profundidades cada vez mayores y a arrastrar la capa mesopelágica a cientos de metros de profundidad, dejando aún más hondas huellas de extinción. De esta manera, es posible ver los efectos de las formas intermedias. La ganadería aumenta la presión sobre otras criaturas, ya que el animal mercantilizado ocupa espacios enormes, mientras que el secuestro no solo ejerce presión tanto sobre el animal subsumido como sobre el ecosistema circundante; la tercera forma, la fábrica de la selva, acelera la decadencia de cualquier modo de producción que solo subsuma formalmente la naturaleza. Todas estas formas de subsunción deben ser revertidas si se quiere tener alguna esperanza de detener la sexta extinción. Esto implica devolver a la naturaleza al menos la mitad de la Tierra, incluyendo la mitad del mar. En este momento, solo una sexta parte de la masa terrestre del mundo tiene alguna protección y solo una veinticincoava parte del mar.

    Los y las marxistas deben oponerse fervientemente a la dominación despiadada de la naturaleza por parte del capital, al convertir todo el mundo en una fábrica, un centro comercial o un vertedero de basura. A través de la subsunción, el capital aleja tanto a los humanos como a otras criaturas de su ser, de cómo deberían vivir naturalmente. La izquierda debe rechazar la Weltanschauung neoliberal según la cual la naturaleza es solo otra forma de capital: más bien, la izquierda debe esforzarse por apoyar también la autorrealización de la naturaleza. Es demasiado pronto para decir qué aspecto tendría eso, dada la escasez de trabajo marxista sobre el tema, pero como mínimo hay que dar más espacio a la flora y a la fauna silvestres, y ello implica que hay que poner freno a la ganadería. Aunque el análisis aquí esbozado se aplica a las plantas tanto como a los animales, evitar el consumo de productos animales minimiza al menos la complicidad con la subsunción de la naturaleza, dado el despilfarro que supone convertir el grano en carne y leche animal. Hacerse vegano es la acción más simple y efectiva que un individuo puede tomar para reducir su impacto medioambiental, aunque por supuesto ningún marxista se contentaría con una mera política de «estilo de vida».

    Cualquiera que sea la forma que adopte la sociedad comunista del futuro, su surgimiento debe complementarse con la abolición de las industrias animales, que serán sustituidas por una agricultura orgánica vegana gestionada de manera comunitaria, de modo que la humanidad se mueva con cuidado por la biosfera global. Un dominio socialista de la naturaleza, que es lo que defiende la izquierda tecnófila, no va a detenerla sexta extinción. En lugar de eso, la relación de la humanidad con la naturaleza debería estar guiada por la humildad, la empatía y la contención. La izquierda ha de preocuparse del hecho de que cualquier criatura sea subsumida en las fauces del capital y que permanezca cautiva o se extinga, condenando a la mitad de la creación al olvido.

    TROY VETTESE es investigador de postdoctorado en la Universidad de Harvard, donde estudia el pensamiento ecológico neoliberal. 

    La ilustración de cabecera corresponde al gran cormorán (Phalacrocorax carbo), en la Guía de Aves de Audubon.

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