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  • El clima de la ecología

    El clima de la ecología

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    Este texto, más largo de lo razonable y menos de lo necesario, es tanto un documento de trabajo de Contra el diluvio como un intento de compartir con quien esté interesado el punto en que se encuentran nuestras preocupaciones acerca de la crisis climática y el movimiento que le intenta hacer frente, además de algo así como un método para empezar a abordarlas. Como se verá a lo largo de las próximas cuatro o cinco mil palabras, no hay soluciones ni líneas maestras ni objetivos. En estos momentos, creemos que lo más honrado es ofrecer esto, por poco que sea, y trabajar desde aquí.

    Contexto político

    No corren buenos tiempos para la acción climática. La reciente victoria de Donald Trump en las elecciones de uno de los países más emisores del mundo aleja el objetivo consensuado hace casi diez años de un calentamiento global por debajo de los 1,5 grados, entre otras consecuencias para mujeres, minorías y los sistemas democráticos del Norte Global. El imparable avance del genocidio en Gaza, obra del criminal Estado israelí, ha demostrado de manera dolorosamente coincidente la inutilidad de los mecanismos multilaterales diseñados para la paz, además de la parálisis, cuando no directamente la complicidad, de esos mismos sistemas democráticos.

    Hay algo en esta lucha que nos interpela directamente como militantes de la causa ecologista: si no solo no conseguimos que nuestros gobiernos hagan todo lo posible por frenar la barbarie, sino que además colaboran con ella en mayor o menor medida (desde venta de armas a apoyo militar directo); cuando se trata de un genocidio que sus propios perpretadores nos retransmiten en directo por redes sociales, cuando podemos ver en vídeo el desplazamiento de poblaciones palestinas como parte de una limpieza étnica, ¿cómo vamos a conseguir que ningún gobierno nos haga caso cuando pedimos medidas para frenar el cambio climático, una tragedia formada por otras tragedias que se empeora de manera lenta pero progresiva cada año y cada década? No contribuye al optimismo la nueva configuración de la Comisión Europea, en la que la derecha y extrema derecha (tanto la sionista como la antisemita) han aumentado su influencia. 

    Ya en casa, la catástrofe de la DANA en Valencia nos sube varios puntos el medidor de la rabia y de la impotencia. Nos duele la evidencia de que la incompetencia de la Generalitat valenciana, que esperamos que algún día sea juzgada, no se sustenta en la simple inutilidad, sino en un caldo de cultivo negacionista que se traduce en muertes y que ha mostrado su fuerza y su amenazante camino hacia la hegemonía entre el fango de la tragedia. 

    Por otro lado, las masivas manifestaciones que se han celebrado en varias ciudades españolas por una vivienda digna muestra que este es uno de los problemas más acuciantes en nuestro país en este momento. Desde que hace seis décadas un ministro franquista dijera aquello de “país de propietarios y no de proletarios” el modelo de vivienda ha sido la espina dorsal económica, política y sociológica de España, así que es de esperar que las grandes convulsiones históricas estén relacionadas con sus ciclos. Tras la crisis del ladrillazo y de las hipotecas de 2008, el capital (grande, mediano y pequeño) ha buscado refugio en la rentabilidad de la subida desbocada de los alquileres así como en la vivienda turística. Como resultado tenemos una situación de empobrecimiento generalizado, en la que los buenos indicadores de crecimiento de España (en comparación con el resto de economías) no reflejan que tener sueldo ya no es ninguna garantía.

    Una brecha se forma entre quienes, independientemente de su situación laboral, van a tener acceso a la estabilidad de la clase media española mediante una herencia o apoyo económico directo familiar y quienes se ven hasta el final de los días no siendo más que “pasivos financieros”. Una crisis que, como no podía ser de otra forma en el capitalismo español, tiene en su centro a la propiedad, ligando todas las problemáticas de las que hablamos: no es casual, como decíamos, que las manifestaciones más multitudinarias en toda la geografía estatal hayan sido contra los precios de los alquileres y contra la turistificación.

    En resumidas cuentas: cada vez más personas, jóvenes y no tanto, ven imposible pensar en el futuro y se encuentran paralizadas y angustiadas por el presente. Nosotros, a ratos, también. Esta es la condición humana fundamental con la que nos toca ponernos trabajar en eso de “toda política es política climática”. Ahondando en esta cuestión nos podríamos preguntar algo así como: ¿cuál es el clima actual de esa política climática, de la acción contra los peores efectos del calentamiento global? 


    El estado del clima

    La movilización climática está, sin duda, en horas bajas, al menos si la comparamos con las movilizaciones de 2019, que sigue siendo el momento en el que seguimos sintiendo que la cuestión ecológica había cogido carrerilla y que se frenó de golpe por la pandemia. La fuerza de esa ola vino sin duda por el empuje juvenil, con Greta Thunberg y Fridays For Future a la cabeza. Ese empuje hoy en día no existe; es cada día más difícil mantener la ilusión por una acción decidida contra el cambio climático, dados los escasos avances y fiereza del capitalismo fósil. Además, la militancia, tal y como está diseñada en algunos espacios, quema y cansa. Hablaremos de ello más tarde.

    Algunas de las organizaciones y estrategias que cobraron más fuerza en aquel momento han seguido funcionando; en particular, la resistencia civil no violenta que abanderaba Extinction Rebellion (XR) ha seguido siendo una táctica que, si bien minoritaria, ha tenido un importante impacto, ya sea el rociar cuadros famosos con pintura que lleva a cabo Stop Oil, la protesta frente al Congreso de los Diputados de Rebelión Científica o las acciones y parones de Futuro Vegetal. Los tres casos son representativos de algunas de las características del activismo climático de los años post-pandemia: no tanto movilizaciones o acciones masivas como heroicidades de pequeños grupos muy convencidos que consiguen un fuerte impacto mediático (y, en el caso de los cuadros, un importante debate público al respecto) además de, en última instancia, una represión muy exagerada con peticiones de cárcel y multas desorbitadas. Tanto el estado español como el británico buscan claramente sentencias disciplinadoras que cumplan una función de quitar ideas a quien vea en la desobediencia civil una manera de presionar para pedir acción climática.

    Por otro lado, así como en 2019 las movilizaciones pillaron a la mayor parte de organizaciones (no ecologistas) de izquierda por sorpresa y sin discurso sobre la crisis ecosocial, ahora tenemos más bien la situación contraria: no tenemos grandes manifestaciones sobre el clima pero el discurso climático ha ido calando poco a poco más en partidos, sindicatos y asociaciones en general. Parte de los activistas de ese ciclo se han profesionalizado y han entrado a las organizaciones de la izquierda parlamentaria. Un ejemplo es la apuesta por un proyecto de populismo ecologista que ha impulsado Más País/Más Madrid y, hasta cierto punto, Sumar. Esta profesionalización tiene sus ventajas y desventajas, y daría por un análisis más en profundidad, pero es coherente con las demandas de una acción decidida en materia de transición ecológica desde el Estado.

    Por otra parte, es evidente que el ciclo, si no ya agotado, está camino de agotarse. El lamentable caso de Íñigo Errejón parece haber sido la puntilla a una pérdida de credibilidad del espacio a la izquierda del PSOE, que se le suma a una aritmética parlamentaria complicada para sacar adelante cualquier reforma de calado. La debilidad, aun formando parte del Gobierno, y la pérdida de credibilidad se retroalimentan; no es nuestro papel proponer salidas en este aspecto, pero sí queremos aprovechar para recordar que es inútil seguir insistiendo en recetas que se están demostrando fallidas ante el emponzoñamiento de la vida pública. Resistir tiene su valor visto lo que hay enfrente, y no queremos argüir el clásico cinismo que desprecia los pequeños avances; pero creemos aún más peligrosa la tentación de atrincherarnos.

    Un aspecto que ha caracterizado a nuestro ecologismo político desde la pandemia han sido las numerosas disputas internas. Lo que desde fuera y sobre todo durante las movilizaciones de 2019 se podía ver como un bloque compacto de acción climática es realmente una constelación muy compleja de actores con distintas sensibilidades, prioridades, valores, tácticas y estrategias. Una brecha evidente estos últimos años tiene que ver con los tiempos, extensión, gestión y necesidad siquiera del despliegue de las renovables a lo largo y ancho de la geografía del estado. Baste como muestra que esta división existe dentro de la mayor organización del ecologismo social español, Ecologistas en Acción.

    Otra brecha importante, aunque probablemente solo ha llegado a resonar entre quienes siguen muy de cerca la vida de nuestra ecología política, ha sido el debate entre “colapsistas y no colapsistas”, “GND vs decrecentismo”, “acción estatal vs. rechazo al Estado” o cualquiera que sea la etiqueta que prefiramos dar a los intercambios en forma de hilos de Twitter, artículos y libros que se ha dado a lo largo sobre todo de los dos últimos años (habiendo nosotros puesto nuestro granito de arena con artículos escritos por defensores de ambas posiciones). 

    Tenemos claro que no podemos renunciar ni a la acción estatal ni a la organización de clase; y que es mucho menos malo, aunque cueste defenderlo, el capitalismo verde que el capitalismo marrón. Pero no es nuestra intención aquí hacer un resumen de las diversas posiciones, tan solo consideramos fundamental mirar a nuestro alrededor para saber dónde estamos. Si recordamos el título del que creemos que es uno de los artículos más importantes Plan, estado de ánimo, campo de batalla” de Thea Riofrancos, nos parece fundamental captar el estado de ánimo de nuestro entorno, de la red en la que hacemos política. En los párrafos iniciales hemos además dado una visión (más impresionista que detallada) del campo de batalla político en el que nos encontramos. Y a partir de ahí, toca trabajar colectivamente y trazar un plan (discursivo, organizativo, político, táctico, estratégico).

    Una visión ecológica de la ecología

    Una lectura que nos ha marcado este año para clarificar conceptos y realizar las preguntas fundamentales respecto a la organización es ‘Neither vertical nor horizontal’, de Rodrigo Nunes, editado por Verso en inglés en 2021 (y que confiamos que será traducido al castellano en 2025). A falta de esta traducción invitamos encarecidamente a leer con detenimiento la interesante entrevista que le hicieron les compas de Corriente Cálida en su cuarto número, ‘Ecología de la Praxis’. No nos podemos resistir a traer citas de dicho libro (traducidas como mejor hemos podido) para trabajar algunos conceptos que nos parecen útiles para pensar para responder a la pregunta que un tal Vladimir nos dejó en las cabezas: “¿qué hacer?”. 

    En concreto, nos parece que el concepto de ecología, de entender la organización política de manera ecológica, nos puede ser muy útil para comprender la situación del entorno político que habitamos así como para ayudarnos a ser más efectivos a la hora de trabajar.

    “De lo que se trata, en resumidas cuentas, es de pasar de pensar la organización en términos de organizaciones individuales a concebirla ecológicamente: es decir, como una ecología distribuida de relaciones que atraviesan y ponen en contacto distintas formas de acción (acumulada, colectiva), diversas formas organizativas (grupos de afinidad, redes informales, sindicatos, partidos), los individuos que las componen o colaboran con ellas, individuos sin afiliación que van a protestas, comparten material online o incluso simplemente siguen con interés y simpatía el desarrollo en las noticias, web y perfiles de redes sociales, espacios físicos y demás”.

    Es decir, la cuestión es tener una visión global que nos permita ver la red de relaciones que existe entre los nodos de un red de la que formarían parte no solo Ecologistas en Acción, el Sindicato de Inquilinas o los partidos de la coalición del Gobierno, sino también la gente suscrita a medios de izquierdas, los asistentes a una mani por la vivienda que no iban a otra desde el 8M, etc. Se podría decir que esto es lo que ya suele recibir el nombre genérico de “la izquierda”, o “el movimiento ecologista”, pero en el mejor de los casos este es un término polisémico que además no anima a la acción. Porque la idea de verse dentro de una ecología es que los nodos de la red se ven influenciados los unos por los otros.

    Lo importante del asunto es que no se trata de una fórmula, de una llamada a “ser ecología”: esta está dada siempre, seamos conscientes o no, 

    “(…) si hay un elemento normativo en lo que he escrito, se puede resumir en la máxima: pensemos y actuemos de manera ecológica. Obviamente, una ecología siempre está ahí, no necesita ser creada. Pero puede ser expandida y cultivada, enriquecida, hecha más diversa y complementaria, más integrada internamente y capilarizada a lo largo de la sociedad. Todo esto depende de una masa crítica de personas pensando en la ecología como un todo. Pensar ecológicamente, por tanto, no es una cuestión de estar dispersos por estar dispersos, sino de aprovechar al máximo la pluralidad; entre la centralización extrema y la dispersión total hay muchas configuraciones posibles que son mucho más fértiles que cualquiera de las dos. Y tampoco asume la desaparición de diferencias irreconciliables y el conflicto. La idea es más bien que la enemistad misma tiene que ser concebida ecológicamente: si todo el mundo es un enemigo, nuestra manera de actuar se restringe mucho; entre un amigo total o un enemigo total, hay muchos grados intermedios que varían de acuerdo a la ocasión y a lo largo del tiempo”. 

    Por lo tanto, pensar y trabajar como ecología no es, para empezar, una manera de resignarse ante nuestra falta de fuerzas, algo así como “somos pocos y estamos dispersos pero de hecho está bien que esto siga siendo así”: no se trata de hacer de la necesidad virtud. Tampoco se trata de una manera complicada de decir que sea necesaria a veces mayor centralización, dirección, unidad de objetivos, etc, ni de vernos abocados a una falta de acción coordinada: el propio título del libro, ‘Ni vertical ni horizontal’, es una declaración de intenciones en este sentido. Este enfoque nos permite, partiendo de una realidad de la organización que es siempre ecológica, ser más conscientes de los recursos disponibles, de las distintas estrategias que se plantean, etc. Ya que si “la organización no es maś que la puesta en común, el almacenamiento y la gestión de la capacidad colectiva de actuar, algo que la gente siempre debe encontrar la manera de hacer si quieren llegar a ser, y a seguir siendo, capaces de efectuar un cambio en el mundo”, de lo que se trata es de aumentar nuestra capacidad de actuación colectiva sin anteponer respuestas prefabricadas acerca de cuál es la única forma válida de organizarse. 

    Un motivo por el que nos ha gustado tanto el planteamiento de Nunes es que a veces el trabajo militante, al menos desde Contra el diluvio, lleva un poco a preguntarse: ¿por qué? ¿Para quién? Es decir, si decimos algo como “no podemos renunciar al Estado”, ¿qué quiere decir esto, a quién va dirigido? ¿Tiene algún efecto decir cosas como esas sin estar organizados dentro de un partido? “Necesitamos visualizar un futuro mejor, necesitamos más transporte público”… ¿cuándo tiene sentido hacer artículos y seminarios en los que transmitimos estas ideas? ¿Para influir a otros activistas, para intentar marcar la agenda de un Gobierno? La perspectiva ecológica permite ser más conscientes del contexto en el que trabajamos, ver que no se lanzan mensajes al vacío sino que somos parte de un red y que lo que necesitamos no es emitir el análisis más sutil sino que nuestras ideas y los pocos recursos de los que disponemos se pongan en común. Esto puede parecer evidente pero creemos que ayuda a orientar mejor los esfuerzos personales y humanos de quienes dedicamos tiempo a lo político y lo colectivo. 

    Diferencias, alianzas, alegría

    Además, esta manera de actuar y de pensar creemos que da un marco útil para tratar las diferencias teóricas y prácticas que lógicamente se dan al hacer política, y en concreto las que ya hemos mencionado que existen dentro del movimiento ecologista: ‘colapsistas’ y ‘greennewdealers’ son parte de la misma ecología. No se trata de reducirlo todo a un simple “narcisismo de las diferencias”, pues evidentemente existen diferencias filosóficas, tácticas, estratégicas e incluso (o sobre todo) estéticas: no es esta una manera de decir “seamos todos hermanos”. La cuestión es que si queremos ser efectivos tendremos que preguntarnos en qué cuestiones concretas estas diferencias son más irrelevantes, y dónde podremos poner los recursos de los que se disponen en común para aumentar la potencia colectiva.

    Aterrizando un poco más este ejemplo concreto: más allá de lo que se ha convertido en diferencias personales, probablemente el mayor desacuerdo que exista entre ambas posiciones hace referencia a la necesidad y extensión de lo que se suele llamar mitigación. Sin embargo, en el contexto de lo que ha sido la DANA: ¿son las diferencias que existen relevantes cuando estamos ante un tragedia de esta dimensión? Y, más en concreto, ¿lo son en lo que respecta a la adaptación? La necesidad de gobiernos que reaccionen anteponiendo las vidas de las personas en casos de emergencia climática, de tener unos servicios de emergencia a la altura, de una red ciudadana y de clase, de apoyo mutuo, de cambiar la manera en la que se construye en zonas con gran riesgo de inundación…¿no son estas cuestiones en las que habría un amplio consenso? No quiere decir esto que en otros puntos las estrategias no diverjan, pero si pensamos de manera ecológica podemos ver cómo distintos núcleos de la red pueden movilizar a las personas de su entorno en una misma dirección. 

    En el libro Nunes cita a F. Scott Fitzgerald: “La prueba de una inteligencia de primer nivel es ser capaz de mantener dos ideas opuestas al mismo tiempo, y aún así, conservar la capacidad de funcionar”. Es posible que existan personas con posiciones muy firmes respecto al debate del colapso, con fuertes opiniones respecto al uso del término, a la relevancia y pertinencia de la acción estatal, etc, pero la realidad es que si pensamos por ejemplo en una persona joven que se moviliza en una marcha convocada por Fridays for Future lo cierto es que tendrá “dos ideas opuestas al mismo tiempo” en la cabeza. Por un lado, está en la calle pidiendo a los que mandan que actúen, con la rabia de los discursos de Greta Thunberg; y es probable que le hayan influido en esa rabia las palabras llenas de emoción y al borde del llanto de Antonio Turiel. Es probable que hable de colapso climático y que, a la vez, piense que sea necesario un despliegue de energía eólica y solar a lo largo de la geografía ibérica. No se trata de que defendamos la posición del famoso tuit de dril, de que todas las posiciones sean equivalentes o siquiera que sean siempre coherentes, sino de que esta es la realidad material de la que partimos; y de que no deberíamos solo utilizar nuestras fuerzas en que se hegemonice un sentimiento por encima del otro sino en ser capaz de ver cómo utilizar y movilizar estos afectos en un acción distribuida y ecológica en la que podamos poner fuerzas en común, como cuando antes hablábamos de la adaptación. 

    Otro aspecto en el que creemos que pensar de manera ecológica es útil es en la cuestión de alianzas que nuestro amigo José Luis Rodríguez trata en su artículo ¿Qué es una alianza? Apología de la incomodidad, en el mismo número de Corriente Cálida que la entrevista con Nunes. En este, José habla de dos tipos de alianza, una más simple que otra:

    “En todo caso, y desgraciadamente, esta es la alianza sencilla, la de quienes piensan y actúan de manera muy parecida, comparten buena parte de su visión del mundo y sus valores y, además, son indistinguibles para el resto del planeta. La de quienes al aliarse no están poniendo en cuestión nada esencial de sí mismos (…)”.

    Así pues, a priori el enfoque centrado en la ecología de Nunes trataría de esta primer tipo de alianza entre los y las que, de una manera simplificadora, solemos llamar “nuestra gente”. Sin embargo, creemos que la manera de ver la ecología como una red permite ver estas alianzas como momentos concretos, aquellos en los que existe mayor unidad de acción, en los que se prioriza la “verticalidad” en determinadas situaciones, en los que se deciden abandonar ciertas partes de las diversas identidades para poner en práctica y probar suerte con una estrategia concreta.

    El segundo tipo de alianza, el más complejo, hace referencia al carácter de clase de la misma:

    “Efectivamente, aquí se halla uno de los nudos de una política activa de alianza y activación progresista de la clase media: esta clase es el foco de generación de hegemonía en las sociedades democráticas y pluralistas, por mucho que estas nos desagraden”.

    Tratar en profundidad este tema supera de nuevo tanto nuestra capacidad de análisis en este momento como el alcance de este texto, pero creemos que vernos como ecología ayuda a este respecto también. Y no solo por la composición de clase del movimiento ecologista, aunque este es un aspecto importante, tanto por las personas que a nivel social más suelen priorizar estos temas como porque no es menor la parte de este movimiento que conforman personas ligadas al mundo universitario y de la academia.

    La cuestión es que, si abrimos el foco, la ecología de la ecología incluye ya, por definición, a sectores productivos que no podríamos decir que sean particularmente de clase trabajadora: no solo cooperativas energéticas sino empresas grandes y pequeñas ligadas a las renovables, todas las personas ligadas a esta industria, así como la miríada de organizaciones e individuos que conforman el movimiento contra el despliegue de las renovables. Todo esto, con mayor o menor grado de conexión y enfrentamiento, son parte de la ecología realmente existente. En cualquier caso, no es casual que tanto el artículo de José como el libro de Rodrigo Nunes citen a Lenin: “Puede temer alianzas temporales, aunque sea con personas poco fiables, solo quien desconfía de sí mismo”.

    Nuestra propuesta ha sido hasta ahora sobre todo organizativa, y más que una hoja de ruta detallada lo que traemos son preguntas y una invitación a pensar ecológicamente. Para insistir una vez más en esta idea traemos otra lectura reciente, ‘Militancia alegre. Tejer resistencias, florecer en tiempos tóxicos’, de carla bergman y Nick Montgomery, editado por Traficantes de Sueños. Este libro, al igual que el de Nunes, utiliza muchos conceptos de la filosofía política de Baruch Spinoza1, en la cual “las cosas no se definen por lo que son sino por lo que hacen: cómo afectan y son afectadas”. Una idea fundamental es la de la alegría, la cual para Spinoza “implica un aumento de la potencia de un cuerpo para afectar y ser afectado. Es la capacidad de hacer y sentir más”. Bergman y Montgomery plantean la militancia activa como esa manera de organizarse políticamente centrada en esta potencia colectiva:

    “La moral responde a la pregunta «¿qué se debe hacer?», mientras que la ética spinoziana se pregunta «¿de qué somos capaces?». (…). Nunca sabrás el resultado hasta que lo intentes. No importa si tienes «éxito» o si «fracasas», pues en el intento habrás aprendido, algo habrá cambiado.”

    Es decir, no se trata solo del “¿qué hacer?” de Lenin, sino de “¿qué podemos hacer para hacer más?”. Por eso estamos insistiendo tanto en lo que consideramos que son fundamentos y contribuciones importantes para una charla más amplia sobre organización, porque con las medidas y discursos que necesitamos para luchar la crisis ecosocial pasa un poco como con los datos del IPCC: en lo fundamental los tenemos todos y todas en la cabeza, la cuestión es ver qué hacer con ello, no seguir repitiendo lo mismo una y otra vez sin sumar fuerzas y analizando críticamente hasta la saciedad la manera de decirlo del resto.

    Un elemento importante a integrar dentro de este planteamiento es el de los partidos. Como hemos venido diciendo, el debate de la organización no consiste en elegir una forma organizativa definitiva que sirva para todas las situaciones, así como tampoco supone que el estado actual de las cosas es una fase preliminar de una futura forma ideal para la organización de la clase, que sería el Partido, con mayúsculas. Del mismo modo, el que insistamos en tener un enfoque ecológico de la organización tampoco implica que promovamos una atomización y unos nexos siempre laxos entre las distintas partes de la red: la opción electoral o la organización más centralizada son herramientas que parte de la red puede decidir en un momento determinado utilizar como la manera más eficaz de poner recursos en común y de conseguir objetivos en una coyuntura concreta, en concreto en lo referente al Estado. Incluso aunque haya parte de la red que no siga esta opción, seguirá formando parte de la ecología, que se verá modificada por la decisión en un momento determinado de una mayor “verticalidad”.

    Conclusión: adaptación

    “the sun setting above beds of ash

    while we sat together, arguing.

    the old world order barely pretended to care.

    this new century will be crueler still.

    war is coming.

    don’t give up.

    pick a side.

    hang on.

    love.”

    Godspeed you! Black Emperor

    Yes — you’re ready to start building communism again.

    You’ve built it before, they’ve built it before.

    Hasn’t really worked out yet,

    but neither has love — should we just stop building love, too?

    Disco Elysium

    Todo lo que hemos presentado más arriba nos lleva a pensar que precisamente la adaptación, con sus múltiples derivadas y concreciones, puede ser un concepto fundamental en torno al que se pueden llevar a cabo muchas acciones concretas desde estrategias distintas e incluso incompatibles en apariencia. Precisamente, como hemos comentado, al ser un ámbito que no tiene por qué generar tantos desacuerdos como otras cuestiones puede permitir que se pongan en común recursos de sindicatos, organizaciones vecinales y colectivos de todo tipo, como hemos estado viendo con los trabajos de recuperación tras la DANA en el País Valenciano.

    No solo eso, sino que puede atacarse desde distintos frentes sin necesidad de una organización absoluta orgánica: necesitamos que los partidos reformen las leyes urbanísticas, por ejemplo, pero a la vez se puede desplegar una coordinación entre colectivos para generar grupos de emergencia que movilicen y organicen a la población y la coordinen mejor con los medios del Estado. Esto no pasa, de ninguna manera, por dejar de lado la lucha contra el capital fósil, pero pensamos que precisamente a partir de una implicación más directa y física con la cuestión de la adaptación se abre la posibilidad a una organización asentada en el territorio a partir de la cual plantear piquetes climáticos, huelgas y boicots. Esta manera de organizarse es fácil verla también como mecanismos de autodefensa de la clase trabajadora y de apoyo, como una simple acción antifascista frente a los agentes reaccionarios que intentan aprovecharse de esta situación, como el pueblo que salva al pueblo….muchos afectos distintos que pueden movilizar, desde sentimientos e identidades diversas, las mismas acciones que necesitamos llevar a cabo.

    Además, no es difícil de imaginar que cada vez más capas de gente vean esta adaptación como urgente y necesaria. Es verdad que si algo aprendimos de la pandemia es que no siempre “vamos a salir mejores”, y que no hay hechos materiales concretos que creen de manera irreversible una conciencia. Sin embargo, el fenómeno de las inundaciones en el Mediterráneo, al igual que otros efectos que empeora el cambio climático, van a ser recurrentes: va a ser difícil que la gente pierda el nuevo miedo adquirido a la “alerta roja» en el móvil. Por lo tanto es en este contexto en el que sabemos que estos eventos van a volver a ocurrir en el que tenemos que organizarnos.

    No es fácil, desde luego. El panorama es sombrío: la legislatura reaccionaria de Donald Trump está a punto de empezar. Los genocidios avanzan sin freno aparente. Estamos cansades; de que cada vez nos cueste más pagar el alquiler, de los roces y las incomodidades de muchos años de militancia sin un fruto evidente y jugoso, de que la vida apriete. Pero, como solemos repetir, la historia raras veces se escribe en base a victorias incontestables o fracasos rotundos. A estas alturas del partido es prácticamente imposible limitar el calentamiento global a 1,5 grados, pero 1,6 grados son mejores que 1,7 grados y todas las redes que sepamos tejer, toda la resistencia que seamos capaces de levantar, será útil y cambiará vidas.

    La única seguridad de la que disponemos es que nuestras opciones pasan por la acción colectiva, por juntarnos y organizarnos y hablar y discutir y luchar y querernos y luchar y luchar. La Historia no está escrita: no permitamos que nos la escriban a sangre y petróleo.

    La ilustración de cabecera es «Les lumières de la ville», de Maria Helena Vieira da Silva (1908-1992). 

    1 Quienes escribimos estas líneas llegamos al pensamiento de Spinoza por Nunes, bergman y Montgomery, pero no son por supuesto los primeros en traer las ideas del filósofo holandés a la izquierda: Deleuze y Toni Negri entre otros abrieron esa puerta a finales de los 60, y de hecho en concreto el libro de Nunes discute el planteamiento espinoziano de Negri. Reconocemos que, como apenas iniciados en estas ideas, por ahora no hemos profundizado en esos precedentes, pero sirva esta nota como clarificación.

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  • Después de nosotros, el diluvio

    Después de nosotros, el diluvio

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    “Après moi le déluge! [¡Después de mí, el diluvio!] es el lema de todo capitalista y de toda nación capitalista. Por eso el capital no tiene en consideración la salud ni la duración de la vida del obrero, a menos que le obligue a ello la sociedad”.

    Karl Marx

    En los mal llamados ‘desastres naturales’ suele recorrer una pulsión antipolítica que o bien tiende a señalar a todos los dirigentes sin distinciones ni matices o bien acusa a los que exigen responsabilidades y acciones concretas de “politizar” los asuntos, como si la vida pudiese transcurrir al margen de las decisiones que tomamos sobre cómo la habitamos en común. Otra versión, común en estas horas de dolor y desconcierto, consiste en separar la crisis climática de la incompetencia institucional. Son indivisibles. La gravedad del caos climático al que nos abocamos, con la Península Ibérica como el territorio más afectado del continente europeo según todas las previsiones, se sustenta, precisamente, en la cadena de inercias, intereses, agendas y deseos que impide su abordaje efectivo desde la política o, al menos, que evite las decenas de fallecimientos en un territorio, el País Valenciano, tristemente acostumbrado a riadas y fenómenos convectivos por su orografía y su cercanía a un mar recalentado. 

    Por lo tanto, mal que pese a algunos, hemos venido a hablar de política. Una política climática a la altura, como es obvio, detendría la emisión descontrolada de gases de efecto invernadero que, en base a toda la evidencia -y sin la necesidad, a estas alturas, de esperar a los estudios de atribución- agrava eventos como el de estos días. Pero la necesidad de que la acción climática ponga la vida por encima del capital exige también unas labores de adaptación. La primera piedra, por supuesto, es reforzar -o, al menos, poner a funcionar- un sistema de prevención, alerta temprana y evacuación que ha fracasado estrepitosamente por la irresponsabilidad y la incompetencia de un Gobierno de la Comunitat Valenciana que, por justicia climática, debe ser cesado y juzgado. Pero estas labores van más allá de la criminal ineptitud del Govern.

    Es común, por poner un ejemplo, que los planes de gestión del riesgo de inundación que las confederaciones hidrográficas están obligadas a elaborar, suscribir y ejecutar se queden a medias, sin el más mínimo intento de revertir la construcción suicida de infraestructuras en cauces y terrenos susceptibles de riadas. Acordarse de la habitual dejadez en ese ámbito no puede ser calificado de oportunista sino de absolutamente esencial.

    Por otro lado, la legislación en materia de riesgos laborales ha avanzado en los últimos años. A la norma que permite al trabajador abandonar su puesto en caso de riesgo inminente para su vida se suma la norma que prohíbe las labores al aire libre durante las olas de calor: lo sucedido en las últimas horas hace evidente su insuficiencia. Como en cualquier relación desigual de poder -y las laborales son su máximo exponente- que el ordenamiento jurídico ampare una decisión no la hace fácil de ejecutar, por los miedos, las presiones y los mandatos tanto evidentes como subyacentes. Y el capital no va a dejar de colocarse por encima de la vida a no ser que se le obligue, como dejó escrito Marx: no porque se le pida por favor.

    La experiencia de la pandemia demostró que es perfectamente posible que el Estado obligue a las empresas a parar ante un riesgo inminente y manifiesto; y este lo era, en base a las alertas del sistema nacional de meteorología emitidas desde la mañana del martes. La decisión de no ir a trabajar -salvo puestos esenciales para el común, como es obvio- no puede sustentarse en la voluntad individual, como no se sustentó en marzo de 2020. Eso no implica, en cualquier caso, abandonar la responsabilidad, porque buena parte de las no ausencias de la clase trabajadora responden a la indefensión aprendida y a la infravaloración del riesgo, y es trabajo de los principales actores de la acción climática mover el sentido común hacia posiciones más cercanas a la autopreservación. No nos podemos dejar la vida por nuestro jefe, por la empresa, por la maquinaria perversa de la plusvalía; y para ello hay que apretar lo máximo posible a las compañías, exigir que rindan cuentas y, a la vez, deconstruir los aprendizajes que todos hemos interiorizado, en los que la producción es lo primero.

    Por supuesto, el contrapeso a la acción empresarial ni puede ni debe recaer únicamente en el Estado o en una difusa voluntad, sino en un tejido sindical organizado, preparado y bien dispuesto para dar respuesta a situaciones así. La agenda climática en los sindicatos ha corrido suerte dispar: desde ridículas recomendaciones de reciclaje en los puestos de trabajo a trabajos bien avenidos sobre la transición ecosocial en las industrias más emisoras. Pero se mantiene un vacío. Las organizaciones deben prestar atención a la adaptación. Y esto pasa por hacer ‘piquetes climáticos’ para informar de los derechos al respecto a les trabajadores, pasa porque cada comité o sección presione a la dirección por el respeto más básico a la integridad física y pasa, en cualquier caso, por el establecimiento de nuevas alianzas; entre sindicatos y entre los sindicatos y otro tipo de militancias. Hace unos años era importante abandonar la creencia de que el cambio climático debía ocupar un papel subalterno en la agenda de la clase obrera. Ahora es ridículo mantenerla.

    No podemos, de ninguna manera, ignorar el eje de clase: la mayor parte de los afectados por este episodio meteorológico son trabajadores obligades, bien por la maquinaria o bien por el patrón, a ignorar los avisos. Que acudían a la periferia de València, en los polígonos industriales, a sacar adelante la tarea, o que volvían por los ramales de las autovías a casa después de una jornada probablemente innecesaria. Pero, como fenómeno multicausal, complejo y de infinitas aristas, el eje de clase no se basta por sí solo ni para explicar lo sucedido ni para proponer soluciones. Los desastres climáticos que ya sufrimos y que sufriremos afectarán más a les más vulnerables, pero la vulnerabilidad en una riada no se explica solo por la renta o por la posición en la cadena de mando.

    Y, por supuesto, tampoco podemos desligar la incompetencia de las instituciones de la contraofensiva del negacionismo climático, que castiga las alertas tempranas, produce explicaciones absurdas pero confortables y fáciles de entender ante cualquier evento e intenta silenciar cualquier reacción progresista. La “batalla cultural” que dicen mantener se traduce, en jornadas como las de este martes, en muerte. Estamos agotadas en este momento del ciclo político, pero cometeríamos un error mayúsculo al pensar que, como nos gusta tanto creer, los hechos por sí solos pondrán la agenda climática en su sitio. Ya estamos en el escenario del primer capítulo de ‘El Ministerio del Futuro’, pero sin la iniciativa institucional ni la rabia organizada que le sucedieron. Y, sin saber muy bien cómo se sale de este dolor y esta pereza, lo único que tenemos claro es que no podemos permanecer aquí.

    Todo el calor y un fuerte abrazo, de parte de los integrantes de Contra el Diluvio, para toda la gente afectada por las inundaciones.

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  • La vida que vendrá #11: carta de amor al autobús

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    Este verano cortaron la línea de metro de mi barrio. Pusieron un autobús sustitutivo. Quede claro desde el principio que esto fue, usando palabras piadosas, un marrón para la mayoría de mis vecinos y vecinas; ningún autobús puede llevar a tanta gente como un convoy del suburbano, algunos barrios se quedaron sin parada, el Gobierno regional hizo un gran esfuerzo por comunicar los cambios de la peor manera posible y el autobús no hacía el recorrido completo de la línea cortada, sino que se quedaba a mitad, doblando en el mejor de los casos el tiempo necesario para algunos viajes. Pero me dio que pensar acerca del autobús como el gran infravalorado de la movilidad sostenible y un elemento que será absolutamente imprescindible en la vida que vendrá. En cierta manera, en jerga tuitera, lo romanticé. Pido perdón por mis pecados.

    En ese contexto, para determinados trayectos, el autobús se convirtió en un modo cómodo y disfrutable. En primer lugar, el Ejecutivo autonómico tuvo el buen tino, al César lo que es del César, de poner una frecuencia aún mejor que la del metro; si perdías el autobús, daba un poco igual, porque enseguida venía otro. En segundo lugar, no había que bajar escaleras, descender en ascensor hasta el vestíbulo del infierno, cruzar tornos; estaba a pie de calle. En tercer lugar, era gratis. En cuarto lugar, me di cuenta de que el autobús me desconectaba menos del barrio, de lo que pasaba fuera. Es agradable ir mirando por la ventanilla. En quinto lugar, es un medio de transporte mucho menos ruidoso. Al igual que pasa con la violencia, el ruido genera tolerancia y normalizamos (abandonamos Twitter pero Twitter no nos abandona a nosotros) un nivel de estrés auditivo que, queramos o no, suele hacer mella.

    Todas estas ventajas se van al traste cuando la calle se colapsa con el triple de autobuses y los coches habituales, cuando no puedes llegar al trabajo a una hora decente o cuando es hora punta y hay que dejar pasar tres vehículos para poder ocupar unos cincuenta centímetros cuadrados del cuarto, claro. Pero da pistas sobre cómo debería ser. Lo más importante es que sea rápido y tenga una frecuencia ya no solo buena, sino predecible. En el estado actual de las cosas, uno de los elementos que más hace decantar la balanza por un medio de transporte u otro es la fiabilidad. No solo cuenta invertir el menor tiempo posible en el trayecto, sino saber cuándo vas a llegar.

    En este sentido, el aburrido y poco emocionante gesto político de inundar la ciudad de carriles bus es importantísimo, pero no solo, claro; las autovías con carril bus permiten esquivar el atasco y hacen brillar a este modo en la importantísima batalla que librar de la conexión entre el centro y la periferia. En el mismo sentido, en algunas ciudades se están empezando a instalar semáforos que o bien dan prioridad siempre al autobús o bien se ponen en verde cuando detectan a unoSi por ideas no va a ser. Pero para esto hay que tener autobuses. Muchos autobuses, quiero decir. Como bien me dijo una vez Miguel Álvarez, de Nación Rotonda, tirar autobuses de manera frenética a cada PAU o a cada pueblo es mucho, mucho más sensato, eficiente y realista que abrir túneles de metro o apostar por soluciones aún en pañales, como los coches compartidos. En cualquier estrategia de movilidad sostenible levantan más titulares los carriles bici o las vías de tren, y son merecidos. Pero hay una cuestión de fondo que se escapa de los datos en frío sobre frecuencias, tiempos y accesibilidad: el autobús es poco emocionante. 

    Los avances serán mucho más lentos si no se le da una capa de glamour, de estética, incluso de épica al gesto mundano de coger un autobús. Lo más cerca que estamos de esto es el tópico de “coger un ALSA por amor”, pero en el resto de usos, montarse al colectivo suele ser sinónimo de resignación y de pobreza. Probablemente hay una cuestión material detrás de esto, porque la mayoría de las veces coger el autobús no es la mejor opción o la más cómoda, sino la única que hay, por falta de conexiones o por simple pobreza: pero no solo. Conozco a muchos a quienes, objetivamente, les vendría mejor un autobús para sus rutinas diarias. Pero no es guay coger un autobús.

    Fue Valladolid quien inició en el Estado (y luego le siguió Madrid) el trend de poner autobuses guays a recorrer la ciudad: por su tecnología (100% eléctricos), por sus prestaciones (en el caso de la capital, los semáforos se ponen en verde a su paso) y, sobre todo, por su estética. Contaba el exalcalde de Valladolid, Óscar Puente, que se enamoró de estos modelos al verlos circular en Biarritz (País Vasco francés) y que el diseño “invita a subirse en ellos”.

    Pienso más en estos buses que en el Imperio Romano.

    Quizá sea comprar demasiados marcos. Lo sé. Pero creo que parte de la solución pasa porque los autobuses sean guays. El tren es guay. La bici, a pesar de la reacción en contra, tiene un buen número de adeptos que hacen de las dos ruedas su identidad. El coche, ni que decir tiene que genera un vínculo emocional y estético con muchos de sus propietarios. Es probable que tenga que ver con una cuestión de estatus, de no sentirse el último mono de la carretera al subirse en un destartalado autocar. Pero en la vida que vendrá, ya sabéis, no apostamos solo por las cosas útiles sino también por las cosas bonitas. 

    En cualquier caso, lo que aquí se dirime no es solamente una cuestión de estética, sino de la pugna entre lo individual y lo común. Hay en muchos medios de transporte una pulsión de aislarse del resto, en muchos casos imponiendo ese derecho al resto: parte de la experiencia cochística pasa por viajar solo, con tu música, reservando ese tiempo de trayecto para pensar en tus cosas con la máxima comodidad. A veces me he sorprendido a mí mismo montándome en el primer asiento del bus, o cogiendo un metro vacío de madrugada, y fantaseando con que el vehículo está solo disponible para mí, que el maquinista o el conductor tienen la única misión de llevarme a casa. Sin embargo, muchos de estos medios de transporte tienen también una vertiente comunitaria que forma gran parte de la experiencia. Por ejemplo, el placer de un viaje en coche con amigos compartiendo una playlist, o la mesa en los trenes. El autobús, a pesar de ese delicioso sinónimo de colectivo, cuenta con lo peor de lo común y lo peor de la individualidad: recorres el trayecto en compañía pero muchas veces solo. Incluso cuando lo coges con amigos, pareja o familia, se pasa la mayor parte del recorrido en silencio. La clave está en la comodidad.

    Para que lo colectivo se desarrolle, para que viajar pueda ser una experiencia compartida gratificante, es importante que los autobuses no solo sean rápidos, eficientes o bonitos, sino también cómodos. Con espacio, en sentido contrario a la tendencia a optimizar cuanto más mejor los asientos que se vive en la aviación comercial o en el ferrocarril tras su liberalización. En la vida que vendrá, los autobuses no solo serán una de las primeras opciones porque nos dejará en casa a salvo, porque lo cogeremos sin tener que andar demasiado o porque no tendremos que esperarlo demasiado, sino porque viajaremos relajados en él, sin desear a toda costa llegar a destino. Tendrá que ser una opción decente, por ejemplo, para moverse en familia, con niños. Siguiendo la máxima de que cualquier política para los más pequeños redunda en beneficios para el resto de la comunidad.

    Hace unos meses, visitando precisamente el Museo del Ferrocarril en Madrid, un amigo me decía que se estaba aficionando a coger autobuses en la ciudad. Reaccioné con sorpresa. Por qué nadie haría eso, le pregunté: son más lentos, tardan más. Y qué, me dijo. Vas mirando el paisaje en vez de enclaustrarte bajo tierra y a veces no importa tardar un poco más. Es verdad que, en este sistema podrido que nos hemos dado, ningún medio de transporte con visos de triunfar puede prescindir de la rapidez. Pero parte de lo que necesitamos pasa por tener menos prisa para todo y disfrutar los caminos; y en ese escenario futuro, el autobús brillará con fuerza.

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  • Tareas preliminares – Sobre la organización política

    Tareas preliminares – Sobre la organización política

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    Por Alyssa Battistoni.

    Este texto fue publicado originalmente en el número 34 (primavera de 2019) de la revista n+1 con el título «Spadework».

    En 2007, cuando tenía veintiún años, escribí indignada una carta a The New York Times para responder a una columna de Thomas Friedman. Friedman había acusado a mi generación de ser indolente: «Demasiado pasiva, demasiado tiempo en internet, mira solo por sí misma». «A nuestra generación lo que le falta no es ni valentía ni fuerza de voluntad —remarqué yo—, sino el entrenamiento y la experiencia para llevar a cabo el trabajo de organización, sea online o presencial, que lleve al poder político».

    Yo personalmente nunca había estado organizada. Poco antes había trabajado como becaria para una ONG de organización comunitaria de Washington, pocos meses antes de que Barack Obama se convirtiese en el más famoso de los (ex)organizadores políticos, pero lo que aprendí fue el lenguaje de la organización —cómo escribir cartas al editor sobre cuánta falta hacía esta—, no cómo hacerlo realmente. Me saqué el título universitario y, unos meses después, la economía mundial se hundió. En los años posteriores me pasaba de vez en cuando por alguna protesta. Acudí a Zuccotti Park y al intento de huelga general de Oakland, participé en manifestaciones contra el aumento de las tasas universitarias en Londres y contra los asesinatos policiales en Nueva York. Escribí artículos de lo más intempestivos. Pero hasta que no fui a hacer el posgrado a Yale, donde desde hacía casi tres décadas había estado en marcha una campaña por el reconocimiento del sindicato universitario, no aprendí a hacer lo que por aquel entonces llevaba ya años defendiendo.

    Cuando empecé a militar con tanta intensidad que aquello parecía un trabajo a tiempo completo estábamos ya en la primavera de 2016, y tenía compañía de sobra. Por todo el país se estaban produciendo esfuerzos evidentes por organizar a los trabajadores de revistas, locales de comida rápida y residencias. Quienes habían participado en Occupy se involucraron en la campaña de Bernie Sanders y se unieron a Democratic Socialists of America, que estaba en pleno auge y a cuyos miembros se les entregaba una tarjeta hecha polvo en la que se afirmaba que eran «oficialmente organizadores socialistas». Los organizadores —no activistas, gracias— de hoy dejan claro que no son parte del black bloc que busca trifulca con la policía y que tampoco son hippies que anden planeando algún encuentro amoroso. Se inspiran en una tradición de revolucionarios profesionales, pues según la proclama de Lenin de que «a menos que las masas estén organizadas, el proletariado no es nada. Organizado, lo es todo». En otras palabras: a quien se dedica a la militancia organizativa no le da miedo tener el poder. Reconoce que para ejercerlo hay que persuadir a una cantidad ingente de personas para que se unan a la causa y para empezar a autoorganizarse. Organizarse significa hacerlo para ganar.

    ¿Pero cómo se gana? El materialismo histórico sostiene que las crisis del capitalismo desatan revueltas, quizás incluso revoluciones, como se vio en los estallidos de Occupy y Black Lives Matter; en lo levantamientos en España, Grecia y Egipto; y en el movimiento británico de estudiantes contra las tasas universitarias. Pero no hay ninguna guía para lo que pasa en el larguísimo periodo que viene luego, cosa que a menudo la izquierda ha tenido que aprender por las malas.

    En otros casos de subversión y promesas, la izquierda ha solido recurrir a Antonio Gramsci, quien quiso comprender por qué las revueltas de la clase trabajadora en Europa tras la revolución rusa habían conducido al fascismo. Gramsci llegó a la conclusión de que en cierto sentido la gente consiente su propia servidumbre, incluso la da por hecho, cuando el orden en el que vive llega a parecer de sentido común. La hegemonía es una cosa más sutil que una coerción manifiesta, es más profunda, permea los ritmos de la vida cotidiana.

    Stuart Hall afirmó en 1983 que la hegemonía era la clave para entender la decepción que sentía su propia generación: por qué Thatcher y la nueva derecha habían triunfado a la hora de reconfigurar el sentido común tras una década de agitación laboral sindical. La hegemonía dio forma a cómo actuaba la gente cuando no pensaba en ello, lo que creía que estaba bien y mal, lo que imaginaba que era una vida buena. Un proyecto hegemónico tenía que «ocupar todos y cada uno de los frentes» de la vida, «insertarse en los poros de la consciencia práctica de los seres humanos». El thatcherismo había entendido esto mejor que la izquierda. Había «entrado a la pelea en cada uno de los frentes en los que calculaba que podría producirse un avance», había promovido una «teoría para cada uno de los escenarios de la vida humana», de la economía al lenguaje, de la moral a la cultura. Los terrenos que la izquierda dejaba de lado por burgueses eran simplemente aquellos en los que la clase dominante iba ganando. Con todo, Hall recordaba que crear hegemonía era una «tarea ardua». Nunca completamente asentada, «siempre estaba por ganar».

    En otras palabras, no hay un Deus ex machina económico que vaya a traernos la revolución. Hay todavía gente, con sus particularidades recalcitrantes y contradictorias, que existen en un espacio y un momento concreto. De ti depende resolver cómo actuar de manera conjunta, o no; cómo encontrar un punto de encuentro, o no. Gramsci y Hall insisten en que tienes que mirar las cosas tal y como son de manera implacable, hacer frente a tus expectativas con una honestidad brutal y actuar del modo en que creas que puedes producir un efecto. En ese sentido ambos son teóricos de la figura del organizador.

    * * *

    Pero lo cierto es que una no se convierte en organizadora por leer teoría, o al menos ese no fue mi caso. Yo fui a la escuela de posgrado a estudiar teoría política, con la esperanza de descubrir qué hacer con los dilemas que me atribulaban. Pero hizo falta algo más para que esa teoría adquiriese significado en mi propia vida. Esta fue la experiencia en la escuela de posgrado, que no es necesariamente el entorno laboral habitual, o eso nos repetía una y otra vez la administración de Yale.

    Yo me había sindicado como quien no quiere la cosa, al pasarme por la mesa de la Graduate Employees and Students Organization (GESO) en la feria de actividades extracurriculares, sin haber asistido todavía ni un solo día a clase. A nivel político, me pareció obvio: yo en general estaba de parte de los sindicatos, ¿así que por qué no iba a unirme? Además, mi compañero de piso ya había estado en Yale militando durante años: a través de él había oído hablar de luchas y victorias, de cómo habían ido llamando puerta a puerta durante todo el verano anterior para ayudar a que una lista de miembros del sindicato y gente afín lograse hacerse con el gobierno municipal. Pocos días después de inscribirme, fui a una comida a la que trajeron pizzas y que el sindicato había organizado en mi departamento para dar la bienvenida a la nueva hornada —yo fui una de las únicas tres personas que aparecieron de las diecisiete que éramos— y me pasé asintiendo todo el sermón que soltó el organizador sobre por qué el sindicato estaba tan bien. No necesitaba que me convencieran.

    Aun así, cuando unas semanas más tarde otra militante me pidió que me uniera al grupo de comunicación del sindicato, me eché a llorar. Estaba ya completamente sobrepasada por cientos de páginas por leer sin que en ningún caso tuviera la esperanza de poder hacerlo, réplicas periodísticas aún por escribir y presentaciones que hacer sobre dichas lecturas, talleres obligatorios del departamento y charlas a las que acudir. Hacer una sola cosa más me parecía imposible. Esta persona habló conmigo para sacarme de ese ataque de pánico y yo acepté hacer una tarea menor —una entrevista a un miembro del sindicato para un boletín que queríamos revitalizar—. Acepté otra serie de proyectos: más entrevistas, grabar testimonios para una web nueva. Al final de nuestro primer año, mi amigo más cercano del grupo de graduado fue candidato al ayuntamiento dentro de la lista del sindicato y yo me pasé el verano de puerta en puerta para su campaña. Quedé con otros militantes para hacer «visitas», que consistían en ir dando vueltas por el campus buscando miembros para que firmaran la petición que estuviéramos promoviendo en ese momento y me uní al comité organizador de mi departamento. Hubo muchas más reuniones en las que acabé llorando.

    Al final me di cuenta de que la escuela de posgrado no era lugar al que acudir para aprender sobre política. Me desconcertaban sus rituales, los cuales, de manera contraintuitiva, parecían estructurarse rehuyendo las conversaciones intelectuales, optando en cambio por el cotilleo y la jerigonza. En las fiestas y en los encuentros del departamento rara vez hablábamos sobre las cosas que habíamos leído o habíamos estado pensando; en su lugar, nos quejábamos de la cantidad de artículos que habíamos escrito esa semana, de la cantidad de fechas de entrega para peticiones de subvenciones o programas de verano y de lo poco que lográbamos dormir. Pasábamos de puntillas sobre conversaciones más peliagudas: el acceso a atención para la salud mental, el cuidado remunerado de niños, la crisis del mercado laboral y la reserva cada vez mayor de trabajadores adjuntos. Estaba desesperada por tener aquellas conversaciones y descubrí que el lugar donde tenerlas era la militancia. Como si fueran espacios grupales de sensibilización, las conversaciones militantes te permitían airear rencores que por educación y profesionalidad llevabas reprimiendo durante mucho tiempo, para crear un espacio político donde no se suponía que tenía que haberlo. La clave estaba en localizar esa experiencia fundamental de impotencia que estaba al acecho bajo tanta miseria generalizada. Con todo, por mucho que nos quejáramos de cuantísimo trabajábamos, en las conversaciones militantes surgía todo el tiempo la pregunta de si éramos realmente trabajadoras y trabajadores.

    ¿Por qué era tan difícil vernos a nosotras mismas como personas que pudiesen necesitar un sindicato? Gramsci había señalado que cualquier sujeto individual estaba «extrañamente compuesto», hecho de una mezcolanza de creencias, pensamientos e ideas recogidas de la historia familiar, las normas culturales y la educación formal, todo ello filtrado a través de sus propias experiencias personales leídas a través de la ideología dominante de la época. Hall había recogido esta idea para afirmar que cuando la clase obrera no conseguía vincularse al pensamiento revolucionario, cuando las mujeres no abrazaban el feminismo o cuando la gente racializada no defendía el antirracismo, no era porque sufrieran de falsa conciencia. La idea de que la conciencia pudiera ser verdadera o falsa simplemente no tenía sentido: según Hall, esta siempre era «compleja, fragmentaria y contradictoria». Esto era tan cierto para la gente de izquierdas como para cualquier otra persona. Y Hall advertía en 1988 que «una pequeña parte de todos nosotros se halla también dentro del proyecto thatcherista. Por supuesto que todos estamos cien por cien comprometidos, pero de vez en cuando —los sábados por la mañana, quizá, justo antes de la manifestación— vamos a Sainsbury’s y somos un poquito un sujeto thatcherista».

    El proyecto de Thatcher había avanzado mucho desde entonces y habíamos interiorizado sus dictados. Nos habíamos pasado la vida aprendiendo a hacerlo muy bien en clase; en la escuela de posgrado, antes de salir «al mercado laboral», aprendimos a explotarnos a nosotras mismas durante los fines de semana y las vacaciones. Muchas aún creíamos en la meritocracia, a pesar de ver cada día cómo esta nos daba la espalda. Cuanto peores se volvían las condiciones de la vida académica, más duro trabajaba todo el mundo y más difícil se hacía enfrentarse a ellas. Además, teníamos tanta suerte de estar allí…, ¡en Yale! En comparación con tantos otros estudiantes universitarios, nosotras éramos unas afortunadas, y al otro lado seguramente hubiese un puesto de trabajo esperándonos, a nosotras, a cualquiera. ¿Quiénes éramos nosotras para quejarnos? Organizar un sindicato de estudiantes universitarios en Yale a mucha gente le parecía un acto de un privilegio intolerable: una panda de autodenominados radicales de una universidad de prestigio haciendo cosplay de clase obrera.

    Luego estaba la ideología dominante. A muchas personas les parecían bien los sindicatos pero en abstracto, para otra gente, y sin embargo tenían reservas respecto a si para nosotras tenía sentido. En buena medida trabajábamos de manera independiente (¡se nos pagaba por leer!); teníamos control sobre nuestro propio trabajo, o al menos esperábamos tenerlo algún día. Casi todas habíamos crecido oyendo hablar de lo nocivos que eran los sindicatos de profesores para nuestra querida educación. Pocas personas veníamos de familias sindicadas; casi nadie había formado parte de un sindicato anteriormente, y quienes sí lo habían hecho a menudo hablaban de malas experiencias. Incluso entre quienes formalmente sentían simpatía era habitual escuchar la frase: «Si yo creo que los sindicatos están bien, pero…».

    Con todo, el asunto más escabroso no era el de unirse a un sindicato, sino organizarlo. Le pedíamos a la gente que nos ayudara a construir el sindicato y a dirigirlo. Les pedíamos que firmasen un hoja de inscripción, y luego que también le pidieran lo mismo a algún amigo; que se comprometiesen a reunirse de manera regular con un organizador; que se unieran al comité organizativo y trajesen a las reuniones y a las manifestaciones a personas a las que conociesen. Pedíamos mucho; hay quien creía que demasiado. Mucha gente era perfectamente feliz poniendo su nombre en una hoja de inscripción y en una recaudación de firmas de vez en cuando pero no quería ir a más reuniones ni hablar con compañeros sobre el sindicato: tenían cosas que hacer, muchas cosas. Decían que apoyaban al sindicato, pero querían que el sindicato les dejara en paz.

    Este parecía ser un reto particular de la organización de los estudiantes de posgrado, que por un lado se encontraban evidentemente sobrepasados por el trabajo y nunca tenían horarios fijos, y por el otro no estaban en una situación de demasiado desamparo, al menos no en Yale. (De hecho, esto en parte era así porque la universidad había ido aumentando los salarios y las ayudas a lo largo de los años para así debilitar al sindicato; este era el precio del éxito). De todos modos, yo llegué a pensar que esto era un reto en general de cualquier organización. Cuando leí el libro I’ve Got the Light of Freedom, de Charles Payne, acerca de la organización por los derechos civiles en el sur durante la época de las leyes de Jim Crow, me impactó la lista que reunieron los miembros de la campaña del Student Nonviolent Coordinating Committee (SNCC) sobre la razones que daba la gente negra de Misisipi a principios de los años sesenta para no registrarse para votar, que eran las que en líneas generales podían haber dado los estudiantes universitarios: «No tiene interés», «No tiene tiempo para hablar sobre el voto», «Siente que los políticos hacen lo que les da la gana, sin importarles lo que se vote», «Demasiadas cosas que hacer, ocupado en asuntos personales», «Quiere tiempo para pensárselo», «Satisfecho con cómo están las cosas».

    Obviamente nosotras no estábamos luchando contra las leyes de Jim Crow. Yale era en muchos aspectos un sitio miserable y feudal, pero estábamos ahí de manera temporal y por elección propia; muchos teníamos miedo de nuestros tutores, pero no temíamos por nuestra vida. Puede que pusiéramos las mismas excusas, pero no significaban lo mismo. Aun así, había ciertas dinámicas en ambas campañas que eran similares, pese a sus diferencias evidentes. A menudo la gente te decía por qué no iba a hacer tal cosa, a menudo con razones perfectamente buenas, y tú intentabas convencerles de que sí tendrían que hacerlas.

    Todos estábamos muy ocupados, pero ese «estar muy ocupado» no era una cuestión de tiempo realmente, o al menos no solo. Estar muy ocupado significaba que la gente no veía por qué merecía la pena sacar tiempo para el sindicato. Tu trabajo como organizadora consistía en descubrir qué es lo que la gente quería que fuese diferente en su vida y luego convencerla de que la diferencia estaba en sí decidían hacer algo al respecto. Esto no es lo mismo que convencer a la gente de que el asunto en sí es importante: eso por lo general lo saben. La tarea consiste en convencer a las personas de que son ellas las que importan: saben que por lo general eso no es así.

    * * *

    En El 18 de Brumario de Luis Bonaparte Marx escribió que «el principiante que ha aprendido un idioma nuevo lo traduce siempre a su idioma nativo, pero solo se asimila el espíritu del nuevo idioma y solo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal». La militancia organizativa exige que aprendas el idioma de la política tan bien que se convierta en el tuyo propio. Como cualquier otro idioma, requiere un montón de práctica, un periodo durante el cual a menudo te vas a sentir incómoda e insegura. Para esta etapa existen ejercicios como «juego, falta, piensa», con el que plantearse una serie de preguntas: ¿qué está en juego para ti?, ¿qué hace falta para ganar?, ¿qué piensas hacer al respecto? Tienes que empezar con lo que os importa a ti y a la persona a la que estás organizando antes de pasar a lo difícil que va a ser y a por qué tienen que sumarse pese a todo. Estos ejercicios son útiles, pero no pueden ser rígidos y artificiosos, porque en realidad todavía no estás hablando de política: aún estás traduciendo. Es por eso por lo que algunas personas que llevan poco tiempo organizando a gente a menudo parecen un poco robóticas y repiten lo que a todas luces han aprendido escuchando a alguien. Pero al final aprendes a dejar atrás este andamiaje y a hablar por ti misma.

    No obstante, a menudo tienes que aprender a hablar de manera diferente, a hablar como una versión distinta de ti misma. Esto implica dejar a un lado buena parte de los hábitos que te resultan más familiares. Como muchas mujeres, durante un tiempo conseguía ir tirando a base de caerle bien a la gente; ya por entonces se me daba bien un cierto tipo de trabajo emocional. Pero cuando las peticiones se iban haciendo más grandes, me daba contra un muro: puede que la gente gastara treinta segundos en firmar una petición que no creían que fuese a ir a ningún lado solo porque yo les caía bien, pero no iban a cabrear a su jefe solo para quedar bien conmigo. Así que tuve que aprender otras cosas. «Un axioma de los organizadores —escribió Jane McAlevey— es que toda buena conversación sobre organización pone a todo el mundo al menos un poquito incómodo». La parte más rara es lo que McAlevey llama «el largo silencio incómodo», ese momento en el que le pides algo a alguien y dejas que se piense su respuesta. Durante mucho tiempo mi mayor debilidad fue mi tendencia a acobardarme y dejarle claro a la gente que ganar en los asuntos que decían que querían dependía de ellos. Demasiado a menudo intentaba pasar por encima de esa incomodidad en lugar de dejarla estar. Era muchísimo más sencillo hablar sobre lo brillante que era nuestro plan o cuánto apoyo habíamos recibido de nuestros aliados que insistirle a la gente a la que estaba intentando organizar que dependía de ellos el que lográramos tener o no un sindicato. El resultado de todo ello es que la gente me veía como la persona del sindicato que les daba información y les contaba cuál era el plan y les mantenía al día; no se veían a sí mismos al lado de gente del sindicato que fuese también responsable de ayudar a lograr las cosas que decían que querían lograr. McAlevey decía que esto era un atajo; nosotras decíamos que era evitarle a la gente el que tuvieran que organizase. Suavizar la pregunta parece algo empático, pero, como cualquier otra medida de protección, resulta condescendiente y, como cualquier otro atajo, hace que a la larga las cosas acaben siendo más difíciles.

    Darme cuenta de que no era suficiente con caerle bien a la gente fue como una revelación. Tuve que aprender a estar más cómoda con el enfrentamiento y con los desacuerdos, con ponerle a la gente una elección delante y dejarles que la hicieran en lugar de diluir la tensión mediante sonrisas para encargarme yo misma del trabajo. Tenía que esperar más de los demás. Con otras organizadoras, interpretábamos los papeles de las conversaciones que más miedo me daban antes de tenerlas; después las reproducía una y otra vez en mi cabeza. Luché por ser diferente: la versión de mí misma que quería ser, alguien que pudiera causar un efecto en la gente y hacer claudicar al menos alguna esquinita del universo.

    No es sencillo ser tú misma el campo de una batalla por la hegemonía. No es como en la venerable cita de Whitman, «yo contengo multitudes»; a menudo se trata de una lucha dolorosa por la dominación que se produce entre varias subjetividades propias. Tienes un solo cuerpo y el día tiene veinticuatro horas. Lo que un organizador te pregunta es qué vas a hacer con todo eso, de manera concreta, ahora. Puede que no te guste tu propia respuesta. Tu thatcherista interna va a alzar la voz. No puedes acabar con ella de golpe; casi seguro que vas a ver que es una parte más grande de ti de lo que tú misma pensabas. Pero la organización hurga en los poros de tu conciencia práctica y te pide que optes por la parte de ti misma que quiere algo más que sentido común. Es perturbador. Puede resultar alienante. Y, aun así, a menudo sentía que por fin estaba haciendo encajar partes de mí misma que había intentado mantener separadas: lo que pensaba, lo que decía, lo que hacía. Para organizar a otra gente y para que te organicen debes tener en mente la lección que nos da Hall: la verdadera o la falsa conciencia no existen, no hay una subjetividad real que la organización vaya a descubrir o desmontar. Tú también, nos dice Hall, has sido moldeada por este mundo que tienes la esperanza de cambiar. Cuanta más distancia haya entre el mundo en el que quieres vivir y el mundo que ahora existe, más profundamente sentirás este cisma. La gente que está peleada con el hecho de organizar a las personas a menudo dice: «Yo no estoy hecha para esto». Nadie lo está: nadie nace siendo militante, sino que se convierte en una.

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    El carácter sobrio y no demasiado sexy que tiene la militancia a menudo se vuelve a romantizar en las loas que se le hacen al «trabajo real». Quienes defienden la militancia son quienes más probablemente vayan a recalcar que es una cosa aburrida. Para una generación que ha sido tildada de caprichosa y egocéntrica, la mundanidad y la monotonía son sinónimos de autenticidad, como una política de gente gris. La militancia apunta a un compromiso heroico más que a un diletantismo pasajero, un impulso muy noble por hacer algo en la vida real en lugar de estar compartiendo memes por Facebook o dando zascas a tus enemigos por Twitter. Es verdad que organizarse es el día a día de la política; lo que Ella Baker llamaba «tareas preliminares», el trabajo duro que prepara el terreno para la acción dramática. Pero yo nunca he entendido la acusación de que sea algo tedioso. Hacer campaña un día que se está haciendo eterno puede ser algo aburrido, pero del resto de cosas que van con la organización ninguna me ha parecido nunca tediosa. Más bien al contrario: nada me ha parecido más emocionante ni más desgarrador. No hay nada que me haya resultado tan difícil de hacer o que se haya hecho tan difícil dejar de pensar en ello.

    En The Romance of American Communism, Vivian Gornick cuenta una historia en la que pienso a menudo sobre una mujer joven a la que se le asigna vender el periódico del Partido Comunista, The Daily Worker.

    ¡Madre de Dios! ¡Cómo odiaba estar vendiendo el Worker! Solía plantarme delante del cine del barrio los sábados por la noche con náuseas y aterrorizada por dentro, y le tiraba el periódico a la gente que pasaba de largo o que me empujaba o incluso que me escupía en la cara. Le tenía pavor. Durante años estuve teniéndole terror durante toda la semana a los sábados por la noche […]. Dios, sentía que aquello me aplastaba. Pero lo hacía, lo hacía. Lo hacía porque si no al día siguiente no iba a poder mirar a la cara a mis camaradas. Y todas y todos lo hacíamos por la misma razón: todos respondíamos ante los demás.

    A mí nunca me escupieron en la cara, pero en el resto de las cosas me reconozco. Aunque yo nunca le tuve miedo a salir a organizar a la gente, a menudo me despertaba con un nudo en el estómago, pensando en las llamadas que tenía que hacer ese día y la gente a la que se supone que tenía que pillar por los pasillos después de clase. De hecho, era peor: la gente a la que me dirigía no eran extraños que me fuese a encontrar por la calle, sino amigos y compañeros. Era doloroso ver cómo se paraban a coger el teléfono o me apartaban la mirada en el vestíbulo. ¿Por qué demonios seguía yo haciendo eso?

    ¿Por qué iba a hacerlo quien fuera? ¿Por sus ideas políticas? Al principio puede que sí, yo no quería ser una revolucionaria de salón. Pero las convicciones ideológicas puras raramente sirven para predecir el aguante militante de una persona. Más importante es que el padre estuviera en un sindicato o, más probablemente, que la madre necesitara estarlo; que alguna amiga necesitara a alguien que cuidara de su criatura o que esa persona necesitara terapia. Estas son las cosas que de verdad importaban. Pero llegas a un punto en el que te pasas de frenada. ¿Estaba yo intentando organizar a la gente porque quería que el seguro me cubriese el dentista? Al ritmo que íbamos era poco probable que, de todos modos, yo fuese a disfrutar de ninguna de estas ayudas.

    Si buena parte de mi lucha diaria era contra la propia experiencia de la escuela de posgrado, también es verdad que durante mucho tiempo había estado buscando un sitio como el sindicato. Los años anteriores había acabado en la ONG de organización local después de unos meses como voluntaria en un colectivo anarquista en las ruinas de Nueva Orleans después del Katrina, frustrada por los límites que tiene el apoyo mutuo ante el derrumbe total de un Estado, y desde entonces había estado buscando algún tipo de actividad política que fuera al mismo tiempo transformadora y pragmática. Organizar era cosa de dialéctica. El sindicato conectaba nuestras demandas —que eran reales, pero no tenían exactamente una trascendencia histórica— con la larga tradición de luchas laborales, con la tarea actual de reconstrucción del poder de las y los trabajadores y con perspectivas de un futuro radicalmente diferente de cuya realización pudiéramos formar parte.

    Así que lo que exigíamos era lo básico, pero en última instancia estábamos organizándonos por el futuro de la vida académica, que estaba desmoronándose de manera evidente a nuestro alrededor; o para revivir el movimiento obrero, que en su mayor parte ya se había venido abajo; o porque era intolerable vivir en una ciudad tan segregada como lo estaba New Haven y no hacer algo al respecto. Que nuestro sindicato hubiese estado organizándose durante tres décadas era al mismo tiempo una motivación y una carga. Sabíamos de los éxitos y los errores del pasado, de los vínculos y las heridas; habíamos heredado esperanza y melancolía. En este sentido, no era muy diferente del conjunto de la izquierda: mucha historia, mucha lucha; en ocasiones demasiada. Sabíamos que teníamos exenciones en las tasas y salarios y acceso a asistencia sanitaria gracias al sindicato; aun así, el hecho de que todavía nadie hubiese logrado que fuera algo definitivo nos ponía los pies en la tierra. ¿Por qué íbamos a ser nosotros quienes lograran aquello en lo que muchas otras personas habían fracasado anteriormente? Pero resultaba tranquilizador: como la GESO había existido antes de que llegáramos nosotros, también lo haría después. La campaña por la sindicalización del sector del acero en Estados Unidos había necesitado casi cincuenta años; más recientemente, la de Smithfield Foods había necesitado veinticuatro.

    A veces lo que yo sentía era que estaba organizando el futuro del planeta entero, siguiendo un hilo deductivo que iba tal que así: el capitalismo iba a devastar el planeta; para luchar contra ello necesitábamos sindicatos fuertes, lo que exigía nuevas organizaciones, particularmente en sectores de bajas emisiones como la enseñanza, que a su vez requería construir el movimiento laboral académico; esto significaba que yo tenía que lograr que el departamento de ciencias políticas de Yale se metiera en el sindicato. Era una cosa absurda. ¿Se podía ser más quijotesca, más grandilocuente, más vanidosa? Nuestro estilo de organizar era intenso, a menudo absorbente, y yo eso también lo sabía. No siempre me gustaba. A menudo deseaba una vida buena, una vida sencilla, la vida intelectual que se supone que deben tener los académicos. ¿No podía simplemente ir a tal o cual manifestación los fines de semana antes de ir a hacer la compra, como hacía antes?

    Pero eso no había funcionado y la brecha entre lo pequeñas que eran todas las cosas que siendo realistas yo podía hacer y la enormidad de todo lo que quería que ocurriera era inmensa. A nivel intelectual yo era profundamente pesimista. El lapso en el que transformar la economía global para prevenir una muerte y una destrucción inenarrables se iba reduciendo cada día, y las fuerzas de la reacción iban creciendo a la misma velocidad. Así que lo que yo anhelaba era hacer algo ambicioso y dificilísimo: algo equiparable a la monstruosidad del mundo, con la distancia a la que se encontraba la utopía y la cercanía de la catástrofe. Había muchas cosas que quería cambiar, mucha gente a la que quería movilizar. En la lucha diaria por construir el sindicato y pasar por encima de nuestro jefe y de nuestras probabilidades vi algo que sentía desesperadamente que quería aprender.

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    La capacidad para entablar relaciones que requiere organizar a la gente es probablemente lo más difícil de comprender antes de haberlo hecho, pero es lo más importante. No porque la gente esté gobernada por emociones en lugar de por la razón, aunque a veces sea así, sino porque el problema de la acción colectiva es que es racional actuar de manera colectiva allí donde no lo es actuar en solitario. Y la colectividad la vas construyendo pieza a pieza.

    Organizar relaciones puede ser una cosa utópica: en el mejor de los casos, ofrece el sueño feminista de intimidad más allá de las relaciones románticas o de la familia. En el sindicato yo quería a gente a la que no conocía demasiado bien. En las reuniones a menudo me veía a mí misma sobrecogida por la fascinación y la ternura que me despertaban la valentía y la sabiduría de la gente que estaba allí conmigo. Llegué a pensar en muchas de esas personas a las que había reclutado como alguno de mis mejores amigos. Cuando necesitaba ayuda, siempre había gente a la que podría llamar, gente que siempre iba a cogerme el teléfono, gente con la que podía hablar de lo que fuera. Estas relaciones muchas veces fueron una fuente de cuidado y apoyo en un mundo en el que estas cosas no abundan. Pero no eran solo amistades, y no eran solo un sostén emocional. La gente a la que acudía en busca de apoyo era también la gente que me pedía un esfuerzo cuando hacía falta, cosa que yo también hacía; yo sabía que el pacto era ese.

    Nuestras relaciones forjaban los compromisos prácticos entre unos y otras que mantenían el sindicato unido. Nos hacían responsables frente a los demás. Eran complejas y tenían múltiples aristas, a menudo resultaban frustrantes, profundamente vulnerables y potencialmente transformadoras, pero no menos capaces que cualquier otra relación de caer en descuidos, de herir, de traicionar, y siempre con mucho trabajo a cuestas. Estábamos constantemente construyéndolas y probando sus límites, exigiéndonos más cuando más cerca estábamos del resto. Tenían que soportar un peso enorme. En momentos bajos, me preguntaba a mí misma si serían algo más que relaciones instrumentales. Sin embargo, lo que me preguntaba con más frecuencia era qué es lo que podía resultar tan inquietante de que algo fuera útil que lo hacía parecer una amenaza de contaminación de todo lo demás.

    Según Jodi Dean, la palabra camarada denomina una relación política, no personal: eres el o la camarada de alguien no porque te caiga bien sino porque estás en el mismo lado de una batalla. Los y las camaradas no son vecinos, ciudadanos o amigos; no son un tipo de familia, aunque puedas llamarlos «hermano» o «hermana». El o la camarada no tiene raza, género o nación. (Hay un meme que dice: «Mi pronombre de género neutro favorito es “camarada”»). Las y los camaradas no son individuos únicos; son «múltiples, remplazables, fungibles». Puedes ser camarada de millones de personas a las que nunca has conocido y nunca conocerás. Vuestra relación se basa en última instancia en el proyecto político que compartís. Para mucha gente no comunista, admite Dean de manera clara, este instrumentalismo es una cosa «horrible»: una confirmación de que el comunismo implica asimilarse a los Borg. Pero la homogeneidad de la camaradería es en cierto modo una igualdad genuina.

    Dedicarse a la militancia organizativa es en cierto sentido como ser camarada de alguien, pero en otro sentido es distinto. La gente junto a la que trabajas pueden ser camaradas, pero la gente a la que organizas no suelen serlo; la clave de organizar a la gente es, a fin de cuentas, ir más allá del grupo de personas que ya están de tu parte y ganarte a todos los que puedas. Así que no puedes dar por hecho que la gente a la que te diriges comparte tus mismos valores; de hecho, por lo general deberías dar por hecho lo contrario. Esto significa que, a diferencia de las y los camaradas, los organizadores no son intercambiables. Es importante quién seas tú. La teoría que tiene McAlevey acerca del militante organizativo se basa en que a la gente la tienen que organizar personas a las que conozcan y en quienes confíen, no extraños que afirmen tener las ideas correctas. El SNCC iba en busca de «gente potente», no necesariamente los líderes habituales, sino personas respetadas y fiables para sus afines, con la idea de que la gente solo iba a participar en acciones políticas arriesgadas junto a individuos en los que confiase. Cuando las organizadoras son un reflejo de la gente a la que organizan, ganan: cuando son mujeres negras las que organizan a otras mujeres negras, según demuestra un artículo del año 2007 de Kate Bronfenbrenner y Dorian Warren, ganan en el noventa por ciento de las elecciones. Esto funciona en ambos sentidos: cuando eran mujeres y gente racializada las que llevaban a cabo la organización de mi departamento, a menudo se hacía difícil lograr que los hombres blancos nos tomaran en serio.

    Aun así, el elemento de camaradería en la organización también puede abrir el espacio a la construcción de relaciones con personas que están más allá de esos límites. No es que la clase y la raza y el género desaparezcan, superados por la causa, sino que la necesidad de trabajar juntas para alcanzar un fin compartido sienta las bases de un espacio común que hace posible relacionarse en la diferencia y hace que sea esencial descubrir cómo hacerlo. Es por eso por lo que los encuentros con la gente son a solas y hablas sobre aquello que a ambos os importa, es por eso por lo que te abres ante alguien a quien solo conoces por ser tu compañero o compartes con un extraño cosas que difícilmente tratarías ni siquiera con tus amigos. Es por eso por lo que lloré con mi organizadora por lo humillante que eran las jerarquías de mi universidad cuando ni siquiera habría admitido ante nadie que era algo con lo que tenía que lidiar. Estos cara a cara son algo contracultural: las conversaciones que tienes en ellos ponen en cuestión las expectativas que tienes por defecto sobre con quién puedes relacionarte, te sacan a la fuerza de las categorías demográficas que ordenan la mayor parte de tu vida y los guiones que te has aprendido para interactuar con la gente de acuerdo con ese orden. Generas confianza con gente en la que no tenías razón para confiar, no solamente afirmando tu compromiso con un proyecto compartido, tu devoción por los Borg, sino llegando a comprender qué es lo que trajo allí a la otra persona.

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    En agosto de 2016, la Junta Nacional de Relaciones del Trabajo publicó la decisión que el movimiento obrero académico había está esperando durante toda la etapa presidencial de Obama y declaró que los trabajadores de posgrado podían optar a cobertura laboral. Los estudiantes de posgrado de todo el país llevábamos tiempo diciendo que éramos trabajadores de pleno derecho y se mencionó esta tarea como una de las razones de por qué esto era así. La semana posterior nuestro sindicato se sometió a votación en diez departamentos. De repente se convirtió en una cosa muy real para todo el mundo.

    La primera reunión de mi departamento después de que nos presentáramos se pasó de la hora respecto a lo planeado. Casi todo el mundo dentro de ciencias políticas era miembro del sindicato, al menos sobre el papel, pero no todos tenían claro por qué tendrían que votar que sí. ¿De cuánto serían las deudas?, ¿qué iba a poner en nuestros contratos?, ¿el sindicato nos iba a obligar a ir a la huelga?, ¿lo harían otras secciones de la universidad?, ¿lo haría el sindicato internacional al que estábamos afiliados?, ¿por qué procedimientos de decisión nos íbamos a regir?, ¿con qué procedimientos de decisión estábamos funcionando hasta ahora?, ¿teníamos estatutos?, ¿iba Yale a contraatacar?, ¿por qué enfangarnos en algo que ya iba bastante bien?, ¿y, de todos modos, quién nos había elegido a las y los organizadores? Mucha gente tenía sospechas respecto a la militancia organizativa: decíamos que los estudiantes de posgrado deberían poder elegir si querían un sindicato, pero aquí estábamos, intentando convencerles de que sí que lo querían. No parecía una cosa muy democrática. ¿Por qué no votar directamente? Incluso podíamos hacerlo online, por entonces el software ya era bastante bueno.

    Yo creía que el sindicato era un sitio profundamente democrático; después de todo, estábamos buscando una forma de gobernarnos a nosotros mismos en el trabajo y de pedirle a más gente que se involucrara en ello. Pero la democracia era algo más que agrupar nuestras inclinaciones individuales o sumarse a los procedimientos; tenía más que ver con el intento de encontrar una voluntad general. Lo que afirmábamos es que éramos un pueblo, y eso implicaba llegar a vernos a nosotros mismos como parte de un colectivo, no simplemente como una muestra de actores racionales. Un politólogo del departamento dijo que lo que queríamos era que no hubiera dominación; las cosas ahora nos iban bastante bien, pero éramos vulnerables ante la arbitrariedad del poder. Esto cayó sorprendentemente bien entre los empiristas. ¡Por fin!, ¡la discusión académica que tanto había anhelado! En todo caso, sí que era cierto que lo que yo quería era que mi postura convenciera a la gente. Creía que el sindicato funcionaba bien y que era importante, quería que le dieran el visto bueno. Pero no quería solo sus votos, quería que quisieran el sindicato. Sin ellos, no habría sindicato.

    Me pasé el otoño haciendo campaña como si me fuera la vida en ello. Yo, que de toda la vida había sido un animal nocturno, empecé a madrugar para ir a reuniones por las mañanas. Me despertaba con una ristra de mensajes sobre los planes que teníamos ese día —en qué punto estaban las cosas con tal demanda, con quién tenía que hablar para que la firmase, con quién tenía que hablar para poder hablar con tal persona, para cuándo se esperaban noticias sobre lo que hubiese avanzado— e intentaba quitarme la ansiedad de encima mientras me duchaba. Por la mañana todo me daba pavor, pero, una vez salía de casa, por lo general me encantaba mi rutina. Era larga y agotadora. Resultaba sorprendente cuantísimo trabajo requería cada cosa, cuantas pequeñas crisis podían estallar a lo largo de un día, cuántos eventos que se venían planeando desde hacía tiempo se basaban en apaños de última hora. Me encontraba con gente a la que yo misma había organizado; me encontraba con quien había hecho que yo me organizarse; me encontraba con grupos de organizadores. En mi departamento, en el sindicato, por toda la ciudad. Estaba al teléfono constantemente. Engullía barritas de proteínas entre una reunión y otra y trozos grasientos de pizza del local que hacía las veces de punto de reunión oficioso del sindicato. Las últimas citas terminaban a eso de las ocho; luego iba al gimnasio y corría en la cinta mientras a la vez iba mandando mensajes sobre las últimas informaciones, cagándome en los debates presidenciales de la CNN y exasperándome si veía que alguien estaba despotricando sobre política en Facebook pero a mí no me respondía. Compartía piso con otros dos estudiantes de posgrado y un grupo de amigos que iba rotando, que se habían ido de New Haven hacía mucho pero que ahora habían vuelto para hacer campaña y que ahora se estaban quedando en nuestra casa durmiendo en un colchón inflable dentro de lo que, básicamente, era un armario grande. Cuando ya de noche volvía a casa me comía unos huevos en una tostada, la única comida que me dignaba a preparar, y me ponía a mandar emails, muchísimos emails.

    A veces estaba amargada: ¿cómo había dejado que a mi vida le pasara esto? Había empezado por preguntarle de tanto en cuanto a un par de personas que firmaran alguna petición y aquello había ido progresando gradualmente y empecé a presentarme donde se me requiriera y de algún modo había acabado de responsable de todo mi departamento. A veces me sentía atrapada: si lo dejo, cosa que muchas veces quería hacer, estaría dejando tirados a mis compañeros, a mi departamento, a todo el sindicato, a gente de otros sindicatos de Yale, a nuestros aliados en New Haven, a las limpiadoras de hotel de todo el país cuyas aportaciones estaban pagando nuestra campaña, a todos los estudiantes de posgrado que alguna vez hubiesen militado en el sindicato en los últimos treinta años. En los momentos de mayor enfado culpaba a la gente que me había hecho militar por primera vez. No me habían contado que esto iba a acabar así, que la militancia se iba a apoderar de mi vida entera. Entendía por qué la gente se mostraba reticente antes de empezar a hacer esto. Me daba cuenta perfectamente de cómo podía escalar la cosa. Pero muchas veces también me enfadaba con esa gente. ¿Cómo se creían que ocurrían las cosas? ¿Quién esperaban que hiciera todo el trabajo?

    No era justo. De hecho había muchas personas dispuestas a hacer un montón de cosas. Según se iban acercando las elecciones, nuestra gente fue de un mitin a otro, explicaban cada nueva modificación. Se quedaban a escuchar todas las sesiones de la Junta Nacional de Relaciones del Trabajo, en las que las que la facultad afirmaba que no aportábamos nada a la universidad, y quedaban para ir a los despachos de los administradores y entregar peticiones en las que decían que queríamos formar un sindicato. Se sacaban fotos en apoyo al sindicato, llevaban chapas del sindicato al asistir a clase y al dar clase, cumplimentaban quejas y escribían columnas sobre las cosas que querían que constasen en un contrato sindical. Eran gente honesta sobre los recelos que tenían, pero también sobre por qué tenían tantas ganas de ganar.

    La noche de las elecciones presidenciales de 2016 no me fui a la cama hasta tarde. Me desperté pocas horas después del discurso triunfal de Trump para ir a una reunión del sindicato, de resaca y agotada pero agradecida por tener algo que hacer. Por lo menos nuestras elecciones eran algo aún por llegar y yo estaba más decidida que nunca a ganarlas. Estuve yendo a reuniones todos los días durante los seis meses siguientes, por lo general a más de una, y me sentía agradecida por cada una de ellas. Mi familia y los amigos que vivían en otras partes mostraban desesperación, depresión, miedo. Pero yo no estaba haciendo ningún duelo, ¡yo estaba militando! Estaba en una nube de euforia justificada. Estaba segura de que, si todas las personas del país que pensaban como yo estuvieran haciendo lo mismo que yo, las cosas serían muy distintas. Demostraríamos que la izquierda podría ganar a pesar de Trump.

    Pero si la ola de la historia aún estaba subiendo, cada vez parecía más probable que nos fuese a aplastar y no que nos fuese a llevar a la victoria. Habíamos previsto votar a finales de 2016; también habíamos previsto que Clinton sería presidenta. Trump había sido considerado con los trabajadores, pero las organizaciones laborales aún lo tenían en su punto de mira. Al final nuestras elecciones se convocaron a finales de enero, pocos días después de la toma de posesión de Trump. Votamos pocas semanas después.

    En la víspera de las elecciones, me di cuenta de que nunca había deseado algo con tanta fuerza en mi vida y que nunca había querido algo sobre lo que a fin de cuentas tuviera tan poco control. Había hecho campaña todo lo que había podido, pero, en última instancia, la gente tomaría su propia decisión. Después de una vida en busca de logros personales, era una sensación extraña desear algo que solo podría obtener si otra gente también lo deseaba. Y si, por un lado, la organización política fue un ejercicio de aprendizaje de que se puede hacer mucho más de lo que piensas —que puedes hablar con la gente, descubrir que quieren las mismas cosas que tú y luchar juntos—, también fue una lección sobre sus límites. Es tan simple como que no puedes hacer que alguien haga lo que ha decidido no hacer.

    En mi departamento ganamos, y lo hicimos con el número de votos exactos que habíamos previsto. Y ganamos en todos los demás departamentos en los que nos habíamos presentado excepto en uno, en la mayoría por goleada. Aquella noche cantamos «Solidarity Forever» mientras nos abrazábamos en el edificio donde habían tenido lugar las elecciones y, más tarde, cuando cerró el bar e íbamos bajando por la calle que llevaba a mi casa, balbuceábamos las estrofas pero el estribillo lo cantábamos a pleno pulmón.

    * * *

    Aquello no fue el final. Necesitábamos un contrato, lo que significaba que teníamos que lograr que la universidad se sentara a negociar, algo que evidentemente no tenía intención de hacer. Nuestra mejor opción era lograr que la junta certificara el resultado electoral antes de que Trump nombrara a una mayoría republicana; llegados a ese punto, Yale ya no tendría más recursos legales y tendría que saltarse la ley para acabar con nuestro sindicato. Pero mientras, simplemente podían ir dejando que pasara el tiempo durante meses de apelaciones legales. (Por aquel entonces ya nos habíamos convertido en gente experta en las disfuncionalidades del derecho laboral a nivel federal). Teníamos que conseguir que la administración diera su brazo a torcer, pero solo quedaban una pocas semanas de semestre. Los cerca de treinta miembros del organismo ejecutivo interdepartamental del sindicato, elegidos nominalmente por los departamentos, pero que virtualmente ocupábamos el cargo en virtud de nuestra disposición a hacer una cantidad inhumana de trabajo orgánico, decidimos hacer lo que pudiéramos en el tiempo del que disponíamos: afrontaríamos un mes de acción intensiva para hacer que Yale se abochornara y se retractase. En el centro de la campaña se colocaría un grupo de miembros del sindicato que harían huelga de hambre de manera rotativa pero continuada. Esta huelga fue lo verdaderamente escabroso, algo sobre lo que estuvimos debatiendo durante dos días intensos de reuniones; era lo que parecía agudizar la tensión entre lo relativamente cómodo de nuestra posición y nuestro compromiso de plantear una batalla total con la administración. ¿Acaso no eran las huelgas de hambre la táctica que seguían los presos y otras personas que actuaban en posiciones de debilidad, sin posibilidad de utilizar nada más que su cuerpo? ¿No era esto ir demasiado lejos, incluso para nosotros? Al principio yo me había mostrado escéptica; una huelga no me parecía inapropiada sino vergonzosa, como algo que haría un grupo pequeño de universitarios excesivamente entusiastas. Esto era un sindicato bien organizado con cientos de miembros que acababa de conseguir una victoria electoral; estaba claro que podíamos hacerlo mejor. Pero no me imaginaba organizando una huelga en un mes. El sindicato UNITE HERE había utilizado en el pasado la táctica de las huelgas de hambre, siguiendo las huelgas de César Chávez para la Unión de Campesinos. Llegué a la conclusión de que esa iba a ser nuestra mejor opción y me puse a convencer de ello a otras personas.

    De la noche a la mañana el sindicato se convirtió en un grupo insurreccional que prácticamente acabó participando en una guerra de guerrillas. Durante un mes estuvimos todos los días haciendo todo lo posible por subvertir el día a día de la universidad y hacer que fuera imposible que Yale nos ignorase. Montamos conatos de acciones para distraer a los polis de Yale, levantamos una estructura inmensa delante del despacho del presidente en Beinecke Plaza e hicimos una acampada frente al reloj para defenderla, dispuestos a ser arrestados si la desmantelaban. La primera noche, decenas de personas —sindicalistas, empleados de la facultad, estudiantes, amigos, simpatizantes— permanecieron en la estructura hasta por la mañana, leyendo y hablando y corrigiendo exámenes y jugando a juegos, en lo que fue una especie de prefiguración de la utopía académica por cuya conservación yo sentí que hubiese hecho lo que fuera. Yale tomó la sabia decisión de dejarlo estar. Para señalar cómo Yale se cargaba el sindicato, descolgamos unas pancartas en la biblioteca de la facultad de economía en las que ponía trump university e hicimos que un miembro de la facultad escribiese en The New York Times sobre nuestra huelga de hambre. Estuvimos con cánticos frente a la casa del presidente, a la que le acababan de hacer una renovación de diecisiete millones de dólares, y los domingos por la mañana frente a las mansiones que tenían en Greenwich los miembros de la junta, mientras sus vecinos iban dando vueltas montando a caballo, literalmente. Creía que íbamos a ganar: mi inteligencia y mi voluntad estaban perfectamente alineadas. Ni me lo pensé dos veces antes de hacer huelga de hambre durante nueve días. En buena medida era más fácil que hacer de organizadora: todo lo que tenía que hacer era no comer. En un email frenético que le envíe a una amiga cuando llevaba seis días, dije que era algo «extrañamente calmado». Mi madre se preocupó, pero también se sumó: se enfrentó públicamente a Gina Raimondo, una de las consejeras de la Yale Corporation —y que hasta entonces a mi madre le había caído muy bien por ser la primera mujer gobernadora de Rhode Island— por no apoyar al sindicato mientras su hija se estaba quedando esmirriada.

    La universidad fue dejando que amainase el aluvión de prensa negativa y desmontó la estructura después que hubiese acabado el semestre, cuando el campus se encontraba en calma a las tantas de la madrugada y antes del fin de semana dedicado a los exalumnos. Más adelante, ese mismo verano, mis organizadores me pidieron que me tomara una excedencia de la escuela de posgrado y que me dedicara a tiempo completo a organizar los siguientes pasos de la campaña por el contrato sindical en otoño. En cualquier momento —¡en cualquier momento!— la junta nos iba a dar los últimos certificados. Estaríamos en una posición fuerte para elevar el conflicto de nuevo cuando en otoño la escuela volviese a abrir.

    Me daba cuenta de que teníamos que elevar el conflicto; era consciente de que podía ser de ayuda. Lo que pasa es que no quería. En cuanto la euforia del mes de acción había remitido, yo me hundí. Estaba agotada. Mi fuerza de voluntad flaqueaba. No quería estar llamando un día tras otro a gente que estaba cabreada por todo el drama de la huelga para pedirles que charlásemos sobre ello, para hablar de que, aunque todavía no lo habíamos hecho, aún podíamos ganar, pero solo si hacían un par de cosas más. No quería pasarme el día en peleas menores, recibiendo yo la energía negativa de la gente e intentando generar la que hacía falta para luchar aún un poco más. Siempre había un siguiente paso; estaba empezando a darme cuenta de siempre lo iba a haber. Quería mudarme a Nueva York y acabar la disertación y tomarme los fines de semana libres, al menos pasármelos trabajando en mis propios proyectos, como todo el mundo. Dejé el apartamento de New Haven y empecé a planificar la mudanza.

    * * *

    Pero no me fui. A alguna gente le pareció que me habían lavado el cerebro: había dicho una y otra vez que de ningún modo iba a volver, y ahí estaba. ¿En qué me había convertido el sindicato?

    Nadie me estaba obligando a quedarme; nadie podría haberlo hecho. Otros organizadores podían decirme por qué pensaban que debía quedarme, pero si realmente hubiese tomado la resolución de irme, podría haber vivido con ello. Ya una vez había decidido no pedir una excedencia para irme a ejercer de organizadora, pero esta vez la decisión me había corroído por dentro. La euforia de primavera se había ido escorando hacia el otro extremo. Todo lo que veía era miedo y culpa por todas partes. Tenía claro que me iba a arrepentir de cualquiera de las dos decisiones.

    ¿Por qué me quedé? En resumen, por la misma razón por la que había hecho todo lo demás. Me gustaba quién era yo cuando daba la cara con otra gente, una y otra vez. Era más valiente y amable, más generosa y más segura. Quería vivir en un mundo en el que mi voz se tuviese en cuenta, donde pudiera ver a la gente a mi alrededor como camaradas en lugar de como competidores. El sindicato era algo imperfecto por cosas que yo conocía tan bien como cualquiera, pero era lo más cerca que había estado de un mundo así, y, sencillamente, no podía convencerme a mí misma de que en ese momento, en esos pocos meses, hubiera algo que importase más que intentar que se hiciera realidad.

    No ganamos. La junta guardó silencio durante todo el verano. En otoño fueron confirmados aquellos a quienes había nombrado Trump. En el sindicato todo se vino abajo. Habíamos estado durante meses en lo que se suponía que era la recta final. Le habíamos estado pidiendo mucho a la gente durante mucho tiempo, nos habíamos exigido mucho los unos a los otros para cumplir los objetivos de público en los mítines y los objetivos de firmas en las peticiones. En el impulso por hacer que Yale se sentara a negociar, este grupo de organizadores ultracomprometidos había sobresalido por encima del resto y seguía en marcha; la mayoría habíamos prolongado nuestra vinculación con el departamento todo lo posible, con la expectativa de que, una vez hubiésemos ganado, todo el mundo se fuese a sumar. Habíamos aceptado estas dificultades como precio por lograr la victoria. Pero la victoria siempre parecía estar a la vuelta de la esquina siguiente. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez? Según se iban desvaneciendo nuestras promesas, lo mismo fue ocurriendo con la confianza depositada en los líderes del sindicato, que se basaba al menos parcialmente en la idea de que sabíamos lo que estábamos haciendo. Todas las frustraciones, las críticas y los resentimientos reprimidos en nombre de la victoria salieron a la superficie: el sindicato no era democrático, deliraba, instrumentalizaba y manipulaba. Me las deseé para que se mantuviera unido en lo que fueron los peores meses de mi vida y en invierno me mudé a Nueva York, solo un poco más tarde de lo previsto.

    * * *

    Cuando dejé la militancia organizativa, mi vida volvió a ser normal; al menos, todo lo normal que había sido antes de la escuela de posgrado, cuando leía sobre política y pensaba en política y hablaba sobre política y escribía sobre política pero apenas hacía nada de política. Leí más, dormí más, comí mejor. Veía más la tele. En muchos sentidos mi vida era más agradable. Como a Brecht, a mí me gustaría ser sabia también. Pero no está en tu mano escoger los tiempos en los que vives. Y, en unos sombríos, yo sabía que no estaba haciendo nada de valor.

    Estuve esperando a que alguien me invitase a alguna reunión. No lo hizo nadie. Hubo muchos días en que no hablaba con ninguna persona: es sorprendente la cantidad de tiempo que una puede pasar sola. Lloraba menos; me reía menos. Me preocupaba el mercado de trabajo y lo que pensaría de mí gente a la que no conocía. ¿De verdad que este ser ansioso y egocéntrico era alguien más auténtico que la personalidad que yo misma me había intentado labrar? Ojalá no lo fuera.

    Seguía pensando todo el tiempo en la militancia. Leía y leía, intentando comprender qué había ocurrido, qué es lo que no había funcionado. Pude ver situaciones distintas, distintos estilos de organización, intereses distintos, pero los mismos conflictos, las mismas tensiones, los mismos derrumbes. The Romance of American Communism acaba con una nota trágica: al final Gornick comprende el desconsuelo de las personas comunistas entre las que ella había crecido cuando observa cómo el movimiento feminista al que ella pertenecía se disuelve en medio de las hostilidades. Llega a pensar que lo que revelaba este destino era el «sufrimiento que se halla en el corazón de la radicalidad», la «magnífica amargura» de la autocreación. Pero esta no es la parte de este ensayo en la que llego a la conclusión de que la vida política es algo trágicamente imposible. Es la parte en la que intento descubrir cómo volver a ella.

    El manual que publicó el grupo Labor Notes bajo el título Secretos del éxito de un organizador termina con un secreto para el organizador que no conoce ese éxito: «Una verdad incómoda sobre la militancia organizativa: vas a fracasar muchísimo. Vas a perder más veces de las que vas a ganar». Si el secreto para ganar no es tan secreto —tienes que militar y militar y militar de manera que junto a todas las victorias y retrocesos empiecen a acumularse algunas victorias—, entonces quizá la cuestión de cómo ganar sea simplemente una cuestión de cómo seguir haciéndolo, después de ganar y después de perder.

    El sindicato siguió adelante. Me da miedo no volver a hacer nada como aquello y también me da miedo volver a hacerlo.

    La ilustración de cabecera es «Les trois personnages», de Aurélie Nemours (1910-2005). El texto ha sido traducido del inglés por el colectivo Espectre Verd.

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  • El descenso energético (y la necesidad de decrecimiento): implicaciones para las transiciones ecosociales. Continuación del debate con Emilio Santiago Muíño

    El descenso energético (y la necesidad de decrecimiento): implicaciones para las transiciones ecosociales. Continuación del debate con Emilio Santiago Muíño

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    Por Jorge Riechmann.

    Este artículo es una réplica a los artículos publicados aquí y aquí por Emilio Santiago Muíño.

    “No es el flujo finito de energía solar lo que pone un límite al tiempo

    durante el cual puede sobrevivir la especie humana.

    Por el contrario, es el exiguo stock de los recursos terrestres

    lo que constituye la escasez crucial”.[2]

    Nicholas Georgescu-Roegen

    “La economía trata del trabajo, y un barril de petróleo hace el trabajo

    que un ser humano vigoroso puede realizar en cuatro años y medio.”[3]

    Alice J. Friedemann

    El “colapsismo”, afirma mi amigo Emilio Santiago Muíño, “se basa en un diagnóstico distorsionado” sobre todo en lo que a crisis energética se refiere. Escribe, en efecto, que “el colapsismo, tanto en España como a nivel global, tiene inclinación a los análisis en clave de crisis energética. Si hay un asunto candidato a talón de Aquiles de la sociedad industrial por el que se puede imaginar un quiebre sistémico relativamente rápido e irreversible es una súbita disfunción energética”. Vale la pena, entonces, dedicar una mínima reflexión a nuestra situación energética y las perspectivas sobre lo que viene. Entiéndase el texto que sigue como una respuesta a su artículo “No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (II)”, publicado en Contra el Diluvio el 3 de noviembre de 2022.[4]

    ¿Qué está pasando y con qué perspectivas cabe contar?

    Para hacer frente a la crisis económica agravada por la pandemia de covid-19, y a medida que va enconándose la doble crisis climática y energética, las elites euro-norteamericanas han puesto en marcha algo que tiene algunos elementos de cambio estructural:[5] se nos dice que vamos hacia una transición “verde y digital”. Escuchamos cómo se repite machaconamente este sintagma. Como se vuelve cada vez más difícil seguir defendiendo el capitalismo sin más, parecen abrirse horizontes de “capitalismo verde”, y se invoca un cambio de modelo en el Pacto Verde Europeo y el Plan de Recuperación.[6]

    Para la Unión Europea, la invasión de Ucrania por Rusia en febrero de 2022 complica aún más las cosas. Por una parte, la necesidad de disminuir la dependencia energética de Rusia (carbón, petróleo y sobre todo gas) se supone que debería estimular la transición energética hacia las fuentes renovables, desactivando cualquier oposición social a macroproyectos de eólica y fotovoltaica.[7] Y desde el centro del sistema se deplora que la guerra “está empobreciendo a los hogares por el encarecimiento de la energía y los alimentos”:[8] en 2022, la renta disponible para los hogares españoles cayó más de un 6% (comparando el primer semestre de este año con el primer semestre de 2019, año pre-pandemia de covid-19).

    Por otra parte, el “regreso de la geopolítica” militarista (que en realidad nunca se había ido) implica que los combustibles fósiles se seguirán empleando hasta su completo agotamiento económico (pues nada puede sustituirlos para mover la maquinaria pesada de los ejércitos y de las sociedades que quieren ser superpotencias); y que la energía nuclear continuará su camino, pero no porque resulte ventajosa para producir electricidad (es ruinosa en ese sentido), sino por su íntima asociación con la fabricación de bombas atómicas.[9] Finalmente, hay que recordar que el retorno del muy contaminante carbón a lo largo de 2021 (motivado en Europa por los altos precios del gas natural) es anterior a la guerra en Ucrania;[10] y que la crisis del gasóleo evidenciada en 2022 también lleva unos años gestándose.[11]

    De manera un tanto enternecedora (si no fuese trágica), los portavoces del Gran Poder advierten que “las medidas anunciadas para reducir la dependencia rusa no aceleran la transición energética necesaria [hacia las fuentes renovables], sino que, al contrario, nos alejan de ella. (…) Urge diferenciar el corto plazo, dominado por la necesidad de dar respuestas inmediatas [quemando más carbón], del medio y largo”.[12] Pero señores míos ¿cuándo se hizo otra cosa? Esto es ¿cuándo se permitió que las necesidades del medio y el largo plazo prevalecieran sobre las respuestas inmediatas dictadas por el orden socioeconómico vigente?[13]

    ¿Qué está pasando y con qué perspectivas cabe contar? Me voy a centrar en estas páginas en la cuestión energética –por su importancia en sí misma y porque la ceguera energética que padecen nuestras sociedades (ceguera termodinámica, en sentido más amplio)[14] nos impide comprender lo que está sucediendo y actuar para evitar los escenarios peores. La verdad más incómoda no es la del calentamiento global (An Inconvenient Truth, nos explicaba Al Gore), por dura que sea ésta, sino las verdades que tienen que ver con el abastecimiento de energía.

    La situación, en el tercer decenio del tercer milenio, es así de trágica: no podemos evitar un clima infernal sin una contracción económica de emergencia, saliendo rápidamente de relaciones de producción capitalistas.[15] Y cabe dudar, claro, de que semejante transformación esté en nuestro horizonte… Pero vayamos por partes.

    Nature editorializa

    Un notable editorial de Nature, en marzo de 2022, reivindica el estudio de 1972 The Limits to Growth (el primero de los informes al Club de Roma) y señala que “aunque ahora existe un consenso sobre los efectos irreversibles de las actividades humanas sobre el medio ambiente, los investigadores no se ponen de acuerdo sobre las soluciones, especialmente si éstas implican frenar el crecimiento económico. Este desacuerdo impide actuar. Es hora de que los investigadores pongan fin a su debate. El mundo necesita que se centren en los grandes objetivos de detener la destrucción catastrófica del medio ambiente y mejorar el bienestar”.[16] El editorial de Nature continúa arguyendo que el debate hoy, una vez aceptada la existencia de límites biofísicos al crecimiento, se centra en dos posiciones principales, crecimiento verde versus decrecimiento, y que éstas deberían hacer un esfuerzo por dialogar entre ellas.[17]

    Un debate central, sin duda, que se modula y reitera a diferentes niveles. Por ir a lo cercano: un amigo (y compañero de militancia en Ecologistas en Acción) me decía en junio de 2022 que el debate sobre la transición ecológica (y la transición energética en particular) es extraordinariamente complicado. Nos divide también dentro de los mismos movimientos ecologistas. “La cuestión es si a donde queremos llegar (una sociedad que respete los límites biofísicos) se puede llegar a partir de un sistema industrializado, modificándolo y reduciéndolo, o se puede hacer directamente. Y no parece que tengamos mucho tiempo para ninguna de las dos opciones”.[18] El planteamiento es el mismo que en el editorial de Nature.

    La transición “verde y digital” de la UE

    El 14 de julio de 2021 la Comisión Europea aprobó una serie de medidas encaminadas a reducir las emisiones de GEI (Gases de Efecto Invernadero), que previsiblemente encarecerán el suministro energético y todo lo que depende de él (incluyendo el transporte y bienes tan fetichizados por las sociedades industriales como el automóvil). Según comenta la prensa, “las instituciones comunitarias temen que el castigo fiscal a suministros y servicios indispensables acabe provocando una revuelta similar a la de los chalecos amarillos en Francia, pero a la escala de todo el continente. “Es realmente fácil hacer propaganda negativa a partir de las propuestas que hemos adoptado”, reconocía el comisario europeo de Economía (…). La propuesta de incorporar los edificios y el transporte a un mercado de emisiones aumentaría ligeramente la factura de conductores y hogares si el precio por tonelada de CO2 se sitúa en 30 euros. Pero la subida sería drástica si el derecho de emisión se eleva a 70 euros (…). Las recientes polémicas en España por el incremento en la factura de la luz muestran que cualquier de las propuestas de la Comisión puede ser la chispa de un incendio difícil de controlar.”[19]

    “Cómo desactivar la desigualdad en la transición verde”, se preguntan en las alturas.[20] La respuesta breve sería: dejen de tomarnos el pelo, no han querido desactivar la desigualdad a lo largo de cuatro decenios de capitalismo neoliberal y ahora las cosas se ponen más duras. Se quiere impulsar la transición “verde y digital” con los llamados fondos de recuperación y resiliencia (el programa Next Generation de la UE, que aquí se concreta en el “España Puede” del Gobierno de Pedro Sánchez):[21] se trata, como se ha señalado, de un eufemismo para intentar rescatar a inversores y sufragar el cambio de modelo de negocio de las grandes empresas de los sectores más afectados (automóvil, electricidad).[22] Pero no es esa arista de la problemática ecosocial actual lo que nos interesará aquí.

    Es obvio que el Plan A, seguir como hasta ahora (BAU son las siglas de Business As Usual) en el uso de la energía y todo lo que éste lleva consigo, ya no funciona –aunque la mayoría de nuestras sociedades siga sin asumirlo. Sólo razonar con un poco de realismo sobre el binomio energía-clima nos lleva rápidamente a esa conclusión.[23]

    Ni el plan A ni el plan B nos sirven[24]

    El problema es que el Plan B que despliegan iniciativas de la Comisión Europea como las ahora reseñadas, o las análogas del Ministerio de Transición Ecológica en España, o las de IRENA (Agencia Internacional de Energías Renovables) (o las del Gobierno chino con su proyecto de “civilización ecológica”, quizá más serio que los nuestros europeos),[25] tampoco sirve. ¿Despliegue rápido y masivo de captadores de alta tecnología de energías renovables, junto con “hidrógeno verde” para lo que no pueda electrificarse –transporte por carretera, buques de carga, industria pesada? Como señala Richard Heinberg (en una interesante conversación con Dennis Meadows), el supuesto de fondo es que, si reducimos las emisiones al cero neto, podremos continuar viviendo básicamente como hacemos ahora, es decir, en una cultura de consumo, con ocho mil millones de personas y enormes cruceros de lujo (por supuesto, movidos con hidrógeno). Apenas hay discusión en el mainstream —incluso entre la mayoría de científicos— acerca del hecho de que una población y un consumo crecientes nos van a acabar conduciendo a una serie de crisis de agotamiento incluso si, de algún modo, pudiésemos evitar los peores impactos climáticos.[26]

    Estas estrategias de “capitalismo verde” se basan en premisas falsas (al menos según se están transmitiendo estas medidas a la sociedad): que es posible una transición energética al “100% renovable” sin merma del crecimiento económico, la prosperidad capitalista ni el bienestar ciudadano en una bien ordenada e inclusiva Sociedad de la Mercancía.[27] Una parte de los movimientos ecologistas confía en este plan B.[28]

    Pero esa confianza no está justificada. Consideremos con algún rigor las opciones energéticas a nuestro alcance, y se verá que ni la fuerza del viento, ni la del sol, ni la geotermia (ni por descontado los agrocombustibles, ni nada de lo que técnicamente está a nuestro alcance), pueden sustituir a la energía superconcentrada de los combustibles fósiles, acumulada en el seno de la Tierra a lo largo de cientos de millones de años.[29] Se trata de un regalo geológico insustituible, y al mismo tiempo un regalo envenenado (tragedia climática): luego volveré a ello. “Hacer funcionar todo lo que ahora tenemos pero con la infraestructura de energía verde”[30] no es posible. Pero en el esfuerzo por acercarse a ese imposible se produce una nueva oleada de extractivismo que multiplica el daño a los pueblos del Sur global, los ecosistemas y los seres vivos con quienes compartimos la biosfera.[31]

    El coche eléctrico constituye un ejemplar nudo de contradicciones que permite visibilizar la crudeza de nuestra situación:[32] son, y serán, artefactos más caros y con peores prestaciones que los viejos autos movidos con gasolina o diésel. Y sus impactos ecológicos resultan probablemente mayores –si consideramos no sólo las emisiones de GEI, sino todo el ciclo de vida del vehículo, incluyendo sus elevadísimos requerimientos de materiales.[33]

    Volar es esencialmente incompatible con la preservación de una Tierra habitable.[34] Pero nos sigue pareciendo una suerte de intocable derecho humano… Sin poner en entredicho la movilidad motorizada individual (sea cual sea el motor que propulse al vehículo) o los viajes en avión (por no hablar de los tanques y los vehículos militares para transporte de tropas), no hay forma de situarnos en horizontes de un planeta Tierra habitable.

    La larga fase de descenso energético en cuyos prolegómenos ya nos encontramos nos llevará, o por las buenas o por las malas, a sociedades energética y materialmente más austeras.[35]

    Necesidad de un plan C

    En uno de sus textos recuerda Emilio Santiago Muíño que hasta 1962, la fecha aproximada en la que el petróleo tomó el relevo del carbón como primera fuente de energía de nuestro metabolismo social (y también el año de mi nacimiento), éste apenas triplicaba al de la era preindustrial. El mundo de Elvis, la Revolución Cubana, la Internacional Situacionista o los primeros viajes espaciales sólo era, en términos energéticos, tres veces más grande que el de Kant. Hoy nuestro mundo es 14 veces más grande que el de Kant. Este salto exponencial de nuestra huella energética en apenas dos generaciones ilustra el proceso que el ecólogo Steffen ha bautizado como Gran Aceleración: la más rápida transformación de la relación humana con el mundo natural de toda la historia de la especie.[36]

    Antonio Turiel, un experto confiable para estos asuntos, establece algunas fechas. Cénit del petróleo crudo: 2005. Cénit de todos los “petróleos”: 2018. Cénit del carbón: 2014. Cénit del gas: 2020-25. Cénit del uranio: 2016. Cénit conjunto de todas las formas de energía no renovable: 2018-2020. Porcentaje de nuestro uso de energía hoy que podrían proporcionar las fuentes renovables: 30-40%.[37] Y no se puede querer todo a la vez: “no se puede luchar contra el colapso ni contra el cambio climático y al mismo tiempo “querer limpiarse el culo con toallitas húmedas”. La economía decrece con la menor disponibilidad de energía, es lo que nos enseña la historia y es también su última lección. El desacoplamiento del crecimiento de PIB de la quema de combustibles fósiles –afortunada o desafortunadamente– es pura fantasía”.[38]

    ¿No hay salida? Sí, sería menester un decrecimiento rápido con niveles inéditos de igualación social[39] (es decir, una rápida transición a una sociedad poscapitalista energética y materialmente austera: yo lo llamo ecosocialismo descalzo).[40] Ser capaces de asumir, por ejemplo, que el automóvil privado fue un lujo pasajero (para apenas una parte privilegiada de la humanidad) que las sociedades sustentables sencillamente no pueden permitirse. Por ahí iría el Plan C que hoy parece del todo inabordable.[41]

    Pues ¿quién está hoy proponiendo una perspectiva semejante –vale decir, quién está haciéndose cargo de la realidad? ¿Quién dice la verdad a sociedades que padecen una intensa ceguera energética? ¿Dónde hallamos un poco de realismo termodinámico y biofísico? No en las elites capitalistas (al menos no en sus manifestaciones públicas), pero tampoco en las confundidas (y minuciosamente des-educadas durante decenios) mayorías sociales. Ni en los países del Norte ni tampoco en los del Sur global.

    El dilema para los movimientos ecologistas

    Los elementos de transición energética ahora puestos en marcha atrapan a los movimientos ecologistas en un dilema sin solución posible a corto plazo. Si dicen la verdad (“nos empobreceremos sí o sí, porque habremos de vivir con mucha menos energía; se trataría de gestionar ese empobrecimiento de forma igualitaria”) se ven reducidos a una posición de extrema marginalidad. No sólo porque chocan contra las expectativas de vivir mejor materialmente (o al menos no hacerlo peor) que sigue alentando a la inmensa mayoría de la sociedad, sino también porque no se da, ni de lejos, una relación de fuerzas que permita rápidos avances en igualdad social. Todo lo contrario: la debilidad de la izquierda en sentido amplio (el “partido de la igualdad”) sigue siendo extrema en toda Europa, y no se atisban a corto plazo condiciones para una reconstrucción.[42]

    Pero –el otro cuerno del dilema– si los movimientos ecologistas (o los movimientos sociales críticos, más en general) se dejan llevar por la ola de las promesas (engañosas) de un “capitalismo verde” y próspero, “100% renovable”,[43] han de contar con que esta ola se volverá contra quienes la han promovido en plazos relativamente breves. Pues los sectores populares europeos dirán algo así: “nos asegurasteis bienestar y prosperidad 100% renovable, pero nos estamos empobreciendo mientras que los ricos, ellos sí, se aprovechan de la situación”. Lo “verde” se verá desacreditado, y también pagarán justos por pecadores: la alianza de una parte de los movimientos ecologistas con el capitalismo verde pasará una gravosa factura.

    Por otra parte, las ilusiones sobre el “100% renovable” fracturan necesariamente a los movimientos ecologistas entre quienes priorizan el rápido despliegue de infraestructura renovable (compartiendo, al menos parcialmente, aquellas “ilusiones renovables”) y quienes priorizan la defensa del territorio (a veces sin suficiente perspectiva general y apoyándose de entrada en sentimientos NIMBY, Not In My Backyard: “que no me pongan el megaparque eólico y la nueva línea de alta tensión al lado de mi casa”).

    El modelo de macroinstalación renovable para la producción de electricidad nace muerto, como ha señalado Antonio Turiel en diversos lugares.[44] La transición energética, al modo que se está haciendo o acelerada, es imposible, muestra Carlos de Castro en una síntesis de resultados “pesimistas” que corta el aliento.[45]

    “Renovables sí, pero no así”

    “Tren sí, pero no así”. “Energía eólica sí, pero no así”. “Fotovoltaica sí, pero no así”. La tarea del ecologismo ha sido una misión imposible, porque requería de la sociedad aceptar cierto empobrecimiento voluntario con respecto al mundo de los combustibles fósiles, en un mundo que sigue entendiendo “progreso” y vida buena como incremento del consumo de mercancías.

    “Renovables sí, pero no así”. ¿Entonces cómo? Lo que los movimientos ecologistas apenas se atreven a musitar es: renovables sí pero empobreciéndonos materialmente (porque usaríamos mucha menos energía, aunque ello no implica que no podamos organizar una vida buena dentro de los límites del planeta Tierra).[46] Alicia Valero y Antonio Valero suelen insistir sobre lo siguiente: por unidad de electricidad generada, la eólica necesita 25 veces más materiales que las centrales térmicas convencionales (de gas o carbón).[47] Y ¡la cantidad ni siquiera es lo más importante en estos dispositivos de alta tecnología para captar energía renovable, o usarla en dispositivos como los coches eléctricos! Se usa neodimio, disprosio, cobalto, níquel, manganeso, junto con grandes cantidades de cobre, zinc o litio… casi toda la tabla periódica de los elementos, entre ellos muchos metales escasos y “tierras raras” –con los enormes impactos asociados a su extracción.[48]

    Un estudio sobre electromovilidad basado en el modelo de dinámica de sistemas MEDEAS llega a las conclusiones siguientes: tras realizar las simulaciones en diferentes escenarios, se observa que el aluminio, el cobre, el cobalto, el litio, el manganeso y el níquel tienen demandas tan altas que prácticamente provocaría el agotamiento de las reservas mundiales en varios escenarios.[49]

    Fuente: Alicia Valero, en VV. AA., “Material bottlenecks in the future development of green technologies”. Renewable and Sustainable Energy Reviews 93, 2018

    En el decenio 2010-2020, según datos de la AIE (informe The Role of Critical Minerals in Clean Energy Transitions), la cantidad promedio de minerales necesarios para una nueva unidad de capacidad de generación de energía ha aumentado en un 50%, al haberse incrementado la inversión en energías renovables –y a pesar de que éstas sólo aportan aún hoy una porción mínima del total de energía primaria que está empleando el mundo.[50]

    Luis González Reyes resume un extensísimo estudio finlandés reciente de esta forma lapidaria: “Harían falta 221.594 nuevas plantas eléctricas para un mundo como el actual 100% sin combustibles fósiles. En 2018 había 46.423 plantas. Reemplazar a los combustibles fósiles por renovables sin decrecer (mucho) es imposible”.[51]

    Según estudios que está realizando el grupo de investigación GEEDS (radicado en la Universidad de Valladolid), basados en modelos de dinámica de sistemas, el potencial renovable en España (incluyendo biomasa) sería de 840-1040 PJ/ año con un mix energético mayoritariamente eléctrico (pasando a un 60% frente al 23,5% actual).[52] Ahora bien, el consumo en 2019 fue de 3580 PJ en nuestro país. Es decir, tendríamos un recorte del 71-77%. Repitámoslo: reemplazar a los combustibles fósiles por renovables sin decrecer (mucho) es imposible.

    Como bien señala Emilio Santiago Muíño, “la escasez de minerales (para energías renovables, infraestructura robótica y el internet de las cosas) es un cuello de botella insuperable para que la IV Revolución Industrial pueda universalizarse. Sus avances serán parciales, y directamente proporcionales al privilegio geopolítico que actores imperiales del sistema-mundo pueda imponer a costa del resto”.[53] Ni con cuatro planetas Tierra tendríamos bastante para hacer la transición energética entendida al modo convencional (lo que llamé antes plan B), señala Alicia Valero en una entrevista.[54]

    Sería menester añadir que a los problemas de escasez de recursos minerales han de añadirse los de inestabilidad de las redes eléctricas integradas de corriente alterna, que en 2021 se han hecho más tangibles (y en Centroeuropa han dado lugar a cierto temor social al “Gran Apagón”).[55]

    Sin autocontención y frugalidad, el abismo

    Sin autocontención y frugalidad, el abismo. Menos del 5% de los europeos (aquellos con menor poder adquisitivo) consume en niveles compatibles (quizá, siendo optimistas) con el acuerdo de París sobre calentamiento global.[56] El extractivismo se basa en relaciones neocoloniales: en la Unión Europea vivimos apenas el 6% de la población mundial, pero absorbemos entre el 25 y el 30% de los metales de todo el planeta, tendencia que todavía crecerá a través de desarrollo de las tecnologías “verdes y digitales”, según constata un estudio de Amigos de la Tierra y la Oficina Europea del Medio Ambiente.[57] En algunas dimensiones esa exigua población ya ocupa (ocupamos) probablemente todo el espacio ecológico disponible en la Tierra.[58]

    Y atención, no es sólo un asunto del 1% frente al 99%, si hablamos de los países centrales del sistema. Nuestro mundo está fracturado por múltiples desigualdades. Así, en términos de energía y materiales, los consumos per cápita (a la baja) de los países de la OCDE multiplican los del resto del mundo por los siguientes factores: biomasa 13, combustibles fósiles 7,4, metales 7, minerales 6,4.[59] ¿Cómo se traducen las desigualdades en responsabilidades? Un activista ecosocial como Gustavo Duch tuiteaba el 20 de diciembre de 2021: “Menos luchar contra la pobreza y más luchar contra la riqueza”.[60] Y aporta el siguiente cuadro:

    Muy significativo… si no olvidamos que el volumen de emisiones individual medio compatible globalmente con el objetivo de 1,5°C como máximo está en 1,1 toneladas de equivalente de CO2/ persona/ año hasta 2050.[61] Esto es: también esa mitad de nuestra población con menos ingresos cuadruplica el objetivo en emisiones (y el promedio general lo septuplica). Así que “luchar contra la riqueza” incluiría a toda la población pobre, en países sobredesarrollados como el nuestro…[62]

    Una investigación en Finlandia estimó la huella material de 18 finlandeses beneficiarios de las prestaciones de renta mínima (esto es, personas pobres): entre 7,4 y 35,4 toneladas. Pero lo ecológicamente sostenible se movería entre 6 y 8 toneladas.[63] Como señala Martín Lallana, “es algo que no podemos perder de vista. Porque, obviamente a tope con reventar los superyates, los SUV y las piscinas climatizadas de los ricos, pero eso no lo resuelve todo. No mientras nuestras sociedades hagan que la subsistencia exceda la biocapacidad del planeta…”[64]

    Señala Daniel Innerarity que “las grandes transformaciones demandan sacrificios, pero la sociedad no los hará si no confía en que habrá una ganancia, personal y colectiva, y que los costes se repartirán equitativamente”.[65] Ninguna de las dos condiciones está dada: ni la igualdad social necesaria para que los costes se repartan con justicia, ni la expectativa de ganancias, con respecto a los valores que hoy prevalecen (para poder valorar como buena la vida que surgiría de una transición ecosocial decrecentista, necesitaríamos hoy los valores que sólo se generalizarían mañana, a medida que se experimentasen los beneficios de una vida más lenta, un entorno más saludable, una socialidad más rica, una educación menos alienada, etc.).

    Nuestra ceguera energética

    Junto a aquellos preocupantes datos sobre materiales, el otro fenómeno que nos cuesta concebir es la increíble densidad energética (y versatilidad) de los combustibles fósiles. Por eso, desde la izquierda con cierta conciencia ecológica se suele argumentar así: “Estamos retrasando el fin de la era de los combustibles fósiles porque nos hemos acostumbrado a hacer las cosas de una determinada manera. La economía, la política y la psicología se hallan detrás de la aparente incapacidad o falta de voluntad de la humanidad para alterar el rumbo con respecto a la producción y el consumo de energía, aunque sabemos que los combustibles fósiles están destruyendo el medio ambiente al producir grandes cantidades de gases de efecto invernadero que retienen el calor de la tierra y elevan la temperatura del globo”.[66]

    Pero, por desgracia, no se trata sólo de la inercia, de que estemos acostumbrados “a hacer las cosas de una determinada manera”. No se trata (sólo) de que el 1% en lo alto de la pirámide esté compuesto por sociópatas avariciosos.[67] Nos enfrentamos a una dificultad material enorme, una verdadera trampa civilizatoria, y frente a ella estamos ciegos. Se trata de nuestra ceguera mayor, anclada en nuestra ignorancia termodinámica: no captamos lo que significa esa increíble densidad energética y versatilidad de los combustibles fósiles que antes mencioné.

    El historiador israelí Yuval Noah Harari cree que basta “invertir el 2% del PIB anual mundial en desarrollar tecnologías e infraestructuras sostenibles” para evitar una catástrofe climática, lo cual le tranquiliza mucho: “Reasignar el 2% del presupuesto de una partida a otra es el trabajo de cualquier político: sabemos hacerlo”.[68] Andreas Malm cree que sustituir los combustibles fósiles por energías renovables es factible y que “sólo unos pocos sectores se resentirían”,[69] la aviación por ejemplo: uno se pregunta cómo un investigador de su talla puede incurrir en semejante error de apreciación con respecto a lo que significa una transición energética. Ecosocialistas estadounidenses como Max Ajl creen que “los países podrían desarrollar suficiente energía renovable y capacidad de almacenamiento para producir [sic] la misma cantidad de energía que en la actualidad, o incluso más”, y sólo ven un problema con el ritmo de tal sustitución:[70] ¡bendita ilusión!

    El problema no son –sólo– los “industriales diabólicos” del sector de los combustibles fósiles que quieren “sus ganancias a corto plazo a costa de todo, absolutamente todo lo demás”. El problema no es sólo que se haya desarrollado “un equilibrio de corrupción” entre empresas de combustibles fósiles, líderes políticos y mass-media, como sugiere Peter Kalmus, científico climático de la NASA y destacado activista de Scientist Rebellion.[71]

    Otro ejemplo de estas infraestimaciones: comentando el fin oficial de la gasolina con plomo en el mundo (acaecido en julio de 2021: se supone que esto evitará más de 1,2 millones de muertes prematuras al año), Thandile Chinyavanhu, activista de Greenpeace para Clima y Energía en Sudáfrica, proclamó: “Si podemos eliminar uno de los combustibles contaminantes más peligrosos del siglo XX, podemos eliminar por completo todos los combustibles fósiles”.[72] Pero esto es como razonar de la siguiente forma: si puedo subir los tres pisos de mi casa sin ascensor hasta llegar a mi vivienda, igualmente puedo escalar el Mont Blanc…

    Un último ejemplo. Según una nota de prensa de la OMM (Organización Meteorológica Mundial), el Secretario General de NN.UU., Antonio Guterres, censuró el 18 de mayo de 2022 “la sombría confirmación del fracaso de la humanidad para afrontar los trastornos climáticos” y se sirvió de la publicación del informe The State of the Global Climate 2021[73] para reclamar la adopción de medidas urgentes encaminadas a encarar una transformación de los sistemas energéticos que es “fácil de lograr” y alejarnos así del “callejón sin salida” que representan los combustibles fósiles.[74] Hay que convenir con Guterres en que los combustibles fósiles son un callejón sin salida, o quizá mejor una trampa que evidencia un enorme fracaso civilizatorio. Pero que las transiciones energéticas hacia sociedades posfosilistas sean “fáciles de lograr” es harina de otro costal…

    Se nos escapa la excepcionalidad histórica de los combustibles fósiles

    Se nos escapa la excepcionalidad histórica del petróleo (y de los combustibles fósiles en general). El conductor de una locomotora controla la energía equivalente a la fuerza muscular de cien mil hombres; la piloto de un avión a reacción, la de setecientos mil.[75] Renunciar a esa sobrepotencia no es deshacerse de un hábito ni cambiar unos pocos sectores económicos, sino mucho más: sería la Renuncia con mayúsculas. Descarbonizar significa empobrecerse.[76]

    En el Manifiesto ecosocialista de 1989, los autores se referían a “un parque de máquinas que equivaldría [dentro de una o dos generaciones] a 40.000, 50.000, 60.000 millones de esclavos”[77]… No, señores: ¡la estimación es falsa en un orden de magnitud! No 50.000 millones de esclavos energéticos, que ya son muchísimos, sino 500.000 millones. Inimaginable, ¿verdad? “En 2018 la economía mundial funcionaba a base de una energía constante de 17 billones de vatios, suficiente para alimentar continuamente más de 170.000 millones de bombillas de 100 W. Más del 80% de esta energía (…) procedía de los 110.000 millones de barriles de petróleo equivalentes en forma de hidrocarburos fósiles que alimentan (y están embebidos en) nuestras máquinas, transporte e infraestructura. A razón de 4,5 años/ barril, es el equivalente al trabajo de más de 500.000 millones de trabajadores (frente a los cerca de 4.000 millones que existen realmente en la actualidad). La historia económica del siglo XX fue la historia del aporte de la productividad solar prehistórica procedente del subsuelo a la productividad agrícola de la tierra. Estos “ejércitos” fósiles constituyen los cimientos de la economía mundial moderna y realizan su trabajo incansablemente en miles de procesos industriales y vectores de transporte”.[78]

    Lo que tenemos aquí no es el proverbial elephant in the room, sino más bien un barril de petróleo invisible en medio del salón. Y de hecho, haciéndonos cargo de aquella increíble densidad energética antes mencionada (muchísima energía en poco volumen), más que un barril habría que imaginar algo mucho más pequeño, como una aceitera. Sería la petroaceitera invisible (petróleo, al fin y al cabo, significa “aceite de piedra”).

    En definitiva, no basta con razonar sobre energía y límites biosféricos en general: tenemos que comprender en detalle la excepcionalidad de los combustibles fósiles. La inmensa mayoría de las izquierdas, cuando se dan cuenta de que existe un gravísimo problema climático, sigue presentando el conflicto energético como si fuese “la industria de los combustibles fósiles contra el resto de la sociedad” (y así el 1% frente al 99%), pero la realidad es más cruda, por desgracia: se trata de la sociedad fosilista (de la que el 99% formamos parte en el Norte global) contra las perspectivas de una Tierra habitable. Por supuesto, la dominación capitalista enreda y exacerba el problema.

    Una trampa civilizatoria

    Vamos con decenios –por no decir más de un siglo de retraso. “El etanol se utilizó por primera vez en motores de combustión en 1826. Rudolf Diesel inventó el motor diésel en 1890 con la intención de que funcionara con combustible biológico. La primera batería práctica, la célula Daniell, se inventó en 1836. La primera célula de combustible de hidrógeno se inventó en 1839. La crisis energética de la década de 1970 llevó en EEUU al establecimiento del Departamento de Energía en 1977, y desde entonces miles de millones de dólares han financiado investigación sobre energía en universidades y Laboratorios Nacionales. El problema básico y no resuelto es que las fuentes de energía alternativas requieren combustibles fósiles para cada paso de su ciclo de vida”.[79]

    Por ejemplo, producir polisilicio es un proceso altamente intensivo en electricidad. El analista alemán Johannes Bernreuter señala que las tres cuartas partes del polisilicio existente, componente esencial para la construcción de células fotovoltaicas, procede de fábricas chinas… cuya electricidad se genera a partir de carbón.[80] Ahora que aumenta mucho la demanda de células fotovoltaicas para impulsar una “transición energética verde”, lo previsible es una explosión concomitante del uso de carbón.[81] Así nos engañamos a nosotros mismos, fingiendo que los desplazamientos de impactos son reducciones reales de los mismos…

    La dependencia de nuestras renovables de alta tecnología con respecto a los combustibles fósiles es un asunto central.[82] “La inversión en renovables es en sí misma muy intensiva en energía. Así que, a corto plazo, vamos a necesitar más crudo. (…) John Hess, jefe del productor independiente de petróleo de EE UU que lleva su nombre, predice que los 16 billones de inversiones verdes previstas “turboalimentarán” la demanda de petróleo en un futuro próximo”.[83] O como lo explica Antonio Turiel:

    “A día de hoy nadie ha sido capaz de construir una presa hidroeléctrica, un aerogenerador o una placa fotovoltaica de forma que en el proceso de fabricación, instalación, mantenimiento y desmantelamiento eventual no se utilicen combustibles fósiles. Nadie lo ha conseguido sólo con energía renovable porque no es evidente que se pueda hacer. A lo mejor se podría en una virguería técnica, pero seguramente gastaríamos más energía de la que el sistema nos devolvería, con lo cual tendríamos un sumidero energético y no una fuente de energía. Por otra parte, no nos damos cuenta de que materiales que damos por garantizados, como el cemento y el acero, dependen críticamente de la existencia de combustibles fósiles. Nadie aborda este problema seriamente porque es un punto insalvable. No está en absoluto demostrado que estos sistemas se puedan hacer sin combustibles fósiles. De hecho, algunos autores dicen que los sistemas renovables actuales, los eléctricos, son solamente extensiones de los combustibles fósiles. Obviamente tienen menos huella de carbono, emiten menos CO2 por unidad de energía producida, pero sin CO2 fósil no se pueden poner en marcha”.[84]

    Y profundizando un poco más en el asunto: como explican Óscar Carpintero y Jaime Nieto, la construcción de estos dispositivos renovables de alta tecnología implica poder alcanzar altas temperaturas en la industria: entre 1480ºC y 1980ºC para los panales fotovoltaicos; entre 980ºC y 1700ºC para el cemento y el acero de los aerogeneradores. Esto requiere el uso de combustibles de alta densidad como petróleo, carbón o gas. Con la gran mayoría de las tecnologías renovables sólo cabe lograr temperaturas para procesos industriales en la franja baja: menos de 400ºC. Así, si pensamos en la gran escala, “no es posible fabricar tecnologías renovables con el uso de electricidad procedente de las propias fuentes renovables, teniendo que acudir al consumo de combustibles fósiles. Por desgracia, las renovables no tienen autonomía que las haga independientes de los combustibles fósiles”.[85]

    Recetas factibles frente a tecnologías viables

    Ahora bien, asumiendo que las fuentes de energía alternativas requieren combustibles fósiles para cada paso de su ciclo de vida, supongamos for the sake of the argument –es muchísimo suponer– que se lograra una transición al “100% renovable” (entendido convencionalmente) en los estrictos plazos impuestos por la tragedia climática, dos o tres decenios (en realidad, la urgencia que impone esa tragedia climática en curso es mayor, y las transiciones energéticas de la sociedad industrial han operado con plazos mucho más largos).[86] En ese período de transición las emisiones de GEI apenas menguarían o incluso aumentarían (por la dependencia de los combustibles fósiles ya mencionada). Es lo que el profesor de la UPM Mariano Vázquez Espí (miembro del Grupo de Investigación en Arquitectura, Urbanismo y Sostenibilidad) ha propuesto (sólo medio en broma) llamar la “paradoja de Carpintero” (por el economista ecológico Óscar Carpintero, profesor de la Universidad de Valladolid) siguiendo la estela de la paradoja de Jevons (que venía a decir que el aumento de rendimiento de las máquinas de vapor, lejos de disminuir el consumo de carbón, en conjunto lo aumentaba). La enuncio, dice Vázquez Espí, “a mi manera, sin permiso de su autor: en la situación actual, construir todo lo necesario para una transición hacia el todo renovable para 2050 o así, lejos de disminuir las emisiones de GEI, las aumentará”.[87]

    La vida útil de aerogeneradores y células fotovoltaicas se sitúa, a lo más, en ese plazo: dos o tres decenios. De manera que apenas completada la instalación de la primera generación de máquinas habría que empezar ya a sustituirlas. ¿Cómo se haría, si no disponemos de sistemas de alta tecnología para la captación de energía renovable que se reproduzcan a sí mismos? Y no se crea que nos hemos encontrado de repente con este problema: hace medio siglo, Nicholas Georgescu-Roegen ya lo formuló en estos términos.

    “Las tecnologías viables basadas en la radiación solar o en las reacciones nucleares requieren, para darles forma, una inmensa cantidad de materiales –en el primer caso, para concentrar su baja densidad; y en el último, para restringir su alta densidad–. Únicamente los combustibles fósiles pueden ser utilizados con instalaciones más pequeñas [debido a su elevada densidad energética], y en algunos casos virtualmente sin instalación alguna. (…) La materia es un factor tecnológico tan crucial [y restrictivo] como la energía.”[88]

    Como Ernest Garcia ha recordado en numerosas ocasiones,[89] Nicholas Georgescu-Roegen formuló una distinción entre recetas factibles (cosas que sabemos hacer) y tecnologías viables (conjuntos de recetas factibles autosostenidas por un proceso de alimentación básico). Se podría hablar también de sistemas sociotécnicos autorreproducibles o matrices técnicas durables. Las tecnologías viables han de ser autorreproductivas.

    Georgescu-Roegen decía que, a lo largo de la historia humana, sólo han existido dos tecnologías viables: el control del fuego –sociedades preindustriales, Prometeo I– y la máquina de vapor –sociedades industriales, Prometeo II–. Ahora que llega a su fin el modelo energético fosilista, ¿cuál será la tercera tecnología viable –si es que llega a haberla (Prometeo III)–?[90]

    Como explica Art Berman, “una economía 100% renovable es un concepto correcto sólo en el caso de que estemos dispuestos a aceptar un nivel de vida más bajo y una población mucho menor que la actual. Los seres humanos nunca han pasado de una fuente de energía de mayor densidad a una de menor densidad. Un mundo de energías renovables tendría una economía más pequeña y menos productiva debido a la menor densidad energética de sus fuentes primarias. Soy un defensor de la energía solar y eólica, y me tomo el cambio climático muy en serio. Sin embargo, es fundamental que la gente sepa la verdad: el mundo será mucho más pobre cuando se abandone la energía fósil.”[91]

    Si no captamos la dependencia profunda de las sociedades industriales con respecto a los combustibles fósiles, infravaloraremos las dificultades de cualquier transición ecosocial poscapitalista en serio. Y si abrimos los ojos al profundo carácter fosilista del capitalismo, aparece una fenomenal dificultad estratégica: descarbonizar significa empobrecernos,[92] y parece harto difícil movilizar a la sociedad en pos de objetivos climáticos y ecológicos que van de la mano con cierto empobrecimiento. Tal es la dura píldora que hemos de tragar, no dorarla. (Y a continuación, por supuesto, podemos y debemos matizar sobre qué es pobreza y riqueza, qué es escasez y abundancia, y cómo son pensables vidas buenas para todo el mundo con un uso mucho menor de energía y materiales.)[93]

    Pasó el tiempo de los cambios graduales e incrementales

    A medida que fuimos dejando pasar el tiempo sin poner en marcha el cambio de rumbo que necesitábamos, los problemas se fueron complicando y pudriéndose de tal manera que se han vuelto cada vez más inabordables. Esto se puede constatar si uno se toma tiempo para examinar la cuestión climática, por ejemplo, y hace números con el menguante presupuesto de carbono que aún se supone que podríamos emitir (con los límites del grado y medio o los dos grados de temperaturas promedio sobre los niveles preindustriales).

    Todo está bastante claro. La mayor parte de los combustibles fósiles aún extraíbles deberían quedar bajo tierra.[94] Y las sociedades sobredesarrolladas deberíamos estar reduciendo entre un 8 y un 11% las emisiones anuales de gases con efecto invernadero (GEI), sobre todo dióxido de carbono[95] (en vez de eso, seguimos creciendo en las emisiones de GEI a un 1-2% anual).[96] Pero esto es algo imposible a menos que se dé una verdadera revolución, un profundo cambio sistémico: algo así como acostarnos capitalistas y amanecer ecosocialistas a la mañana siguiente.

    Es un descenso de emisiones que sólo sería compatible con una transformación total de las estructuras de producción y consumo de nuestras sociedades (en términos de contracción económica de emergencia), y que no puede pensarse tampoco sin un nivel de igualdad social enorme. Porque un nudo de esa tragedia es que esa reducción de GEI sólo puede ir de la mano con la reducción del uso del uso de combustibles fósiles (pues no debemos fantasear con el “desacoplamiento” entre emisiones y crecimiento económico).[97] Y esto significa empobrecimiento (en el sentido de que se reduzca la capacidad de hacer cosas: menos actividades, menos producción y consumo, menos movilidad…). Esa clase de empobrecimiento (en la producción de bienes y servicios, no necesariamente en las opciones de vida buena) es inconcebible sin una redistribución igualitaria radical. Pero apenas son sectores ecologistas minúsculos los que tienen los ojos abiertos ante estas duras realidades.

    Así pues, lo que hubieran podido ser trayectorias de cambio gradual y relativamente indoloro en los años 1970 ahora ya no están a nuestro alcance. Para evitar los escenarios peores hoy necesitaríamos transformaciones muy rápidas y profundas, sistémicas, que por desgracia no vemos en nuestro horizonte. “Un descenso relativamente ordenado requeriría dosis de capacidad anticipatoria, convicción democrática, cohesión social y solidaridad internacional muy superiores a las que hoy parecen disponibles”.[98]

    ¿Una crisis de escasez?

    A los seres humanos no se nos da mal creer y desear cosas contradictorias a la vez. Aunque las encuestas indican que en Europa la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas apoya medidas contundentes para reducir el consumo de combustibles fósiles, al mismo tiempo rechaza el mecanismo de mercado que se pretende utilizar para lograrlo: las subidas de precios, bien sea por un suministro reducido, bien por los impuestos. Y aunque casi todos reconocen la necesidad de combatir el cambio climático, en países como Inglaterra, Estados Unidos, España, China y muchos más “la necesidad de los gobiernos de encontrar motores de crecimiento económico se traduce en nuevos planes de construcción que no son compatibles con las metas de Glasgow”, advierte el economista medioambiental Tim Jackson, autor de Prosperidad sin crecimiento y exasesor del Gobierno británico laborista sobre desarrollo sostenible.[99]

    Lo podemos llamar disonancia cognitiva, o pensamiento mágico: querer el fin, pero de ninguna manera los medios necesarios para lograrlo.

    La crisis ecológica es, de alguna forma, una crisis de escasez, es decir, “no hay suficiente” (suficientes recursos naturales para el sostenimiento digno de la vida humana tal y como estamos haciendo hoy las cosas). Pero, visto el problema desde una cultura de la suficiencia, bastaría con cambiar las expectativas, valores y objetivos de las personas para que tal escasez se convirtiera en abundancia.[100]

    Nate Hagens ha manifestado en alguna ocasión que “en realidad lo que afrontamos no es escasez de energía, sino exceso de expectativas”.[101] Pensemos un momento: en un país como España, estamos usando unas 3 tep (toneladas de equivalente de petróleo) de energía primaria por habitante y año (2,8 en el promedio de España, 3,3 en Cataluña, 3,4 en el promedio de la UE-28, con datos de 2009).[102] Ahora bien, ¡esto es una gran sobreabundancia energética! Vivimos en sociedades que son “millonarias energéticamente”, y eso –visto desde un ángulo ligeramente distinto– significa que tenemos margen para usar mucha menos energía y aun así vivir bien.

    El capitalismo crea un problema de escasez en la medida en que vivimos en un contexto de metabolismo socioeconómico diseñado para el crecimiento continuo, con subjetividades moldeadas para el deseo permanente de “siempre más”. Deseamos mal y deseamos demasiado –nos hacen desear demasiado– para sostener unas economías que se expanden demasiado: de ahí que nuestra civilización choque violentamente contra los límites biofísicos y nos aboque a un problema de escasez y, en última instancia, de colapso ecosocial.

    Como ha escrito Sam Alexander, “cuando aceptamos que existen límites físicos para el crecimiento, esto no tiene por qué limitar nuestras vidas, análogamente a como el número limitado de teclas de un piano nunca ha limitado al pianista. Nunca llegará un día en que se hayan compuesto todas las hermosas sonatas. De manera similar, hay un número infinito de formas de vida significativas y satisfactorias coherentes con vivir una vida de suficiencia material; es decir, una vida basada en cierto contenido material [limitado] puede tomar cualquier cantidad de formas. Negar esto, sugeriría yo, revela falta de imaginación”.[103]

    “No podemos vivir sin algo de esperanza”

    La “Cuarta Revolución Industrial” es una huida hacia adelante desesperada, con mucho de maniobra propagandística de las élites del capitalismo. La presente “transición energética” en el Viejo Continente amenaza con llevarse a los movimientos ecologistas por delante, precisamente en la trágica coyuntura histórica en que más haría falta un ecologismo lúcido y pujante, capaz de organizar una transición socioecológica decrecentista. Pero, por el momento, lo ecológica y socialmente necesario aparece como política y culturalmente imposible… No es posible descarbonizar nuestra economía dependiente de los combustibles fósiles sin empobrecernos. Al no aceptar esta verdad básica –tal movimiento permitiría desplegar políticas públicas específicas para un descenso energético y transformación económica con redistribución igualitaria–, la inercia de una sociedad de la mercancía gobernada por oligarquías plutocráticas conduce de forma automática a descargar ese empobrecimiento sobre los de abajo (tanto a escala internacional como nacional-estatal). Y así seguimos descendiendo hacia el abismo…[104]

    Philipp Blom aboga por el Green New Deal en la prensa, y él mismo se pregunta: “Pero ¿no hace ya mucho que traspasamos el punto sin retorno? Eso tendrán que decirlo los historiadores del futuro. La verdad es que no comprendemos suficientemente la infinita complejidad de los sistemas naturales para saberlo” –y asentimos: eso es correcto, hay una incertidumbre irreductible en nuestro conocimiento sobre el Sistema Tierra. Pero no podemos obviar la tendencia constante en los últimos decenios, en lo que hace al calentamiento global sobre el que escribe Blom: como ha mostrado Ferran Puig Vilar, tanto la evolución de la situación real como nuestro más afinado conocimiento sobre ella muestran una pauta consistente de peor que lo esperado. Lo racional es esperar novedades y sorpresas, sí –pero por desgracia éstas se acumulan por el lado malo. Y a renglón seguido Blom termina la frase precedente de la siguiente forma: “…y no podemos vivir sin algo de esperanza”.[105] Con esto, amigos y amigas, pisamos terreno pantanoso: nuestra motivación auténtica ¿es entonces el wishful thinking, el deseo de creer que “todo saldrá bien”, en contra de nuestro mejor conocimiento? ¿Y ello nos lleva a aferrarnos a inservibles clavos ardiendo, como las promesas de Green New Deal sin cuestionamiento del sistema?[106]

    ¿A nuestro alcance?

    Seguir construyendo puertos –cuando apenas navegarán barcos; seguir construyendo autopistas –cuando apenas circularán vehículos; seguir construyendo aeropuertos –cuando apenas volarán aviones; seguir hormigonando suelos –cuando necesitaremos toda esa superficie para cultivar y renaturalizar… ¿Somos capaces de asumir la senda de descenso energético en la que ya nos encontramos, y pilotarla con niveles elevados de igualdad social?

    No hay posible transición a la sustentabilidad sin un fuerte decrecimiento en el uso de materiales y energía. Lo que necesitaríamos, como más de una vez ha sintetizado Luis González Reyes, es una transición de emergencia caracterizada por (a) el decrecimiento (en el uso de energía y materiales), (b) la redistribución de la propiedad, los ingresos y la riqueza y (c) el desarrollo de renovables realmente renovables (aquellas realizadas con materiales y energía renovable). ¿Está esa transición revolucionaria a nuestro alcance?

    El plan A y el plan B comparten elementos de revuelta contra la realidad (mucho más marcadas en el caso del plan A, claro): hagamos como si no existiesen límites biofísicos, hagamos como si pudiésemos prevalecer frente a las constricciones de la termodinámica, la biología, la geología… Y lo malo del plan C es que, desde la concepción del mundo hoy dominante, no resulta nada atractivo.

    Coda: energía y belicismo

    Si tanto el Plan A como el Plan B son inviables, y empujan hacia seguir explotando las reservas de combustibles fósiles existentes, todavía en peor posición nos sitúa la militarización mundial que ha acelerado la invasión de Ucrania por Rusia. El presidente de EEUU, Joe Biden, anuncia planes para expandir la perforación en busca de petróleo y gas en el Golfo de México y Alaska el día después de la devastadora decisión del Tribunal Supremo de EEUU sobre el clima,[107] y a pesar de las claras advertencias de los científicos climáticos del mundo de que la expansión de los combustibles fósiles debe terminar de inmediato, señala el climatólogo Peter Kalmus.[108] También la UE echa mano al carbón para suplir el menguante flujo de gas natural ruso.[109] De hecho, el consumo de carbón está creciendo en el mundo entero, y China e India se han puesto a construir nuevas centrales alimentadas por el combustible fósil más contaminante de todos.[110]

    Kalmus manifiesta ingenuidad (quizá fingida) cuando sostiene que “en mi opinión, Biden ha perdido una oportunidad clara e histórica proporcionada por la invasión de Ucrania para usar su púlpito de intimidación y los considerables poderes de su cargo para alejar rápidamente nuestra economía energética de los combustibles fósiles y acercarla a las energías renovables”.[111] Pues pretender seguir manteniendo los modos de vida imperiales del Norte Global exige seguir explotando los combustibles fósiles; y todavía en mayor medida, pretender mantener la hegemonía global en un mundo bélico de “Imperios Combatientes” (Rafael Poch de Feliu) hace imperioso el recurso a todas las reservas existentes de petróleo, carbón y gas natural (desembocando en un infierno climático). La militarización de las relaciones internacionales desemboca necesariamente en el infierno climático: no habrá portaaviones estadounidenses ni cazabombarderos chinos movidos por energía solar.

    Las energías renovables no pueden darnos el mundo de potencia, velocidad y destructividad del capitalismo basado en combustibles fósiles. Las renovables pueden proporcionarnos lo suficiente –pero no el sobreconsumo energético que hoy parece normal.[112]

    Una anécdota, y con esto ya acabo

    En la cafetería donde suelo desayunar en Cercedilla, el 27 de marzo de 2022, un parroquiano se exalta: “¡El gasóleo de calefacción a 1,60! En cuanto pueda pongo una caldera de pellets…” La secuencia describe perfectamente la tragedia en ciernes. El descenso energético desde los combustibles fósiles, si no hay reducción drástica y rápida del uso de energía, lleva a la devastación completa de la biosfera terrestre: extractivismo de biomasa y recursos minerales.

    Funcionamos no como seres inteligentes, sino como una plaga de langostas. (Y los pellets subirán también de precio hasta hacerse inasequibles, por otra parte, si no hay una reducción drástica del uso de energía.)

    Como no aprendemos apenas por las buenas, confiamos en el aprendizaje por shock: “sólo abriremos los ojos cuando nos demos el batacazo”. Pero hemos vivido un shock enorme a partir de 2008, con la crisis financiera (y luego económica generalizada); y luego otro tremendo shock a partir de 2020, con la covid-19. Y a estas alturas está claro que en esos choques no hemos aprendido casi nada… Nunca se borra de mi memoria aquella sabia advertencia de Stanislaw Jerzy Lec: “No esperéis demasiado del fin del mundo”.

    Anejo: Otros modelos de transición energética, por Antonio Turiel

    “Frente a este modelo fósil y ecocida, existen otros modelos de transición renovable, viables y vivos, aunque se pretenda hacer creer que no hay alternativa. Son modelos de los que no se habla porque no interesa, aunque si existe alguna salida a nuestra situación actual es a través de ellos.

    Para empezar, la energía renovable se debe aprovechar allí donde se capta, para evitar pérdidas en su transporte. Para seguir, se debe utilizar en la misma forma en que llegue, en vez de convertirla en electricidad o hidrógeno con grandes pérdidas. La energía mecánica del viento y del agua se debe convertir en energía mecánica para mover engranajes: así funcionaban los molinos papeleros, las colonias textiles y algunas metalurgias a principios del siglo xx; también, por supuesto, se debe usar para moler grano y triturar materiales. La energía solar, que es primariamente de tipo térmico, debe ser usada en los domicilios para producir agua caliente sanitaria, cosa que se puede conseguir simplemente con un depósito y unos tubos pintados de negro, capaces de calentar agua incluso con radiación solar difusa. Con un pequeño espejo parabólico, la radiación solar se puede usar para hacer cocinas solares e incluso hornos. En los lugares más insolados del territorio, la energía solar fuertemente concentrada con grandes espejos se puede usar para fundir metales y conseguir las altas temperaturas que se requieren en algunos procesos industriales. Por último, no se debe olvidar la gran fuente de recursos que suponen las plantas, tanto las cultivadas como las silvestres. La gran diversidad de moléculas que nos proporcionan las plantas puede aprovecharse tanto para producir bioplásticos como para sintetizar compuestos que hoy en día se obtienen del petróleo, como por ejemplo los que se usan en las medicinas o en infinidad de reactivos de interés industrial. La materia vegetal, de la misma manera que los residuos orgánicos de cualquier origen, puede aprovecharse en simples biodigestores para producir biogás con múltiples usos energéticos y también materiales (síntesis de polímeros). Incluso se puede usar para producir biocombustibles que se podrían utilizar en motores convencionales. Y eso sin contar con los usos tradicionales de ciertos cultivos como materia prima textil.

    ¿Quiere decir que se debe renunciar a producir electricidad o incluso hidrógeno? No, por supuesto: se tendrá que producir cierta cantidad de electricidad, útil para muchos de los usos ordinarios actuales, desde pequeños electrodomésticos a los grandes centros de control, y para la iluminación. Y el hidrógeno puede tener un hueco, especialmente en procesos en los que se requiera conseguir una llama de alta temperatura. Pero estas formas de aprovechamiento deben ser complementarias a las expuestas más arriba, y en absoluto las troncales. Y hay un aspecto que es fundamental de todos estos sistemas: la frugalidad del uso. Los sistemas arriba descritos son eficientes y tienen mucho menor impacto ambiental que el sistema de macroparques, pero solamente si su uso es mesurado y adecuado. Así, por ejemplo, una pequeña cantidad de cultivos para biocombustibles puede ser útil y razonable, pero puede crear competencia con la alimentación humana y animal, aparte de esquilmar el terreno, si se intenta sobreescalar. Un uso racional y limitado de la fuerza hidráulica permite crear riqueza y trabajo localmente, pero puede causar alteraciones ecosistémicas e incluso alterar el curso del río aguas abajo si se intenta sobreexplotar. La clave del éxito es la sostenibilidad bien entendida: el uso mesurado y responsable de los recursos que garantice que quienes vengan después también los puedan utilizar. Porque nosotros no somos los propietarios de este mundo, tan sólo sus inquilinos provisionales.”[113]

    La ilustración de cabecera es «Untitled (Red Form)», de Eileen Gray (1878-1976). 

    [1] Una primera versión de este texto fue expuesta como conferencia en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Granada el 19 de abril de 2022.

    [2] Nicholas Georgescu-Roegen, La ley de la entropía y el proceso económico, Fundación Argentaria/ Visor, Madrid 1996, p. 377. (Ed. original en inglés: 1971)

    [3] Alice J. Friedemann, Life After Fossil Fuels. A Reality Check on Alternative Energy, Springer -Lecture Notes in Energy, Cham (Suiza) 2021, prefacio (p. v).

    [4] Aquí el enlace: https://contraeldiluvio.es/no-tenemos-derecho-al-colapsismo-una-conversacion-con-jorge-riechmann-ii-emilio-santiago-Muíño/

    Una cuestión muy de detalle, pero que no deja de tener su importancia en el contexto actual: el “caso del informe del Hill’s Group”, que Emilio expone como ejemplo de las debilidades epistémicas del “colapsismo”, muestra en realidad exactamente lo contrario. Como aquel informe anunciaba “una caída vertiginosa de la tasa de retorno energético del petróleo, que en el 2025 estaría casi en cero”, resultaba lógico preguntarse si era sólido (pues si lo era, se trataba del asunto más importante del decenio, si no del siglo). Precisamente para investigar sobre ello “se llegó a organizar un gran evento del Foro de Transiciones con la plana mayor del ecologismo nacional para analizarlo”, y aquel esfuerzo analítico mostró la endeblez de la investigación subyacente. Exactamente así funciona el avance en el conocimiento… Ojalá se pudieran organizar más reuniones de esa clase para ponernos en claro (transdisciplinarmente) sobre otras investigaciones científicas con consecuencias ecosociales potencialmente enormes.

    [5] Una puntualización pertinente: “Aquí no ha habido una súbita concienciación ecológica de los grandes poderes. Lo que hay es la constatación de que la producción de petróleo está condenada a decrecer. Las compañías petroleras están reduciendo su inversión desde 2014, después de comprobar en el período 2011-2014 que ni con los precios del petróleo más altos que puede tolerar la economía es posible ganar dinero. No quedan yacimientos que resulte rentable explotar y por eso el conjunto de las petroleras de todo el mundo ha reducido su gasto en exploración y desarrollo un 60% desde 2014 (Repsol lo ha reducido un 90%). Por tanto, la producción de petróleo tocó su máximo, el peak oil, en diciembre de 2018 y se encuentra en retroceso desde entonces, retroceso que la llegada de la covid-19 ha agravado. La Agencia Internacional de la Energía, en su informe de 2020, anticipaba que en el peor escenario de inversión la producción de petróleo irá cayendo en el próximo lustro, hasta el punto de que hacia 2025 podría ser la mitad de la actual. Incluso con una gran concertación internacional y la participación de los Estados, una caída del 20% parece inevitable; ¡y en sólo cinco años! No se había visto un bajón semejante desde la Segunda Guerra Mundial. Esto explica las prisas actuales. El problema del peak oil es conocido desde hace décadas, pero siempre se ha intentado minimizar su importancia para no abrir otros debates pertinentes, sobre la viabilidad del capitalismo o la necesidad de redistribución. Ahora ya es tarde, y la rápida caída de la producción de hidrocarburos líquidos augura que el precio se disparará varias veces, para caer a continuación, al bajar temporalmente la demanda de petróleo a medida que los costes prohibitivos de todo destruyan sectores productivos enteros y los hagan desaparecer. Así pues, tenemos un problema de escasez de petróleo para el que no nos preparamos antes y que ahora queremos resolver en cuestión de unos pocos años. Porque, además, la escasez de petróleo acaba originando escasez de todo, ya que la mayoría de las mercancías se mueven con petróleo (con barcos, aviones, camiones…)”. Antonio Turiel, “El debate renovable: naturaleza viva vs. naturaleza muerta”, Soberanía alimentaria, 2021; https://www.soberaniaalimentaria.info/numeros-publicados/77-numero-41/871-el-debate-renovable-naturaleza-viva-versus-naturaleza-muerta

    [6] Una buena crítica en Hélène Tordjman, La croissance verte contre la nature, Critique de l’écologie marchande, La Découverte, París 2021.

    [7] Editorial: “Por la transición energética”, El País, 2 de abril de 2022. François Gemenne, “Con más renovables, los Putin tendrían menos poder” (entrevista), El País, 22 de marzo de 2022.

    [8] Antonio Maqueda, “La renta de los hogares ya cae la mitad que en la Gran Recesión”, El País, 24 de octubre de 2022.

    [9] Escribe José María Lasalle: “La seguridad se ha colado en el inconsciente europeo por la puerta de atrás del miedo. Esto cambia la solidaridad continental de un eje de consenso Norte-Sur a otro Este-Oeste. Modifica el diseño de una economía verde a otra armamentista y geopolítica” (“Mackinder, China y el imperio gamberro”, El País, 16 de marzo de 2022). Escribe Cecilia Carballo: “Corremos el riesgo de perder el tren de la transición ecológica por la crisis de seguridad derivada de la invasión de Ucrania. Lo que la pandemia colocó en la agenda y aceleró podría ser ahora relegado y postergado como consecuencia de la crisis militar y de seguridad. Pese a llevar décadas hablando de transición energética, los combustibles fósiles representan todavía el 80% de la energía primaria y lamentablemente, el despliegue de renovables solo ha servido para cubrir una demanda adicional que no deja de crecer” (“Si Europa quiere, puede”, El País, 22 de marzo de 2022).

    [10] Julie Kurz, “Deutschland entfernt sich von Klimazielen”, Tagesschau, 6 de enero de 2022; https://www.tagesschau.de/inland/deutschland-klimaziele-103.html . Eso sí, el Secretario de Estado alemán Patrick Graichen ha declarado que “Putin ha roto la narrativa del gas natural como tecnología puente: el puente se ha derrumbado. A corto plazo, esto probablemente signifique más carbón en la red eléctrica y, a más largo plazo, hidrógeno verde más rápidamente”. Citado en Kerstine Appunn, “Emissions up 4.5% in 2021 after pandemic slump, transport and heating fail targets”, Clean Energy Wire, 15 de marzo de 2022; https://www.cleanenergywire.org/news/emissions-45-2021-after-pandemic-slump-transport-and-heating-fail-targets

    [11] Diego Herranz, “¿Es el diésel la próxima bomba energética?”, Público, 9 de abril de 2022. Véase también esta entrevista a Antonio Turiel: “Se nos viene encima una escasez global de diésel en cuestión de semanas”, El Español, 29 de marzo de 2022; https://www.elespanol.com/enclave-ods/referentes/20220329/antonio-turiel-csic-encima-escasez-cuestion-semanas/659684477_0.html

    [12] Editorial, “Para no matar al planeta”, El País, 10 de abril de 2022.

    [13] La respuesta a esta pregunta retórica es: por supuesto, nunca.

    [14] Escribe al respecto Emilio Santiago Muíño con su perspicacia habitual: “Si nuestra civilización pudiera tumbarse en un diván para sanar los trastornos que explican sus constatadas tendencias suicidas, un perspicaz psicoanalista de lo colectivo llegaría a la conclusión de que la energía es la realidad material más reprimida de la sociedad industrial. Nuestra impotencia manifiesta para revertir la catástrofe climática en curso funciona como el tic o el acto fallido de la teoría freudiana: saca a relucir un inconsciente social condicionado por un uso de la energía que no sólo es profundamente anómalo respecto al resto de la historia de la especie, sino que presenta rasgos peligrosamente patológicos. En una hipotética encuesta de CIS que preguntara por el factor decisivo que permite entender la diferencia fundamental de nuestra época histórica respecto a todas las que nos han precedido, tanto en sus luces (derechos políticos, elevación de la esperanza de vida y del nivel de seguridad material de amplias capas de la población) como en sus sombras (conflictividad, desigualdad, destrucción ecológica), es de prever que la energía no sería recogida apenas en ninguna respuesta. Según el sesgo ideológico del encuestado, las primeras serían fruto del desarrollo técnico-científico, del libre comercio o las luchas populares. Las segundas se achacarían a la injerencia en la libertad de mercado, a la esencia alienante y explotadora del capitalismo, a distorsiones culturales o a impulsos profundos de la naturaleza humana de difícil corrección. Creo que no me equivoco al afirmar que la energía no tiene ningún papel relevante en la comprensión mayoritaria del signo de los tiempos que nos ha tocado vivir. Pero como veremos, sin declinarla energéticamente la gramática de la vida moderna es incomprensible e inabordable…” Borrador de “Camiño Negro: una herida premonitoria de la civilización fósil” compartido en comunicación personal, 29 de julio de 2021.

    [15] Para esto véase por ejemplo Petrocalipsis de Antonio Turiel (ed. Alfabeto, Madrid 2020), p. 117-123.

    [16] Editoral de Nature: “¿Existen límites al crecimiento económico? Es hora de poner fin a una discusión de 50 años”, traducido en Viento Sur, 18 de junio de 2022; https://vientosur.info/existen-limites-al-crecimiento-economico-es-hora-de-poner-fin-a-una-discusion-de-50-anos/ . Texto original en Nature 603, 361 (2022), 16 de marzo de 2022; https://www.nature.com/articles/d41586-022-00723-1

    [17] “Investigadores como Johan Rockström, del Instituto de Investigación del Impacto Climático de Potsdam (Alemania), defienden que las economías pueden crecer sin hacer inhabitable el planeta. Señalan que hay pruebas, sobre todo en los países nórdicos, de que las economías pueden seguir creciendo aunque las emisiones de carbono empiecen a bajar. Esto demuestra que lo que se necesita es una adopción mucho más rápida de la tecnología, como las energías renovables. Un movimiento de investigación paralelo, conocido como «post-crecimiento» o «decrecimiento», afirma que el mundo debe abandonar la idea de que las economías deben seguir creciendo, porque el propio crecimiento es perjudicial. Entre sus defensores se encuentra Kate Raworth, economista de la Universidad de Oxford (Reino Unido) y autora del libro de 2017 Doughnut Economics, que ha inspirado su propio movimiento mundial (…). Ambas comunidades deben esforzarse más por hablar entre ellas, en lugar de hacerlo contra ellas. No será fácil, pero el aprecio por la misma literatura podría ser un punto de partida. Al fin y al cabo, los límites inspiraron tanto a la comunidad del crecimiento verde como a la del poscrecimiento, y ambas se vieron igualmente influidas por el primer estudio sobre los límites planetarios (J. Rockström et al. Nature 461, 472-475; 2009), que intentó definir los límites de los procesos biofísicos que determinan la capacidad de autorregulación de la Tierra”.

    [18] Yo contesté: o si no se puede hacer de ninguna de las dos formas, querido amigo –que es, me temo, nuestra situación real. Pero quede esbozada esa reflexión aporética y aparcada para mejor ocasión.

    [19] Bernardo de Miguel, “Bruselas teme una revuelta social por el coste del plan medioambiental”, El País, 18 de julio de 2021. https://elpais.com/sociedad/2021-07-18/bruselas-teme-que-el-castigo-fiscal-a-coches-y-hogares-desencadene-una-revuelta-de-chalecos-amarillos-en-todo-el-continente.html

    [20] Andrea Rizzi, “Una revolución ecológica que no nos separe”; Danae Kyriakopoulou, “Transición justa para las personas y el planeta”; ambos artículos en el dossier “Cómo desactivar la desigualdad en la transición verde”, Ideas/ El País, 24 de octubre de 2021.

    [21] El nombre oficial de la cosa es Plan de recuperación, transformación y resiliencia España Puede. Asistiremos al mayor despliegue de inversión pública de la historia reciente de España, todo ello encaminado a una modernización de la economía “verde y digital”. Aquí se plasma la “transición ecológica” como la entienden las elites políticas (una parte de ellas, la que por lo menos se ha enterado de que haría falta una transición ecológica): y supone la puntilla para los esfuerzos que la parte más lúcida de los movimientos ecologistas han desarrollado desde hace medio siglo. (No es un problema sólo del Gobierno ni del 1%, claro: en mi país la mayoría social es todavía más antiecologista que el Gobierno.) No habrá tiempo para una segunda oportunidad: tanto si pensamos en peak oil como en calentamiento global estamos en tiempo de descuento. El lustro siguiente es clave: no habrá segunda oportunidad. Después de 2025 la suerte está echada (si no está echada ya, hacia lo que apuntan tantísimos indicios). Una “transición ecológica” errónea, como ésta, sella trágicamente nuestro destino.

    [22] Antonio Aretxabala, “Volatilidad del petróleo: la enorme piedra en el camino hacia la Transición Energética”, 15-15-15, 17 de junio de 2021; https://www.15-15-15.org/webzine/2021/07/17/volatilidad-del-petroleo-la-enorme-piedra-en-el-camino-hacia-la-transicion-energetica/

    [23] Para quien lo necesite con el marchamo del IPCC: Juan Bordera/ Fernando Valladares/ Antonio Turiel/ Ferran Puig Vilar/ Fernando Prieto/ Tim Hewlett: “El IPCC advierte de que el capitalismo es insostenible. Segunda filtración exclusiva de CTXT del Sexto Informe del panel de expertos de la ONU, en la que se señala que la única forma de evitar el colapso climático es apartarse de cualquier modelo basado en el crecimiento perpetuo”, ctxt, 22 de agosto de 2021; https://ctxt.es/es/20210801/Politica/36970/

    Un paso del artículo, en relación con la posible “revuelta de chalecos amarillos” a escala europea que se acaba de evocar: “La transición ha de tener en cuenta las diferencias culturales e históricas de emisiones entre países, las diferencias entre el mundo rural y el urbano para no beneficiar a uno sobre otro, y sobre todo las tremendas y crecientes desigualdades económicas entre los cada vez más pobres y los cada vez más obscenamente ricos. O se atajan estas tres dicotomías, o la transición tendrá más enemigos que apoyos y se saboteará a sí misma. Textualmente el borrador dice: Lecciones de la economía experimental muestran que la gente puede no aceptar medidas que se consideran injustas incluso si el coste de no aceptarlas es mayor”.

    Y Luis González Reyes en una entrevista: “La lucha contra el cambio climático no es cierta. No hay lucha contra el cambio climático, sólo un discurso general contra el cambio climático. Y para mostrar que no existe lucha contra el cambio climático, tenemos el ejemplo de la vuelta al carbón, que en el caso de China es meridianamente clara, pero también en Alemania, incluso con una fuerza de los partidos verdes muy importante. Pero también podemos verlo con los acuerdos internacionales. Dentro de nada será la Cumbre de Glasgow, que tiene que darle una continuación al Acuerdo de París. Pero el Acuerdo de París no es nada, no merece llamarse acuerdo. Un acuerdo en el que cada país determina qué reducción de emisiones va a hacer y que si no las cumple no pasa nada, sin ningún tipo de sanción, no puede llamarse acuerdo, yo lo llamo hacer lo que cada cual quiera. Entrar en situaciones de crisis nos demuestra que la prioridad vuelve a ser una vez más el crecimiento económico y no atender a la emergencia climática…” Luis González Reyes, “Este cortocircuito del mercado global va a ir a más”, El Salto, 26 de octubre de 2021; https://www.elsaltodiario.com/crisis-economica/luis-gonzalez-reyes-colapso-petroleo-gas-carbon-apagon-suministros-escasez-mano-obra-cortocircuito-mercado-global

    [24] Adelanté algunas de estas ideas en Jorge Riechmann, “Sobre las propuestas energéticas de la Comisión Europea, la necesidad de decrecimiento y los planes A, B y C”, eldiario.es, 24 de julio de 2021; https://www.eldiario.es/ultima-llamada/propuestas-energeticas-comision-europea-necesidad-decrecimiento-planes-b-c_132_8149096.html . Véase también Adrián Almazán y Jorge Riechmann, “¿Cómo caminamos hacia el plan C?”, el ecologista 110, primavera de 2022; https://www.ecologistasenaccion.org/188990/como-caminamos-hacia-el-plan-c/

    [25] Wang Jian y Ma Zhenhuan, “Caminando hacia un futuro más verde”, China Daily/ China Watch encartado en El País, 23 de septiembre de 2021.

    [26] Richard Heinberg entrevista a Dennis Meadows en el 50 aniversario de Los límites del crecimiento, revista digital 15-15-15, 2 de julio de 2022; https://www.15-15-15.org/webzine/2022/07/02/richard-heinberg-entrevista-a-dennis-meadows-en-el-50-aniversario-de-los-limites-del-crecimiento/

    [27] “Cada innovación tecnológica, cada nuevo mecanismo de mercado crea problemas que sus promotores se niegan a ver. Así, la tercera generación de agrocombustibles no ha resuelto el problema de la tierra necesaria para su producción, y siguen compitiendo con la producción de alimentos. Las inversiones en árboles de crecimiento rápido para crear sumideros de carbono de ninguna manera evitan la destrucción continua de los bosques antiguos donde viven los pueblos indígenas. Los vehículos eléctricos, ese nuevo El Dorado de los fabricantes de automóviles, son una forma de plantear una nueva era del automóvil, sin modificar la movilidad y los modos de transporte. Las promesas de aviones libres de carbono sólo están destinadas a permitir el crecimiento del sector aéreo, etc”. ATTAC France: Pour la justice climatique. Stratégies en mouvement, Les Liens que Libèrent, París 2021, p. 47.

    [28] Véase por ejemplo Paca Blanco, “Centrales nucleares, energías renovables y desafíos del movimiento ecologista”, El Salto, 17 de septiembre de 2021; https://www.elsaltodiario.com/centrales-nucleares/centrales-nucleares-energias-renovables-desafios-movimiento-ecologista

    [29] Para comprender bien todo esto debemos razonar en términos de exergía: la cantidad de trabajo útil que uno puede conseguir a partir de cierta cantidad de energía (fuente de energía) dada. Se trata de un concepto recíproco al de la entropía: cuando usamos una fuente de energía para hacer un trabajo útil, la exergía es lo que nos queda después de las pérdidas causadas por el aumento de la entropía. Una excelente introducción breve en Antonio Turiel, “Energía, entropía y exergía”, blog The Oil Crash, 7 de agosto de 2021; https://crashoil.blogspot.com/2021/08/energia-entropia-y-exergia.html

    [30] Gregorio Martín y Cándido Méndez, “El Gobierno y la dura transición climática”, Levante (Valencia), 15 de octubre de 2021.

    [31] “Existe una correlación directa entre la aparición de picos de extracción y el incremento de la presión sobre las poblaciones y los territorios del Sur global. Ante un escenario de escasez creciente, se multiplican los conflictos para el control de recursos. Como hemos sobrepasado los límites y la mercantilización debe proseguir, la presión sobre los ecoespacios en el Sur global se hace cada vez más apremiante. Cada pico se traduce en nuevas fronteras de explotación”. Giorgio Mosangini, Decrecimiento y justicia Norte-Sur: o cómo evitar que el Norte global condene a la humanidad al colapso. Icaria, Barcelona 2012, p. 49.

    [32] Una panorámica general en Leire Regadas, “El mito de los coches eléctricos en la transición verde”, El Salto, 8 de agosto de 2021; https://www.elsaltodiario.com/ecologia/mito-coches-electricos-transicion-verde . Otra en el capítulo 17 de Petrocalipsis de Antonio Turiel (op. cit.), p. 143 y ss.éase también el extenso documento de Pedro Prieto Consideraciones sobre la electrificación de los vehículos privados en España (2019), que puede descargarse en la revista digital 15-15-15: https://www.15-15-15.org/webzine/download/consideraciones-sobre-la-electrificacion-de-los-vehiculos-privados-en-espana/ . Y GEEDS, “La demanda mineral de la movilidad electrificada ¿El lado oscuro de este tipo de movilidad?”, 2 de marzo de 2021; https://geeds.es/news/la-demanda-mineral-de-la-movilidad-electrificada-el-lado-oscuro-de-este-tipo-de-movilidad/ . Así como Alicia Valero, Antonio Valero y Guiomar Calvo, Thanatia. Límites materiales de la transición energética, Prensas de la Universidad de Zaragoza 2021, p. 194-236.

    [33] Un estudio de la propia empresa automovilística Volvo (nada sospechosa de “anticochismo”) concluye que la huella de carbono de un vehículo eléctrico es mucho mayor que la de un coche de combustión en el momento de la compra, y que sólo “compensa” si se hacen más de 100.000 km (a veces más). La razón estriba sobre todo en las baterías y el peso del automóvil. Y el punto en el que se igualan las emisiones depende del mix eléctrico de cada país. Véase Luis Reyes, “Volvo dice que un coche eléctrico necesita casi 200.000 km para compensar el CO2 que se emite en su fabricación”, 12 de noviembre de 2021; https://www.autonocion.com/coche-electrico-necesita-compensar-emisiones-de-co2/

    Como ha indicado Andreu Escrivá en más de una ocasión, apostar por el coche eléctrico incentiva el transporte privado, además de transferir recursos públicos a las rentas altas…

    [34] Diana Ivanova y Richard Wood, “The unequal distribution of household carbon footprints in Europe and its link to sustainability”, Global Sustainability vol. 3, junio de 2020. https://doi.org/10.1017/sus.2020.12 ; https://www.cambridge.org/core/journals/global-sustainability/article/unequal-distribution-of-household-carbon-footprints-in-europe-and-its-link-to-sustainability/F1ED4F705AF1C6C1FCAD477398353DC2

    [35] Dos libros densos y breves para explicar esta perspectiva: el de Alice J. Friedemann ya antes citado (Life After Fossil Fuels) y Petrocalipsis de Antonio Turiel (ed. Alfabeto, Madrid 2020). Véase también Megan Seibert y William E. Rees, “Por el ojo de una aguja. Una perspectiva eco-heterodoxa sobre la transición a las energías renovables”, revista 15-15-15, 11 de diciembre de 2021; https://www.15-15-15.org/webzine/2021/12/11/por-el-ojo-de-la-aguja-una-perspectiva-eco-heterodoxa-sobre-la-transicion-a-las-energias-renovables/ . Así como el número 156 (monográfico sobre crisis energética) de Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, Madrid, invierno 2021-22.

    [36] Emilio Santiago Muíño, “Vida buena y crisis ecológica”, en La maleta de Portbou 47, julio-agosto de 2021. Véase también “Camiño Negro: una herida premonitoria de la civilización fósil”, borrador compartido en comunicación personal, 29 de julio de 2021.

    [37] Antonio Turiel, “Transición energética, una perspectiva realista”, conferencia (telemática) en la UPV (Universidad Politécnica de Valencia), 20 de mayo de 2021.

    ¿Cuánta energía renovable sería necesaria para mantener el sistema actual económico? Pedro Prieto se puso a hacer cuentas (a escala planetaria) y le resultaba una potencia de entre 44 y 97 TW. Ahora mismo el conjunto de los que proporcionan solar y eólica apenas supera 1 TW. Véase Prieto, Descarbonización al 100% con sistemas de energía 100% renovable mediante la conversión de energía en gas y la electrificación directa, versión corregida, junio de 2021; https://www.15-15-15.org/webzine/download/descarbonizacion-100porcien-sistemas-energia-100porcien-renovable-conversion-gas-electrificacion/

    [38] Antonio Aretxabala, “Volatilidad del petróleo: la enorme piedra en el camino hacia la Transición Energética”, 15-15-15, 17 de junio de 2021; https://www.15-15-15.org/webzine/2021/07/17/volatilidad-del-petroleo-la-enorme-piedra-en-el-camino-hacia-la-transicion-energetica/

    [39] Casi ya cansa repetirlo otra vez, pero habrá que hacerlo: el decrecimiento se refiere a nuestro uso de energía y materiales (el “flujo metabólico” o throughput), no al PIB. Pero desde todos los lugares desde el espectro político, también desde la izquierda, se sigue malentendiendo esto. Véase por ejemplo Kenta Tsuda, “Preguntas ingenuas sobre el decrecimiento”, New Left Review en español 128, mayo-junio de 2021; https://newleftreview.es/issues/128/articles/naive-questions-on-degrowth-translation.pdf

    [40] Véase Jorge Riechmann (junto con Adrián Almazán, Carmen Madorrán y Emilio Santiago Muíño), Ecosocialismo descalzo. Tentativas, Icaria, Barcelona 2018.

    [41] ¿Tenemos opciones reales de poner en práctica ese Plan C a escala mundial, mediante una combinación de reforma intelectual y moral, persuasión racional y luchas sociales capaces de constituir en tiempo récord un nuevo sujeto revolucionario que dé la vuelta a la tortilla? Cualquier consideración objetiva de nuestra situación concluirá: no, no tenemos esa opción. Lo que avanza, por desgracia, será una confusa y letal mezcla de los planes A y B, y ello desembocará en un planeta crecientemente inhabitable.

    [42] Véase por ejemplo Albert Recio, “La situación actual y el futuro de la izquierda”, Pasos a la izquierda, 1 de octubre de 2021; https://pasosalaizquierda.com/la-situacion-actual-y-el-futuro-de-la-izquierda-4/ ; e Ignacio Sánchez-Cuenca, en el mismo dossier de la misma revista digital, https://pasosalaizquierda.com/la-situacion-actual-y-el-futuro-de-la-izquierda/

    [43] Una muestra de la defensa de estas posiciones en Pedro Fresco: “Renovables sí, y tiene que ser ya”, Agenda Pública, 7 de octubre de 2021; https://agendapublica.es/renovables-si-y-tiene-que-ser-ya/ . Como el señor Fresco (Director General de Transición Ecológica de la Generalitat Valenciana) es incapaz de concebir la reducción radical del uso de energía que necesitamos, y no acepta (negando la realidad) las limitaciones de materiales en el desarrollo de las renovables de alta tecnología ni su dependencia de los combustibles fósiles, su conclusión es la siguiente: “Tan sólo se me ocurren dos formas coherentes de oponerse a la instalación de energías renovables: la primera, abrazando efectivamente el negacionismo climático; la segunda, proponiendo un desarrollo masivo de centrales nucleares”.

    [44] “Se intentan imponer estos macroparques eólicos y fotovoltaicos: con la esperanza de captar grandes cantidades de energía y después concentrarla en algún vector energético, ya sea la electricidad, ya sea el hidrógeno, para llevársela muy lejos y continuar con el esquema de la metrópoli que se alimenta y expolia el territorio. Por eso da igual que con estos macroparques se cause un daño ambiental mayor que el problema del cambio climático. Porque, en el fondo, la preocupación ambiental no ha sido nunca la motivación para hacer lo que se hace. (…) El tipo de energía que se produce (eléctrica) no es el que se necesita, y que no es fácil ni a veces posible conseguir que ese casi 80% de la energía final no eléctrica se pueda electrificar. En cuanto al hidrógeno verde (el que se conseguiría con la electrólisis del agua usando electricidad de origen renovable), las pérdidas energéticas del proceso desde su generación hasta su uso final son tan elevadas que hasta la Estrategia europea para el hidrógeno da por hecho que Europa no podría autoabastecerse energéticamente y que tendría que importar hidrógeno; por eso, los ojos ansiosos de Alemania se han puesto sobre la presa del río Inga en el Congo, y por eso desde Alemania, cada vez más claramente, se ve España como el recurso a expoliar a corto plazo hasta que llegue el maná energético de otras tierras. El problema del modelo actual de transición renovable es que se pretende fosilizar una energía viva, la energía renovable; se pretende convertir una energía dispersa por todo el territorio y que sigue los ritmos de la naturaleza en una energía concentrada y que siga los ritmos del mercado. Pretenden convertir el calor del Sol y la fuerza del viento en negro y maloliente petróleo, y que este se consuma lejos de donde se produce, en la privilegiada Babilonia. Encerrar el Sol en una redoma o el viento en una botella no es fácil: el proceso es ineficiente y requiere materiales raros, que ya están comenzando a escasear. Fosilizar la vida es costoso, y el producto final no basta para saciar el hambre pantagruélica de este sistema sinsentido. Al final, seguir por esta vía de matar la vida para meterla en un frasco sólo puede llevarnos al colapso y la autodestrucción”. Antonio Turiel, “El debate renovable: naturaleza viva vs. naturaleza muerta”, Soberanía alimentaria, 2021; https://www.soberaniaalimentaria.info/numeros-publicados/77-numero-41/871-el-debate-renovable-naturaleza-viva-versus-naturaleza-muerta

    [45] Carlos de Castro, “Un canto desesperado contra el pensamiento mágico en la ciencia: el caso de la transición/ colapso de los sistemas energéticos”, blog The Oil Crash, 4 de diciembre de 2021; https://crashoil.blogspot.com/2021/12/un-canto-desesperado-contra-el.html?m=1

    [46] El profesor de la UPM Mariano Vázquez Espí subraya la importancia de una ponencia presentada en el X Congreso Internacional de Ordenación del Territorio (10 CIOT, organizado por FUNDICOT en Valencia del 17 al 19 de noviembre de 2021) por el grupo de investigación de Antonio Valero y Alicia Valero (Universidad de Zaragoza) que demuestra que, incluso electrificando toda la bio-región cantábrico-mediterránea (desde Cantabria hasta la Comunidad Valenciana, pasando por Aragón), lo que supone cubrir de “renovables” una superficie equivalente a Cantabria y Navarra juntas, sería necesario reducir nuestros actuales consumos a la mitad (comunicación personal, 23 de noviembre de 2021). La ponencia a la que se refiere es: Javier Felipe Andreu, Antonio Valero Capilla y Rafael Moliner Álvarez, “Análisis y estimación de los recursos necesarios para una descarbonización de la economía en la biorregión Cantábrico-Mediterránea”.

    [47] Alicia Valero, “La escasez de recursos minerales y otros problemas del modelo extractivista”, conferencia en la undécima edición de la Universidad Socioambiental de la Sierra, Collado Villalba, 28 de junio de 2021; https://youtu.be/DiXxSNka6Og . También en otro lugar:

    “La demanda de materiales de las centrales de producción de energía renovable es muy elevada. Una potencia eléctrica de 1.000 MW, instalada con 200 aerogeneradores de 5 megavatios (MW), necesita actualmente unas 160.000 toneladas de acero, 2.000 de cobre, 780 de aluminio, 110 de níquel, 85 de neodimio y 7 de disprosio. Si comparamos los materiales necesarios para producir esa misma cantidad de energía usando gas natural como combustible obtenemos unas 25 veces menos cantidades de metales: 5.500 toneladas de acero, 750 toneladas de cobre y 750 de aluminio aproximadamente. En el caso de la energía fotovoltaica el problema es similar. Los nuevos modelos, que han conseguido eficiencias más elevadas que las del silicio, requieren, además de cobre y plata, indio, galio y selenio, o teluro y cadmio dependiendo de la tecnología utilizada. En mayor o menor medida, por tanto, todas las energías renovables necesitan elementos no frecuentes en la naturaleza. Y no solamente para su producción. En el sector renovable la producción de energía es inseparable de su almacenamiento. Al no tener control de los flujos de producción, que vienen determinados por las propias fuerzas naturales (sol, agua, viento), se hace imprescindible poder acumular energía que se utilizará después. Y si, como es el caso, dicho almacenamiento de energía se realiza en baterías, eso implica el uso de cantidades masivas de litio, grafito y cobalto junto con níquel, manganeso y aluminio entre otros. De nuevo, materiales muy escasos en la corteza terrestre, excepto, de momento, el aluminio”. Alicia Valero en Antonio y Alicia Valero, Thanatia. Los límites minerales del planeta, Icaria, Barcelona 2021, p. 19-20.

    [48] “A mediados de siglo [XXI], los minerales y metales necesarios para la alta tecnología podrían escasear, incluidos acero inoxidable, cobre, galio, germanio, indio, antimonio, estaño, plomo, oro, zinc, estroncio, plata, níquel, tungsteno, bismuto, boro, fluorita, manganeso, selenio y otros (Kerr 2012, 2014; Barnhart y Benson 2013; Bardi 2014; Veronese 2015; Sverdrup y Olafsdottir 2019; Pitron 2020 Apéndice 14). Según el crecimiento proyectado de la energía solar y eólica, para 2050 las turbinas eólicas y los paneles solares necesitarán 12 veces más indio del que el mundo entero produce ahora, siete veces más neodimio y tres veces más plata (Van Exter et al. 2018)”. Friedemann, op. cit., p. 69.

    [49] Daniel Pulido Sánchez y otros, “Analysis of the material requirements of global electrical mobility”, DYNA ingeniería e industria vol. 96 num. 2, marzo de 2021; https://www.revistadyna.com/search/analysis-of-the-material-requirements-of-global-electrical-mobility

    [50] En 2019, solar y eólica proporcionaron el 1,3% de nuestro uso total de energía en el mundo (informe BP de 2020).

    “En 2017 sólo el 0,7% del uso de energía global se basó en la energía solar, y el 1,9% del viento, mientras el 85% dependía de combustibles fósiles. Hasta el 90% del uso mundial de energía se basa en fuentes fósiles, y esa proporción, de hecho, está creciendo…” Alf Hornborg, “Un futuro globalizado con energía solar es completamente irreal, y nuestra economía es la razón”, El Salto, 27 de septiembre de 2019; https://www.elsaltodiario.com/energia/futuro-globalizado-energia-solar-completamente-irreal

    [51] Se refiere a Simon P. Michaux, Assessment of the Extra Capacity Required of Alternative Energy Electrical Power Systems to Completely Replace Fossil Fuels, informe 42/ 2021 del Geologian tutkimuskeskus/ Geologiska forskningscentralen/ Geological Survey of Finland; https://tupa.gtk.fi/raportti/arkisto/42_2021.pdf

    [52] Óscar Carpintero y otros, “MODESLOW. Modelización y simulación de escenarios de transición energética hacia una economía baja en carbono: el caso español”, ponencia en las XVII Jornadas de Economía Crítica (“Emergencias, transiciones y desigualdades socioeconómicas”), 4 y 5 de febrero de 2021, Universidad de Santiago de Compostela; el libro de actas es accesible en http://www.asociacioneconomiacritica.org/wp-content/uploads/2021/08/Libro-de-Actas-XVII-JEC.pdf

    Los autores explican que MODESLOW es un modelo de simulación y evaluación integrada energía/ economía/medio ambiente de tipo híbrido (top-down y bottom-up) destinado a valorar la transición energética de España hacia una economía baja en carbono en el horizonte 2030-2050. El modelo ha sido construido mediante dinámica de sistemas sobre tablas input-output en un entorno poskeynesiano. Interconecta siete módulos (económico-financiero, energético, de materiales, usos del suelo, infraestructuras, climático y social) para generar un sistema integrado que permite cuantificar los costes económicos y energéticos, los efectos y realimentaciones de los escenarios y políticas públicas tanto en lo referente a la cuestión tecnológica como a la gestión de la demanda.

    [53] Emilio Santiago Muíño, “Surrealismo, situacionistas, ciudad y Gran Aceleración. Por una psicogeografía del “ahí” en la era de la crisis ecológica”, Re-Visiones 10, 2020; http://www.re-visiones.net/index.php/RE-VISIONES/article/view/378

    [54] Entrevista a Alicia Valero por Pep Cabayol y Dani Gómez en el programa de radio Vida verda, 23 de septiembre de 2021; https://www.rtve.es/play/audios/vida-verda/alicia-valero-transicio-energetica/6107431/

    Véase también Jens Glüsing y otros, “Mining the planet to death: The dirty truth about clean technologies”, Der Spiegel, 4 de noviembre de 2021; https://www.spiegel.de/international/world/mining-the-planet-to-death-the-dirty-truth-about-clean-technologies-a-696d7adf-35db-4844-80be-dbd1ab698fa3

    [55] Lo explica Ferran Puig Vilar en estos términos: “Sabemos ahora que no es posible mantener la estabilidad de la red eléctrica integrada de corriente alterna por encima de cierto nivel de generadores alternativos geográficamente distribuidos y conectados a la red, (…) restricción nunca contemplada en el discurso público verde. Dicha limitación está relacionada con la dificultad de mantener en sincronismo la fase de la frecuencia de 50 Hz de la red. Si la compleja regulación automática fallara se producirían unas sobretensiones tan imponentes que llegarían a reventar centrales enteras y, presumiblemente, todos los equipos a ellas conectados. Las averías serían de tal magnitud que su reparación llevaría semanas o meses, tal vez muchos. Esta es la auténtica razón de fondo que subyace a la reciente alarma acerca de un posible apagón, que ha dado ya un par de sustos mayúsculos en Europa central y que fueron resueltos in extremis mediante la desconexión manual de la red interconectada.

    Esto es así porque en la configuración actual del sistema eléctrico parece haber un compromiso teórico entre la capacidad de estabilizar automáticamente la red y el número de generadores renovables a ella conectados. Esa estabilización solo puede conseguirse mediante el ajuste de las centrales de baja inercia sin intermitencias, tales como las térmicas o cierta generación hidroeléctrica. Las segundas resultan ser insuficientes y las primeras son todas ellas de combustible fósil, generadoras por tanto de emisiones.

    Este nuevo descubrimiento echa por tierra cualquier esperanza de transición ecológica renovable mediante generación distribuida conectada a la red sin el concurso de una cantidad significativa de combustibles fósiles como reguladores. Una razón más por la cual, si queremos sostener el sistema eléctrico –que por lo demás es solo el vector de canalización de 20-25% del consumo total de energía– y mantener un sistema de transporte de mercancías, por ejemplo alimentos, el sistema climático pone la directa y su daño se haría, se está haciendo ya, también inasumible”. Ferran Puig Vilar, “Ineficiencia COP-optada (2/3): respuestas político-sociales”, blog Usted no se lo cree, 22 de noviembre de 2021; https://ustednoselocree.com/2021/11/22/ineficiencia-cop-optada-2-3-respuestas-politico-sociales-y-su-viabilidad-1/

    Explicación algo más por extenso en Antonio Turiel, “La escasez de materiales es una estaca en el corazón de la transición energética”, CSIC cultura científica, 29 de noviembre de 2021; https://www.csic.es/es/actualidad-del-csic/antonio-turiel-la-escasez-de-materiales-es-una-estaca-en-el-corazon-de-la

    [56] A los 1,5ºC de calentamiento correspondería una huella de 1,5 toneladas de equivalente de carbono por persona, aunque otras estimaciones rebajan esta cifra a 1,9. Diana Ivanova y Richard Wood, “The unequal distribution of household carbon footprints in Europe and its link to sustainability”, Global Sustainability vol. 3, junio de 2020. https://doi.org/10.1017/sus.2020.12 ; https://www.cambridge.org/core/journals/global-sustainability/article/unequal-distribution-of-household-carbon-footprints-in-europe-and-its-link-to-sustainability/F1ED4F705AF1C6C1FCAD477398353DC2

    [57] EFE: “La UE consume el 30 % de los metales del mundo con el 6 % de población global”, eldiario.es, 5 de octubre de 2021; https://www.eldiario.es/economia/ue-consume-30-metales-mundo-6-poblacion-global_1_8368345.html

    [58] Serenella Sala, Eleonora Crenna, Michela Secchi y Esther Sanyé-Mengual: “Environmental sustainability of European production and consumption assessed against planetary boundaries”, Journal of Environmental Management vol. 269, 1 de septiembre de 2020; https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0301479720306186

    [59] Carl-Johan Södersten, y otros: “The capital load of global material footprints”, Resources, Conservations and Recycling vol. 158, julio de 2020; https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0921344920301324

    [60] https://twitter.com/gustavoduch/status/1472947125319344132

    [61] Con datos del World Inequality Report 2022: https://wir2022.wid.world/ ; https://wir2022.wid.world/www-site/uploads/2022/01/WIR_2022_FullReport.pdf , p. 118. Lo que puntualiza el informe para España (p. 222) es: en España, las emisiones promedio de carbono son hoy de 8 tCO2e per cápita. Esto se encuentra entre las tasas de los países vecinos Portugal (6t) y Francia (9t). Mientras que el 50% inferior emite 4,6 t, el 10% superior emite cinco veces más (21t). Entre 1990 y 2006, con un crecimiento estable del que se beneficiaron también los grupos de población más pobres, las emisiones de carbono en España pasaron del 8,9 a 12,3 tCO2e per cápita. Y en ese período las emisiones para el 50% más pobre de la población aumentaron en más de dos toneladas, hasta 7,5. Después de la crisis financiera, en un contexto de depresión económica, las emisiones de carbono disminuyeron.

    [62] En la izquierda, señalan Emilio Santiago Muíño y Héctor Tejero, “abundan enroques ideológicos en un inmovilismo antiecologista, bajo la justificación simplista de que los ricos deben pagar la crisis climática (…). [Es necesario impulsar] una redistribución de la riqueza que implica, necesariamente, una redefinición de la misma porque no se trata de igualar hacia arriba los usos y costumbres insostenibles que hoy son predominantes, sino de experimentar colectivamente modos de vivir diferentes. Otras formas de estar en el mundo que respondan satisfactoriamente a todas esas dimensiones de la calidad de vida que hoy son sistemáticamente maltratadas por la compulsión capitalista: desde el tiempo libre a la salud física y mental, pasando por los cuidados mutuos, el disfrute de nuestros vínculos comunitarios, de nuestras relaciones sexoafectivas o el cultivo de nuestras pasiones culturales, deportivas o recreativas”. Emilio Santiago Muíño y Héctor Tejero, “Pajitas de plástico, jets privados y desigualdad climática”, Público, 3 de julio de 2022; https://blogs.publico.es/otrasmiradas/61407/pajitas-de-plastico-jets-privados-y-desigualdad-climatica/

    [63] Tuuli Hirvilammi y otras, “Studying well-being and its environmental impacts: A case study of minimum income receivers in Finland”, Journal of Human Development and Capabilities vol. 14 num. 1, 2013.

    [64] Tuit del 1 de abril de 2022: https://twitter.com/MartinLallanaS/status/1509832394341244935

    [65] Daniel Innerarity, “La sociedad de la crisis” (entrevista), Galde 38, otoño de 2022, p. 24.

    [66] C.J. Polychroniou, “¿Es inevitable el regreso de la humanidad a la barbarie?”, El Salto, 13 de agosto de 2021; https://www.elsaltodiario.com/opinion/crisis-climatica-regreso-humanidad-barbarie

    [67] Patrick Metzger, “An open letter to the 1 percent: Climate change is here, and you’re fucked too”, medium, 26 de junio de 2021; https://medium.com/the-bad-influence/an-open-letter-to-the-1-percent-climate-change-is-here-and-youre-fucked-too-414c82fd1670

    [68] Yuval Noah Harari, “El debate de género es similar al de los primeros cristianos sobre la Trinidad” (entrevista), El País, 19 de diciembre de 2021.

    [69] Begoña Gómez Urzáiz, “Por un ecologismo menos ‘mono’ (y más cabreado)” (reportaje sobre Andreas Malm de visita en Barcelona en agosto de 2021), El País Semanal, 29 de agosto de 2021.

    [70] Max Ajl, A People’s Green New Deal, Pluto Press, Londres 2021, p. 64.

    [71] Peter Kalmus en entrevista con Ian Tucker: “As a species, we’re on autopilot, not making the right decisions”, The Guardian, 21 de mayo de 2022.

    [72] EFE Verde, “El fin de la gasolina con plomo evitará 1,2 millones de muertes anuales, según la ONU”, 30 de agosto de 2021; https://www.efeverde.com/noticias/gasolina-plomo-fin/

    Otro ejemplo de incomprensión desde la izquierda: Michael Roberts, “Los límites de la COP26”, sin permiso, 30 de octubre de 2021; https://www.sinpermiso.info/textos/los-limites-de-la-cop-26 . Otro más: Martin Empson, “Código Rojo: ¿cómo podemos evitar la catástrofe climática?”, El Viejo Topo 406, noviembre de 2021. En fin, estos ejemplos se podrían multiplicar casi ad libitum…

    [73] En el informe, la OMM destaca que en 2021 marcaron su nivel más alto cuatro indicadores de la crisis climática: la concentración atmosférica de gases de efecto invernadero, la subida del nivel del mar, el calor acumulado en mares y océanos y la acidificación de estos últimos.

    El fenómeno de la acidificación, al que nuestra sociedad presta quizá aún menos atención que a los otros tres, está preñado de consecuencias fatales. Los océanos absorben el 23% de las emisiones antropogénicas anuales de CO2 que primero se acumulan en la atmósfera. El dióxido de carbono reacciona con el agua marina y provoca la acidificación de los océanos, que amenaza a los organismos y la vida en los mares. Se cree que alguna de las megaextinciones en el pasado de la Tierra fue causada por la acidificación, que indujo el colapso de los ecosistemas marinos (https://www.fundacionaquae.org/wiki/la-acidificacion-del-oceano-podria-causar-una-extincion-masiva/ ).

    [74] https://public.wmo.int/es/media/comunicados-de-prensa/cuatro-indicadores-clave-del-cambio-clim%C3%A1tico-batieron-r%C3%A9cords-en-2021

    [75] H.G. Rickover y Admiral, “U.S. Navy. Energy resources and our future”. Scientific Assembly of the Minnesota State Medical Association, 1957; http://large.stanford.edu/courses/2011/ph240/klein1/docs/rickover.pdf . Citado en Alice J. Friedemann, Life After Fossil Fuels. A Reality Check on Alternative Energy, Springer -Lecture Notes in Energy, Cham (Suiza) 2021, p. 18.

    En el mismo sentido: usamos combustibles con mucha densidad energética para el transporte de mercancías (o aéreo) y la maquinaria pesada. Como señala Vaclav Smil, explicando las dificultades para electrificar: “Las mejores baterías de litio son de 260 vatios la hora por kilogramo. Para un coche puede ser suficiente, pero para el transporte marítimo y por carretera necesitamos 12.600 vatios la hora por kilogramo. Y más aún el queroseno de avión. (…) Un buque mercante o un avión comercial no pueden funcionar con electricidad. Y todavía es más difícil electrificar algunas industrias clave. (…) Nuestra civilización se sostiene sobre cuatro pilares: acero, amoniaco, cemento y plásticos. La producción a gran escala de estos materiales depende de combustibles fósiles. Y la síntesis del amoniaco que convertimos en fertilizantes necesita gas natural…” Vaclav Smil, “Vivimos en un sistema irracional y la Tierra no puede soportarlo” (entrevista), XL Semanal, 8 de junio de 2021; https://www.xlsemanal.com/personajes/20210608/cambio-climatico-energias-renovables-transicion-energetica-vaclav-smil.html

    [76] “Un menor consumo total de energía es el único camino para reducir las emisiones de carbono. Las sustituciones [de combustibles fósiles por fuentes renovables] tendrán más éxito en algunos sectores que en otros, pero serán errores de redondeo en comparación con las ganancias derivadas del simple uso de menos energía. Un menor consumo de energía provocará un crecimiento económico menor o negativo. (…) Smil sugiere que el mundo debe reducir su consumo al nivel de los años 1960 para que las emisiones se sitúen en rangos aceptables. Puede que tenga razón, pero no veo ninguna posibilidad de que el mundo elija ese camino. Las proclamaciones de cero emisiones por parte de los gobiernos y las empresas del mundo se tambalearán cuando quede claro que una reducción significativa de las emisiones de carbono supondrá inevitablemente el fin del crecimiento económico. No sé si nuestros líderes son incapaces de entender o simplemente no están dispuestos a reconocer públicamente lo obvio: una descarbonización significativa sin cambios radicales en el nivel de vida y de población mundial es un delirio”. Art Berman, “Cero neto, un gran engaño”, 15-15-15, 14 de mayo de 2021; https://www.15-15-15.org/webzine/2021/05/14/cero-neto-un-gran-engano/

    [77] Carlos Antunes, Pierre Juquin, Penny Kemp, Isabelle Stengers, Wilfried Telkämper y Frieder Otto Wolf: Manifiesto ecosocialista –Por una alternativa verde en Europa, Libros de la Catarata, Madrid 1991, p. 104.

    [78] Nate Hagens, “Una economía para el futuro: más allá del superorganismo”, PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global 151, Madrid 2020, p. 112.

    [79] Friedemann, Life After Fossil Fuels, op. cit., p. 190.

    [80] Matthew Dalton, “Behind the rise of U.S. solar power, a mountain of chinese coal”, The Wall Street Journal, 31 de julio de 2021; https://www.wsj.com/articles/behind-the-rise-of-u-s-solar-power-a-mountain-of-chinese-coal-11627734770

    [81] Que se está observando en 2021, aunque en esta “explosión del carbón” intervengan más factores que el arriba mencionado. “A pesar de todos los avances realizados por las energías renovables y la movilidad eléctrica, en 2021 se observa un gran rebote en el uso de carbón y petróleo. En gran parte por esta razón, se observa también el segundo mayor incremento anual de la historia en emisiones de CO2”, explica Fatih Birol, director general de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), en el último informe sobre perspectivas energéticas publicado por este organismo… Víctor Martínez, “La resurrección del carbón provoca el segundo mayor aumento de CO2 de la historia en plena carrera ecológica”, El Mundo, 14 de octubre de 2021; https://www.elmundo.es/ciencia-y-salud/medio-ambiente/2021/10/14/6166c8fffdddffa8978b45a9.html

    [82] “Como Smil ha demostrado para las turbinas eólicas y Stormvan Leeuwen para la energía nuclear, la producción, instalación y mantenimiento de cualquier infraestructura tecnológica sigue siendo críticamente dependiente de la energía fósil. Por supuesto, es fácil replicar que hasta que se haya realizado la transición, los paneles solares van a tener que ser producidos quemando combustibles fósiles. Pero incluso si el 100% de nuestra electricidad fuera renovable, no sería capaz de impulsar el transporte global o cubrir la producción de acero y cemento para la infraestructura urbano-industrial. Y dado el hecho de que el abaratamiento de los paneles solares en los últimos años en gran medida es el resultado del cambio de fabricación hacia Asia, debemos preguntarnos si los esfuerzos europeos y estadounidenses para ser sostenibles realmente deberían basarse en la explotación global de mano de obra barata, recursos escasos y paisajes destruidos en otros lugares…” Alf Hornborg, “Un futuro globalizado con energía solar es completamente irreal, y nuestra economía es la razón”, El Salto, 27 de septiembre de 2019; https://www.elsaltodiario.com/energia/futuro-globalizado-energia-solar-completamente-irreal . Véase también Thomas A. Troszak, “The hidden costs of solar photovoltaic power”, NATO ENSEC COE, abril de 2021; https://enseccoe.org/data/public/uploads/2021/04/nato-ensec-coe-the-hidden-costs-of-solar-photovoltaic-power-thomas-a.troszak.pdf

    [83] Reuters Breakingviews: “Volverse verde es de todo menos fácil, diga lo que diga Boris Johnson”, Cinco Días, 16 de octubre de 2021; https://cincodias.elpais.com/cincodias/2021/10/15/opinion/1634295943_026846.html

    [84] Antonio Turiel, “La escasez de materiales es una estaca en el corazón de la transición energética”, CSIC cultura científica, 29 de noviembre de 2021; https://www.csic.es/es/actualidad-del-csic/antonio-turiel-la-escasez-de-materiales-es-una-estaca-en-el-corazon-de-la

    [85] Óscar Carpintero y Jaime Nieto, “Reflexiones generales sobre la transición energética: una perspectiva post-crecimiento”, Gaceta Sindical 37, octubre de 2021, p. 191.

    [86] Sobre ello suele insistir Vaclav Smil. “Las transiciones energéticas van muy despacio. Cuando apareció el tractor, a finales del siglo XIX, los caballos se siguieron usando en el campo durante generaciones. (…) La transición hacia los combustibles fósiles empezó en Inglaterra en el siglo XVIII, pero a Asia no llegó hasta 1950 (y esta transición es precisamente la causa del calentamiento global). (…) En 1800 quemábamos leña. Y hoy todavía representa el 10 por ciento de nuestra energía. Esto significa que en dos siglos el mundo no completó la transición de la madera hacia el carbón…” Smil, “Vivimos en un sistema irracional y la Tierra no puede soportarlo”, entrevista citada.

    [87] Mariano Vázquez Espí, comunicación personal, 23 de noviembre de 2021. Información aquí: http://habitat.aq.upm.es/gi/mve/

    En palabras de Carpintero y Nieto: “La actual civilización se enfrenta a lo que se ha denominado la trampa de la energía. Esto es: el despliegue de las fuentes e infraestructuras renovables requiere de un uso masivo de combustibles fósiles (mayor cuanto más rápido se quiera plantear el proceso de transición) y, a la vez, eso supondrá, durante los primeros años, mayores emisiones de GEI que agravarán el problema de cambio climático en un escenario donde también el tiempo es escaso y donde, además con vidas útiles de 20-30 años, en tres décadas estaríamos abocados a procesos de renovación de una intensidad energética similar (y para los que habría dificultades para encontrar recursos fósiles disponibles)”. Óscar Carpintero y Jaime Nieto, “Reflexiones generales sobre la transición energética: una perspectiva post-crecimiento”, op. cit., p. 191.

    [88] Nicholas Georgescu-Roegen, Ensayos bioeconómicos (ed. de Óscar Carpintero), Los Libros de la Catarata, Madrid 2007, p. 91.

    [89] Ernest Garcia, “Del pico del petróleo a las visiones de una sociedad post-fosilista” en Joaquim Sempere y Enric Tello (eds.), El final de la era del petróleo barato, Icaria, Barcelona 2008, p. 28.

    [90] Nicholas Georgescu-Roegen, Ensayos bioeconómicos (ed. de Óscar Carpintero), Los Libros de la Catarata, Madrid 2007, p. 90-94.

    [91] Art Berman, “¿Por qué el cohete de las renovables no ha podido despegar?”, revista 15/15/15, 3 de agosto de 2020; https://www.15-15-15.org/webzine/2020/08/03/por-que-el-cohete-de-las-renovables-no-ha-podido-despegar/

    Para comprender mejor todo esto (y algunas cosas más): Nate Hagens, “Economics for the future –beyond the Superorganism”, Ecological Economics, 20 de noviembre de 2019; https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0921800919310067 . Hay traducción al castellano: “Una economía para el futuro: más allá del superorganismo”, PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global 151, 2020.

    [92] Empobrecernos significa ralentizar, hacer menos, usar menos energía y materiales, viajar y desplazarse menos, producir y consumir menos mercancías, sustituir formas privadas de actividad por otras comunitarias y colectivas: no significa necesariamente vivir peor. Pero sí vivir de otra manera –de forma radical. El debate chuletón/ plato de guisantes pone ese asunto sobre la mesa de forma muy clara.

    [93] Véase por ejemplo Jefim Vogel y otros, “Socio-economic conditions for satisfying human needs at low energy use: An international analysis of social provisioning”, Global Environmental Change vol. 69, julio de 2021; https://www.sciencedirect.com/science/article/pii/S0959378021000662

    [94] Según un artículo publicado en Nature en 2021, para evitar el desastre climático (temperaturas por encima de 1,5ºC con respecto al período preindustrial, como recogen los Acuerdos de París de 2015) deberíamos olvidarnos de explotar al menos el 60% del petróleo y gas natural y hasta el 90% del carbón restante en el planeta hasta 2050. 2022 debería ser el año de inflexión, y desde este momento la dependencia económica debería disminuir a razón de un 3% anual. De no hacerlo, los 0,3ºC que restan para que las temperaturas del planeta se sitúen 1,5ºC por encima del período industrial se alcanzarán antes de que la humanidad se pueda adaptar siquiera a la nueva dinámica climática. El riesgo es incluso mayor, dado que los termómetros mundiales no se pararán ahí y seguirán aumentando hasta alcanzar temperaturas totalmente inasumibles para la vida

    Países como Estados Unidos o Rusia albergan la mitad del carbón restante en el mundo. Para alcanzar los objetivos propuestos, estas dos grandes potencias deberían renunciar a extraer el 97% de su carbón. Por su parte, los Estados ricos en petróleo -la mayoría en Oriente Medio- tendrían que evitar extraer hasta 2050 dos tercios de sus reservas. Del mismo modo, la mayor parte del petróleo de arenas bituminosas de Canadá o Venezuela no debería extraerse. Tampoco debería seguir explotándose el combustible fósil que duerme bajo el Ártico.

    Estas estimaciones, argumentan los investigadores, pueden ser incluso poco ambiciosas y no lograr por sí solas cumplir con los objetivos del Acuerdo de París. Por ello insisten en que quizá el esfuerzo para evitar el caos climático deba ser mucho mayor (y entonces el petróleo y carbón disponible para los próximos años sería mucho menor). Los investigadores son conscientes de que el único modo de cumplir sus estimaciones sería efectuando un brusco cambio de modelo económico a nivel planetario. Véase Verónica Pavés, “El 60% del petróleo debería quedar bajo tierra para evitar el desastre climático”, 13 de octubre de 2022; https://www.epe.es/es/medio-ambiente/20221013/60-petroleo-deberia-quedar-tierra-77208154 . El artículo que la periodista está sintetizando es “Unextractable fossil fuels in a 1.5 °C world” de Dan Welsby, James Price, Steve Pye y Paul Ekins, Nature, 8 de septiembre de 2021; https://www.nature.com/articles/s41586-021-03821-8

    [95] UNEP: “Cut global emissions by 7,6 percent every year for next decade to meet 1,5°C Paris target -UN Report”, 26 de noviembre de 2019, Ginebra; https://unfccc.int/news/cut-global-emissions-by-76-percent-every-year-for-next-decade-to-meet-15degc-paris-target-un-report . Comunicado de prensa sobre el Emissions Gap Report anual de UNEP (United Nations Environmental Programme) de 2019, accesible en: https://www.unep.org/resources/emissions-gap-report-2019

    [96] Como recordaba Johan Rockstrom en el otoño de 2022: “No veo la acción necesaria en ninguna economía del mundo en este momento. Necesitamos reducir las emisiones en un 5-7% anual [en el promedio mundial]; estamos aumentando las emisiones en un 1-2% anual”. Puede escucharse su intervención en https://twitter.com/visevic/status/1588224243292069891 . Véase, para más información sobre su intervención en Berlín: Bundespressekonferenz, 3 de noviembre de 2022: “Größte Gesundheitsbedrohung durch fossile Energieträger“, https://www.phoenix.de/bundespressekonferenz-a-2990233.html?ref=aktuelles

    [97] Hay correlaciones muy fuertes entre el crecimiento económico y el consumo de energía. Véase Smil, Energía y civilización, op. cit., p. 480 y ss.

    [98] Ernest Garcia, “Del pico del petróleo a las visiones de una sociedad post-fosilista” en Joaquim Sempere y Enric Tello (eds.), El final de la era del petróleo barato, Icaria, Barcelona 2008, p. 33.

    [99] Andy Robinson, “La compleja transición a la economía verde”, La Vanguardia, 8 de noviembre de 2021; https://www.lavanguardia.com/economia/20211108/7844311/transicion-energetica-descarbonizacion-cop26-glasgow-clima-calentamiento.html

    [100] Ese “bastaría” es un enorme, gigantesco BASTARÍA, claro está… Yorgos Kallis (y otros valiosos compañeros y compañeras) nos dicen que si cambiamos nuestros valores, prácticas y expectativas, no experimentaremos escasez ni chocaremos contra los límites. Viviremos en la abundancia, más acá de los límites. ¡Cierto! Pero se trata de un truismo que obvia la cuestión importante: ¿cómo llevar a cabo esa mutación antropológica? Si no especificamos un programa de cambio creíble, todo se queda en la admonición de la Pepa (la Constitución española de 1812): todos los españoles deben ser justos y benéficos…

    [101] Nate Hagens: “The greater threat right now is not Peak Oil, but Peak Debt or Peak Credit, and that’s the much more clear and present danger”. Entrevista de Nate Hagens con Chris Martenson publicada en el blog de este último, 2 de agosto de 2011: Transcript for Nate Hagens: “We’re Not Facing a Shortage of Energy, but a Longage of Expectations”, https://www.peakprosperity.com/page/transcript-nate-hagens-were-not-facing-shortage-energy-longage-expectations

    [102] Véase por ejemplo Institut d’Estadística de Catalunya, Cifras de Cataluña 2015; http://www.idescat.cat/cat/idescat/publicacions/cataleg/pdfdocs/xifresct/xifres2015es.pdf

    [103] Sam Alexander, Beyond Capitalist Realism: The Politics, Energetics, and Aesthetics of Degrowth. The Simplicity Institute, Melbourne 2021, p. 296.

    [104] No va a ser ecofascismo. Va a ser el horror de un fascismo imperialista de “sólo uno sobrevive” agitándose en un mundo devastado.

    [105] Philipp Blom, “2021, ¿un verano sin esperanza?”, El País, 15 de agosto de 2021.

    [106] Para una mejor reflexión sobre la esperanza véase Yayo Herrero, “Ausencia de responsabilidad y extravío de la esperanza”, sexta y última entrega de su estupenda serie Ausencias y extravíos en ctxt, 20 de agosto de 2021; https://ctxt.es/es/20210801/Firmas/36967/shelley-frankenstein-responsabilidad-esperanza-yayo-herrero.htm

    [107] El 30 de junio de 2022 el Tribunal Supremo de EEUU dictó una sentencia que limita el poder de la EPA (Agencia de Protección Medioambiental) para poner límites a las emisiones de GEI (Gases de Efecto Invernadero), socavando así la lucha contra la crisis climática.

    [108] Véase su argumentación unas semanas antes en Peter Kalmus, “Why is Biden boasting about drilling for oil? Our planet demands we stop now”, The Guardian, 31 de marzo de 2022; https://www.theguardian.com/commentisfree/2022/mar/31/why-is-biden-boasting-about-drilling-for-oil-our-planet-demands-we-stop-now

    [109] I. Fariza y E.G. Sevillano: “El corte de gas ruso aboca a Europa al carbón”, El País, 26 de junio de 2022.

    [110] Dan Murtaugh y David Stringer, “Coal was meant to be history. Instead, its use is soaring”, Bloomberg, 4 de noviembre de 2022; https://www.bloomberg.com/news/articles/2022-11-04/most-polluting-fossil-fuel-finds-new-life-with-world-burning-more-coal-for-power

    [111] https://twitter.com/ClimateHuman/status/1543019663222747136

    [112] Véase la reflexión de Richard Heinberg: http://www.resilience.org/stories/2015-06-05/renewable-energy-will-not-support-economic-growth

    [113] Antonio Turiel, “El debate renovable: naturaleza viva vs. naturaleza muerta”, Soberanía alimentaria, 2021; https://www.soberaniaalimentaria.info/numeros-publicados/77-numero-41/871-el-debate-renovable-naturaleza-viva-versus-naturaleza-muerta

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  • No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (II) – Emilio Santiago Muiño

    No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (II) – Emilio Santiago Muiño

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    Por Emilio Santiago Muiño. 

    Este artículo constituye la segunda de una respuesta en dos partes a un artículo publicado por Jorge Riechmann en su blog. La primera parte está disponible aquí

    Sobre el colapso como diagnóstico distorsionado.

    1. La primera parte de estas notas, respuesta a un texto de Jorge Riechmann sobre colapsismo, versaban sobre la definición del colapso y lo contraproducente del mismo como concepto con el que hacer política transformadora. Como argumenté, sólo esto bastaría para que el ecologismo diversificara sus enfoques. En esta segunda parte quiero apuntar algunas ideas para ir más allá: el colapsismo no solo es poco útil políticamente, sino que se basa en un diagnóstico distorsionado. Nuestra crítica a él no solo es práctica, es epistémica. Digo distorsionado y no falso porque el colapsismo sin duda apunta hacia problemas reales con una base científica sólida que siempre hay que estudiar. Pero los enfoca mal. Sufre una suerte de hipermetropía analítica. Ve bien de lejos, pero su mirada falla si quiere enfocar más cerca, en las distancias cortas del presente y las coyunturas inmediatas. Y las conclusiones que saca de lo que observa son, en ocasiones, algo confusas e innecesariamente derrotistas.

    2. Comencemos por la base científica del colapsismo. “Según cierta prospectiva científica razonable (Ugo Bardi), la población humana puede estar reduciéndose en quinientos millones de personas por decenio –básicamente muertes por hambre”, nos dice Jorge Riechmann en sus notas. Creo que conviene aclarar que Ugo Bardi es Ugo Bardi, no algo así como la voz universalmente legitimada de la “prospectiva científica razonable”. Un doctor en química que si bien ha hecho aportes muy interesantes, también comete el tipo de errores propios de la gente de ciencias duras cuando se mete a especular sobre lo social y su evolución. Sin duda, tenemos problemas muy serios con la Tercera cultura que buscaba Paco Fernández Buey. Las incursiones de la gente de ciencias naturales en la teoría social siguen siendo muy deficitarias. En parte,  el colapsismo se explica como una consecuencia de esto. Curiosamente, el mismo Ugo Bardi que cita Jorge, en su último libro (Antes del colapso. Catarata, 2022), además de no incluir ese dato, presenta contenidos colapsistas bastante matizados. Y tiene unas perspectivas sobre las renovables notablemente más optimistas que el promedio del colapsismo nacional (¡casi más optimistas que las mías!).

    3. Lo que sucede con la referencia a Ugo Bardi sucede con otros autores, que el colapsismo maneja de un modo un poco parcial.  Los trabajos de Antonio y Alicia Valero y Guiomar Calvo en Thanatia son citados con frecuencia por los enfoques colapsistas. Y es lógico porque son una autoridad internacional en el campo de los estudios sobre nuestros límites minerales. Sin embargo, cuando uno va a la fuente original, lo que encuentra es un estudio preocupante sí, pero menos inquietante de lo que a veces se deja caer: según la novedosa metodología que emplean, durante este siglo podemos conocer problemas de suministro en 12 minerales fundamentales de la transición verde, con expectativas de consumo mayores que las reservas (plata, cadmio, cobalto, cromo, cobre, galio, indio, litio, manganeso, níquel, platino y zinc) y un mineral con problemas muy graves porque las expectativas de consumo son mayores que los recursos (teluro). Por si no se conoce la distinción, las reservas agrupan minerales de extracción rentable con la tecnología-precio actual y los recursos los yacimientos parcialmente conocidos -con márgenes de incertidumbre- pero no rentables. En función de cambios en la variable precio, o en los procesos tecnológicos, los recursos pueden pasar a reservas y ser entonces comercialmente explotados. Este es un horizonte que debe preocuparnos por muchas razones (cuellos de botella, nuevas dependencias internacionales, impactos de la minería, escasez limitante en algunas tecnologías) pero nada de ello anticipa un colapso. Tampoco suponen una enmienda total a la transición energética renovable. Especialmente, porque hay mucho margen en función de qué tipo de transición desplegamos. En el estudio citado lo que más va a tensar nuestras fuentes minerales son las enormes y delirantes expectativas de electrificación del parque automovilístico, pues el coche eléctrico es una “mina con ruedas” como lo llama Martín Lallana.

    4. Un estudio como el de los Valero es perfectamente compatible con el tipo de programa ecosocialista clásico que Jorge Riechmann escribió con Paco Fernández Buey a mediados de los noventa en ese libro maravilloso que se llama Ni Tribunos. De hecho, los autores de Thanatia hacia lo que apuntan es a una economía de estado estacionario, obsesionada con el reciclaje de los minerales, tanto tecnológicamente (plantas de reciclaje) como legislativamente (fin de la obsolescencia programada, normativas de estandarización para desmontar los productos) y con un salto fundamental de la propiedad privada al uso común de los objetos (por ejemplo, transporte público frente al imperio del coche). Esto es, la moraleja de Thanatia, si se quiere, es anticapitalista, no colapsista. Sin embargo, el colapsismo hace una interpretación del libro que ofrece unas perspectivas de expansión de las renovables muy pobres. Lo que acaba teniendo efectos políticos perversos cuando los límites minerales se usan de argumento para tachar de inadecuado la construcción de las grandes infraestructuras renovables que necesitamos con urgencia. Creo que, como ecologistas, no nos conviene mezclarlo todo de esta manera tan confusa.

    5. Algo parecido a Thanatia podíamos decir de los sucesivos estudios publicados por los autores de The Limits to the Growth, libro de cabecera del ecologismo en general y del  colapsismo en particular. En una actualización de este mismo año, Earth For All: a Survival Guide For humanity. A Repport to the Club of Rome 2022 Jørgen Randers, miembro del equipo original de 1972, junto con gente tan prestigiosa como Johan Rockström plantea una coyuntura abierta con dos escenarios base: i) escenario de fuerte transformación social unida a potentes cambios tecnológicos en el que una sociedad sostenible, próspera y justa sigue estando a nuestro alcance ; ii) escenario de continuidad en el que las transformaciones, sociales y técnicas, no se desarrollan ni con la velocidad ni con la seriedad requerida. Incluso en este segundo escenario los autores no ven probable un colapso ecológico durante este siglo, pero sí la posibilidad de lo que llaman un “colapso social” provocado por factores como la desigualdad hacia el 2050. ¿En definitiva? Randers maneja una encrucijada más abierta y gradual que el colapsismo promedio (dentro de una urgencia evidente), en la que además el riesgo viene dado con mayor intensidad por factores sociopolíticos que biofísicos.

    6. Las conclusiones del nuevo libro de Randers son coherentes con lo expuesto en el Sexto Informe del IPCC, el mayor esfuerzo de concertación científica de la historia de la humanidad, y por tanto las bases epistémicas más sólidas para pensar en lo que viene. Las soluciones técnicas están a mano. Las barreras son sociopolíticas. Y lo que debería obsesionar al ecologismo hasta quitarle el sueño es qué tipo de acciones y enfoques políticos nos permiten protagonizar el salto histórico que sin duda podemos dar. No angustiarnos anticipadamente constatando que el salto es demasiado grande como para poder darlo con éxito.

    7. Tanto en materia climática como de otros límites planetarios (destrucción de biodiversidad), la situación es extremadamente crítica. Pero aunque los daños ya están teniendo lugar, y aunque ya no podemos ahorrarnos dosis importantes de sufrimiento social que se hubieran minimizado de haber empezado antes, a la vez en ambos campos hay márgenes temporales para organizar una transición que sea, a la vez i) factible y ii) notablemente suficiente para evitar esos desenlaces peores que se pueden llamar con rigor colapso. Por eso el colapsismo, tanto en España como a nivel global, tiene inclinación a los análisis en clave de crisis energética. Si hay un asunto candidato a talón de Aquiles de la sociedad industrial por el que se puede imaginar un quiebre sistémico relativamente rápido e irreversible es una súbita disfunción energética.

    8. Pero como pudimos intuir en este curso que organizamos en el CSIC, el debate técnico sobre la energía dista mucho de estar cerrado. Ni de lejos ha generado el tipo de consenso que tenemos, por ejemplo, con el clima.  Las posturas difieren mucho respecto a las posibilidades de tecnologías como el fracking para prorrogar, aunque sea a un costo ambiental y climático enorme, nuestra dependencia estructural de los hidrocarburos (al menos las décadas suficientes para acometer la transición). Difieren todavía más respecto a algo tan básico para imaginar el futuro como el potencial de las energías renovables. Quienes más saben divergen en un espectro tan extraordinariamente amplio que abarca desde un exagerado optimismo como el Jacobson y Delucci (según el cual podríamos multiplicar por cinco el actual consumo energético mundial, -ergo cosas como la sociedad del comunismo de lujo automatizado quizá sería posible-) a un notable pesimismo como el de Carlos de Castro (para quien tendremos que conformarnos con un 30% del actual consumo energético en una sociedad basada en las renovables), pasando por muchas posturas intermedias, como las de Antonio Turiel, Antonio García Olivares, organizaciones como Greenpeace o los propios objetivos de descarbonización que contemplan instituciones oficiales, como el PNIEC del Ministerio de Transición Ecológica. Que, por cierto, como recuerda Pedro Fresco siempre, ya introducen importantes reducciones totales del consumo de energía (son, a su manera, planes modestamente decrecentistas, aunque sin decirlo). En resumen, en el asunto colapsista por excelencia lo que podemos decir es que la evidencia científica que hoy tenemos sobre las posibilidades de la transición energética sigue sujeta a importantes incertidumbres. Y estas son políticamente muy significativas.

    9. De hecho, la mayor parte de la literatura técnica existente tiende a lecturas esencialmente optimistas de la transición a las energías renovables. Considero aquí optimista, en contraste con los discursos del colapsismo, pensar que, como mínimo, las renovables darían para mantener más o menos lo que hay en un marco económico de estado estacionario y altas tasas de reciclaje material (aun teniendo que asumir cambios importantes en algunos sectores clave, como transporte, alimentación o petroquímica). Lo que dista del mensaje que nos ofrece por ejemplo Jorge al hablar de una sociedad recampesinizada de tecnologías simples.  Esto no significa que el sistema agroalimentario actual sea deseable y viable: transición ecológica justa implica sociedades con sectores agroecológicos de proximidad pujantes y cierto reequilibrio demográfico ciudad-campo respecto a la desproporción actual. Pero de ahí a la recampesinización, en cualquier uso estricto del término campesino, hay un par de saltos poco justificados. El tipo de saltos que al colapsismo le gusta dar.   

    10. Sobre el carácter minoritario de sus posiciones, en uno de sus post Antonio Turiel respondía a las críticas que recibía de aquellos que acusaban a sus tesis de contradecir la corriente principal de evaluación técnica, argumentando que la “ciencia no funciona por un sistema democrático”. Aquí hay un asunto muy importante. La verdad, evidentemente, no es democrática.  Eppur si muove, como se atribuye legendariamente a Galileo ante el Tribunal de la Inquisición: aunque solo él defendiera el movimiento de la Tierra, la Tierra se movía. Es cierto. Sin embargo, el modo en que se aceptan los paradigmas científicos se parece muchísimo a una democracia plebiscitaria. Las verdades científicas también conocen un proceso de negociación y construcción social de consensos sin el cual no se explica el modo real en que las sociedades incorporan el conocimiento científico en sus decisiones y sus prácticas. Las tesis centrales del colapsismo respecto a la energía (peak oil/ “ilusiones renovables”) no han pasado aún por este proceso de aceptación de pares. Y esto introduce todo tipo de problemas en sus tesis.

    11. La falta de consenso científico del enfoque colapsista a lo que invita espontáneamente, en primer lugar, es a dudar de sus proyecciones. Y aplicar cierto principio de precaución. Con más razón en aquellas posiciones que son especialmente minoritarias. Aunque es un asunto extremadamente técnico, me detengo en él porque es ilustrativo: las prospectivas muy pesimistas de Carlos de Castro, las más pesimistas de toda la literatura especializada en circulación, se basan en una innovación metodológica que rompe con las investigaciones estándar sobre potencial renovable. La mayoría de los estudios extrapolan hacia arriba y generalizan potenciales a partir de casos concretos, como un aerogenerador en condiciones de funcionamiento real (método bottom-up). Carlos de Castro opera al revés. Con un enfoque holístico y global, va detrayendo de la atmósfera la energía no accesible por restricciones termodinámicas, geográficas o tecnológicas (método top-down). Que sea un enfoque minoritario no lo invalida. La ciencia no es democrática, decía Turiel, y es cierto. Quizá con el tiempo se demuestre que Carlos de Castro es una especie de Galileo del siglo XXI, y se le reconozca un papel destacado por defender contra la Inquisición del mainstream una metodología mejor. Lo sorprendente es que otros científicos que sí que usan el enfoque metodológico de Carlos de Castro, como Miller, Gans y Kleidon, del Max Planck Institute, llegan a resultados muy distintos. En absoluto tan pesimistas. Al contrario. Concretamente, los autores citados argumentan que la metodología top-down rebaja las perspectivas más delirantes de desarrollo de la eólica a 2100, cierto. Hablan de que esta puede estar en una franja entre 18–68 TW en 2100. Algo que se aleja de los 120 TW que manejan algunos estudios, que sería multiplicar casi por siete el actual consumo actual de energía primaria de cualquier tipo. Porque nuestro consumo actual de energía primera a nivel global es de 17 TW (ergo nuestro nivel de consumo actual se podría suministrar con energía eólica con bastante seguridad). Pero ojo:  Carlos de Castro defiende que el potencial energético máximo de las renovables (no solo de la eólica sino de todas las renovables) es de poco más de 5 TW. Habría que decrecer, por tanto, de modo muy significativo.  La disparidad en estas cifras, para quienes estamos obligados a manejarnos con estos datos políticamente tan importantes como con cajas negras, que somos el 99,9% de la población, es como mínimo desconcertante. Lo más ajustado a la situación que se puede decir es que hay incertidumbres y dudas, y que en ese contexto algunas voces muy minoritarias cuestionan el consenso científico predominante. De ahí, como afirma Jorge, a considerar que hay “acumulado conocimiento suficiente para poner en entredicho las interpretaciones de nuestra situación que suscitan más consenso” pues es un comentario que roza lo excesivo.

    12. Incluso para sus propios fines declarados, el colapsismo debería ser consciente de las contradicciones peligrosas que entraña incidir políticamente con un mensaje como el del shock energético inminente (que es un paso más allá de la constatación real de que tenemos problemas energéticos serios). Se trata de un discurso traumático cuya mejor baza es ser científico. Pero que, sin embargo, está contestado por otros discursos científicos y es académicamente minoritario. Esto hace que sus contenidos tengan eco y audiencia, sin duda. Porque hay un suelo cultural favorable para perspectivas sombrías del futuro y explicaciones globales ante la certidumbre de que las cosas van mal. Pero al mismo tiempo, por su condición académica minoritaria, hace que sea casi imposible que un decisor económico o político lo tome en serio con efectos en las políticas públicas, ya que hay otros discursos científicamente legitimados en los que apoyarse que son menos traumáticos. Y el ser humano esquiva los traumas innecesarios.  Romper esta contradicción exigiría dedicar más tiempo y esfuerzos al terreno de los papers y los congresos que a la construcción de un estado de opinión pública puenteando la democracia plebiscitaria de la institución académica. Solo así la crisis energética suscitará un consenso similar al de la crisis climática. Buscar la proyección de los medios sin pasar por cierto consenso académico es legítimo. Entiendo que se hace porque pesa más la sensación de urgencia y un sentido público de la responsabilidad. Pero tiene riesgos. Confundirse con el sensacionalismo -aunque no se pretenda- y alimentar subjetividades próximas a las de las teorías de la conspiración (cuyo secreto es el gozo de sentirse iniciado en una verdad oculta, y por tanto ser más inteligentes que los demás) son dos de estos riesgos. Y no son los peores.

    13. Las polémicas científicas están cruzadas por muchas motivaciones. Y solo una de ellas es el conocimiento, sin duda. El colapsismo tiende a sospechar que los discursos técnicos más optimistas lo son porque dicen lo que el poder quiere oír. Y se adaptan a un mundo en el que prosperar laboralmente implica ponerse a favor de la corriente. Pero ojo porque de estas sospechas microsociológicas no se libra nadie. El peso de lo reputacional y las presiones de grupo explican también que para un científico que se ha labrado un nicho profesional, editorial o mediático alrededor de la catástrofe rectificar un error pueda ser algo enormemente costoso.

    14. Sin duda, todo estudio científico sobre la crisis ecológica y sus impactos nos ofrece dos cosas a la vez: a) información consolidada b) dentro de márgenes de incertidumbre elevados. Que sean ambas a la vez es fundamental para determinar que, la subjetividad de la mirada importa. Y el colapsismo entrena una mirada pesimista y apresurada sobre un tema preferido, la energía, con poco consenso. Que no solo ve siempre el vaso medio vacío, sino que además pone en circulación fuera del debate técnico, y sin la debida precaución epistemológica, datos que se convierten en memes ideológicos pero que son técnicamente dudosos. Y estos influyen mucho en la actitud y las decisiones del movimiento ecologista. El caso del informe del Hill´s Group, que levantó cierta polvareda en el año 2016, es significativo, aunque se podrían poner muchos otros. Aquel documento anunciaba una caída vertiginosa de la tasa de retorno energético del petróleo, que en el 2025 estaría casi en cero, en un proceso que iba a ser “el rey dragón del petróleo evanescente”, “la madre de todos los efectos Séneca”. Durante unos meses circuló por los cenáculos del ecologismo del país como un hito importante. Se llegó a organizar un gran evento del Foro de Transiciones con la plana mayor del ecologismo nacional para analizarlo. Y en ese evento se demostró que se trataba de un paper poco riguroso técnicamente, como recogió a posteriori Antonio Turiel en su blog. Después se llegó incluso a especular si había sido un ataque de falsa bandera para desprestigiar las posiciones pikoileras. No hay problema alguno en equivocarnos. El error no es sancionable. Pero cuando el error siempre se inclina hacia el mismo lado, conviene preguntarse si nuestra cosmovisión no sufrirá cierta cojera.

    15. Resumiendo lo dicho hasta aquí, el discurso colapsista contiene todo tipo de sesgos cognitivos. Obviamente, cualquier discurso los contiene, pero conviene explicitarlos y ser precavidos. Esa tercera opción entre no ser indolente y no perder la calma que Héctor Tejero y yo defendemos en ¿Qué hacer en caso de incendio? exige cierta vigilancia epistemológica. Y más cuando lo que se exige a partir de lo que supuestamente solo son “datos” es tan peligroso como lanzarse a un combate político con enemigos terribles, en una situación de importante desventaja y asumiendo además una penalización extra.

    16. Pero el elemento fundamental de nuestra crítica epistémica al colapsismo es que, independientemente de la calidad de las investigaciones científico-naturales sobre nuestros problemas ecológicos, aunque operáramos con la crisis energética con el mismo tipo de evidencias fuertes que ya tenemos con la crisis climática, la traslación espontánea de los enfoques biofísicos a lo social es una fuente segura de malos análisis sociológicos y pésimas intervenciones políticas. Algunos antropólogos climáticos, tras investigar los desencuentros entre científicos naturales y sociales en diversas instituciones transdisciplinares que estudian modelos climáticos, apunta que existen tres puntos de fricción epistémica muy notables entre el discurso de unos y otros: la cuestión de la escala, la cuestión de la atribución y la actitud ante la predicción. El problema de la escala tiende a presentar derivas deterministas; el problema de la atribución genera posiciones reduccionistas; la actitud ante la predicción introduce dispositivos de razonamiento mecanicista. Todas ellas son etiquetas con muy mala fama filosófica. Y  lo normal es que, salvo excepciones, casi ningún colapsista se sienta cómodo con ellas. Pero de un modo más o menos matizado según los autores y los formatos, sospecho que estos tics inconscientes marcan profundamente las argumentaciones colapsistas y sus perspectivas futuras.

    17. No son estas cuestiones puramente especulativas para entretenimiento de departamentos de filosofía o sociología de la ciencia. Tienen consecuencias importantes en los debates sobre estrategias políticas en coyunturas concretas. Pongo un ejemplo. “Instalar aire acondicionado para soportar el calor del cambio climático es luchar contra el calentamiento global provocando más calentamiento global, es decir: intentar apagar el fuego con gasolina”, escribió Jorge Riechmann junto con Margarita Mediavilla cuando una ola de calor temprana, en el mes de junio de 2017, activó toda una serie de demandas de instalación de aires acondicionados en los colegios públicos madrileños. La posición de Jorge fue criticada por su falta de sentido político de la oportunidad. Pero lo más destacable es que esta posición se alimenta de una pseudocerteza científica que no es tal. La mejor ciencia disponible en ningún caso niega que los colegios, hospitales u otros edificios públicos de la Comunidad de Madrid puedan tener a su disposición aires acondicionados para desplegar refugios climáticos ciudadanos y que esto sea compatible con una sociedad sostenible. Lo que cuestiona es que haya recursos para que el aire acondicionado se siga despilfarrando como hoy sucede cuando asignamos materiales y energía escasa para mantener niveles de confort privados delirantes. A la espera de que un gobierno ecosocialista futuro reconvierta bioclimáticamente nuestros edificios públicos, el calor en las aulas de las niñas y niños pobres de Madrid no depende del peak oil. Depende del control de los presupuestos autonómicos.

    18. Además de estas interferencias de enfoques científico-naturales que entran en lo social como un elefante en una cacharrería, el colapsismo se refuerza mucho con ciertas osmosis venenosas entre ecologismo y marxismo. Una parte del colapsismo hoy está manejando una imagen de la energía que se parece mucho a la imagen de economía de la que el marxismo más vulgar abusó, por la cual las fuerzas productivas serían una infraestructura que determinaría el movimiento de las superestructuras ideológicas, políticas o jurídicas. No hay espacio aquí para explayarse en esto, pero los paralelismos que se pueden trazar entre colapsismo ecologista y colapsismo marxista son impresionantes. Y del mismo modo que casi nadie inteligente en el marxismo da pábulo a estos esquemas burdos, en el ecologismo deberíamos hacer lo mismo.

    19. Otro abuso teórico del colapsismo con fuerte impronta del marxismo más pobre es lo que este tiene de rebrote de una filosofía de la historia teleológica.  Donde toda pluralidad y complejidad de lo que sucede en lo social queda contenida como un momento procesual hacia una unidad superior. Pero que esta vez ya no es ascensionista (no progresa hacia lo mejor) sino decadente (desciende hacia el colapso, hacia la garganta de Olduvai, como fantasean los colapsistas más intensos). Y que además está marcada por una fuerte impronta mesiánico-apocalíptica. José Luis Villacañas suele comentar la importancia de los horizontes apocalípticos en el pensamiento político en general, y en el español en particular (y desde tiempos inmemoriales).  Que en el colapsismo se están removiendo estos sedimentos profundos de nuestra estratigrafía ideológica y cultural es algo evidente. Y esto, de nuevo, más allá de sus consideraciones intelectuales, tiene efectos difusos en las políticas ecologistas. Esencialmente, olvidar que aunque el paso del tiempo es irreversible, y en un mundo regido por límites biofísicos no todo es posible (ni estamos en 1972 ni se puede crecer infinitamente en un planeta finito), no hay argumento cósmico ni hacia arriba ni hacia abajo: la historia no es más que sucesión de coyunturas, de contingencias, que adquieren su forma final en las luchas sociales y políticas de cada época.

    20. Una de las fuentes más perennes de errores del ecologismo, que de nuevo han tenido en el terreno del marxismo un campo exuberante de cultivo de aporías, es pensar lo socioecológico instalados en esa categoría filosófica que el marxismo llamaba “totalidad”, que en el ecologismo se tiende a denominar “sistema”, y que se aplica tanto a la biosfera como a la civilización industrial. Una postura ontológica que, por utilizar los propios términos ecologistas, convendremos en nombrar como “holismo”.  Si hiciéramos un poco de historia de las ideas, descubrimos que este es un nervio central de las inquietudes ecologistas. Y que el colapsismo no hace sino tensarlo con el estilo excesivo que le caracteriza. Este enfoque holístico es especialmente definidor del colapsismo en uno de sus rasgos fundamentales: la creencia en el efecto dominó. Por eso para el colapsismo cualquier eventualidad o coyuntura puede ser el inicio de toda una serie de fallos en cascada que se propagarán por el conjunto de la civilización industrial, llevándola a la bancarrota sistémica.

    21. La creencia holística en el efecto dominó también tiene una faz optimista implícita. La transformación social radical y de alcance global sería posible en un periodo de tiempo históricamente breve, que nos ahorraría los problemas inmensos de coexistencia entre el viejo y el nuevo mundo. De ahí los llamados ingenuos a “acabar con el capitalismo” como si se tratara de una operación de teletransporte civilizatorio. Existen otras implicaciones importantes. Por ejemplo, el holismo ayuda mucho a estructurar un mapa mental maniqueo en el que o bien eres parte de un problema absoluto o bien  parte de una solución milagrosa (un vicio muy propio de los movimientos sociales radicales que después lleva a enquistarse en debates falsos como decrecimiento-Green New Deal durante décadas). Por no hablar, aunque este es otro asunto, de cómo el holismo sienta las bases de una mística religiosa de la Naturaleza, en mayúscula, que si bien es un camino que teóricamente pocos autores defienden como tal (quizá los ecologistas profundos, los partidarios de la Gaia orgánica, algunas ecosofias basadas en cosmovisiones ancestrales), resulta sin embargo un afecto indefinido con gran ascendiente en el discurso ecologista (por ejemplo en su análisis de los dilemas tecnológicos, o en la búsqueda imposible del impacto ecológico cero).

    22. Jorge habla en sus notas de que “nuestras sociedades siguen avanzando a toda marcha hacia el abismo, con una buena venda delante de los ojos”. Es el tipo de enfoque que hace que Extinction Rebellion, uno de los movimientos ecologistas emergentes del último lustro, tenga como primera exigencia de su manifiesto que los gobiernos “digan la verdad” sobre la crisis climática. Probablemente, esta es la quintaesencia de otro de los errores teóricos más comunes del colapsismo: caer en una suerte de síndrome de Casandra obsesionada con la enunciación de la verdad. Donde subyacen dos errores. El primero, pensar que esa verdad implica una orientación política predefinida. El segundo, que su enunciación va a ser como una explosión transformadora y expansiva, como un gran desvelamiento. El segundo error es exactamente ese tipo de comportamiento imposible que Cesar Rendueles denomina “metáforas víricas neoidealistas”, tan parecidas a las del idealismo alemán del que se burlaron Marx y Heine.  Por contrastar, un informe reciente del Instituto Elcano advierte de que, en realidad, un porcentaje elevadísimo de la población es consciente de los riesgos implicados por el calentamiento global, al que atribuye además un origen antropogénico: el 97% confirmaban su existencia (dejando un margen muy estrecho para el negacionismo) y el 92% le atribuía un origen humano. ¿Dato mata relato? Como afirma Iñigo Errejón, el votante de extrema derecha no se cree una noticia porque esta sea verdadera o falsa, se la cree porque quiere creérsela. Porque dicha noticia reafirma una visión del mundo y un proyecto de sociedad con el que se siente afectivamente identificado.

    23. La verdad objetiva de que la humanidad ha sobrepasado la capacidad de carga del planeta Tierra, ¿por qué debe conducir necesariamente a una toma de conciencia  decrecentista y a un proceso igualitario de autocontención? Resulta igualmente plausible que esa verdad objetiva estimule la aplicación de la ética del bote salvavidas, que considera legítimo impedir que un náufrago suba a una balsa, aunque haya sitio para él, si ese precedente puede animar a otros náufragos a intentarlo poniendo en peligro la estabilidad de la embarcación. Esto es, la verdad objetiva de la extralimitación ecológica está materialmente tan preñada de ecosocialismo como de ecofascismo. Que una u otra interpretación se imponga depende del significado social imperante y del control de los procesos de poder. Ernst Bloch afirmaba en su libro Herencias de la época que, en la espiral viciosa que llevó al fracaso de la República de Weimar, los comunistas se empeñaron en contar la verdad sobre las cosas, mientras que los nazis contaban mentiras a las personas. No cometamos el mismo error otra vez. Permitámonos, al menos contarles el lado más esperanzador de la verdad a las personas.

    24. El colapsismo no es una novedad. Ya ha tenido mucha presencia antes. Lo que nos ofrece otro campo de pruebas empíricas sobre lo distorsionado de su enfoque. Los más evidente es pensar en el “peak oil” del petróleo convencional del año  2006, que puede servirnos como laboratorio para estudiar la potencialidad categorial y política del discurso colapsista. En 2006 el petróleo convencional de buena calidad llegó a un techo de producción en el que se ha mantenido más o menos estancado desde entonces (alrededor de los 75 millones de barriles diarios). Lo que se tradujo en un shock energético a cámara lenta que tuvo un fuerte impacto económico y social y que sin duda influyó en el crack económico del 2008 de un modo que la economía estándar tiende a infravalorar. En aquellos años yo participaba en los círculos colapsistas y realmente considerábamos que el inicio del colapso era inminente. Hubo desgarros y turbulencias, pero el colapso que proyectábamos no llegó. Suelo decir bromeando que llegó el 15M. Una manera simpática de explicar que todo resultó muchísimo más complejo y, por qué no decirlo, también mejor. Pero valoraciones al margen, lo que sucedió es que la crisis económica se gestionó de modos muy diferentes porque además no solo era provocada por la energía. La energía era un factor entre muchos. Además energéticamente se recurrió al fracking, que ofreció un balón de oxígeno al problema de los combustibles líquidos que no se puede despreciar. La política y la geopolítica lo modularon todo. Y a algunas regiones del mundo, y a algunos sectores sociales, les fue mucho peor que a otras. También hubo revueltas, que tras diez años han dado lugar a desenlaces dispares como el Egipto de Al Sisi y el gobierno de Boric en Chile. Llevado a nuestra década y a las que vienen: nadie puede negar que la transición ecológica va a estar jalonada por crisis. Algunas pueden llegar a ser muy duras y muy rápidas si hacemos las cosas mal. Pero no tenemos porque hacer las cosas mal. Todo sigue igual de abierto. Y sigue siendo no solo optimismo de la voluntad, sino de la inteligencia, esforzarse en preparar algo más parecido a un 15M que a un colapso.

    25. Podemos ir más atrás: Occidente ya ha conocido otros discursos anticipatorios ante supuestos derrumbes sociales en gestación pero todavía no visibles. Dejando de lado movimientos milenaristas religiosos, como he mencionado antes la experiencia de la que el ecologismo tiene más que aprender fue el catastrofismo socialista, que atravesó los debates de la II Internacional durante el tránsito entre los siglos XIX y XX. Este catastrofismo predecía la inminencia de un colapso socioeconómico del capitalismo provocado por sus contradicciones internas. Los bisabuelos marxistas también encontraron inercias estructurales desgarradoras en los procesos de acumulación, que supuestamente iban a llevar al capitalismo al colapso: caídas en la tasa de ganancia, necesidad de recurrir a la expansión imperialista en las colonias chocando con un mundo plenamente colonizado, agotamiento de los modos de producción no capitalistas de los que el capitalismo se nutría como un vampiro… Esas inercias eran reales. Pero no llevaron al colapso, sino a la Primera Guerra Mundial (un colapso moral, donde millones de personas perdieron la vida, pero ese es otro tema distinto, conviene no mezclar). De ese acontecimiento surgió un mundo con experiencias políticas muy diferentes: desde los fascismos a la URSS pasando por el New Deal. Toda extrapolación histórica es grosera. Pero situarnos en un marco así, el de varias décadas de competencia política descarnada entre centros de poder con enorme capacidad para marcar el proceso de ajuste con la biosfera, y al mismo tiempo con muchas posibilidades para transformaciones esperanzadoras si sabemos luchar por ellas,  creo que es mucho más ajustado que hacerlo al borde de una suerte de reset súbito de la complejidad social.

    26. Como resumen de todo lo dicho hasta aquí: la crisis ecológica sólo puede ser mirada con gravedad. Con preocupación más que justificada. Estamos sobrepasando diversos límites planetarios muy peligrosos. Por ello necesitamos que la transición ecológica sea también una transición hacia una economía “poscrecimiento” (a la que el proyecto intelectual y activista del decrecimiento puede contribuir como parte de una alianza más amplia). Y pensar y desplegar esta transición económica poscrecentista yendo más allá de una sustitución tecnológica mediante reformas políticas, sociales y culturales que rozarán lo  revolucionario (reformas no reformistas, en palabras de Gorz). Lo que nos debe permitir planificar una reducción de la esfera material de la actividad humana en un contexto, nacional e internacional, de redistribución equitativa de la riqueza. Por supuesto, una tarea histórica muy compleja en las que las posibilidades de fracasar existen. Pero considerar que el fracaso en forma de “colapso” está asegurado (o es altamente probable) participa de un fatalismo histórico que es inconsistente en el plano teórico, sesgado en el plano científico y muy contraproducente en el plano político. Y pensar que el colapso no es un fracaso sino una oportunidad es una ilusión muy peligrosa.

    27. En esa etiqueta que por economía del lenguaje algunos hemos llamado “colapsismo” hay aportes valiosos mezclados con enfoques menos acertados. También matices, tendencias plurales y en ocasiones un empleo muy indefinido de la categoría “colapso”. Pero si nombramos esta etiqueta y discutimos con ella es porque tenemos el convencimiento de que convertir el colapso en el centro de gravedad de la imaginación política ecologista, de un modo u otro, es un camino ideológico descarriado. Que puede alimentar un error generacional tan grave como irreversible. Y sencillamente, no nos lo podemos permitir. Aunque el error no es sancionable, decíamos antes, al mismo tiempo hay errores a los que no tenemos derecho porque de ellos de nada sirve aprender.  La década decisiva para evitar los peores escenarios de la crisis climática es esta. El momento en el que se están derrumbando a un ritmo acelerado los viejos dogmas económicos neoliberales, que tanto han ayudado a situarnos en un callejón ambiental sin salida, es este. Las primeras victorias, sin dudas insuficientes pero no irrelevantes, de una agenda climática viable están teniendo lugar en estos momentos. Y en estos momentos nos amenazan enemigos muy fuertes que pueden sabotear el proceso, que están llamados a prosperar en el clima de opinión al que el colapsismo contribuye y cuya derrota política dista mucho de estar asegurada. En esta tesitura, necesitamos un ecologismo transformador capaz de comparecer y reclamar un protagonismo político que el colapsismo coarta.

    28. Esto significa formular un horizonte de transición ecológica ilusionante y esperanzador, capaz de interpelar a grandes mayorías con una promesa de una vida mejor, en una pluralidad de formas de compromiso muy diferentes.  Significa establecer una relación con la tecnología que no caiga ni en la tecnolatría ni en la tecnofobia, sabiendo que los cambios fundamentales que debemos promover son de índole socioeconómico, político y cultural, pero sin renegar del papel positivo que la innovación tecnológica ya está jugando (y que se vería enormemente potenciado con una apuesta presupuestaria decidida por la ciencia pública).  Significa también que es preciso que el ecologismo construya un modo de acercarse a la economía política en el que la impugnación de las falacias sociales o ecológicas del modelo imperante no conduzca a una incapacidad manifiesta para pensar la dimensión específicamente económica de nuestra situación histórica. Tampoco a una desconexión completa respecto al mundo de la empresa, que no va a desaparecer con una mágica socialización de los medios de producción.  Significa aunar la acción local y territorial de los movimientos sociales, que es insustituible, con el trabajo institucional exitoso que requiere el cambio político en las sociedades modernas.  Lo que pasa por demostrar competencia electoral. Y de un modo casi más importante, habilidades para conquistar posiciones de poder en el entramado del Estado al mismo tiempo que destreza para diseñar e implementar políticas públicas solventes.

    29. Finalmente, todo esto significa que el ecologismo debe incorporar a su mapa del mundo y a sus planes de acción un concepto de transición históricamente sólido, que haya aprendido las muchas y caras lecciones de movimientos hermanos que lo han precedido y de los que pueden nutrirse como el socialismo y el movimiento obrero, el feminismo o las luchas por la descolonización.  El ecologismo debe alejarse de los enfoques totales, de las fantasías maximalistas, de los tremendismos morales y de los espejismos de las transmutaciones alquímicas en los que el discurso colapsista fermenta. El cambio social siempre es una suma caótica y compleja de procesos contradictorios y conquistas parciales, sin hitos definitivos, en los que las solidificaciones del viejo mundo conviven durante mucho tiempo con los atisbos inciertos y frágiles de un mundo nuevo, con fuertes cambios de ritmo entre momentos cálidos y fríos, y con numerosas sorpresas para mal y para bien.

    30. Visto desde lejos, todas estas polémicas sobre el colapsismo seguramente tienen algo de conflicto generacional ecologista. Como de algún modo también supuso un conflicto generacional la irrupción del primer Podemos en la izquierda, o la nueva oleada del movimiento feminista. Hay una generación joven del ecologismo transformador que, en un contexto nuevo, está intentando hacer las cosas de un modo un poco diferente a como lo hizo la gente más mayor, de la que sin embargo ha aprendido  mucho y sigue aprendiendo a pesar de las diferencias. Más allá de confrontar con las ideas de Jorge Riechmann, la amistad y el cariño personal así como el respeto intelectual siguen intactos. Las ganas de colaborar son fuertes y las posibilidades de hacerlo, muchas. Hablo de Jorge porque con él se ha iniciado esta conversación, pero sirve para Yayo, Luis, Antonio o muchos de los compañeros y compañeras que, sintiéndose o no identificados con la etiqueta colapsista, simplificadora y por tanto tan útil y a la vez tan inútil como cualquier etiqueta, puedan discrepar de las posiciones que aquí he defendido. Sin duda, en los conflictos generacionales políticos (en los que la edad es un factor bastante relativo, por cierto) los que vienen de nuevas tienen que pecar de cierta insolencia que roza el desagradecimiento. Y los más viejos de cierto conservadurismo y cierto pesimismo. Lo que suele pasar a la larga es que ambas partes tenían sus razones y sus confusiones, aunque en el momento no se pueda distinguir bien. Por mi parte, trataré de esforzarme en no ser ni insolente ni desagradecido. Y creo que no lo soy si afirmo, pues él mismo lo reconoce, que Jorge deseará de corazón, si la suerte nos sonríe a ambos y estamos vivos hacia el año 2050, admitir que en este asunto concreto del colapso su posición no era la acertada.

    La ilustración de cabecera es «Marine d’abord (Study for a rug)», de Eileen Gray (1878-1976). 

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  • No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (I) – Emilio Santiago Muiño

    No tenemos derecho al colapsismo. Una conversación con Jorge Riechmann (I) – Emilio Santiago Muiño

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    Por Emilio Santiago Muiño. 

    Este artículo constituye la primera mitad de una respuesta en dos partes a un artículo publicado por Jorge Riechmann en su blog. Por su extensión no tiene cabida en medios de comunicación de masas, pero nos parece una aportación valiosa e interesante sobre los debates que se están dando en el ecologismo actualmente. La segunda parte está disponible aquí

    Sobre la definición de colapso y su idoneidad política.

    1. Mi amigo Jorge Riechmann publicó en su blog, hace unos días, unas breves observaciones sobre colapsismo. En buena medida, una respuesta a las posiciones que algunas personas, como Héctor Tejero o yo mismo, hemos mantenido en los últimos meses alrededor del colapso, su certeza científica y su idoneidad política para el ecologismo transformador. Lo primero, agradecer a Jorge el medio y las formas. Es obvio que se ha abierto un debate al respecto (aunque sea de nicho). Debatir no es malo. Es lo lógico en cualquier movimiento que, si es sano, tendrá pluralidad de perspectivas y asuntos en juego. Supongo que los recelos al debate derivan de los feos que suelen ponerse al desarrollarse en una esfera pública tóxica. A falta de estructuras orgánicas comunes en las que poder discutir empotrados en la responsabilidad que da participar en un proyecto colectivo, un intercambio reposado de textos es preferible a una batalla de gallos en twitter (aunque estas últimas tampoco deberíamos dramatizarlas, ganaríamos quitándole hierro y asumiendo lo que tienen de progreso histórico casi pinkeriano: ¡siempre es mejor unos zascas en redes que un piolet!)

    2. Jorge parte de constatar que el ecologismo lleva siendo acusado de catastrofista desde siempre. Habría que matizar, porque ecologismos hay muchos, incluso dentro de nuestro país, y además el de nuestro país tiene algunos endemismos particulares, fruto de su peculiar historia política. No es casualidad que en la huelga climática del pasado septiembre, las movilizaciones en España incluyeran en sus lemas la coletilla “por un territorio autosuficiente” (lo que daría para epígrafe si Ortega escribiese hoy La España invertebrada). Pero este es un buen punto de partida.  Hay quienes consideramos que el ecologismo, si quiere tener rendimientos transformadores más eficaces, igual tiene que hacer algunas cosas de manera distinta. Lejos aquí de pecar de adanismo: la labor histórica del ecologismo ha sido inmensa. Es nuestro legado y sabemos valorarlo. Pero para ir más allá, ahora que el ecologismo está llamado a jugar un papel central, creemos que es necesario superar algunos puntos débiles. 

    3. Florent Marcellesi resume muy bien las tareas pendientes del ecologismo en su lado más práctico: “La ecología política española tiene el reto de pasar del esencialismo al constructivismo, del nicho a la transversalidad, de la protesta a la propuesta y del catastrofismo a la esperanza. Es decir, aprovechar la oportunidad de dejar de ser la resistencia ecologista para estar en condiciones de liderar la nueva hegemonía verde”. Y lo mismo cabe decir en lo teórico, dos planos con fuertes vasos comunicantes aunque no sean inmediatos. Por centrarnos sólo en el agujero que el pensamiento ecologista tiene respecto a una teoría sólida Estado, y no es ni mucho menos el único asunto conceptual no resuelto, el ecologismo aún no ha tenido su momento Lenin, su momento Gramsci, su momento Poulantzas-Miliband-Laclau. Esta inmadurez se debe, seguramente, a que hasta hace muy poco el ecologismo no se ha visto en la tesitura práctica de ejercer poder, con los nuevos problemas que eso conlleva. Especialmente en el contexto político español y latinoamericano, que aunque sea solo por la lengua es el de nuestro debate espontáneo.

    4. Yayo Herrero afirma que “las lecciones que damos desde todas las partes no están avaladas por una práctica exitosa o ganadora en términos de máximos”. El comentario de Yayo es pertinente porque nunca se trata de dar lecciones. Pero usar como patrón de medida “una práctica ganadora en términos de máximos” implica renunciar a los aprendizajes de la experiencia política acumulada. Que nunca son de máximos porque nunca se gana del todo (¿qué sería ganar?, ¿el ecosocialismo, el comunismo, el Reino de la libertad?), sino que son parciales. Pero aún siendo parciales, resultan tremendamente iluminadores. En terrenos como la articulación de mayorías, la comunicación política, la importancia de los mass media o de los aparatos administrativos del Estado, aplicados a nuestro contexto histórico, hemos avanzado sustancialmente. Y podemos y debemos exigirnos cierta competencia respaldada por los hechos. Del mismo modo que hoy nadie serio puede albergar las mismas ilusiones que hace un siglo sobre la revolución como tábula rasa, el proletariado como clase universal o el carácter científico de la ideología marxista. Por quedarnos más cerca, actuar políticamente en 2022 como si no hubiera existido la década ganada latinoamericana, como si el primer Podemos no hubiera irrumpido con cinco millones de votos que se volatilizaron en su deriva posterior, como si el corto verano del municipalismo no nos hubiera arrojado enseñanzas, como si en Chile, con dos estrategias muy distintas, no se hubiera ganado unas elecciones presidenciales y se hubiera perdido, seis meses después, un proceso constituyente …puentear todo esto es renunciar al aprendizaje reflexivo sobre los asuntos más serios. La política no es una ciencia, es una praxiología, como señala siempre Cesar Rendueles. Como la cocina o la interpretación musical. Pero eso no significa que no haya aquí conocimiento que nos permita separar el acierto del error. Cocinar una receta deliciosa o una incomible. 

    5. “Estamos en 2022 (no en 1972, ni en 1992, ni en 2002)”, dice Jorge, sugiriendo que el tiempo para evitar el colapso se ha terminado. Es verdad que en concentración de dióxido de carbono atmosférico o en destrucción de biodiversidad estamos mucho peor que hace cincuenta, treinta o veinte años. Pero, al mismo tiempo, 2022 significa también energías renovables increíblemente baratas, una conciencia ciudadana realmente masiva sobre el cambio climático y conquistas ecologistas en el diseño de las líneas maestras de las políticas europeas que hubieran sido inimaginables no hace veinte, sino hace solo cinco años (aunque no estén consolidadas, y todo dependa de su aplicación). Poner el acento en la parte más lúgubre de nuestro presente, minimizando la más transformadora, es un efecto derivado de eso que hemos llamado colapsismo.

    6. El colapsismo es una galaxia ideológica en formación que, con sus muchas variaciones internas, comparte la creencia en que algo que se decide nombrar con la palabra “colapso” es un hecho consumado (“estamos colapsando”), o al menos un suceso futuro extremadamente probable. El colapsismo no defiende el colapso ni lo busca, la mayoría del colapsismo trata de evitarlo,  aunque es verdad  que algunas voces dentro de él lo entienden  también como una suerte de oportunidad. Como toda ideología, además de análisis fríos y arquitecturas teóricas, muchas veces implícitas, el colapsismo comparte afectos, estética, modos de razonar. También es, en definitiva, un estado de ánimo. Y aunque la diversidad interna es grande, empezando por usar diferentes definiciones de colapso, no es ni mucho menos mayor que la que separa a un Kim Il-sung de un Theodor Adorno, ¡y en ambos casos es legítimo hablar de marxismo! Por economía del lenguaje, seguiré utilizando la categoría colapsismo como eso que nombra lo que une, con cierta coherencia interna, diversos discursos ecologistas que tienen, después, muchísimos matices.

    7. A quienes hemos entrado a discutir la preeminencia del colapsismo en el ecologismo español se nos ha dicho que estamos construyendo bandos artificiales. Me parece que aquí se está pidiendo un imposible. Porque es imposible que un debate colectivo, a cierta escala, no acabe destilando posiciones enfrentadas en base a formaciones discursivas con cierta coherencia interna y refuerzo mutuo entre sus participantes. Vamos, eso que se puede llamar bandos. En la historia de las ideas y en la de los grupos políticos, siempre es así.  Por eso los “bandos” no los estamos construyendo, sino que ya están dados. Y como en cualquier debate, por supuesto que hay mucha zona gris, y gente que revolotea en tierra de nadie.  Quizá lo más útil, como en cualquier gestión democrática de los conflictos, sea cambiar la mirada: pasar de la lógica antagónica de la guerra, los bandos, a la lógica agónica del juego, los equipos. Después de los partidos de fútbol más enconados participantes de los dos equipos pueden confraternizar. Nada impide, como de hecho ya sucede, que en medio y después de estas polémicas estratégicas los que compartimos mucho, y sin duda yo con los compañeros colapsistas comparto mucho,  podamos confraternizar y trabajar juntos cuando toque. El ecologismo, como comentaba Luís González Reyes, no tiene por qué abandonar el tipo de espíritu cooperativo que permite a entidades tan diferentes como WWF y Ecologistas en Acción aliarse (aunque es verdad que a medida que las polémicas concretas tengan efectos reales, en cuestiones como hidrógeno verde o renovables, quizá las cosas se pondrán más tensas).

    8. Rechazar el colapsismo no implica algo así como pintar de color de rosa el futuro de la humanidad. El presente ecosocial ya es terrible y desazonador. Las décadas que vienen pueden serlo muchísimo más. La catástrofe ya está ocurriendo de modo “desigual y combinado” y su generalización e intensificación es una posibilidad que no se puede minusvalorar. Nuestra oposición al colapsismo parte de considerar que se cimienta en un diagnóstico erróneo que da lugar a una estrategia política contraproducente. Solo lo segundo justificaría que el ecologismo buscara otras vías. Pero lo primero, el error en el diagnóstico, confiere al debate su verdadero sentido: situarse voluntariamente en una posición de derrota, que el propio Jorge reconoce, impidiendo al ecologismo comparecer justo cuando está más llamado a ello, y hacerlo en base a premisas cuanto menos controvertidas, es algo que roza la negligencia histórica.

    9. En su último libro, Donna Haraway apuntaba a la necesidad de encontrar una tercera vía entre la actitud Game Over del ecologismo apocalíptico y las fantasías del tecno-optimismo. Bruno Latuor, en sus últimos ensayos, hace la pirueta lingüística de reivindicar el apocalipsis pero, paradójicamente, para llevar la contraria a los colapsólogos, a los que considera “partidarios de una muy mala religión”. “¡Demasiado tarde para ser pesimistas!”, grita el ecosocialista belga Daniel Tanuro, compañero de Jorge en el ecosocialismo europeo, con quién presuponemos que mantendrá una polémica parecida a la que mantiene con nosotros.  El debate sobre el colapsismo no nos lo hemos inventado Héctor Tejero y yo. Está en todas partes. En todos los países. En cada sitio adaptado a sus peculiaridades. Si Clemente Álvarez publicó su artículo este verano, más o menos acertado según gustos, pero siempre legítimo, es porque captó bien un runrún que está en el sentir general de ciertos espacios. Hay un discurso ecologista, que tiene peso, y que se percibe que conduce a un callejón sin salida. Y hay una demanda amplia de otros enfoques.  

    10. Unas palabras previas sobre qué entendemos por colapso. Lo primero, hay que distinguir el uso del término colapso en ámbitos como la ecología, donde está bien delimitado, frente al mundo social. Salvo que se piense que una sociedad es un ecosistema, no se puede trasladar una definición de un campo a otro de manera automática. El problema es que hay sensibilidades dentro del colapsismo que tienden a realizar esta confusión. Pero las sociedades, aunque sean ecodependientes de sus ecosistemas, no funcionan ni funcionarán jamás como los blooms de algas, metáfora que al colapsismo le gusta mucho usar. Las algas no tienen I+D. Pero para que no se me acuse de tecno-optimismo,  tampoco tienen fenómenos como el cristianismo, el nazismo, el imperialismo o el movimiento obrero.

    11. Jorge dice que mi definición de colapso como “Estado fallido” es muy sui géneris. Es verdad. Solo intento perfilar una idea difusa que el colapsismo usa de un modo muy vago. “El ecologismo tiene un problema con la noción de colapso” afirmó Ernest García en la presentación de Ecología e igualdad, en Madrid, en la que Jorge y yo compartimos mesa con uno de los grandes sociólogos ambientales de nuestro país. Ugo Bardi, y es una de las cabezas más brillantes del colapsismo, llega a considerar “colapso”, seguramente con cierto humor, cualquier proceso de cambio rápido que implique cierto grado de destrucción, ¡literalmente hasta un divorcio! Incluso siendo un chiste, el chascarrillo dice mucho del colapsismo como estado de ánimo y su obsesión de ver el colapso por todas partes. Pero más allá del chiste, este problema de la falta de rigurosidad en la definición de colapso se puede remontar hasta el mismo Informe de Límites del Crecimiento que Jorge me cita. Como bien sabe Jorge, World 3 es un modelo global que no atiende a diferenciaciones regionales. Cualquier noción de colapso que se emplea en sus escenarios solo puede ser intuitiva, porque es macroscópica, y no se hace cargo del margen de acción de la geopolítica y de la diferente capacidad de reacción de los Estados-nación. ¡Y aquí no podemos confundir el deber ser moral y el ser analítico! Que el correctivo ecológico debiera ser justo, y no reproducir las asimetrías de poder del mundo realmente existente, no significa que podamos hacer buenos análisis de lo que cabe esperar sin considerar las cosas tal y como son. Y las cosas tal y como son parten de constatar que bajo el paraguas de eso que se llama colapso, en nuestras realidades políticas extremadamente desiguales, unas partes del sistema mundo que estudia el World 3 pueden prosperar a costa de que otras colapsen más profundamente. Lo que invalida el término colapso y exige otras categorías (colonialismo climático, apartheid ecológico, ecofascismos, eco-exclusión, exterminismo…categorías todas ellas que movilizan otras disposiciones estratégicas diferentes a la del colapso).

    12. Cuando Yves Cochet define el colapso como la imposibilidad de que las necesidades básicas sean cubiertas por el Estado y el mercado, de lo que está hablando es de un Estado fallido. Cuando se piensa en términos de resiliencia local y “balsas de emergencia” como respuesta al colapso, se piensa en términos de reaccionar ante un Estado fallido. Esto es el centro real del imaginario colapsista. Un Estado fallido, o al menos muy comprometido en su capacidad de regulación de la vida normal (Estado que, por cierto, no puede ser reducido como hace Jorge a ejército y policía). Definir el colapso como pérdida de complejidad social es un cheque en blanco categorial. La complejidad social se intuye, pero no se puede medir. De los cuatro indicadores que propone Jorge, solo la dimensión demográfica es cuantificable. Las otras tres no lo son porque esos rasgos de la complejidad (información, interconexión, especialización) son esencialmente cualitativos. Como se preguntaba Eduardo García, ¿qué es más compleja, una oruga o una mariposa?

    13. Muchos compañeros, como por ejemplo Luis González Reyes, usan la categoría de colapso y después matizan que se trata de un proceso largo e irregular. “Más como una piedra que rueda por una colina cuesta abajo que una piedra que cae por un barranco”, cito de memoria. La imagen que usa Luis define muy bien lo que puede suceder. Pero creo que es incongruente. La palabra colapso remite a una idea de destrucción súbita e irreversible (lo cual explica parte de su éxito en una sociedad en la que los imaginarios apocalípticos y distópicos son muy fuertes). Esa es su especificidad semántica. Y ese es su viento inconsciente a favor: el síncope fulminante. Para referirse a algo que pueda durar mucho tiempo, podemos hablar de decadencia o de declive. Pero no es la palabra elegida porque sus connotaciones espontáneas, y sus implicaciones políticas subliminales, son otras. Del mismo modo tampoco se habla de mutación, de adaptación, o de crisis, porque esos tres términos no permiten las moralejas colapsistas. En bastantes casos, moralejas anarquistas. En todos los casos, moralejas enormemente disruptivas, como veremos muy mesiánicas, en forma de gran hundimiento o llamada a una revolución cuyas condiciones objetivas serían escandalosamente claras. Moralejas cuya letra pequeña siempre es minusvalorar, puentear o despreciar la política realmente existente. 

    14. Respecto al colapso como idea políticamente contraproducente, al menos Jorge no se lleva a engaños. Sabe que el colapso sería una tragedia, y como toda tragedia, sabe que asumirla es netamente desmovilizador. Otras voces colapsistas mantienen posiciones, a mi entender, más ingenuas. Casi nadie celebra el colapso, cierto (aunque a veces cabe sospechar si en algunos discursos no opera un cierto goce oscuro que proviene del resentimiento, de disfrutar anticipadamente con un ajuste de cuentas frente a los pecados ecológicos de la modernidad industrial). Pero el colapsismo más anarquista suele entender que no todos sus rasgos son negativos, como afirma literalmente Carlos Taibo.  Y ve en el colapso una ventana de oportunidad para sociedades comunitarias sin Estado.  En mi opinión, aquí opera un fallo de cálculo: a ojo de buen cubero, y partiendo de donde partimos, tras un hipotético colapso, si hay una persona viviendo en un caracol zapatista autogestionado por cada 100 personas viviendo en un contexto brutal gobernado por mafias y señores de la guerra, creo que sería un éxito milagroso.   

    15. En este tema, parece que se impone el enésimo derbi entre miedo y esperanza. Como constatan Álvaro García Linera e Iñigo Errejón, toda acción transformadora desde abajo exige una sobreacumulación de esperanza (unida, sin duda, a la indignación y la rabia de una promesa incumplida, de un fallo en las élites). Yayo Herrero, por el contrario, suele citar a Naomi Klein cuando afirma que el miedo paraliza únicamente si estás solo y no sabes dónde correr. Cabría añadir dos matices: el primero, que esa frase es válida sólo para un sprint. Para un proceso tipo gran desastre natural inmediato y evidente. Pero en una carrera de fondo, confusa, y con efectos diferenciales, el miedo contribuye mucho más al sálvese quien pueda. Aquí, de nuevo, que el colapso se use en un sentido riguroso, como algo rápido, o en un sentido laxo, como un sinónimo de “los malos tiempos por venir” es importante para el conjunto del paquete argumentativo. El segundo matiz es que el colapso está más allá del miedo. Miedo nos lo genera cualquier informe científico. Miedo nos lo genera el parte meteorológico de cada noche. El miedo ya es nuestro mundo. La ecoansiedad está en todas partes. En este contexto, donde si algo resulta realmente inverosímil es un futuro mejor, el colapsismo es el miedo pasado de rosca: es la promesa del terror asegurado.

    16. Jorge admite que aunque el colapsismo puede ser estéril para hacer política dentro de las instituciones realmente existentes, “no se hace política sólo en ellas, sino a veces impugnándolas”. No tiene sentido entrar en un debate infinito sobre cuánto puede aquí Jorge sobredimensionar las posibilidades de eso que llama “impugnación” a la luz de la experiencia de los últimos 200 años, y también a partir del tipo de sociedad que hoy somos. Porque sospecho que Jorge está haciendo un brindis retórico al sol y cualquier perspectiva coherente con el conjunto de tesis que defiende solo puede concluir en unas expectativas sobre la “impugnación”, al menos, tan modestas como las que plantea hacia todo lo demás. Solo aclarar que el colapsismo es contraproducente, para cualquier tipo de acción transformadora constructiva, no solo la vía electoral. Como solo se puede construir con los materiales sociales dados, y asumir el colapso es asumir su inminente caducidad (especialmente en las versiones fuertes del mismo), el desincentivo es enorme. ¿Alguien cree que se puede construir, por ejemplo, un tejido de economía cooperativa funcional y potente, con lo que implica de inversión económica y de tiempo, bajo el signo del colapso?

    17. Movilizar a los movilizados, desmovilizar a los desmovilizados. Ese es el efecto del colapsismo. Mientras que con el colapsismo extremas minorías pueden prepararse para “colapsar mejor”, y quizá realizar avances micropolíticos en ese sentido, signifique lo que signifique eso (como bromea Ernest García en Ecología e igualdad “quien tenga suerte de hacerse con una parcela cultivable, practique en ella la agricultura ecológica, y se emplee a fondo en mantener a raya a los asaltantes, tendrá algunos días ratas para cenar”), la preeminencia del discurso colapsista en el debate público alimentará, en una proporción cien o mil veces mayor, el nihilismo y el cinismo de época. Esa  actitud que tan bien resume el refranero español:  “para lo que me queda en el convento, me cago dentro”.

    18. De hecho, en la coyuntura actual, cuando el discurso colapsista salta del nicho a la esfera pública mainstream, su efecto político inmediato juega mucho más a favor de alimentar la idea de un momento de recambio bipartidsta (ahora tocaría un gobierno del PP que coja el testigo de un gobierno del PSOE desastroso, en el que todo va mal), que a favor de organizar un movimiento masivo a favor del decrecimiento. Antonio Turiel ha hecho un trabajo muy notable en la divulgación sobre la dimensión energética de nuestra crisis socioecológica, que es real y exige reflexión y acciones serias. Para alejarse de aquello que llamamos colapsismo, según sus propias declaraciones un sambenito que le ha sido colocado injustamente, Antonio Turiel podría hacer dos cosas: además de asumir toda una serie de precauciones epistemológicas y diagnósticas en el salto de la energía a lo social (que comentaré en la segunda parte de estas notas), podría hacerse cargo, con mayor reflexividad, del efecto político de su mensaje. Porque las advertencias bienintencionadas sobre la ruina inminente de nuestra civilización pueden ser el caldo de cultivo perfecto para que florezcan las maniobras malintencionadas para tumbar este gobierno (y seguramente, el gobierno cambie muchas veces antes de que nuestra civilización se derrumbe). Evitar estas contraindicaciones exige modular el mensaje, que no es lo mismo que mentir. Y esto  resulta imposible si se parte de esquemas completamente erróneos sobre el papel de la verdad científica en los procesos sociales.

    19. Que en poco más de un año podemos tener un gobierno del PP y Vox en la Moncloa, que tumbe el trabajo realizado en materia de transición ecológica justa desde el 2018 y nos hagan perder todo lo ganado, por muy insuficiente que sea lo ganado, es el tipo de problemas políticos importantes que el colapsismo impide pensar con seriedad. Sé que Jorge sabe de sobra que no es lo mismo que el Ministerio de Transición Ecológica esté en manos de Teresa Ribera (que por cierto ha hecho un trabajo notablemente mejor del esperado) que un negacionista de Vox. Como no es lo mismo vivir en un país con sanidad pública o sin ella. O en un país donde el acceso a las armas facilite la rutinización de las matanzas en las escuelas que en uno donde no suceda. O en un país donde el derecho al aborto esté asegurado o no se pueda sobornar a la policía (el tipo de minucias que los amigos anarquistas desprecian y que dependen íntegramente de las políticas públicas y quien las diseñe e implemente). Pero cuando afirma “para gobernar, ya está Teresa Ribera”… además de ni siquiera poder imaginar a un ecologismo más transformador en el gobierno…¿no está dando Jorge Riechmann por sentado, de manera peligrosamente infundada, que Teresa Ribera gobernará? 

    20. “No nadamos a favor de la corriente”, nos recuerda Santiago Alba Rico. Esto hay que escribirlo en letras de fuego en nuestras mentes. La crisis ecológica tampoco nos pone a favor de la corriente, una ilusión peligrosa en la que muchos colapsistas incurren. En los debates grupusculares del ecologismo se combate confundiendo Green New Deal con capitalismo verde como si éste fuera un paradigma de gobernanza consolidado. Como si el negacionismo climático no hubiera estado cerca de volver ganar las elecciones en Estados Unidos, promoviendo además un golpe de Estado que, gracias al compromiso democrático de sus aparatos de Estado (manda narices) salió mal. Como si en la reciente segunda vuelta brasileña  un negacionismo orgulloso de activar ese tipping point climático que es la Amazonía, entre otros crímenes que reivindica con orgullo, no hubiera quedado a menos de un punto de volver a repetir mandato (y seguimos pendientes aún de que acepte democráticamente su derrota). 

    21. Pese a estar en la década decisiva de la lucha climática, las conquistas ecologistas en la guerra de posiciones que hemos logrado en los últimos años son extremadamente frágiles. Estamos solo a unas elecciones perdidas de que se puedan disolver como un azucarillo en el café (y si la cosa no es tan dramática, y también manda narices, en el fondo es porque estamos tecnocráticamente sometidos a la Unión Europea, lo que no cambia el problema, sólo lo desplaza a otro lugar). Cualquier discurso ecologista tiene que calibrar cuál es su verdadero papel, más allá de sus intenciones, en un contexto de competencia política en el que estas fuerzas negacionistas (algunas negacionistas climáticas, todas negacionistas de la igualdad humana) son infinitamente más fuertes que nosotros y van a usar nuestros errores a su favor. Jorge habla en su texto, de forma muy desafortunada, de “niños malcriados”. Tampoco lo merece, pero este epíteto creo que más que a nuestro pueblo se ajustaría  mejor al maximalismo irresponsable de cierto ecologismo que maneja un cuadro de la realidad política profundamente fantasioso.

    22. Un argumento común en los debates sobre el colapso es que no importa la fecha sino la tendencia. “Cinco o diez años no importa demasiado”, me dice muchas veces Luis González Reyes en los numerosos y enriquecedores debates que tenemos al respecto. Pero cinco años es lo que separa la proclamación de la República del inicio de la Guerra Civil. Ocho años, el fin de la República de Weimar con el ascenso de Hitler y el inicio de la Solución Final. En política, un lustro es un universo. Lo que puede estar en juego en cinco años lo es todo. Este es un síntoma de uno de los peores efectos del colapsismo, que es lo que tiene de autocastración política para el ecologismo. Algo que, por cierto, tiene mucho de ósmosis con nuestro tiempo.

    23. “Todos somos más hijos de nuestra época que de nuestros padres”, decía Debord. Nadie está exento de ello. Y seguramente hay mucho de cierto en las críticas que el Green New Deal recibe por tener un enfoque muy anclado en los países centrales del sistema mundo, o un punto de confianza tecnológica excesiva. Como es cierto que en el discurso colapsista se reproducen, de un modo fiel, algunos apotegmas neoliberales esenciales. Hemos mencionado alguna vez que el colapsismo rima muy bien con la inmensa cantidad de películas y series post-apocalípticas que gobiernan nuestra cultura audiovisual. También rima muy bien con la despolitización general que el neoliberalismo produce en serie. ¿No es acaso el colapsismo, de alguna manera, un remake ecologista del no hay alternativa de Thatcher?

    24. El colapsismo retroalimenta el clima de despolitización del que surge. Y eso tiene efectos nocivos en el ecologismo. El tipo de mirada y el tipo de agenda reflexiva que impone resultan muy esclarecedores. Dice Jorge Riechmann en sus notas que “si el ecologismo abandona el colapsismo, perderá sus órganos sensoriales más valiosos”. Partamos de la base de que este no es un debate que busque que nadie abandone nada, sino que busca compensar, contrapesar y diversificar. Pero creo que la tesis es matizable. El colapsismo permite introducir algunos análisis metabólicos importantes (aunque como veremos, también sesgados). Pero lo hace a costa de una auténtica atrofia en sus órganos sensoriales políticos. ¿Dónde están las reflexiones ecologistas sobre las políticas públicas de emergencia durante estos años en que la gestión de la pandemia del covid cambió radicalmente cualquier expectativa respecto al poder de intervención del Estado? ¿Dónde están las reflexiones ecosocialistas sobre los hechos económicos absolutamente trascendentales y la batalla ideológica que está teniendo lugar con la muerte teórica del neoliberalismo, batalla que no es especulativa sino que está desplazando, con efectos prácticos impresionantes, las placas tectónicas de la economía política europea? Hechos como la reforma del mercado energético o la mutualización de la deuda son transformaciones en curso que deberían estar en el centro de nuestras reflexiones ecosocialistas. Sin embargo, es significativo que para encontrar un ecologista que trabaje estos temas haya que acudir a la magnífica newsletter de Xan López, Amalgama, mientras que el filósofo más importante del ecologismo no solo en España, sino uno de los más importantes en lengua castellana, Jorge Riechmann, trabaja sobre ética gaiana. Algo fascinante y muy necesario, no quiero restarle un ápice de valor a la gaiapolítica de Jorge. No lo digo como una concesión vacía sino que es un reconocimiento honesto.  Pero también, honestamente, considero que es una tarea extremadamente vanguardista. Cuya aplicación política mínimamente verosímil igual tiene que esperar tres o cuatro décadas. Este es el tipo de jerarquía de prioridades que algo como el colapsismo fomenta. Y que aunque no sea su voluntad, porque evidentemente no lo es,  son despolitizadoras por incomparecencia.

    25. Los efectos despolitizadores (o contraproducentemente politizadores) del colapsismo en la batalla de ideas, donde uno puede permitirse ciertos lujos intelectuales, son todavía más claros en la praxis ecologista. Una dosis colapsista excesiva fomenta una cultura política en la que un cuadro joven ecologista medio, de esos que abundan desgraciadamente tan poco, tenga mucho más fácil orientar su valiosísima voluntad transformadora hacia un proyecto permacultural neorrurural  o la construcción del enésimo banco de tiempo fallido, que hacia otros caminos menos transitados. Que impliquen por ejemplo convertirse en abogados del Estado o entender cómo podrían operar los bancos centrales para facilitar la descarbonización. Por supuesto necesitamos permacultores. Pero para que el pez deje de morderse la cola, la transición agroecológica en la España vaciada necesita políticas públicas que la protejan y la favorezcan. Y para que eso deje de ser una palabra bonita en un libro y pase a ser realidad es igualmente necesario abogados del Estado y economistas. Economistas ecológicos sí. Pero que a la vez que sepan hablar el lenguaje de la economía convencional sin presentar siempre una enmienda a la totalidad que resulta inoperativa.

    26. Lo mismo podríamos decir de los recientes debates sobre si la explotación del hidrógeno verde convertirá a España en una “colonia energética”. Lo que aquí llamamos colapsismo es un marco ideológico que tiende a eclipsar lo mucho que la política tiene que decir en este desenlace, posible pero en absoluto asegurado. Por no hablar de que ese marco facilita mucho restar importancia a las coherencias espontáneas que un discurso como el de “España colonia energética” tiene con el planteamiento de una extrema derecha que habla de la descarbonización como “el suicidio de la soberanía nacional”.

    27. Y qué decir del papel del colapsismo en la cuestión de los conflictos que se están dando por la implantación de las energías renovables en algunos territorios. Sin duda, este es un asunto complejo porque las renovables tienen impactos que conviene rebajar. Y bajo la sombra del oligopolio eléctrico español su implementación dista mucho de responder a una cobertura de necesidades, y a una socialización de la riqueza asociada, sino a una maximización extractiva de beneficios. Pero impactos mucho mayores tiene no transformar a toda velocidad nuestro sistema energético. En esta paradoja, la visión exageradamente pesimista de las renovables que el colapsismo fomenta está alimentando una beligerancia visceral e irracional, que como dice el refrán, “está dispuesta a tirar el niño junto con el agua sucia”. Que enorme sinsentido es que justo en el momento en que la descarbonización se pone en marcha a una velocidad mínimamente adecuada, se multipliquen las resistencias a las mismas, algunas justificadas, y otras en absoluto. Que un proyecto tan interesante como el que la empresa pública noruega Statkraft intenta impulsar en Euskadi negociando con EH Bildu, un proyecto que supondría una tercera vía fundamental entre la insuficiencia constatada del autoconsumo y las propuestas de renovables obedientes a las lógicas del oligopolio, esté generando un enorme conflicto en las bases del ecologismo vasco, al mismo tiempo que la ampliación de la terminal gasística del puerto de Bilbo pasa más desapercibida, supone una situación muy esclarecedora. Intencionalmente o no, un pesimismo exacerbado sobre las renovables, como el que es común en algunos discursos colapsistas, facilita mucho que la sociedad adopte posiciones nimby. Que en términos energéticos son mucho más un caballo de Troya de la energía nuclear o de la continuidad fósil que un vector de decrecimiento consecuente.

    28. Es necesario aclarar aquí que nuestro debate con el colapsismo no es un debate con el decrecimiento. Son dos posiciones diferentes. Tanto Héctor Tejero como yo nos consideramos algo así como decrecentistas que intentan avanzar en esa dirección aplicando cierto realismo político, como defendemos en este artículo a favor de una amplia alianza poscrecentista. También somos perfectamente conscientes de que el capitalismo es una máquina de generar externalidades, y su superación histórica sigue siendo nuestro compromiso político más querido. Pero nos hacemos cargo de las lecciones del siglo XX. Y entendemos, como decía Latour, que paradójicamente cualquier todo es menor que sus partes. Lo que significa que la transformación del sistema pasa más por actuar sobre las partes que lo conforman, para ir dando lugar evolutivamente a un todo diferente, que por el viejo sueño del big bang revolucionario. Lo que en lo concreto, por ejemplo en la búsqueda de relaciones ecosociales Norte-Sur más justas, debería conducir al ecologismo del Norte a centrarse en políticas viables de reducción de consumos (eficiencia, reciclaje, bienes comunes) unidas a eso que nos demandan los compañeros del Sur: normas más equitativas de comercio internacional.  

    29. No tiene que ver mucho con el colapsismo, solo de manera indirecta, pero donde considero que Jorge se equivoca profundamente en sus notas es cuando  realiza afirmaciones como «“el pueblo que somos” debería avergonzarnos en cuanto nos examinásemos frente al espejo con una mínima serenidad» o «¿podemos considerar, como seres humanos racionales y adultos ⸺y no como niños malcriados⸺, que nos hemos metido en una trampa?» Creo que siempre conviene parar y replantearnos las cosas cuando nuestros razonamientos nos acerquen a un sitio que se parezca al famoso poema de Brecht, donde se esepcula si no sería más fácil “disolver al pueblo y elegir otro”.   Por supuesto, existe el margen para la mejora ética de nuestros comportamientos, y eso no es políticamente irrelevante. Pero en estas frases, tanto en fondo como en forma, están condensados algunos de los peores errores de la izquierda del siglo XX. Algo que en el siglo XXI conviene dejar atrás: superioridad moral, vanguardismo, racionalismo exacerbado, pulsión paternalista que te lleva a regañar a tu pueblo como si fuese menor de edad. Y sobre todo, una notable incapacidad para comprender las lógicas que operan en la vida cotidiana de la gente.  ¡Como si no hubiera sólidas razones, sociológicas, antropológicas, políticas e históricas para comportarnos como nos comportamos, por muy autodestructivo e injusto que sea este comportamiento! ¡Como si el ecocidio fuese una suma de caprichos adolescentes y no una inercia sistémica increíblemente compleja y resistente! ¡Como si en medio de la precariedad económica y biográfica que hoy sufren millones de personas no fuera adulto o racional tratar de sobrevivir asumiendo cierta dirección (nefasta) de la corriente! Resulta desconcertante que un autor como Jorge, que escribe con tanta sabiduría sobre la condición antropológica trágica del ser humano, por ejemplo cuando afirma “todos somos simios averiados” o “todos somos minusválidos”,  tenga luego estos comentarios. Creo que es siempre mejor asumir la máxima de Whitman cuando decía: “no moralizo, conozco el alma”. Seguramente Jorge no considere que esté moralizando, solo autoexigiéndose (y autoexigiéndonos) una entereza moral nueva. Esa que impone una época más oscura que muchas otras antes. No es baladí, porque es verdad que estamos moralmente mal preparados para las consecuencias gigantes de lo que estamos provocando. Pero la línea es borrosa. Y creo que no se percibe bien lo borrosa que es porque algunas de las aporías teóricas que son comunes en el pensamiento colapsista (el factor político de la verdad, cierto holismo ontológico) entran en juego.    

    30.  La segunda parte de estas notas tratarán de discutir no solo con lo que el colapsismo tiene de estrategia política contraproducente, sino lo que tiene de diagnóstico desenfocado. Esta primera parte ha intentado argumentar, de modo sucinto, por qué algunos sentimos que el colapsismo es una tentación política a la que no tenemos derecho. No tenemos derecho a asumir está década decisiva de batalla política ecologista desde una posición de desventaja tan manifiesta. Menos derecho tenemos a hacerlo si además llegamos a la conclusión de que el análisis frío de nuestras posibilidades es un poco menos estrecho de lo que el colapsismo tiende a asumir.  

    La ilustración de cabecera es «Sin título », de Eileen Gray (1878-1976). 

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  • Un planeta en llamas – ¿Debería el movimiento climático abrazar el sabotaje?

    Un planeta en llamas – ¿Debería el movimiento climático abrazar el sabotaje?

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    Por Thea Riofrancos.

    Este artículo fue originalmente publicado bajo el título «A planet in flames – Should the climate movement embrace sabotage?» en la revista The Nation. 

    En 1957, cuando el auge económico de posguerra dio lugar a una «gran aceleración» en el uso de energía de hidrocarburos, un grupo de científicos que trabajaba para una compañía petrolera de Texas llamada Humble Oil (que después se llamaría ExxonMobil) se embarcó en un estudio motivado por la creciente preocupación pública sobre la contaminación del aire y por nuevas investigaciones acerca de las consecuencias de la quema de combustibles fósiles. Lo que encontraron fue que «la enorme cantidad de dióxido de carbono» presente en la atmósfera estaba relacionada con la «quema de combustibles fósiles». Sesenta y cinco años después, la realidad ha demostrado ser peor que sus hallazgos. Debido a la quema sin límites de combustibles fósiles y la consiguiente emisión de enormes cantidades de CO2, el mundo se dirige ahora hacia los 3,2 ºC de calentamiento por encima de los niveles preindustriales. En la última Conferencia de la ONU sobre el cambio climático, los dirigentes allí reunidos llegaron, de nuevo, a un total de cero compromisos vinculantes para reducir esas emisiones. Y a pesar de la retórica verde, solo el 6 % de los paquetes de estímulos fiscales aplicados por las naciones del G20 en 2020 y 2021 han contribuido a reducir las emisiones, incluso cuando los beneficios de las empresas petroleras han alcanzado niveles de récord. Además de la inacción de los Gobiernos, también ha quedado claro que el sector privado no nos va a salvar. Se nos ha dicho que los inversores benévolos podrían redirigir el capital y sacarlo de los sectores energéticos sucios hacia las industrias verdes del futuro. Pero la promesa de unas «finanzas socialmente responsables» ha demostrado ser en su mayoría un fraude. A pesar de que prometió hacer lo contrario, Blackrock, el principal gestor de activos del mundo, ha continuado invirtiendo en empresas de combustibles fósiles, y la producción de carbón –el combustible fósil más sucio de todos– está en alza.

    Mientras tanto, como ni los Estados ni el capital están haciendo mucho para reducir las emisiones de CO2, estas se han recuperado completamente de su caída pandémica. En 2021, el mundo batió dos desalentadores récords: el nivel más alto registrado de emisiones de CO2 en la historia y el mayor crecimiento absoluto anual. Año tras año, los países del Norte Global retrasan la prometida financiación climática para el Sur Global, que ha contribuido menos a la crisis pero sufre sus peores consecuencias. En lugar de la redistribución, los Gobiernos del Sur Global pueden esperar lo que Daniela Gabor e Isabella Weber llaman «terapia de choque del carbono», en la que los préstamos del FMI vienen condicionados a la adopción de mecanismos regresivos de fijación de precios al carbono y recortes a los subsidios a los combustibles. Las condiciones geopolíticas están añadiendo leña al fuego. A raíz de la invasión rusa de Ucrania, los Gobiernos de EE UU y Europa están posponiendo sus compromisos de energía renovable.

    Sin embargo, el reino del capitalismo fósil se enfrenta a una feroz resistencia. Durante la oleada de huelgas estudiantiles de 2019, la juventud de todo el mundo denunció la injusticia generacional de heredar un planeta en llamas. En EE UU ha habido un aluvión de exitosas campañas en oposición a los nuevos proyectos de oleoductos y plantas energéticas y extractoras. En Memphis, una coalición por la justicia ambiental paró el oleoducto de Byhalia, que iba a cruzar los barrios negros del sur de la ciudad; en Luisiana, la resistencia de la población desbarató el proyecto de la terminal de exportación de petróleo de Plaquemines, que, entre muchos otros perjuicios, habría sido construida sobre un cementerio de esclavos. Tras seis años de organización, los activistas climáticos de Virginia Occidental a Carolina del Norte han forzado a Duke Energy y Dominion Energy a cancelar el oleoducto Atlantic Coast. La nación Lumni y sus aliados han ayudado a evitar la construcción de una terminal de exportación de carbón en el condado de Whatcom en Washington; al otro lado del Estado, grupos ecologistas han ayudado a evitar que el Gobierno conceda permisos para una refinería de metano en Kalama. En las Grandes Llanuras, tras más de una década de lucha contra el oleoducto Keystone XL –que habría transportado petróleo de arenas bituminosas extraído de debajo del bosque boreal de Alberta, Canadá, a refinerías en la costa del Golfo de Texas– el presidente Biden revocó el permiso transfronterizo y TC Energy abandonó el proyecto.

    Estas campañas han seguido estrategias muy variadas. Los movimientos liderados por indígenas como los defensores del agua en Standing Rock son distintos de lo que Kai Bosworth llama «populismo de oleoducto» (movimientos compuestos sobre todo por terratenientes rurales blancos y ecologistas de base), y ambos, a su vez, difieren de las comunidades negras y latinas que luchan contra el racismo medioambiental. Pero todos ellos han compartido un aspecto clave: la no violencia. Las excepciones –un puñado de activistas que han destruido maquinaria por su cuenta– solo confirman la regla. En EE UU, el compromiso de los activistas climáticos con el pacifismo imposibilita el daño a la propiedad, por no hablar de la agresión física a ejecutivos de la industria fósil. Pero a pesar de estos heroicos esfuerzos, las corporaciones siguen emitiendo impunemente y los Estados continúan retrasando cualquier acción para detenerlas. Y, mientras tanto, el mundo se calienta cada vez más.

    Es este consenso sobre el activismo pacífico frente a la insensatez de la élite lo que rechaza Andreas Malm. Cómo dinamitar un oleoducto no te explicará cómo volar un oleoducto, pero tratará de convencerte de que los esfuerzos por desmantelar físicamente los tentáculos infraestructurales del capitalismo fósil están históricamente fundamentados, son estratégicamente inteligentes, y un imperativo moral. «Ha habido un tiempo para el movimiento climático gandhiano; quizá ahora es el momento para un movimiento fanoniano», afirma la penúltima línea del libro. Ese «quizá» es performativamente ambivalente; se sitúa entre la predicción y la provocación. Si bien los deslizamientos entre estos modos retóricos permean el texto, una cosa es cristalina: para Malm, el movimiento climático necesita atacar la crisis en su raíz, desactivando uno a uno los «aparatos de emisión de CO2».

    Andreas Malm lleva varios años tras la pista de los perpetradores de uno de los mayores crímenes de la historia: la descarga de cientos de miles de millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera, con consecuencias fatales (los investigadores estiman que puede atribuirse a las temperaturas extremas causadas por el cambio climático un exceso de 5 millones de muertes al año). El viaje empezó con su libro Capital fósil. En él, trataba de refutar esas historias positivistas de la energía que muestran el pasado como un arco que se inclina hacia los combustibles fósiles y explicar, en su lugar, que la revolución de los combustibles fósiles de los años 20 y 30 del siglo XIX era el resultado de conflictos de clase dinámicos en lugar de una progresión inevitable. El agua, apunta, era al fin y al cabo abundante y gratis, y los molinos de agua, más potentes y fiables que los tempranos motores de vapor al comienzo de la era industrial. La adopción de motores de vapor y carbón se debió a que los propietarios de los molinos querían resolver un problema que dificultaba sus esfuerzos para asegurarse una oferta de trabajo fiable y disciplinada: el hecho de que hubiera fuentes de agua corriente desaprovechadas distribuidas por el campo, mientras que la gente estaba concentrada en pueblos y ciudades. Al utilizar los motores de carbón y vapor en lugar de los ríos y los molinos de agua, encontraron la forma de dominar mejor tanto a los trabajadores como a la naturaleza –y así pavimentar el camino para una era de crecimiento economico sin precedentes entre chimeneas que expulsaban el dióxido de carbono que calienta el planeta–.

    En El progreso de esta tormenta, Malm se salta casi dos siglos y pasa del estudio académico de la historia a las teorías cada vez más populares entre los propios académicos. Dirige su ira polémica a la torre de marfil, donde, insiste, un buen número de prominentes filósofos, geógrafos y sociólogos han jugado el papel de tontos útiles para los capitalistas fósiles al arrasar con la distinción entre la sociedad humana y la naturaleza no humana. Ocultar la responsabilidad de la clase dominante en el cambio climático no era, por supuesto, el objetivo de esos académicos que buscaban reincorporar a los humanos en la «trama de la vida» (por usar el término de Jason Moore) o recuperar la agencia de la naturaleza no humana (la «teoría del actor red» de Bruno Latour) e incluso de la «materia» (el «nuevo materialismo» de Jane Bennet). Pero al mezclar lo social y lo natural, sostiene Malm, estos académicos renunciaron a considerar a los humanos, y específicamente a los humanos capitalistas, culpables de la excesiva destrucción de la tierra. Para Malm, la única forma de oponerse a esta destrucción es retener «la singularidad de la agencia humana» y la dicotomía social/natural que esta garantiza. La agencia, después de todo, se encuentra en el corazón tanto de la complicidad de las élites como de la capacidad de las masas: «La guerra política contra una clase dominante cada vez más pestilente demanda manuales repletos de binarios».

    Recogiendo su propio guante, Malm entonces publicó algunos materiales de este estilo. White Skin, Black Fuel, escrito por él y un colectivo de otros 20 autores, explicaba cómo la extrema derecha se ha movilizado en defensa del capital fósil, transformando el negacionismo de la propaganda en un principio fundamental de reacción etnonacionalista. Corona, Clima, Chronic Emergency termina con una visión de «comunismo ecológico de guerra», en la que propone expropiar el capital fósil sin compensación y escalar masivamente las tecnologías verdes. Su último manual, Cómo dinamitar un oleoducto, tiene como objetivo provocar en el movimiento climático un estado de rabia colectiva adecuado para afrontar el reto de una catástrofe planetaria. Entre el pasado revolucionario y un futuro utópico, argumenta, está el pesado impasse del presente: «la inercia extraordinaria del modo de producción capitalista frente a la reacción de la Tierra». Las opciones son el fatalismo o el sabotaje. Malm nos ruega que optemos por la segunda.

    Cómo dinamitar un oleoducto puede dividirse en tres partes: la historia de la resistencia al cambio climático, las estrategias que ha adoptado y las que debería adoptar, y la moralidad de sus acciones. Para Malm, los anales del activismo climático pueden entenderse en dos planos relacionados. El primero es el activismo climático de corto plazo que mostró una trayectoria prometedora de crecimiento y desafío entre 2006 y 2019. A pesar de cumplir a rajatabla con la no violencia, este movimiento, según Malm, fue disruptivo –con un «impresionante repertorio» de «bloqueos, ocupaciones, sentadas, desinversión, huelgas escolares, apagón de centros urbanos, la táctica propia del campo climático», que demostraban la observación de John Berger de que la lógica de la protesta no es la persuasión moral sino la amenaza creíble–. El segundo plano de la historia del activismo climático es la longue durée del fermento social que parte de las revueltas de esclavos, el abolicionismo, las sufragistas, los levantamientos anticoloniales, la lucha por la libertad negra, y el movimiento contra el apartheid. Esta historia más larga, según Malm, es directamente relevante para el más reciente ciclo del activismo climático: es la razón por la que estos activistas abrazan el pacifismo –y es también la razón, argumenta Malm, por la que no deberían–. Grupos como Sunrise Movement o Extinction Rebellion, afirma, se suscriben a una imagen suavizada de los diversos movimientos emancipatorios del pasado –borrando por tanto cualquier atisbo de violencia y llegando a las conclusiones tácticas equivocadas a partir de sus propias confabulaciones–. Malm no se anda con rodeos: «La “psicología del pacifismo estratégico” es “un ejercicio de represión activa”; su narrativa aceptada es una “mezcla de hipocresía y falsificación” y “un fetiche, fuera de la historia, sin relación con la época”».

    Para oponerse a este fetiche, Malm dedica dieciséis páginas a refutar de manera sistemática el revisionismo pacifista, con animadas explicaciones del abolicionismo armado de John Brown, la masiva campaña de incendios provocados de las sufragistas, la «violencia subalterna» desde Irlanda a Argelia, la autodefensa armada y los disturbios urbanos en el movimiento por los derechos civiles, y la destrucción de la propiedad por parte de La Lanza de la Nación durante la lucha contra el apartheid. Estos movimientos victoriosos no solo emplearon la violencia defensiva y ofensivamente, sino que, insiste Malm, sus organizadores dejaron tras de sí un historial de sabiduría práctica sobre las razones por las que la violencia a veces es necesaria. El Congreso Nacional Africano ofreció una teoría del poder que combinaba «el martillo de la lucha armada» y el «yunque de la acción masiva», y la Unión Social y Política de las Mujeres demostraba que su lema «Hechos, no palabras» podía hacer añicos la dominación de género.

    ¿Necesita el movimiento climático hechos, y no palabras, como hicieron estas luchas emancipatorias de antaño? Según Malm, sí. La crisis climática es causa y consecuencia de la desigualdad, argumenta, con los menos responsables siendo los más vulnerables a sus estragos, y los más cómplices, saliendo prácticamente ilesos –todo lo cual apunta a la necesidad, desde su punto de vista, de acción violenta–. Pero Malm no especifica quién resulta más dañado. ¿Debería este grupo definirse en términos geográficos (por ejemplo, las poblaciones de las islas del Pacífico que están inundándose), los países de menor renta, todo el Sur Global, o un subconjunto de estos últimos con el mayor nivel de «vulnerabilidad climática multidimensional»? ¿Debería entenderse sociológicamente, ya sea demarcado por lo que W.E.B. Du Bois llamó «la línea de color global» o por los contornos de los pueblos indígenas y sus territorios ancestrales, o por clase económica –los trabajadores del mundo unidos–? ¿Mejor en términos generacionales, con no solo la juventud actual, sino todos los humanos no nacidos que vivirán las letales consecuencias de la insensatez de sus predecesores?

    ¿Quién, en otras palabras, es el sujeto revolucionario de la crisis climática? ¿Quién es el agente del cambio histórico? Sin una respuesta a estas preguntas, la idea de organizar protestas masivas y disruptivas que no eviten destruir la propiedad del capital fósil parece desalentadora. Incluso si se pudiera identificar a los antagonistas estructurales del capitalismo fósil, la existencia empírica de tal grupo, o conjunto de grupos, es una precondición insuficiente para que tomen acción decidida hacia un objetivo compartido. La diferencia entre una clase en sí y una clase para sí, por usar los términos marxianos, es la diferencia entre la inacción colectiva y la acción colectiva, y Malm no identifica las condiciones bajo las cuales las masas de los más perjudicados por el calentamiento global podrían reconocer sus reivindicaciones compartidas y su potencial combinado para cavar la tumba del capital fósil (o, mejor, mantener los combustibles fósiles enterrados donde están). De hecho, si acaso, Malm sugiere que los grupos más perjudicados son insuficientemente militantes. Especialmente en el Sur Global, apunta, el sabotaje contra la infraestructura fósil «brilla por su ausencia», teniendo en cuenta que allí se encuentran la mayoría de los objetivos de protesta y el desproporcionado impacto del calentamiento global. La gente del Sur Global, argumenta «podría agonizar por ella (la crisis climática); raramente ve un medio para contraatacar».

    Pero la estrecha definición que hace Malm de «contraatacar» corre el riesgo de minimizar lo que es sin duda el activismo antiextractivista más efectivo del mundo. Puede estar en lo cierto al decir que estos activistas en su mayor parte renuncian al sabotaje. Pero sí ponen sus cuerpos y erigen bloqueos y otras barreras físicas –y lo hacen frente a la represión estatal y corporativa–. Y, al contrario de lo que dice Malm, este activismo de alto riesgo es de hecho más probable que tenga lugar en países de las capas más bajas de la jerarquía global. Un reciente megaestudio de los movimientos antiextractivistas del mundo concluye que entre 1997 y 2019, poco menos de un cuarto de los 371 casos de protestas contra la extracción de combustibles fósiles, oleoductos o plantas de refinamiento tuvieron lugar en países de rentas altas, mientras que casi la mitad se dieron en países de rentas bajas o medio-bajas. Es cierto que la gran mayoría de la protesta del Sur Global es «pacifista» según la definición de Malm –aunque eso no necesariamente implica ausencia de fuerza por ambas partes–. El 40% de los casos de protesta contra oleoductos resultaron en criminalización estatal o violencia clara, e incluso asesinatos. Dado el respeto que Malm muestra por la valentía, debería quitarse el sombrero ante los defensores latinoamericanos de la tierra y el agua, cuyas cifras de asesinados son superiores a los activistas de cualquier parte del mundo.

    Si esto no cuenta como «contraatacar», tampoco lo hace la larga historia de voladuras de oleoductos en el Sur Global, principalmente en África y Oriente Próximo. Malm sí dedica varias páginas a estos actos de sabotaje. Pero ninguna de estas acciones satisface sus estrictos criterios: «Los aparatos que emiten CO2 han sido físicamente alterados durante dos siglos por grupos subalternos contrarios a las políticas para las que han servido –automatización, apartheid, ocupación–, pero todavía no como las fuerzas destructivas que son por sí mismas». Esta es una afirmación curiosa. En el estudio citado anteriormente, entre los motivos que llevan a las comunidades de primera línea a resistir frente a los combustibles fósiles (de nuevo, acciones concentradas de manera desproporcionada en el Sur Global) son la «pérdida de biodiversidad», la «contaminación del aire», la «contaminación del suelo y el agua» y la «pérdida de tierra»; para los oleoductos y el fracking en particular, otro motivo es el «calentamiento global». Estos movimientos claramente ven la infraestructura del capitalismo fósil tal como la ve Malm: destructiva en sí y por sí misma. Simplemente no siempre ven el cambio climático como el único o el principal perjuicio, sino que se centran en los impactos medioambientales y sociales localizados –impactos que también tienen implicaciones atmosféricas–. (Tras la industria fósil, la deforestación tropical es el segundo mayor contribuyente al calentamiento global).

    La idea de que el sabotaje y otras formas de acción directa contra el capitalismo fósil cuentan como tales solo si las pancartas y los cánticos de los manifestantes hacen referencia a partes de carbono por millón o denuncian a ejecutivos petroleros no solo minimiza artificialmente la extensión de la resistencia; también va en contra de todo lo que hemos aprendido sobre lo que inspira el activismo climático y medioambiental real. Más allá de los estrechos confines de quienes ya están implicados, o de quienes tienen suficiente seguridad material para protegerse de los estragos inmediatos, palpables y, por tanto, locales del capitalismo fósil, una estrategia que dependa de una promesa abstracta de mitigar el cambio climático está destinada a fracasar a la hora de organizar a las propias masas que Malm dice priorizar.

    En todo el libro de Cómo dinamitar un oleoducto, Malm se muestra explícitamente preocupado por la necesidad de un movimiento de base amplio que involucre a millones de personas. Lejos de impulsar una teoría de la vanguardia, tiene cuidado de enhebrar la aguja de la militancia y la movilización masiva, afirmando que ambas están dialécticamente interrelacionadas, más que mutuamente enfrentadas. Hasta este momento, critica el ecosabotaje de los 80, 90 y principios de los 2000 por su nihilismo y aventurerismo: según Malm, era sobre todo un martillo sin un yunque. Pero en un estado permanente de emergencia climática, el cálculo táctico de Malm cambia. El precario equilibrio entre el vanguardismo y la movilización masiva da lugar a la «ley de una tendencia a la receptividad» a que la violencia «crezca en un mundo que se calienta». (Se podría preguntar si esta «ley» también aplica a los partidarios del fascismo fósil, y qué riesgos podría esto suponer para los saboteadores). Sugiere que esta nueva receptividad a la violencia podría atraer a nuevos participantes, manifestantes que aún no están, a quienes el permanente pacifismo del movimiento les repele, más que inspirarles seguridad.

    Si bien es indudablemente cierto que algunos se «sentirían atraídos» por el sabotaje, Malm parece haber revertido aquí la causalidad. Los movimientos masivos no brotan de las espaldas de lobos solitarios; más bien, es en momentos de movilización masiva cuando puede surgir la violencia espontánea (o planeada). Es decir, durante el enorme levantamiento ocasionado por el asesinato policial de George Floyd, el incendio de una comisaría en Mineápolis recibió una aprobación generalizada: el 54 % de la población estadounidense pensó que el acto estaba justificado. Mover la opinión pública sobre un evento tan incendiario como prenderle fuego a la propia infraestructura de «la ley y el orden» fue una tarea hercúlea. Es imposible imaginar un giro tan dramático, aunque fugaz, en la ventana de Overton sin que hubiera millones de personas en las calles –entre 15 y 26 millones para ser precisos–, en un levantamiento de meses, el mayor y más extendido movimiento de protesta en la historia estadounidense. En otras palabras, la teoría del flanco radical funciona en ambos sentidos: el radicalismo puede legitimar posturas que son moderadas en comparación, pero la protesta multitudinaria que es considerada relativamente pacífica es necesaria para que la violencia tenga este efecto.

    A decir verdad, Malm probablemente estaría de acuerdo. Pero al establecer la violencia como una solución al actual impasse del movimiento climático, flirtea con la propaganda por el hecho, la idea de que los actos políticos violentos despiertan por sí mismos a las masas durmientes. Malm observa que la ausencia de «un solo disturbio u ola de destrucción de propiedades», normalmente tomada como una señal del éxito del pacifismo, bien podría ser también prueba del «fracaso del movimiento a la hora de lograr profundidad social, articular los antagonismos que atraviesan esta crisis y, no menos importante, hacerse con un activo táctico». ¿Es la violencia un resultado o una causa de la profundidad social? Y, exactamente, ¿cómo se articulan los «antagonismos»? La misma historia de lucha social violenta intermitente que Malm relata provee alguna guía: conceptos abstractos como la concentración atmosférica de dióxido de carbono o los trabajos globales del capitalismo fósil no compelen por su cuenta grandes cantidades de gente a implicarse en una acción colectiva potencialmente fatal. Son los efectos palpables cotidianos de esos fenómenos planetarios –la pérdida de tierra y fuentes de sustento, la destrucción de los hábitats y las vías navegables, la intimidación y la brutalidad– lo que incitó a la gente a unir fuerzas e incluso arriesgar sus vidas en batallas muy asimétricas con empresas multinacionales protegidas por el brazo represor del Estado.

    Así pues, nuestro reto no es persuadir a las comunidades que están en primera línea para que resistan en base a las emisiones globales en lugar de en base a la contaminación local, ni animar a utilizar la violencia a quienes en el Norte Global ya están implicados en Fridays for Future, Ende Gelände y Extinction Rebellion. Más bien, parece que el reto consiste en reclutar a mucha más gente de la que ya está movilizada por cualquiera de estos grupos, independientemente de las decisiones tácticas que tomen en el calor de la batalla. Malm comprende la importancia de organizar a los desorganizados: «Un movimiento climático que no quiere comerse a los ricos, con toda el hambre de quienes luchan por poner la comida sobre la mesa, nunca da en el blanco». Pero su acento continúa en incitar a la «rabia social» en lugar de cultivar una base social.

    En el capítulo final, Malm reflexiona sobre la base moral del sabotaje de oleoductos y conecta con una suerte de fe secular reminiscente del reciente tratado de Martin Haglund, Esta vida. Primero aniquila el fatalismo climático: la «reificación de la desesperanza», argumenta, es en sí misma «una contradicción performativa» que pretende meramente describir, desde la comodidad de un sofá, la certidumbre del apocalipsis mientras se disuade activamente a la gente de tomar acción. Esto es también empíricamente falso, porque «cada gigaton» de emisiones de carbono «importa». A Malm, por contra, le interesa un tipo distinto de fatalismo. Inspirándose en el levantamiento del gueto de Varsovia, apela a la «nobleza» del martirio: «La muerte era cierta y aun así continuaron luchando. Nunca jamás puede ser demasiado tarde para este gesto».

    Para Malm, el imperativo moral de actuar contra todo pronóstico surge de un deber tanto con el pasado como con el futuro. Cada nueva generación mira hacia quienes la precedieron, insiste, preguntándose si sus antepasados «hicieron cola voluntariamente para el horno, o si algunas personas lucharon como judíos que sabían que iban a ser asesinados». Pero en tanto que las temperaturas extremas de hoy en día son solo un «aperitivo» de lo que está por venir, cada generación también mira hacia delante, sabiendo que también será juzgada por sus descendientes. La consciencia histórica es también una conciencia histórica; es aquí donde la estrategia y la moral se encuentran.

    Todos los movimientos tienen mártires, ya sea en el sentido literal de quienes se exponen al peligro por la causa o, más figuradamente, quienes no vivirán para ver los frutos de sus esfuerzos. Pero para que los activistas tengan opciones de sacarnos de la senda hacia el peligroso calentamiento, necesitamos ver en el transcurso de nuestras vidas –no tras generaciones de lucha– un cambio dramático en el sistema energético que impulsa la economía global. Una transformación tan rápida y de tal magnitud requiere absolutamente un salto de fe secular: la creencia tenaz en que las cosas podrían y deben ser de otra manera. Y esto bien puede requerir un compromiso fortalecido por el sabotaje y los muchos y graves riesgos que eso supone.

    Por todas estas razones, cuando el movimiento climático de millones de personas esté reagrupado y preparado para continuar su trayectoria de crecimiento y militancia, Cómo dinamitar un oleoducto debería ser lectura obligatoria para sus cuadros. Su potente prosa, su emocionante oda al coraje y la disciplina, y la fidelidad al legado de la violencia popular en pos de la emancipación lo convierten en una crítica convincente de la piedad del pacifismo actual. Pero a pesar de estas virtudes, el libro no ofrece respuestas a los constantes desafíos de crear colectividades, unidas tanto por la legítima rabia y la esperanza, como por una estrategia y visión compartidas, y que sostengan sus acciones en las tormentosas décadas que vienen. ¿Quiénes son los enterradores del capitalismo fósil, y cuáles son sus fuentes de impulso? ¿Cuáles son sus preocupaciones y ansiedades cotidianas, y cómo se relacionan con la crisis climática? ¿Qué les impide unirse ahora, y qué facilitaría su movilización en el futuro? ¿Y cómo se les podría convencer de que, a pesar de las apariencias y su experiencia, es cierto que está en su mano cambiar el mundo?

    La ilustración de cabecera es «Sin título », de Jean-Michel Basquiat (1960-1988). El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

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  • Todo el campo

    Todo el campo

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    Por Max Krahé.

    Este artículo fue originalmente publicado bajo el título The whole field en Phenomenal World, revista de economía política y análisis social. 

    En los últimos años, se ha desarrollado un intenso debate sobre los programas y la política de la transición verde[1]. Pero, tras un breve pico, el momento político que dio nueva vida a este tema parece estar retrocediendo. La agenda de Biden ha perdido impulso, la inflación ha pasado a ser el centro de atención y las perspectivas a corto plazo de una legislación tipo Green New Deal se han desvanecido. Sin embargo, con la pandemia de Covid-19 se rompió un dogma económico muy arraigado, y justo cuando la economía política de una transición verde parece más difícil que nunca, el debate político está floreciendo. Ha llegado, pues, el momento de reflexionar sobre los medios estratégicos y las perspectivas políticas de la transformación verde.

    En cuanto a los medios, la planificación será esencial. El enfoque, la energía y la reducción de la incertidumbre de una planificación bien ejecutada son esenciales para afrontar el reto que tenemos ante nosotros, dado el alcance y la velocidad de la transición, que serán necesariamente amplios. Las alternativas –depender de la toma de decisiones locales independientes o de la coordinación basada en el mercado– van desde lo inviable hasta lo intolerablemente arriesgado.

    En cuanto a la política, la situación es complicada pero no desesperada. Ya no es evidente que el marco del Green New Deal –que vincula la desigualdad con la política climática– vaya a tener éxito. En las sociedades desiguales que habitamos, esta estrategia genera tantas coaliciones de oposición como de apoyo. Además, teniendo en cuenta su historial y la debilidad de sus planes, no podemos depositar esperanzas en que unas élites racionales y con visión de largo plazo actúen preventivamente. Sin embargo, como en la naturaleza, hay puntos de inflexión en la política. Debemos fijarnos en ellos si queremos generar la voluntad política necesaria para planificar la transición.

    Diseñar la transformación

    El legítimo debate sobre el futuro de la sostenibilidad no versa sobre los fines –acercar la vida humana en la Tierra a los límites planetarios– sino sobre los medios. ¿Qué hacer, en estas circunstancias?[2]

    La respuesta es bastante sencilla: reducir a cero las emisiones netas de gases de efecto invernadero, renaturalizar buena parte de la tierra, reducir gradualmente el consumo de proteínas animales y transformar el uso de materiales a una economía circular. Pero la ejecución es diabólicamente difícil: cerrar todas las minas de carbón y los pozos de petróleo y gas es una prioridad obvia[3], pero ¿en qué orden, cuándo y dónde? ¿Qué pasa con las fábricas y las centrales eléctricas? ¿Empezamos por la fábrica de coches de Ford en Colonia (Alemania), la moderna central eléctrica de gas de West County en Palm Beach (Florida), la acería integrada de Port Talbot (Gales) o los mataderos de cerdos cerca de Sioux Falls (Dakota del Sur)? ¿Deben cerrarse o reconvertirse? ¿En qué plazos y para qué? ¿Qué deberían hacer los trabajadores de estas plantas? ¿Qué zonas de la tierra deberían retirarse de la agricultura o de otros usos humanos y volver a ser silvestres? ¿Cómo deberían repartirse estos ajustes entre el Norte Global y el Sur Global?

    Y lo que es igual de importante: ¿en qué alternativas se debe invertir? ¿Cómo se pueden satisfacer de forma sostenible las necesidades masivas de vivienda, alimentación, movilidad, atención sanitaria y educación? ¿Desde qué fábricas, utilizando qué materias primas y tecnologías?

    Rápidamente, los detalles prácticos de la transformación convergen en torno a una vieja cuestión: cómo coordinar una compleja división del trabajo. Lo hacen en nuevas circunstancias pero enfrentándose a los mismos retos: ¿qué debe producirse, quién debe hacerlo y quién debe recibirlo? ¿Quién lo decide, según qué directrices y principios, y con qué responsabilidad y ante quién? ¿Cómo se consigue que las elecciones de cada uno encajen con las de todos?

    Las respuestas a estas preguntas pueden dividirse a grandes rasgos en tres categorías: toma de decisiones independientes desde lo local, coordinación basada en el mercado, y planificación[4]. Un estudio de sus respectivos puntos fuertes y débiles muestra que, dada la tarea que tenemos por delante, la planificación es clave.

    Los límites de la toma de decisiones local

    La primera categoría, la toma de decisiones local independiente, tiene evidentes resonancias con la historia del movimiento ecologista[5]. Sin embargo, como técnica de coordinación, la toma de decisiones local tiene un alcance intrínsecamente limitado: la verdadera reducción de la producción a nivel local implicaría probablemente renunciar a las comodidades básicas de la vida moderna, lo que la haría políticamente inviable. Si se intenta preservar las redes de producción extensas, el localismo o bien fracasa en su coordinación, o bien converge en la coordinación de mercado o planificada[6].

    ¿Los mercados al rescate?

    Dada la trayectoria de los experimentos económicos a lo largo del siglo XX, la coordinación del mercado es el medio preferido por poderosos grupos de interés de todo el espectro político. Y de hecho, aunque tiene importantes defectos, la coordinación basada en los mercados es una poderosa tecnología social.

    ¿Cómo funciona en la práctica? Una buena descripción se encuentra en el clásico de Hayek El uso del conocimiento en la sociedad:

    Supongamos que en algún lugar del mundo ha surgido una nueva oportunidad para el uso de alguna materia prima, digamos el estaño, o que se ha eliminado una de las fuentes de suministro de estaño. No importa para nuestro propósito –y es muy significativo que no importe– cuál de estas dos causas ha hecho que el estaño sea más escaso. Todo lo que los usuarios de estaño necesitan saber es que […] [porque los precios del estaño han aumentado] en consecuencia deben economizar estaño. […] el efecto se extenderá rápidamente por todo el sistema económico e influirá no sólo en todos los usos del estaño, sino también en los de sus sustitutos y en los sustitutos de estos sustitutos, en el suministro de todas las cosas hechas de estaño, y en sus sustitutos, y así sucesivamente.[7]

    A diferencia de la planificación, argumentaba Hayek, la coordinación del mercado no requiere que nadie «inspeccione todo el campo». En cambio, los mercados entrelazan muchos «campos de visión individuales limitados» a través de las señales de los precios, como el aumento del coste del estaño. De este modo, los mercados movilizan el conocimiento tácito y local disperso entre diferentes personas y coordinan las diversas acciones así emprendidas, sin necesidad de ningún plan o visión global.

    ¿Cómo puede utilizarse este mecanismo para coordinar la transición hacia la sostenibilidad? La opción por defecto es poner un precio a las externalidades. Para generar esta nueva señal, se cuantifica el problema en cuestión –ya sean emisiones, uso de la tierra, uso de fósforo o nitrógeno–, es decir, se obliga a las empresas a registrar sus emisiones de CO2, su uso de nitrógeno, sus residuos de plástico, etc. Una vez cuantificado, se pone un precio a cada incremento, ya sea con un impuesto o con un sistema de tope y comercio. Los precios cambian y el mecanismo hayekiano impulsa los cambios correspondientes en la división del trabajo.

    Otra posibilidad es decretar medidas directas en las fases previas del proceso -prohibición de la extracción de combustibles fósiles y del uso de la tierra- y dejar que los precios se ajusten al nuevo panorama de la oferta.

    Una vez modificados los precios, todo lo demás procede como antes: el mismo algoritmo de competencia de mercado, pero trabajando con datos actualizados. A través de los efectos de los precios de primera y segunda ronda, los nuevos precios se filtrarán por el sistema económico, de modo que los ajustes se producen no solo en la producción y el uso de los combustibles fósiles, sino también en sus «sustitutos y los sustitutos de estos sustitutos, la oferta de todas las cosas [relacionadas con los combustibles fósiles], y sus sustitutos, etc.». Este es el poder del mecanismo de mercado, especialmente cuando se combina con prohibiciones y mandatos claros.

    Aunque es potente, la coordinación a través del mercado plantea tres problemas en el caso de la transición hacia la sostenibilidad: el conocimiento, la precaución y la dependencia del camino. Estos problemas hacen que una confianza excesiva en los mecanismos de mercado sea arriesgada, de hecho demasiado arriesgada para que los mercados actúen como la única o principal herramienta para coordinar la transición.

    El problema del conocimiento surge de la siguiente forma. En tiempos de calma y estabilidad, el éxito comercial de una nueva tecnología o industria es una señal fiable para la inversión. Tomemos el caso de los teléfonos móviles y su infraestructura de red. A pesar de una serie de fallos del mercado[8] , los precios y los beneficios comunicaron un conocimiento sobre productividad y prosperidad, atrayendo el capital hacia una industria en alza. Se construyeron redes de comunicación (al menos en zonas densamente pobladas) y se produjo un proceso schumpeteriano de destrucción creativa que cambió el perfil tecnológico del sector de las comunicaciones.

    Sin embargo, cuando los precios cambian rápidamente, el proceso schumpeteriano puede perder el norte. En un contexto de incertidumbre generalizada, ni las empresas ni los inversores financieros sabrán qué tecnologías y modelos de negocio tendrán éxito mañana. Si bien esto no acaba necesariamente con la inversión, tiende a hacerla azarosa: al igual que el concurso de belleza keynesiano[9] , las inversiones financieras pueden llegar a ser rentables sólo si un número suficiente de inversores cree que son una buena inversión. Las burbujas y las profecías autocumplidas se imponen[10], desvirtuando la fiabilidad de la lógica del mercado. Pueden expandir (o forzar el cierre de) las tecnologías e industrias adecuadas, pero también de las equivocadas[11].

    En tiempos de volatilidad, los mercados de inversión pierden así su orientación: comunican expectativas –caprichosas y sujetas a caprichos y modas– en lugar de conocimientos. Incluso cuando se ajustan con la fijación de precios de las externalidades, pueden guiar la actividad económica en la dirección equivocada.

    El problema de la cautela también surge de la volatilidad y la incertidumbre. Cuando las empresas no están seguras de las perspectivas económicas futuras, suelen responder reduciendo la inversión real, prefiriendo la liquidez a los activos fijos y el pago de dividendos o la recompra de acciones a la financiación de nuevas aventuras empresariales. Incluso cuando se evita el problema del conocimiento, y la fijación de precios por externalidades o las prohibiciones en la fase previa modifican los precios como se pretende, haciendo que sólo las empresas sostenibles resulten rentables, un clima de cautela puede estrangular los flujos de capital en la dirección de éstas. En su lugar, los inversores pueden preferir los bonos del Estado, las acciones de primera categoría, los bienes inmuebles y otros activos con un supuesto riesgo más bajo. Esta precaución –preferencia por la liquidez, en el vocabulario de Keynes– ralentiza la transición. Los nuevos negocios orientados a la sostenibilidad se verían obligadas a depender de la lenta acumulación de financiación generada internamente, mientras que las empresas ya establecidas, capaces de pedir préstamos con la garantía de sus activos existentes, seguirían recibiendo financiación en condiciones excesivamente generosas.

    Un tercer problema, el de la dependencia de la trayectoria, reduce aún más la eficacia de los mercados y los precios para coordinar una rápida transición verde: los efectos de cerrojo (“lock-in”) predisponen a las empresas hacia el cambio marginal, alejándolas del cambio sistémico.[12] Cuando las presiones de los precios empiecen a afectarles, es probable que una empresa de carbón, por ejemplo, responda primero buscando eficiencias en sus operaciones, recortando personal, invirtiendo en la última generación de maquinaria conocida y pidiendo rebajas a sus proveedores y subvenciones al Estado, mientras sigue extrayendo carbón. Es poco probable que la empresa responda abandonando rápidamente su negocio principal para hacer la transición a las energías renovables o abandonando por completo el sector energético. Las presiones sobre los precios deben alcanzar niveles elevados –en ese momento tanto su viabilidad política[13] como su contenido informativo[14] empiezan a ser cuestionados– para que se abandonen los caminos bien conocidos[15].

    Este problema de la dependencia del camino puede superarse prohibiendo directamente la producción y el consumo de combustibles fósiles. Pero esto solo mueve el problema a una fase anterior. Sería irresponsable y políticamente suicida decretar una prohibición de un día para otro: las tiendas de comestibles y las farmacias vacías, los apagones y los cortes de luz, y los hogares y escuelas heladas desestabilizarían a la sociedad en general y harían caer al gobierno de turno. Por otro lado, decretar una futura prohibición de los combustibles fósiles dentro de diez, veinte o treinta años sin un plan para su sustitución sería muy similar a poner precios a las externalidades: la toma de decisiones esencial –qué cerrar y cuándo, qué aumentar y dónde– se dejaría en manos de un sistema de mercado que no es muy bueno en la tarea de coordinar un cambio sistémico rápido en un contexto de incertidumbre.

    La urgencia de la transición hacia la sostenibilidad pone a la coordinación a través del mercado en un aprieto: ajustar los precios gradualmente, para preservar el funcionamiento de los mecanismos de mercado, pero arriesgarse a una transformación tardía debido a la dependencia del camino; o ajustar los precios agresivamente para acelerar la transformación, pero arriesgarse a que los mecanismos de mercado funcionen mal debido a los problemas de conocimiento y precaución que surgen en los mercados que operan bajo una profunda incertidumbre.

    Planificación: ¿quién, cómo y para qué? 

    Esto nos lleva a la tercera familia de mecanismos de coordinación: la planificación.

    La planificación, es decir, el establecimiento de prioridades económicas a través de medios diferentes al mercado, debe distinguirse de la economía dirigida. La economía dirigida, a diferencia de la planificación, es una forma particular de introducir planes en la división del trabajo, a saber, con medidas de mando y control[16]. Como demostraron Francia, Suecia, Japón y otras economías mixtas tras la Segunda Guerra Mundial, hay muchas otras formas de introducir planes en una economía: desde la inversión pública directa, pasando por los impuestos y las subvenciones, hasta la regulación bancaria, la orientación del crédito y la asignación de divisas, por nombrar solo algunas[17]. La ventaja de la planificación es su capacidad para concentrar recursos, crear y canalizar energías y reducir la incertidumbre. Pierre Massé, antiguo Comisario General de Planificación de Francia, la llamó l’anti-hasard.[18]

    Cuando se introdujo el Plan Monnet en Francia en 1946, su objetivo era alcanzar el nivel de producción anterior a la guerra en 1948, y superarlo en un 50% en 1950. Bajo el lema «modernización o decadencia», daba prioridad a la inversión sobre el consumo, asignaba las escasas reservas de dólares a sus usos más importantes y canalizaba los recursos hacia los sectores identificados como cruciales para la reactivación y el crecimiento de la economía francesa. «Los cuellos de botella se rompieron muy pronto»[19] y, aunque no se alcanzaron todos los objetivos, el plan proporcionó «disciplina, dirección, visión, confianza y esperanza «[20].

    El Plan Monnet se desarrolló en una situación no del todo diferente a la nuestra. En la posguerra, tanto los fondos nacionales como las divisas extranjeras escaseaban. Como los dólares y los francos no eran de libre cambio en aquella época, había que presupuestarlos por separado, lo que suponía una doble restricción presupuestaria. Hoy nos enfrentamos de nuevo a una doble restricción presupuestaria: económica y ecológica.

    El Plan Monnet sorteó esta doble restricción tan determinante mediante el establecimiento de prioridades. En lugar de intentar planificar todos los sectores, el Plan se centró en seis industrias estratégicas: electricidad, acero, minería del carbón, transporte, cemento y maquinaria agrícola[21]. La lección para hoy es obvia. Hay que centrarse en los cinco sectores que impulsan el cambio climático, el uso del suelo y la pérdida de biodiversidad en la actualidad: la energía, el transporte, la industria[22] , la vivienda y la agricultura.

    El proceso de planificación sectorial fue dirigido por un núcleo de personal en el Commissariat général du Plan, que contaba con un centenar de personas. Este personal central cooperaba con una serie de comisiones llamadas de modernización, compuestas por representantes del Estado, los empresarios y los sindicatos, que abordaban sectores específicos o temas transversales como las finanzas o el trabajo. Estas comisiones, según el alto funcionario Massé, fueron «probablemente la creación más importante de Jean Monnet»[23]. Con entre diez y treinta miembros cada una, actuaban como correas de transmisión de doble sentido: en una dirección, proporcionando al Commissariat général du Plan conocimientos especializados sobre la viabilidad; en la otra, generando el compromiso de las empresas y los sindicatos para ayudar a realizar los objetivos del plan.

    Podemos imaginar un proceso de planificación similar hoy en día: podría crearse un pequeño núcleo de planificación como núcleo central, cuya tarea principal sería reunir comisiones de transición para cada uno de los cinco sectores, así como para cuestiones interrelacionadas como la financiación, el trabajo y el equilibrio regional. Estas comisiones, facilitadas por el personal central, trazarían vías de transición que respondan a la doble restricción presupuestaria actual. Al igual que el antiguo Commissariat général du Plan, la unidad central tendría que estar situada en los niveles más altos del gobierno, para poder cumplir su función más importante: aportar coherencia a la acción gubernamental.

    Una vez elaborado un conjunto de planes de transición, el proceso político determinaría qué herramientas utilizar para inyectar estos planes en la economía: inversión pública, impuestos y tasas selectivos, prohibiciones totales, subvenciones, nacionalizaciones, etc. Al igual que en la economía mixta de la posguerra, los precios y la competencia seguirían coordinando gran parte de la actividad económica, para garantizar el espacio para las iniciativas espontáneas (“bottom-up”) y para preservar las presiones comerciales que facilitan el uso eficiente de los recursos. Los precios y los beneficios también proporcionarían datos importantes que la unidad de planificación de la transición podría utilizar a medida que los planes se fueran desarrollando.

    La forma general de la transición se guiaría por los planes sectoriales, cuya eficacia se desarrollaría en dos etapas: primero, en la fase de elaboración, en la que proporcionan un punto focal para agregar los conocimientos e intereses de los diferentes actores.[24] Segundo, en la fase de implementación, la inversión pública, la regulación, la política fiscal y otras palancas de política pública se utilizan para dirigir los sectores hacia sus trayectorias planificadas.

    Es inevitable que la planificación sectorial se equivocará, tanto por el conocimiento imperfecto como por la incertidumbre inherente al futuro. Además, la planificación se centra en la eficacia, es decir, en el cumplimiento de los objetivos, y no necesariamente en la eficiencia, es decir, en la obtención de resultados al menor coste[25].

    Sin embargo no se encontrará un método perfecto para coordinar la transición, y desde luego no lo suficientemente pronto. La cuestión es: ¿cuánto riesgo y aprendizaje social permite cada enfoque? ¿Y qué probabilidades hay de que la transición se lleve a cabo a tiempo? Al dar una dirección sistémica a la inversión pública y privada, la planificación sectorial permite una experimentación audaz y rápida, y una acción coherente y eficaz, precisamente lo que se necesita ahora mismo.

     

    De las políticas a la política

    Lo anterior es, por supuesto, un conjunto de consideraciones técnico-administrativas, que conlleva un conjunto de supuestos y condiciones previas.

    Un primer conjunto de condiciones previas incluye elementos de carácter administrativo-cultural. Tanto la planificación indicativa francesa como la política industrial japonesa (planificación sectorial con otro nombre) se basaban en tradiciones preexistentes de administraciones estatales capaces y seguras. Pero aunque la capacidad del Estado insuficiente es un reto serio, el problema más profundo es otro: ¿cuál es la política de una transición rápida y planificada? ¿Qué mayoría lo exigirá y aprobará?

    Cuando se dan las condiciones políticas previas, es probable que la planificación tenga éxito. En caso de emergencia, se pueden adaptar las viejas instituciones y construir otras nuevas.[26] De hecho, según Massé, «más que definirse por su propósito, estructura o medios, la planificación francesa [se] caracterizó por su espíritu. El espíritu del plan [era] el concierto de todas las fuerzas económicas y sociales de la nación».[27] En otras palabras, la política es la limitación más básica: el apoyo de una amplia mayoría «de todas las fuerzas económicas y sociales» es la condición necesaria para la planificación.

    En Estados Unidos, el plan Build Back Better del presidente Biden fue recortado por la plutocracia y las limitaciones estructurales del Congreso[28]. En Europa, la política energética divide a la Francia nuclear de la Alemania dependiente del gas, y a la Polonia comprometida con el carbón de los campeones de las renovables como España y Suecia.

    Y lo que es más preocupante, la estrategia discursiva dominante para construir una mayoría suficientemente amplia y poderosa, el enfoque del Green New Deal[29], ha desencadenado una poderosa oposición, lo que hace dudar de sus perspectivas fundamentales de éxito. La oposición es estructural. Una gran cantidad de investigaciones han mostrado que las sociedades occidentales se caracterizan por una gran desigualdad económica y una gran desigualdad en cuanto a las emisiones de carbono[30]. Por lo tanto, un Green New Deal golpearía a los ricos por partida doble: se atacaría tanto su extraordinario consumo de carbono como su desproporcionada cuota de prosperidad.

    Subiendo aún más la apuesta, la manzana de la discordia no es sólo la distribución. Un instrumento clave para llevar a cabo el Plan Monnet era la asignación de capital dirigida por el Estado. Si se quiere restablecer el control estatal sobre los flujos de capital, esto sería o bien prohibitivamente caro, si se hace con derisking y subvenciones[31], o bien un ataque frontal a una fracción especialmente influyente de los ricos, si se hace a través de la represión financiera. Como recordaba el periódico económico francés Les Êchos «el gran olvidado de los años de la reconstrucción de la posguerra fue, por supuesto, el mercado de valores «[32].

    En combinación con la desigualdad política de nuestros tiempos, en la que las voces más suaves de unos pocos tienden a resonar más fuerte que los gritos de la mayoría[33], no es obvio que un New Deal verde sea una estrategia ganadora. Al menos a nivel interno de las reglas de la política actual, los votos adicionales ganados entre los muchos pueden ser superados por la resistencia adicional que oponen los pocos.

    Aunque el cambio climático será una característica permanente de nuestra política en el futuro, las tensiones y divisiones creadas por esta triple desigualdad -riqueza, carbono, poder- pueden empeorar, no mejorar, según las tendencias actuales. A medida que el cambio climático empeore, es posible que se fortalezca la coalición del Green New Deal[34] . Pero esto asustará a los ricos -con razón-, que pueden responder intentando debilitar la capacidad del Estado o el funcionamiento de la economía[35], al tiempo que redoblan su apuesta por el preparacionismo y el escapismo (ya sea de la variedad neozelandesa, la fundación de estados insulares o la colonización espacial). Esta no es una receta para generar «el concierto de todas las fuerzas económicas y sociales de [una] nación».

    Una alternativa a la política de clase de un Green New Deal podría ser apostar conscientemente por «los miembros ilustrados de la clase dominante»[36]. Tal vez con la vista puesta en las horcas, los disturbios por el pan y los refugiados climáticos que se avecinan, esto podría denominarse una «política de sostenibilidad del miedo»[37]. Podría decirse que el Green Deal de la UE es el intento más avanzado en este sentido.

    Sin embargo, el tiempo se está agotando para este enfoque. Tratando de adelantarse a la movilización popular, y condenada a encontrar cambalaches dentro de las élites, la estrategia se ha centrado en políticas mínimamente invasivas. Hasta ahora, estas no han bastado para hacer que ninguno de los grandes bloques se sitúe en una trayectoria de 1,5 grados. Por lo tanto, Richard Seymour tiene razón al describir «un frente burgués unido» como muy probablemente «verde por fuera, marrón por dentro», al menos con respecto a las escalas de tiempo a corto y medio plazo.

    Si un Green New Deal no puede reunir mayorías realpolíticas; si «un frente burgués unido» no puede actuar con la suficiente rapidez; y si estos impases se profundizarán con el tiempo, ¿estamos ya ante el fin de la política climática?

    La conclusión es peligrosamente incompleta[38]. Pintar con colores distópicos puede causar resignación tanto como estimular la acción directa. Y lo que es más importante, el miedo provoca miedo, la violencia violencia. Como sostienen Battistoni y Mann, «si todo el mundo espera que este «caos climático» nos lleve a enfrentarnos unos a otros… eso es lo que obtendremos»[39].

    Así que sí, la política climática está atascada. Sí, no se puede contar con el marco del Green New Deal ni con la tecnocracia climática. Pero, como los historiadores de las transformaciones estructurales llevan tiempo señalando, haríamos bien en recordar que el futuro está abierto. Pensemos que el Bloque del Este parecía estable hasta la víspera de su colapso. En 1989, ocurrió lo inimaginable: el gobierno polaco celebró elecciones abiertas, el Muro de Berlín cayó y los regímenes socialistas estatales abdicaron. «Los diplomáticos perspicaces y los periodistas más capaces se sorprendieron… Dentro de la propia Europa del Este, la revolución fue una sorpresa incluso para los principales disidentes». El ahora salió de la nada.[40]

    Lo que hizo que la sorpresa fuera casi universal fue la dinámica del punto de inflexión de la revolución: mientras la mayoría de la gente creyera que los regímenes del Bloque del Este durarían mucho tiempo en el futuro, la resistencia se consideraba tonta, incluso peligrosa. Pero una vez que aparecieron las primeras grietas, el dique se rompió y millones de personas dieron a conocer su descontento de inmediato. Una configuración política que había parecido estable hasta que se alcanzó su punto de inflexión se derrumbó rápidamente una vez que se cruzó ese umbral.

    2022 no es 1989. La transformación verde es una tarea generacional, no una revolución que se desarrolla en cuestión de meses. Pero las estructuras políticas aparentemente estables pueden cambiar rápidamente cuando se les empuja a cruzar un punto de inflexión. Lo que creemos que es posible depende de lo que otros creen que es posible. Lo que estamos dispuestos a hacer y a sacrificar depende de las acciones y ofrecimientos de quienes nos rodean. Dadas estas interdependencias, las constelaciones congeladas durante mucho tiempo pueden fundirse de repente en cascadas de actividad furiosa. Con el catalizador adecuado, lo que un día parece un problema de acción colectiva irresoluble puede ser superado por un estallido de energía al día siguiente.

    La ilustración de cabecera es una ilustración para tejidos de Ilya Grigorievich Chashnik (1902-1929). 

    Notas

    [1] Han aparecido contribuciones importantes a este debate en publicaciones como la New Left Review (véase la serie «Debating Green Strategy»), The New Statesman (por ejemplo, varios artículos en 2021 de Richard Seymour, James Meadway, Andreas Malm y Alyssa Battistoni y Geoff Mann), así como en Phenomenal World (véase Farooqui y Sahay «Investment and Decarbonization: Rating Green Finance», y el debate entre Farooqui, Sahay, Adam Tooze, Daniela Gabor, Robert Hockett, Saule Omarova y Yakov Feygin)

    [2] Robert Pollin, «De-Growth vs a Green New Deal», New Left Review 112 (2018), 5.

    [3] Si bien existe la posibilidad de que la captura y el almacenamiento de carbono (CAC) se conviertan en una opción viable en el futuro, lo que podría abrir posibilidades para el uso continuado de combustibles fósiles a pequeña escala, se trata de una posibilidad demasiado arriesgada como para apostar por ella.

    [4] Éstas se corresponden con los tres modos básicos de coordinación de la división del trabajo identificados por Karl Polanyi: el intercambio de regalos, la coordinación a través del intercambio de mercado mediado por el precio y la coordinación por un agente central. Polanyi, The Great Transformation (Nueva York: Rinehart & Co, 1944), capítulos 4 y 5.

    [5] Véase, por ejemplo: Ernst F. Schumacher, Small is Beautiful, (Londres: Blond and Briggs, 1973). Aunque hay que tener en cuenta que las propuestas reales de Schumacher son, en gran medida, modificaciones de la toma de decisiones coordinada por el mercado, y no un llamamiento a abandonar este modo de coordinación en favor de la toma de decisiones local independiente. Véase también D’Alisa y Kallis, «Degrowth and the State», Ecological Economics 169 (2020), especialmente la página 5.

    [6] Esta convergencia se refleja en la combinación, a menudo visible en los escritos ecológicos, de esperar «el florecimiento de iniciativas de base» mientras se pide «una acción gubernamental de arriba abajo» (véase D’Alisa y Kallis 2020, p. 5, y Cosme, I., Santos, R. y D.W. O’Neill, «Assessing the degrowth discourse: a review and analysis of academic degrowth policy proposals», Ecological Economics 149, 2017).

    [7] Hayek F.A, «The Use of Knowledge in Society, «American Economic Review 35, no. 4 (1945): 526. Véase también Aaron Benanav, «How to Make a Pencil», Logic 12, 20 de diciembre de 2020 para una descripción concisa y clara.

    [8] Los elevados costes fijos de la infraestructura de red crean los clásicos problemas de monopolio y oligopolio de beneficios anómalos, precios excesivos y falta de inversión en los márgenes. Además, el criterio de rentabilidad hizo que los operadores de redes orientados a la obtención de beneficios rara vez extendieran sus infraestructuras a las zonas rurales y poco pobladas, a no ser que se vieran obligados por la regulación o se vieran incentivados por las subvenciones. Para una útil visión general de los fallos del mercado, véase John Cassidy, How Markets Fail (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2009).

    [9] John Maynard Keynes, The General Theory of Employment, Interest and Money, Volume VIII of the Collected Works (Cambridge: Cambridge University Press, 1973 [1936]), 156.

    [10] Véase: Robert Shiller, Narrative Economics (Princeton: Princeton University Press, 2019); George Akerlof y Robert Shiller, Phishing for Fools (Princeton: Princeton University Press, 2016); Jens Beckert, Imagined Futures (Cambridge: Harvard University Press, 2016); o Akerlof y Shiller, Animal Spirits (Princeton: Princeton University Press, 2010).

    [11] Algunos ejemplos recientes de mercados de inversión que funcionan mal en este sentido son las acciones meme y las criptodivisas. Actualmente son inversiones populares y financieramente atractivas, aunque es difícil argumentar que empresas específicas como AMC y GameStop, o una clase de activos como las criptodivisas (con niveles de consumo de energía exorbitantes) encajen en una economía global sostenible.

    [12] Véase, por ejemplo: Gregory Unruh, «Understanding carbon lock-in», Energy Policy 28, nº 12 (2000) o Karen Seto et al. «Carbon Lock-In: Types, Causes, and Policy Implications», Annual Review of Environment and Resources 41, nº 1 (2016).

    [13] Vera Huwe, Max Krahé y Philippa Sigl-Glöckner, «Effektiv und mehrheitsfähig? Der Emissionshandel auf dem Prüfstand», (Berlín: Dezernat Zukunft, 2021).

    [14] «Cuando una gran cantidad de precios se ajustan por una gran margen en un corto espacio de tiempo, dan mucho más que una señal eficaz. Lo que se recibe es más parecido a una bomba de información». Adam Tooze, «Why inflation and the cost-of-living crisis won’t take us back to the 1970s» (Por qué la inflación y la crisis del coste de la vida no nos devolverán a los años 70), The New Statesman, 4 de febrero de 2022.

    [15] Véase también Moe, «Energy, industry and politics: Energy, vested interests, and long-term economic growth and development», Energy 35, no. 4 (2010), quien, basándose en Schumpeter y Mancur Olson, destaca la importancia del Estado para posibilitar el cambio estructural mediante el rechazo de los intereses creados, deseosos de preservar el statu quo.

    [16] Véase especialmente John H. Wilhelm, «The Soviet Union Has an Administered, Not a Planned, Economy», Soviet Studies 37, nº 1 (1985).

    [17] Véase, por ejemplo, Chalmers Johnson, MITI and the Japanese Miracle (Stanford: Stanford University Press, 1982).

    [18] Pierre Massé, le plan ou l’anti-hasard (París: Gallimard, 1965).

    [19] Charles Kindleberger, «French Planning», en National Economic Planning, M.F. Millikan ed., (Washington, D.C.: NBER, 1967), 295.

    [20] Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights (Nueva York: Simon & Schuster, 2002), 14.

    [21] Aunque los planes franceses posteriores se extendieron al conjunto de la economía, la cuestión es que el alcance de la planificación debe estar a la altura del reto que se plantea.

    [22] Dentro del sector industrial, la producción de acero, cemento, fertilizantes y plásticos es responsable de la gran mayoría de las emisiones sectoriales.

    [23] Massé, Le plan ou l’anti-hasard (1965), 154.

    [24] Al igual que en el caso histórico de la planificación de posguerra, esta primera etapa también puede afectar a los propios actores: desde el punto de vista sociológico, es probable que surja un cierto compromiso hacia la realización de lo que los propios participantes afirmaban anteriormente que era factible.

    [25] Massé: «El respeto a los órdenes de magnitud es esencial. Es absurdo centrarse supersticiosamente en los dígitos detrás de la coma». (Massé 1965, 176)

    [26] Para un estudio sobre la tantas veces invocada creación de un aparato de planificación bélica en los Estados Unidos de la Segunda Guerra Mundial, véase Mark Wilson, Destructive Creation: American Business and the Winning of World War II (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2016).

    [27] «Antes de definirse por su objeto, su estructura o sus medios, la planificación francesa se caracteriza por su espíritu. L’esprit du Plan, c’est le concert de toutes les forces économiques et sociales de la Nation,» (Pierre Massé 1965, p. 152, cursiva original.)

    [28] Jonathan Chait, «Joe Biden’s Big Squeeze», New York Magazine, 22 de noviembre de 2021.

    [29] Inspirándose en el New Deal del presidente Roosevelt y en la movilización estadounidense para la Segunda Guerra Mundial, el marco del Green New Deal se refiere a los planes de reestructuración económica rápida (Green) que están vinculados con las políticas económicas igualitarias (New), o integrados en ellas, para crear un paquete global (Deal) que, se espera, sea capaz de conseguir el apoyo de una mayoría.

    [30] Piketty, El capital en el siglo XXI (Cambridge: Harvard University Press, 2014); Lukas Chancel y Thomas Piketty, Carbono y desigualdad: de Kioto a París (París: Escuela de Economía de París, 2015); Ilona M. Otto, Kyoung Mi Kim, Nika Dubrovsky y Wolfgang Lucht, «Shift the focus from the super-poor to the super-rich, «Nature Climate Change 9 (2019): 82-87; Yannick Oswald, Anne Owen y Julia Steinberger, «Large inequality in international and intranational energy footprints between income groups and across consumption categories, «Nature Energy 5, no. 3 (2020): 231-239.

    [31] Daniela Gabor, «The Wall Street Consensus», Development and Change 52, no. 3 (2021): 429-459.

    [32] Les Echos, «La modernización o la decadencia» – Nuestra serie del verano (5/8), «30 de agosto de 2016.

    [33] Martin Gilens, Affluence and Influence (Princeton: Princeton University Press, 2012); Benjamin Page y Martin Gilens, ¿Democracia en América? (Chicago: University of Chicago Press, 2020); Lea Elsässer, Wessen Stimme zählt?, (Frankfurt: Campus Verlag, 2018).

    [34] Cédric Durand articula la visión positiva: «No veo qué debería impedir que un gran frente progresista se manifieste a favor de las restricciones a las emisiones evitables relacionadas con los patrones de consumo de los ultrarricos. Una ecología punitiva con sesgo de clase podría convertirse en un medio eficaz para impedir que el gasto ecológicamente perverso repercuta en los más pobres. También podría ser un trampolín para movilizaciones sociales más amplias». Cedric Durand, «Zero-Sum Game», New Left Review Sidecar 17, noviembre de 2021.

    [35] Por ejemplo, a través del alarmismo climático-kaleckiano; véase Adam Tooze, «Why the so-called ‘energy crisis’ is both a threat and an opportunity», The New Statesman, 27 de octubre de 2021.

    [36] Richard Seymour, «¿Es la crisis energética una mayor oportunidad para la izquierda o la derecha?» The New Statesman, 5 de noviembre de 2021.

    [37] Judith Shklar, «El liberalismo del miedo», en Rosenblum ed. Liberalism and the Moral Life (Cambridge: Harvard University Press, 1989).

    [38] Seymour lo llama «una escatología secularizada […] una esclavitud insípida para el juicio final de la historia» (Seymour 2021)

    [39] Alyssa Battistoni y Geoff Mann, «¿Fue real la «guerra contra el carbón» de Donald Trump, o sólo el mercado en funcionamiento?» The New Statesman, 22 de noviembre de 2021.

    [40] Timur Kuran, «Now Out of Never: The Element of Surprise in the East European Revolution of 1989», World Politics 44, nº 1 (1991).

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  • «En Artieda ha habido una transmisión generacional de la lucha contra el pantano de Yesa» – Entrevista con Anchel, de Artieda

    «En Artieda ha habido una transmisión generacional de la lucha contra el pantano de Yesa» – Entrevista con Anchel, de Artieda

    [Esta es una de las entrevistas que realizamos en el marco del libro colectivo La conquista del espacio, que puedes descargar íntegro en pdf aquí, o ver poco a poco aquí].

    Vivo en Artieda, un pueblo de ochenta personas cerca de Yesa. Artieda, dentro de la comarca de la Jacetania, ese el pueblo que se ha opuesto siempre al pantano de Yesa. Hay una lucha histórica contra la Confederación Hidrográfica del Ebro. Yesa es un pantano que ya está construido, se construyó en la época en la que Franco hacía más pantanos, en los sesenta o así. Y después de sufrir las consecuencias del desarrollismo franquista y de toda la política pantanera de Joaquín Costa, empieza a haber un movimiento en contra. En esta zona lo que hay es un proyecto de recrecimiento, lo que quieren hacer es aumentar el tamaño del pantano, cuando ya es uno de los más grandes de España, desde luego sí de los de Aragón. Y ha habido una lucha histórica muy fuerte y en este pueblo siempre se han opuesto al recrecimiento. Yo vivo aquí por lazos personales y por el tema de la lucha, pero principalmente porque estoy muy integrado en la comunidad humana y política. Estamos en una comarca de interior. Es una periferia pero cerca de varios centros: de Euskadi –de hecho, yo trabajo en Pamplona, que es un pequeño centro económico–, está cerca de Zaragoza, no está muy lejos de Madrid tampoco. También está bastante cerca de Cataluña. Es una periferia, una zona rural, a cuarenta minutos de Jaca y otros cincuenta de Pamplona, pero dentro de eso bebe de dinámicas subsidiarias de sitios más grandes de alrededor. Por ejemplo, no tenemos servicios públicos de transporte, no tenemos ninguna tienda, todos los servicios públicos están al menos a veinte minutos. Pero a la vez es cierto que existe la comarca, el ayuntamiento, algunas instituciones que nos dan algunos servicios y nos estructuran un poco la vida institucional.

    Nací en Jaca y mi vinculación con Yesa es desde siempre, porque mis padres estaban implicados en la asociación Río Aragón en contra del recrecimiento de Yesa. Ha habido una transmisión generacional de la lucha. Mis padres estaban implicados en lo de Yesa, los padres de mis amigos en Artieda también, y tanto ellos como yo, cuando hemos ido a estudiar fuera y hemos estado en otros ambientes también hemos participado de otras luchas y nos hemos enriquecido de ello. Cada momento histórico y cada contexto es diferente, pero sí que la gente de aquí, y me incluyo aunque no haya nacido aquí, hemos nacido con una pancarta, de alguna manera. Hay un ambiente de comunidad de buscar otros caminos que no sean los más trillados, algo que en el resto de la comarca no se ha dado. De hecho, en ese sentido, somos un pueblo un poco raro, porque tenemos las mismas problemáticas que el resto, pero la forma de afrontarlas no sería la normativa, se apuesta por potenciar otras vías, otras políticas, otras maneras de hacer las cosas.

    También ha influido el tema del esquí. Si miras el mapa de la comarca o del Pirineo se nota mucho las zonas que han experimentado el desarrollo del esquí, que está muy ligado al turismo y recibe más capital, y eso produce más riqueza, y otras zonas que quedan más aisladas de esa dinámica y que se quedan en agrícolas y ganaderas, pero mantienen más la esencia de la vida rural. Son sociedades más comunitarias, donde se mantienen más los lazos y las costumbres de salir al bar todos los días, o de apoyarse y organizar las fiestas entre todos. Incluso la lengua, en esas zonas se ha mantenido más el aragonés. Artieda se queda un poco en esa tierra de nadie, es una zona rural marginal porque la densidad de población es muy bajita. Eso te obliga a inventarte tu propio ocio, tus propias prácticas, no tienes tanto acceso al mercado: una cosa muy clara es que en Jaca no tienes apenas espacios públicos para juntarte, aparte de la calle, no hay locales en los que organizar una actividad, y sin embargo en Artieda la mayoría de espacios que tenemos son públicos y puede entrar cualquiera, e igual que aquí en otros pueblos parecidos, es tan fácil como pedirle la llave al alcalde y te lo suele dejar. No en todas partes, pero la norma se parece más a eso, a la facilidad de acceso a edificios comunes.

    Para ir a trabajar a Pamplona dependo del coche, llevo tres años así, trabajando como sociólogo, ahí ha habido un cambio a mejor con el teletrabajo. Ahora lo he perdido por un cambio de contrato y tengo que volver a ir todos los días, que es muy cansado. En Navarra hay mucha gente que va y viene todos los días, es muy común, con el gasto y contaminación que eso supone. La pandemia ha tenido, como cosa positiva, la generalización del teletrabajo y sí que he estado mucho tiempo yendo la mitad de los días a Pamplona y la mitad desde aquí, tenemos una oficina, un coworking en el pueblo, que se utiliza para varias cosas, también asociaciones y así, y esto me facilitó mucho la vida. Ahora estoy en Salud Pública, que es sector esencial, y en general los jefes son reticentes al teletrabajo, pero supongo que será algo que venga impuesto desde arriba y se lo tendrán que tragar. Creo que la realidad acabará yendo por ahí, tarde poco o mucho.

    Respecto a servicios públicos, tenemos en los pueblos de alrededor atención primaria, a unos diez minutos, y uno o dos días a la semana pasan por el pueblo, así que eso no me supone problema. Hay urgencias en Verdún, a veinte minutos, y el hospital en Jaca, a cuarenta. Yo para consultas con especialista suelo ir a Pamplona, porque como trabajo ahí y ya me he desplazado aprovecho el viaje, y hay convenio entre comunidades que lo facilita. En el pueblo tenemos también un edificio que aúna arriba el coworking, en medio el ayuntamiento, abajo el centro joven con una videoconsola y un bar comunitario en el que trabaja una persona limpiando y los demás hacemos turnos sirviendo. En realidad más que echar de menos, disfruto el planteamiento que tenemos en Artieda, que nos organizamos nosotros muchas cosas que, sin ser servicios esenciales, disfrutamos mucho, temas más culturales, actividades… hay varias asociaciones, está el ayuntamiento y conocemos a quién organiza todo en la comarca y solemos organizar cosas a demanda: si queremos hacer un concierto o una charla es tan sencillo como ver las líneas de ayudas que hay y pedirlas para conseguirlo. En ese sentido tenemos una organización muy comunitaria y con eso funcionamos. Con el covid se ha parado mucho, pero este verano hemos tenido actividades culturales cada dos o tres días. Yo me vine a Artieda porque hicimos un proyecto que se llama Empenta Artieda, que tenía la idea de que el pantano es una amenaza real sobre el pueblo, pero que se consiguió parar con la lucha, o al menos conseguir que no afectara al casco del pueblo ni a todos los campos. El ayuntamiento nos contrató a otro chico y a mí para trabajar sobre la idea de que no era tanto el pantano como la despoblación lo que hacía que el pueblo perdiese vida, porque los jóvenes no volvían, no hay oportunidades de trabajo… Así que hicimos un proyecto de  desarrollo integral con la idea de hacer un diagnóstico, pero luego desarrollar respuestas, y a partir de ahí ver qué hacía falta para que los jóvenes viniésemos e hicieran vida en el pueblo. Y entre todo el pueblo se hicieron unos talleres y hubo mucha participación y de ahí sacamos diferentes líneas de actuación, con la idea de hacer algo entre todos, y no quedarse solo, como muchas veces pasa cuando se habla de despoblación, con el tema del empleo o con el tema de la vivienda, sino decir «vale, estamos en una situación marginal y nos viene todo como venido desde arriba, con la diputación o la comunidad autónoma diciendo hay que sacar esto adelante, o esto otro, vamos a ser nosotros los que pongamos las prioridades». Estructuramos el plan en cuatro ejes: vivienda, socialización, cuidados y empleo. Y a partir de ahí pusimos a funcionar la inteligencia colectiva y sacamos un plan de acción para el pueblo, que hemos ido desarrollando estos cinco años. Ha venido gente joven a llevar el albergue, se han desarrollado iniciativas para cuidar a personas mayores, que da empleo a una persona, hay una cooperativa de tres personas que hace cosas de desarrollo local, tenemos voluntarios europeos, dos permanentemente, el albergue trae voluntarios todo el año… se mezclan las instituciones promotoras, el albergue, el ayuntamiento, las asociaciones… porque todos tenemos el mismo objetivo. Tenemos también una red de internet que pagamos muy poco, avanzando en soberanía tecnológica. El tema de la socialización, que cuando se habla de despoblación muchas veces se mira desde arriba y solo se tienen en cuenta aspectos estructurales como la vivienda y el empleo, pero es que aunque tengas un trabajo estupendo, si no tienes amigos y te aburres, no funciona.

    La idea que manejamos en el pueblo es que todo va de poner la vida de la comunidad en el centro, ser nosotros mismos los que llevamos a cabo ese trabajo, y que no se haga desde fuera con intereses ajenos en el centro. Esto tiene atractivos, te deja desarrollarte a ti, pero en comunidad. Hay una chica que es una apasionada del yoga y organiza muchas cosas relacionadas, Yo soy un apasionado del aragonés y organizo cursos que o los doy yo o los da algún compañero, se hace inmersión lingüística. Esa es la idea, que no sea tanto un ocio o una cultura o vida social tan predeterminada sino que tenga en cuenta a los que vivimos aquí. Y ese es uno de los principales atractivos que hace que estemos quince o veinte personas más, sobre todo jóvenes, que lo que había quince años antes. Y eso teniendo que estamos en un contexto muy favorable de movilización, transmisión generacional de la lucha… que no creo que sea extrapolable a cualquier sitio.

    Esto también es cosa de que en un momento dado unos cuantos empezamos a hacer cosas, que lo que está instalado en el imaginario es que aquí no hay nada que hacer, ni en el pueblo ni en la comarca, que lo interesante está fuera de aquí, en Madrid, en Barcelona, en Londres o donde sea. Es la mentalidad que nos han grabado a fuego y es imposible de cambiar. Pero en un momento dado un grupo de gente, que estábamos en Pamplona, en Zaragoza, en situaciones de precariedad, de llevar cuatro o cinco o más años haciendo la carrera fuera, hemos aprendido mucho, pero ahora qué. Estábamos un poco desilusionados de ver que tampoco teníamos oportunidad de desarrollarnos. Yo empecé a trabajar el tema del aragonés, con las trobadas lingüísticas con un amigo de Pamplona que en ese sentido me empoderó un montón y me hizo empezar a aplicar los conocimientos y la práctica militante de Euskal Herria e Iruña a mi realidad concreta, y a ver que estamos en una zona que tiene muchas posibilidades, montamos una asamblea de jóvenes que estuvo activa tres o cuatro años, y ahora hay otra gente que ha cogido el relevo y hace cosas parecidas. Se llamaba Asamblea de jóvenes del Viello Aragón, gente de las comarcas del Alto Gallego y la Jacetania, que tienen dos núcleos de población de unas diez mil personas, Jaca y Sabiñánigo, que también vimos que había un territorio rico y con recursos, y en el que la gente está deseosa de que presentes proyectos y trabajes allí. Y fuimos planteándonos por qué vivir en la ciudad y no en nuestros pueblos, y la riqueza de relaciones sociales, etcétera. Entre otras cosas, porque si no lo haces tú no lo va a hacer nadie, que el conocimiento de haber vivido en el pueblo no lo tiene nadie más, y si no lo haces tú va a venir el cambio desde fuero.

    Si miras un poco la historia social de la comarca, se ve que todo lo que se está hablando ahora se hablaba hace treinta o cuarenta años: las estaciones de esquí, la despoblación… es como que no se avanza, y yo creo que es por una cuestión de subalternidad. Y la idea que nos movía era romper eso y convencernos de que en nuestra comarca se puede hacer de todo, que no tienes ninguna limitación que no tengas en Pamplona o Zaragoza: si en Pamplona hacen coches, por qué no los podemos hacer nosotros. Y a una generación de jóvenes eso nos ha hecho clic, y hemos visto que en la ciudad teníamos mucha menos capacidad de participación. También es algo que no sale gratis. Yo tengo ahora un trabajo con condiciones muy buenas, casi lo que tendrían mis padres, pero la mayoría de mi generación está en precario en el pueblo, y yo me estoy comiendo dos horas de coche todos los días. Pero la clave es que en estas zonas se pueda enseñar al resto de gente del territorio y a las generaciones que vienen detrás que aquí también se pueden hacer cosas muy chulas. También hay que decir que estamos organizados en contacto con gente de Teruel que hacen cosas parecidas, pero ellos no tienen a toda la gente que viene de Madrid y Barcelona al Pirineo a intentar vivir de otras manera, que suelen ser de unas clases sociales bastante concretas. No tienen ese poder de atracción, ni a los temporeros del esquí, que son una clase más trabajadora. Así que sí, atraemos gente, no expulsamos gente. Y tiene que ver con que aquí tenemos muy metido el deseo de querer quedarnos, y de esa voluntad surgen el resto de cosas. Como digo, no sale gratis, pero el que todos los días nos juntemos a echar una caña, que hoy tengamos teatro a las diez, esto ayuda a que haya vidilla y ganas de quedarte a trabajar por esto.

    Sobre el cambio climático, creo que en nuestro pueblo es una preocupación muy secundaria. Estamos en un sitio relativamente bueno, es más o menos fresquito, hay mucha agua… evidentemente nos afectará, pero no creo que seamos de los más perjudicados. Te da miedo, eso sí, que se convierta en refugio de gente más rica, que de repente compre diez casas para teletrabajar. Sí que puede tener efectos: que se cargue buena parte del turismo de nieve, que haría peligrar la base económica de la comarca. El pantano de Yesa, que dudamos que llegue a llenarse del todo de forma regular. Últimamente escucho a Antonio Turiel y me preocupa más el tema de los combustibles fósiles y su escasez que el cambio climático. Creo que el cambio climático va a tener efectos muy gordos a nivel planetario, pero tal y como estamos acostumbrados a vivir, si fallan los combustibles fósiles empezaremos a tener problemas muy serios. Me agobia mucho más, para empezar porque mi modo de vida actual no es sostenible, creo que para que fuera posible vivir sin combustibles fósiles habría que hacer cambios estructurales muy grandes, que no me parecen posibles ahora mismo.

    En cuanto a los cambios del espacio físico, sí que ha habido cambios, pero sobre todo se dieron en la generación anterior, de la edad de mis padres, que muchos salieron fuera y empezaron a tejer alianzas y a tener relación con gente de fuera, y cuando se planteó el recrecimiento de Yesa, junto con Emilio Gastón, un abogado muy querido aquí que les dijo que podían negarse al pantano.  Esto hace que la generación de mis padres decida quedarse en el pueblo y hacer una apuesta por vivir aquí. Crearon dos granjas de porcino industrial y una parte muy importante de esa generación se quedó a vivir de esas granjas, y consiguieron que el pantano no se llenase a la cota prevista, que habría hecho inviable la vida en el pueblo. Y tuvieron hijos, mis amigos, a los que transmitieron esa genealogía de lucha de la que estamos hablando. El cambio principal del territorio fue la ausencia del cambio, que no creciera el pantano. Luego se educó en el salir fuera, pero también en el volver, en que vivir en Artieda es un valor, se impulsó el aragonés…

    En algunos aspectos aquí estamos viendo desde hace un tiempo cosas que ya se están viendo en otras zonas rurales: hace cuatro años que experimentamos con el teletrabajo, tenemos un proyecto también que se llama Rural y en el que familias de dinero están viniendo a vivir a caballo entre ciudad y pueblo… y eso también ha traído las cosas malas de la ciudad. Al final, la gente que trabaja en las granjas, que es un poco mayor que nosotros, trabaja cinco días a la semana pero luego puede irse de viaje de fin de semana, donde quiere, porque tiene buenos trabajos. Nosotros vamos de trabajo precario en trabajo precario… no terminamos de tener estabilidad relacional, de poder tener hijos… seguimos viviendo algunos en casa de los padres, son casas de pueblo, grandes, pero casas de los padres. Tenemos becarios que sobreviven con becas de cuatrocientos euros… estamos trayendo también esa clase de problemáticas, y en ese sentido no avanzamos mucho. Hay otras cosas, la banda ancha, los procesos de participación, los trabajos de oficina… en eso somos pioneros, y me da la impresión de que se está dando en otros lugares, y no tenemos del todo claro hasta qué punto es bueno. La agricultura y la ganadería son los sectores esenciales aquí, y se hace raro ver tanto trabajo de oficina. Y luego que yo, cuando he estado teletrabajando aquí, he trabajado para los intereses del gobierno de Navarra, no para los intereses de este territorio. Es una dinámica que cambia, no es lo mismo que trabajar para los de aquí. De estos cambios somos en parte responsables nosotros, y a veces no sabes hasta qué punto eres un caballo de Troya. Pero a la vez, los pueblos han evolucionado siempre, se han ido adaptando, es otra vuelta de tuerca para que no desaparezcan, que ahora es una amenaza real para muchas zonas rurales.

    Hace un mes escaso se ha descubierto un mosaico romano en el pueblo, y eso es porque el ayuntamiento se ha ido preocupando de traer a expertos de la universidad de Zaragoza a ver cosas que el saber local decía que estaban ahí. Es unir técnica con saber local. Ahora estamos a ver si ponemos placas solares para tener autoproducción, no para la cosa. Esto entronca con el tema del orgullo rural, que está surgiendo mucho en Teruel de movimientos sociales y políticos, y es un poco decir que el territorio es nuestro y podemos hacer aquí lo que queramos, sea tener fibra óptica, poner placas solares, hacer excavaciones arqueológicas, que nos tenemos que quitar el complejo de que no somos capaces de hacer estas cosas. Creo que esto tiene que ir a la economía, a convencernos de que podemos producir lo que queramos. Creo que en este sentido la corriente de la agroecología peca de ligar la vida rural a la ganadería y la agricultura, y no tiene por qué ser así. Con el turismo rural pasa un poco parecido, que es hacer una foto plana del campo y decir «tiene que quedarse así para que vengan de la ciudad», y no, quizá sea mejor ruralizar la ciudad y urbanizar un poco el campo.

    A nosotros no nos está afectando la fiebre de las renovables, esperamos que en algún momento nos toquen a la puerta. En el Viello Aragón sí, hay un proyecto muy gordo, que yo creo que puede ser devastador para la comarca porque se asienta entre los dos pueblos grandes de la zona, Jaca y Sabiñánigo. Están a veinte kilómetros uno de otro, y en ese hueco quieren poner ochocientas o novecientas hectáreas de placas solares. Eso para el desarrollo de la comarca es matador, porque la clave de una vida buena con servicios pero a la vez en equilibrio con la naturaleza está en esos espacios que están cerca de núcleos urbanos pero que podrían estructurarse y pensarse de una manera completamente diferente. Si pones todo lleno de placas solares, aparte de aumentar la temperatura de esa zona, estás frenando las posibilidades de uso de ese espacio, que es muy atractivo porque cada pueblo tiene unas cosas, y la gente va de uno a otro. Si en vez de vertebrar ese eje te lo cargas con un uso exclusivo del espacio, nos puede lastrar un montón. Pero en Artieda de momento no pasa, aunque creemos que pasará. Para adelantarnos, hemos traído a gente de Puente la Reina, de Navarra, que están recuperando una central hidroeléctrica para generar energía para espacios municipales y la ciudadanía. Querríamos contraponer este modelo, el nuestro, al modelo depredador de venir al territorio, esquilmarlo y pirarse.

    La ilustración es obra de Virginia Argumosa de Póo