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  • Una teoría marxista de la extinción

    Una teoría marxista de la extinción

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    Por Troy Vetesse.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Salvage con el título «A Marxist Theory of Extinction».

    La tragedia del ecologismo común

    El mismo año en que el parlamento británico aprueba las Actas de Cercamiento (Inclosure Act) de 1773, se extingue la especie del correlimos de Tahití.

    La sexta extinción, destructora de mundos, supone la aniquilación de innumerables ramas antiguas e irreemplazables del árbol de la vida. El inicio de la sexta extinción comenzó hace medio milenio, coincidiendo con el nacimiento del capitalismo, y ahora avanza a un ritmo frenético comparable a la devastación de la última gran extinción, hace sesenta y seis millones de años. Desde la perspectiva de la vida terrestre, el capitalismo difiere poco de la colisión con un meteorito masivo. El influyente naturalista E. O. Wilson ha predicho que la mitad de la flora y fauna del mundo se habrá extinguido a finales de siglo. Estudios recientes han estimado que las especies de mamíferos están desapareciendo entre cien y mil veces más rápido de lo que lo harían al ritmo natural. La sexta extinción tiene multitud de causas, pero la principal es la pérdida de hábitat, seguida de la caza furtiva, aunque el cambio climático va a tener sin duda un papel cada vez más importante. Al menos un mamífero ya se ha extinguido por el cambio climático, la rata cola de mosaico del Cayo Bramble en 2016, cuando el aumento del nivel del océano inundó el hogar de esta especie, que se hallaba en una isla de baja altitud en la Gran Barrera de Coral.

    Los mamíferos, sin embargo, representan solo un pequeño porcentaje del reino animal, que está abrumadoramente compuesto por invertebrados. Pequeñas criaturas, como la mariposa azul Xerces de San Francisco (desaparecida en 1941), han soportado la peor parte del cataclismo: hasta 130.000 especies de invertebrados han desaparecido desde las primeras etapas de la modernidad, alrededor del 7% de todas las especies animales. Sin embargo, más allá de trabajos notables como Extinction, de Ashley Dawson, y Tragedy of the Commodity, de Brett Clark, Rebecca Clausen y Stefano B. Longo, los marxistas han descuidado el debate acerca de la extinción, cediendo el terreno a una alianza impía de neoliberales y maltusianos racistas.

    El marco dominante para pensar la extinción, así como en muchos otros problemas medioambientales, ha sido el de la «tragedia de los comunes». El concepto fue acuñado por el biólogo Garrett Hardin en 1968, que la usó como título de un breve ensayo que publicó en Science. En él describía un prado imaginario de propiedad comunal, donde unos pastores sin escrúpulos apacentaban a más ganado del que el prado podía soportar, y concluía: «La ruina es el destino hacia el que se precipitan todos los hombres, cada uno persigue su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. La libertad de los bienes comunes trae la ruina a todos». En este marco, lo que es racional para el individuo —el engaño— es irracional para el grupo, una contradicción que solo puede ser solucionada a través de la implementación de derechos de propiedad. Hardin emplea otros ejemplos en los que el uso excesivo degrada un recurso comunal, como el aparcamiento gratuito, las zonas de acampada, la contaminación y la pesca. En este último caso, «las naciones marítimas […] llevan cada vez más cerca de la extinción a una especie tras otra de peces y ballenas» debido a la «libertad de los mares».

    «La tragedia de los comunes» sigue siendo un texto canónico del ecologismo centrista. Tal vez porque se hace referencia al texto más a menudo de lo que se lo lee, o tal vez por un tabú, a menudo se omite que la alegoría de Hardin es extremadamente brutal, incluso fascista. La mayoría de la gente sabe que abogó por la privatización como remedio a la tragedia de los bienes comunes y hay más personas que conocen que también sugirió el pago de cuotas de uso, pero lo que menos se discute es la tercera propuesta, la del control «coercitivo» de la población junto con el desmantelamiento del estado de bienestar. En su opinión, estas cuestiones están relacionadas porque la asistencia estatal podría dar apoyo a «a la religión, la raza o la clase […] que fomente la procreación excesiva». Más tarde, equiparó la «procreación excesiva» de personas indeseables con el «genocidio pasivo» de los blancos.

    Estos sentimientos no eran meros lapsus pasajeros. Como el ferviente supremacista blanco que fue, abogó por el control de la población para la gente de color (pero no para los blancos; él mismo tenía cuatro hijos) y restricciones a la inmigración en Estados Unidos (especialmente desde Latinoamérica) para evitar la creación de una «América del Norte y Central caótica». Defendió estas ideas hasta el final de su vida en publicaciones fascistas como Chronicles y The Social Contract.

    Hardin puede haber sido una de las protuberancias más feas dentro del cuerpo político del ecologismo blanco dominante, pero articuló la conclusión lógica de una ideología compartida. En 1968, el año en que publicó «La tragedia de los comunes», se reveló que el gobierno de Estados Unidos había esterilizado a miles de mujeres puertorriqueñas en las dos décadas anteriores, lo que afectó a un tercio de la población. Cinco años después, la esterilización involuntaria de dos niñas negras, Minnie y Mary Alice Relf, llamó la atención del país sobre el hecho de que el gobierno cubría anualmente la esterilización de entre 100.000 y 150.000 personas pobres como condición para que recibiesen más ayuda social. Como muchos grupos apoyaban el control coercitivo de la población, dudaron en criticar estas atrocidades, una postura que distanció a los movimientos sociales negros y latinos durante una generación. Los debates posteriores sobre la inmigración solo empeoraron las cosas. En las décadas de los setenta y ochenta, la organización Zero Population Growth (Crecimiento Poblacional Cero), el Sierra Club y destacados empresarios fundaron la Federation for American Immigration Reform (Federación por la Reforma de la Inmigración Americana; FAIR, por sus siglas en inglés), un grupo al que el Southern Poverty Law Center (Centro Legal sobre la Pobreza en el Sur) señaló como un grupo de odio. FAIR se centró en la lucha contra la inmigración mexicana: una de sus primeras campañas importantes trató de impedir el recuento de los migrantes indocumentados en el censo de los Estados Unidos de 1980, de modo que se privase de fondos a los programas de asistencia social. Hardin era miembro de la junta directiva de FAIR.

    Naturalmente, para Hardin la tragedia de los comunes tenía un alcance internacional. En 1974 escribió «Vivir en un bote salvavidas», donde comparaba las naciones con los botes salvavidas y a los refugiados con las personas que «se caen de sus botes salvavidas y están nadando un rato en el agua, esperando que los admitan en un rico bote salvavidas o beneficiarse de algún otro modo de las “cosas buenas” que hay abordo». En 1987 le dijo a un periodista de The New York Times que estaba en contra de la ayuda a Etiopía durante su hambruna más reciente porque el país «tiene demasiada gente para los recursos que posee». A pesar de la prevalencia de este tipo de retórica, los ecologistas nunca han purgado adecuadamente su xenofobia ni han dado la espalda a profetas tan llenos de odio como Hardin. Herman Daly, fundador de la economía ecológica y colaborador de colecciones de ensayos con Hardin, dijo recientemente a un admirador Benjamin Kunkel en la New Left Review que todavía deseaba un control de población coercitivo y que «no creo en las fronteras abiertas». Ahora, cuando un sistema climático global cada vez más inestable está expulsando a los refugiados de sus países natales, la Weltanschauung genocida de Hardin debe ser expulsada del discurso ecologista de la izquierda.

    Sin duda Hardin era un tipo odioso, pero lo peor es que no era muy inteligente: no es precisamente el Carl Schmitt del ecologismo estadounidense. La «La tragedia de los comunes» tiene agujeros lo suficientemente grandes como para que pase por ellos un rebaño de vacas. Su fábula fascista no es ni histórica ni etnográfica ni describe con precisión cómo funcionan o se descomponen los bienes comunes, defectos que Elinor Ostrom señaló hace décadas. Que tal ejercicio de sentido común le haya valido el premio del Banco de Suecia demuestra lo arraigado que está en la economía el modelo de Hardin, pero Ostrom no fue ni mucho menos la única crítica de Hardin. Los neoliberales, que son una banda de gente inteligente, reconocieron desde el principio que la tragedia de los bienes comunes era un marco insuficientemente riguroso, pero se contentaron con que quedara como la hoja de parra que cubriese su trabajo en torno a la economía ecológica, que tiene más matices y el cual todavía atrae muy poca atención académica. Hoy en día, los únicos seguidores reales de Hardin son ingenuos ecologistas de centro y neonazis.

    Desde una perspectiva neoliberal, una especie solo debe ser preservada —incluso si es de propiedad privada— si resulta rentable, solo si el mercado así lo decreta. Aunque los economistas conservadores escriben alabanzas a la clarividencia del mercado a la hora de administrar la escasez natural, los economistas neoliberales son mucho más contundentes. Desde el punto de vista del capital, los organismos no tienen ningún valor intrínseco —ni siquiera los últimos individuos de una especie—, sino que son simplemente activos diversos de capital que forman parte de una cartera variada y en constante transformación. Esta caracterización de la naturaleza en tanto que capital proviene del economista de la pesca canadiense Anthony Scott, cuya perspectiva fue retomada por otros neoliberales como Friedrich Hayek y Dieter Helm (catedrático de Oxford y presidente del Comité del Capital Natural). Esta lógica queda claramente expuesta en Los fundamentos de la libertad de Hayek, donde defendía que «tanto desde un punto de vista social como desde un punto de vista individual, cualquier recurso natural representa tan solo un elemento de nuestra dotación total de recursos agotables y nuestro problema no es preservar esta reserva de ninguna forma en particular, sino mantenerla siempre en la forma en que haga la contribución más deseable a los ingresos totales». Sin embargo, fue otro economista de la pesca canadiense, Colin Clark, quien expuso el fin lógico de este tipo de afirmaciones de la manera más descarnada posible en el artículo de 1973 «La maximización de los beneficios y la extinción de las especies animales», y afirmó: «En términos generales, se ha demostrado que las siguientes condiciones son necesarias y suficientes para la extinción en el marco de la maximización del valor actual: a) la tasa de descuento (o preferencia temporal) excede de manera suficiente el máximo potencial reproductivo de la población y b) se puede obtener un beneficio inmediato de la recopilación de los últimos animales que queden». Para Clark estos dos factores importaban mucho más que si una criatura era de propiedad privada o colectiva; la privatización no estaba para aliviar la extinción.

    Aunque los neoliberales apenas hayan ocultado que ven la naturaleza como un activo más, la izquierda ha tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que es ahí donde se encuentra el centro del debate. El capital no controla la flora y la fauna mediante una rama de la economía que requiera su propia teoría, sino que lo hace de un modo tan industrial como lo es la fabricación de acero y de microchips. Kenneth Fish desarrolla esta idea en Living Factories, quizás el mejor libro de estudios sobre animales con perspectiva marxista. Fish caracteriza los organismos genéticamente modificados (OGM) como «fábricas, fábricas vivas. Los microbios, las plantas y los animales, en definitiva la vida misma, han sido aprovechados para la producción industrial a través de técnicas de ingeniería genética».

    Sin embargo, los OGM representan solo un caso extremo de lo que el capital desea hacer con toda la vida; a saber: el capital borra todas las diferencias que separan al organismo de la máquina. «A pesar del dominio tecnológico que supuso la llegada de la máquina en aquel entonces —observa Fish—, el significado de la fábrica para Marx radica en cómo se aproxima a un organismo vivo, el más natural de los seres». La apreciación de Marx acerca de cómo la fábrica es un «organismo», que es «trabajo muerto» que cobra «vida» cuando se une a una «fuerza de la naturaleza», no es tanto una metáfora como una descripción casi literal de las máquinas como bestias de carga capitalistas.

    Subsumir y extinguir

    La Trochetiopsis melanoxylon, una planta de «ébano enano» endógena de Santa Helena, se extingue en 1771. Ese año Richard Arkwright inaugura en Cromford la primera fábrica textil alimentada con energía hidráulica.

    Una vez que los marxistas ven que el capital busca transformar la flora y la fauna en máquinas, entonces se hace más fácil ver cuál es la relación del capital con la naturaleza y cómo la sexta extinción es un problema inherentemente capitalista. Tal vez las herramientas marxistas más útiles sean la «subsunción formal» y la «subsunción real», ambas descritas en los Manuscritos económicos de 1864-1866. La subsunción formal se produce cuando «procesos de producción con una determinación social diferente se transforman en procesos de producción del capital». Si en la época precapitalista un individuo poseía los medios de producción (por ejemplo, un campesino) o estaba vinculado a un superior por medio de densos lazos sociales (por ejemplo, un aprendiz o un siervo del gremio), el capitalismo lo que hace es sustituir estas relaciones por otras mediadas por el dinero. Sin embargo, el proceso de trabajo cambia poco si el trabajo solo se subsume formalmente. Marx afirmó que, «a pesar de todo ello, dicha transformación no implica que se produzca un cambio esencial desde el principio en la forma real en que se lleva a cabo el proceso de trabajo […], el capital subsume así un determinado proceso de trabajo existente, como el trabajo artesanal o el modo de cultivar de la agricultura campesina independiente a pequeña escala». Su forma básica es la industria artesanal: la tejedora trabaja cuando quiere y al ritmo que quiere, a menudo en casa, encontrándose con el capitalista con poca frecuencia para obtener un salario o suministros. Esto no implica que esa subsunción formal sea inocua. Como es difícil aumentar la productividad sin maquinaria, solo se puede aumentar la plusvalía de un modo absoluto, prolongando la jornada laboral.

    La subsunción real comienza cuando el capitalista introduce la maquinaria, transformando la producción a través de la «aplicación consciente de las ciencias naturales, la mecánica, la química, etcétera». En lugar de que el trabajador utilice una herramienta de manera manual como durante la subsunción formal, el trabajador ahora utiliza una máquina impulsada por una «fuerza de la naturaleza» (Naturkraft), como la energía hidroeléctrica o el carbón. Estos cambios permiten la concentración de la mano de obra y aumentan la productividad, propiciando la pérdida de cualificación y la devaluación de los trabajadores, pero quizás lo más significativo sea que a estos se los obliga a trabajar al ritmo de la máquina y, por tanto, al ritmo establecido por el propio capitalista.

    La concepción de Marx de la subsunción es dinámica: la subsunción formal suele ocurrir en primer lugar, pero una vez que las mercancías hechas a máquina empiezan a competir con las manufacturados es probable que los trabajadores artesanales sean destruidos como clase. «La Historia no revela ninguna tragedia más horrible que la extinción gradual de los tejedores ingleses de telar manual». La mayoría de los marxistas tienden a detenerse aquí, preocupados por los tejedores y por sus desgraciados sucesores. Sin embargo, con tan solo un pequeño cambio de perspectiva es posible ver lo que sucede cuando el capital extiende su alcance a los reinos de la flora y la fauna.

    Se puede comenzar en la etapa precapitalista de las relaciones entre la naturaleza y los seres humanos; por ejemplo, entre los animales de pelaje y los pueblos indígenas de América del Norte. En el momento en que la gente cazaba ciervos, nutrias, ratas almizcleras y, lo que era más lucrativo, castores, resultaba ilógico cazar todos esos animales a la vez, pues las necesidades de los cazadores se satisfacían fácilmente,y se habría necesitado un esfuerzo considerable para dar con la última rata almizclera, nutria o ciervo que hubiera sobrevivido y en el futuro no quedarían más. Por lo tanto, en las sociedades precapitalistas las extinciones eran raras (aunque las extinciones de la megafauna hace miles de años pueden ser excepciones a este caso). Sin embargo, la relación de los pueblos indígenas con los animales con pelaje cambió una vez que pasaron a formar parte del mercado mundial durante el siglo XVII, un cambio histórico detallado por Richard White en su clásico estudio The Roots of Dependency. La insaciable demanda de pieles por parte de los sombrereros europeos impulsó a las primeras compañías como la Hudson’s Bay Company (fundada en 1670, ocho años después de que se matara el último dodo) a expandirse por el continente norteamericano. Las compañías y los comerciantes contrataron a pueblos indígenas para que cazasen, haciendo de la piel de castor una mercancía que podía ser intercambiada por calderos, cuentas, armas, caballos y cuchillos. En esta etapa, sin embargo, los cazadores indígenas solo estaban formalmente subsumidos por el capital, pues trabajaban cuando y donde querían. La plusvalía solo podía incrementarse de forma absoluta, por lo que los capitalistas trataban de encontrar más tramperos y los animaban a matar a más castores. Aunque cazaban más, las necesidades de muchos pueblos indígenas eran modestas. No era la primera vez que los capitalistas recurrían al comercio de productos adictivos, en este caso el alcohol, para ampliar el mercado. Con el tiempo, se mataron demasiados animales y se fueron produciendo crisis. Los tramperos podían viajar hacia el interior del país o pasarse a cazar a otras especies, pero estas soluciones permanecían dentro del ámbito de la subsunción formal. Las granjas de pieles se acabarían convirtiendo en una posibilidad, pero esto marcó un salto hacia la subsunción real.

    La subsunción real se produce una vez que el capital domina las funciones biológicas de una planta o de un animal, permitiendo que sean manipulados como cualquier otra máquina. Ahora es posible incrementar la productividad, permitiendo al capital exprimir más plusvalía relativa de los trabajadores. La acuicultura ejemplifica el paso de la subsunción formal a la real: a medida que desde la década de los noventa las poblaciones de muchas especies de peces se han ido reduciendo, se ha producido un cambio hacia la cría de peces como si fueran ganado. Los peces criados son alimentados con mayor frecuencia y riqueza de lo que comerían en la naturaleza para así engordarlos de manera más rápida. Su tamaño puede aumentar aún más mediante un tratamiento hormonal que puede acelerar el crecimiento; el tratamiento hormonal puede incluso cambiar el sexo de un pez, lo que podría resultar aprovechable si hay un dimorfismo pronunciado en una especie. También es posible la intervención genética mediante la cría selectiva o la ingeniería genética, como en el caso del salmón AquAdvantage de la empresa AquaBounty Technologies. En el marco de la acuicultura industrial, la mano de obra se hace más eficiente, por ejemplo, a través de la sustitución de la alimentación manual por una automatizada. La escala de producción puede ampliarse concentrando los peces mucho más allá de lo que sería posible en el medio natural, con todos los problemas que ello conlleva en términos de desechos y enfermedades. Estas últimas pueden mitigarse parcialmente recurriendo de manera cuantiosa a los antibióticos, mientras que las primeras pueden ser una carga que se les imponga al restoa los demás.

    Se pueden distinguir tres formas intermedias entre la subsunción formal y la real, que se podrían denominar «ganadería», «secuestro» y la «fábrica en la selva». La ganadería se da cuando es más barato para un capitalista subsumir solo parcialmente los procesos de vida de un organismo. Por ejemplo, el ganado longhorn de Texas fue muy apreciado a finales del siglo XIX porque podían defenderse de los depredadores con su impresionante frontal de oseína y eran lo suficientemente resistentes como para sobrevivir ingiriendola maleza de la pradera. Su ciclo de vida era casi salvaje hasta que fueron raptados y se los llevaron a las estaciones de ferrocarril en Kansas. La robustez de los longhorns era un «regalo de la naturaleza» que reducía los costos; fue útil para el capital hasta que se hizo más rentable subsumir más aspectos del ganado de modo que crecieran más rápido o tuvieran más músculo. Con el tiempo, estas criaturas artificiales alcanzaron tales proporciones que hizo falta mantenerlas en granjas de engorde en lugar de dejarlas en la pradera. Los criaderos de peces tenían un patrón similar al del longhorn ya que los alevines son criados y luego se los introduce en los ríos o lagos para reponer las poblaciones originales diezmadas. Aunque sus nacimientos no sean naturales, los peces se cuidan a sí mismos durante la mayor parte de sus vidas y el capital requiere mano de obra solo al final del proceso para capturarlos, matarlos y comercializarlos. Este fue un paso intermedio hacia la acuicultura.

    El secuestro es la imagen especular de la ganadería, porque se subsumen momentos opuestos del ciclo vital: la adolescencia en lugar del nacimiento. Un esclarecedor estudio de caso en The Tragedy of the Commodity traza este proceso en el caso del comercio del atún. Como el atún no puede reproducirse en cautividad, los pescadores tratan de capturar y enjaular a los atunes salvajes jóvenes para que puedan ser engordados para el mercado. Por lo tanto, se trata de una mezcla de pesca formalmente subsumida y de acuicultura realmente subsumida. Por supuesto, esta forma híbrida solo acelera el declive de la especie, pues ofrece pocas oportunidades para la reproducción. Debido a una combinación de sobrepesca y secuestro, la población de atún del Mediterráneo disminuyó drásticamente entre las décadas de 1990 y 2000. A nivel mundial, las poblaciones de diversas especies de atún han disminuido un 74% desde 1970. Esta cifra oculta variaciones regionales y es aún peor en el océano Pacífico, donde las poblaciones de aleta azul y aleta amarilla ha menguado completamente a solo el dos o tres por ciento de sus poblaciones históricas.

    En la tercera variante intermedia, la fábrica de la selva, el ciclo de vida del organismo cazado sigue siendo salvaje, pero la caza sufre una subsunción real. La pesca formalmente subsumida siguió dándose durante siglos en aguas británicas porque, en general, no resultaba muy eficaz, aunque la caza de varias especies de cetáceos en el Atlántico Norte fue excepcionalmente letal. Aún en 1882 el influyente biólogo Thomas Huxley pudo declarar en su discurso inaugural de la Exposición de Pesca de Londres que «probablemente todas las grandes pesquerías marinas son inagotables». Sin embargo, solo ocho años después algunos científicos pusieron de manifiesto su preocupación por la disminución de las poblaciones de peces debido a la voracidad de los arrastreros a vapor, una tecnología que entonces tenía menos de dos décadas de existencia. En los siglos XX y XXI, la subsunción real de la caza oceánica se llevó a extremos absurdos. Balleneros y pescadores pilotan barcos poderosos más parecidos a acorazados que a las modestas goletas de la era de la navegación a vela. Están armados hasta los dientes con arpones explosivos, satélites que miden las temperaturas de la superficie, «dispositivos de agregación de peces», sonares y aviones de observación. La matanza y la desmembración se pueden llevar a cabo en el propio barco y, gracias a los enormes congeladores, estas fábricas flotantes pueden permanecer en el mar durante meses. La brutal eficacia de la pesca de arrastre industrializada, un tema fetiche de The Economist, ha obligado incluso a que este altavoz del neoliberalismo bienpensante admita que «la pesca moderna es en realidad análoga a la minería: los peces se sacan del mar más rápido de lo que pueden reponerse».

    Comunismo vegano

    Karl Marx murió el 14 de marzo de 1883. Ciento cincuenta y un días más tarde, murió el último cuaga en un zoológico holandés.

    El análisis de la subsunción formal y real, así como de sus formas intermedias, revela mecanismos de extinción específicamente capitalistas. Los capitalistas pueden tratar de pasar de la subsunción formal a la real una vez que se agota el número de especies, pero el ciclo de vida de la criatura puede ser demasiado delicado como para soportar el abrazo del capital, como sucede en el caso del atún. El capital puede que ni siquiera repare en si hay un sustituto adecuado disponible, como con el longhorn de Texas, que reemplazó al bisonte. Si una criatura es controlada por medio de la subsunción real, entonces no está amenazada por la extinción, excepto si se acaba diluyendo a través de cruces, como sucedió con los uros en 1627. Una vez que comienza la cría intensiva, como en el caso de la acuicultura del salmón o de las granjas de engorde, el capital va a tratar de aumentar la plusvalía relativa mediante el incremento de la productividad. Así como la productividad de un obrero de fábrica del siglo XIX aumentó al operar máquinas de vapor de mayor potencia que consumían cada vez más carbón, la subsunción real de la naturaleza permite la concentración de Naturkraft. La masiva población de ganado, artificialmente sostenida y que asciende a cerca de cincuenta mil millones, depende de cultivos nutridos por combustibles fósiles para mantenerse viva en este tipo de cantidades. Son fábricas vivas, motivo por el cual el Worldwatch Institute considera que la respiración del ganado es contaminación de gases de efecto invernadero, como si fuera expulsada por máquinas: vapores nocivos que componen el 51% de las emisiones totales.

    La subsunción real ha permitido la expansión de la industria animal y es este proceso el que alienta de manera abrumadora la sexta extinción. Las industrias animales requieren más de cuatro mil millones de hectáreas, casi la mitad de la superficie habitable de la Tierra. Esta enorme cantidad de robo de tierras ya ha causado innumerables extinciones, pero llegarán más si la industria cárnica se duplica, como se prevé que suceda para 2050. La situación no es mucho mejor en el mar, porque muchos pescados muy demandados, especialmente el atún, son carnívoros voraces, lo que hace que el hecho de que los seres humanos se los coman sea tan extraño e ineficiente como sería comer bocadillos de tigre. Por cada mil toneladas de biomasa de atún (unos dos mil peces adultos), una operación de engorde de atún requiere entre cincuenta y sesenta toneladas de harina de pescado por día. Este alimento está empezando a ser escaso a medida que va creciendo la acuicultura y el rapto de atún, lo que obliga al capital a sondear profundidades cada vez mayores y a arrastrar la capa mesopelágica a cientos de metros de profundidad, dejando aún más hondas huellas de extinción. De esta manera, es posible ver los efectos de las formas intermedias. La ganadería aumenta la presión sobre otras criaturas, ya que el animal mercantilizado ocupa espacios enormes, mientras que el secuestro no solo ejerce presión tanto sobre el animal subsumido como sobre el ecosistema circundante; la tercera forma, la fábrica de la selva, acelera la decadencia de cualquier modo de producción que solo subsuma formalmente la naturaleza. Todas estas formas de subsunción deben ser revertidas si se quiere tener alguna esperanza de detener la sexta extinción. Esto implica devolver a la naturaleza al menos la mitad de la Tierra, incluyendo la mitad del mar. En este momento, solo una sexta parte de la masa terrestre del mundo tiene alguna protección y solo una veinticincoava parte del mar.

    Los y las marxistas deben oponerse fervientemente a la dominación despiadada de la naturaleza por parte del capital, al convertir todo el mundo en una fábrica, un centro comercial o un vertedero de basura. A través de la subsunción, el capital aleja tanto a los humanos como a otras criaturas de su ser, de cómo deberían vivir naturalmente. La izquierda debe rechazar la Weltanschauung neoliberal según la cual la naturaleza es solo otra forma de capital: más bien, la izquierda debe esforzarse por apoyar también la autorrealización de la naturaleza. Es demasiado pronto para decir qué aspecto tendría eso, dada la escasez de trabajo marxista sobre el tema, pero como mínimo hay que dar más espacio a la flora y a la fauna silvestres, y ello implica que hay que poner freno a la ganadería. Aunque el análisis aquí esbozado se aplica a las plantas tanto como a los animales, evitar el consumo de productos animales minimiza al menos la complicidad con la subsunción de la naturaleza, dado el despilfarro que supone convertir el grano en carne y leche animal. Hacerse vegano es la acción más simple y efectiva que un individuo puede tomar para reducir su impacto medioambiental, aunque por supuesto ningún marxista se contentaría con una mera política de «estilo de vida».

    Cualquiera que sea la forma que adopte la sociedad comunista del futuro, su surgimiento debe complementarse con la abolición de las industrias animales, que serán sustituidas por una agricultura orgánica vegana gestionada de manera comunitaria, de modo que la humanidad se mueva con cuidado por la biosfera global. Un dominio socialista de la naturaleza, que es lo que defiende la izquierda tecnófila, no va a detenerla sexta extinción. En lugar de eso, la relación de la humanidad con la naturaleza debería estar guiada por la humildad, la empatía y la contención. La izquierda ha de preocuparse del hecho de que cualquier criatura sea subsumida en las fauces del capital y que permanezca cautiva o se extinga, condenando a la mitad de la creación al olvido.

    TROY VETTESE es investigador de postdoctorado en la Universidad de Harvard, donde estudia el pensamiento ecológico neoliberal. 

    La ilustración de cabecera corresponde al gran cormorán (Phalacrocorax carbo), en la Guía de Aves de Audubon.

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  • Cambio climático y capitalismo. Una mirada política marxista

    Cambio climático y capitalismo. Una mirada política marxista

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    Por Simon Mair

    Este texto fue publicado originalmente en New Socialist con el título «Climate Change and Capitalism: A Political Marxist View».

     

    Desde la perspectiva de la historia geológica, las condiciones climáticas y económicas actuales son atípicas. En general, durante los últimos sesenta millones de años el clima ha sido muy inestable. El clima se estabilizó en su estado actual hace solo diez mil años y fue en este periodo, en el que surgió el Holoceno, cuando las sociedades humanas cambiaron su relación con la naturaleza a través de la agricultura y, después, creando formas socioeconómicas complejas, entre las que se incluye el capitalismo.

    A pesar de que en la actualidad es omnipresente, el capitalismo es algo muy reciente, por mucho que halle sus raíces en la estabilización del clima y en el desarrollo posterior de la agricultura. El capitalismo global lleva con nosotros menos de trescientos años. En los 4.500 millones de años de la historia de la Tierra, el capitalismo no es más que un breve instante dentro del abrir y cerrar de ojos que es la existencia humana.

    Pero este instante es una potencia a escala global. El capitalismo nos ha llevado a una senda que conduce al abandono del clima estable propio del Holoceno. Debido al desarrollo capitalista, actualmente en la Tierra hay una temperatura 0,8 ºC mayor que la media preindustrial. Si no se acaba con el capitalismo, es probable que causemos que la Tierra se caliente hasta unos niveles en los que los seres humanos como especie nunca hemos vivido.

    A las y los socialistas esto les debería aterrar. Como afirmaré más adelante, el sistema medioambiental y la economía han coevolucionado. La economía depende del medioambiente y, una vez abandonadas las condiciones climáticas estables de los últimos diez mil años, no disponemos de un rumbo claro con el que construir un sistema socioeconómico que funcione. No hay ninguna razón para pensar que los sistemas que hemos desarrollado bajo unas condiciones medioambientales dadas puedan prosperar bajo otras condiciones diferentes. Tampoco hay ninguna razón para creer que estas condiciones vayan a ofrecer un terreno fértil para el desarrollo de un sistema socioeconómico más humano o empático.

    Si queremos tener una oportunidad para construir el socialismo en un futuro próximo tenemos que convertirnos en ecosocialistas y detener cuanto antes la catástrofe del cambio climático. A su vez, para parar esta catástrofe, los ecologistas también tienen que convertirse en ecosocialistas. Las dinámicas que están causando el cambio climático están en el centro del capitalismo. Una acción radical contra el cambio climático necesariamente tiene que corresponderse con los primeros pasos de un programa para acabar con el capitalismo.

     

    La economía, el sistema energético y el medioambiente: sistemas coevolutivos

    La economía, el sistema energético y el medioambiente han evolucionado manera conjunta. Se aprovechan los unos de los otros transmitiéndose materiales entre ellos y asimilando los residuos que generan. Toda actividad económica descansa en último lugar en la transformación de recursos materiales, los cuales hay que extraer del medioambiente y deben ser transformados mediante el trabajo. Marx explicita esta interdependencia:

    Los valores de uso ―[…] en suma, los cuerpos de las mercancías― son combinaciones de dos elementos: materia natural y trabajo. Si se hace abstracción, en su totalidad, de los diversos trabajos útiles […], quedará siempre un sustrato material, cuya existencia se debe a la naturaleza.[1]

    Marx utiliza el ejemplo del lino, producido por los trabajadores (fuerza de trabajo) que transforman las fibras de la planta (medioambiente). Pero esta interdependencia también está presente en mercancías más actuales. Por ejemplo, los servidores que almacenan los archivos que se utilizan en servicios de música en streaming están hechos de diferentes minerales y metales que han sido modificados a través del trabajo.

    Hay una interdependencia adicional con la energía. En cada una de las etapas de la producción de una mercancía se utiliza la energía para transformar la materia natural de una forma a otra. Los metales se calientan, se funden y se transforman en iPhones. El algodón se cultiva, se cosecha, se teje y se tiñe para hacer los uniformes de los cirujanos. La energía que se usa en esos procesos no puede ser creada, solo puede ser transformada.

    Toda la energía que se usa en la economía es entrópica: proviene de una reutilización de la energía hallada el sistema terrestre y de su sustracción a cambio de un precio. El carbón se extrae de la tierra y se quema, la energía solar es capturada por paneles fotovoltaicos o por las plantas que cocinamos y comemos. El sistema energético, que permite la actividad económica, depende totalmente del medioambiente.

    Aquí se ve cómo influye el medioambiente en la economía. La economía es el proceso de transformación de los materiales extraídos del medioambiente mediante la reutilización de los flujos de energía del sistema terrestre. El resultado es que, citando la referencia que Marx hacía del economista William Petty, en lo que se refiere a la riqueza material «el trabajo es el padre de esta […] y la tierra, su madre».[2] Pero a su vez, el sistema medioambiental y el energético están moldeados por la economía. Las prioridades del sistema económico determinan el valor de los diferentes elementos y también qué materiales se extraen, lo que cambia la composición, la apariencia y las dinámicas del medio ambiente.

    La extracción no es en sí misma exclusiva del capitalismo, de hecho las prácticas agrícolas anteriores al capitalismo remodelaron nuestros paisajes. Consideremos la ganadería ovina, por ejemplo.[3] El pastoreo tiende a cambiar la estructura de los brezales y, a la larga, los arbustos y las especies leñosas de los brezales desaparecen y se convierten en pastizales. Dado que los pastos sobreviven más tiempo a medida que las ovejas se alimentan de ellos en comparación con las especies leñosas, la transición de brezales a pastizales puede generar condiciones favorables para el pastoreo ovino, ya que las ovejas disponen de más alimento. Este proceso no favorece a las aves, ya que los pastizales son un hábitat más pobre, las ovejas compiten con las aves por ciertos tipos de fruta y se reduce la disponibilidad de determinados insectos. A través de la actividad económica del pastoreo, pues, se transformaron los antiguos paisajes de brezales.

    El cambio climático es otro ejemplo de coevolución de la economía y el medio ambiente, pero en este caso, es exclusivo del capitalismo; como veremos, están indisolublemente relacionados. Sin depósitos de combustibles fósiles, el capitalismo no habría llegado a ser la fuerza dominante que es hoy en día. Del mismo modo, sin el capitalismo, los combustibles fósiles nunca habrían llegado a ser el pilar de la economía.

     

    Carbón, la gran divergencia y los orígenes del capitalismo

    Entre mediados del siglo xvi y 1900 hubo un auge en el uso del carbón en Inglaterra. Durante este periodo, de media el uso del carbón se duplicó cada cincuenta años. En 1900 representaba el 92% de la energía y proveía veinticinco veces más energía que todas las fuentes de energía juntas a mediados del siglo xvi.

    Durante este periodo, la economía inglesa también creció con rapidez. Para los historiadores económicos convencionales, el periodo que arranca en 1700 señala el comienzo de «la gran divergencia». Inglaterra comenzó la revolución industrial y su economía despegó, llegando a ser mucho más importante que otras economías que hasta ese momento habían tenido un tamaño similar.

    No es una coincidencia que el uso del carbón y el desarrollo económico creciesen de manera simultánea. El carbón es un combustible de alta calidad que proporciona una cantidad de energía mucho mayor por cada unidad de energía necesaria para su producción que la madera, por ejemplo. Debido a ello, el carbón permite que se realice más trabajo ―transformar una cantidad mayor de materiales― que el trabajo físico por sí mismo e incluso que mediante el uso de la leña o del agua, que eran fuentes energéticas dominantes en la incipiente economía industrial de Inglaterra.

    Pero la distribución geográfica del carbón no es, en sí misma, suficiente para explicar el crecimiento económico de Inglaterra ni la «gran divergencia». En 1700, en China se había generalizado el uso doméstico del carbón, al igual que en Inglaterra. Hasta 1700 el tamaño de la economía China era parejo y el nivel de actividad de su mercado era también similar. Pero en China, ni el uso del carbón, ni la economía crecieron exponencialmente como ocurrió en Inglaterra.

    La diferencia fue la consolidación de las relaciones sociales capitalistas en Inglaterra. Es posible identificar las presiones que llevaron al capitalismo y a la explotación capitalista del carbón en la economía agraria inglesa del siglo xvi. A medida que estas presiones iban creciendo, condujeron a un aumento del uso del carbón y al crecimiento económico en Inglaterra. Aunque la China precapitalista estuviese increíblemente desarrollada y tuviera un uso extenso del trabajo asalariado dentro del mercado, nunca llegó a estar dominada por protocapitalistas y, por ello, no desarrolló las mismas presiones sistemáticas. Por eso, el uso del carbón y la economía no experimentaron allí la misma expansión cualitativa.

     

    Marxismo político y la economía fósil

    Desde la visión arquetípica del marxismo político sobre los sistemas de producción, Ellen Meiksins Wood, argumenta que la economía capitalista es la única en la que la mayoría de la población depende del mercado para satisfacer sus necesidades básicas.[4] Esta es la diferencia entre el capitalismo y el feudalismo, en el que había una amplia clase campesina enormemente autosuficiente en cuanto a sus necesidades básicas y en el que la capacidad de consumo de las clases más poderosas dependía no del poder del mercado, sino del poder militar y extraeconómico. Wood también diferencia entre los mercados en el capitalismo y aquellos presentes en las economías precapitalistas. Wood argumenta que los mercados originalmente funcionaban y generaban beneficios proveyendo los medios para obtener bienes que solo podían ser producidos en determinadas partes del mundo a otros lugares, en los cuales no se podían producir esos bienes. Sin embargo, los mercados capitalistas operan de manera diferente: el beneficio se consigue reduciendo costes y aumentando la productividad.

    Aunque se ha debatido mucho, este enfoque fue desarrollado por Wood (junto con Richard Brenner) como reacción a lo que ella entendió que eran explicaciones ahistóricas del papel de los mercados en el desarrollo del capitalismo; en concreto, la afirmación de Adam Smith de que el capitalismo es «la consecuencia necesaria, aunque muy lenta y gradual, de una cierta propensión de la naturaleza humana […], la propensión a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra».[5] Frente a esto, Wood argumenta que el capitalismo comenzó en Inglaterra porque se daba una constelación única de condiciones sociales.

    En su obra fundamental The Origin of Capitalism [El origen del capitalismo],[6] Wood afirma que el capitalismo solo podría haber aparecido en la Inglaterra agrícola. A diferencia de otras naciones con una economía de igual tamaño, Inglaterra disponía de una combinación única: un gran mercado nacional, un número considerable de arrendatarios agrícolas o aparceros (en oposición a campesinos, vinculados a la tierra por convención social) y un poder estatal muy centralizado. Estos tres componentes convergieron para dar lugar a una transición hacia una economía dominada por el mercado. El poder del estado centralizado les arrebató el poder militar y político a los propietarios de la tierra. Así pues, al contrario de lo ocurrido en Holanda, por ejemplo, la principal vía que tuvieron los terratenientes ingleses para explotar el excedente de sus trabajadores fue a través del mercado y no a través de la coerción directa. Esto fue posible por la existencia de un gran mercado nacional en el que se podían vender bienes para obtener beneficios y por la existencia de aparceros, lo que significaba que podían echar de sus tierras a los agricultores improductivos.

    Es el desarrollo de los mercados capitalistas, como Wood los describe, el que crea las condiciones para la explotación de los combustibles fósiles. Los mercados capitalistas, como todos los sistemas económicos, incentivan la necesidad de usar herramientas económicas para extraer excedente. Esta dinámica genera en el capitalismo el estímulo de reinvertir para hacer que crezca la productividad y para disciplinar a la fuerza de trabajo y que aumente la producción. Dado que los medios de vida de los terratenientes dependían del mercado, estos procuraron reducir costes y maximizar la producción. Este cambio fundamental en la naturaleza de la producción creó un sistema en el que la capacidad de la energía para realizar trabajo adicional se volvió muy atractiva. Aunque Wood nunca aborda directamente el tema de la energía, su trabajo ha influido a Andreas Malm, cuyo libro Fossil Capital sí recoge esta cuestión.[7]

    Malm defiende que bajo las condiciones capitalistas, el carbón se convirtió en una herramienta de control social. El carbón centraliza la producción y reúne a los trabajadores bajo un mismo techo. Ello posee la doble función de hacer que los trabajadores tengan menos capacidad de hurtar a sus empleadores, lo que hace posible escalas de producción más elaboradas, y de permitir que los empresarios regulen más fácilmente los tiempos de trabajo y los niveles de producción. Además, el carbón ―junto con la maquinaria a la que da pie― hace que aumente la productividad: al ofrecer una fuente de energía mucho más significativa que el alimento y los músculos, incrementa la producción que puede ser generada por los trabajadores.

    Solo en Inglaterra se benefició la clase capitalista de estas características del carbón. En los demás países las estructuras económicas seguían otras lógicas que no recompensaban el aumento del rendimiento y la producción. Aunque los mercados existiesen fuera de Inglaterra, el poder centralizado y el excedente se obtuvieron a través del poder militar y político, y solo de manera secundaria mediante el poder económico. Por lo tanto, aunque el aumento de la productividad pudiera haberse dado por casualidad, las sociedades no se guiaban de modo sistemático por la necesidad de estar siempre aumentando la producción o la productividad. Como dicen Deléage et al., el carbón chino «no dio lugar a nuevas necesidades sociales, no expandió los límites de su propio mercado […], la protoindustrialización y el crecimiento económico fueron logros considerables, pero no consiguieron generar una rápida división del trabajo».[8] Para entender esta cuestión, analicemos la naturaleza de los mercados capitalistas con más detalle.

      

    Mercados capitalistas y las presiones para crecer

    Los economistas ecológicos Tim Jackson y Peter Victor llaman a esta dinámica la «trampa de la productividad».[9] Esto ocurre porque, en el capitalismo, los trabajadores tienen que ser capaces de vender su trabajo para poder acceder a un nivel de vida decente. Los capitalistas dependen del poder del mercado para obtener beneficios y, por ello, constantemente vuelven a invertir para incrementar la productividad. El aumento de la productividad implica que se necesitan menos trabajadores para producir una misma unidad de determinado producto. Así que si la producción deja de crecer, el empleo cae. Esto hace que los trabajadores deseen, de manera legítima, un crecimiento mayor y encarguen a los gobiernos que hagan todo lo posible para que aumente la actividad económica.

    Además, esta «trampa de la productividad» se retroalimenta a sí misma. La expansión de los mercados conduce a la división del trabajo; Adam Smith argumentaba que, ya que los trabajadores llegan a especializarse más, tienen una mayor capacidad para mejorar los procesos productivos en los que están involucrados. A un mayor nivel de especialización, se desarrolla una clase de trabajadores cuyo trabajo es únicamente hacer que la producción sea más eficiente. Pero a medida que la especialización de la gente aumenta, se depende en mayor medida de los mercados para obtener los bienes que necesitan, porque (y aquí utilizo un ejemplo personal) quienes nos dedicamos a estar sentados en un despacho leyendo a economistas que murieron hace tiempo no pasamos mucho tiempo cultivando nuestra propia comida, cosiéndonos nuestra propia ropa o salvando vidas. En este sentido, la expansión de los mercados crea las condiciones para un crecimiento posterior y la necesidad de que este tenga lugar.

    También es necesario hablar del capitalismo de consumo. Las innovaciones destinadas al crecimiento de la productividad no crean por sí mismas un mercado para un mayor volumen de mercancías. Esto implica que el capitalismo tiene que transformar no solo la producción sino también el consumo. Hoy en día esta transformación implica ―cada vez en mayor medida― el estímulo y la creación artificial de necesidades y de deseos de consumo por parte de la clase capitalista, que necesita que sigamos consumiendo para seguir obteniendo beneficios. William Morris afirmó que, para conseguir y mantener los beneficios, los capitalistas tienen que vender una «montaña de basura […], cosas que todos sabemos que no sirven para nada». Para crear la demanda de esos bienes inútiles los capitalistas fomentan «un deseo extraño y febril por las pequeñas emociones, por símbolos visibles, conocidos por el nombre de modas, un monstruo extraño que nace de la aspiración de tener una vida como la de los ricos».

    Buena parte de los estudios más actuales sugieren que la sociedad actual fomenta la idea de que el consumo es el camino hacia la mejora personal. El psicólogo Philip Cushman defiende que la actual configuración dominante del «yo» es un recipiente vacío que debe llenarse con bienes de consumo.[10] Este vacío, prosigue, viene de la ausencia de comunidad, tradición y significados colectivos. Estas cuestiones no van a resolverse a través del consumo. Bajo el capitalismo de consumo existe una incapacidad para imaginar el cambio social y personal si no es a través del propio consumo. Por ello, hasta los futuros que imagina la izquierda «radical» tienden a articularse en torno a niveles de consumo incluso mayores en lugar de imaginar nuevos modos de vida que prioricen nuestra necesidad de pertenencia a una comunidad y de tener un objetivo que esté más allá del consumo.

     

    No hay descarbonización bajo el capitalismo 

    Debido a la necesidad estructural de crecimiento que se da en el capitalismo, es altamente improbable que por sí mismo sea capaz de evitar un cambio climático catastrófico. Las tendencias estructurales hacia el crecimiento van a hacer que los esfuerzos por reducir las emisiones de carbono se vean sobrepasados por la expansión de la actividad económica. Esta es una cuestión polémica para la mayor parte de los ecologistas (y para muchos socialistas). Pero se trata de la elocuente historia del capitalismo.

    De momento, bajo el capitalismo los recursos no han sido conservados; al contrario, cuando aumenta la eficiencia o se encuentran nuevos recursos, se liberan otros que son utilizados por otras partes de la maquinaria capitalista. Por eso, la energía renovable y la energía nuclear todavía representan solo una parte pequeña del sistema energético global [imagen 1]. En el capitalismo han ido creciendo las fuentes de energía bajas en emisiones de carbono, pero no han sustituido de manera significativa a los combustibles fósiles. Al contrario, la energía baja en emisiones de carbono no es más que otro nicho disponible para alimentar el crecimiento de la actividad económica y obtener beneficios.

     

    Imagen 1. Uso global de energía primaria por tipo, 1900-2014. Fuente Cálculos propios del autor basados en los datos de De Stercke, 2014.

    Lo mismo se puede decir sobre el aumento de la eficiencia energética, que puede contribuir de manera fundamental a la descarbonización de la economía global, pero solo si se ve acompañada por un plan para limitar el tamaño de la economía. Bajo el capitalismo, las medidas de eficiencia energética conducen en realidad al crecimiento económico. Esto ocurre por la misma razón por la que la energía renovable no lleva necesariamente a la descarbonización. La eficiencia energética mejora la productividad y reduce los costes así que, en este sentido, refuerza los imperativos del crecimiento capitalista e impulsa la expansión económica, que en su conjunto requiere más energía.

    Es también por esto por lo que una práctica progresista contra el cambio climático irá en menoscabo del capitalismo. Solo vamos a evitar un cambio climático catastrófico si somos capaces de romper con la hegemonía del mercado y superar el imaginario social que, de manera ineficaz, vincula la satisfacción con el consumo.

     

    Entonces, ¿hacia dónde vamos?

    La economía, el sistema energético y el medioambiente están estrechamente relacionados. Combinando la economía ecológica y el marxismo político he propuesto un marco de trabajo en el que el cambio climático es parte fundamental del capitalismo y no solo consecuencia de él. El uso generalizado de los combustibles fósiles fue necesariamente puesto en marcha por y para las dinámicas capitalistas de crecimiento y expansión de la productividad. El cambio climático es por tanto una característica y no un defecto del capitalismo.

    Para evitar la catástrofe del cambio climático tenemos que romper con el ciclo expansivo de la economía. De lo contrario, las mejoras tecnológicas, la energía renovable y el aumento de la eficiencia energética solo van a ser un camino más para que los capitalistas hagan que crezcan la economía y sus beneficios. De igual modo, los impuestos al carbón y otros mecanismos de mercado simplemente van a reforzar las dinámicas centrales del mercado y cualquier efecto positivo va a verse sobrepasado por el crecimiento económico. Este crecimiento hará que se incremente el uso de energía, incluyendo el uso de energía fósil y ello nos sumergirá en un mundo en el que no sabemos cómo vivir. Es probable que a la larga la «Tierra invernadero» acabe con el capitalismo, pero antes destruirá los medios de vida de millones de personas debido a la meteorología extrema, a una mayor incidencia de enfermedades y al colapso ecológico. No hay razón para creer que esto nos vaya a conducir a un futuro mejor.

    Para poner fin al ciclo expansivo de la economía de una manera justa hay que ponerles límites a los mercados. Tenemos que hacer uso de la producción comunal, doméstica y estatal como medio principal para satisfacer las necesidades colectivas de la sociedad. Solo de este modo podemos poner fin a una sociedad orientada al crecimiento de la productividad. No hay nada en las formas de producción no mercantiles que las haga inherentemente más sostenibles (todas las actividades económicas utilizan energía), pero estos sistemas carecen de la vocación expansionista de los mercados. Por ello, las nuevas tecnologías y el aumento de la eficiencia podrían ser utilizados para sustituir a los combustibles fósiles en lugar de sumarse a ellos.

    Esta transición tiene el potencial de ser esperanzadora, una oportunidad para construir un sistema más humano. Un sistema que sea materialmente más pobre que la sociedad actual, pero no me refiero a «ecoausteridad». Mucha de la energía que se usa hoy en día se utiliza para producir bienes que no necesitemos y que no satisfacen nuestras necesidades. Richard Seymour lo expresa en el contexto de la teoría del valor-trabajo:

    La sobreproducción de «cosas» se obtiene a través de una costosa extracción del cuerpo de los trabajadores, una forma de austeridad que empobrece la vida. Y buena parte de esas «cosas» no son para el consumo de los trabajadores, sino que, la parte que no se consume en forma de beneficios y dividendos, es trabajo muerto cuyo efecto principal es el de lograr una extracción de trabajo posterior. Podríamos pensar en la conservación de energía como autodefensa de clase.

    Dicho de otro modo, el consumo es una manera ineficaz de construir una vida buena. Limitar nuestro consumo de manera colectiva podría abrir camino hacia un sistema económico mejor.

    Existen vínculos entre este y otros programas de izquierda radical: liberarse del mercado y reconvertir la producción en función de las necesidades sociales en lugar del beneficio son cuestiones centrales en el movimiento postrabajo,[11] pero este movimiento carece de una crítica al consumismo y su análisis del capitalismo no consigue incorporar con rigor las ideas de la economía ecológica. La perspectiva de una huida masiva al espacio prosigue con la fantasía de que el consumo puede satisfacernos y se basa en la idea de una expansión continua de la producción y del uso de energía. No está claro por qué aquellos que defienden un «comunismo de lujo completamente automatizado» (por ejemplo) creen que un programa político cuyo mayor atractivo está en poseer más cosas va a ser capaz de liberarse del ciclo expansivo que se halla en el centro de la catástrofe ecológica. Si la promesa es laaumentar el consumo de masas, va a ser difícil publicitar políticas para acabar con las fuentes de energía más eficientes y fiables a las que tenemos acceso. Bajo el capitalismo no se puede evitar el aumento del uso de los combustibles fósiles, pero esto no significa que todos los programas anticapitalistas representen soluciones igual de buenas. El camino a seguir está en la incorporación estos ímpetus radicales, pero criticando su fijación con el consumo y destacando las dinámicas destructivas que comparten con el capitalismo.

    Esto lo que hace es señalar cuál es el terreno para la lucha política. Los socialistas deben involucrarse con los ecologistas corrientes y trabajar con ellos. Tenemos un enemigo común en el gran capital de la industria de los combustibles fósiles. Muchos ecologistas se muestran críticos con la economía actual, pero carecen de un análisis completo de sus mecanismos. Extinction Rebellion es un ejemplo clave: un movimiento crítico que todavía es «apolítico».

    Sin embargo, quizás ellos sean nuestra mayor esperanza para construir instituciones que nos proporcionen comunidad, autonomía y un objetivo y, además, para acabar con la economía fósil del capitalismo expansivo.

     

     

    SIMON MAIR trabaja en la Universidad de Surrey, donde estudia historia económica y modelos económicos buscando salidas a la crisis ecológica.

    La ilustración de cabecera es Primitive Coal Mine (1943), de Harry Gottlieb. La traducción del artículo es de Alberto Martín.

     

    [1] Karl Marx, Capital: A Critique of Political Economy, vol. 1, Londres, Penguin, (1856) 1990, p.133, trad. Ben Fowkes [El capital. Crítica de la economía política, vol. 1, Madrid, Siglo XXI, (1975) 2017, p. 91, trad. Pedro Scaron].

    [2] Ibíd., p. 134 [trad. cast.: p. 92].

    [3] Louiss C. Ross, Gunnar Austrheim, Leif-Jarle Asheim et al., «Sheep Grazing in the North Atlantic Region: A Long-Term Perspective on Environmental Sustainability», Ambio, 45(5), 2016, pp. 551-566.

    [4] Ellen Meiksins Wood, The Origin of Capitalism: A Longer View, Londres, Verso Books, 2017.

    [5] Adam Smith, An Enquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Chicago, University of Chicago Press, (1776) 1976, p. 17 [La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza, 1994,p. 44, trad. Carlos Rodríguez Braun].

    [6] Wood, óp. cit.

    [7] Andreas Malm, Fossil Capital: The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming, Londres, Verso Books, 2016, pp. 258, 263.

    [8] Jean-Paul Deléage, Jean-Claude Debeir, Daniel Hémery, In the Servitude of Power: Energy and Civilisation Through the Ages, Londres, Zed Books, 1991, p. 59.

    [9] Tim Jackson y Peter Victor, «Productivity and Work in the ‘Green Economy’: Some Theoretical Reflections and Empirical Tests», Environmental Innovation and Societal Transitions, 1 (1), junio de 2011, pp. 101-108.

    [10] Philip Cushman, «Why the Self is Empty: Toward a Historically Situated Psychology», American Psychologist, 45 (5), 1990, pp. 599-611.

    [11] Kathi Weeks, The Problem with Work: Feminism, Marxism, Anti-Work Politics and Post-Work Imaginaries, Durham, Duke University Press, 2011.

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