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  • La crisis climática y la COVID-19 son inseparables

    La crisis climática y la COVID-19 son inseparables

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    Por Drew Pendergrass y Troy Vettese.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Jacobin Magazine con el título «The Climate Crisis and COVID-19 Are Inseparable».

    En el siglo XVIII, Edward Jenner, el inventor de la primera vacuna, se enfrentó a una crisis parecida a la actual —un mundo deshecho por la enfermedad—. Lo que él estudió no fue el coronavirus, sino la viruela, una enfermedad con una tasa de mortalidad de entre el 20% y el 60% en el Viejo Mundo, y aún mayor en el Nuevo Mundo.

    Observador perspicaz y exitoso ornitólogo, Jenner entendió que las epidemias no son crisis atemporales e inevitables, sino que más bien surgen del creciente entrecruzamiento de la civilización con la naturaleza. Patógenos como el SARS-CoV-2 se denominan «zoonosis» debido a sus orígenes como enfermedades animales. «La desviación del Hombre de donde fue colocado por la Naturaleza originalmente ha demostrado ser una prolífica fuente de enfermedades —así empezaba Jenner su tratado de 1798 sobre sus experimentos con vacunas—. Se ha familiarizado con una gran cantidad de animales, que podrían no ser sus compañeros originales».

    No son muchos los analistas que comparten la idea de Jenner respecto a la fuerte relación entre la salud pública y la más amplia crisis ecológica. Mientras que la derecha recurre a tácticas xenófobas como el chivo expiatorio de los mercados chinos, la izquierda tiende a enfatizar la torpeza de las respuestas gubernamentales, la necesidad de una sanidad universal, o quizá la poco habitual crítica a la ganadería industrial. Demasiado a menudo, sin embargo, estos debates asumen que la zoonosis es un fenómeno inevitable cuyas causas no nos conciernen.

    Si bien efectivamente hay problemas urgentes que necesitan ser resueltos inmediatamente, también es necesaria una mejor comprensión del origen del SARS-CoV-2. Para ello, es preciso abordar la crisis ecológica como un todo, porque todos sus rasgos —desde la extinción al cambio climático— tienen el potencial de producir más enfermedades. A pesar del uso caprichoso de conceptos como Antropoceno, la implicación de la izquierda respecto a las ciencias naturales sigue siendo limitada. Esta disyuntiva es particularmente chocante teniendo en cuenta la fuerte relación entre científicos y socialistas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Si se quiere seguir los desarrollos científicos actuales, pronto va a quedar claro que la deteriorada condición de la biosfera necesita una forma nueva de socialismo en la que las políticas alimentarias y energéticas no sean marginales, sino que sean centrales.

    La nueva Edad de Piedra

    Los epidemiólogos dividen la historia de las enfermedades infecciosas en tres grandes épocas. La primera empieza hace diez mil años, cuando da comienzo la agricultura neolítica. Los rebaños domesticados, en estrecho contacto con los humanos, crearon las condiciones para que hubiera nuevas enfermedades que saltaran entre especies con una frecuencia que era imposible en sociedades cazadoras-recolectoras. La segunda es la breve era moderna del rápido progreso científico, entre los años cincuenta del siglo XIX y los setenta del XX. El epidemiólogo Rudolf Virchow, de la tradición científica iniciada por Jenner, acuñó el término zoonosis y defendía que la salud humana y la veterinaria deberían estudiarse juntas como una sola medicina o, como se llama actualmente, «medicina planetaria» y «una sola salud». Los avances médicos en el siglo XX dieron lugar a nuevas vacunas y antibióticos milagrosos que salvaron millones de vidas. Pero ahí también terminó la modernidad. La tercera era zoonótica empezó en los años ochenta del siglo XX, la época oscura por la que penamos actualmente, marcada por la emergencia sin precedentes de una nueva enfermedad.

    No es mera casualidad que este último periodo coincida con el de las fuerzas que definen la posmodernidad: cadenas globalizadas de mercancías, ascendencia del neoliberalismo, agotamiento de los recursos naturales en las metrópolis, el auge de las compañías multinacionales monopolísticas, la desindustrialización del norte global y el rápido pero desigual desarrollo del sur.

    El comercio de animales exóticos —ya sea en Wuhan o en África Occidental— no puede entenderse al margen de estas tendencias. En origen el SARS-CoV-2 podría haber sido una enfermedad de un murciélago o un pangolín que hubiese pasado a un animal intermediario, donde se hubiera recombinado y se hubiese vuelto infeccioso para los humanos. El comercio de animales exóticos es crucial, porque pone no solo a los humanos en contacto directo con animales salvajes, sino también a diversas especies que en la naturaleza nunca se habrían juntado. ¿Cómo ocurre esto, si hasta los años setenta China fue famosa por sus milenarias prácticas agrícolas sostenibles? Todo empezó a cambiar en los noventa, cuando el país adoptó un sistema alimentario industrial basado en la carne. Los pequeños granjeros no pudieron competir con las fábricas, así que el Gobierno les animó a entrar en el comercio de animales salvajes, incluso aunque esto haya dado lugar a problemas como el SARS en 2003, un coronavirus que saltó de los murciélagos a las jinetas y de ahí a los humanos.

    Por todo el mundo tienen lugar fenómenos parecidos, allá donde las fuerzas del mercado y la política estatal lleven a los pobres a situaciones desesperadas, lo que da lugar a la rápida desestabilización de los ecosistemas locales. Cuando los barcos pesqueros europeos invadieron los caladeros de la costa occidental africana, los habitantes del lugar tuvieron que recurrir a la carne de animales salvajes para obtener proteína de manera asequible. Estos sistemas alimentarios transnacionales y desiguales han contribuido no solo a la extinción masiva, con la desaparición de especies de vertebrados a un ritmo mil veces superior al normal, sino también a nuevas zoonosis, como las provocadas por el virus del Ébola o el VIH. Las carreteras que se han construido para extender el alcance de las empresas mineras, petroleras y madereras han permitido a los cazadores llegar a regiones boscosas previamente inaccesibles y esto ha puesto a los humanos en un contacto muy estrecho con la vida salvaje. Solo en la cuenca del Congo se cazan al año más quinientos millones de animales, a menudo para dar de comer a los mineros. Por supuesto, el comercio de animales salvajes también incluye el norte global. Los «ecoturistas», al viajar, han contagiado a los primates el sarampión, la polio y la tuberculosis. Los cuidadores de zoos y laboratorios tienen muchas más probabilidades de contraer espumavirus. El comercio de mascotas exóticas pudo dar al virus del Nilo Occidental vía libre en su camino hacia Norteamérica, donde ha acabado con especies de aves autóctonas y ha matado a más de 2.300 personas.

    Hay una crítica estrecha del comercio de animales exóticos que pasa por alto su relación con el destino del campesinado mundial, una clase social devastada por la agricultura industrial. Incluso un vistazo rápido a la economía de la carne de animales salvajes muestra que no podemos proteger la vida salvaje sin deshacernos de las granjas industriales, lo cual también implica que no haya más carne barata.

    Quizás la idea más importante que los socialistas podemos extraer de la salud planetaria es que el desafío de las nuevas zoonosis es inseparable de la más amplia crisis medioambiental. Esto significa que hay una única crisis medioambiental. Si dividimos el problema en asuntos menores, como el cambio climático, la expansión urbana, la extinción masiva, la desertización causada por los fertilizantes, las enfermedades no transmisibles y las epidemias, es por falta de imaginación.

    La ciencia que hay tras cada uno de estos fenómenos es complicada, pero el mensaje general es simple: cuanto menos espacio deje la humanidad a la naturaleza, más problemas medioambientales habrá —incluyendo zoonosis nuevas y letales—. Hacer referencia al «Antropoceno» es una forma de encapsular la escala del problema, pero resulta demasiado descriptivo cuando necesitamos conceptos analíticos para entender por qué hemos entrado en una nueva era geológica. Aquí hay un área donde la izquierda puede ser útil y ofrecer a los científicos y a toda la sociedad conceptos capaces de establecer un marco unitario para la crisis medioambiental. Mejor que hablar de «Antropoceno», podemos desempolvar aquella antigua píldora marxista: la humanización de la naturaleza.

    El espíritu del mundo y los duendes del bosque

    La «humanización de la naturaleza» es una idea original de Hegel, que consideraba la alienación de la humanidad con respecto de la naturaleza el quid de la historia mundial. Se entendía el trabajo como el proceso que reconciliaba ambos aspectos e infundía a la naturaleza consciencia humana. A grandes rasgos, en lugar de tomar nuestra comida directamente de la naturaleza, como hacen los animales, los humanos utilizamos herramientas con las que guiar los flujos naturales para producir granos y ganado. Podríamos extender la lógica de Hegel para decir que buena parte de la humanización de la naturaleza es por tanto la historia del «cambio en el uso de la tierra», como diría el IPCC.

    Karl Marx hizo uso del concepto de Hegel y reconoció el proceso como una expresión de la naturaleza humana (nuestro «ser genérico»). Sin embargo, a diferencia de Hegel, Marx entendía que la humanización de la naturaleza había sido distorsionada bajo el capitalismo por el divorcio entre la inconsciencia del capital y la consciencia humana. Para Marx, el capital solo busca expandirse. El individuo capitalista es el «capital personificado»; aunque «dotado de consciencia y deseo», decía, su libertad está limitada, inclinada hacia el objetivo único de la acumulación de capital. Lo vemos hoy: la CEO de una empresa puede ser una amante de la naturaleza, pero no puede invertir en tecnología cara y ecológica sin que su empresa se arruine por no conseguir la tasa de beneficio perseguida. El concepto de «humanización de la naturaleza», adaptado por Marx, explica por qué la sociedad puede percatarse de que se acerca al precipicio pero es incapaz de cambiar el rumbo, por qué la extracción de combustibles fósiles planificada excede dramáticamente los límites del Acuerdo de París. Los políticos pueden decir una cosa, e incluso plasmarla en un tratado, pero en nuestro sistema económico actual es inconcebible «bajarla a la tierra».

    Como concepto, la «humanización de la naturaleza» es útil —de hecho más que el de «Antropoceno»— porque subraya que el capitalismo es fundamentalmente un proyecto que consiste en una reorganización de la naturaleza de manera distinta a la de otros periodos históricos y que, en último término, conducirá a la catástrofe porque el capital es una fuerza insensata que ignora que está destruyendo la biosfera. Ante este proceso, pues, hemos de controlar de modo consciente la economía al tiempo que le damos a la naturaleza el espacio que necesita para funcionar.

    Como socialistas, no solo hemos de enfrentarnos a la capitalización de la naturaleza allá donde sea posible, ya sean los incendios de la selva amazónica causados por los ganaderos o la construcción de nuevos oleoductos en Canadá para transportar petróleo no convencional. También deberíamos tener mucho cuidado con la humanización socialista de la naturaleza: el deseo de dominarla con fines izquierdistas. La fantasía de un control prometeico aún tiene mucho tirón en la izquierda, en particular entre quienes se adhieren al «comunismo lujoso totalmente automatizado» (Aaron Bastani, que apoya la carne de laboratorio y la resilvestración, es parcialmente una excepción en esta corriente).

    Muy raramente los socialistas aplican sus elogiadas capacidades de crítica y sentido común científico cuando se sientan a comer. Está claro que Marx no era ecologista y, por tanto, a veces tenemos que pensar «contra él» para imaginar lo que podría ser el socialismo. Marx pudo acertar con la idea de que la historia empezó con el nacimiento de la agricultura, pero pasó por alto la aparición de su hermana gemela: la epidemia.

    El nacimiento de la tragedia y la tuberculosis

    Los científicos piensan que la mayoría de los patógenos humanos —quizá todos— son en última instancia zoonosis, que no tienen su origen en los albores de la especie humana, sino en un pasado relativamente más reciente. El sarampión probablemente es una evolución de la peste bovina de hace 7.000 años. La gripe pudo haber empezado hace 4.500 años con la domesticación de aves acuáticas. La especialidad de Jenner, la viruela, probablemente surgió hace 4.000 años en África Oriental cuando el virus de un jerbo saltó al camello, recién domesticado, y de ahí a los humanos. En el Nuevo Mundo, la práctica de la agricultura estaba muy generalizada, pero se domesticaba a muy pocos animales; esa es la razón por la que los pueblos indígenas vivían sin apenas enfermedades. Con la colonización, sin embargo, la cría de animales dio a los invasores europeos una ventaja epidemiológica y los pueblos indígenas estuvieron cada vez más expuestos al sarampión, el tifus, la tuberculosis y la viruela. La población del Nuevo Mundo era de entre cincuenta y cien millones en 1492 y cayó un 90% durante los siguientes siglos, en gran parte debido a las zoonosis del Viejo Mundo.

    Durante un tiempo, pareció que los nuevos fármacos llegarían a contener eventualmente a los patógenos, del mismo modo en que el estado de bienestar había domado al capitalismo. En 1972, los autores de un libro de texto sobre enfermedades contagiosas creían que «la predicción más plausible sobre el futuro de las enfermedades contagiosas es que será algo muy aburrido». En 1975, el decano de la facultad de medicina de Yale predijo que ya no había «nuevas enfermedades por descubrir».

    No había pasado más que un año cuando se identificó el virus del Ébola. Poco después, el editor del primer compendio autorizado sobre la nueva zoonosis avisaba: «Cuanto mayor sea el cambio medioambiental provocado por el ser humano, mayor será el riesgo de aparición de una zoonosis, nueva o vieja». El VIH hizo que el problema fuera aún más urgente. En los noventa, el campo de las «enfermedades infecciosas emergentes» pasó de ser una «mera curiosidad» a una disciplina extensa. Tras el susto de la gripe aviar H5N1 de 2005, el Gobierno de Estados Unidos dio inicio al programa PREDICT, que detectó cerca de mil nuevos virus en una década, incluyendo nuevas cepas del Ébola y de coronavirus. La administración Trump cerró el programa el año pasado.

    Cualquier aspecto de la humanización de la naturaleza va a causar lo que los científicos llaman «contaminación por patógenos», la difusión de una enfermedad entre diferentes especies de animales. Las enfermedades como la de Lyme o la del Nilo Occidental proliferaron porque la reducción de la biodiversidad dio como resultado un crecimiento asimétrico de otras especies portadoras, como el ratón de pies blancos o los petirrojos. La deforestación y el cambio climático expanden el hábitat de los mosquitos, lo cual hace que el dengue, el virus de Zika, la malaria y otras enfermedades sean cada vez más comunes. La actual erupción de nuevas enfermedades es un problema no solo para los humanos, sino también para los animales. Por ejemplo, las nuevas enfermedades corales están relacionadas con la floración de algas y el cambio climático y los gatos han transmitido la toxoplasmosis a los delfines giradores y a las belugas.

    La ganadería industrial ha sido la principal responsable de que volvamos a la edad de piedra de la salud pública. Ni siquiera los pingüinos emperadores de la Antártida están a salvo de este cambio de época. Ahora están plagados de bursitis, una enfermedad que surgió en los años ochenta de las entrañas de las grandes granjas industriales de aves de corral en la costa oriental estadounidense. El crecimiento de la industria de la ganadería, con unos cuatro mil millones de hectáreas, abarca el 40% de la superficie no habitable del planeta, lo que hace que sea la principal interfaz entre la humanidad y la naturaleza, y por tanto el primer portal para nuevas enfermedades.

    La agricultura también ha cambiado cualitativamente. El capital genera una presión increíble para que se incremente la eficiencia de la producción alimentaria a expensas de la salud. El propio Marx criticó a Robert Bakewell, un famoso criador capitalista de del siglo XVIII, por reducir «el esqueleto de una oveja al mínimo requerido para su existencia». Bakewell, efectivamente, criaba a los animales con el fin de que tuvieran menos masa ósea para aumentar su voluminosa carne. A diferencia de muchos de sus epígonos, Marx se percató de que uno no necesita una teoría aislada para analizar los aspectos ecológicos del capitalismo, pues la mirada ciega del capital no veía la diferencia entre animales y máquinas.

    Los Bakewell de hoy en día manipulan la genética animal para impulsar la producción de huevos o aumentar la carne de la pechuga, incluso al coste de sistemas inmunes debilitados. Las empresas crían animales genéticamente similares —incluso clones— en instalaciones masificadas vulnerables a los brotes. El uso generalizado de antibióticos puede mantener la enfermedad a raya (y acelerar las tasas de crecimiento de los animales), pero al coste de crear «superbacterias» como el MRSA, una bacteria que come carne y que ya es habitual en hospitales de todo el mundo. Incluso enfermedades provocadas por bacterias comunes, como las infecciones del tracto urinario, son cada vez más resistentes a tratamientos que hace una década habrían funcionado; cada año, unos 35.000 estadounidenses mueren por infecciones resistentes a los antibióticos. Se estima que el 71% de las chuletas de cerdo que se venden en los supermercados estadounidenses contienen bacterias resistentes a los antibióticos; el porcentaje para la carne de pavo es incluso mayor, un 79%.

    El virus Nipah, identificado por primera vez en una ciudad malaya en 1998, muestra que las distintas ramificaciones de la crisis ecológica convergen para crear epidemias. Para aumentar beneficios, los granjeros habían plantado huertos de mangos junto a sus piaras de cerdos para poder utilizar el estiércol como fertilizante. La deforestación por la tala y quema había expulsado de su hábitat natural a los murciélagos de la fruta, que tuvieron que alojarse en árboles recién plantados, desde donde serían capaces de transmitir la enfermedad a las piaras y de ahí pasaría a las personas. Los murciélagos, además, eran más vulnerables a la enfermedad, dado que, por la fragmentación de su población, tan solo tienen una exposición esporádica. Lo que en su momento fue un virus inofensivo entre los murciélagos acabó causando severos problemas neurológicos en cerdos y humanos. El virus mató aproximadamente a un tercio de sus víctimas en Malasia, pero a siete décimas partes en un brote posterior en el Sudeste Asiático. Solo se detuvo su expansión tras una estricta cuarentena y el sacrificio de un millón de cerdos; no es casualidad que el brote partiera de la principal explotación porcina del país.

    Liberemos la lenteja

    Los epidemiólogos que trabajan con el acervo de la salud planetaria tienen claro lo que hay que hacer. Un corpus de investigaciones cada vez mayor sugiere que el cambio en el uso de la tierra es «el principal impulsor de las enfermedades infecciosas emergentes [EID por sus siglas en inglés] entre la vida salvaje, los animales domésticos y los humanos». De manera más específica, «la creciente demanda de carne y productos cárnicos por parte de la población humana ha dado lugar a un contacto sin precedentes entre humanos y animales». Parte de la solución ha de ser «la conservación de áreas ricas en diversidad de vida salvaje reduciendo la actividad antropogénica».

    La Asociación Americana de Salud Pública ha pedido una moratoria a la ganadería industrial. En los inicios del brote del SARS de 2003, el boletín de la asociación publicó un editorial abogando por un cambio en «el modo en que los humanos tratan a los animales; básicamente, dejar de comerlos o, al menos, limitar radicalmente la cantidad de animales que se comen», como una medida básica de salud pública. «Un cambio así, si se adoptara o impusiera de manera suficiente, podría reducir el riesgo de una epidemia de gripe».

    En estos momentos el planeta está siendo relativamente afortunado, dado que las cadenas de suministro de alimentos que sostienen la vida se han mantenido hasta ahora intactas, pero no hay garantía de que los desastres naturales vayan a espaciarse en el tiempo, especialmente con el cambio climático. Imagínese la emergencia que sería que simultáneamente hubiera enfermedades zoonóticas de aves acuáticas durante una gran inundación en el Sudeste asiático, al tiempo que una sequía arrasa las cosechas de las regiones productoras de grano. Un desastre de esta escala, que se hace más probable con cada molécula de CO2 que se emite a la atmósfera, con cada microbio que salta de un animal a un humano, con cada milímetro de aumento del nivel del mar, daría lugar a un sufrimiento extraordinario.

    Para limitar el impacto de las futuras pandemias al tiempo que se pone freno a la extinción masiva y se mitiga el cambio climático, deberíamos luchar por reestructurar nuestros sistemas alimentarios y abandonar la producción de carne. El informe EAT-Lancet, escrito por treinta y siete académicos y científicos climáticos en nombre de una importante revista médica, defiende un aumento extraordinario en el consumo de verdura, fruta, granos saludables y proteínas vegetales y una reducción drástica en la carne y los lácteos.

    Esas reducciones las asumirían sobre todo los ricos del carnívoro mundo desarrollado, los cuales comen dos o tres veces más carne que la media en los países pobres. Sin embargo, llegado un punto nuestro horizonte político debería imaginar dietas basadas en vegetales para casi todo el mundo. No son sostenibles las dietas que obligan a la deforestación a fin de ganar terreno para los pastos en algunas de las regiones más biodiversas de la Tierra, como la selva amazónica. Si la mayor parte de las sociedades fueran capaces de adoptar la dieta EAT-Lancet, se estima que se evitarían unos once millones de muertes al año; se evitaría la malnutrición y a la vez se minimizarían las principales enfermedades no transmisibles como la diabetes o los problemas cardiacos. Dejar de comer carne y resilvestrar vastas zonas del planeta —quizá incluso la mitad, como propone el controvertido conservacionista E. O. Wilson— debe formar parte del programa socialista.

    Confiar en las vacunas, los antibióticos y los antivirales para lidiar con las futuras epidemias es como si para salvar del cambio climático nuestra sociedad basada en los combustibles fósiles confiásemos en la captura de dióxido de carbono o en la geoingeniería. Nunca cupo esperar que PREDICT fuera a detectar todos y cada uno de los brotes nuevos, incluso si no hubiera sido saboteado por el actual gobierno. El capitalismo no puede solucionar los problemas que genera; las grandes farmacéuticas invierten menos de lo que se debería en vacunas y antivirales porque los pingües beneficios se hallan en las enfermedades propias de la opulencia como la diabetes o la disfunción eréctil. Sin embargo, lo más preocupante es que los resultados también son esquivos incluso en campos bien financiados. La pandemia del VIH/SIDA, que ha matado a treinta y dos millones de personas, demuestra que no se pueden solucionar todas las enfermedades con una vacuna. Tras el brote del SARS en 2003, la OMS señaló que «mientras que la ciencia moderna tenía su rol moderno, ninguna de las herramientas técnicas modernas había tenido un papel relevante en el control del SARS; más importante en esa tarea fueron las estrategias del siglo XIX basadas en rastrear el contacto, en la cuarentena y en el aislamiento». Como socialistas, deberíamos pensar de manera estructural y ser escépticos respecto a las «soluciones» técnicas y a los parches —especialmente porque la eficacia de la medicina moderna parece estar menguando— y, en su lugar, dirigirnos directamente a la raíz del problema.

    Ya debería estar claro que la humanización de la naturaleza no ha llevado a la reconciliación entre esta y la humanidad, sino más bien a la ruina de ambas. Deberíamos ser conscientes de los límites de la consciencia humana, de que nuestro bienestar está ligado a complejos sistemas naturales que nunca comprenderemos totalmente. En lugar de la inconsciencia de que el mercado dirija la naturaleza y la sociedad, la izquierda debe esforzarse por gestionar de modo consciente los asuntos humanos, pero tener humildad y dejar que la naturaleza sea salvaje. Esto no es una especie de necedad mística, sino un implacable análisis sobre cómo nos hemos metido en este embrollo.

    Un nuevo socialismo construido a escala geológica ayudará a la ciencia a lograr lo que no puede conseguir por su cuenta. Para ello, necesitamos ver que las mismas fuerzas económicas tóxicas se hallan en el corazón tanto de las pandemias como del cambio climático. Los socialistas no podemos reconstruir el mundo hasta que no entendamos cómo se ha desbocado. Esta comprensión proviene no solo de la implicación en la ciencia, sino también de la crítica reflexiva. Como habría remarcado Jenner, el «amor por el esplendor» y «la indulgencia hacia el lujo» —ya sean la carne, la piel, las mascotas o los productos testados en animales— por parte de la izquierda han impedido ver su complicidad con la peligrosa devastación de la naturaleza.

    DREW PENDERGRASS es doctorando en ingeniería medioambiental en la Universidad de Harvard. TROY VETTESE es historiador medioambiental y está cursando su posdoctorado en la Universidad de Harvard. Ambos autores publicarán el libro Half-Earth Socialism en la primavera de 2021.

    La ilustración de cabecera es «Chicken Truck» (2008), de Sunaura Taylor. El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

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  • Nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto. Turismo y crisis climática

    Nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto. Turismo y crisis climática

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    Por Layla Martínez.

    Hace unos días, las redes sociales se llenaban de la imagen de un niño jugando en la playa bajo unas letras enormes en las que se leía «Spain’s open», España está abierta. La imagen formaba parte de una campaña publicitaria de Ryanair en Gran Bretaña que anunciaba el fin de las restricciones para volar a España. A partir del 1 de julio, los británicos podían meter sus chanclas en la maleta, encajarse en un asiento de cuarenta centímetros, aguantar que las azafatas intentasen venderles de todo durante un par de horas y llegar a una ciudad de la costa española. Todo por menos de cuarenta libras.

    Cualquier otro año, el anuncio habría pasado desapercibido. Ni siquiera es de los más llamativos de la compañía, que ha utilizado todo tipo de reclamos machistas y que actualmente está siendo investigada por el Ministerio de Consumo por publicidad engañosa. Sin embargo, la imagen generó bastantes comentarios negativos en las redes sociales. Miles de muertos, cientos de miles de despidos y tres meses de confinamiento ponían aquel cartel en un contexto muy diferente al de otros años. Con más sensación de colonia que nunca, los habitantes de las zonas costeras veíamos en aquel cartel una prueba de que los intereses de la industria turística estaban por encima de los riesgos para la salud de quienes íbamos a limpiar las habitaciones de hotel y servir las mesas.

    Esto sin duda era cierto, el capitalismo sacrifica todos los días miles de vidas para que unos pocos puedan servirse champán en el jacuzzi. Pero también es cierto que, en este sistema y con regiones enteras dedicadas al monocultivo del turismo y millones de empleos en la cuerda floja, el cierre completo también resulta un riesgo enorme para una buena parte de la clase trabajadora. Las cosas se han hecho demasiado mal durante demasiado tiempo para que una paralización completa e inmediata del turismo no suponga una crisis profunda. No obstante, esto no quiere decir que no debamos poner todos nuestros esfuerzos en cambiar las cosas. No hacerlo también es un riesgo inasumible.

     

    La fantasía del turismo: llena el plato en el bufé y olvídate de todo

    El dilema al que nos somete el turismo en un ejemplo claro del funcionamiento del mercado laboral en su conjunto. El trabajo asalariado acaba con nuestra salud y a veces incluso con nuestra vida, pero no trabajar también. Para los que no disponen de rentas derivadas de la especulación o de la explotación de otros, el mercado laboral funciona como un cepo: tanto salir como quedarse supone sufrimiento y riesgo de acabar muriendo desangrado.

    En un sentido más amplio, el turismo también ejemplifica muy bien las dinámicas del capitalismo en su conjunto. Los destinos turísticos son objeto de una explotación intensiva que destruye las razones que había para visitarlos. Las ciudades se convierten en decorados donde, con suerte, podemos vislumbrar alguna piedra antigua en medio de una jungla de cadenas de hostelería y tiendas de souvenirs. Los espacios naturales no tienen mejor suerte, lo saben bien los que han escalado el Everest en medio de once toneladas de basura y unos cuantos cadáveres. Por otro lado, el turismo también agudiza las diferencias de clase: en España, el 20% de la población realiza el 70% de los viajes, mientras que casi la mitad de la población no viaja nunca. Además, la mayor parte del trabajo en el sector turístico es empleo estacional, precario, incumple con frecuencia la legislación laboral y tiene unos salarios un 17,4% por debajo de la media. Pero es que, aunque hasta ahora se han ido batiendo récords de turistas internacionales cada año y hayamos pasado de cincuenta y dos a ochenta y tres millones en la última década, esto no se ha compensado con un incremento similar en el número de trabajadores del sector, que solo ha aumentado un 3,5% desde 2014. De hecho, según los datos del Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, entre 2008 y 2014 había incluso perdido empleo. Es decir, los trabajadores del sector turístico soportan una carga de trabajo mayor que hace una década y siguen cobrando por debajo de la media. No es casualidad que los destinos turísticos que más visitantes reciben sean los lugares más pobres. En el País Valencià y Catalunya, las ciudades con una mayor carga turísticas son las que tienen rentas más bajas: Benidorm y Torrevieja en el caso del primero y Lloret de Mar en el segundo. A nivel estatal el mejor ejemplo es Canarias, la segunda comunidad con mayor índice de pobreza a pesar de recibir una enorme cantidad de turistas durante todo el año.

    Además, el turismo también refuerza las dinámicas extractivas y neocoloniales: los principales emisores de turismo son las primeras potencias mundiales y el turismo ha sido uno de los principales vectores de expansión del imperialismo cultural occidental.

    En lo que respecta al medioambiente, la cosa tampoco está mucho mejor: según un estudio que calculó por primera vez el conjunto de emisiones del sector (sumando vuelos, gasto energético de los turistas en el lugar de destino y gasto energético de los productos que cubren sus necesidades durante la estancia), aquellas suman el 8% del total de las emisiones, cuatro puntos por encima de lo que se creía hasta entonces. Además, los turistas que visitan España consumen cuatro veces más agua que los locales, lo que se agrava por el hecho de que los principales destinos turísticos del país son lugares con problemas de sequía. Por otro lado, el turismo ha supuesto la alteración y la urbanización masiva de enormes extensiones de terreno agrícola y costero: el ejemplo más significativo es el de las Illes Balears, que ha transformado el 63% de su territorio.

    El turismo es así un ejemplo paradigmático de las dinámicas propias del capitalismo. Es depredador y contaminante, agudiza las diferencias de clase, fomenta el neocolonialismo, produce explotación laboral y pobreza en los destinos turísticos, consume enormes cantidades de agua y contribuye a la destrucción del paisaje y a la urbanización masiva. Sin embargo, si es un ejemplo clave para entender el capitalismo no es solo por las cuestiones materiales, sino también por las ideológicas. El turismo encarna el deseo aspiracional por excelencia y el complemento perfecto a la rutina de explotación marcada por el trabajo asalariado. Durante unos días al año, se nos proporciona la fantasía de escapar de la rutina y vivir la vida de las clases altas: no tenemos que trabajar, dedicamos el día al ocio, nos hacen la cama y nos sirven la comida y gastamos dinero en cosas que no nos podemos permitir en nuestro día a día, como masajes o viajes en barco .Hay un poso de esa fantasía incluso cuando la realidad material del viaje la niega, por ejemplo en el caso de las mujeres que tienen limpiar, cuidar y cocinar en un apartamento alquilado. La carga de trabajo puede ser tan extenuante como en el lugar de origen, pero la playa y los paseos por el paseo marítimo parecen restarle gravedad y mostrarnos una vida mejor. El turismo actúa como compensación a la explotación diaria, como válvula de escape a la presión, como espejismo de un poder adquisitivo y una calidad de vida que en realidad no nos podemos permitir. Nos saca momentáneamente de la rueda de la producción, aunque solo sea para meternos hasta el fondo en la del consumo. Mientras llenamos hasta arriba el plato en el bufé no tenemos que acordarnos del jefe que no nos paga las horas o del cliente que nos insultó a gritos.

    Cuando viajamos a países más pobres, el turismo actúa en buena medida como una fantasía colonial: nos permite ser por unos días el colono al que sirven con sonrisas amables los solícitos y serviciales indígenas. De hecho, si los indígenas no responden a nuestras expectativas, nos molesta bastante. Un amigo marroquí me contó que en su pueblo, en la costa nororiental del país, parte de la población local se saca unas perras en verano sirviendo el té a los turistas en sus propias casas. Los que más turistas atraen son los que tienen una casa y sirven un té que se adapta mejor a la fantasía previa sobre el mundo árabe que tienen los turistas en la cabeza, así que los lugareños hacen cosas como esconder el microondas detrás de una cortina o colgar manos de Fátima por toda la casa. Podríamos poner cientos de ejemplos, desde los lamentables espectáculos en las pirámides mayas en México, a los supuestos poblados masáis tradicionales o los bailes de sevillanas en Peñíscola que se anuncian como flamenco. En realidad da igual que los turistas intuyan que todo está hecho de cartón piedra: basta con que les hagan vivir la fantasía del colono que participa por un día en las pintorescas costumbres de los indígenas.

    Viajar cuando la casa está en llamas

    En el contexto del desastre ecológico en que estamos inmersos y teniendo en cuenta las dinámicas perjudiciales que genera y el riesgo de extensión de la pandemia, parece evidente que dejar de hacer turismo es la opción inmediata más responsable. Al fin y al cabo, no podemos dejar de trabajar o dejar de consumir ciertas cosas, pero sí podemos evitar ir a hacer el capullo a Tailandia.

    Sin embargo, los llamamientos a dejar de hacer turismo siempre me dejan una sensación extraña. Llevo dándole vueltas a esta sensación desde que empecé a participar en acciones contra el turismo hace tres años y no he conseguido quitármela de encima. Los turnos de preguntas en las mesas redondas y las interacciones en redes sociales me hacen pensar que esta sensación es compartida, así que voy a intentar desenredar los diferentes hilos que la componen para intentar aportar algo más que eslóganes vacíos a este cepo en el que estamos metidos.

    Una buena parte de la sensación extraña que me dejan estos llamamientos se debe a la preocupación por la gente de clase trabajadora que curra en el sector. Como decía más arriba, la crisis del coronavirus lo ha hecho dolorosamente evidente: un cierre total e inmediato del turismo supondría unos niveles de paro y de crisis económica inasumibles. No obstante, la pandemia también ha hecho evidente que seguir dependiendo del turismo es demasiado arriesgado y demasiado injusto para esa misma clase trabajadora. No podemos permitir que tener una casa o poder comer dependa de factores incontrolables como la bonanza económica en los países emisores de turistas, una pandemia o unas condiciones climáticas cada vez más deterioradas. Debemos encontrar alternativas de trabajo para los trabajadores del sector turístico, y tiene que ser un trabajo mucho mejor pagado, seguro y estable tanto a largo como corto plazo del que tienen ahora, que contribuya a generar unas condiciones de vida buenas para todos y no a asegurar unas pocas semanas de ocio al precio que sea.

    Necesitamos combinar el corto y el largo plazo, medidas inmediatas que aseguren desde ahora mismo el cambio de modelo pero también ser capaces de imaginar otro escenario.

    Necesitamos abandonar el modelo turístico y necesitamos hacerlo de forma que no suponga un desastre económico, pero también hace falta construir un horizonte en el que no haya que salir como sea durante unos días de la rueda de la explotación capitalista, porque esta rueda simplemente no exista. No podemos permitirnos pensar solo en el corto plazo, en tapar la próxima grieta de un sistema que ha demostrado su fracaso histórico, pero tampoco podemos permitirnos pensar solo en un horizonte poscapitalista donde todos los problemas se hayan resuelto como por arte de magia. Necesitamos acabar con el turismo y con la sociedad que lo hace necesario, pero los llamamientos a acabar con él deben ir acompañados de las medidas que hagan posible un cambio de modelo desde ahora mismo.

    La discusión sobre estas medidas a corto plazo es otro de los hilos que he intentado desenredar en estos tres años. La mayoría de las que se proponen no me parecen útiles y creo que muchas de ellas son directamente nocivas. Voy a intentar ir poco a poco. Por un lado, tendríamos las medidas propuestas por la propia industria turística. La industria es muy consciente de que el cambio climático supone un riesgo para el negocio, basta darse una vuelta por las publicaciones, congresos e investigaciones que financian para darse cuenta de que es un tema que les preocupa mucho.

    Las medidas que sugieren responden a la misma estrategia que la del resto de sectores. Un primer grupo serían las basadas en aparentar que se hacen esfuerzos por controlar el gasto energético y el consumo de agua. Estos esfuerzos tratan de repercutírselos fundamentalmente al cliente: carteles con indicaciones de que solo se van a lavar las toallas que se usen, explicaciones sobre el reciclaje de residuos y anuncios de que han sustituido las bombillas normales por led de bajo consumo. Creo que su inutilidad y su intención meramente cosmética es evidente. En un segundo grupo tenemos las apuestas por el turismo sostenible. Aquí encontramos un montón de artículos en prensa llenos de recomendaciones como comer en restaurantes que utilicen comida local o llevar los billetes de avión en el móvil en lugar de imprimirlos. Algunas de estas recomendaciones rozan el ridículo, pero los llamamientos al turismo alternativo han tenido también eco entre la izquierda. El turismo como mochilero, con una ONG o en alojamientos alternativos a los hoteles tradicionales son practicados habitualmente por gente con conciencia crítica y medioambiental. Lo cierto, no obstante, es que no suponen ninguna mejora respecto al turismo tradicional, e incluso en ciertos aspectos es peor. Ser mochilero y alojarte en un albergue no tiene menos impacto medioambiental o social que estar en un hotel, en la mayor parte de los casos agudiza incluso la explotación, la devastación y las relaciones neocoloniales. Seguramente en un hotel de una ciudad grande tu presencia tenga un impacto menor y haya un mayor control de las condiciones de trabajo que en una casa privada de una pequeña aldea. Quiero aclarar que aquí no incluyo a los activistas que realizan tareas como observadores internacionales en conflictos o como apoyo en situaciones críticas, sino a la gente que utiliza las ONGs como una forma alternativa de viajar; creo que es fácil establecer la diferencia.

    Desde fuera de la industria turística también se han propuesto medidas a corto plazo para frenar el impacto medioambiental y social del turismo. Una de las más aplicadas es la ecotasa, que grava a los turistas que visitan una determinada zona. En el caso de Illes Balears, donde el impuesto se implantó en 2016, el presupuesto se utiliza fundamentalmente para la rehabilitación de lugares de interés ambiental o cultural, aunque también para la protección del medio rural, la mejora de las infraestructuras hidráulicas y la diversificación del modelo económico. Su implantación y sobre todo su subida en el verano de 2018 sufrieron una campaña de ataques por parte de la patronal hotelera, que la presentó como un riesgo de perder turismo. Los datos demostraron que no era cierto, pero en cualquier caso el impuesto apenas devolvía a la ciudadanía de las islas una parte muy pequeña de lo que consumía el turismo, que en el caso del agua, como hemos visto, es cuatro veces más que el consumo local.

    Otras medidas que se han propuesto tienen que ver con la limitación del turismo, lo que incluye medidas como el establecimiento de un máximo de plazas hoteleras en una determinada zona o la prohibición de los alojamientos turísticos de plataformas como AirBnB. La principal ventaja de estas medidas es que mejoran la calidad de vida de los habitantes y contienen el nivel de depredación del turismo. Sin embargo, no puedo evitar que me dejen cierto regusto amargo. La limitación de plazas supone una subida del precio, lo que tiene como efecto que el turismo se convierta, todavía más, en una actividad de las élites. Es cierto que viajar no es un derecho —el derecho es disfrutar de días de vacaciones en el ámbito laboral— y que es más importante garantizar que los habitantes puedan tener una buena calidad de vida en sus ciudades a que puedan viajar. Pero, con todo, me produce bastante rencor de clase pensar en un escenario de ciudades con poco turismo pero solo para las élites, en las que estas además disfruten mucho más de él porque no tienen que compartir espacio con los chavales británicos que vienen de fiesta unos días después de currar en un Tesco un año entero. Me fastidia además porque la responsabilidad está repartida de forma muy desigual: hacer un viaje en avión una vez cada dos o tres años y cuando las ofertas te lo permiten es muy diferente a viajar varias veces al año a cualquier lugar del mundo que desees, como hacen las élites. Quizá la solución sería encontrar formas de limitar el turismo que no generen un aumento de los precios, pero en una sociedad capitalista eso parece complicado. A mí de momento no se me han ocurrido, pero quizá entre todos podamos dar con alguna.

    Otra de las medidas inmediatas que se proponen con frecuencia desde el activismo ecologista es dejar de utilizar el avión en nuestros viajes. El avión es el medio de transporte más contaminante y tiene un impacto enorme en el cambio climático. La propuesta consistiría en sustituir los vuelos por viajes en tren y pensar en destinos más cercanos. Esta propuesta tiene muchas ventajas. No solo reduce en gran medida la contaminación, sino también el impacto social del turismo y las relaciones de dependencia neocolonial. Que yo pase unos días en Granada es bastante menos problemático en muchos sentidos que coger dos aviones para ir una semana a una playa de Malasia. Por supuesto, no elimina todos los problemas, mi visita y la de cientos de miles de personas más seguiría teniendo impacto sobre la calidad de vida de los habitantes de Granada, pero quizá sea un paso en la dirección correcta.

    Otra ventaja de esta medida es que ofrece una alternativa viable de forma inmediata. No creo en los enfoques políticos o activistas basados en la contención y el sacrificio. Me parece que es mucho más eficaz proponer alternativas que decirle a la gente que no haga algo, sobre todo cuando no han cambiado las condiciones materiales. Es decir, creo que funciona mucho mejor proponer la sustitución del avión por el tren que exigirle a la gente simplemente que no viaje, sobre todo cuando seguimos viviendo una explotación tan brutal que la única posibilidad de soportarla es escapar de ella todo lo que podamos. La propuesta de alternativas realizables de forma inmediata —que no son perfectas, pero son mejores que lo que había— permite además involucrar a la gente en la toma de conciencia y quizá en la lucha. Es cierto que la acción individual no va a derribar el capitalismo, que es lo que necesitamos si queremos evitar la aceleración del desastre ecológico, pero también es cierto que permite a la gente ir involucrándose de forma positiva, sin caer en la parálisis, la impotencia y la frustración que muchas veces generan las luchas tan grandes como la que tenemos delante. Además, en los momentos de transformación social, los cambios individuales y los sociales van unidos y se alimentan mutuamente: los cambios individuales cambian la sociedad cuando se encuentran con los demás y, a su vez, los cambios en la sociedad nos cambian a nosotros como individuos. De alguna manera, sería similar a hacerse vegano: que alguien deje de comer productos de origen animal no va a acabar con el especismo, pero supone una toma de conciencia que, en el encuentro con los demás, convierte esa decisión individual en una cuestión política y posibilita el cambio colectivo. Además, por el camino hemos salvado vidas y, como dice un lema antiespecista, una vida salvada ya es en sí mismo una victoria.

    La sensación extraña de este tipo de medidas viene de la certeza de que no son suficientes y de que no tenemos mucho tiempo. El desastre ecológico nos tiene inmersos en una cuenta atrás en la que cada día importa y no parece muy buena idea discutir sobre dónde vas a ir de vacaciones cuando tu casa está en llamas.

    Salir del cepo

    Este artículo también me está dejando un regusto amargo. Me gustaría tener un montón de soluciones que pudiesen aplicarse de forma inmediata y que sirviesen para acabar con una industria depredadora y con el sistema que la hace posible. En cambio, lo que me han dejado estos tres años de activismo y reflexión contra el turismo es solo una intuición de cuál es la dirección acertada y unas cuantas certezas sobre cuáles son las equivocadas. Creo que lo peor del turismo es la sociedad que lo hace necesario. Sin el régimen de explotación intensiva al que estamos sometidos seguramente tendríamos vidas más significativas y plenas de las que no necesitaríamos huir. Esto no significa que no quisiéramos viajar, pero el acto de consumo compulsivo de lugares que implica el turismo no existiría. Seguramente viajaríamos mucho menos, pero nuestros viajes serían más valiosos. Quizá podríamos aprovechar el año sabático pagado que tendríamos cada cinco o seis de trabajo —no me miréis así, esto del año sabático pagado me parece irrenunciable— para aprender a hacer surf, para hacer un viaje en bici o para vivir un tiempo en una ciudad concreta. Lo más probable es que meternos en un avión para volar a miles de kilómetros, tumbarnos en una playa atestada de un país que ni siquiera vamos a conocer e hincharnos a comer en el bufé nos pareciese algo bastante idiota.

    Mientras empujamos para que esa sociedad sea posible, podemos ir aplicando otras medidas que vayan en esa misma dirección —o que al menos no la impidan—, pero que se puedan poner en marcha de forma inmediata. Las ecotasas, las medidas de limitación del turismo —preferiblemente las que no produzcan injusticias de clase— y los cambios de los lugares de destino evitando viajar en avión parecen al menos un paso. También parece una buena idea abordar un cambio en el modelo productivo que saque a trabajadores del turismo y de las industrias más contaminantes y los destine a la producción de lo necesario para la transición ecológica.

    El cepo en que nos coloca el turismo, y el capitalismo en general, y el contexto de crisis climática nos obliga a actuar en dos tiempos a la vez: por un lado, imaginando y poniendo los cimientos para otra sociedad, y por otro implementando medidas inmediatas que frenen todo lo posible los efectos negativos. Debemos actuar en el presente y construir para el futuro, hacerlo tanto individual como colectivamente y ser a la vez eficaces, rápidos y ambiciosos. Sé que es mucho, pero los riesgos son demasiado grandes para no intentarlo con todas nuestras fuerzas. También las posibilidades son demasiado hermosas para no luchar por ellas —espero haberos convencido con lo del año sabático pagado cada cinco—. Al fin y al cabo, si no hacemos algo, el problema del turismo se resolverá por sí solo: nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto.

    Layla Martínez es licenciada en ciencias políticas, editora de Antipersona y articulista en El Salto y otros medios.

    La ilustración es un detalle de un póster soviético (c. 1937), autoría desconocida.

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