Este verano cortaron la línea de metro de mi barrio. Pusieron un autobús sustitutivo. Quede claro desde el principio que esto fue, usando palabras piadosas, un marrón para la mayoría de mis vecinos y vecinas; ningún autobús puede llevar a tanta gente como un convoy del suburbano, algunos barrios se quedaron sin parada, el Gobierno regional hizo un gran esfuerzo por comunicar los cambios de la peor manera posible y el autobús no hacía el recorrido completo de la línea cortada, sino que se quedaba a mitad, doblando en el mejor de los casos el tiempo necesario para algunos viajes. Pero me dio que pensar acerca del autobús como el gran infravalorado de la movilidad sostenible y un elemento que será absolutamente imprescindible en la vida que vendrá. En cierta manera, en jerga tuitera, lo romanticé. Pido perdón por mis pecados.
En ese contexto, para determinados trayectos, el autobús se convirtió en un modo cómodo y disfrutable. En primer lugar, el Ejecutivo autonómico tuvo el buen tino, al César lo que es del César, de poner una frecuencia aún mejor que la del metro; si perdías el autobús, daba un poco igual, porque enseguida venía otro. En segundo lugar, no había que bajar escaleras, descender en ascensor hasta el vestíbulo del infierno, cruzar tornos; estaba a pie de calle. En tercer lugar, era gratis. En cuarto lugar, me di cuenta de que el autobús me desconectaba menos del barrio, de lo que pasaba fuera. Es agradable ir mirando por la ventanilla. En quinto lugar, es un medio de transporte mucho menos ruidoso. Al igual que pasa con la violencia, el ruido genera tolerancia y normalizamos (abandonamos Twitter pero Twitter no nos abandona a nosotros) un nivel de estrés auditivo que, queramos o no, suele hacer mella.
Todas estas ventajas se van al traste cuando la calle se colapsa con el triple de autobuses y los coches habituales, cuando no puedes llegar al trabajo a una hora decente o cuando es hora punta y hay que dejar pasar tres vehículos para poder ocupar unos cincuenta centímetros cuadrados del cuarto, claro. Pero da pistas sobre cómo debería ser. Lo más importante es que sea rápido y tenga una frecuencia ya no solo buena, sino predecible. En el estado actual de las cosas, uno de los elementos que más hace decantar la balanza por un medio de transporte u otro es la fiabilidad. No solo cuenta invertir el menor tiempo posible en el trayecto, sino saber cuándo vas a llegar.
En este sentido, el aburrido y poco emocionante gesto político de inundar la ciudad de carriles bus es importantísimo, pero no solo, claro; las autovías con carril bus permiten esquivar el atasco y hacen brillar a este modo en la importantísima batalla que librar de la conexión entre el centro y la periferia. En el mismo sentido, en algunas ciudades se están empezando a instalar semáforos que o bien dan prioridad siempre al autobús o bien se ponen en verde cuando detectan a uno. Si por ideas no va a ser. Pero para esto hay que tener autobuses. Muchos autobuses, quiero decir. Como bien me dijo una vez Miguel Álvarez, de Nación Rotonda, tirar autobuses de manera frenética a cada PAU o a cada pueblo es mucho, mucho más sensato, eficiente y realista que abrir túneles de metro o apostar por soluciones aún en pañales, como los coches compartidos. En cualquier estrategia de movilidad sostenible levantan más titulares los carriles bici o las vías de tren, y son merecidos. Pero hay una cuestión de fondo que se escapa de los datos en frío sobre frecuencias, tiempos y accesibilidad: el autobús es poco emocionante.
Los avances serán mucho más lentos si no se le da una capa de glamour, de estética, incluso de épica al gesto mundano de coger un autobús. Lo más cerca que estamos de esto es el tópico de “coger un ALSA por amor”, pero en el resto de usos, montarse al colectivo suele ser sinónimo de resignación y de pobreza. Probablemente hay una cuestión material detrás de esto, porque la mayoría de las veces coger el autobús no es la mejor opción o la más cómoda, sino la única que hay, por falta de conexiones o por simple pobreza: pero no solo. Conozco a muchos a quienes, objetivamente, les vendría mejor un autobús para sus rutinas diarias. Pero no es guay coger un autobús.
Fue Valladolid quien inició en el Estado (y luego le siguió Madrid) el trend de poner autobuses guays a recorrer la ciudad: por su tecnología (100% eléctricos), por sus prestaciones (en el caso de la capital, los semáforos se ponen en verde a su paso) y, sobre todo, por su estética. Contaba el exalcalde de Valladolid, Óscar Puente, que se enamoró de estos modelos al verlos circular en Biarritz (País Vasco francés) y que el diseño “invita a subirse en ellos”.
Quizá sea comprar demasiados marcos. Lo sé. Pero creo que parte de la solución pasa porque los autobuses sean guays. El tren es guay. La bici, a pesar de la reacción en contra, tiene un buen número de adeptos que hacen de las dos ruedas su identidad. El coche, ni que decir tiene que genera un vínculo emocional y estético con muchos de sus propietarios. Es probable que tenga que ver con una cuestión de estatus, de no sentirse el último mono de la carretera al subirse en un destartalado autocar. Pero en la vida que vendrá, ya sabéis, no apostamos solo por las cosas útiles sino también por las cosas bonitas.
En cualquier caso, lo que aquí se dirime no es solamente una cuestión de estética, sino de la pugna entre lo individual y lo común. Hay en muchos medios de transporte una pulsión de aislarse del resto, en muchos casos imponiendo ese derecho al resto: parte de la experiencia cochística pasa por viajar solo, con tu música, reservando ese tiempo de trayecto para pensar en tus cosas con la máxima comodidad. A veces me he sorprendido a mí mismo montándome en el primer asiento del bus, o cogiendo un metro vacío de madrugada, y fantaseando con que el vehículo está solo disponible para mí, que el maquinista o el conductor tienen la única misión de llevarme a casa. Sin embargo, muchos de estos medios de transporte tienen también una vertiente comunitaria que forma gran parte de la experiencia. Por ejemplo, el placer de un viaje en coche con amigos compartiendo una playlist, o la mesa en los trenes. El autobús, a pesar de ese delicioso sinónimo de colectivo, cuenta con lo peor de lo común y lo peor de la individualidad: recorres el trayecto en compañía pero muchas veces solo. Incluso cuando lo coges con amigos, pareja o familia, se pasa la mayor parte del recorrido en silencio. La clave está en la comodidad.
Para que lo colectivo se desarrolle, para que viajar pueda ser una experiencia compartida gratificante, es importante que los autobuses no solo sean rápidos, eficientes o bonitos, sino también cómodos. Con espacio, en sentido contrario a la tendencia a optimizar cuanto más mejor los asientos que se vive en la aviación comercial o en el ferrocarril tras su liberalización. En la vida que vendrá, los autobuses no solo serán una de las primeras opciones porque nos dejará en casa a salvo, porque lo cogeremos sin tener que andar demasiado o porque no tendremos que esperarlo demasiado, sino porque viajaremos relajados en él, sin desear a toda costa llegar a destino. Tendrá que ser una opción decente, por ejemplo, para moverse en familia, con niños. Siguiendo la máxima de que cualquier política para los más pequeños redunda en beneficios para el resto de la comunidad.
Hace unos meses, visitando precisamente el Museo del Ferrocarril en Madrid, un amigo me decía que se estaba aficionando a coger autobuses en la ciudad. Reaccioné con sorpresa. Por qué nadie haría eso, le pregunté: son más lentos, tardan más. Y qué, me dijo. Vas mirando el paisaje en vez de enclaustrarte bajo tierra y a veces no importa tardar un poco más. Es verdad que, en este sistema podrido que nos hemos dado, ningún medio de transporte con visos de triunfar puede prescindir de la rapidez. Pero parte de lo que necesitamos pasa por tener menos prisa para todo y disfrutar los caminos; y en ese escenario futuro, el autobús brillará con fuerza.