Categoría: ecosocialismo

  • La crisis climática y la COVID-19 son inseparables

    La crisis climática y la COVID-19 son inseparables

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    Por Drew Pendergrass y Troy Vettese.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Jacobin Magazine con el título «The Climate Crisis and COVID-19 Are Inseparable».

    En el siglo XVIII, Edward Jenner, el inventor de la primera vacuna, se enfrentó a una crisis parecida a la actual —un mundo deshecho por la enfermedad—. Lo que él estudió no fue el coronavirus, sino la viruela, una enfermedad con una tasa de mortalidad de entre el 20% y el 60% en el Viejo Mundo, y aún mayor en el Nuevo Mundo.

    Observador perspicaz y exitoso ornitólogo, Jenner entendió que las epidemias no son crisis atemporales e inevitables, sino que más bien surgen del creciente entrecruzamiento de la civilización con la naturaleza. Patógenos como el SARS-CoV-2 se denominan «zoonosis» debido a sus orígenes como enfermedades animales. «La desviación del Hombre de donde fue colocado por la Naturaleza originalmente ha demostrado ser una prolífica fuente de enfermedades —así empezaba Jenner su tratado de 1798 sobre sus experimentos con vacunas—. Se ha familiarizado con una gran cantidad de animales, que podrían no ser sus compañeros originales».

    No son muchos los analistas que comparten la idea de Jenner respecto a la fuerte relación entre la salud pública y la más amplia crisis ecológica. Mientras que la derecha recurre a tácticas xenófobas como el chivo expiatorio de los mercados chinos, la izquierda tiende a enfatizar la torpeza de las respuestas gubernamentales, la necesidad de una sanidad universal, o quizá la poco habitual crítica a la ganadería industrial. Demasiado a menudo, sin embargo, estos debates asumen que la zoonosis es un fenómeno inevitable cuyas causas no nos conciernen.

    Si bien efectivamente hay problemas urgentes que necesitan ser resueltos inmediatamente, también es necesaria una mejor comprensión del origen del SARS-CoV-2. Para ello, es preciso abordar la crisis ecológica como un todo, porque todos sus rasgos —desde la extinción al cambio climático— tienen el potencial de producir más enfermedades. A pesar del uso caprichoso de conceptos como Antropoceno, la implicación de la izquierda respecto a las ciencias naturales sigue siendo limitada. Esta disyuntiva es particularmente chocante teniendo en cuenta la fuerte relación entre científicos y socialistas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Si se quiere seguir los desarrollos científicos actuales, pronto va a quedar claro que la deteriorada condición de la biosfera necesita una forma nueva de socialismo en la que las políticas alimentarias y energéticas no sean marginales, sino que sean centrales.

    La nueva Edad de Piedra

    Los epidemiólogos dividen la historia de las enfermedades infecciosas en tres grandes épocas. La primera empieza hace diez mil años, cuando da comienzo la agricultura neolítica. Los rebaños domesticados, en estrecho contacto con los humanos, crearon las condiciones para que hubiera nuevas enfermedades que saltaran entre especies con una frecuencia que era imposible en sociedades cazadoras-recolectoras. La segunda es la breve era moderna del rápido progreso científico, entre los años cincuenta del siglo XIX y los setenta del XX. El epidemiólogo Rudolf Virchow, de la tradición científica iniciada por Jenner, acuñó el término zoonosis y defendía que la salud humana y la veterinaria deberían estudiarse juntas como una sola medicina o, como se llama actualmente, «medicina planetaria» y «una sola salud». Los avances médicos en el siglo XX dieron lugar a nuevas vacunas y antibióticos milagrosos que salvaron millones de vidas. Pero ahí también terminó la modernidad. La tercera era zoonótica empezó en los años ochenta del siglo XX, la época oscura por la que penamos actualmente, marcada por la emergencia sin precedentes de una nueva enfermedad.

    No es mera casualidad que este último periodo coincida con el de las fuerzas que definen la posmodernidad: cadenas globalizadas de mercancías, ascendencia del neoliberalismo, agotamiento de los recursos naturales en las metrópolis, el auge de las compañías multinacionales monopolísticas, la desindustrialización del norte global y el rápido pero desigual desarrollo del sur.

    El comercio de animales exóticos —ya sea en Wuhan o en África Occidental— no puede entenderse al margen de estas tendencias. En origen el SARS-CoV-2 podría haber sido una enfermedad de un murciélago o un pangolín que hubiese pasado a un animal intermediario, donde se hubiera recombinado y se hubiese vuelto infeccioso para los humanos. El comercio de animales exóticos es crucial, porque pone no solo a los humanos en contacto directo con animales salvajes, sino también a diversas especies que en la naturaleza nunca se habrían juntado. ¿Cómo ocurre esto, si hasta los años setenta China fue famosa por sus milenarias prácticas agrícolas sostenibles? Todo empezó a cambiar en los noventa, cuando el país adoptó un sistema alimentario industrial basado en la carne. Los pequeños granjeros no pudieron competir con las fábricas, así que el Gobierno les animó a entrar en el comercio de animales salvajes, incluso aunque esto haya dado lugar a problemas como el SARS en 2003, un coronavirus que saltó de los murciélagos a las jinetas y de ahí a los humanos.

    Por todo el mundo tienen lugar fenómenos parecidos, allá donde las fuerzas del mercado y la política estatal lleven a los pobres a situaciones desesperadas, lo que da lugar a la rápida desestabilización de los ecosistemas locales. Cuando los barcos pesqueros europeos invadieron los caladeros de la costa occidental africana, los habitantes del lugar tuvieron que recurrir a la carne de animales salvajes para obtener proteína de manera asequible. Estos sistemas alimentarios transnacionales y desiguales han contribuido no solo a la extinción masiva, con la desaparición de especies de vertebrados a un ritmo mil veces superior al normal, sino también a nuevas zoonosis, como las provocadas por el virus del Ébola o el VIH. Las carreteras que se han construido para extender el alcance de las empresas mineras, petroleras y madereras han permitido a los cazadores llegar a regiones boscosas previamente inaccesibles y esto ha puesto a los humanos en un contacto muy estrecho con la vida salvaje. Solo en la cuenca del Congo se cazan al año más quinientos millones de animales, a menudo para dar de comer a los mineros. Por supuesto, el comercio de animales salvajes también incluye el norte global. Los «ecoturistas», al viajar, han contagiado a los primates el sarampión, la polio y la tuberculosis. Los cuidadores de zoos y laboratorios tienen muchas más probabilidades de contraer espumavirus. El comercio de mascotas exóticas pudo dar al virus del Nilo Occidental vía libre en su camino hacia Norteamérica, donde ha acabado con especies de aves autóctonas y ha matado a más de 2.300 personas.

    Hay una crítica estrecha del comercio de animales exóticos que pasa por alto su relación con el destino del campesinado mundial, una clase social devastada por la agricultura industrial. Incluso un vistazo rápido a la economía de la carne de animales salvajes muestra que no podemos proteger la vida salvaje sin deshacernos de las granjas industriales, lo cual también implica que no haya más carne barata.

    Quizás la idea más importante que los socialistas podemos extraer de la salud planetaria es que el desafío de las nuevas zoonosis es inseparable de la más amplia crisis medioambiental. Esto significa que hay una única crisis medioambiental. Si dividimos el problema en asuntos menores, como el cambio climático, la expansión urbana, la extinción masiva, la desertización causada por los fertilizantes, las enfermedades no transmisibles y las epidemias, es por falta de imaginación.

    La ciencia que hay tras cada uno de estos fenómenos es complicada, pero el mensaje general es simple: cuanto menos espacio deje la humanidad a la naturaleza, más problemas medioambientales habrá —incluyendo zoonosis nuevas y letales—. Hacer referencia al «Antropoceno» es una forma de encapsular la escala del problema, pero resulta demasiado descriptivo cuando necesitamos conceptos analíticos para entender por qué hemos entrado en una nueva era geológica. Aquí hay un área donde la izquierda puede ser útil y ofrecer a los científicos y a toda la sociedad conceptos capaces de establecer un marco unitario para la crisis medioambiental. Mejor que hablar de «Antropoceno», podemos desempolvar aquella antigua píldora marxista: la humanización de la naturaleza.

    El espíritu del mundo y los duendes del bosque

    La «humanización de la naturaleza» es una idea original de Hegel, que consideraba la alienación de la humanidad con respecto de la naturaleza el quid de la historia mundial. Se entendía el trabajo como el proceso que reconciliaba ambos aspectos e infundía a la naturaleza consciencia humana. A grandes rasgos, en lugar de tomar nuestra comida directamente de la naturaleza, como hacen los animales, los humanos utilizamos herramientas con las que guiar los flujos naturales para producir granos y ganado. Podríamos extender la lógica de Hegel para decir que buena parte de la humanización de la naturaleza es por tanto la historia del «cambio en el uso de la tierra», como diría el IPCC.

    Karl Marx hizo uso del concepto de Hegel y reconoció el proceso como una expresión de la naturaleza humana (nuestro «ser genérico»). Sin embargo, a diferencia de Hegel, Marx entendía que la humanización de la naturaleza había sido distorsionada bajo el capitalismo por el divorcio entre la inconsciencia del capital y la consciencia humana. Para Marx, el capital solo busca expandirse. El individuo capitalista es el «capital personificado»; aunque «dotado de consciencia y deseo», decía, su libertad está limitada, inclinada hacia el objetivo único de la acumulación de capital. Lo vemos hoy: la CEO de una empresa puede ser una amante de la naturaleza, pero no puede invertir en tecnología cara y ecológica sin que su empresa se arruine por no conseguir la tasa de beneficio perseguida. El concepto de «humanización de la naturaleza», adaptado por Marx, explica por qué la sociedad puede percatarse de que se acerca al precipicio pero es incapaz de cambiar el rumbo, por qué la extracción de combustibles fósiles planificada excede dramáticamente los límites del Acuerdo de París. Los políticos pueden decir una cosa, e incluso plasmarla en un tratado, pero en nuestro sistema económico actual es inconcebible «bajarla a la tierra».

    Como concepto, la «humanización de la naturaleza» es útil —de hecho más que el de «Antropoceno»— porque subraya que el capitalismo es fundamentalmente un proyecto que consiste en una reorganización de la naturaleza de manera distinta a la de otros periodos históricos y que, en último término, conducirá a la catástrofe porque el capital es una fuerza insensata que ignora que está destruyendo la biosfera. Ante este proceso, pues, hemos de controlar de modo consciente la economía al tiempo que le damos a la naturaleza el espacio que necesita para funcionar.

    Como socialistas, no solo hemos de enfrentarnos a la capitalización de la naturaleza allá donde sea posible, ya sean los incendios de la selva amazónica causados por los ganaderos o la construcción de nuevos oleoductos en Canadá para transportar petróleo no convencional. También deberíamos tener mucho cuidado con la humanización socialista de la naturaleza: el deseo de dominarla con fines izquierdistas. La fantasía de un control prometeico aún tiene mucho tirón en la izquierda, en particular entre quienes se adhieren al «comunismo lujoso totalmente automatizado» (Aaron Bastani, que apoya la carne de laboratorio y la resilvestración, es parcialmente una excepción en esta corriente).

    Muy raramente los socialistas aplican sus elogiadas capacidades de crítica y sentido común científico cuando se sientan a comer. Está claro que Marx no era ecologista y, por tanto, a veces tenemos que pensar «contra él» para imaginar lo que podría ser el socialismo. Marx pudo acertar con la idea de que la historia empezó con el nacimiento de la agricultura, pero pasó por alto la aparición de su hermana gemela: la epidemia.

    El nacimiento de la tragedia y la tuberculosis

    Los científicos piensan que la mayoría de los patógenos humanos —quizá todos— son en última instancia zoonosis, que no tienen su origen en los albores de la especie humana, sino en un pasado relativamente más reciente. El sarampión probablemente es una evolución de la peste bovina de hace 7.000 años. La gripe pudo haber empezado hace 4.500 años con la domesticación de aves acuáticas. La especialidad de Jenner, la viruela, probablemente surgió hace 4.000 años en África Oriental cuando el virus de un jerbo saltó al camello, recién domesticado, y de ahí a los humanos. En el Nuevo Mundo, la práctica de la agricultura estaba muy generalizada, pero se domesticaba a muy pocos animales; esa es la razón por la que los pueblos indígenas vivían sin apenas enfermedades. Con la colonización, sin embargo, la cría de animales dio a los invasores europeos una ventaja epidemiológica y los pueblos indígenas estuvieron cada vez más expuestos al sarampión, el tifus, la tuberculosis y la viruela. La población del Nuevo Mundo era de entre cincuenta y cien millones en 1492 y cayó un 90% durante los siguientes siglos, en gran parte debido a las zoonosis del Viejo Mundo.

    Durante un tiempo, pareció que los nuevos fármacos llegarían a contener eventualmente a los patógenos, del mismo modo en que el estado de bienestar había domado al capitalismo. En 1972, los autores de un libro de texto sobre enfermedades contagiosas creían que «la predicción más plausible sobre el futuro de las enfermedades contagiosas es que será algo muy aburrido». En 1975, el decano de la facultad de medicina de Yale predijo que ya no había «nuevas enfermedades por descubrir».

    No había pasado más que un año cuando se identificó el virus del Ébola. Poco después, el editor del primer compendio autorizado sobre la nueva zoonosis avisaba: «Cuanto mayor sea el cambio medioambiental provocado por el ser humano, mayor será el riesgo de aparición de una zoonosis, nueva o vieja». El VIH hizo que el problema fuera aún más urgente. En los noventa, el campo de las «enfermedades infecciosas emergentes» pasó de ser una «mera curiosidad» a una disciplina extensa. Tras el susto de la gripe aviar H5N1 de 2005, el Gobierno de Estados Unidos dio inicio al programa PREDICT, que detectó cerca de mil nuevos virus en una década, incluyendo nuevas cepas del Ébola y de coronavirus. La administración Trump cerró el programa el año pasado.

    Cualquier aspecto de la humanización de la naturaleza va a causar lo que los científicos llaman «contaminación por patógenos», la difusión de una enfermedad entre diferentes especies de animales. Las enfermedades como la de Lyme o la del Nilo Occidental proliferaron porque la reducción de la biodiversidad dio como resultado un crecimiento asimétrico de otras especies portadoras, como el ratón de pies blancos o los petirrojos. La deforestación y el cambio climático expanden el hábitat de los mosquitos, lo cual hace que el dengue, el virus de Zika, la malaria y otras enfermedades sean cada vez más comunes. La actual erupción de nuevas enfermedades es un problema no solo para los humanos, sino también para los animales. Por ejemplo, las nuevas enfermedades corales están relacionadas con la floración de algas y el cambio climático y los gatos han transmitido la toxoplasmosis a los delfines giradores y a las belugas.

    La ganadería industrial ha sido la principal responsable de que volvamos a la edad de piedra de la salud pública. Ni siquiera los pingüinos emperadores de la Antártida están a salvo de este cambio de época. Ahora están plagados de bursitis, una enfermedad que surgió en los años ochenta de las entrañas de las grandes granjas industriales de aves de corral en la costa oriental estadounidense. El crecimiento de la industria de la ganadería, con unos cuatro mil millones de hectáreas, abarca el 40% de la superficie no habitable del planeta, lo que hace que sea la principal interfaz entre la humanidad y la naturaleza, y por tanto el primer portal para nuevas enfermedades.

    La agricultura también ha cambiado cualitativamente. El capital genera una presión increíble para que se incremente la eficiencia de la producción alimentaria a expensas de la salud. El propio Marx criticó a Robert Bakewell, un famoso criador capitalista de del siglo XVIII, por reducir «el esqueleto de una oveja al mínimo requerido para su existencia». Bakewell, efectivamente, criaba a los animales con el fin de que tuvieran menos masa ósea para aumentar su voluminosa carne. A diferencia de muchos de sus epígonos, Marx se percató de que uno no necesita una teoría aislada para analizar los aspectos ecológicos del capitalismo, pues la mirada ciega del capital no veía la diferencia entre animales y máquinas.

    Los Bakewell de hoy en día manipulan la genética animal para impulsar la producción de huevos o aumentar la carne de la pechuga, incluso al coste de sistemas inmunes debilitados. Las empresas crían animales genéticamente similares —incluso clones— en instalaciones masificadas vulnerables a los brotes. El uso generalizado de antibióticos puede mantener la enfermedad a raya (y acelerar las tasas de crecimiento de los animales), pero al coste de crear «superbacterias» como el MRSA, una bacteria que come carne y que ya es habitual en hospitales de todo el mundo. Incluso enfermedades provocadas por bacterias comunes, como las infecciones del tracto urinario, son cada vez más resistentes a tratamientos que hace una década habrían funcionado; cada año, unos 35.000 estadounidenses mueren por infecciones resistentes a los antibióticos. Se estima que el 71% de las chuletas de cerdo que se venden en los supermercados estadounidenses contienen bacterias resistentes a los antibióticos; el porcentaje para la carne de pavo es incluso mayor, un 79%.

    El virus Nipah, identificado por primera vez en una ciudad malaya en 1998, muestra que las distintas ramificaciones de la crisis ecológica convergen para crear epidemias. Para aumentar beneficios, los granjeros habían plantado huertos de mangos junto a sus piaras de cerdos para poder utilizar el estiércol como fertilizante. La deforestación por la tala y quema había expulsado de su hábitat natural a los murciélagos de la fruta, que tuvieron que alojarse en árboles recién plantados, desde donde serían capaces de transmitir la enfermedad a las piaras y de ahí pasaría a las personas. Los murciélagos, además, eran más vulnerables a la enfermedad, dado que, por la fragmentación de su población, tan solo tienen una exposición esporádica. Lo que en su momento fue un virus inofensivo entre los murciélagos acabó causando severos problemas neurológicos en cerdos y humanos. El virus mató aproximadamente a un tercio de sus víctimas en Malasia, pero a siete décimas partes en un brote posterior en el Sudeste Asiático. Solo se detuvo su expansión tras una estricta cuarentena y el sacrificio de un millón de cerdos; no es casualidad que el brote partiera de la principal explotación porcina del país.

    Liberemos la lenteja

    Los epidemiólogos que trabajan con el acervo de la salud planetaria tienen claro lo que hay que hacer. Un corpus de investigaciones cada vez mayor sugiere que el cambio en el uso de la tierra es «el principal impulsor de las enfermedades infecciosas emergentes [EID por sus siglas en inglés] entre la vida salvaje, los animales domésticos y los humanos». De manera más específica, «la creciente demanda de carne y productos cárnicos por parte de la población humana ha dado lugar a un contacto sin precedentes entre humanos y animales». Parte de la solución ha de ser «la conservación de áreas ricas en diversidad de vida salvaje reduciendo la actividad antropogénica».

    La Asociación Americana de Salud Pública ha pedido una moratoria a la ganadería industrial. En los inicios del brote del SARS de 2003, el boletín de la asociación publicó un editorial abogando por un cambio en «el modo en que los humanos tratan a los animales; básicamente, dejar de comerlos o, al menos, limitar radicalmente la cantidad de animales que se comen», como una medida básica de salud pública. «Un cambio así, si se adoptara o impusiera de manera suficiente, podría reducir el riesgo de una epidemia de gripe».

    En estos momentos el planeta está siendo relativamente afortunado, dado que las cadenas de suministro de alimentos que sostienen la vida se han mantenido hasta ahora intactas, pero no hay garantía de que los desastres naturales vayan a espaciarse en el tiempo, especialmente con el cambio climático. Imagínese la emergencia que sería que simultáneamente hubiera enfermedades zoonóticas de aves acuáticas durante una gran inundación en el Sudeste asiático, al tiempo que una sequía arrasa las cosechas de las regiones productoras de grano. Un desastre de esta escala, que se hace más probable con cada molécula de CO2 que se emite a la atmósfera, con cada microbio que salta de un animal a un humano, con cada milímetro de aumento del nivel del mar, daría lugar a un sufrimiento extraordinario.

    Para limitar el impacto de las futuras pandemias al tiempo que se pone freno a la extinción masiva y se mitiga el cambio climático, deberíamos luchar por reestructurar nuestros sistemas alimentarios y abandonar la producción de carne. El informe EAT-Lancet, escrito por treinta y siete académicos y científicos climáticos en nombre de una importante revista médica, defiende un aumento extraordinario en el consumo de verdura, fruta, granos saludables y proteínas vegetales y una reducción drástica en la carne y los lácteos.

    Esas reducciones las asumirían sobre todo los ricos del carnívoro mundo desarrollado, los cuales comen dos o tres veces más carne que la media en los países pobres. Sin embargo, llegado un punto nuestro horizonte político debería imaginar dietas basadas en vegetales para casi todo el mundo. No son sostenibles las dietas que obligan a la deforestación a fin de ganar terreno para los pastos en algunas de las regiones más biodiversas de la Tierra, como la selva amazónica. Si la mayor parte de las sociedades fueran capaces de adoptar la dieta EAT-Lancet, se estima que se evitarían unos once millones de muertes al año; se evitaría la malnutrición y a la vez se minimizarían las principales enfermedades no transmisibles como la diabetes o los problemas cardiacos. Dejar de comer carne y resilvestrar vastas zonas del planeta —quizá incluso la mitad, como propone el controvertido conservacionista E. O. Wilson— debe formar parte del programa socialista.

    Confiar en las vacunas, los antibióticos y los antivirales para lidiar con las futuras epidemias es como si para salvar del cambio climático nuestra sociedad basada en los combustibles fósiles confiásemos en la captura de dióxido de carbono o en la geoingeniería. Nunca cupo esperar que PREDICT fuera a detectar todos y cada uno de los brotes nuevos, incluso si no hubiera sido saboteado por el actual gobierno. El capitalismo no puede solucionar los problemas que genera; las grandes farmacéuticas invierten menos de lo que se debería en vacunas y antivirales porque los pingües beneficios se hallan en las enfermedades propias de la opulencia como la diabetes o la disfunción eréctil. Sin embargo, lo más preocupante es que los resultados también son esquivos incluso en campos bien financiados. La pandemia del VIH/SIDA, que ha matado a treinta y dos millones de personas, demuestra que no se pueden solucionar todas las enfermedades con una vacuna. Tras el brote del SARS en 2003, la OMS señaló que «mientras que la ciencia moderna tenía su rol moderno, ninguna de las herramientas técnicas modernas había tenido un papel relevante en el control del SARS; más importante en esa tarea fueron las estrategias del siglo XIX basadas en rastrear el contacto, en la cuarentena y en el aislamiento». Como socialistas, deberíamos pensar de manera estructural y ser escépticos respecto a las «soluciones» técnicas y a los parches —especialmente porque la eficacia de la medicina moderna parece estar menguando— y, en su lugar, dirigirnos directamente a la raíz del problema.

    Ya debería estar claro que la humanización de la naturaleza no ha llevado a la reconciliación entre esta y la humanidad, sino más bien a la ruina de ambas. Deberíamos ser conscientes de los límites de la consciencia humana, de que nuestro bienestar está ligado a complejos sistemas naturales que nunca comprenderemos totalmente. En lugar de la inconsciencia de que el mercado dirija la naturaleza y la sociedad, la izquierda debe esforzarse por gestionar de modo consciente los asuntos humanos, pero tener humildad y dejar que la naturaleza sea salvaje. Esto no es una especie de necedad mística, sino un implacable análisis sobre cómo nos hemos metido en este embrollo.

    Un nuevo socialismo construido a escala geológica ayudará a la ciencia a lograr lo que no puede conseguir por su cuenta. Para ello, necesitamos ver que las mismas fuerzas económicas tóxicas se hallan en el corazón tanto de las pandemias como del cambio climático. Los socialistas no podemos reconstruir el mundo hasta que no entendamos cómo se ha desbocado. Esta comprensión proviene no solo de la implicación en la ciencia, sino también de la crítica reflexiva. Como habría remarcado Jenner, el «amor por el esplendor» y «la indulgencia hacia el lujo» —ya sean la carne, la piel, las mascotas o los productos testados en animales— por parte de la izquierda han impedido ver su complicidad con la peligrosa devastación de la naturaleza.

    DREW PENDERGRASS es doctorando en ingeniería medioambiental en la Universidad de Harvard. TROY VETTESE es historiador medioambiental y está cursando su posdoctorado en la Universidad de Harvard. Ambos autores publicarán el libro Half-Earth Socialism en la primavera de 2021.

    La ilustración de cabecera es «Chicken Truck» (2008), de Sunaura Taylor. El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

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  • Crisis de nuevo tipo

    Crisis de nuevo tipo

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    Por Salar Mohandesi.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «Crisis of a New Type».

    El futuro tiene un aspecto desolador.

    Aquí en Estados Unidos las residencias de mayores se han convertido en templos a la muerte, los gobiernos municipales están abriendo fosas para cadáveres anónimos, los agricultores están destruyendo decenas de millones de kilos de alimento sin vender, el desempleo se acerca a los niveles de la gran depresión, el presidente nos está animando a ingerir veneno y los políticos están obligando a los norteamericanos a sacrificarse en el altar de la ganancia.

    Poco mejor les está yendo a quienes no viven en esta devastada capital capitalista del mundo, por mucho que puedan estar eludiendo las chaladuras de esta administración particularmente kakistocrática. El virus está matando a decenas de miles de personas, alterando los patrones de vida habituales, erosionando instituciones arraigadas y poniendo en duda el futuro de la propia vida.

    Debemos ser honestos respecto a la escala de la actual catástrofe, pero también debemos evitar sucumbir a la desesperación. Toda crisis trae consigo no solo dolor, ansiedad y destrucción, sino también oportunidades para la creación y, cuanto mayor sea la crisis, mayores serán las oportunidades de construir algo nuevo. La inusual magnitud de la crisis actual nos presenta una ocasión igualmente inusual para cambiar el mundo. También en este caso debemos ser honestos: el futuro ofrece esperanza.

    Al fin y al cabo, no es suficiente con querer cambiar el mundo. Un cambio social de calado depende de condiciones objetivas que en buena medida escapan a nuestro control. Puede que tengamos la voluntad, la aspiración y la capacidad organizativa para provocar un cambio, pero para provocar una ruptura hace falta una crisis objetiva del orden existente, una ventana de oportunidad. Con ello no quiero decir que sea imposible llevar a cabo una política emancipadora durante las épocas de equilibrio, solo que los cambios sistémicos drásticos no se dan de manera gradual, sino únicamente gracias a momentos de ruptura inesperados y por lo general escasos.

    Ahora mismo estamos viviendo un momento de esta índole. A lo que nos enfrentamos no es solo una pandemia, sino que son varias crisis una dentro de la otra. Nos encontramos, claro está, con la crisis coyuntural que ha causado la pandemia del coronavirus, de la que nadie puede dejar de hablar, pero esta crisis ha tenido unos efectos tan catastróficos precisamente porque ha hecho detonar una crisis orgánica que subyacía al neoliberalismo. Más grave aún es el hecho de que esta crisis orgánica del neoliberalismo está a su vez vinculada a una crisis estructural y de largo alcance de la reproducción social capitalista. Esta crisis estructural conecta con una crisis epocal todavía más profunda, la de la vida en el planeta.

    Cada una de estas crisis tiene su propio origen, opera a un nivel singular y avanza con una temporalidad particular. Si la crisis del coronavirus estalló el mes pasado, la crisis orgánica del neoliberalismo comenzó hace años, la crisis estructural lo hizo hace más años aún y la crisis epocal hace varias décadas. Si la crisis del coronavirus está alterando la vida aquí y ahora, la crisis del neoliberalismo señala el hundimiento de un modo de vida hegemónico en el mundo, la crisis estructural de la reproducción social conlleva la muerte de decenas de millones de personas sin recursos y la crisis epocal augura el posible fin de toda la vida en el planeta.

    Pese a su relativa autonomía, estas cuatro crisis no solo se han yuxtapuesto, como si fueran cuerpos celestes alineándose en el cielo nocturno a modo de presagio aciago, sino que también han formado un engranaje en el que cada una amplía la potencia de las demás. La crisis del neoliberalismo, por ejemplo, ha hecho que la del coronavirus sea mucho más devastadora, al tiempo que la pandemia se ha convertido en el modo a través del cual se manifiesta ahora la crisis orgánica del neoliberalismo; por dar otro ejemplo, el neoliberalismo ha exacerbado la crisis de la vida en el planeta, pero esta crisis epocal, especialmente bajo la forma de la inestabilidad climática, en estos momentos está agudizando a su vez todos los rasgos de la crisis orgánica del neoliberalismo.

    Si revolución es igual a crisis objetiva más intervención subjetiva, entonces la primera variable de la ecuación ya ha llegado. Y esta no es como cualquiera de las antiguas crisis objetivas, sino que se trata de una crisis articulada que nos presenta unas oportunidades que nunca antes habíamos visto. Sin embargo, para poder sacar provecho de esta singular grieta hace falta tener una idea más ajustada de a qué nos estamos enfrentando exactamente. Mi objetivo aquí es ofrecer una modesta contribución a esta tarea, que es necesariamente colectiva, elaborando un primer esbozo que dibuje de manera sintética cuál es la anatomía de esta crisis, lo que a su vez puede ayudarnos a pensar en cómo deberíamos intentar responder.

    Primer círculo: crisis coyuntural del coronavirus

    Los orígenes de esta crisis, que es las más inmediata, están todavía envueltos en misterio. Parece ser que un miembro maligno de la familia del coronavirus en algún momento infectó de algún modo a alguien en algún punto allá por 2019.

    Lo que sucede con sus orígenes sucede con otras muchas cosas que todavía no conocemos: por qué hay quienes sienten cierto malestar mientras que hay otros que caen abatidos, por qué algunas personas sufren diarreas mientras que otras pierden el sentido del gusto, o por qué algunas parecen ser asintomáticas mientras que hay quienes vuelven a infectarse. No obstante, lo que sí que sabíamos desde el principio es que el COVID-19 es altamente contagioso, que es más letal que las gripes estacionales y que es inmune a cualquier vacuna conocida.

    Aunque fuese del todo predecible, la pandemia pilló a los estadounidenses completamente desprevenidos. La mayor parte de la gente apenas reparó en el virus, más allá de quien soltase un par de chistes al respecto, y simplemente siguió con su vida normal, alentados por sus representantes políticos, tanto demócratas como republicanos, los cuales en ningún momento llegaron a tomarse en serio la situación.

    Cuando la pandemia desgarró el mundo, encontró en Estados Unidos un país que ni mucho menos estaba preparado. El caldo de cultivo perfecto estaba en las muchedumbres desprevenidas, la falta de limitaciones en los viajes hizo que la epidemia se diseminase por todas partes y el vulnerable sistema de salud se las veía y se las deseaba para seguir el ritmo. Los hospitales no tenían camas suficientes, las salas de emergencia no tenían ventiladores suficientes, el personal médico no disponía de test suficientes y el personal sanitario no contaba con suficientes mascarillas.

    Después de fracasar a la hora de contener el brote, para mitigar el daño se acabó obligando a un funcionariado reacio a que prohibiese conciertos y cerrase parques públicos, negocios locales, colegios, universidades, edificios oficiales y, más tarde, ciudades enteras. Evidentemente, y esto no sorprenderá a nadie, meter en cuarentena a decenas de millones de trabajadoras y trabajadores ha sido el detonante del hundimiento de la economía. Los mercados se desplomaron, los bancos amenazaron con irse a pique, hubo pequeños negocios que acabaron quebrando y millones de personas perdieron su trabajo. En cosa de un mes un virus microscópico paralizó la vida del país más poderoso del mundo.

    La crisis del coronavirus sirve de ejemplo de lo que es una crisis «coyuntural»: un suceso, en ocasiones exógeno, que interrumpe los patrones normales de vida con consecuencias inesperadas. Ya hemos vivido muchas crisis de estas; nos viene a la mente la del 11 de septiembre. En función del suceso que la precipite, cada crisis coyuntural alterará la vida de un modo distinto. Sea cual sea la forma que adopte, este tipo de sucesos normalmente va amainando hasta que la vida acaba volviendo a la «normalidad», aunque marcada para siempre por las huellas de la crisis. Ahora mismo es demasiado pronto para afirmar con exactitud cuáles van a ser los cambios que traerá esta crisis, más aún para señalar cuáles serán las cicatrices que deje tras de sí, pero los efectos de la pandemia sin duda nos acompañarán durante mucho tiempo, en nuestras costumbres, nuestra cultura, nuestros hábitos sociales, nuestras instituciones e incluso en el equilibrio de fuerzas.

    Segundo círculo: crisis orgánica del neoliberalismo

    Lo que ha hecho que la crisis del coronavirus sea todavía más destructiva es que ha servido de catalizador de una crisis aún más profunda.

    A diferencia de lo que ocurre con la crisis coyuntural, sabemos mucho más acerca de los orígenes de esta crisis «orgánica». Esta historia comienza en los años setenta, la década en la que se deshilvanaron los hilos que sostenían el sistema de capitalismo gestionado que se montó tras la gran depresión y la segunda guerra mundial, sumiendo a Estados Unidos en el desorden.

    Aunque para algunas personas fuese liberadora, la contracultura de posguerra y su glorificación de las drogas, el amor libre y la desobediencia dejó a mucha otra gente inquieta. La ola de nuevos movimientos sociales no solo echó por tierra la discriminación, sino que puso a prueba convicciones centrales en torno al género, la sexualidad y la familia, y una tasa de criminalidad disparada llevó al pánico respecto a la decadencia social. Hubo una profunda recesión que puso punto final al inaudito boom económico y supuso un golpe psicológico para millones de personas que habían creído que la prosperidad podía durar para siempre.

    En mitad de todo esto, el presidente Richard Nixon se convirtió en el único presidente de la historia de Estados Unidos en dimitir, llevando a un récord histórico la desconfianza en el gobierno. Un año más tarde, y después de decenas de miles de bajas estadounidenses, millones de muertes vietnamitas, camboyanas y laosianas, y miles de millones de dólares gastados, la guerra de Vietnam llegó a su fin con una monumental derrota que puso en duda el futuro de la hegemonía del país. De hecho, hacia el final de la década casi un tercio de toda la humanidad vivía en países que afirmaban encontrarse en transición hacia el comunismo, lo que hizo que hubiera gente que especulase con que Estados Unidos podía perder la guerra fría.

    Pero Estados Unidos no era ni mucho menos el único país en problemas. Esta crisis se desplegó a lo largo del Atlántico Norte en sentido amplio debido a la existencia de elementos estructurales compartidos, de una senda de desarrollo similar, de un modelo de capitalismo de posguerra común y de profundas conexiones trasatlánticas. Aunque las fracturas que la precipitaron variasen y aunque en cierto sentido la crisis se desplegase de modos diferentes, en los años setenta todos y cada uno de los países de Norteamérica y de Europa Occidental atravesaron una época de grandes incertidumbres.

    Lo que hizo que esta década fuera tan relevante no fueron simplemente las múltiples fracturas que emergieron en la esfera vital, sino su fusión vertiginosa. Por poner solo un ejemplo, la crisis de la masculinidad se solapó con la recesión en el momento en el que los cabezas de familia, que en su momento habían tenido un puesto de trabajo fijo en la fábrica, cayeron en el desempleo al tiempo que veían con resentimiento cómo sus mujeres, ahora empleadas, se hacían cargo de la situación. Aunque todas estas fracturas tenían sus causas, sus ritmos y sus riesgos particulares, su articulación contingente hizo que se agudizaran entre sí.

    Todo ello llevó a Stuart Hall ((Los textos citados de Stuart Hall en este texto, «El gran espectáculo del giro a la derecha» y «Gramsci y nosotros», están incluidos en la recopilación de ensayos del autor El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda, Madrid, Lengua de Trapo, 2018, traducción de Carlos Pott. (Todas las notas son de Contra el diluvio).)) a hacer un diagnóstico de la crisis de los setenta como una crisis «orgánica». Partiendo de las reflexiones desde la cárcel de Antonio Gramsci, afirmaba que, a diferencia de lo que sucede con una crisis «coyuntural», una crisis orgánica señala el desmoronamiento generalizado de todo un sistema hegemónico, y añadía inmediatamente que una crisis orgánica no es lo mismo que un colapso terminal, sino que sencillamente revela los límites del orden existente, hace temblar las convicciones preexistentes y pone a prueba modos de vida que en su momento mucha gente dio por verdades inmutables. El viejo mundo se ha abierto de manera súbita, creando una oportunidad para alternativas nuevas. Explicaba Hall que no hay «destrucción que no sea, también, una reconstrucción».

    De este modo, la crisis de los setenta creó una ventana de oportunidad por la que podía entrar cualquier fuerza social. Parecía que esta apertura era justamente lo que personajes radicales como Hall habían estado esperando desde el principio. Durante los años sesenta habían luchado por cambiar realmente el sistema y, en este momento, debido en parte a su propio empeño, por fin les llegaba su oportunidad. Sin embargo, en el preciso instante en el que el sistema entró en crisis, las fuerzas que venían exigiendo un cambio sistémico radical se hallaban enfangadas en su propia crisis y estaban demasiado debilitadas como para salir victoriosas.

    El caso es que no fue la izquierda radical la que gobernó la crisis. El propio Hall había apuntado esta posibilidad e insistió en que no era la izquierda sino la derecha la que parecía mejor posicionada para aprovechar la crisis. Más tarde reprendería a compañeros suyos que habían dado por hecho que una crisis operaría automáticamente en su favor y escribió: «Cuando la izquierda habla de crisis, todo lo que vemos es el capitalismo desintegrarse y a nosotros avanzando y haciéndonos con el mando. No entendemos que la perturbación del funcionamiento normal del orden económico, social y cultural provee la oportunidad de reorganizarlo de nuevas formas, reestructurarlo, remodelarlo, modernizarlo y seguir adelante». Una crisis no implica que el sistema existente haya sido derrotado, sino sencillamente que no puede continuar como hasta ahora y que debe reinventarse.

    Dado que el hundimiento de los años setenta no fue simplemente una recesión económica sino una crisis sistémica que afectó a todos los ámbitos de la vida social, la derecha concibió una solución que tenía por objetivo no solo resucitar la rentabilidad capitalista, sino reestructurarlo todo, desde la familia hasta el estado pasando por la ideología. Hay que aclarar que no estaban siguiendo un programa predeterminado lanzado por algún tipo de comandancia central; sin embargo, sí que hubo individuos de relieve, think tanks e instituciones que reconocieron que de verdad había problemas, que había diferentes fuerzas improvisando soluciones propias y que estas podían ser conjugadas de un modo más coherente.

    De este modo, la derecha vinculó de manera explícita los problemas de su momento, trazando una conexión entre el estímulo al libre mercado, la reconstrucción de la familia, la recuperación de los valores, la restauración del poder imperial y el cultivo de cierto sentido de responsabilidad individual. Así lo explicaba Margaret Thatcher: «Debe quedar bien claro que todos y cada uno de nosotros cargamos con la responsabilidad de sacar el mayor partido a nuestros talentos y de cuidar a nuestras familias. También debe quedar claro que tenemos la responsabilidad para con nuestro país de hacer que Gran Bretaña sea respetada y exitosa en el mundo. El equivalente económico de estas responsabilidades personales y nacionales es el funcionamiento de la economía de mercado en una sociedad libre». En un discurso tras otro, figuras como Thatcher fueron combinando sin descanso todos estos asuntos, como si formaran parte de manera orgánica de un mismo proyecto. Evidentemente, muchos de estos elementos habían estado presentes desde hacía años, algunos incluso habían sido desarrollados por el propio sistema de competición del capitalismo gestionado, pero el hecho es que esta recombinación produjo algo novedoso. La solución de la derecha radical, que tenía tantas capas como la crisis orgánica que pretendía abordar, generó un nuevo orden hegemónico que ahora denominamos «neoliberalismo».

    Si la crisis de los años setenta no fue simplemente un asunto estadounidense, sino que fue un asunto de una región más amplia, lo mismo ocurrió con esta particular solución neoliberal, que con el tiempo echó raíces en Norteamérica y en Europa Occidental. Reonald Reagan en Estados Unidos, Margaret Thatcher en Reino Unido, Helmut Kohl en Alemania Occidental; pese a la existencia de importantes variantes nacionales, estas personalidades colaboraron de manera activa a un lado y otro de sus fronteras y vieron en el neoliberalismo una especie de solución transnacional a un problema transnacional, aunque se la acomodase a lenguajes nacionalistas y se la adaptase a condiciones específicas. Este ciclón demostró ser tan apabullante que incluso obligó a figuras supuestamente socialistas como el presidente francés François Mitterand a virar el rumbo y adoptar algunos de sus principios fundamentales, como las privatizaciones, la ley y el orden y el atlantismo. Así cuajó un nuevo «sentido común».

    A principios de los noventa, el triunfo del proyecto neoliberal era absoluto. El socialismo mundial estaba exhausto, los movimientos de liberación nacional habían sido barridos y los movimientos sociales del Atlántico Norte habían quedado derrotados. Los antiguos movimientos antiimperialistas habían perdido el rumbo tras los desastres de las décadas anteriores, los líderes sindicales se dedicaban a perseguir el establecimiento de lazos aún más fuertes con los equipos directivos y lo que quedaba de las luchas de liberación de las personas negras, homosexuales o de las mujeres fue sobreviviendo a la derrota al trocar los objetivos maximalistas que tenían por una mejor inclusión en el mundo existente. Tal y como declaró de manera rotunda Francis Fukuyama, las sangrientas batallas ideológicas del pasado ya se habían resuelto y tras de sí habían dejado un único vencedor: el modelo de desarrollo capitalista y liberal. La historia había llegado a su cierre.

    Dejando a un lado la hipérbole de Fukuyama, pareciera que por vez primera en la historia moderna los países europeos estuviesen confluyendo: gobiernos representativos, economías capitalistas, un modo de vida neoliberal. Las enormes divisiones del pasado, que en su momento partieron el continente por la mitad, aparentemente se estaban disolviendo. La integración europea parecía imparable, reinaba una paz triunfante, en el horizonte refulgía la prosperidad. A Fukuyama se lo podía oír conjeturando que, una vez finalizada la historia, el gran peligro que teníamos ahora por delante no era más que un aburrimiento vulgar.

    Más allá de este tedio, el orden neoliberal dio pie a una verdadera subversión de la vida política. Socavó la fuerza de las trabajadoras y los trabajadores, debilitó los sindicatos y arrasó con las bases sociales de la identidad obrera que había sido heredada; consagró la supremacía del capitalismo de libre mercado, desreguló la banca, privatizó industrias y fomentó el avance de subjetividades empresariales; atomizó la vida social, vació las instituciones democráticas y provocó una desvinculación política generalizada. Chantal Mouffe ha afirmado que, al dar por supuestamente resueltas todas las cuestiones importantes, la política dejó de ser una lucha a vida o muerte entre visiones opuestas del futuro y en su lugar se convirtió en una gestión tecnocrática de las cosas.

    Un periodista le preguntó una vez a Margaret Thatcher, cuando ya había dejado el cargo,  cuál consideraba que era su mayor logro, a lo que ella respondió que el nuevo laborismo, y explicó: «Hemos obligado a nuestros oponentes a cambiar de mentalidad». La solución neoliberal se hizo tan hegemónica que incluso sus rivales de la izquierda aceptaron sus condiciones. En todo el Atlántico Norte, los partidos llamados de izquierda se fueron convirtiendo, uno tras otro, en paladines del libre mercado, de las privatizaciones y de los recortes en los servicios sociales. Los resultados fueron de gran envergadura y se puso punto final a unos modelos políticos que se retrotraían más de un siglo: el espectro político se estrechó, las alternativas políticas viables se desvanecieron, los partidos pugnaban por un puñado cada vez más pequeño de votantes de clase media, en la práctica hubo amplios sectores del electorado que fueron abandonados, la clase trabajadora se encontró sin un refugio político lógico y los porcentajes de abstención se dispararon.

    En el momento en que los partidos de izquierda de la «tercera vía» asumieron las hipótesis neoliberales en torno al orden social, lo político se atrofió y lo cultural se hipertrofió. En Estados Unidos todo ello adoptó la forma de las «guerras culturales», en las que la izquierda neoliberal y la derecha neoliberal se enfrentaban por asuntos como los rezos en la escuela, la investigación con células madre y el control de armas al tiempo que ambas juraban fidelidad al libre mercado. Este fue el gran triunfo del neoliberalismo: llegar a ser algo tan de sentido común que permitía la proliferación de corrientes políticas que se oponían ferozmente —neoliberales progresistas, conservadores religiosos, autoritarios nacionalistas—, pero que, pese a todo, estaban de acuerdo en todos los asuntos principales respecto al orden capitalista.

    En los primeros años del nuevo milenio, el primer ministro Tony Blair dejó meridianamente claro cuál era la nueva realidad. A todos aquellos que se mostraban inquietos por la globalización neoliberal les sugirió que «también podían ponerse a debatir si después del verano debería venir el otoño». El neoliberalismo se había convertido en algo tan natural como los antiquísimos movimientos de la Tierra, algo fuera de la esfera de intervención humana. No había, ni habría nunca, ninguna alternativa.

    Pero lo que se había convertido en algo tan natural como las estaciones del año se les fue de las manos. Tal y como ha sucedido con la mayoría de las crisis orgánicas, las descomposición del modo de vida neoliberal no arrancó con un único suceso, sino de la acumulación de una serie de fracturas, algunas de las cuales se pueden encontrar en la fundación del propio orden neoliberal.

    Aunque el orden neoliberal norteamericano había hecho frente a varios desafíos desde su comienzo, algunas de sus primeras grandes grietas las empezó a sufrir a principios de los 2000. Una de las primeras llegó con la guerra de Irak en 2003, que sacó a millones de personas a la calle para protestar contra el imperialismo estadounidense. En 2005, la respuesta chapucera y racista al huracán Katrina puso de manifiesto la incapacidad del estado para garantizar el bienestar de sus ciudadanos. Al año siguiente, en 2006, las huelgas de trabajadoras y trabajadores inmigrantes marcaron una agudización en la lucha de clases. En 2008, la recesión sacó a la luz los fallos del capitalismo, dando lugar a un nuevo discurso en torno a la desigualdad; a ello le siguió una crisis política en la que, en 2009, el Tea Party atacó al centro neoliberal desde un lado y, en 2011, Occupy lo hizo desde el otro. Unos años más tarde, el movimiento Black Lives Matter y un renovado movimiento feminista exponían el racismo y el sexismo que permeaban todas las instituciones del país. En 2015, una persona que se autodenominaba demócrata socialista llamaba a la «revolución política», al tiempo que un famoso milmillonario de la tele, que recurría abiertamente al supremacismo blanco, a la misoginia y a la ley y el orden, conmocionó al mundo con una sorprendente victoria sobre la candidata más «presidenciable» de la historia reciente.

    Hacia el final de la década, Estados Unidos estaba yendo por mal camino: había tiroteos en escuelas con estudiantes muertos a balazos, en la frontera había niñas y niños que se estremecían encerrados en campos de concentración, había menores intoxicados por aguas contaminadas, los supremacistas blancos asesinaban a gente racializada en lugares de culto, la parálisis política conducía al cierre de la administración ((El cierre de la administración o cierre del gobierno es una figura propia de Estados Unidos que permite que, después de que las instancias representativas (gobierno y cámaras del congreso) hayan encallado en sus negociaciones presupuestarias, el primero pueda dictar la suspensión temporal de los servicios públicos a excepción de los esenciales.)), el Partido Demócrata lanzaba una ofensiva contra todo aquel ubicado a su izquierda, surgía un nuevo movimiento socialista crítico con el capitalismo americano, fueron estallando huelgas a lo largo del país, la desigualdad de ingresos alcanzaba niveles inéditos, el estado despilfarraba billones de dólares en una «guerra contra el terrorismo» imposible de ganar, se enviaba a soldados a luchar en una guerra que había empezado antes incluso de que ellos hubieran nacido, más del 60% de los norteamericanos decía que sus ahorros no superaban los mil dólares, en un solo año morían más estadounidenses por sobredosis por opiáceos que en toda la guerra de Vietnam, las tasas de suicidio rompían nuevos récords.

    En otras palabras, Estados Unidos se hallaba en una crisis profunda mucho antes de que llegara la peste. El COVID-19 únicamente ha revelado el desastre que ha ido gangrenando bajo las espectaculares cifras del mercado bursátil. Pero el virus ha ido más allá: no solo ha arrojado luz sobre esta putrefacción, sino que le ha prendido fuego. Servicios sociales devastados, hospitales mal financiados, ciudades contaminadas, desigualdad de ingresos, seguros privados, barrios segregados, desiertos alimentarios, pobreza desbocada, violencia machista, enfermedades mentales generalizadas, racismo estructural, debilidad sindical, noticias falsas… Todo esto ha sido como echar más leña al fuego. La crisis en la que ya estábamos de repente se ha vuelto mucho peor.

    La crisis orgánica del neoliberalismo comparte algunas similitudes con la que hace décadas generó este desmoronamiento de los modos de vida. Para empezar, y al igual que en los años setenta, la crisis actual va más allá de Estados Unidos y adquiere una forma similar en el Atlántico Norte, si bien con desencadenantes, fenómenos morbosos y resultados posibles que resultan diferentes. También al igual que en los setenta, la crisis que hoy en día atravesamos tiene múltiples capas y fracturas que van apareciendo por todas partes: conflicto generacional, antagonismo entre campo y ciudad, polarización política, desigualdades raciales, recesión económica, malestar cultural, crisis de salud pública, etcétera. Como ha señalado Zachary Levenson siguiendo a Hall, no ha sido solamente la agudización de estas grietas sino su articulación lo que ha producido una descomposición sistémica de la totalidad del orden hegemónico. Por último, y al igual que en el caso previo, la actual crisis orgánica no supone un apocalipsis sino una apertura con todo un conjunto de fuerzas sociales forcejeando por sacar provecho de esta crisis y en la que cada cual propone una visión distinta del futuro.

    A pesar de estos paralelismos, ambas crisis difieren en aspectos importantes. El primero es que la nuestra no solo es más severa, sino que los riesgos son mucho más elevados. El neoliberalismo era mucho más que otro nuevo régimen de acumulación aparecido como respuesta a la crisis del capitalismo gestionado por el Estado; se trataba de todo un mundo que reestructuró de manera absoluta modos de vida que habían existido durante siglos. Se llevó por delante patrones de sociabilidad comunal, dio forma a un nuevo sentido individualista de la subjetividad y echó abajo las ideas, instituciones y tradiciones de la izquierda histórica. No solo es que el neoliberalismo ofreciese un tipo de política nuevo, sino que despolitizó de manera radical la propia vida cotidiana. Es precisamente debido a que las transformaciones que llevó a cabo fueron tan profundas que la crisis del neoliberalismo resulta ahora mucho más inquietante.

    El segundo es que, como resultado de todo ello, las alternativas que encarnan un reto al orden neoliberal, hoy asediado, resultan muy confusas. Dado que las viejas coordenadas ideológicas están demasiado enmarañadas como para poder discernirlas, la agitación social ha adoptado formas inusuales que desafían las clasificaciones convencionales. Pensemos en la revuelta de los chalecos amarillos en Francia, que rompe con todos los rasgos tradicionales de un movimiento social de izquierdas. No surge de la juventud, ni de los estudiantes, ni de los trabajadores organizados. Sus demandas son un sindiós. Sus miembros provienen de todo el espectro político: anarquistas, liberales, supremacistas blancos, libertarios, comunistas, nacionalistas. Es imposible decir si políticamente es «de derechas» o «de izquierdas».

    De hecho, el proyecto histórico mundial de despolitización propio del neoliberalismo ha hecho que el lenguaje de «izquierda» y «derecha» heredado de la revolución francesa ahora apenas nos resulte comprensible, aunque la utilicemos libremente por mera costumbre. En la medida en que estos conceptos tengan hoy alguna validez, en ellos no vamos a observar ninguna fuerza política con sentido, únicamente una nebulosa amorfa de sensaciones políticas. Por ejemplo, Enzo Traverso utiliza el término posfascismo para describir cómo la extrema derecha no es hoy en día una réplica exacta del fascismo tradicional, pero tampoco un proyecto político coherente. Esta zona vaga del posfascismo se enfrenta a una red de impulsos socialistas más vaga todavía. Los que hoy serían los camisas pardas ahora visten de traje y los que serían los partisanos ahora están enganchados a Twitter; todos ellos están intentando averiguar quiénes son y en qué pueden convertirse. La antigua constelación política, que ya había sobrevivido a varias crisis, finalmente ha perdido su sentido.

    El tercer aspecto, vinculado al anterior, es que el neoliberalismo ha demostrado ser bastante pertinaz. Habiéndose enfrentado a tantísimos movimientos antagónicos, este orden hegemónico ha luchado con uñas y dientes por cooptar a sus oponentes. Los gestores neoliberales se han batido el cobre para canalizar la indignación en tanto que espíritu emprendedor, reducir el activismo a pose moralista, dar a la lucha contra toda opresión la forma de una glorificación de identidades esencializadas, reducir el ímpetu radical de un nuevo feminismo a la celebración de que una mujer haya sido escogida para dirigir la CIA, recodificar la liberación negra como diversificación de la clase política y transformar la crítica del trabajo en precariedad generalizada.

    Incluso hoy en día, mientras su mundo se sume en una crisis, quienes dirigen el orden neoliberal siguen buscando la forma más creativa con la que mantenerlo con vida, a menudo volviendo a absorber de manera instrumental las ideas de sus adversarios más débiles. Después de haber estado años mortificando a papá Estado, celebrando la globalización y dedicando loas al mercado, los bloques dirigentes del neoliberalismo se han puesto ahora a cerrar de manera táctica sus fronteras, dar dinero a los contribuyentes, rescatar empresas, inyectar billones de dólares en la economía y diseñar planes intervencionistas que van más allá de lo que los más ambiciosos planificadores estatales soviéticos pudieran soñar. Está claro que, como señalan Cinzia Arruzza y Felice Mommetti, casi todas estas figuras carecen de amplitud de miras y no hacen más que improvisar medidas a corto plazo que a menudo compiten entre sí. No son seres omniscientes y el orden neoliberal tampoco es invencible, como ha demostrado la reciente ola de movimientos de masas. Pero pocos órdenes moribundos han sido tan ágiles como este.

    Tercer círculo: crisis estructural de la reproducción social capitalista

    Si la crisis del coronavirus está vinculada a una crisis orgánica más profunda, también la crisis del neoliberalismo se articula con una crisis estructural aún más honda de la reproducción social capitalista.

    Esta crisis tiene una historia larga. A medida que el capitalismo iba arraigando, a los capitalistas les consternaba descubrir que la mayoría de la gente tenía escaso interés en trabajar a cambio de un salario. Al contrario, seguían confiando en modos de subsistencia tradicionales y a menudo combinaban múltiples formas de reproducción social: cultivaban su propia comida, reutilizaban artilugios, hacían trueques, vendían excedentes y solo participaban en el trabajo asalariado si no les quedaba otra opción.

    Sin embargo, a lo largo del siglo xix los salarios pasaron a conformar una parte mucho mayor de los ingresos en los hogares de la mayoría de la gente de clase trabajadora. Una de las razones de que esto fuera así tiene que ver con la erradicación sistemática y desigual subsunción de las formas de trabajo, subsistencia y vida social no capitalistas. En Estados Unidos, por ejemplo, esto implicó el cercamiento de tierras comunes, la prohibición de poseer ganado en las ciudades, la destrucción de las tierras comunales de los mormones, la desintegración de comunidades indígenas o que se negase a los mexicanos sus derechos sobre los terrenos comunales en el suroeste del país, recién conquistado.

    Por tanto, y esto contradice la opinión popular, la historia capitalista no es tanto la historia de una transmutación sin sobresaltos de un tipo de trabajador, el campesino, en otro, el trabajador industrial asalariado, sino de una desposesión generalizada. Según ha explicado Michael Denning: «El capitalismo no comienza con el ofrecimiento de trabajar, sino con el imperativo de ganarse la vida». El capitalismo produce una masa de personas hambrientas y desempleadas, arrancadas de sus modos tradicionales de subsistencia, a quienes luego no les queda otra más que vender su capacidad para trabajar a cambio del dinero necesario para subsistir. De este modo, afirma Denning, «el desempleo precede al empleo y la economía informal precede a la formal, tanto histórica como conceptualmente».

    Como hemos demostrado Emma Teitelman y yo mismo para el caso de Estados Unidos, a través de este proceso la mayor parte de los trabajadores se volvió profundamente dependiente del salario del capital para cubrir sus necesidades vitales, la actividad reproductiva no remunerada se convirtió en trabajo productivo monetizado, el trabajo socialmente reproductivo fue transformado en mercancías como el lavavajillas y quienes no eran capaces de encontrar el dinero necesario para vivir empezaron a depender cada vez más del estado capitalista para acceder a los servicios sociales. Tal y como han afirmados escritoras como Mariarosa Dalla Costa, los sistemas de capitalismo gestionado que surgieron de las crisis de los años treinta y cuarenta tuvieron un papel decisivo en este aspecto. Aunque los estados del bienestar salvaron a innumerables personas de la pobreza subvencionando los costes de la reproducción social, su apoyo tenía un alto precio: no solo se parcelaba la clase obrera o se apuntalaba la familia nuclear patriarcal, sino que se hacía que los hogares de clase trabajadora fueran más dependientes que nunca de las relaciones capitalistas. Se ligó la vida al capitalismo.

    Si los anteriores regímenes de acumulación aniquilaron la mayoría de las formas no capitalistas de reproducción social sostenible forzando a la mayor parte de la gente a depender, de un modo u otro, del capitalismo, la contribución que ha hecho el neoliberalismo a esta historia ha sido que, de manera unilateral, ha devuelto los costes de la reproducción social a la clase trabajadora. En los principales países del Atlántico Norte, los bloques dominantes han desmantelado los programas de ayuda pública, han limitado la financiación, han endurecido los requisitos de elegibilidad, han privatizado los servicios sociales, han recortado salarios, han destrozado sindicatos, han debilitado la sanidad y, en general, han denigrado el trabajo socialmente reproductivo. Después de haber llegado a ser tan dependientes de las relaciones capitalistas para sobrevivir, a los trabajadores se les han ido cercenando cada vez más los medios capitalistas de supervivencia.

    Mientras tanto, en la periferia y durante los años ochenta y los noventa el FMI y el Banco Mundial se aprovecharon de las crisis de la deuda para reestructurar innumerables economías de acuerdo con los principios neoliberales, obligando a los estados a reducir los servicios sociales, privatizar industrias, acabar con las ayudas y acoger compañías transnacionales. El desempleo se disparó, los precios crecieron como la espuma, se extendió la desigualdad, se entregaron multitud de hectáreas de tierras para cobrar cosechas y hubo millones de personas desposeídas y permanentemente incapacitadas para trabajar aglomerándose en enormes zonas chabolistas.

    De hecho, contrariamente a lo que dicen sus propios mitos en torno un empleo libre, justo y pleno, el capitalismo es estructuralmente incapaz de dar trabajo a todas las personas que dependen de un salario para vivir. Karl Marx afirmó que el capitalismo produce «una población obrera relativamente excedentaria, esto es, excesiva para las necesidades medias de valorización del capital y por tanto superflua». Sin recursos, desprovista de formas alternativas de reproducción social e incapaz de encontrar un trabajo estable remunerado, aquellos condenados a la existencia como parte de esta «población superflua» no tienen más remedio que recurrir al trabajo informal, ilegal y bajo mano para sobrevivir.

    Hoy en día, más de mil millones de personas viven lo que les queda de sus precarias vidas sabiendo que nunca se incorporarán a los circuitos normales de trabajo asalariado del capital. Mientras que hay quienes van deambulando por las ostentosas ciudades del Atlántico Norte, la mayoría se las apaña entre los arrabales abarrotados del sur global. Para sobrevivir, encadenan un curro con otro, recogen basura, venden bolsos falsos o bisutería casera, trapichean con drogas, piratean, actúan en la calle, venden cigarrillos sueltos, timan a los ricos, roban, envían a sus hijos trabajar de manera ilegal, alquilan sus vientres para gestaciones subrogadas o, en casos extremos, venden sus órganos.

    Este modo de vida está tan extendido que la ONU estima que estos trabajadores informales y desprotegidos representan casi dos quintas partes de la población trabajadora económicamente activa en los países en vías de desarrollo. En algunos lugares, como es el caso de Karachi, las cifras son simplemente pasmosas: más del 75% de sus habitantes trabajan en la economía informal. Tan incapaz es el capitalismo de proporcionar un trabajo estable, sostenible y legal a los seres humanos a los que ha proletarizado que en algunas regiones del mundo, como África Occidental, el sector formal está menguando a pesar de que el total de la población se está disparando.

    Como ha escrito Mike Davis en su desgarrador testimonio acerca de los poblados chabolistas del sur global, «la supervivencia derivada del sector informal» es «la primera forma de vida en la mayoría de las ciudades del tercer mundo». La lucha por la vida de estas personas tan vulnerables es heroica y su capacidad para improvisar y organizar por sí mismas nuevas formas de vida en condiciones tan deplorables es extraordinaria. No obstante, sin servicios básicos, protección legal, ni ningún medio de conseguir ingresos que sea fiable, lo que están haciendo es vivir en la cuerda floja. Cada acontecimiento nuevo amenaza con echarlos por tierra: una sequía, el monzón, una guerra o un virus como el COVID-19. De hecho, el director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos ya ha anticipado que 2020 será el «peor año desde la segunda guerra mundial» y ha hecho la predicción de que el número de personas que va a enfrentarse a una hambruna inminente alcanzará la abrumadora cifra de 135 millones, además de los 821 millones que ya pasan hambre de manera crónica. Esto vendría a ser el equivalente de que el año que viene desapareciese toda la población de Rusia debido al hambre. Y todo esto antes del coronavirus.

    Esta es la crisis estructural de la reproducción social capitalista: después de un proceso secular que ha pulverizado otras alternativas con la intención de obligar a la gente trabajadora de todo el mundo a depender por completo del capitalismo para sobrevivir, ahora las clases dominantes están retirando los propios medios capitalistas de los que tanta gente depende para vivir: salarios, servicios sociales, empleo estable e incluso mercancías. El capitalismo exige la fuerza de trabajo de los seres humanos para sobrevivir, pero el capitalismo, particularmente en su forma neoliberal, ha hecho que para decenas de millones de esas trabajadoras y trabajadores sea prácticamente imposible seguir viviendo, al tiempo que condena a otros muchísimos más a una vida de eterno desempleo. Un sector inéditamente masivo de la humanidad, que vive en unas condiciones precarias inéditas y con una inédita escasez de recursos, ahora mismo a duras penas se gana la vida y lo está haciendo al borde del desastre.

    Cuarto círculo: crisis epocal de la vida en el planeta

    La última crisis que estamos sufriendo hoy en día es la inminente catástrofe climática. También esta tiene orígenes lejanos que se remontan cientos de años.

    Muchos académicos sitúan el origen del cambio climático en los primeros momentos del capitalismo y afirman que el ansia por aumentar los beneficios llevó a los capitalistas a explotar los recursos naturales a unos niveles insostenibles, que la necesidad de controlar la fuerza de trabajo trajo consigo innovaciones tecnológicas peligrosas como la quema de carbón, o que la exigencia de crear flujos de mercancías dinámicos condujo a la alteración de biomas. Aunque no cabe duda de que esto es cierto, igualmente merece la pena señalar que entre los principales colaboradores a la actual crisis climática se encuentran también las sociedades no capitalistas, como la de la Unión Soviética, que aseguraban hallarse en transición al comunismo.

    Cualesquiera que sean sus orígenes, es innegable que en este caso el neoliberalismo también ha agudizado la crisis epocal que lo precedía. Como explica Naomi Klein, desde los años ochenta hay nuevas compañías no reguladas campando a sus anchas, empresas privadas que compiten por extraer minerales de tierras raras, compañías que están quemando combustibles fósiles a toda máquina, el afán por transportar mercancías por todo el mundo tan rápido como se pueda está contaminando el aire, la industria de los combustibles fósiles está derrochando dinero para negar el cambio climático y el deterioro de la democracia está paralizando cualquier esfuerzo por combatirlo. No es casualidad que el cénit de la era neoliberal coincida con la degradación más vertiginosa del medioambiente.

    La imagen de hoy en día es desalentadora. El nivel del mar está creciendo al ritmo más elevado en más de tres milenios; hay más dióxido de carbono en el aire que en cualquier momento de la historia humano; en las últimas cuatro décadas la población media de los animales vertebrados se ha contraído un 60%; las selvas tropicales de todo el mundo están menguando a un ritmo de treinta campos de fútbol por minuto; en el Pacífico hay una isla de basura que ya supera el tamaño de Texas; cada año hace más calor que el anterior; puede que en solo dos décadas el Ártico tenga su primer verano sin nada de hielo; es posible que para mediados de siglo haya desaparecido la mitad del conjunto de especies del planeta; puede que dentro de sesenta años el suelo de la Tierra ya no pueda sostener la vida; quizá dentro de ochenta años haya grandes ciudades como Londres, Miami o Shanghái que estén bajo el agua.

    De estas cuatro crisis, la climática es, desde luego, la más difícil de afrontar. No tiene una única causa y sus efectos son asombrosamente multiformes, pues se manifiesta en forma de inundaciones, sequías, huracanes monstruosos o incendios forestales. Para muchas personas su temporalidad es especialmente difícil de comprender: sabemos que la crisis ya está sucediendo, pero como aún no ha afectado directamente a la gente que vive en los países acomodados del norte global, a menudo no se la toma en serio. Y es que incluso quienes saben que hay que actuar ya caen en la desesperación debido a la escala descomunal, a lo que lamentablemente está en juego y a las medidas extraordinarias que hacen falta para poner freno a su avance.

    Probablemente la crisis climática no se manifieste en un suceso único y repentino, como en una explosión de una bomba nuclear, sino como un colapso desigual del ecosistema. Incluso si cabe pensar que ya hemos superado el punto de no retorno, desde luego sigue siendo posible mitigar el desastre. Aunque no podamos «resolver» el cambio climático del mismo modo en que podemos «resolver» las otras crisis, no debemos tirar la toalla y resignarnos. Si bien la crisis epocal de la vida en el planeta opera sin duda en un orden de magnitud diferente, es igualmente posible —y, dada su articulación con el resto de crisis, necesario— encararla.

    La crisis articulada

    Aunque cada una de estas crisis tiene relativa autonomía, todas están profundamente imbricadas y cada una intensifica a las demás, desde el primer círculo hasta el último.

    La crisis de la vida en el planeta, por ejemplo, ha permitido que este virus diminuto se convierta en una pandemia. Como ha señalado Rob Wallace, es difícil imaginar que el coronavirus hubiese tenido un impacto tan extendido si no hubiera hábitats naturales desestabilizados, una agricultura capitalista intensiva, comunidades locale que han sido desposeídas y desplazadas hacia el interior de sus países, una urbanización descontrolada o redes logísticas globalizadas.

    Al mismo tiempo, la crisis coyuntural del coronavirus ha agudizado la crisis de la reproducción social capitalista. Va a suponer un vuelco drástico y catastrófico en las vidas de cientos de millones de personas que viven en arrabales de todo el mundo. ¿Cómo van a lavarse las manos si no tienen un acceso regular al agua? ¿Cómo van a mantener la distancia física si hay familias que viven abarrotadas en chabolas? ¿Cómo van a quedarse en casa si los ingresos de su hogar dependen del mercadeo? Si Ecuador —donde la pandemia ha sido tan devastadora que las aceras, las calles y los portales están infestadas de cadáveres— sirve de indicador, el coronavirus amenaza con sembrar el caos en estas regiones del mundo.

    Mientras, del mismo modo en que el neoliberalismo aceleró la crisis epocal de la vida en el planeta, también la crisis climática está exacerbando la crisis orgánica del neoliberalismo. Está haciendo que regiones enteras del mundo sean inhabitables, lo que da pie a migraciones que la derecha xenófoba intentará capitalizar para su beneficio político; está creando unas condiciones climáticas extremas que conducen a sequías, hambrunas y escasez de alimentos, lo cual a su vez eleva la tensión entre los estados; está infectando a millones de personas, lo que añade presión a un sistema global de salud ya deteriorado; está arrasando con muchas economías nacionales y agudizando la crisis económica global. El cambio climático es un trasfondo omnipresente que aviva cualquier otra fractura.

    Al no financiar de manera suficiente los hospitales y al debilitar los sistemas de salud y sacralizar un entorno laboral precario, el neoliberalismo ha creado las condiciones idóneas  para que el virus cause estragos. Al mismo tiempo, el coronavirus ha catalizado la crisis del neoliberalismo que se estaba cocinando. Y no solo eso: le ha dado a esta crisis orgánica una forma específica. La pandemia encarna el modo en que ahora mismo es vivida la crisis del neoliberalismo. Incluso si las fuerzas del orden logran contener la pandemia al tiempo que previenen un cambio social drástico, aun así el coronavirus habrá influido de manera irreversible en el resto de crisis, las cuales son más profundas y están destinadas a durar más.

    Nuestra respuesta

    Aunque nos hallamos frente a una crisis descomunal llena de posibilidades, no existen garantías de que algo vaya a cambiar.

    Sin una intervención subjetiva coherente que ofrezca una alternativa viable, lo más probable es que el orden imperante se modernice, preservando, e incluso agudizando, las desigualdades globales actuales, dejándonos con algo peor de lo que teníamos.

    Tampoco podemos esperar que la crisis objetiva genere de manera automática esta fuerza subjetiva emancipadora. El empeoramiento de las condiciones no transforma de manera espontánea a los individuos disgregados en sujetos. El elemento subjetivo debe ser producido por voluntad propia.

    La gran pregunta de nuestro tiempo es cómo inventamos esta segunda variable, tan necesaria para un cambio social real, y aquí no espero ofrecer solución alguna. La organización de una respuesta a la crisis solo puede ser una tarea colectiva que parte de los múltiples movimientos que ya se han conformado, de las nuevas y abundantes formas de lucha que están proliferando actualmente a nuestro alrededor y del vibrante ecosistema de autoorganización que desde luego va a emerger en el futuro próximo.

    Hay muchas cosas que no conocemos, pero tras haber hecho un mapa de nuestra crisis tenemos una cosa clara: la complejidad del trance que estamos atravesando actualmente nos obliga a considerar los tipos de estrategias políticas que debemos desarrollar.

    Lo que esto implica de manera más inmediata es que debemos evitar caer en la tentación de colocar todos nuestros esfuerzos solo en el coronavirus. Después de todo, si la pandemia ha sido tan destructiva es porque ha catalizado crisis mucho más profundas que seguirán vivas cuando ella pase. Incluso cuando termine la pandemia, las crisis estructurales que el coronavirus ha exacerbado continuarán propagándose y estarán listas para estallar de nuevo en el futuro.

    Al mismo tiempo, debemos evitar caer en lo contrario: tratar el coronavirus como si solo fuera un epifenómeno y movilizarnos solo por lo que percibimos que son crisis más relevantes. Con todo lo serias que puedan parecer, estas otras crisis se están viviendo a través de esta crisis coyuntural, la cual les están dando forma a aquellas de manera irreversible y, por lo tanto, no puede ser ignorada.

    Igualmente, no podemos aislar la crisis orgánica del resto. Si bien puede que haya gente tentada de priorizar la crisis del neoliberalismo y que para ello afirme que la construcción de un nuevo bloque político capaz de hacerse con el poder es la precondición para enfrentarse a las otras crisis, tenemos que recordar que la actual crisis orgánica no está, en cierto modo, separada de las demás. Dado que la crisis del neoliberalismo se halla tan profundamente imbricada en la crisis coyuntural del coronavirus, en la crisis estructural de la reproducción social y en la crisis epocal climática, la construcción de un nuevo bloque como respuesta a la crisis orgánica implica necesariamente que estas otras crisis sean abordadas desde el principio.

    Por tanto, la única manera de avanzar es mediante la elaboración colectiva de una respuesta que haga frente a todos los aspectos de la crisis articulada actual. A través de esta lucha, que se dará en toda una variedad de frentes distintos, es como podemos constituirnos en tanto que fuerza colectiva subjetiva, unificada y sin embargo diversa, capaz de gobernar esta crisis para cambiar el mundo.

    La ilustración de cabecera es «Die Farbenkugel» (1810), de Philipp Otto Runge.

    
    

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  • Nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto. Turismo y crisis climática

    Nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto. Turismo y crisis climática

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    Por Layla Martínez.

    Hace unos días, las redes sociales se llenaban de la imagen de un niño jugando en la playa bajo unas letras enormes en las que se leía «Spain’s open», España está abierta. La imagen formaba parte de una campaña publicitaria de Ryanair en Gran Bretaña que anunciaba el fin de las restricciones para volar a España. A partir del 1 de julio, los británicos podían meter sus chanclas en la maleta, encajarse en un asiento de cuarenta centímetros, aguantar que las azafatas intentasen venderles de todo durante un par de horas y llegar a una ciudad de la costa española. Todo por menos de cuarenta libras.

    Cualquier otro año, el anuncio habría pasado desapercibido. Ni siquiera es de los más llamativos de la compañía, que ha utilizado todo tipo de reclamos machistas y que actualmente está siendo investigada por el Ministerio de Consumo por publicidad engañosa. Sin embargo, la imagen generó bastantes comentarios negativos en las redes sociales. Miles de muertos, cientos de miles de despidos y tres meses de confinamiento ponían aquel cartel en un contexto muy diferente al de otros años. Con más sensación de colonia que nunca, los habitantes de las zonas costeras veíamos en aquel cartel una prueba de que los intereses de la industria turística estaban por encima de los riesgos para la salud de quienes íbamos a limpiar las habitaciones de hotel y servir las mesas.

    Esto sin duda era cierto, el capitalismo sacrifica todos los días miles de vidas para que unos pocos puedan servirse champán en el jacuzzi. Pero también es cierto que, en este sistema y con regiones enteras dedicadas al monocultivo del turismo y millones de empleos en la cuerda floja, el cierre completo también resulta un riesgo enorme para una buena parte de la clase trabajadora. Las cosas se han hecho demasiado mal durante demasiado tiempo para que una paralización completa e inmediata del turismo no suponga una crisis profunda. No obstante, esto no quiere decir que no debamos poner todos nuestros esfuerzos en cambiar las cosas. No hacerlo también es un riesgo inasumible.

     

    La fantasía del turismo: llena el plato en el bufé y olvídate de todo

    El dilema al que nos somete el turismo en un ejemplo claro del funcionamiento del mercado laboral en su conjunto. El trabajo asalariado acaba con nuestra salud y a veces incluso con nuestra vida, pero no trabajar también. Para los que no disponen de rentas derivadas de la especulación o de la explotación de otros, el mercado laboral funciona como un cepo: tanto salir como quedarse supone sufrimiento y riesgo de acabar muriendo desangrado.

    En un sentido más amplio, el turismo también ejemplifica muy bien las dinámicas del capitalismo en su conjunto. Los destinos turísticos son objeto de una explotación intensiva que destruye las razones que había para visitarlos. Las ciudades se convierten en decorados donde, con suerte, podemos vislumbrar alguna piedra antigua en medio de una jungla de cadenas de hostelería y tiendas de souvenirs. Los espacios naturales no tienen mejor suerte, lo saben bien los que han escalado el Everest en medio de once toneladas de basura y unos cuantos cadáveres. Por otro lado, el turismo también agudiza las diferencias de clase: en España, el 20% de la población realiza el 70% de los viajes, mientras que casi la mitad de la población no viaja nunca. Además, la mayor parte del trabajo en el sector turístico es empleo estacional, precario, incumple con frecuencia la legislación laboral y tiene unos salarios un 17,4% por debajo de la media. Pero es que, aunque hasta ahora se han ido batiendo récords de turistas internacionales cada año y hayamos pasado de cincuenta y dos a ochenta y tres millones en la última década, esto no se ha compensado con un incremento similar en el número de trabajadores del sector, que solo ha aumentado un 3,5% desde 2014. De hecho, según los datos del Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, entre 2008 y 2014 había incluso perdido empleo. Es decir, los trabajadores del sector turístico soportan una carga de trabajo mayor que hace una década y siguen cobrando por debajo de la media. No es casualidad que los destinos turísticos que más visitantes reciben sean los lugares más pobres. En el País Valencià y Catalunya, las ciudades con una mayor carga turísticas son las que tienen rentas más bajas: Benidorm y Torrevieja en el caso del primero y Lloret de Mar en el segundo. A nivel estatal el mejor ejemplo es Canarias, la segunda comunidad con mayor índice de pobreza a pesar de recibir una enorme cantidad de turistas durante todo el año.

    Además, el turismo también refuerza las dinámicas extractivas y neocoloniales: los principales emisores de turismo son las primeras potencias mundiales y el turismo ha sido uno de los principales vectores de expansión del imperialismo cultural occidental.

    En lo que respecta al medioambiente, la cosa tampoco está mucho mejor: según un estudio que calculó por primera vez el conjunto de emisiones del sector (sumando vuelos, gasto energético de los turistas en el lugar de destino y gasto energético de los productos que cubren sus necesidades durante la estancia), aquellas suman el 8% del total de las emisiones, cuatro puntos por encima de lo que se creía hasta entonces. Además, los turistas que visitan España consumen cuatro veces más agua que los locales, lo que se agrava por el hecho de que los principales destinos turísticos del país son lugares con problemas de sequía. Por otro lado, el turismo ha supuesto la alteración y la urbanización masiva de enormes extensiones de terreno agrícola y costero: el ejemplo más significativo es el de las Illes Balears, que ha transformado el 63% de su territorio.

    El turismo es así un ejemplo paradigmático de las dinámicas propias del capitalismo. Es depredador y contaminante, agudiza las diferencias de clase, fomenta el neocolonialismo, produce explotación laboral y pobreza en los destinos turísticos, consume enormes cantidades de agua y contribuye a la destrucción del paisaje y a la urbanización masiva. Sin embargo, si es un ejemplo clave para entender el capitalismo no es solo por las cuestiones materiales, sino también por las ideológicas. El turismo encarna el deseo aspiracional por excelencia y el complemento perfecto a la rutina de explotación marcada por el trabajo asalariado. Durante unos días al año, se nos proporciona la fantasía de escapar de la rutina y vivir la vida de las clases altas: no tenemos que trabajar, dedicamos el día al ocio, nos hacen la cama y nos sirven la comida y gastamos dinero en cosas que no nos podemos permitir en nuestro día a día, como masajes o viajes en barco .Hay un poso de esa fantasía incluso cuando la realidad material del viaje la niega, por ejemplo en el caso de las mujeres que tienen limpiar, cuidar y cocinar en un apartamento alquilado. La carga de trabajo puede ser tan extenuante como en el lugar de origen, pero la playa y los paseos por el paseo marítimo parecen restarle gravedad y mostrarnos una vida mejor. El turismo actúa como compensación a la explotación diaria, como válvula de escape a la presión, como espejismo de un poder adquisitivo y una calidad de vida que en realidad no nos podemos permitir. Nos saca momentáneamente de la rueda de la producción, aunque solo sea para meternos hasta el fondo en la del consumo. Mientras llenamos hasta arriba el plato en el bufé no tenemos que acordarnos del jefe que no nos paga las horas o del cliente que nos insultó a gritos.

    Cuando viajamos a países más pobres, el turismo actúa en buena medida como una fantasía colonial: nos permite ser por unos días el colono al que sirven con sonrisas amables los solícitos y serviciales indígenas. De hecho, si los indígenas no responden a nuestras expectativas, nos molesta bastante. Un amigo marroquí me contó que en su pueblo, en la costa nororiental del país, parte de la población local se saca unas perras en verano sirviendo el té a los turistas en sus propias casas. Los que más turistas atraen son los que tienen una casa y sirven un té que se adapta mejor a la fantasía previa sobre el mundo árabe que tienen los turistas en la cabeza, así que los lugareños hacen cosas como esconder el microondas detrás de una cortina o colgar manos de Fátima por toda la casa. Podríamos poner cientos de ejemplos, desde los lamentables espectáculos en las pirámides mayas en México, a los supuestos poblados masáis tradicionales o los bailes de sevillanas en Peñíscola que se anuncian como flamenco. En realidad da igual que los turistas intuyan que todo está hecho de cartón piedra: basta con que les hagan vivir la fantasía del colono que participa por un día en las pintorescas costumbres de los indígenas.

    Viajar cuando la casa está en llamas

    En el contexto del desastre ecológico en que estamos inmersos y teniendo en cuenta las dinámicas perjudiciales que genera y el riesgo de extensión de la pandemia, parece evidente que dejar de hacer turismo es la opción inmediata más responsable. Al fin y al cabo, no podemos dejar de trabajar o dejar de consumir ciertas cosas, pero sí podemos evitar ir a hacer el capullo a Tailandia.

    Sin embargo, los llamamientos a dejar de hacer turismo siempre me dejan una sensación extraña. Llevo dándole vueltas a esta sensación desde que empecé a participar en acciones contra el turismo hace tres años y no he conseguido quitármela de encima. Los turnos de preguntas en las mesas redondas y las interacciones en redes sociales me hacen pensar que esta sensación es compartida, así que voy a intentar desenredar los diferentes hilos que la componen para intentar aportar algo más que eslóganes vacíos a este cepo en el que estamos metidos.

    Una buena parte de la sensación extraña que me dejan estos llamamientos se debe a la preocupación por la gente de clase trabajadora que curra en el sector. Como decía más arriba, la crisis del coronavirus lo ha hecho dolorosamente evidente: un cierre total e inmediato del turismo supondría unos niveles de paro y de crisis económica inasumibles. No obstante, la pandemia también ha hecho evidente que seguir dependiendo del turismo es demasiado arriesgado y demasiado injusto para esa misma clase trabajadora. No podemos permitir que tener una casa o poder comer dependa de factores incontrolables como la bonanza económica en los países emisores de turistas, una pandemia o unas condiciones climáticas cada vez más deterioradas. Debemos encontrar alternativas de trabajo para los trabajadores del sector turístico, y tiene que ser un trabajo mucho mejor pagado, seguro y estable tanto a largo como corto plazo del que tienen ahora, que contribuya a generar unas condiciones de vida buenas para todos y no a asegurar unas pocas semanas de ocio al precio que sea.

    Necesitamos combinar el corto y el largo plazo, medidas inmediatas que aseguren desde ahora mismo el cambio de modelo pero también ser capaces de imaginar otro escenario.

    Necesitamos abandonar el modelo turístico y necesitamos hacerlo de forma que no suponga un desastre económico, pero también hace falta construir un horizonte en el que no haya que salir como sea durante unos días de la rueda de la explotación capitalista, porque esta rueda simplemente no exista. No podemos permitirnos pensar solo en el corto plazo, en tapar la próxima grieta de un sistema que ha demostrado su fracaso histórico, pero tampoco podemos permitirnos pensar solo en un horizonte poscapitalista donde todos los problemas se hayan resuelto como por arte de magia. Necesitamos acabar con el turismo y con la sociedad que lo hace necesario, pero los llamamientos a acabar con él deben ir acompañados de las medidas que hagan posible un cambio de modelo desde ahora mismo.

    La discusión sobre estas medidas a corto plazo es otro de los hilos que he intentado desenredar en estos tres años. La mayoría de las que se proponen no me parecen útiles y creo que muchas de ellas son directamente nocivas. Voy a intentar ir poco a poco. Por un lado, tendríamos las medidas propuestas por la propia industria turística. La industria es muy consciente de que el cambio climático supone un riesgo para el negocio, basta darse una vuelta por las publicaciones, congresos e investigaciones que financian para darse cuenta de que es un tema que les preocupa mucho.

    Las medidas que sugieren responden a la misma estrategia que la del resto de sectores. Un primer grupo serían las basadas en aparentar que se hacen esfuerzos por controlar el gasto energético y el consumo de agua. Estos esfuerzos tratan de repercutírselos fundamentalmente al cliente: carteles con indicaciones de que solo se van a lavar las toallas que se usen, explicaciones sobre el reciclaje de residuos y anuncios de que han sustituido las bombillas normales por led de bajo consumo. Creo que su inutilidad y su intención meramente cosmética es evidente. En un segundo grupo tenemos las apuestas por el turismo sostenible. Aquí encontramos un montón de artículos en prensa llenos de recomendaciones como comer en restaurantes que utilicen comida local o llevar los billetes de avión en el móvil en lugar de imprimirlos. Algunas de estas recomendaciones rozan el ridículo, pero los llamamientos al turismo alternativo han tenido también eco entre la izquierda. El turismo como mochilero, con una ONG o en alojamientos alternativos a los hoteles tradicionales son practicados habitualmente por gente con conciencia crítica y medioambiental. Lo cierto, no obstante, es que no suponen ninguna mejora respecto al turismo tradicional, e incluso en ciertos aspectos es peor. Ser mochilero y alojarte en un albergue no tiene menos impacto medioambiental o social que estar en un hotel, en la mayor parte de los casos agudiza incluso la explotación, la devastación y las relaciones neocoloniales. Seguramente en un hotel de una ciudad grande tu presencia tenga un impacto menor y haya un mayor control de las condiciones de trabajo que en una casa privada de una pequeña aldea. Quiero aclarar que aquí no incluyo a los activistas que realizan tareas como observadores internacionales en conflictos o como apoyo en situaciones críticas, sino a la gente que utiliza las ONGs como una forma alternativa de viajar; creo que es fácil establecer la diferencia.

    Desde fuera de la industria turística también se han propuesto medidas a corto plazo para frenar el impacto medioambiental y social del turismo. Una de las más aplicadas es la ecotasa, que grava a los turistas que visitan una determinada zona. En el caso de Illes Balears, donde el impuesto se implantó en 2016, el presupuesto se utiliza fundamentalmente para la rehabilitación de lugares de interés ambiental o cultural, aunque también para la protección del medio rural, la mejora de las infraestructuras hidráulicas y la diversificación del modelo económico. Su implantación y sobre todo su subida en el verano de 2018 sufrieron una campaña de ataques por parte de la patronal hotelera, que la presentó como un riesgo de perder turismo. Los datos demostraron que no era cierto, pero en cualquier caso el impuesto apenas devolvía a la ciudadanía de las islas una parte muy pequeña de lo que consumía el turismo, que en el caso del agua, como hemos visto, es cuatro veces más que el consumo local.

    Otras medidas que se han propuesto tienen que ver con la limitación del turismo, lo que incluye medidas como el establecimiento de un máximo de plazas hoteleras en una determinada zona o la prohibición de los alojamientos turísticos de plataformas como AirBnB. La principal ventaja de estas medidas es que mejoran la calidad de vida de los habitantes y contienen el nivel de depredación del turismo. Sin embargo, no puedo evitar que me dejen cierto regusto amargo. La limitación de plazas supone una subida del precio, lo que tiene como efecto que el turismo se convierta, todavía más, en una actividad de las élites. Es cierto que viajar no es un derecho —el derecho es disfrutar de días de vacaciones en el ámbito laboral— y que es más importante garantizar que los habitantes puedan tener una buena calidad de vida en sus ciudades a que puedan viajar. Pero, con todo, me produce bastante rencor de clase pensar en un escenario de ciudades con poco turismo pero solo para las élites, en las que estas además disfruten mucho más de él porque no tienen que compartir espacio con los chavales británicos que vienen de fiesta unos días después de currar en un Tesco un año entero. Me fastidia además porque la responsabilidad está repartida de forma muy desigual: hacer un viaje en avión una vez cada dos o tres años y cuando las ofertas te lo permiten es muy diferente a viajar varias veces al año a cualquier lugar del mundo que desees, como hacen las élites. Quizá la solución sería encontrar formas de limitar el turismo que no generen un aumento de los precios, pero en una sociedad capitalista eso parece complicado. A mí de momento no se me han ocurrido, pero quizá entre todos podamos dar con alguna.

    Otra de las medidas inmediatas que se proponen con frecuencia desde el activismo ecologista es dejar de utilizar el avión en nuestros viajes. El avión es el medio de transporte más contaminante y tiene un impacto enorme en el cambio climático. La propuesta consistiría en sustituir los vuelos por viajes en tren y pensar en destinos más cercanos. Esta propuesta tiene muchas ventajas. No solo reduce en gran medida la contaminación, sino también el impacto social del turismo y las relaciones de dependencia neocolonial. Que yo pase unos días en Granada es bastante menos problemático en muchos sentidos que coger dos aviones para ir una semana a una playa de Malasia. Por supuesto, no elimina todos los problemas, mi visita y la de cientos de miles de personas más seguiría teniendo impacto sobre la calidad de vida de los habitantes de Granada, pero quizá sea un paso en la dirección correcta.

    Otra ventaja de esta medida es que ofrece una alternativa viable de forma inmediata. No creo en los enfoques políticos o activistas basados en la contención y el sacrificio. Me parece que es mucho más eficaz proponer alternativas que decirle a la gente que no haga algo, sobre todo cuando no han cambiado las condiciones materiales. Es decir, creo que funciona mucho mejor proponer la sustitución del avión por el tren que exigirle a la gente simplemente que no viaje, sobre todo cuando seguimos viviendo una explotación tan brutal que la única posibilidad de soportarla es escapar de ella todo lo que podamos. La propuesta de alternativas realizables de forma inmediata —que no son perfectas, pero son mejores que lo que había— permite además involucrar a la gente en la toma de conciencia y quizá en la lucha. Es cierto que la acción individual no va a derribar el capitalismo, que es lo que necesitamos si queremos evitar la aceleración del desastre ecológico, pero también es cierto que permite a la gente ir involucrándose de forma positiva, sin caer en la parálisis, la impotencia y la frustración que muchas veces generan las luchas tan grandes como la que tenemos delante. Además, en los momentos de transformación social, los cambios individuales y los sociales van unidos y se alimentan mutuamente: los cambios individuales cambian la sociedad cuando se encuentran con los demás y, a su vez, los cambios en la sociedad nos cambian a nosotros como individuos. De alguna manera, sería similar a hacerse vegano: que alguien deje de comer productos de origen animal no va a acabar con el especismo, pero supone una toma de conciencia que, en el encuentro con los demás, convierte esa decisión individual en una cuestión política y posibilita el cambio colectivo. Además, por el camino hemos salvado vidas y, como dice un lema antiespecista, una vida salvada ya es en sí mismo una victoria.

    La sensación extraña de este tipo de medidas viene de la certeza de que no son suficientes y de que no tenemos mucho tiempo. El desastre ecológico nos tiene inmersos en una cuenta atrás en la que cada día importa y no parece muy buena idea discutir sobre dónde vas a ir de vacaciones cuando tu casa está en llamas.

    Salir del cepo

    Este artículo también me está dejando un regusto amargo. Me gustaría tener un montón de soluciones que pudiesen aplicarse de forma inmediata y que sirviesen para acabar con una industria depredadora y con el sistema que la hace posible. En cambio, lo que me han dejado estos tres años de activismo y reflexión contra el turismo es solo una intuición de cuál es la dirección acertada y unas cuantas certezas sobre cuáles son las equivocadas. Creo que lo peor del turismo es la sociedad que lo hace necesario. Sin el régimen de explotación intensiva al que estamos sometidos seguramente tendríamos vidas más significativas y plenas de las que no necesitaríamos huir. Esto no significa que no quisiéramos viajar, pero el acto de consumo compulsivo de lugares que implica el turismo no existiría. Seguramente viajaríamos mucho menos, pero nuestros viajes serían más valiosos. Quizá podríamos aprovechar el año sabático pagado que tendríamos cada cinco o seis de trabajo —no me miréis así, esto del año sabático pagado me parece irrenunciable— para aprender a hacer surf, para hacer un viaje en bici o para vivir un tiempo en una ciudad concreta. Lo más probable es que meternos en un avión para volar a miles de kilómetros, tumbarnos en una playa atestada de un país que ni siquiera vamos a conocer e hincharnos a comer en el bufé nos pareciese algo bastante idiota.

    Mientras empujamos para que esa sociedad sea posible, podemos ir aplicando otras medidas que vayan en esa misma dirección —o que al menos no la impidan—, pero que se puedan poner en marcha de forma inmediata. Las ecotasas, las medidas de limitación del turismo —preferiblemente las que no produzcan injusticias de clase— y los cambios de los lugares de destino evitando viajar en avión parecen al menos un paso. También parece una buena idea abordar un cambio en el modelo productivo que saque a trabajadores del turismo y de las industrias más contaminantes y los destine a la producción de lo necesario para la transición ecológica.

    El cepo en que nos coloca el turismo, y el capitalismo en general, y el contexto de crisis climática nos obliga a actuar en dos tiempos a la vez: por un lado, imaginando y poniendo los cimientos para otra sociedad, y por otro implementando medidas inmediatas que frenen todo lo posible los efectos negativos. Debemos actuar en el presente y construir para el futuro, hacerlo tanto individual como colectivamente y ser a la vez eficaces, rápidos y ambiciosos. Sé que es mucho, pero los riesgos son demasiado grandes para no intentarlo con todas nuestras fuerzas. También las posibilidades son demasiado hermosas para no luchar por ellas —espero haberos convencido con lo del año sabático pagado cada cinco—. Al fin y al cabo, si no hacemos algo, el problema del turismo se resolverá por sí solo: nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto.

    Layla Martínez es licenciada en ciencias políticas, editora de Antipersona y articulista en El Salto y otros medios.

    La ilustración es un detalle de un póster soviético (c. 1937), autoría desconocida.

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