Por Mary Annaïse Heglar.

Este texto fue publicado originalmente en la revista Medium con el título «Home is Always Worth It». [El artículo original en inglés ha ido teniendo mínimas modificaciones puntuales desde su publicación original.]

La primera vez que me encontré con lo que ahora llamo, sin demasiado cariño, «machote catastrofista», fue en 2007. Trabajaba como voluntaria en un periódico de izquierdas de Nueva York y seguía intentando que me viesen como una «periodista de verdad» (si miro hacia atrás, me alegro de no haberlo conseguido). Las principales agencias de noticias seguían haciendo oídos sordos y sin decir palabra acerca del «calentamiento global», que es como se lo conocía entonces de forma despectiva, controvertida, dudosa. Pero el pequeño periódico en el que estaba, The Indypendent, decidió romper el silencio de manera valiente y dedicar el número de abril entero a la crisis que se avecinaba.

Teníamos reuniones editoriales abiertas todos los meses y eso atrajo a un tipo de voluntario muy concreto y ciertamente peculiar. Me vi rodeada de hombres altos, blancos, con quemaduras de sol bastante evidentes, con el pelo revuelto y pantalones cortos, que se erigían sobre mí con historias desesperanzadas. «Ya nada tiene sentido. ¡Los seres humanos estamos condenados! ―decían con regocijo. Y añadían, quizás a modo de consuelo―: ¡Pero no os preocupéis! ¡Al planeta no le va a pasar nada! Lo único que necesita es deshacerse de nosotros».

Sus anhelos me desconcertaban y me intimidaban a partes iguales.

Yo tenía veintitrés años y acababa de llegar a Nueva York, era demasiado joven y demasiado del sur como para saber cómo salir de ese torbellino de mansplaining. No sabía cómo decirles que yo no era capaz de ilusionarme si en lo que pensaba era en mi propia destrucción. Asentí, sonreí y lloré durante todo el camino de vuelta a casa.

Eran bastante mayores que yo y no parecían darse cuenta de cuántos de mis sueños estaban aplastando. O ser capaces de pensar en ello. Según ellos, yo no estaba entrando en la edad adulta, estaba entrando en un achicharradero. Casi por accidente, su alegre nihilismo se encargó de colocar el ecologismo en un estante tan alto que yo no podía llegar a él. Yo, por mi parte, me limité a tocar temas de las baldas que sí estaban a mi alcance: la violencia policial, la desigualdad de ingresos y educativa, la falta de vivienda, etcétera. Tenía que arreglar lo que pudiese mientras el mundo ardía.

Por entonces yo no sabía cómo decir lo que pensaba. No sabía cómo hacer valer mi determinación a tener un futuro. Pero he crecido.

 

Estamos recogiendo tempestades

Desde que entré a formar parte en serio del movimiento por la justicia climática, me he encontrado con no pocos de estos nihilistas del clima: escriben libros, presentan charlas, tuitean con asiduidad. Son legión; en mi opinión, son un problema.

Y casi siempre son hombres blancos, porque solo los hombres blancos pueden permitirse el lujo de ser lo suficientemente perezosos como para renunciar… a sí mismos.

Hasta cierto punto lo entiendo. No se puede negar la gravedad de nuestra crisis, al menos ya no se puede. Ya no podemos posponerlo para las «generaciones futuras». Ya no podemos «detener» el calentamiento global. Ha llegado. Estamos recogiendo tempestades.

Pero un aspecto particular del calentamiento, ya sea el del planeta o el de un horno, es que avanza gradualmente. Esto quiere decir que cada décima de grado importa. Y ahora mismo eso significa que todo lo que hacemos importa. Literalmente, no tenemos tiempo para el nihilismo.

 

La esperanza no es eterna

Por otro lado, y para ser justa, la comunidad climática tiene una tendencia desquiciante a la agresividad en su narrativa y en sus mensajes. ¡Debemos albergar esperanza! ¡No podemos ser tan alarmistas! ¡Debemos ser fieles a los pequeños matices científicos, incluso a expensas de la claridad y de la urgencia y de la belleza! ¡No debemos dejar ningún sendero por explorar! Matices, matices, matices.

Este deseo por controlar el tono de la conversación acerca del clima hace que sea imposible que esta se dé con honestidad, al menos en un mundo en el que lo que antes conocíamos como «impactos potenciales del calentamiento global» ahora tiene nombres propios: Dorian, Yutu, Idai, Camp Fire, María. En el contexto actual, tener esperanza y verlo todo de color de rosa simplemente parece una sociopatía.

A medida que estas tragedias se van desvaneciendo y se mezclan en un continuo, la insistencia de la comunidad climática en una esperanza eterna comienza a parecer de todo menos realista. Se convierte en inmadurez emocional, es en sí misma un obstáculo.

Por no señalar que para tener una esperanza así hay que ser capaz de explicar las soluciones que la justifiquen. Y eso favorece cierto tipo de conocimientos avanzados y que sea muchísimo más difícil poder participar de la conversación sobre el clima. No nos podemos permitir poner más cercos ni tener porteros en la entrada. Repito: no tenemos tiempo.

Es cierto que esta reflexividad es el producto de décadas de ataques implacables y a mala fe, tanto por parte de la industria como del gobierno, pero el resultado es el que es. Es agotador, es ineficaz y es alienante. Honestamente, no es muy diferente de la narrativa de los catastrofistas. Ambos son paraísos del mansplaining. Ambos apestan al tipo de privilegio surgido de la falsa creencia de que hasta ahora este mundo ha sido perfecto y que, por lo tanto, no merece la pena ni conservar una versión que sea imperfecta ni tampoco luchar por ella. Representan los extremos de un péndulo hasta arriba de privilegios y que ha oscilado demasiado.

 

Hay espacio en el medio

Toda esta oscilación es innecesaria dado el abundante espacio que hay en el medio; de hecho, hay espacio para todos y todas nosotras. Una comunidad que se enorgullece de sus matices científicos puede aprender a aceptar los matices emocionales.

Es perfectamente posible prepararse para los desastres que se ciernen aterradoramente sobre nosotras al tiempo que hacemos todo lo posible por dejar de calentar más el horno. Podemos reconocer la tormenta de emociones que nos abruma al ver cómo se deshace nuestro mundo, podemos procesar esas emociones y podemos volver a levantarnos para proteger lo que seamos capaces.

Porque vale la pena. Porque valemos la pena.

No tenemos que ser ni unas ciegas optimistas ni unas fatalistas. Podemos ser humanas. Podemos ser desordenadas, imperfectas, contradictorias, frágiles. Podemos reconocer que desesperanza no significa impotencia.

 

Qué mundo tan maravilloso e imperfecto

Yo nunca he visto un mundo perfecto. Nunca lo haré. Pero sé que un mundo con dos grados más es mucho mejor que uno con tres o seis grados más. Y sé que estoy dispuesta a luchar por ello, con todo lo que tengo, porque es todo lo que tengo. No necesito una garantía de éxito antes de arriesgarlo todo para salvar las cosas, a la gente y los lugares que amo, antes de intentar salvarme a mí.

Incluso si solo puedo salvar una parte de lo que a mí me resulta valioso, esa será mi parte y para mí no tendrá precio. Si solo puedo salvar una brizna de hierba, lo haré. De ella haré un mundo y en ella y para ella viviré.

No sabemos cómo va a terminar esta película, porque ahora mismo estamos en la sala de guionistas. Estamos tomando las decisiones ahora mismo. Abandonar la sala no es una opción. No podemos rendirnos.

Este planeta es el único hogar que vamos a tener. No hay otro lugar como este. Y un hogar siempre, siempre, siempre vale la pena.

Mary Annaïse Heglar, en sus propias palabras, escribe sobre justicia climática, despotrica, desvaría. Vive en el Bronx, pero sus raíces están en Alabama y Mississippi. James Baldwin es su héroe personal.

La ilustración del artículo es de David Lasky, y está tomada de la contraportada del libro «Yiddishkeit», de Harvey Pekar y Paul Buhle.